Para Alejandro Martí,
mi querido amigo invencible
Me llamo Winston MacKinley Scott. Fui jefe en México de la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos, la CIA, durante 13 años que corrieron vertiginosamente, y con probada eficacia, de 1956 a 1969. Mis instrucciones consistían en generar las condiciones para que el ejército asumiera el poder en México sin que se descubrieran manos extrañas en la conjura. Mi gestión, por la cual fui condecorado por la Casa Blanca, abarcó parte del gobierno de Ruiz Cortines, la administración de López Mateos y casi la totalidad de la de Díaz Ordaz, mi gran amigo y confidente. Durante mi larga gestión en México diseñé el programa LITEMPO, tan exitoso que la CIA lo utilizó como modelo en otras de nuestras estaciones repartidas a lo largo del mundo. “LI” representaba el código de la agencia para operaciones en México, en tanto que “TEMPO” significaba el proyecto en sí mismo, entre los jerarcas mexicanos y nuestra agencia. Sí, sí, Díaz Ordaz, el jefe de Estado, fue etiquetado con la clave LITEMPO-2; Luis Echeverría, LITEMPO-8; el capitán Fernando Gutiérrez Barrios, mi adorado Pollo, LITEMPO-4; Emilio Bolaños, sobrino de Díaz Ordaz, LITEMPO-1, mi contacto para relacionarme con el que fuera también secretario de Gobernación, además de Joaquín Cisneros, secretario particular del presidente de la República. Imposible olvidar al general Alfonso Corona del Rosal, jefe del Departamento del Distrito Federal, mi querido Poncho, Ponchitou, y ni ignorar, por supuesto, al general Luis Gutiérrez Oropeza, jefe del Estado Mayor Presidencial, ni al comandante Miguel Nazar Haro, adscrito también a la Dirección Federal de Seguridad, ni al canciller Tony Carrillo, siempre tan dispuesto a servir a Washington, hasta llegar a 12 mágicos LITEMPO. Lo anterior no es de sorprender porque me referiré a muchos otros políticos mexicanos, agentes de mi central, mis informantes secretos, todos ellos con el rostro de santitos inmaculados, perfectamente rasurados, invariablemente sonrientes, peinados y trajeados por sastres ingleses, dueños de carísimas propiedades en cualquier parte del mundo, titulares de cuentas de cheques secretas de ocho o más dígitos, registradas en instituciones de crédito europeas o en paraísos fiscales, en todo caso patrimonio mal habido, producto del peculado, que disfrutan impunemente, sin remordimiento alguno, en tanto dicen defender las causas populares en un país en el que todo se vale y todos niegan, por supuesto, que todo se vale…
Antes que nada es muy importante aprender a vivir en México y jamás olvidar las reglas vitales de supervivencia de las que me ocuparé en las siguientes cuartillas. Usted, lector que me obsequia leyendo estas breves líneas, ¿conoce a un solo priista pobre? ¿Usted había oído algo del programa LITEMPO? Prepárese entonces: le contaré todo aquello que pocos, muy pocos mexicanos, ya sean exfuncionarios, periodistas o historiadores mercenarios, se atreven a revelar, tal vez por vergüenza, miedo o corrupción. ¡Qué poco se ha hablado de la injerencia de Estados Unidos en el conflicto estudiantil de 1968, en ese trágico crimen del que fuimos coautores! Digamos la verdad, ¿no…? ¡Contémosla! Acabemos con las imágenes de oropel, bola de cabrones, comenzando, eso sí, por mí mismo. Sí, encuerémonos todos, yo el primero. ¡Aquí voy!
Previo a revelar mi desempeño como jefe de la Mexican Station, la más grande del mundo, y de explicar la intromisión de la Casa Blanca en los asuntos internos del país para hacer creer que allí se gestaba una auténtica revolución comunista, entre otros objetivos, debo aclarar que gracias a mi español, aprendido a marchas forzadas en la CIA, entre otros conocimientos también de gran peso, mis pintorescos vecinos al sur de la frontera me abrieron de par en par las puertas de sus residencias y del gobierno, a pesar de haber nacido gringo. Soy gringo y moriré gringo y con tan solo abrir el hociquito todos saber que soy yanqui. No pude con los mixiotes ni con las criadillas, que nunca comí por respeto a mis congéneres, como tampoco me atreví siquiera a ver, ya ni se diga oler, la asquerosa pancita de quién sabe qué bicho, ni la moronga vomitiva: sangre, sí, sangre caliente de los animales; no probé los tacos de chapulines servidos con guacamole o los de buche, nenepil o de nana, imagínese usted, vísceras de cerdo sancochadas, whatever that means, en grasa con cáscaras de naranja y “tequesquite”, un polvo mineral similar al bicarbonato, una bomba molotov para el estómago… Imposible digerir la famosa barbacoa que sabe a perro atropellado de los tantos que murieron cuando se inauguró el famoso Periférico, para ya ni hablar de los gusanos de maguey y otras cochinadas que comen, ¿comen?, tragan los tenochquitas de nuestros días. ¿Cómo deben ser unas personas que se deleitan devorando los testículos de los toros, envueltos en tortillas y sazonados con chile de árbol, y se los pasan con tragos de tequila, sangrita y cerveza sin expulsar fuego por la boca? ¡Carajo! What about a good old hamburger and a Coke, with no jalapeño? Jesus Christ…!
Sí, nunca superé la comida mexicana ni logré expresarme correctamente, menos, mucho menos logré entender a las pinches mexicanas y sus complejos saturados de un puritanismo pendejo. Tú, por ejemplo, te coges a una gringa y luego, cuando ya llevas un par de cigarros fumados encuerado en la cama, de pronto se te ocurre preguntar cómo se llama la interfecta pero solo por cortesía; a las aztequitas hay que invertirles mucho más tiempo que a las gabachas, contarles cuentos a sabiendas de que las engañas, bajarles el sol, la luna y las estrellas, prometerles, darles más garantías de seguridad futura que a una institución hipotecaria, hacer de sacerdote a la hora de las confesiones y juramentos por la Virgen de Guadalupe con tal de convencerte de que era la primera vez que cogían, no fueras a pensar mal de ellas. ¡Cuántos esfuerzos se requieren para llevarlas a la cama y cuánta paciencia se necesita para soportar sus culpas cuando ya te estás vistiendo y quieres largarte a tu casa…! Con las viejas de este gigantesco rancho empecé a darme cuenta de que a los mexicanos les gusta que les mientas, así escapan de toda responsabilidad. Me mintieron, ¿ves? Soy víctima, pobre de mí…
Aun cuando posteriormente abordaré el tema a fondo, no puedo dejar de incluir anticipadamente la letra de una canción que me enseñó Irma Serrano, mi querida Tigresa, quien la interpretaba como nadie en la guitarra.
—Si quieres entender a mi gente, a mi país, apréndete, pinche güerito, esta canción conocida como “Miénteme más”:
Voy viviendo ya de tus mentiras,
sé que tu cariño no es sincero…
Sé que mientes al besar
y mientes al decir te quiero…
Me conformo porque sé
que pago mi maldad de ayer…
Siempre fui llevado por la mala,
es por eso que te quiero tanto,
mas si das a mi vivir
la dicha con tu amor fingido,
miénteme una eternidad,
que me hace tu maldad feliz…
Y qué más da… la vida es una mentira,
miénteme más, que me hace tu maldad feliz…
“Miéeenteme más, que me hace tu maldad feliz…” ¡Carajitous, qué país…!
Pero bueno, no vengo a hablar de mi incapacidad para hablar un idioma inventado por el diablo ni a criticar lo que tragan en México ni mucho menos a agredir a las chamacas mexicanas, que cuando se entregan finalmente te enseñan un mundo de dulzura y sometimiento que resulta inimaginable entre las de mi tierra, que cada vez imponen más obligaciones al hombre, son más rebeldes, más exigentes, más difíciles de convencer y se niegan a aceptar cualquier concepto de docilidad. Las gringas son intolerantes hasta el delirio, fijan reglas y condiciones, en tanto las mexicanas son sumisas, mansas y maleables. ¡Una maravilla!
Dos hechos cambiaron la manera de ser de mis paisanas: una, la explosión de la bomba atómica en Japón para concluir con la Segunda Guerra Mundial, y dos, el descubrimiento de la pastilla anticonceptiva. ¿Por qué? Pues porque, por un lado, todos conocimos la existencia de un arma mortal que podía borrar al ser humano de la Tierra con tan solo tronar los dedos, lo cual nos convenció de la importancia de dormir poquito y rapidito, y, por el otro, la pildorita subió de repente a las mujeres al mismo plano de igualdad sexual que los hombres. En nuestros días, una vez desaparecidos los peligros del embarazo, es permitido el todos contra todos. Somos iguales, ya nadie está en desventaja. Total, que entre la bombita y la pildorita se acabó con los privilegios de los machos, enfrentamos una revolución moral que ha cambiado todos los papeles y comportamientos. ¡Viva la vida y viva el desmadre! Ahora, después de un martini, la doncella se tiene que dar por seducida por aquello de que te pueda tronar un artefacto de esos en las purititas nalgas… Hay que vivir, ¿no…?, y además, sin complejos ni problemas, pero eso en Gringolandia, porque aquí tardará en llegar el cambio. Yo ya no lo veré en este país de persignados hipócritas que se confiesan en la iglesia para obtener de inmediato el perdón celestial a cambio de muchos o pocos pesos depositados en las urnas, todo para volver a pecar al día siguiente. ¡Cuánto daño ha hecho la “moral” católica en México, encabezada por curas igual de millonarios o más que los priistas! ¿A quién creerle? ¿A los políticos o a los sacerdotes? ¡Carajo!
Nací el 30 de marzo de 1909 en Jemison, Alabama, hermosa tierra de racistas, lo mejor del género humano. Me especialicé en matemáticas, en el uso de matrices, conocimientos que me permitieron ingresar en el FBI, en la sección de criptografía. Tiempo después, a solicitud mía, Edgar Hoover, mi reverenciado chief, me envió a Pittsburgh a vigilar a la población alemana local para localizar posibles simpatizantes nazis. Fue una experiencia fascinante. Si de niño me encantaba escuchar detrás de las puertas, de mayor descubrí que me gustaba espiar y acusar a las personas desde el anonimato, para luego ver sus caras en el momento mismo del arresto sin poder explicarse de dónde había venido el chingadazo, sí, el chingadazo a la mexicana. Etiquetaba y delataba a cualquiera que se expresara bien del comunismo, una peste que debíamos erradicar a cualquier costo y fuera donde fuera.
