LAS MEDALLAS
Aquella mañana Sciaramè se movía por su habitación como una mosca sin cabeza.
Más de una vez Rorò, su hijastra, se había asomado a la puerta, preguntándole:
—¿Qué busca?
Y él, disimulando la turbación y conteniendo la agitación, le había contestado, al principio, con una expresión suave e ingenua:
—Busco el bastón.
Y Rorò:
—Está allí, ¿no lo ve? Al lado del cantarano.
Y ella había entrado para cogerlo. Poco después, ante una nueva pregunta de Rorò, le había dicho que necesitaba un… sí, un pañuelo limpio. Y lo había obtenido, pero no se decidía a irse.
La verdad era esta: aquella mañana Sciaramè buscaba el coraje para decirle algo a su hijastra, y no lo encontraba. No lo encontraba porque sentía hacia ella la misma sumisión que le inspiraba su mujer, muerta siete años atrás. Muerta de pena, sostenía Rorò, por la imbecilidad de él.
Porque Carlandrea Sciaramè, antaño rico, había perdido pronto el dominio de los vientos y de las lluvias, y después de una serie de malas cosechas, había tenido que vender la finca y luego la casa y, con sesenta y ocho años, adaptarse al trabajo de corredor de cítricos. Antes vendía cítricos, que eran el mayor producto de la finca (por decirlo así: se dejaba robar los cítricos por un puñado de monedas por los ladrones de los corredores); ahora tendría que hacer el papel del ladrón, ¡imagínense si era capaz!
Ya, ni siquiera lo dejaban ponerse a prueba. De vez en cuando, concluía algún negocio pequeño, para pagarse el corretaje, como caridad. Y para ganarse aquel corretaje, tenía que correr, pobre viejo, durante un día entero, enfermito como estaba, delgado, con problemas de corazón, con aquellos pies hinchados, embarcados en unos zapatos de paño agujereados. Al llegar la noche volvía a casa, derrotado y cansado, con dos liras en la mano, a duras penas.
Pero la gente creía que se vengaba de todas las penas que le tocaba sufrir en los grandes días del calendario patriótico, en las recurrencias de las fiestas nacionales, cuando con la camisa roja desteñida, el pañuelo al cuello, el sombrero en forma de cono hundido hasta la nuca, llevaba en señal de triunfo sus medallas garibaldianas del sesenta.
¡Siete medallas!
Sin embargo, cojeando en fila con los conmilitones en el cortejo, detrás de la bandera de la sociedad de los supervivientes, Sciaramè parecía un pobre perro perdido. A menudo levantaba un brazo, el izquierdo, y con la mano temblorosa ora se estiraba la floja papada bajo el mentón ora intentaba cogerse los pelos híspidos sobre el labio encogido; en suma, parecía que hacía de todo para esconder así, con aquel brazo levantado, sus medallas, haciendo ver que no le gustaba enseñarlas con tanta pompa.
Muchos, al verlo pasar, le gritaban:
—¡Viva la patria, Sciaramè!
Y él sonreía, bajando la mirada desnuda, casi mortificado, y contestaba despacio, como a sí mismo:
—Viva… viva…
La sociedad de los supervivientes garibaldianos tenía su sede en la habitación de la planta baja de la única casa que, de todas sus propiedades, le quedaba a Sciaramè. Él habitaba arriba, con su hijastra, en dos habitaciones a las cuales se accedía a través de una escalera. En la puerta había una placa, donde con gruesos caracteres estaba escrito:
SUPERVIVIENTES GARIBALDIANOS
De la ventana de Rorò caía graciosamente sobre aquella placa un ramo vagabundo de jazmines.
En la habitación había una gran mesa cubierta por un tapete verde, para la presidencia y el consejo; otra, más pequeña, para los diarios y las revistas; una estantería rústica con tres niveles, polvorienta, llena de libros, la mayoría intonsos; en las paredes estaban colgados un gran retrato oleográfico de Garibaldi; uno, de dimensiones menores, de Mazzini;4 otro, aún más pequeño, de Carlo Cattaneo;5 y luego una estampa conmemorativa de la Muerte del héroe de los dos mundos, entre lazos, luces y banderas.
Cada día Rorò, después de haber arreglado las dos habitaciones de la primera planta, bajaba a aquella habitación de la planta baja con una famosa camisa rojo flamante y se sentaba cerca de la puerta, conversando con las vecinas, que hacían ganchillo. Era una chica guapa, morena y florida, y la llamaban La Garibaldiana.
Aquel día Sciaramè tenía que decirle a su hijastra precisamente que no bajara a aquella habitación, sede de la sociedad, y que se quedara trabajando arriba, en su habitación, porque Amilcare Bellone, presidente de la sociedad, se había quejado, no propiamente de esta costumbre de Rorò, que al fin y al cabo estaba en su casa, sino de que, con la excusa de leer los diarios, cada mañana entraba un joven, un tal Rosolino La Rosa, quien, por haber ido a Grecia junto con otros tres jóvenes del pueblo —Betti, Gàsperi y Marcolini—, a combatir contra Turquía, se consideraba garibaldiano él también.
La Rosa, rico y ocioso, estaba orgulloso de esa empresa suya juvenil; se había obsesionado con el tema y no sabía hablar de otra cosa. Uno de sus tres compañeros, Gàsperi, había sido herido levemente en Domokòs, y La Rosa se vanagloriaba de aquella herida como si fuera suya. También era un joven guapo: alto, delgado, con una larga barba cuadrada, entre rubia y roja, y un par de bigotes hacia arriba que, al estirarlos bien, podía anudárselos tras la nuca.
Era fácil entender que no venía a la sede de la sociedad para leer los diarios y las revistas, sino para hacerse ver allí, como alguien de la casa entre los garibaldianos, y también para cortejar un poco a Rorò, la de la camisa roja.
