LA VIRGENCITA

Una caja de juguetes —una de aquellas con los arbolitos coronados por virutas y con un disco de madera debajo del tronco para que se mantengan rectos, y con las casitas y la iglesia con el campanario y todo lo demás—, imagínense una de esas cajas en las manos del Niño Jesús y que el Niño Jesús se hubiera divertido construyéndole así aquella parroquia suya al padre Fiorìca: la iglesita modesta, dedicada a san Pedro, enfrente; la casa parroquial a un lado —con tres ventanitas resguardadas por cortinas de muselina almidonada que, divisándose detrás de los cristales, dejaban adivinar la blancura y la quietud de las habitaciones silenciosas y soleadas; el jardín, con el cenador y los nísperos japoneses, los granados, los naranjos y los limoneros—; y luego, alrededor, las casas humildes de los parroquianos, distribuidas en calles y callecitas, con muchas palomas que revoloteaban por los aleros y conejos que, a ras del muro, espiaban reunidos y temblorosos, y gallinas glotonas y peleonas y cerditos siempre un poco angustiados, ya se sabe, y casi irritados por su excesiva gordura.

¿Acaso podía imaginar el padre Fiorìca que el diablo entraría por algún lado en semejante mundo?

Y en cambio el diablo entraba y campaba a sus anchas, cada vez que lo deseaba, con disimulo y muy fácilmente, seguro de que lo confundirían con un buen hombre o con una buena mujer, o a menudo incluso con un inocuo objeto cualquiera. Es más, se puede decir que el padre Fiorìca estaba todo el santo día en compañía del diablo y no se daba cuenta de ello. No podía darse cuenta porque, hay que decirlo, el diablo no sabía ser malo con él: se divertía solamente con hacerlo caer en pequeñas tentaciones que, como máximo, una vez descubiertas, no le procuraban otro daño que las befas de sus fieles parroquianos y de sus colegas y superiores.

Una vez, por ejemplo, este diablo maldito instigó a una vieja dama de la parroquia, que había ido a Roma para el jubileo, a que le trajera al padre una hermosa tabaquera de hueso, con la imagen del Santo Padre esmaltada en la tapa. Pues bien, ¿pueden creerlo?, el diablo se colocó adentro, no obstante la custodia de aquella imagen, y durante más de un mes, en las vísperas, mientras el padre Fiorìca recitaba como podía un pequeño sermón a los devotos, antes de la bendición, desde el interior de la tabaquera se puso a tentarlo:

—¡Vamos, vamos, un poquitín! Enseñemos la hermosa tabaquera… Para satisfacción de la dama que te la ha regalado y que te está mirando… ¡Un poquitín!

E insistió tanto que finalmente el padre Fiorìca, que nunca había tomado tabaco y había empezado muy tímidamente el día en que había recibido aquel regalo, cedía y sacaba del bolsillo la tabaquera y el gran pañuelo de algodón con flores. Consecuencia: el sermón era interrumpido por una serie de al menos cuarenta estornudos y estrepitosos resoplidos de la nariz, que hacían reír a toda la pequeña iglesia.

Pero lo peor pasó cuando este diablo maldito se insinuó en el corazón de una tal Marastella, una pobrecita medio loca, una niña de treinta años, bellísima, a quien todo el vecindario quería, aunque se reía de la inverosímil credulidad de ella, siempre suspendida en una perpetua y ansiosa maravilla. Pues el diablo se insinuó en el corazón de esa Marastella e hizo que se enamorara coram populo del padre Fiorìca, que ya tenía casi sesenta años y el pelo blanco como la nieve.

Cuando la pobrecita lo veía en la iglesia, o en el altar durante el oficio divino o en el púlpito durante la prédica, no paraba de exclamar, llorando a moco tendido por la ternura y golpeándose el pecho con ambas manos:

—¡Ay, María, qué guapo es! ¡Tiene boca de miel! ¡Ojos de sol! ¡Mi corazón, cómo habla y cómo mira!

Sería un escándalo si todos, conociendo la santa pureza del padre y la inocencia de la pobre tonta, no se hubieran reído de ello.

Pero un día Marastella, al ver que el padre salía de la iglesia, se arrodilló en medio de la plaza, le cogió una mano y empezó a besársela perdidamente y luego a pasársela por el pelo, por el rostro, hasta la garganta, gimiendo:

—¡Ah, padre mío, quíteme este fuego, por caridad! ¡Por caridad, quíteme este fuego!