Los mexicanos son cabrones, pero como ellos dicen, para uno que madruga, uno que no se acuesta, y por esa razón yo no me acostaba ni tantito, porque camarón que se duerme se lo lleva la…, digámoslo bonito: corriente. Los mexicanos se transan y traicionan entre ellos, sin embargo, cuando los gringos entramos en escena andan muy derechitos porque saben que nosotros tenemos la mano realmente muy pesadita… Para comenzar debo decir que al llegar a México me di a conocer como Win Scott, mi nombre de cariño, mi apodo, sin saber que el general en jefe de las fuerzas militares norteamericanas que derrotó a las mexicanas en cuanta batalla se enfrentaron a lo largo de 1846 a 1848 se llamaba Winfield Scott, un hombre, según ellos, perverso, diabólico, asqueroso, como cualquier conquistador, sí, pero a quien también lo más selecto de la sociedad nativa le ofreció la presidencia vitalicia de la República durante el ágape servido en su honor, que pasaría a la historia como el famoso Brindis del Desierto. El gran Win llegó a pensar que, en esa ocasión, lo colgarían de cualquier árbol junto con su Estado Mayor, pero nunca pasó por su mente, ni en sus noches de insomnio provocado por la disentería, que lo invitarían a convertirse en presidente, y además por aclamación. ¿Quién pensó siquiera en la posibilidad de envenenarlo o eliminarlo? ¡Nadie! El jefe de los invasores, invitado a quedarse como titular del poder mexicano. ¿Qué tal? La misma cara habría puesto Hernán Cortés cuando los jerarcas mexicas le ofrecieron 20 esclavas hermosas, sus propias hijas, para su uso y goce. ¡Menudo banquete! Muy odiado, muy odiado Winfield Scott, ¿no?, pero, por amor de Dios, quédate a gobernar este país hasta la muerte, somos incapaces de autogobernarnos… De la misma manera en que nosotros nunca llegaremos a comprender a los mexicanos, ellos tampoco podrán entendernos a nosotros, los carapálidas… ¡Es un hecho! Integramos dos mundos absolutamente diferentes, no nos encontramos en nada.
No nos anexamos todo México, all México, porque, ¿a dónde íbamos con millones de desnalgados si queríamos ser una potencia mundial en términos de las leyes del Destino Manifiesto? ¿Destino Manifiesto con indios huarachudos, fanáticos religiosos, ignorantes y resentidos? Por eso nosotros matamos a los sioux, a los comanches, a los navajos y a los apaches, entre otras tribus más, por inútiles, incapaces, borrachos y resignados. Nos convino mucho más quedarnos con millones de kilómetros cuadrados deshabitados y que desde entonces aprendieran a temernos para después poder manipularlos a nuestro antojo. El miedo, o mejor dicho, el pánico que nos tienen por las experiencias pasadas es una herramienta invaluable para sojuzgarlos y controlarlos. Apuesto a que, sobre todo en el caso de Díaz Ordaz, los mexicanos se ponían de pie cuando les hablaba por teléfono. Yo, por mi parte, descubrí muchas veces cómo le cambiaba el rostro al verme mientras los uniformados me abrían la puerta de su despacho en Palacio Nacional.
Mi obligación prioritaria en México, tal y como me lo hizo saber Allen Dulles, hermano de John Foster —secretario de Estado que invariablemente argüía aquello de que Estados Unidos tiene intereses, pero no amigos—, consistía en purgar del sistema político, de la prensa, de la sociedad, de las universidades, vocacionales y preparatorias, a cualquier agente comunista incrustado en organizaciones políticas de izquierda o francamente guerrilleras, en movimientos de liberación nacional, en el Partido Comunista o en el de los pobres o en grupos trotskistas, maoístas, leninistas o terroristas de acción revolucionaria. Cualquier funcionario que hablara de nacionalizar o de expropiar debía ser considerado un comunista en ciernes, un importante peligro potencial, una bomba a desmantelar, por lo tanto, un enemigo de los supremos intereses de Estados Unidos de Norteamérica. Si hoy en día somos invencibles es, entre otras razones, porque cuidamos, impulsamos, promovemos, atendemos y vigilamos de cerca a nuestras empresas foráneas y las defendemos con nuestros cañones, nuestros diplomáticos, nuestros marines o nuestros espías, que derrocan a los jefes de Estado confundidos que se atreven a tener tentaciones antinorteamericanas. No hay espacio para ellos. Atacar a una empresa gringa equivale a atacar a la Casa Blanca sobre la base de nuestro reverenciado In God We Trust: Dios está con los ricos, no nos engañemos, las pruebas están a la vista. El Señor, Our Dear Lord, está con los poderosos, con los tecnólogos, con los dueños de los mercados, con quienes tenemos las mejores universidades, con quienes invertimos más en investigación y desarrollo científico, con quienes contamos con la mejor armada, el mejor ejército y el arsenal más grande de bombas nucleares para quien desee discutir con nosotros… Si los jodidos están jodidos es porque Dios no se preocupa por ellos, de otro modo ya los habría rescatado de esa terrible situación en que subsisten sepultados en el olvido y la frustración. Al Señor le valen pura madre los pobres. Si no, ya desde cuándo los habría rescatado de la miseria… ¿No está claro, clarísimo, quiénes somos los consentidos de la divinidad? Para comprobar todo lo anterior, basta con visitar cualquiera de nuestras grandes ciudades, auténticas megalópolis.
La verdad es que las plataformas nacionalistas de los países subdesarrollados han propiciado cadenas de expropiaciones de nuestras empresas, lo cual implica un atentado contra los ingresos del Tesoro de Estados Unidos. La cadena siniestra es muy clara: a menos utilidades foráneas, menos recaudación; a menos recaudación federal, menos inversión en freeways en nuestro país, menos construcciones de rascacielos, menos posibilidades de desarrollo, menos capacidad de gasto militar, y a menor gasto militar, menos control sobre los países que se encuentran dentro de nuestro campo de acción, además de restar enormes posibilidades de bienestar social para los nuestros. ¡Las ganancias foráneas son tan sagradas como intocables! Entendámonos: el vigor de Estados Unidos, su fortaleza nuclear, su poderío económico y financiero, en buena parte dependen de la rentabilidad de nuestras compañías en el exterior; de ahí que tengamos que acabar con los nacionalismos que amenazan nuestro bienestar.
¿Cómo podemos permitir que un país se independice y empiece a comprar mercancías a Europa y a vender sus materias primas a la Unión Soviética? Imposible consentirlo: América Latina tiene que consumir todos los productos manufacturados en Estados Unidos con las materias primas de aquella, cobrando, claro está, un valor agregado en los bienes terminados. La independencia o la soberanía deben estar perfectamente acotadas. Están bien, por supuesto, para los discursos populacheros o de campaña, siempre y cuando no hagan que levantemos la ceja. Que hablen de soberanía; sí, que la expliquen, la ensalcen, la glorifiquen, la dignifiquen y que reciban muchos aplausos; muy bien, pero que estas declaraciones populistas de ninguna manera se conviertan en hechos que se traduzcan en la exclusión de nuestros inversionistas en la aventura económica de estos países. ¿Que muchos presidentes y políticos latinos resienten nuestro control y les inspiramos miedo porque sienten que los estamos sepultando en una esclavitud económica? Es cierto, solo que sin ella, Estados Unidos no podría prosperar a la velocidad con la que soñamos. ¿Que los beneficios económicos de la inversión extranjera no son visibles para la población y por ello ponen bombas en nuestras empresas y representaciones diplomáticas o comerciales? También es cierto, pero si los estudiantes o líderes obreros del mundo se oponen a esta realidad, entonces los agentes de la CIA deberemos hacerlos entender.
Cambiaremos nuestros puntos de vista cuando los países dominados, nuestros mercados naturales, cuenten con un arsenal nuclear como el que nosotros ostentamos, lo cual no sucederá en los siglos por venir. Para desmantelar semejantes tentaciones contamos con planes de sabotaje a todos los niveles. Hoy detectamos hasta el desplazamiento de una mosca en El Chamizal. Eso se llama “control de oportunidades y dominio de las situaciones” para evitar acontecimientos repentinos que afecten la captación de ganancias de nuestros consorcios.
¿Ejemplos? Hoy en día no tenemos ya que mandar a nuestros queridos marines para someter a una nación, como lo hicimos con Nicaragua, Panamá, El Salvador o Guatemala, etcétera, etcétera y otra vez etcétera… No, eso sería ya el último recurso. En la actualidad basta con hacer correr un rumor en aquellos países reacios a aceptar nuestro predominio y hegemonía, un rumor consistente en la inminente devaluación que se producirá en el corto plazo, para que los dueños de los capitales, locales y regionales, saquen sus recursos y los conviertan en dólares, produciendo una catastrófica quiebra a estas economías. ¿Quién se queda con todas esas divisas? Nuestros bancos, para más tarde volvérselas a conceder mediante empréstitos, eso sí, con sus respectivos intereses, de preferencia leoninos. El uso del rumor es una de nuestras grandes herramientas, a las que se suma la patológica desconfianza, ganada a pulso, que tienen los latinoamericanos en sus gobiernos, misma que debemos aprovechar con el talento y la oportunidad debidos. Si sigues impulsando políticas nacionalistas, haremos correr un rumor que provocará la quiebra de tus finanzas en un plazo de no más de 30 días. Si quieres probamos, señor presidente o presidentito…
Tenemos otros mecanismos de control antes de llegar a la invasión: dejar de vender llantas a líneas áreas latinoamericanas, con lo cual dejaríamos en tierra a toda la aviación civil y militar, o alegar contaminación química de algún producto agrícola importado de un país “enemigo”, que puede generar efectos cancerígenos en nuestra población, o cerrar la frontera a la venta de atún por simples razones ecológicas, inventadas, desde luego. ¡Nosotros somos los amos en los mercados y nadie más!
Si Dios es nuestro aliado, más lo es el clero católico latinoamericano que exhibe, junto con nosotros, un odio feroz, igualmente implacable, en contra del comunismo. ¡Cuántas veces, alabado sea el Señor, nos hicieron el favor de bendecir a nuestros gorilas cantándoles misas de Te Deum, de agradecimiento! Las relaciones de los sacerdotes más encumbrados con la CIA son parte de una novela que tal vez algún autor audaz escribirá en el futuro, por lo pronto baste decir que muchos secretos obtenidos a través de la confesión nos fueron de particular importancia a la hora de montar o desmontar planes secretos sin que los involucrados imaginaran este origen. Entre los confesionarios y nuestras centrales logramos tener a muchos países controlados en el puño.