Sciaramè lo había entendido, pero también sabía que Rorò era muy sensata y que el joven era rico e imprudente. Con conciencia, ¿podía truncar la probabilidad de un matrimonio ventajoso para su hijastra? Él era viejo y pobre; ¿cómo se quedaría, en breve, aquella chica si no conseguía procurarse un marido? Además, no era realmente su padre, y por eso no tenía tanta autoridad sobre ella como para prohibirle algo que no consideraba negativo y que podía procurarle un gran bien.
Pero, por otro lado, Amilcare Bellone también tenía razón. Estos eran asuntos de familia, en los cuales la sociedad de los veteranos no tenía nada que ver. Ya por la calle se hablaba de aquella intriga entre La Rosa y Rorò, que la sociedad parecía alimentar, y Bellone, que justamente estaba celoso de esta última y de su buen nombre, no podía permitirlo. ¿Cómo actuar, mientras tanto? ¿Cómo hablarlo con Rorò?
El pobre Sciaramè se sentía entre espinas desde hacía más de una hora, cuando la misma Rorò le ofreció la manera de entablar la conversación.
Ya arreglada con su flamante camisa roja, entró en la habitación del padrastro, impaciente:
—¿En suma, esta mañana sale o no? ¡Ni me ha dejado arreglar la habitación! Voy abajo.
—Espera, Rorò, escucha —empezó entonces Sciaramè, dándose ánimos—. Precisamente esto quería decirte.
—¿Qué?
—Que tú… digo, ¿no podrías, digo, no te gustaría trabajar aquí arriba, en tu habitación, en lugar de ir abajo?
—¿Y por qué?
—Mira… porque abajo, sabes… los socios…
Rorò frunció el ceño enseguida.
—¿Hay novedades? Perdone, ¿acaso han empezado a pagarle el alquiler?
Sciaramè sonrió tontamente, como si Rorò estuviera bromeando.
—Ya —dijo—, es cierto, no… no pagan alquiler.
—¿Y entonces, qué quieren? —continuó, fiera, Rorò—. ¿Qué pretenden? ¿Dictar leyes, además, en nuestra casa?
—¡No: qué tiene que ver! —intentó replicar Sciaramè—. Sabes que yo les ofrecí…
—Por la noche —concedió, para acabar con el tema Rorò—, ¡por la noche, son los dueños! Ya que usted tuvo la feliz idea de hospedarlos aquí. Yo sé lo que tardo en dormirme con todas sus charlas y sus canciones: ¡borrachos! Pero basta. ¿Ahora pretenden que yo…?
—No es por ti —intentó interrumpirla Sciaramè—, no es por ti propiamente, hija mía…
—¡He entendido! —dijo, enojándose, Rorò—. Lo había entendido incluso antes de que empezara a hablar. Pero contestele así a los señores supervivientes: que se ocupen de sus asuntos, que de los míos me ocupo yo; si no les conviene, que se vayan: me harán un grandísimo favor. Recibo en mi casa a quien me parece. Solamente a usted tengo que dar cuenta de ello. Dígame: ¿acaso no confía en mí?
—¡Yo sí, yo sí, hija mía!
—¡Con eso es suficiente! No tengo nada más que decirle.
Y Rorò, el rostro más rojo que su camisa, se giró y bajó hecha un diablo.
Sciaramè tragó saliva, luego se quedó en medio de la habitación apretándose el labio y parpadeando, fastidiado, no sabía bien si consigo mismo o con Rorò o con los supervivientes. Pero, en fin, tenía que hacer algo. Mientras tanto: tenía que salir. ¡Tomar un poco de aire! Quién sabe, al aire libre se le ocurriría algo.
Y bajó por la escalera, con una mano apoyada en la pared y la otra en el bastón que enviaba adelante; luego llegaba un pie hinchado y el otro detrás, mientras soplaba por la nariz a cada escalón, por el esfuerzo y la dificultad; atravesó la habitación de la planta baja y salió sin decirle nada a Rorò, que ya hablaba con una vecina y ni se volvió a mirarlo.
¡Ah, qué alivio sería para él que su joven hija se casara, tal vez con otro joven, si no con La Rosa! La verdad es que con La Rosa —si lo pensaba bien— le parecía difícil: punto primero, porque Rorò era pobre; segundo, porque la llamaban La Garibaldiana, y los señores La Rosa, en cambio, buscaban para el hijo imprudente una chica sensata, sin humos patrióticos. Rorò no los tenía, nunca los había tenido, pero desgraciadamente se había labrado esa fama y quizás ahora se valía de ella, como de una telaraña que nadie podía acusarla de haber tocado, para hacer caer adentro aquel mariposón de La Rosa.
«¡Ojalá!», suspiraba para sus adentros Sciaramè, pensando que —en verdad— el mariposón parecía ya bien enredado.
Vamos, ¿cómo podía arruinar ahora aquella telaraña para contentar a los señores supervivientes que ni pagaban el alquiler? ¿Y en qué consistía, en fin, el problema según Amilcare Bellone? En el hecho de que La Rosa había llevado en Grecia la camisa roja. ¡Despecho y celos! La camisa roja de aquel joven le parecía a aquel bendito hombre un verdadero sacrilegio y lo hacía enfurecer como a un toro. Si hubiera sido otro chico quien viniera a leer los diarios, seguro que no le hubiera importado.
Mientras pensaba, Sciaramè llegó a la plaza principal del pueblo y se sentó, como siempre, a una de las mesas del café dispuestas en la acera.