El pobre padre Fiorìca, perdido, sorprendido, agachado sobre la pobrecita, sin intentar retirar la mano, le preguntaba:

—¿Qué fuego, Marastella, qué fuego, hija mía?

Y tal vez no lo hubiera entendido todavía si, desde todas las casas alrededor, no hubieran llegado las vecinas para arrancar a la tonta del suelo con palabras y gestos tan claros que el padre Fiorìca —pálido, pasmado, trémulo— había huido, persignándose con ambas manos.

Esta vez, sí, el diablo se había descubierto demasiado. Todos reconocieron su obra en aquella locura de Marastella. Y entonces él ideó otra, que tenía que costarle al padre el mayor dolor de su vida.

La pérdida de Guiduccio. Escuchen.

Guiduccio era un niño de nueve años, único hijo varón de la familia más ilustre de la parroquia: la familia Greli.

Hacía años que el padre Fiorìca llevaba en su corazón la espina de esta familia que se mantenía alejada de la iglesia, no porque fuera realmente enemiga de la fe, sino porque la iglesia, según el señor Greli (quien había sido garibaldiano, carabinero genovés en la campaña de 1860 y había sido herido en un brazo durante la batalla de Milazzo), se obstinaba en ser enemiga de la patria; por eso un patriota como el señor Greli creía no poder entrar en ella.

Ahora bien, el padre Fiorìca nunca se había interesado por la política y por eso no conseguía entender cómo el amor por la patria podía ser la razón que les impedía a la mamá y a las hermanas mayores de Guiduccio y al mismo Guiduccio ir a la iglesia al menos los domingos, y a la santa misa en las fiestas de guardar. No decía que tuvieran que confesarse o recibir la eucaristía, pero… ¡al menos la santa misa de los domingos, Dios bendito! Y, tentado como siempre por el diablo, que lo seguía como la sombra de su cuerpo, intentaba conquistar la confianza del señor Greli.

—¡Ahí está! No finjas que no lo has visto. Salúdalo, salúdalo tú primero: ¡una bella reverencia, con digna humildad!

El padre Fiorìca obedecía enseguida a la sugerencia del diablo: se agachaba sonriente, pero el señor Greli, con el ceño fruncido, contestaba apenas a la reverencia y a la sonrisa, con dureza brusca. Y el diablo, ya se sabe, gozaba con ello.

Una tarde de verano, la víspera de una fiesta solemne, el diablo, sabiendo que el señor Greli había vuelto a su casa muy cansado de la jornada matutina y se había tumbado en la cama para recuperar las fuerzas con una siestita, ¿qué hizo? Subió, sin que nadie lo viera, con algunos golfillos al campanario de la iglesia de San Pedro y desde allí empezó a tañer todas las campanas, con una furia tan desairada que el señor Greli —que tenía un carácter fogoso y fácilmente se dejaba tomar por la ira—, en cierto momento, no aguantando más, saltó de la cama y, tal como estaba, con camisa y calzoncillos, corrió a la terraza armado con un fusil y —sí, señores— cometió el sacrilegio de disparar contra las santas campanas de la iglesia.

De las tres, impactó en la derecha, la más aguda: ¡ojo de antiguo carabinero genovés! ¡Pero, pobre campanilla! Pareció una perrita que, golpeada a traición por una piedra, mientras ruidosa y alegremente saludaba a su dueño, cambiaba de pronto el ladrido fiestero por aullidos agudos. Todos los parroquianos, reunidos para la fiesta ante la iglesia, se rebelaron, furibundos, contra el sacrilegio. Y fue verdadera gracia de Dios que el padre Fiorìca, que había llegado completamente trastornado y con los paramentos sagrados aún puestos, consiguiera impedir con su autoridad que la violencia de sus fieles indignados prorrumpiera y se abatiera contra la casa de los Greli. Los paró, los calmó, garantizando que el señor Greli donaría una campana nueva a la iglesia y que se celebraría una fiesta aún más solemne para su bautizo.

Entonces, por primera vez, Guiduccio Greli entró en la iglesita de San Pedro.