Cualquier asomo de comunismo que yo no detecte o aplaste es un atentado en contra de nuestros Padres Fundadores. Creo en el macartismo,1 soy defensor del macartismo, lo profeso como una religión. Sé distinguir de lejos a los comunistas, no requiero de evidencias. Apenas con verlos los identifico, es más, los husmeo como un perro de caza: el resto del trabajo corresponde a nuestros escuadrones de la muerte, cuyo origen pocos conocen, a los marines o a mi equipo de espías con el Instituto Lingüístico de Verano a la cabeza. Los extraigo de la sociedad con la misma facilidad con que saco una naranja podrida de una canasta llena de fruta fresca. Basta con que interprete o intuya un acto de deslealtad, subversión o traición a Estados Unidos, con pruebas o sin ellas, para que procedan las delaciones, las denuncias, los procesos irregulares, y comience a redactar las interminables listas negras integradas por personas sospechosas de ser marxistas o enemigas de la evolución o del progreso. ¿Cacería de brujas? En efecto. ¿Que pasamos por encima de las constituciones, leyes y normas? ¿Y qué acaso los latinoamericanos no pasan varias veces al día por encima de las constituciones, leyes y normas que ellos mismos promulgaron? ¿Cuál es la diferencia? ¿Cuál juicio justo a estos asesinos del capital y de la prosperidad de las sociedades? Propongo un nacionalismo mundial a favor de Estados Unidos, mi adorado país… Todos, en el fondo, deberíamos ser gringos: les conviene…
Todavía recuerdo cuando ingresé a la CIA y tuve que someterme a los severísimos procesos de contratación, que incluían una capacitación y un adiestramiento que rebasan la imaginación de los mejores novelistas. Para comenzar, se verifican puntualmente los antecedentes de los contratantes. Las mentiras implican la descalificación y el rechazo no solo de la CIA, sino de cualquier otra organización de inteligencia de Estados Unidos. Resulta indispensable una buena preparación mental para poder administrar la tensión emocional que produce cada uno de los exámenes. La formación de un espía es intensa y abrumadora. Dentro de los capítulos del adiestramiento, se pondrán a prueba hasta el límite las facultades físicas y mentales de cada persona, en la inteligencia de que de su conducta y respuestas depende la vida de otros que se encuentran en el mismo riesgo. Quien no sepa administrar bien sus emociones y no logre tener la cabeza absolutamente fría a cada paso que da, no nada más habrá puesto en juego su existencia y la de los demás, sino los propios intereses de Estados Unidos, para ya ni hablar de otros países cuyas materias primas y mercados de consumo nos son vitales. Un agente debe tener el rostro educado como el de un jugador de póker, que arriesga todo su patrimonio en una carta sin tener absolutamente nada con que ganar y sin embargo ni su mirada ni su aspecto delatan la menor emoción. Eso se llama bluff y jamás puede ser descubierto en el rostro ni en ningún otro movimiento, so pena de exponer su vida y su gestión.
Con el paso del tiempo me di cuenta de cómo el entrenamiento en la CIA me transformaba en un agente frío, calculador, suspicaz, incrédulo, receloso, escéptico y absolutamente desconfiado. Mi personalidad cambiaba día a día, en la misma medida en que nos convencíamos de la importancia de defender en cualquier lugar y coyuntura los supremos intereses de nuestro país. Si los kamikazes japoneses obsequiaban su vida al imperio del sol naciente, los espías de la CIA hacíamos lo mismo pero de manera encubierta, sin que nadie pudiera identificarnos, con sus debidas y muy específicas excepciones.
Después de cierto tiempo en el extranjero nos obligaban a regresar a Estados Unidos para una “readaptación psicológica”. Se trataba de quitarnos cualquier sentimiento de empatía excesiva que hubiéramos podido adquirir durante nuestra misión secreta. Nos inculcaban ideas nacionalistas y convicciones patrióticas, subrayando siempre la importancia de nuestra tarea. Nos sometían al detector de mentiras. El contacto con el polígrafo implicaba experiencias traumáticas para nosotros porque, entre otras razones, nos hacían preguntas capciosas, cuyas respuestas apresuradas podrían exhibir alguna debilidad imperdonable, o hablar de desequilibrios emocionales inexcusables en un espía de respeto. En la CIA empiezas a desconfiar hasta de tu sombra y más te valía que así fuera…
Alien Dulles nos explicaba que nuestra carrera implicaba abnegación, desconocido sacrificio y silenciosa valentía al ejercer la segunda profesión más antigua del mundo. Si hubiera conciencias perturbadas en el grupo, estas serían calmadas por las citas bíblicas que muestran a la figura misma de Dios como un espía, por lo tanto, la CIA es el ojo de Dios. De modo que nada de culpas, reproches, arrepentimientos ni recriminaciones silenciosas, íntimas e inconfesables. En todo caso, estábamos benditos por el Señor, quien nos había autorizado a investigar, a hacernos de documentación confidencial, a robar, secuestrar, extraer confesiones por medio de la tortura sin menoscabo de llegar al asesinato y a la desaparición del cadáver y del cuerpo del delito, siempre y cuando no fuéramos descubiertos porque, en ese caso, no tendríamos perdón ni del Creador mismo. El castigo nos lo mereceríamos por imbéciles.
Uno de los primeros objetivos en los que fuimos adoctrinados se centró en la necesidad de combatir en todos los frentes, con todas las armas, con toda la imaginación de que fuéramos capaces, el expansionismo ruso dirigido por el Partido Comunista de la Unión Soviética y sus instituciones secretas. Nuestro país constituía un objetivo prioritario. Los soviéticos se habían cansado de decir que la paz en el mundo se alcanzaría cuando Estados Unidos fuera derrotado. Ya lo veríamos. Estábamos capacitados para detectar el menor asomo comunista en el mundo entero, ahí estaba el caso de Vietnam, pero poniendo la lupa fundamentalmente en América Latina, “nuestra América”, como la llamó José Martí. En la CIA no diseñamos políticas. Nuestro trabajo consiste en proveer de información e inteligencia al jefe de la Casa Blanca, en general al gobierno de Estados Unidos, y por supuesto acatar las instrucciones de la superioridad.
Al asignarnos a un país nos daban cátedra de “factores ambientales”, es decir, el nivel de amistad u hostilidad del gobierno, las posibilidades de seguridad interna, las inclinaciones políticas de los líderes, las características del régimen en cuestión, la solidez democrática, el papel de la oposición, la fortaleza y moralidad de las fuerzas policiacas y de las armadas, la integridad de la prensa, la posición de la Iglesia, los niveles educativos, las facilidades en materia de corrupción, las fuerzas ocultas, la estabilidad social, la identidad de los enemigos más poderosos, las coyunturas políticas, como el caso de una sucesión presidencial, así como la presencia de estructuras revolucionarias, entre otros estudios igualmente valiosos, esto es, nos proyectaban una radiografía total de la nación a la que seríamos destinados. Nos enseñaban a hablar el idioma o hasta el dialecto local; nos advertían acerca de cómo vestirnos, nos sometían a rudos cuestionarios para conocer las costumbres locales; aprendíamos a beber, a cantar como ellos, a comportarnos como naturales del lugar y a identificar la personalidad de los encargados de ejercer la represión o la violencia. Yo mismo aprendí a tararear Fidel, Fidel, ¿qué tiene Fidel, que los americanos no pueden con él? Nos proporcionaban las claves para leer y descifrar documentos doblemente encriptados, los cuales, una vez interpretados por medio de códigos especiales, nos facilitaban el acceso a textos ultrasecretos. Un esfuerzo infernal. Nos sometían a tremendos entrenamientos físicos en campos alejados de los centros urbanos para cuidar la forma, ya que en cualquier momento podríamos vernos en la necesidad de echar mano de ella. Nos capacitaban en defensa personal, desarme, e inclusive en la habilidad de matar por asfixia a mano limpia y demostrar así nuestra capacidad de supervivencia. Nos impartían cursos de subversión política, manejo de la propaganda, es decir, la manipulación de una sociedad a través de la prensa, infiltración en grupos secretos y herméticos para influir en operaciones estudiantiles y obreras, como localizar y penetrar en las organizaciones enemigas para convencer a los militantes de la importancia de desertar antes de perder la vida y la de sus familiares.
Para obtener información expedita y fidedigna nos enseñaban a interrogar, con tortura o sin ella, para evitar pérdidas de tiempo y confusiones que nos apartaran de la verdad o difirieran su encuentro. Aprendíamos a resistir el dolor, como cuando nos introducían cerillos de madera por debajo de las uñas con la prohibición de gritar al prenderles fuego y quemarnos la piel y, por si fuera poco, nos imponían pruebas severísimas como colgarnos de los dedos con una cuerda de nailon para desarrollar resistencia y no revelar dato alguno en el evento de que llegáramos a ser arrestados. Las mujeres espías, escogidas con relación a su belleza y talento, estaban expresamente adiestradas para poder seducir a los hombres y a la vez evitar posibles involucramientos sentimentales. ¡Claro que iban preparadas para enfrentar cualquier agresión independientemente de su sexo!
En lo que hacía a la inteligencia militar, esta se encontraba basada en dos principios: no entregar información, y recibir información. Se trataba de capturar a un sujeto sin que se enteraran los otros, interrogarlo mientras pudiera hablar y, una vez que el individuo moría, hacerlo desaparecer para que los comunistas jamás descubrieran la mano que movía la cuna. Eso era inteligencia militar: de pronto se borraba del mapa un espía o un soplón soviético del que jamás se sabría su paradero ni se encontraría su osamenta.
Donde tuve la oportunidad de conocer a muchos estudiantes extranjeros, mexicanos en particular, fue en el programa FMT (Foreign Military Trainee) en el canal de Panamá. Me refiero a la US Army School of the Americas, mejor conocida por los propios estudiantes como la “escuela de los golpes de Estado”. Existe una gran cantidad de alumnos que han pasado por ella con notas sobresalientes, conocimientos adquiridos que en la práctica se han traducido en derrocamientos ordenados por nuestra agencia, sobre todo en América Latina. Quien pasa por dicha institución, como el coronel Carlos Manuel Abelardo Díaz Escobar Figueroa —pariente de Porfirio Díaz—, un militar mexicano de excepción de quien me ocuparé más tarde, aprende a combatir los desórdenes civiles en un país, además de adquirir técnicas para provocarlos hasta llegar a cualquier extremo dependiendo de las instrucciones recibidas, invariablemente sobre la base de aventar la piedra y esconder la mano. Un buen alumno debe desarrollarse en ambos sentidos, bien sea para sofocar o para promover un movimiento armado.