Cada día, sentado allí, esperaba que alguien lo llamara para algún encargo; aguardando, comido por las moscas y por el aburrimiento, se dormía. Nunca tomaba nada en el café, ni un vaso de agua con licor de anís; pero el dueño lo soportaba porque a menudo los clientes se divertían con él, empujándolo a hablar de Calatafimi y de la entrada de Garibaldi en Palermo y de Milazzo y del Volturno. Sciaramè hablaba con tristeza profunda, meneando la cabeza y entornando los ojos desnudos. Recordaba los episodios piadosos, los muertos, los heridos, sin exaltación alguna y sin jamás vanagloriarse. Pero, finalmente, quienes lo habían incitado a hablar para burlarse de él, se quedaban en cambio afligidos, contemplando cómo el antiguo fervor de aquel viejo había caído, apagado en la miseria de los tristes años sobrevividos.
Al verlo, aquella mañana, más deprimido de lo acostumbrado, uno de los clientes le gritó:
—¡Vamos, ánimo Sciaramè! Dentro de pocos días será la fiesta del estatuto. ¡Insuflemos un poco de aire a la vieja camisa roja!
Sciaramè levantó una mano en el aire, con un gesto que quería significar que pensaba en otros temas. Estaba a punto de posar el mentón sobre las manos apoyadas en el bastón, cuando oyó que Amilcare Bellone lo llamaba con rabia, llegando como una tormenta. Saltó y se puso de pie, bajo la mirada airada del presidente de la sociedad de supervivientes.
—He hablado con Rorò, sabes, esta mañana —le avanzó, para calmarlo, mientras se le acercaba.
Pero Bellone lo agarró por un brazo, lo atrajo hacia sí y, poniéndole un puño debajo de la nariz, le gritó:
—¡Pero si está allí!
—¿Quién?
—¡La Rosa!
—¿Allí?
—Sí, y ahora lo arreglo yo. ¡Lo echo a patadas!
—¡Por caridad! —suplicó Sciaramè—. ¡No armemos un escándalo! Deja que vaya yo. Te prometo que no volverá jamás. Creía que bastaría con habérselo dicho a Rorò… ¡Iré yo, déjame a mí!
Bellone se rio, luego, sin soltarle el brazo, le preguntó:
—¿Quieres saber qué eres?
Sciaramè sonrió amargamente, encogiéndose de hombros.
—¿Mameluco? —dijo—. ¿Y ahora te das cuenta? Lo sé desde hace tanto tiempo, querido mío.
Y se encaminó, encorvado, sacudiendo la cabeza, apoyado en el bastón.
Cuando Rorò, que estaba sentada cerca de la puerta, divisó al padrastro a lo lejos, le indicó a Rosolino La Rosa que se apartara y que se sentara a la mesa de los diarios. La Rosa se desplazó con un único movimiento, se sentó, abrió una revista y se sumergió en la lectura.
Y Rorò:
—¿Tan pronto? —le preguntó al padrastro, con la cara dura más linda de la tierra—. ¿Qué le ha pasado?
Sciaramè primero miró a La Rosa, que estaba con los codos apoyados en la mesa y la cabeza entre las manos; luego le dijo a su hijastra:
—Te había rogado que te quedaras arriba.
—Y yo le he contestado que en mi casa… —empezó Rorò; pero Sciaramè la interrumpió, amenazador, levantando el bastón e indicándole la escalera del fondo:
—¡Arriba y basta! Tengo que decirle unas palabritas al señor La Rosa.
—¿A mí? —dijo este, como si cayera de las nubes, girándose y mostrando la barba acicalada y los bigotes hacia arriba.
Se levantó (era muy alto) y se acercó a Sciaramè que frente a él se vio muy pequeñito.
—Por favor, siéntese, quédese cómodo, querido don Rosolino. Le quería decir… ¡Rorò, tú ve arriba!
Rosolino La Rosa se dobló para hacerle una reverencia a Rorò, que ya se iba por la escalera, mascullando, rabiosa.
Sciaramè esperó a que su hijastra llegara arriba; se giró con una actitud humilde y sonriente hacia La Rosa y empezó:
—Querido don Rosolino mío, sé que usted es un buen joven.
Rosolino La Rosa volvió a doblarse:
—¡Gracias, de corazón!
—No, es la verdad —continuó Sciaramè—. Y yo, por mi cuenta, me siento honrado…
—¡Gracias, de corazón!
—Es la verdad, le digo. Me siento muy honrado, querido don Rosolino, de que usted venga aquí a… a leer los diarios. Pero, mire, yo soy y no soy el dueño de este lugar. Mire: esta es la sede de la sociedad de los supervivientes, y yo, que soy y no soy dueño, tengo hacia mis compañeros, hacia los socios, una… una cierta responsabilidad, eso es.
—Pero yo… —intentó interrumpirle Rosolino La Rosa.
—Lo sé, usted es un buen joven —añadió enseguida Sciaramè, extendiendo las manos—, viene aquí a leer los diarios; no molesta a nadie. Pero estos diarios… estos diarios, querido don Rosolino, no son míos. Si fueran míos… ¡Imagínese! Pero al no ser socio…
—¡Un momento! —exclamó en este punto La Rosa, extendiendo las manos, ahora, y frunciendo el ceño—. Esperaba este momento: que me dijera esto. ¿No soy socio? Muy bien. Contesteme ahora: fui a Grecia, ¿sí o no?
—¡Seguro que fue! ¿Quién puede ponerlo en duda?
—¡Muy bien! Y he llevado la camisa roja, ¿sí o no?
—¡Seguro! —repitió Sciaramè.
—Entonces he ido, he combatido, he vuelto. Tengo pruebas, cuidado, Sciaramè, pruebas y documentos muy elocuentes. Y entonces, dígame, ¿qué soy yo, según usted?
—Usted es un buen joven, un buen hijo, ¿no se lo he dicho ya?
—¡Pues, muchas gracias! —chirrió Rosolino La Rosa—. No es eso lo que quiero saber. Según usted, ¿soy garibaldiano o no?