En verdad el padre Fiorìca hubiera deseado que la señora Greli fuera madrina de la campana, o al menos una de sus hijas, la mayor, que ya tenía dieciocho años. Pero luego, en su corazón, le agradeció al señor Greli que no quisiera cumplir aquel deseo suyo, al ver el milagro que el bautizo de la campana obró en el alma del niño.

Tal vez fue por la exaltación de la fiesta, o por la simpatía que le demostraron todos los fieles de la parroquia; o más bien por la voz que él primero extrajo de aquella campana bendita, en la cima del campanario en el luminoso azul del cielo; el hecho es que a partir de aquel día la voz de aquella campana lo llamó cada mañana, para la primera misa, a la iglesia. A escondidas, oyendo aquella voz, saltaba de la cama y corría a buscar a la vieja sirvienta de la casa para que lo llevara consigo.

—¿Y si tu papá no quisiera? —le decía la sirvienta.

Pero Guiduccio insistía, sacudido por un escalofrío a cada tañido de la campana que continuaba llamándolo sumisamente durante la noche. Y por la calle estrecha, aún invadida por las tinieblas nocturnas, tiritando, se apretaba a la vieja sirvienta, y una vez en la plaza de la iglesia, levantaba los ojos hacia el campanario, y a la consternación misteriosa que su vista le provocaba, contestaba el no menos misterioso consuelo que, apenas entrado en la iglesia, le procuraban los plácidos cirios encendidos sobre el altar, en la frescura de la sombra solemne con olor a incienso.

La primera vez que el padre Fiorìca, girándose desde el altar hacia los fieles, lo vio arrodillado detrás de la barandilla, con los ojazos aún dormidos, abiertos y brillantes, entre los rizos castaños, casi por una locura divina, sintió que un largo escalofrío de ternura le recorría los intestinos y tuvo que hacer acopio de fuerzas para resistirse a la tentación de bajar del altar y acariciar aquel rostro de angelito y aquellas manitas unidas.

Terminada la misa, le indicó a la vieja sirvienta que condujera al niño a la sacristía y allí lo cogió en brazos, lo besó en la frente y en el pelo, le mostró uno por uno todos los adornos y los paramentos sagrados, las casullas bordadas y los flecos de oro y las albas y las estolas, las mitras y los manípulos, olorosos a incienso y cera; luego lo persuadió dulcemente para que le confesara a su madre que había venido a la iglesia, aquella mañana, por la llamada de su santa campana, y que le rogara que le permitiera volver. Finalmente lo invitó —siempre con el permiso de su madre— a la casa parroquial, para ver las flores del jardín, las ilustraciones coloreadas de los libros y los santos, y a escuchar algún relato.

Guiduccio fue a la casa parroquial cada día, ávido de los relatos de la historia sacra. Y el padre Fiorìca, al ver aquellos ojazos atentos y fervientes en el rostro pálido y valiente, temblaba de emoción por la gracia que Dios le concedía de gozar con aquel maravilloso florecer de la fe en aquella cándida alma infantil; y cuando, en el clímax de los cuentos, Guiduccio, que ya no conseguía contener la exaltación interior, le echaba los brazos al cuello y se apretaba contra su pecho, ardiendo, el padre sentía tanta alegría, al tiempo que tanta consternación, que casi se sentía explotar el alma, y llorando y apretando las manos sobre la espalda del niño, exclamaba:

—¡Oh, hijo mío! ¿Qué querrá Dios de ti?

¡Sí! Mientras tanto el diablo tramaba algo detrás del sillón donde el padre Fiorìca se sentaba con Guiduccio en las rodillas, y como siempre el padre no se daba cuenta de ello.

Hubiera podido notar, Dios santo, cierta sombra que de vez en cuando pasaba sobre el rostro del niño y le hacía fruncir un poco el ceño. Aquella sombra, aquel fruncir el ceño eran provocados por la cordial indulgencia con la cual Guiduccio velaba y absolvía ciertos eventos de la historia sacra; cordial indulgencia que turbaba profundamente el alma resentida del niño, tal vez ya vuelta desconfiada en casa e incluso ridiculizada por su padre y por sus hermanas.

Y así el diablo sacó provecho de estas y otras pequeñas señales que el padre Fiorìca no divisaba.