En la Escuela de las Américas se imparten cursos sobre la naturaleza de la amenaza comunista. Se explica cómo el marxismo puede ser una corriente filosófica de odio promovida por hombres poseídos por el demonio, cuyo cerebro desarrolla ideas que empobrecen, embrutecen a la sociedad y destruyen las economías del mundo a través de la siembra de rencor. Por todo ello, la democracia en América Latina, una presa fácil para los marxistas, representa un grave inconveniente para los intereses continentales de Estados Unidos. No, no queremos democracia, porque ello implica una mayor adversidad en las negociaciones y un fortalecimiento estructural de las instituciones estatales: el Estado, allí, debe ser perpetuamente fallido. En los discursos públicos exigimos y demandamos una mayor y más acelerada evolución política, respeto escrupuloso a los derechos del hombre y civiles so pena de cancelar privilegios comerciales y financieros, pero en la realidad, tras bambalinas, saboteamos cualquier progreso en ese orden. Resulta mucho más atractivo entendernos con un dictador impuesto por nosotros, de tal manera que ponga a nuestra disposición todo cuanto le solicitemos, cuidando las apariencias, a cambio de garantizarle su estancia indefinida en el poder, sobre la base de que se enriquezca a sus anchas, siempre y cuando no se atreva a afectar nuestros intereses. Es mucho más sencillo llegar a acuerdos con un gorila adiestrado por nosotros, que con un congreso de quinientas voces o más con el que es imposible discutir. No tenemos tiempo para alegar: nuestra paciencia se agota después de un breve lapso que va desde el momento en que arrojamos la banana hasta que el gorila la atrapa entre machincuepas, saltos y piruetas para exhibir, por medio de gruñidos inofensivos, su alegría. Podemos manejar al primate por la vía telefónica, con sonidos, señales o voces imperativas, siempre y cuando la explotación de su gente no se traduzca en una nueva revolución que tal vez no logremos controlar. De ahí que tengamos que ir matizando la dictadura para evitar que el desbordamiento de las pasiones, el desorden, el hambre y la desesperación acaben con todo nuestro teatrito. La explotación, sí, pero con un límite, para que no se derrumbe lo construido y los esfuerzos de años no se hagan añicos. Que no se pierda de vista que las revoluciones convienen cuando nosotros las organizamos y no cuando tienen una raíz popular producto de la miseria, en cuyo caso no nos quedan más opciones que asesinar a los líderes con nuestras propias manos o ayudándonos a través de terceros a sueldo.
Ruiz Cortines, un viejito al que nadie respetaba, antiguo gobernador de Veracruz y secretario de Gobernación en el sexenio de Miguel Alemán —presidente conocido como el Ratón Miguelito o Alí Babá y los 40 ladrones de su gabinete—, no solo denunció desde su toma de posesión la corrupción del mandato que le antecedió, todo un escándalo, sino que inició el descongelamiento de los vínculos diplomáticos con la URSS, a pesar de las presiones de la Casa Blanca. El anciano veracruzano era terco, muy terco, solo que nosotros lo éramos más, pero mucho más. El gobierno mexicano permitió a los comunistas abrir embajadas con mucho personal, de los cuales al menos la mitad eran agentes de inteligencia. En razón de la importancia estratégica de México para con Estados Unidos, su proximidad y la abundancia de actividades enemigas al sur de la frontera, se convirtió, sin duda alguna, en nuestra más grande estación de espionaje del hemisferio.
Lo primero que hice a mi llegada fue tratar de verificar la identidad de los agentes enemigos ubicados en cuanta embajada de la Europa Oriental abría el gobierno de Ruiz Cortines. Un domingo en la mañana, en agosto de 1958, el embajador Hill me invitó a un desayuno dominguero con el próximo presidente, Adolfo López Mateos. Este último, quien iba a tomar el poder en diciembre de ese año, quería conocerme, ya que estaba informado de que yo había sido entrenado y capacitado como un auténtico experto en comunismo… ¡Claro que conocía mi posición al frente de la CIA en México y quería saber la clase de bicho a que se enfrentaría! De ese desayuno veraniego, que tardé 15 días en digerir pues tragué sin masticar moronga y menudo, además de pozole hecho de trompa y oreja —más tarde sería conocido como “a la Díaz Ordaz”—, emergió la operación LITEMPO, una red de agentes bajo sueldo además de colaboradores e informantes dentro de la oficina presidencial mexicana y que me catapultó a la fama, tanto en mi agencia como en la Casa Blanca.
Yo no llegué por casualidad en 1956. Si me aparecí en esas fechas en el país es porque tenía que investigar y espiar al famoso tapado, ese gran embuste antidemocrático de los mexicanos. Se sabía que el gobierno contaba con el más descarado y eficiente equipo de robaúrnas, conocidos como “mapaches”, unos bichos asquerosos; porque, como bien lo sentenció Porfirio Díaz, quien cuenta los votos gana las elecciones. Se conocía que la voluntad nacional era ignorada, que los derechos políticos de la sociedad eran pisoteados en cada elección por los priistas, infalibles en lo que hacía a la interpretación de los deseos de la población… A pesar de que el famoso tapado era una burla a cualquier principio de evolución política y social, los mexicanos todavía hacían quinielas para adivinar la identidad de quien los gobernaría los próximos seis años. Para ellos el tapadismo no era una vergüenza, ¡qué va!, era una verdadera fiesta política, una oportunidad para apostar, especular y jugar con lo más caro de su país: su destino… ¿Ya me explico? ¿Está claro el lugar mágico al que vine a dar?
Si algo me sorprendió tan pronto pisé este suelo pintoresco, fue el sentido del humor de los mexicanos, su formidable capacidad de burlarse de todo, inclusive de la muerte, de la desgracia, de la tragedia, en los términos más macabros que se puedan imaginar. Esta tierra atrapa, de verdad atrapa. Cuidado cuando ya te empiezan a gustar los huevos rancheros con salsa molcajeteada y frijoles refritos con totopos: es la hora precisa de regresar a Washington para someterse a la “readaptación psicológica” y escapar a esa cursilería barata, pero caladora, muy caladora. No tengo duda: a este país puedes despreciarlo, sí, pero te enamoras de él si llegas a conocerlo a fondo. Yo ya he llorado, después de beber harto tequila, al acariciarle las chichis a una mexicana. ¿No me he adaptado bien?
En México se vota copiosamente, sin embargo nada más existe un elector y ese, con sus debidas excepciones, es el presidente de la República. En realidad él elige a quien va a continuar su obra, esperando de su sucesor lealtad, consideración y respeto, que no necesariamente siempre recibe. En realidad el sistema priista implica la existencia de un tlahtoani sexenal, un cacique o un caudillo que se mantendrá en el cargo durante seis años, sin otro límite que su voluntad y con la impunidad garantizada. Y pensar que quienes más se quejan de la falta de democracia son los que más fuerte le apuestan al tapado… ¿Quién los entiende…? Alguien, por lo visto, siempre tiene que decidir por los mexicanos. El supuesto gobierno democrático en verdad no es más que una dictadura camuflada porque el Congreso de la Unión no es congreso ni mucho menos de la Unión, porque todos los legisladores son nombrados por el presidente de la República, y lo peor, con la complacencia de la nación, al igual que acontece con los jueces, magistrados y ministros de la Suprema Corte, el Poder Judicial, supuestamente soberano. ¿Cuál impartición de justicia en estas condiciones, en un país que depende de los estados de ánimo de su máximo líder?
López Mateos y yo desayunábamos regularmente en Los Pinos. Hombre de risa fácil, gran sensibilidad, simpatía arrolladora, verbo elocuente y convincente, amable, accesible, creativo, intuitivo, imaginativo y hábil dominador. Imposible estar con él y no caer seducido por su estilo humilde, generoso y cordial. Abordábamos todos los temas, la mayoría de las veces entre sonoras carcajadas. En ningún caso adoptó su papel protocolario, el correspondiente a un jefe de Estado. Por todo ello, al constatar su transparencia, rara en un político de sus tamaños, no me preocupó la visita de Anastas Mikoyan, primer vicepresidente del Consejo de Ministros de la URSS, ni mucho menos la exposición que montaron en México para exhibir y presumir el avance de la industrialización soviética. No me alarmé cuando sostuvo que su gobierno era de izquierda, para rectificar de inmediato que era de extrema izquierda, sí, pero dentro de la Constitución. Whatever that means. Yo estaba convencido de que López Mateos no expropiaría un solo tornillo propiedad de los norteamericanos. Su discurso, como bien dicen los mexicanos, era de dientes para afuera… Tampoco me inquieté cuando recibió a Osvaldo Dorticós, el presidente de Cuba en 1960, ni me alteré con los actos terroristas organizados en Estados Unidos en contra de representaciones mexicanas porque el gobierno se negaba a romper relaciones con Castro. No me asusté cuando adquirió nuestras empresas eléctricas, mismas que no expropió sino que compró, para no confundirnos, ni a la comunidad internacional, con teorías expropiatorias. Que hablen, que hablen, lo que cuenta son los hechos y estos no tardaron en presentarse cuando, a la salida de Dorticós, la Procuraduría General de la República anunció una nueva campaña para reprimir movimientos comunistas. Era claro que la purga de estos bichos malvivientes continuaría y si no, por lo pronto le crearíamos a México un severo problema con Guatemala, gobernada por uno de nuestros gorilas. ¿Qué tal revivir el problema de Belice, reclamado como parte del territorio guatemalteco, o auspiciar otro movimiento cristero, de la extrema derecha radical, o ambas cosas?, en fin, de lo que se trataba era de incendiar y nosotros teníamos con qué lograrlo… ¿Por qué inquietarme si el propio Díaz Ordaz definió que en México “izquierda, centro o derecha son relativos y cambiantes: izquierda significa capacidad de lograr la justicia social”? ¿Qué tal? Con cinco políticos de estos bien podríamos controlar al mundo entero. Que hablen, ya todos sabemos que ellos manejan un doble discurso, por lo que me bastaba un simple guiño para entender que estábamos hablando de lo mismo. Don’t worry, Win, don’t worry, my dear friend…
Es hora de hablar de mujeres, de mis mujeres. Para ahorrar tinta, tiempo y papel no quisiera obsequiarle a Bessie, mi primera esposa, más allá de un renglón en esta breve crónica. Si me casé con ella fue porque Paula, el amor de mi vida en ese entonces, me había despechado. Conocí a Paula en Londres, en 1944, cuando yo trabajaba en la Oficina de Servicios Estratégicos, la OSS, para reunir información relacionada con los espías alemanes ubicados en el archipiélago inglés. Cuando ella se mudó a París decidí ir a visitarla para comunicarle mi imposibilidad de vivir a su lado. Nos hicimos amantes el mismo día de nuestro reencuentro. ¿A dónde se va en la vida sin ilusiones y sin emociones? Después de mi tortuoso divorcio de Bessie, Paula y yo nos casamos en 1950, cuando fui promovido como jefe de la División Europea de la Oficina de Operaciones Especiales de la CIA. Ahí trabajaba con Richard Helms, que después sería mi jefe en la agencia y de quien solamente recibiría atenciones y promociones. Con ánimo de lucirme ante Paula cometí un error imperdonable: para compartir mi vida con ella le confesé secretos de Estado producto de mis investigaciones. ¿El objetivo de todo marido no consiste en despertar admiración en su mujer? Nunca lo hubiera hecho. Paula estaba sorprendida de todo aquello que millones de personas ni siquiera imaginaban, de los auténticos móviles del mundo, en el entendido de que todo se trabajaba bajo la cuerda. Incurrí en otra espantosa equivocación cuando confesé en un interrogatorio de la CIA que Paula también conocía “algunos” datos confidenciales propios de mis gestiones. Había ignorado el principal atributo de todo espía: la absoluta discreción.