—¿Si usted es garibaldiano? Sí, ¿por qué no? —contestó, atontando, Sciaramè, sin saber adónde quería llegar La Rosa.
—¿Y superviviente? —continuó este entonces—. También soy superviviente, porque no morí y volví. ¿Está bien? Ahora los señores veteranos no permiten que venga aquí a leer los diarios porque no soy socio, ¿no es verdad? Usted mismo lo ha dicho. Pues bien: ahora mismo voy a buscar a mis tres compañeros supervivientes de Domokòs y, los tres juntos, esta misma noche, presentaremos una solicitud de admisión a la sociedad.
—¿Cómo? ¿Cómo? —dijo Sciaramè, abriendo más los ojos—. ¿Ustedes? ¿Socios?
—¿Y por qué no? —preguntó Rosolino La Rosa, frunciendo más fieramente el ceño—. ¿Acaso no somos dignos?
—Sí, no digo que no… ¡Por mí, imagínese! ¡Un honor y un placer! —exclamó Sciaramè—. Pero los demás, digo, mis… mis compañeros…
—¡Quiero verlos! —concluyó La Rosa, amenazador—. Sé que tengo derecho a pertenecer a esta sociedad más que ningún otro y, si fuera necesario, Sciaramè, podría demostrarlo. ¿Ha entendido?
Al decir esto, Rosolino La Rosa cogió con dos dedos el cuello de la chaqueta de Sciaramè y lo sacudió; luego, mirándole a los ojos, añadió:
—Nos vemos esta noche, Sciaramè, ¿nos hemos entendido?
El pobre Sciaramè se quedó en medio de la calle, aturdido, rascándose la nuca.
Poco más de una docena de miembros formaban parte de aquella sociedad de supervivientes, ninguno de los cuales había nacido en el pueblo. Amilcare Bellone, el presidente, era lombardo, de Brescia; Nardi y Navetta eran de Romagna; en suma, todos procedían de varias regiones de Italia y habían venido a Sicilia atraídos por el comercio de cítricos o de azufre.
La sociedad había nacido una noche, muchos años atrás, de repente, por iniciativa de Bellone. Se tenía que celebrar en Palermo el centenario de los Vespros Sicilianos. A la noticia de que Garibaldi vendría a Sicilia para aquella memorable fiesta, los pocos garibaldianos que residían en aquel pueblo se habían reunido en el café, con la intención de ir juntos a Palermo para volver a ver —por última vez— a su glorioso caudillo. La propuesta de Bellone de fundar aquella misma noche una asociación de supervivientes, que pudiera figurar con una bandera propia en el gran cortejo que estaba programado para la celebración, fue recibida con fervor. Entonces algunos clientes del café le habían dado a Bellone el nombre de Carlandrea Sciaramè, que estaba como siempre medio dormido en una esquina apartada, y le habían dicho que él también era un veterano garibaldiano, el viejo patriota del pueblo. Y Bellone, encendido por el recuerdo de los entusiasmos juveniles y un poco también por el vino, se le había acercado:
—¡Ey, conmilitón! ¡Garibaldiano! ¡Garibaldiano!
Lo había despertado, llamándolo a formar parte de la naciente sociedad, entre los gritos de incitación de los demás. Obligado a beber, en aquella hora insólita, más de lo que deseaba, Carlandrea Sciaramè había dejado escapar, a su vez, la propuesta de que, por el momento, la nueva sociedad podía tener sede en la habitación de la planta baja de su casa. Los veteranos habían aceptado enseguida; luego, olvidándose de que Sciaramè había ofrecido aquella habitación temporalmente, se habían quedado allí para siempre, sin pagar el alquiler.
Pero Sciaramè, al ofrecer la habitación gratis, tenía la ventaja de no pagar las tres liras al mes que los demás pagaban para la suscripción a los diarios, para la iluminación, etcétera. Por otro lado, la situación le molestaba, a lo sumo, solamente por la noche, cuando los socios se reunían para beber alguna botella de vino, echar unas partidas a la brisca, leer los diarios y hablar de política.
Nadie suponía que el pobre Sciaramè, entre la hijastra y Bellone, estuviera entre la espada y la pared. El presidente de Brescia no admitía réplicas: impetuoso y gritón, se lanzaba contra cualquiera que osara contradecirlo.
—¡Los jóvenes! ¡Oh! ¡Los jóvenes! —empezó a gritar aquella noche, después de haber leído la solicitud de La Rosa y compañía, casi bailando por la bilis, moviendo la carta bajo la nariz de los socios y riéndose, con la cara ardiendo—. ¡Los jóvenes, señores, los jóvenes! ¡Aquí están! ¡Las nuevas camisas rojas a tres liras el metro, de última fabricación, señores míos, estrenadas en Grecia, lindas, limpias, sin mancha alguna! Siéntense, siéntense; estamos todos aquí; ¡abro la sesión sin formalidades, sin orden del día, liquidaremos todas las cuestiones en un momento, con un golpe de bolígrafo! Siéntense, siéntense.
Pero los socios, excepto Sciaramè, lo habían rodeado para ver aquella carta, como si no quisieran creérselo y lo agobiaban con preguntas, sobre todo el gordo y desdentado Navetta, que era un poco sordo y tenía una pierna de madera, un especie de tranca, sobre la cual se agitaba el pantalón y que, al caminar, producía un ruido gutural que provocaba repugnancia.
Bellone se liberó del gentío de una brazada, tomó su sitio en la mesa presidencial, tocó la campanilla y empezó a leer la solicitud de los jóvenes con miles de muecas y expresiones de los ojos, de la nariz y de los labios, que despertaban poco a poco las risas de los espectadores.
Solamente Sciaramè escuchaba serio, con el mentón apoyado en el bastón y los ojos que miraban fijamente la lámpara de petróleo.