Durante el mes de mayo, dedicado a la Virgen, en la iglesita de San Pedro, después de la prédica y el rezo del rosario, después de que la bendición hubiera sido impartida y se hubieran cantado en coro, acompañadas por el órgano, las canciones de alabanza a María, se sorteaba entre los devotos una Virgencita de cera, custodiada por una campana de cristal.

Mujeres y niños, cantando arrodillados, miraban fijamente a aquella Virgencita sobre el altar, entre los cirios encendidos y las rosas profusamente ofrecidas, y cada cual deseaba ardientemente que le tocara a él. Sin embargo, muchas mujeres, admirando el fervor con que Guiduccio rezaba delante de todos, hubieran querido que la Virgencita le tocara a él, en vez de a una de ellas. Y más que nadie, naturalmente, lo deseaba el padre Fiorìca.

Los billetes de la lotería costaban un sueldo cada uno. El sacristán se encargaba de la venta durante la semana y anotaba en cada billete el nombre del comprador. Luego, todos los papelitos se juntaban el domingo, enrollados, en una urna de cristal, donde el padre Fiorìca ponía su mano y, removiendo un poco entre el silencio ansioso de los fieles arrodillados, extraía un billete, lo enseñaba, lo desenrollaba y, a través de las gafas puestas en la punta de la nariz, leía el nombre del afortunado. La Virgencita era conducida en procesión entre cantos y sonidos de tambores a la casa del ganador.

El padre Fiorìca imaginaba la exultación de Guiduccio si salía su nombre de la urna, y viéndolo arrodillado allí delante, removiendo los billetes en la urna hubiera querido que por un milagro sus dedos adivinasen el papel que contenía el nombre del niño. Y estaba contento por la generosidad del niño, quien, pudiendo comprar diez papeletas con la media lira que su madre le daba cada domingo, se contentaba con una sola para no obtener ventaja sobre los demás niños, a los cuales él mismo, con los otros nueve sueldos, había comprado el billete.

¡Y quién sabe si aquella Virgencita, entrando con tanta celebración en casa Greli, no tendría el poder de conciliar a toda la familia con la iglesia!

Así el diablo tentaba al padre Fiorìca. Pero hizo algo más. Cuando llegó el último domingo, en el momento solemne del sorteo, apenas lo vio subir al altar donde estaba puesta la Virgencita de cera junto a la urna de cristal, en silencio se puso a sus espaldas y sí, señores, le sugirió que leyera en el papelito extraído el nombre de Guiduccio Greli. Pero frente a la exultación de todos los fieles, Guiduccio, que en un primer momento se había sonrojado, palideció, frunció el ceño sobre los ojos enturbiados, empezó a temblar convulso, escondió el rostro en los brazos y, deslizándose para sustraerse a la multitud de mujeres que querían besarlo para felicitarlo, se escapó de la iglesia para refugiarse en su casa. Se tiró en los brazos de su madre y estalló en un llanto frenético. Poco después, oyendo por la calle el sonido del tambor y el coro de los devotos que le traían la Virgencita a casa, empezó a patear el suelo, retorciéndose en brazos de su madre y de las hermanas, gritando:

—¡No es verdad! ¡No es verdad! ¡No la quiero! ¡Echadla! ¡No es verdad! ¡No la quiero!

Eso es lo que había pasado: de los diez sueldos que la madre le daba cada domingo, Guiduccio había ya dado nueve, como siempre, a los niños pobres de la parroquia para que se inscribieran ellos también en el sorteo; mientras iba a la sacristía con el último sueldo que se había guardado, un niño descuidado y descalzo, que desde hacía tres semanas estaba enfermo y no había podido participar en la fiesta y en el sorteo de las Virgencitas precedentes, se le había acercado. Al ver a Guiduccio con aquel último sueldo en la mano, le había preguntado si era para él. Y Guiduccio se lo había dado.

Demasiadas veces, en casa, bromeando el señor Greli había advertido al hijo:

—¡Duccio, ten cuidado! ¡Te veo con la tonsura! Ten cuidado, Duccio: ¡aquel cura te quiere atrapar!

Y de hecho, ¿por qué aquella Virgencita le había tocado a él, si ningún papelito llevaba su nombre, este último domingo?

La señora Greli, para que su hijo se calmara al fin, ordenó enseguida que la Virgencita fuera devuelta a la iglesia, y desde aquel momento el padre Fiorìca no volvió a ver a Guiduccio Greli.