Las pesadillas comenzaron cuando Paula resultó embarazada y su alegría parecía alcanzar niveles que escapaban a su imaginación. Una experiencia nunca antes soñada. Finalmente iba a ser madre. Solo que la vida le tenía preparada una serie de emboscadas: abortaba una y otra vez. Vinieron los exámenes en las clínicas de Londres y de París para conocer sus problemas de fertilidad. Los análisis descarnados y crueles no únicamente provocaban vergüenza y frustración, sino que atentaban contra nuestro pudor y el impulso romántico y natural que nos había unido. Aquello parecía un laboratorio zoológico lleno de las batas blancas de los veterinarios, toda una agresión en contra de la más elemental delicadeza. En 1956, después de adoptar a un niño, a Michel, Allen Dulles me nombró jefe de la estación de la CIA en México, en tanto Paula seguía abortando y abortando. Muy pronto los médicos descubrieron que tenía tuberculosis en el abdomen, sin que este mal pusiera en riesgo su vida. ¿Dónde habían quedado nuestras tardes coñaqueras en los cafés de Champs-Élysées? La pasión había desaparecido. Todo se perdió. Adiós, Paula, adiós, vida mía. Adiós bistros de Montparnasse, adiós ostras callejeras en la rue du Bac, adiós crepas del Barrio Latino, adiós Calvados, adiós Kir Royal, adiós soupe à l’oignon, soupe de poisson, filet au poivre, adiós bouillabaisse, vin de Bordeaux, adiós Chablis, adiós París, pero solo con Paula, porque tarde o temprano daría con otra mujer para disfrutar esa gran vida parisina. Pobre Paula…
En esas condiciones tuve la fortuna de conocer a Janet Leddy, esposa de Raymond Leddy, un alto funcionario de la embajada de Estados Unidos en México. Janet, Paula, Raymond y yo empezamos a salir juntos sin que me fuera posible ocultar una intensa atracción hacia Janet que no pude contener una noche que nos invitaron a cenar a su casa. Me presenté anticipadamente con la esperanza de encontrarme a solas con ella; me abrió la puerta y corrió a la cocina, advirtiéndome a gritos que estaba cocinando un exquisito soufflé como postre. La encontré de espaldas, preparando esa masa cremosa que me recordaba mis mejores días en París acompañado de Paula. Sin más, sin medir consecuencias, la abracé por la espalda y hundí mi cabeza en su cabellera castaña oscura, abundante y rizada, en tanto le confesaba mi amor. Afortunadamente para nosotros, sus cinco hijos se encontraban ausentes, al igual que el personal de servicio. La buena suerte me acompañaba. Al arrastrarnos enganchados hacia el lavabo sin resistencia alguna, supe que Janet era mía. Una vez enjuagadas sus manos giró, me abrazó y me besó con una pasión olvidada desde mis años de juventud. Ambos estábamos atentos al menor ruido, al timbre del teléfono, a la apertura de alguna puerta, al menor choque de llaves, al sonido de voces o de pasos. Parecíamos un par de bachilleres encerrados en secreto en un salón de clases, ocultos a la vista de nuestros compañeros. Mientras no escucháramos sonidos extraños o familiares, no habría mayores consecuencias. Por supuesto que hundí mis manos por debajo de su delantal, debajo de sus faldas y de su ropa interior. La toqué, me tocó, la palpé, me palpó, nos amamos en la cocina, a un lado de la licuadora, junto a un recipiente lleno de carne cruda en proceso de maceración. Nada nos importaba. Caían los cuchillos, los platos se convertían en astillas, las ollas se desplazaban a lo largo de la plancha de granito hasta estrellarse estruendosamente contra el piso.
—Cuánto tardaste, Win, cuánto tardaste —me repetía susurrando al oído con su aliento cálido y perfumado, cuando escuchamos la voz de Raymond que gritaba:
—Love, I’m hoooome, where are you?
No pasó mucho tiempo antes de que Raymond descubriera nuestras relaciones y pidiera su cambio al Army War College en Pennsylvania, no sin antes exigir la patria potestad de sus hijos y acusar a Janet de adulterio. Claro que perdí a un gran amigo de muchos años atrás, pero el sexo es el sexo, ¿no…? Según él, sus niños no podían vivir al lado de una mujer de la calle… Yo no podía permitir que Janet fuera privada de la presencia de sus vástagos, ni mucho menos que perdiera un juicio en el que hubiera sido acusada de abandono de hogar, por las consecuencias económicas, morales y sociales que esto hubiera ocasionado. Paula, mi Paula cayó absolutamente destruida hasta sepultarse en el alcohol.
Tuve que informar a la CIA, mi confesor, mi deseo de divorciarme de Paula para casarme con Janet. El divorcio no era procedente, me contestaron, porque mi esposa conocía muchos secretos y bien podría vengarse de mí en lo personal y de la propia CIA, de atreverse a revelar información secreta y restringida de los gobiernos de Ruiz Cortines y López Mateos, situación que afectaría las relaciones bilaterales. ¡Cuidado! Ni hablar del asunto. ¿Cómo que ni hablar? ¿Qué quieren ustedes decir con que ni hablar?
Tiempo después Paula, mi querida Paula, amaneció muerta como consecuencia de un “ataque al corazón”. La agencia la envenenó con una sustancia tóxica, el VX, que no es detectable en las necropsias. La CIA no perdona, se trata de pactos con el diablo. Por más que yo había sido capacitado y adiestrado para matar, incluso estrangulando con mis propias manos, justo es confesarlo, jamás habría podido asfixiar a Paula ni hubiera podido administrarle un narcótico, aun cuando tal vez sí hubiera accedido a hacerlo para preservar mi carrera y bueno, también para no perder a Janet, ¿o no…? Como viudo podía casarme en cualquier momento.
En 1962 Janet obtuvo el divorcio y contraje matrimonio por tercera ocasión. Como mi objetivo era impresionar a los oficiales norteamericanos de la CIA y a Raymond con mis influencias en México, pedí al presidente López Mateos y a Díaz Ordaz, como secretario de Gobernación, que me hicieran el favor de firmar como testigos en mi boda. Ambos accedieron y la fotografía apareció en las planas de sociales de los periódicos mexicanos y estadounidenses. Fue una muestra de poder para que Raymond no lograra mi remoción del país ni tuviera éxito en sus intentos de sabotaje de mi carrera. Acepto que fue una imprudencia exhibirme con los dos hombres más poderosos de México en público, pero la jugada no era para consumo nacional, sino para que los directivos de la CIA midieran mi invencible ascendiente aquí. No les convenía moverme ni reemplazarme. No, no lo hicieron, no son tontos.
López Mateos puso el acento en una palabra que los mexicanos jamás deberían olvidar: ¡educación! México no se merece el futuro que le espera con una juventud semianalfabeta, frívola y apática que muy pronto tomará las riendas del país. Cada generación que abandona la escuela es más ignorante y mucho más voluminosa que la anterior, lo cual nos conviene porque les podemos seguir cambiando cuentitas de vidrio por oro, es decir, tecnología barata y ya caduca por dólares, muchos dólares. Nada mejor que una sociedad idiotizada que no se queja ni protesta y se traga todas nuestras golosinas tóxicas. Que redactaran sus libros de texto gratuitos, que impulsaran sus campañas alfabetizadoras, que crearan el Instituto de Capacitación del Magisterio, fundaran la Biblioteca Enciclopédica Popular y construyeran escuelas en zonas marginadas por todo el territorio, que lo hicieran, sí, al fin y al cabo siempre seguirían siendo nuestros esclavos en tanto el gobierno continuara educando y la sociedad no intentara formar a sus muchachos como lo hacemos nosotros: en nuestras universidades privadas se fincan el progreso y el futuro de Estados Unidos.
¿Por qué razón, si finalmente tienen a un presidente exitoso como lo fue López Mateos, le impiden la reelección un sexenio más, al menos, con tal de permitirle concluir su obra? Los mexicanos imponen límites a su propia democracia, al igual que acontece con el tapado. Nosotros reelegimos tres veces a Roosevelt, con lo cual dimos continuidad a su labor colosal. ¿Y si solo se hubiera quedado cuatro años en la Casa Blanca? Cuando por fin uno les sale bueno, le dan con la puerta en la punta de la nariz.