Terminada la lectura, el presidente asumió un aire grave y digno. Sciaramè lo confundió, levantándose.
—¡Siéntese! —le gritó Bellone.
—La lámpara se está apagando —observó tímidamente Sciaramè.
—¡Pues deja que se apague! Señores, considero ociosa y humillante para nosotros cualquier discusión sobre un asunto tan ridículo. (¡Muy bien!). Todos de acuerdo, con un golpe de bolígrafo, rechazaremos esta increíble, incalificable… esta ¡no sé cómo definirla! (Aplausos.)
Pero Nardi, el otro miembro de Romagna, quiso hablar. Dijo que consideraba necesario e imprescindible declarar, de una vez por todas, que tenían que ser considerados garibaldianos solo los que habían seguido a Garibaldi (¡Bien! ¡Bravo! ¡Muy bien!), al verdadero y único Giuseppe Garibaldi (aplausos, ovaciones). Giuseppe Garibaldi, y basta.
—¡Sí, sí, y basta!
—Y añadamos —dijo entonces Navetta—, añadamos, señores, que la… la, ¿cómo se llama? La desafortunada guerra de Grecia contra… ¿cómo se llama? Turquía, no puede, no debe de ninguna manera ser tomada en serio, por la… seguro, la, ¿cómo se llama?, la pésima suerte de aquella nación que… que…
—¡Sin que! —gritó Bellone, fastidiado, levantándose—. ¡Basta con decir: aquella nación degenerada!
—¡Bravo! ¡Así! ¡En efecto! ¡No hace falta nada más! —aprobaron todos.
En este momento Sciaramè levantó la barbilla del bastón y levantó una mano:
—¿Me permiten? —preguntó con aire humilde.
Los socios se giraron a mirarlo, con el ceño fruncido; entre ellos Bellone, tosco:
—¿Tú? ¿Qué tienes que decir?
El pobre Sciaramè extravió su mirada, tragó saliva, extendió de nuevo la mano:
—Quisiera hacerles observar que… en fin… estos… estos cuatro jóvenes…
—¡Bufones! —saltó Bellone—. Se llaman bufones y punto. ¿Acaso los defiendes?
—¡No! —contestó enseguida Sciaramè—. No, pero, quisiera hacerles observar, como decía, que… en fin, han… han combatido, estos cuatro jóvenes, han ido al frente, sí… se han mostrado valientes… es más, uno de ellos fue herido… ¿Qué más quieren? ¿Tenían que morir necesariamente? ¡Dios nos libre! Si él, Garibaldi, no estuvo en Grecia es porque no pudo —¡claro! Estaba muerto…—, pero estaba allí su hijo, que tiene derecho, me parece, a llevar la camisa roja, y de hacerla llevar a todos los que lo siguieron a Grecia, eso es. Y entonces…
Hasta ese momento Sciaramè pudo hablar, sorprendido de que se lo permitieran, pero al mismo tiempo temeroso y cada vez más consternado por el silencio que recibían sus palabras. En aquel silencio no percibía el consenso, sino que sentía que con él sus compañeros casi lo retaban a proseguir para ver adónde llegaban su simpleza y su descaro, o para saltar a la primera palabra no comedida; y por eso intentaba hacer más humildes la expresión de su rostro y su voz. Pero no sabía qué más añadir; le parecía que había hablado lo suficiente, que había defendido a aquellos jóvenes lo mejor que podía. Mientras tanto, los demás permanecían en silencio, lo desafiaban a que hablara más. ¿Qué podía decir? Añadió:
—Y entonces me parece…
—¿Qué te parece? —prorrumpió entonces, furibundo, Bellone, poniéndose en pie, ante él.
—¡Un cuerno! ¡Un cuerno! —gritaron los demás, levantándose ellos también.
Y pusieron en medio a Sciaramè y empezaron a hablar todos, excitados; lo zarandeaban para demostrarle que sostenía una causa indigna y que tenía que avergonzarse de ello. ¡Defendía a cuatro sinvergüenzas, gandules! ¿Acaso las verdaderas epopeyas, como la garibaldiana, podían tener añadiduras, apéndices? ¡Grecia se había cubierto de ridículo!
El pobre Sciaramè no podía contestar a todos, derrotado, atropellado. Interceptó lo que le decía Nardi y le gritó:
—¿Acaso la empresa no fue nacional? ¿Acaso Garibaldi, perdónenme, combatió solo por nuestra independencia? ¡Combatió también en América, en Francia, caballero de la humanidad! ¿Qué tiene que ver?
—¿Te quieres callar, Sciaramè? —tronó en este punto Bellone, golpeando con el puño la mesa presidencial—. ¡No digas blasfemias! ¡No hagas comparaciones ultrajantes! ¿Osarías comparar la epopeya garibaldiana con la payasada de Grecia? ¡Avergüénzate! Avergüénzate, porque yo conozco bien la razón de tu defensa de estos cuatro bufones. Pero nosotros, que lo sepas, tomando esta decisión esta noche, te haremos un gran favor; te libraremos de un moscón que insidia el honor de tu casa. Tienes que votar con nosotros, ¿lo entiendes? La solicitud tiene que ser rechazada por unanimidad, ¡por Dios! ¡Vota con nosotros! ¡Vota con nosotros!
—Permítanme al menos que me abstenga… —rogó Sciaramè, juntando las palmas de las manos.
—¡No! ¡Con nosotros! ¡Tienes que estar con nosotros! —le gritaron, inflexibles, los socios, muy irritados.
Y tanto hicieron y tanto dijeron que obligaron al pobre Sciaramè a votar que no, con ellos.
Dos días después, en el periódico local, apareció esta protesta de Gàsperi, el herido de Domokòs:
GARIBALDIANOS VIEJOS Y NUEVOS
Recibimos y publicamos:
Estimado señor director,
En nombre mío y de mis compañeros La Rosa, Betti y Marcolini, le comunico la deliberación votada por unanimidad por la sociedad de los veteranos garibaldianos, consecuente a nuestra solicitud de admisión.
¡Hemos sido rechazados, señor director!
Nuestra camisa roja, para los señores veteranos de la sociedad, no es auténtica. ¡Así es! ¿Y sabe por qué? Porque, al no haber nacido o siendo aún neonatos, cuando Giuseppe Garibaldi —el verdadero, el único— como dice la deliberación, se movilizó para combatir y liberar la Patria, nosotros, pobrecitos, no pudimos naturalmente con nuestras niñeras y nuestras madres seguirlo, en aquel entonces. Y hemos cometido la ofensa de seguir a su hijo (que parece, según los nombrados veteranos, no sea él también un Garibaldi) a la sagrada Grecia. Se nos culpa, de hecho, del resultado triste y humillante de la guerra greco-turca, como si nosotros en Domokòs no hubiéramos combatido y ganado, dejando en el campo de batalla al heroico Fratti y a otros generosos combatientes.
Ahora entenderá, estimado señor director, que nosotros no podemos defender, como quisiéramos, a nuestro caudillo, al noble idealismo que nos empujó a responder a la llamada, a nuestros compañeros de armas caídos y a los supervivientes, de la ofensa indigna contenida en la incalificable deliberación de nuestros veteranos: no podemos porque nos encontramos frente a unos viejos evidentemente imbéciles. El término puede parecer duro, en un primer momento, pero no lo parecerá cuando se considere que esos señores han rechazado nuestra admisión a la sociedad sin pensar que mientras tanto pertenece a ella alguien que nunca ha sido garibaldiano, que no solamente nunca ha participado en un conflicto bélico, sino que se atreve a llevar la camisa roja y a decorarse el pecho con siete medallas que no le pertenecen, porque fueron de su hermano heroicamente muerto en Digione.
Dicho esto, me parece superfluo añadir más comentarios a la deliberación. Me declaro dispuesto a demostrar con documentos lo que afirmo. Si me veo obligado a ello, desenmascararé públicamente a este falso garibaldiano, que ha tenido el coraje de votar con los demás contra nuestra admisión.
Mientras tanto, señor director, rogándole que publique íntegramente esta protesta en su periódico, tengo el honor de decirme
Suyo devotísimo
Alessandro Gàsperi
Desde hace mucho, nosotros también sabíamos que un tal señor, que para nada es superviviente y que nunca fue garibaldiano, es parte de la sociedad de veteranos garibaldianos. Nunca lo habíamos mencionado, por caridad de patria, y no nos hubiéramos ocupado nunca del tema si ahora el acto irreflexivo de la nombrada sociedad no hubiera justamente provocado la protesta del señor Gàsperi y de los otros valientes jóvenes que combatieron en Grecia. Consideramos que la sociedad de los veteranos, para darles al menos una satisfacción a estos jóvenes y preocuparse de su propio decoro, ahora tendría que darse prisa en expulsar a ese socio, que no merece, en absoluto, ningún título.
(N.d.R.)
Amilcare Bellone, con el periódico en la mano —mientras todo el pueblo comentaba sorprendido la protesta de Gàsperi—, se precipitó, furioso, a la sede de la sociedad y al encontrarse con Carlandrea Sciaramè, que se encaminaba triste e inconsciente al café de la plaza, lo agarró por el pecho y lo obligó a sentarse en una silla, agitándole con la otra mano el periódico en la cara:
—¿Lo has leído? ¡Lee aquí!
—No… ¿Qué… qué ha pasado? —balbuceó Sciaramè, sorprendido por tanta violencia.
—¡Lee! ¡Lee! —le gritó de nuevo Bellone, cerrando los puños, para frenar la rabia; y se puso a caminar por la habitación como un león.
El pobre Sciaramè, con las manos temblorosas, buscó sus gafas; se las puso en la punta de la nariz; pero no sabía qué tenía que leer en aquel periódico. Bellone se le acercó, se lo quitó de las manos, lo abrió y le indicó la protesta, en la sección de la segunda página.
—¡Aquí! ¡Aquí! ¡Lee aquí!
—Ah —dijo, dolido, Sciaramè, después de haber leído el título y la firma—. ¿No se lo había dicho?
—¡Sigue! ¡Sigue! —le gritó Bellone, volviendo a dar vueltas.
Sciaramè siguió leyendo, callado. En cierto punto, frunció el ceño; luego abrió completamente los ojos y la boca. El periódico estuvo a punto de caérsele de las manos. Lo cogió, se lo acercó más a los ojos, como si la vista se le hubiera nublado de pronto. Bellone se había parado para mirarlo con los ojos fulminantes, con los brazos cruzados, y esperaba, ardiendo, una protesta, un mentís, una explicación.
—¿Qué me dices? ¡Levanta la cabeza! ¡Mírame!
Sciaramè, con el rostro cadavérico, en tensión los párpados alrededor de los ojos pálidos, sacudió ligeramente la cabeza, en señal negativa, sin poder hablar; posó el periódico sobre la mesa y se llevó una mano al corazón.
—Espera… —dijo luego, más con el gesto que con la voz.
Intentó tragar saliva, pero la lengua se le había vuelto áspera como corcho. No respiraba bien.
—Yo… —empezó a balbucear, jadeando—, yo fui… yo fui… a Calatafimi… a… a Palermo… a Nápoles… luego a Milazzo… y a Calabria… a… a Melito… luego hacia el norte, hasta… hasta Nápoles… y luego al Volturno…
—¿Y cómo? ¡Las pruebas! ¡Las pruebas! ¡Los documentos! ¿Cómo fuiste?