Como un profesional del espionaje buscaba en reuniones, secretas o abiertas, en las conversaciones, en los cables, en los telegramas, en las escuchas telefónicas, todas las posibilidades para encontrar infiltrados comunistas. Sin pérdida de tiempo continuaba reclutando agentes e informantes mexicanos para LITEMPO, evidenciándoles las ventajas prácticas de cooperar con nosotros. De seis líneas intervenidas pasamos en un año a 30, tanto en oficinas diplomáticas como en las de los rivales políticos de Díaz Ordaz y López Mateos, tales como Vicente Lombardo Toledano, Lázaro Cárdenas, David Alfaro Siqueiros, Carlos Alberto Madrazo y otros tantos más. Varios equipos de mexicanos y anglotranscriptores trabajaban todo el día escuchando las cintas de las llamadas, mismas que me entregaban, en forma mecanografiada, diariamente a las nueve de la mañana para que eligiera las más importantes y pudiera mandarlas a los más altos funcionarios del gobierno. Se trataba de información privilegiada invaluable de inteligencia sobre comunistas y otros enemigos políticos ubicados en México. LITEMPO me abasteció de una red de comunicaciones para unir la oficina de Díaz Ordaz con las principales ciudades del resto del país y la CIA, naturalmente. Nuestras operaciones encubiertas conjuntas con los organismos mexicanos de seguridad incluían controles de viajes, intervención telefónica, importación de explosivos y actividades represivas… Preparábamos a diario reportes de inteligencia para Díaz Ordaz con una sección de organizaciones revolucionarias y misiones diplomáticas comunistas, sin dejar de enviarle copia a Echeverría y a otros oficiales de seguridad. Nuestra estación prestaba mucho mejores servicios de inteligencia que los mexicanos, por lo cual Gobernación y las procuradurías podían planear redadas, arrestos y diferentes clases de acciones represivas, lo que sin esta ayuda hubiera significado una tarea imposible de cumplir. Durante varios años intervinimos los teléfonos de Lázaro Cárdenas y su familia. Justo es reconocer que los presidentes mexicanos me preferían a mí en lugar de los embajadores de Estados Unidos, dado que pocos tenían mi simpatía y preparación. Yo sabía cómo ganarme su confianza.
Así supe de cenas privadas y herméticas, amasiatos, conversaciones inconfesables, relaciones homosexuales de diversos funcionarios, planes desestabilizadores, nombres de infiltrados en diversas actividades oficiales, la identidad de porros, de agentes paramilitares, pleitos familiares, ambiciones personales desbridadas, hasta bailes, bodas, concursos hípicos, competencias de tenis o de golf donde podían presentarse personajes novedosos, dignos de ser sometidos a una investigación. Yo tenía evidentemente la obligación de espiar a propios y extraños. Los más humildes funcionarios de embajadas o de agencias comerciales de Europa del Este en México eran sometidos a escrutinio, en el entendido de que no había enemigo pequeño. En uno de estos encuentros sociales, en el domicilio de Fernando Casas Alemán, asistió Gustavo Díaz Ordaz, el secretario de Gobernación. En dicho ágape, Díaz Ordaz, un hombre ciertamente feo, con una dentadura protuberante y una boca enorme, pero eso sí, dueño de una gran simpatía en la intimidad que se acrecentaba con su enorme poder político, conoció a una cantante y actriz en ciernes llamada Irma Serrano. Esta mujer de aproximadamente 30 años de edad, una belleza singular y ciertamente muy atractiva, de estatura normal, piel blanca, ojos verdes y espesa cabellera rubia —teñida de negro—, tenía una voz de ensoñación que, junto con su físico admirable y su ostentosa juventud, la hicieron el polo de atracción de la velada. Casas Alemán, quien había raptado a Serrano —posteriormente conocida como la Tigresa— apenas tres meses después de haberla conocido, en 1946, cuando esta contaba tan solo 13 años de edad, pidió a Irma que interpretara un par de canciones de su enorme repertorio. Supe, según me lo contó la propia Tigresa años después, que Díaz Ordaz no le retiró la mirada un solo segundo durante su actuación, en tanto ella se acompañaba juvenilmente con la guitarra, lanzando miradas coquetas y provocativas a diestra y siniestra. Interpretó durante varias horas temas de José Alfredo Jiménez como “Paloma querida”, que él dedicó a su esposa, así como “Amanecí en tus brazos”, compuesta para Lucha Villa; “El rey”, “Si nos dejan”, que el autor escribió en honor de Irma, además de “Besos de tequila” y “Despacito, muy despacito”, entre otras tantas más. Estaba inspirada y hubiera podido cantar con el alma a lo largo de toda la noche. Díaz Ordaz se las arregló para acercarse a ella tocado por su belleza y sensibilidad artística que acompañaba con un gran sentido del humor, enorme confianza en sí misma además de sencillez en el trato, lo que impactó a este influyente político, de quien ya se decía que bien podía llegar a ser el próximo presidente de la República.
Mis investigaciones revelaron que, un par de días después, Díaz Ordaz le hizo llegar una invitación para que lo acompañara a una gira por el estado de Jalisco que culminaría en Puerto Vallarta, donde pernoctarían durante dos noches seguidas cuando ya se hablaba de que poco tiempo después Elizabeth Taylor y Richard Burton filmarían en Mismaloya La noche de la iguana, que pondría a ese puerto mexicano bajo los reflectores del mundo. Una súplica hizo el secretario de Gobernación: que se presentara en el hangar presidencial acompañada de su guitarra. Díaz Ordaz ya se encontraba desde dos días antes en la ciudad de Guadalajara, por lo que ella fue trasladada a esa ciudad en un avión de la Fuerza Aérea —custodiada por el Estado Mayor Presidencial—, donde se le instaló en el hotel Posada Vallarta en una habitación realmente pequeña, impropia de la investidura política de su anfitrión. Eran las seis de la tarde de aquel viernes de septiembre de 1963 cuando sonó el teléfono e Irma escuchó la voz de Díaz Ordaz:
—Irma, como sabes soy un hombre público y además casado, por lo que no puedo exhibirme ni en los restaurantes ni en los bares del hotel, porque sería la comidilla de la prensa al día siguiente. Te suplico, en aras de mi posición política y familiar, me hagas el favor de acompañarme a mi suite.
—Encantada, señor secretario —contestó Irma—. Solo dígame usted el número de la habitación y estaré con usted en un momento.
—Gracias, Irma, gracias por tu comprensión, pero te pediría dos favores antes de salir: que no me hables de usted, para ti yo soy Gustavo, y en segundo término, te suplico por lo que más quieras en tu santa vida que traigas tu guitarra.
Cuál no sería la sorpresa en tanto Irma se preparaba, acicalaba y ajustaba su vestido, uno muy atrevido con el escote muy pronunciado, y se daba los últimos toques estratégicos de perfume, cuando en ese momento se abrió una puerta, no la que comunicaba con los pasillos, sino otra, cuya presencia ella no había advertido, que unía su habitación precisamente con la suite del secretario de Gobernación. En ese momento apareció con una sonrisa enorme en los labios, haciendo gala de buen humor y excelente disposición:
—Irma, escogí esta habitación para que no tuvieras que caminar mucho. Como podrás ver somos vecinos por azares del destino.
“La suite presidencial, rodeada de inmensos ventanales, permitía contemplar la inmensidad del mar desde cualquier punto —me confesó Irma en su momento—. Yo no podía creer el lujo ni el tamaño de los espacios, más aún cuando apenas hacía yo mis primeros pininos como cantante y actriz y carecía de recursos económicos, que sin embargo, tarde o temprano, una voz interna me lo decía, llegarían en sonora abundancia a mi vida. Yo lo sabía, claro que sabía que sería rica, muy rica, poderosa, muy poderosa, popular, muy popular. Esa tarde, bien lo intuía, se dispararía mi carrera al estrellato.”
Iré transcribiendo en las siguientes páginas, en su propia voz, lo que me contó sobre su trato con quien sería el próximo presidente de México.
Gustavo no dejaba de verme, ni cuando cruzaba las piernas, ni cuando me acomodaba la falda, ni cuando me arreglaba el pelo, ni cuando bebía champaña, ni cuando miraba al mar, ni cuando sonreía, ni cuando guardaba un repentino silencio sin saber qué hacer, ni cuando hacía uno y otro comentario, uno más estúpido que el otro, en torno a la belleza del trópico mexicano. Una mujer sabe cuando tiene a un hombre en el puño de su mano. Yo me di cuenta desde el principio. Con Gustavo Díaz Ordaz ya podría hacer lo que me viniera en gana. Así lo decidí y así lo hice. He ahí el verdadero poder femenino: con mis piernas, mi piel, mi sonrisa, mi pelo y mis senos, ¿a ver, quién tiene unas nalgas como las mías?, hago que los hombres caigan a mis pies y juego con ellos como un gato con el ovillo. De lo que se trataba era de dejarme hacer con algún pudor, para que la conquista no le fuera tan sencilla a este ilustre personaje, que jugaría un papel tan importante en mi vida y en la de México. Le pregunté si deseaba que yo cantara alguna canción, a lo que él repuso que lo intentáramos después, por lo pronto quería saber de mi pasado, deseaba conocer de mí todo cuanto pudiera contarle. Iba yo a cantar “El chile parado no cree en Dios”, la letra de una canción que estaba componiendo, pero desistí, al menos en ese momento. Hubiera sido algo torpe y precipitada mi presentación. Había que decorarla de otra forma, por lo pronto.
Le hice saber que había nacido en Chiapas como hija de una familia muy adinerada. Mi madre había heredado varias haciendas cafetaleras, en tanto que mi padre, un bueno para nada, pero un ser sencillamente maravilloso, la acompañaba en la administración de las fincas. Al autor de mis días todo le producía una espantosa pereza: el momento mismo de tener que levantarse, pereza que le heredé en cada uno de los pasajes de mi existencia. Era tan flojo que para tener un hijo hubiera preferido casarse con una mujer ya embarazada. Un buen día ella se aburrió de su marido y lo convenció de la necesidad de separarse.
—Vete por las cocas pero para siempre, ¿no, chulo…?