—Espera… Yo… con… con Stefano… Tenía un burro…
—¿Qué dices? ¿Desvarías? ¿De quién son las medallas? ¿Son tuyas o de tu hermano? ¡Habla! ¡Quiero saberlo!
—Son… Déjame hablar. En Marsala… estábamos allí, en el sesenta, Stefano, mi hermanito y yo… Le había hecho de padre… Él tenía apenas quince años, ¿entiendes? Se escapó de casa, cuando… cuando desembarcaban los Miles… para seguir a Garibaldi, con los voluntarios… Volví a casa y no lo encontré allí… Entonces alquilé un burro… Lo alcancé en Calatafimi, para llevármelo de vuelta a casa… ¿Qué podía hacer un niño de quince años, mi corazón? … Pero me amenazó con que se levantaría la tapa de los sesos… los sesos, decía, con aquel viejo fusil más alto que él, que le habían dado… si lo obligaba a volver atrás… los sesos… Y entonces, convencido por los otros voluntarios, dejé en libertad al burro, que después me tocó pagar y… y los acompañé.
—¿Voluntario tú también? ¿Y combatiste?
—No… no tenía… no tenía fusil…
—¿Y tenías miedo?
—No, no… ¡Antes morir que dejarlo allí!
—¿Entonces seguiste a tu hermano?
—¡Sí, siempre!
Y Sciaramè sintió que un escalofrío le recorría la espalda y con la mano se presionó más fuerte en el pecho, encorvándose aún más.
—¿Y las medallas? ¿La camisa roja? —continuó Bellone, sacudiéndolo furiosamente—. ¿De quién son, tuyas o de tu hermano? ¡Contesta!
Sciaramè abrió los brazos, sin osar levantar la cabeza, luego dijo:
—Como Stefano no… no pudo disfrutar de ellas…
—¡Tú las has paseado! —Bellone completó la frase—. ¡Miserable impostor! ¿Y te has atrevido a engañar así a nuestra buena fe? Merecerías que escupiera en tu cara, merecerías que… ¡Pero me provocas piedad! ¡Ahora mismo abandonarás la sociedad! ¡Fuera! ¡Fuera!
—¿Me echan de mi casa?
—¡Nos iremos nosotros, ahora mismo! ¡Haz que quiten enseguida la placa de la puerta! ¿Cómo puede ser que nunca sospechara que este hombre, al ser tan estúpido, no había visto a Garibaldi ni de lejos?
—¿Yo? —exclamó Sciaramè con un salto—. ¿No lo vi? ¿Yo? ¡Lo vi! ¡Incluso le besé las manos! ¡Se las besé en Piazza Pretorio, en Palermo, donde había acampado!
—¡Cállate, sinvergüenza! ¡No quiero volver a oírte! ¡No quiero volver a verte! ¡Haz que quiten la placa! ¡Tendrás problemas si aún te atreves a llamarte garibaldiano!
Y Bellone se encaminó furioso hacia la puerta. Antes de salir, se giró para gritarle de nuevo:
—¡Desvergonzado!
Una vez a solas, Sciaramè intentó ponerse de pie, pero las piernas no lo aguantaban, el corazón enfermo le temblaba en el pecho. Agarrándose con las manos a la mesa, a la silla, a la pared, se levantó.
Rorò, al ver que se presentaba ante ella en aquel estado, gritó, pero él le hizo señas de que se callara, luego le indicó la cómoda de la habitación y le preguntó casi ahogado:
—¿Tú… los papeles… a La Rosa?
—¿Qué papeles? ¿Qué papeles? —dijo Rorò, sosteniéndolo, trastornada.
—Los míos… los documentos de… de mi hermano… —balbuceó Sciaramè acercándose a la cómoda—. Abre… déjame ver…
Rorò abrió el cajón. Sciaramè puso una mano con los dedos agarrotados sobre el haz de documentos gastados, amarillentos, atados con hilo bramante, y, dirigiéndose a la hijastra con los ojos apagados, le preguntó:
—¿Se… se los has enseñado tú… a La Rosa?
Rorò no pudo contestar en un primer momento, luego, desconcertada y preocupada, dijo:
—Me lo pidió… ¿Qué he hecho mal?
Sciaramè se abandonó en los brazos de ella, asaltado por un acceso de sollozos. Rorò lo arrastró hasta la silla cercana a la cama e hizo que se sentara, llamándolo, asustada:
—¡Papá! ¡Papá! ¿Por qué? ¿Qué he hecho mal? ¿Por qué llora? ¿Qué le ha pasado?
—¡Vete… vete… déjame! —dijo, jadeando, Sciaramè—. Y yo que los he defendido, yo solo… ¡Ingratos!… ¡Yo estuve allí! Lo acompañé… Tenía quince años… Y el burro, a los primeros golpes… Las piernas, las piernas… Sufría por los dos… Y en Milazzo, detrás de aquel sarmiento de vid… un pedazo de tierra, aquí en los labios…
Rorò lo miraba, angustiada y sorprendida, al oír que hablaba así.
—Papá… papá… ¿Qué dice?
Pero Sciaramè, con la mirada perdida, los ojos abiertos, con una mano en el corazón, el rostro trastornado, ya no la oía.
Veía en el tiempo, lejos.
Era verdad que había seguido a su hermanito menor, a quien había hecho de padre; de verdad lo había alcanzado con el burro, primero en Calatafimi, y le había rogado, juntas las palmas de las manos, que volviera atrás, a casa, con el burro, por caridad, si no quería que se muriera de terror sabiendo que estaba tan expuesto a la muerte. ¡Aún era tan joven! ¡Vamos! ¡Vamos! Pero el hermanito no había querido, y entonces él también, poco a poco, entre los otros voluntarios, se había entusiasmado y había ido. Pero luego, a los primeros escopetazos… No, no, no había deseado recuperar al burro abandonado, porque, aunque el miedo era más fuerte que él, nunca se escaparía, sabiendo que su hermanito se había involucrado en el conflicto y que tal vez, en aquel momento, lo matarían. Es más, hubiera querido correr, combatir y dejarse matar, si encontraba a Stefanito muerto. ¡Pero las piernas, las piernas! ¿Qué puede hacer un pobre hombre cuando no se siente dueño de sus propias piernas? Realmente había sufrido por los dos, sufrido de una manera indescriptible, durante la batalla y después. ¡Ah, tal vez incluso más, cuando había buscado en el campo de batalla a su hermanito, entre los muertos y los heridos! ¡Y qué alegría al verlo, sano y a salvo! Y así lo había seguido también a Palermo, hasta Gibilrossa, donde lo había esperado, más muerto que vivo, durante muchos días: ¡una eternidad! En Palermo, Stefanito, por el coraje demostrado, había sido adscrito a la legión de los carabinieri genoveses, que después sería diezmada en la batalla campal de Milazzo. Había sido un verdadero milagro que, aquel día, no hubiera muerto él también, Sciaramè. Escondido en un viñedo, oía de vez en cuando ciertos raros estallidos en los pámpanos; pero no le pasaba por la mente que podían ser balas, cuando, justo allí, en el sarmiento donde estaba escondido… ¡Ah, aquel silbido terrible antes del estallido! A gatas, con los intestinos recorridos por los escalofríos, había intentado alejarse; pero en vano; se había quedado allí, entre el granizo de balas, aterrado, patitieso, viendo la muerte ante sus ojos a cada estallido.
Conocía realmente todos los horrores de la guerra; todo lo que narraba lo había visto, oído, sentido; realmente había ido a la guerra, aunque no había participado activamente en ella. Al volver a Sicilia, después de la donación de Garibaldi al rey Vittorio del reinado de las dos Sicilias, él había sido recibido como un héroe, junto con el hermanito Stefano. Nunca había recibido medallas; Stefano se las había merecido; pero eran casi de los dos. Por otro lado, él nunca se había vanagloriado de nada: cuando lo invitaban a hablar, siempre contaba lo que había visto. Y nunca hubiera pensado ser parte de aquella sociedad, si aquella noche maldita no lo hubieran casi obligado por la fuerza. Había cancelado su deuda con el honor de que había sido investido —y que no sentía del todo inmerecido, porque había sufrido mucho por la patria—, hospedando gratis durante tantos años a la sociedad. Sí, había llevado la camisa roja de su hermano y se había decorado el pecho con medallas no propiamente suyas, pero, después de haber dado el primer paso, ¿cómo podía dar marcha atrás? No había podido evitarlo y secretamente se había justificado pensando que así representaría a su pobre hermanito en aquellas celebraciones nacionales, a su pobre Stefanito, muerto en Digione, que se había ganado aquellas medallas y no había podido gozar de ellas, en las bellas fiestas de la patria.
Esa era la ofensa que había cometido. Habían llegado los nuevos garibaldianos, se habían peleado con los viejos y él estaba en el medio, justamente él que los había defendido, solo contra todos. ¡Ingratos! Lo habían matado.
Rorò, viendo que su rostro se volvía terroso y sus ojos se hundían y se quedaban en blanco, se asomó a la ventana para pedir ayuda.
Algunos vecinos llegaron, preocupados.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
Se quedaron pasmados viendo a Sciaramè en la silla, agonizante.
Dos, más valientes, lo cogieron por las axilas y por los pies e intentaron tumbarlo en la cama. Pero aún no lo habían tumbado, cuando…
—¡Oh! ¿Qué? ¡Miren! ¿Ha muerto?
Rorò se quedó pasmada, con los ojos muy abiertos, mirándolo. Se dirigió a los vecinos para balbucear:
—¿Ha muerto? ¡Oh, Dios! ¡Dios! ¿Ha muerto?
Y se lanzó sobre el cadáver, y luego de rodillas, a los pies de la cama, con el rostro escondido y las manos extendidas:
—¡Perdóneme, papá mío! ¡Perdóneme!
Los vecinos no sabían qué pensar. ¿Perdón? ¿Por qué? ¿Qué había pasado? Rorò hablaba de unos papeles, de unos documentos… ¿Qué sabía ella? La arrancaron de la cama y la arrastraron a la otra habitación. Algunos fueron a avisar a Bellone, otros se quedaron vigilando al muerto.
Cuando el presidente de la sociedad de veteranos, con Navetta, Nardi y los otros socios, llegó, tosco y abatido, Carlandrea Sciaramè estaba en su cama con la camisa roja y las siete medallas en el pecho.
Los vecinos, vistiendo al pobre viejo, habían creído adecuado hacerle llevar, por última vez, el traje de gala. ¿No le pertenecía? ¿Acaso en las lápidas de los muertos no se suelen poner muchas mentiras, peores que esta? ¡Allí estaban las medallas! ¡Las siete en el corazón!
Pum, pum, pum. Navetta, con su pierna de madera, se le acercó, con el ceño fruncido; lo miró un buen rato, luego, dirigiéndose a sus compañeros, preguntó:
—¿Se las quitamos?
Bellone, que se había apartado con los demás al fondo de la habitación, cerca de la hijastra, confabulando, lo llamó hacia sí con la mano, se encogió de hombros y confirmó el pensamiento de aquellos vecinos, mascullando:
—Déjalo. Ahora ha muerto.
Le prepararon un hermosísimo funeral.
4 Giuseppe Mazzini (1805-1872), filósofo y político italiano, contribuyó a la Unificación de Italia.
5 Carlo Cattaneo (1801-1869), filósofo, político federalista y ensayista italiano.