Cuando yo tenía nueve años finalmente se separaron y mi madre no tardó mucho tiempo en volver a encontrar compañía. Desde el primer momento en que traté a Raquel, quien después sería su nuevo marido, imagínense el puto nombrecito de ese seudohombre, un mantenido, aprendí a odiarlo, a despreciarlo, porque a pesar de mi corta edad percibía que el único objetivo de su existencia no era ni mucho menos la compañía de mi madre, sino su dinero. Los disgustos no se hicieron esperar, ni entre él y yo, ni entre mi madre y yo, ni entre ellos dos por culpa mía. Me llamaban “el diablo”, “la diabla”, “la Lucifer del hogar”, “el demonio encarnado”. En una ocasión, cuando mi madre y yo discutíamos en el patio del rancho y ella me recriminaba a gritos mi comportamiento, en su desesperación tomó un palo para tratar de golpearme. En un giro violentísimo trató de alcanzarme las piernas, sin suerte porque salté para atrás, pero ella perdió el equilibrio y azotó como un pesado saco de papas en el piso. Fue en ese momento, caída, cuando la desarmé antes de que pudiera levantarse. Dispuesta a partirle toditita su madre tomé el palo y empecé a golpearla sin importarme si le rompía los dedos de la mano o la nariz o lo que fuera, hija de la chingada. En ese momento, el tal Raquel nos sorprendió en el pleitazo. El gran mandilón me arrebató el palo, me zarandeó de las trenzas hasta hacerme llorar y empezó a darme de nalgadas que me encabronaron a no dar más. Desarmada y furiosa corrí a mi cuarto y me escondí debajo de la cama para tramar la venganza. Esa hijoputez no se quedaría así, no, no se quedaría así… El momento feliz llegó dos meses después, cuando una madrugada bajé a la covacha en busca del palo con el que mi madre había tratado de golpearme. Hoy entiendo que el plato de la venganza se come frío, bien frío. Subí en la oscuridad de la noche sin hacer el menor ruido, la puerta de la habitación donde dormía mi madre acompañada de este mierda, malviviente, estaba abierta. Raquel descansaba boca abajo, con la cabeza sobre la almohada y el brazo derecho colgando a un lado del colchón. Antes de que pudieran despertar, tomé todo el vuelo posible y asesté un sonoro golpe en la cabeza del asqueroso bicho que me robaba a mi madre y me había humillado como nadie. El señor leñazo sonó como cuando rompíamos las piñatas en las posadas pueblerinas. ¡Qué señor cabronazo! ¡Qué deleite, putete de cagada! Cuando me disponía a dar el segundo trastazo, de pronto despertó mi madre y gritó al ver que mi poderosa arma hacía un segundo viaje furibundo en dirección a la cabeza de la víbora. Salí entonces muy espantada rumbo a las caballerizas para esconderme en el granero.
“Hija del diablo”, gritó mi madre, no sé si más desesperada que enojada o asustada, en tanto llamaba a la servidumbre para que la auxiliaran a llevar a mi padrastro a un hospital, mientras las sábanas se llenaban de sangre. Raquel pasó un mes y medio en terapia intensiva en Tuxtla Gutiérrez, con siete fracturas en la base del cráneo. Con cuánto gusto lo hubiera matado, pero la vida no estaba dispuesta a premiarme con un regalo de esa naturaleza.
Díaz Ordaz me miraba con ojos de buey a medio morir. Escasamente podía cerrar la boca y mira que la tenía grande.
Obviamente mis relaciones con ellos se destruyeron, hasta que supe de la visita a Tuxtla Gutiérrez de Fernando Casas Alemán, quien se promovía como candidato a la presidencia de la República al término del mandato de Miguel Alemán. Un grupo de niños pasamos con él ratos muy felices durante su gira. Me escogió a mí para sentarme en sus piernas y acariciar mis rodillas con sus manos tibias. ¡Nunca olvidaré esa sensación! Cuando se despidió me prometió que volvería por mí. No tardó en cumplir su dicho, porque regresó tan solo tres meses después. Yo acudí a despedirlo al aeropuerto, momento que él aprovechó para tomarme de la mano y subirme al avión. Ni siquiera me pude despedir de mi madre. ¿Qué más daba…? Volamos a Acapulco, donde conviví con él mucho tiempo antes de que se atreviera a tocarme y a poseerme, cuando apenas había cumplido los 14 años de edad. Fernando me hizo mujer. Nunca olvidaré cuando este ilustre católico, candidato de la derecha más extremista del país a la presidencia, me colocó frente a él después de desayunar, y puesta de pie, mientras permanecía sentado a un lado de la mesa, me desabotonó, uno a uno, los botones de la blusa. Yo cerré los ojos y me mordí los labios.
—Llevo mucho tiempo deseando conocer tus tesoros, Irmita, es la hora de que me los muestres.
Fue entonces cuando me volteó despacito para soltarme el brasier, para verme completita y contemplar la belleza de mis senos, muy chonchos para una niña de mi edad. Los tenía tan erectos y sólidos que ningún lápiz podía sostenerse debajo porque caería al piso. Estaba muy orgullosa de ellos. En ese momento se levantó y cerró la puerta del comedor, de modo que nadie pudiera molestarnos. La bahía de Acapulco lucía más hermosa que nunca. Cuando regresó recorrió en círculos, con sus dedos índices, las aureolas de mis pezones, para ver cómo despertaban al solo contacto de las yemas expertas de sus dedos. Luego me bajó el zíper, me quitó la falda y sin preguntarme me bajó las pantaletas, en tanto yo me cubría con el brazo derecho mis pechugas y con el izquierdo mi pubis recién cubierto de vello. Mi pena era mayúscula porque ni me abrazaba ni me besaba para poder esconderme con su cuerpo. Solo me veía y salivaba, el viejo garañón. Don Fernando me sentó entonces en sus piernas y me tocó toda, todita. Fue la primera vez que un hombre me vio como llegué el mundo y babeó mis tesoros que yo guardaba para el novio de mi vida. Nunca pensé que don Fernando, en aquel entonces de 63 años de edad, sería quien me descubriría el mundo del amor.
Convertirme en mujer fue muy doloroso porque los terribles nervios dificultaban la penetración, hasta que esta se medio logró entre alaridos, y eso gracias a unas cremas que don Fernando tenía por todos lados. Era un viejo pillín, rabo verde de a madres. En aquella ocasión nada más sentí dolor, pero me aseguró que con el tiempo empezaría a conocer el verdadero placer y no se equivocó el viejo zorro: el cuerpo de un hombre producía en mí sensaciones padrísimas. Me encantaba, me fascinaba hurgar en sus braguetas hasta enloquecerlos y suplicarme que me detuviera, pero lo confieso, nunca fui obediente y qué bueno que no lo fui…
Siempre me sorprendió que este hombre, padre de tantos hijos, que tenía el pecho lleno de cruces, escapularios y medallas benditas por el papa Pío XII, casado, mucho más que casado, y religioso, fanático religioso, mucho más que religioso y fanático, pudiera llevar una doble o hasta triple vida cuando contradecía las más elementales reglas de la moral católica. ¿Abusar de una muchachita inocente de escasos 14 años de edad no era un pecado supermortal, además de un grave delito por el que la gente se va al meritito fresco bote? A don Fernando le importaba Dios un pito y dos flautas, de la misma manera que le valían auténticamente madres la autoridad o las decepciones matrimoniales, familiares o sociales. ¡Al carajo con todo, esa era la libertad! Un hombre que no le teme a Dios ni al diablo, además un ratero profesional, igual que el presidente Alemán, y al que no le alarmaban ni la cárcel ni las respuestas de su esposa ni las críticas de nadie, ¿atropella a quien se le pega la gana porque sabe que nunca lo va a descubrir ni siquiera el Señor, que supuestamente todo lo sabe? Son cínicos o hipócritas o todo junto. No temen los castigos celestiales ni la cárcel. Nada, no le sacan a nada. ¿Cuáles son los valores que moverán a estos sujetos? ¿Estarán rotos por dentro? Se saben intocables políticamente, lo cual les permite violar lo que sea, sí, lo que sea, pero ¿también serán intocables el día del Juicio Final, de la misma manera que en vida nadie les reclamará nada…? Pero bueno, ese fue el episodio de cuando resulté desvirgada, mismo que le conté a Gustavo con lujo de detalles sin que él me ocultara su excitación ni su sorpresa. Todo quería saberlo, todo, a pesar de que don Fernando todavía vivía. ¡Claro que le confesé que después de tantos legrados que mi amante abuelo me pagara, me hice daños ginecológicos irreparables que me impedirían ser madre! ¿Culparlo? No podría hacerlo, me dio otras cosas a cambio…
No había terminado de relatar mis experiencias amorosas con don Fernando Casas Alemán cuando Díaz Ordaz deseó entrar en acción, para lo cual me pidió que le cantara unas canciones a él, solo a él y únicamente a él. En ese preciso momento, al entrar desarmado a mis terrenos donde yo era dueña, señora y soberana, hice de él lo que me dio mi chingada gana. Abrí entonces el estuche y saqué lentamente mi guitarra en tanto seleccionaba las mejores canciones para insinuarme a fondo y conocer su sentido del humor. Sentía algo parecido a los soldados cuando cargan las balas antes de echarse la carabina al hombro. Me sorprendió que el hecho de saber los pormenores de cómo había sido yo desvirgada por Casas Alemán no lo hubiera animado a tomarme en sus brazos y bailar muy apretaditos, pero, como entendí más tarde, no solo era tímido con las mujeres, sino como todo gran político, primero quería reconocer el terreno que iba a pisar. En el fondo me convenían sus titubeos.
—¿Qué tal, Gustavo —le pregunté audazmente a sabiendas de que me estaba dirigiendo al futuro presidente de la República, mi intuición de mujer me lo decía—, si te canto “Cartucho quemado”? Me fascina esa canción.
El secretario de Gobernación me lanzó una mirada de fuego seguida de una sonora carcajada.
—¿”Cartucho quemado”…? Sí que te sabes canciones provocativas, Irmita… ¿Qué quieres decirme, eh?
Me acercaba, bien lo sabía, me acercaba entre risotadas llenas de picardía.
—¿Y esta otra, “Virgencita”, que canta María de Lourdes?
Díaz Ordaz negaba con la cabeza y volvía reír en silencio.
—¿No te gusta o no me crees?
Antes de que pudiera contestar ya estaba preguntándole si le gustaba “Ahora que traigo ganas”, de Eva Garza. Bien, bien, iba yo muy bien. Luego siguió “No habrá modo” de Dora María y rematé con aquella tan conocida de Jorge Negrete, “Me he de comer esa tuna”, que lo hizo acercarse y acariciar por primera vez mi cabellera cepillada y perfumada. Las trampas estaban puestas y funcionaban a la perfección. Las arañas saben tejer muy bien su red, o ya no son arañas… Cuando se retiraba a contemplar la bahía de Vallarta y empezaba a anochecer, le canté una de Pedro Infante con el ánimo de disparar una flecha y dar en la diana.
—¿Te gusta esta?
Amorcito corazón,
yo tengo tentación de un beso…
Fue demasiado. Volteó a verme como si no alcanzara a aceptar mi audacia. ¿Acaso se podía ser más clara? Se quitó el saco y se aflojó la corbata. Lo iba yo teniendo a tiro de pichón, mejor dicho, de colchón. Me acordé entonces de aquella:
Hoy te he mirado sin quererlo,
te he mirado a mi lado pasar…
Díaz Ordaz no tenía experiencia con las mujeres. Era un hombre incomparable con don Fernando, siempre don Fernando. Quería abordarme y no decidía cómo hacerlo. Intenté entonces:
Te he de querer, te he de adorar…
El secretario de Gobernación se cruzaba de brazos. Me miraba, casi se ruborizaba. Me estremecía al constatar mis poderes sobre un hombre. Yo dominaba toda la escena. Disparé una y otra vez para continuar:
Si nos dejan,
nos vamos a querer toda la vida…
Cuando creía que el bombardeo había acabado, solté toda la artillería con:
Amanecí otra vez entre tus brazos,
y desperté llorando de alegría…
Cuando empecé a cantar “Cachito, cachito, cachito mío…”, el señor secretario de Gobernación se desprendió de toda investidura y se acercó sin más, me quitó la guitarra lentamente, la colocó sobre un sillón y sin retirarme la vista me tomó de las manos y me jaló con delicadeza para que me pusiera de pie; empezamos a bailar estrechamente entrelazados. Se perdió en mi abundante cabellera, me olió, se enervó, enloqueció, me apretó con sus brazos delgados acostumbrados a la vida burocrática, respiró y se embriagó. Yo sabía qué caminos iba a recorrer mi adorado funcionario y los sembré de rosas y claveles para encantarlo. A saber cuánto tiempo había transcurrido antes de que se decidiera a invitarme a estar con él, y las fantasías que habría tenido conmigo en sueños o en la realidad antes de ese momento. Mientras me suspiraba en el oído y repetía una y otra vez mi nombre, decidí no cantarle “El chile parado no cree en Dios”. Seguía siendo prematuro aunque la tonadita me fascinaba. Tralalá, tralalá…
Más tarde supe el efecto demoledor que causó la letra de “Cachito mío” en la compleja maraña de las emociones de Díaz Ordaz. En ese momento me dejé hacer, me apreté a su cuerpo invitándolo a que me tocara cuando la luz del día agonizaba lentamente. Le retiré los anteojos, los coloqué sobre una mesa y volví a abrazarlo pidiéndole que cerrara los ojos. Me colgué de su cuerpo y luego me llevé sus manos, de una vez por todas, a mis nalgas para que las acariciara hasta hartarse. Me di cuenta de su provincianismo. No se aventaba, no se soltaba. Su religiosidad se lo impedía. Bien sabía yo que había pasado su infancia rodeado de curas, como su hermano, y más tarde su juventud en los juzgados o en las oficinas de gobierno o en las bibliotecas. De mujeres, nada de nada… De entrada, este poblanito, de San Andrés Chalchicomula, ni siquiera sabía bailar. Empezó a resoplar como un búfalo perseguido por los apaches. Lo último que yo deseaba era que se pudiera descontrolar… Yo era el ama de la situación y no quería bajarle la flama al encuentro. El juego había alcanzado una velocidad sorprendente pero me preocupaba que se me pudiera desinflar mi galán antes de tiempo. Le propuse que nos sentáramos un momento, a lo que él se negó entre gemidos como de gato consentido. Negaba con la cabeza, me estrechaba con más fuerza y se atrevía a meter las manos debajo de mi falda ligera, volada, tropical, si acaso una gasa floreada, fresca, volátil, impúdica. La trampa final estaba tendida y muy pronto la descubriría. Yo me había quitado previamente toda la ropa interior y esperaba enloquecerlo al tocar mi piel desnuda, bien lubricada y encremada.
—Irma, mujer, ¿qué es esto, por Dios?
—¿Qué, Gustavo, qué…? —me hice la gran pendeja.
Lo vi en su rostro: ya era mío. Era mi esclavo.
—No tienes nada abajo, nada…
—Sorpresas te da la vida, Gustavo, quería evitarte trabajos y que no tuvieras tropiezos.
—Gracias, mujer, gracias por tu comprensión —me dijo sonriente y sarcástico, mientras me estrujaba y yo echaba para atrás la cabeza disfrutando mi belleza. ¡Qué deleite! Un raro placer encontraba en la pronunciación y tono que utilizaba al llamarme mujer. Marcaba una diferencia que me fascinaba. Mujer, mujer, hombre, hombre… ¡Una maravilla…!
Le abrí la camisa y se la retiré para observar su pecho lampiño, esquelético, y besé sus tetillas mientras él apretaba mi cabeza como si fuera a arrancármela. Le bajé la bragueta y lo desprendí de los pantalones, obviamente arrodillándome. En esa posición le quité unos calzoncillos largos, muy largos, yo creo que se los había chingado del armario de don Porfirio, solo para descubrir que la patria, en este caso, no estaba debidamente representada. ¿Dónde quedaban el honor y la dignidad de la nación, de los que tanto se hablaba? Siempre me imaginé que el poder absoluto que ejercían estos hombres era proporcional al tamaño de su virilidad, pero ¡oh, decepción!, me equivoqué, sin embargo recordé las sabias palabras de mi difunta tía Lili:
—Acuérdate, mijita, que lo importante en la vida no es lo que te dio la madre naturaleza, sino cómo lo usas…
Y por supuesto que Gustavo no sabía ni cómo usarlo. De hecho, mientras acariciaba la máxima representación nacional, el secretario, llevando al parecer aun más lejos el fanatismo de mi amado Fernando Casas Alemán, increíblemente se puso a rezar un avemaría. ¡Sí, sí, Dios te salve, María, llena eres de gracia!, que, lo confieso, me hizo pensar inicialmente que el señor secretario estaba enloqueciendo, que hablaba solo, en fin… Después continuó rezando un ceremonioso Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre… ¡Carajo! ¿A qué horas…? Mal y de malas. A veces los poderosos aparentan atractivos de los que carecemos los mortales. Yo sabía que Napoleón Bonaparte, un enano, tampoco tenía nada para presumir ni para dignificar la grandeza imperial de Francia, ¡carajo!, pobres de sus viejas. Por eso la tal Josefina le pondría el cuerno con media armada…
Un chiste contado por un destacado político podía hacer reír a morir a los lambiscones, quienes sabían que su carrera, su fortuna, su futuro, su familia, su presente y su bienestar dependían de aquella persona. ¿Cómo no iba a ser gracioso, graciosísimo? Con las cosas de comer no se jugaba. Yo fui víctima del mismo embrujo con Díaz Ordaz. Las caricias de los influyentes siempre me hicieron sentir diferente. Era algo así como arrebatarles o compartir algo de su gloria, de su poder, de su eternidad. Lo reconozco, sí, lo reconozco: me estremecí cuando sus manos me tocaron. Su señorío me conmovió, su voz me humedeció, mi cuerpo reaccionó, despertaron mis senos, mis aureolas, mis pezones y mis poros. La boca se me secó en tanto un sudor frío recorría mis cavidades y empapaba mi nuca. La magia estaba presente. Pero al galán tenía que capacitarlo, educarlo, sorprenderlo y guiarlo por los caminos favoritos de las mujeres, transmitirle mis conocimientos, mi experiencia, mis gustos, mis disgustos, mis delirios, mis puntos débiles, mis claves de entrada, las rutas equivocadas, las caricias favoritas, las actitudes prohibidas, los consejos del antes y las súplicas para el después, las conversaciones inconvenientes, los desplantes catastróficos, los prontos imposibles, el egoísmo imperdonable, las pausas necesarias, las cadencias exigibles, los juegos con la lengua, los momentos idóneos, en fin, a un burócrata de 52 años que jamás había abandonado su oficina para poder construir una carrera meteórica, justo era aceptarlo, no se le podía exigir ser un donjuán en la cama ni un casanova a la hora del abordaje de una dama. Le enseñé las reglas elementales: el amor no solo existía para llevar a cabo el proceso reproductivo, como le habían dicho al señor secretario los curas en las iglesias en sus años de juventud, no, no, había mucho más y en ese más estaba precisamente el encanto. Él me haría rica, muy rica, y yo le haría rico, muy rico… En aquella ocasión, claro que se regó la pólvora antes de que se pudiera echar el mosquetito al hombro… ¡Coño…!
Cuando reposábamos y nos recuperábamos de las fatigas del amor, bueno, en todo caso cuando él se recuperaba, le pregunté si le gustaban los albures. Puso la cara de un perro cuando escucha un ruido raro.
—¿Qué, cuando eras joven en Puebla no hacían juegos con dobles palabras? Adió…
—Bueno, sí, pero ya pasó mucho tiempo y como tampoco los entendía, no me presté a entrar en terrenos donde tenía mucho que perder. No estaba ni estoy para que nadie se burle de mí. Bastante mal la he pasado con esta jetita que no escogí…
—¿Entonces no sabes la diferencia entre un chile y una silla? —pregunté mientras acariciaba mis senos.
—Noo… —repuso pensativo viéndome a la cara.
—Pues entonces, Gustavito querido, fíjate bien dónde te sientas —contesté soltando una carcajada en tanto el secretario de Gobernación, arrancado de su papel, solo jugueteó a estrangularme. ¡Cómo nos reíamos! Parecíamos un par de chamacos traviesos.
—¿Verdad que no es lo mismo el Consulado General de Chile, que el general con su chile de lado?
A reír en serio. Me encantó, desde un principio, sacar de sus casillas al hombre y no enfrentarme con el funcionario.
—Oye, Gustavo, ¿te gustan unas buenas pellizcadas, cariño?
—Síííí, claro, mujer…
—Pero de chile, amor…
—Irmaaa…
En aquel momento ya me había lanzado a matar:
—No te vayan a decir en una comida: lo molesto con el chile, señor secretario, es que me agarra lejos… Ni modo que no entiendas… ¿Pos dónde vives, tú?
Pobre de aquel que no se divierte con su pareja. Díaz Ordaz se secaba las lágrimas con las sábanas. Algún día le pediría comprar unas verdes de satén de seda donde el contraste con mi cuerpo podía llegar a ser brutal.
—Te pueden meter un gran susto con los albures, Gus, ponte listo…
Cuando lo tuve a tiro y no dejaba de soltar risotada tras risotada, cuando lo había sacado por completo de su mundo, le vacié la cartuchera:
—¿Sabes que la dicha dura mientras dura dura…? No es lo mismo chiles en el monte, que montes en el chile… No es nada personal, pero por ahí dicen que mientras más grande es el chile, como el poblano de tu tierra, es menos picoso, y mientras más chiquito, pica más, como el chile piquín, de modo que no te preocupes por el piquín que tienes, secretarito…
Era la gran fiesta de Díaz Ordaz. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto el sentido del humor mexicano, una auténtica obra maestra popular.
—¿Eres una experta en chiles, Irma? —me preguntó devolviéndome el albur. Sin hacerle caso, le pregunté ya encarrilada:
—¿Sabes que yo tenía un amigo que le decían el perico…?
—¿Por qué, Irma? —me preguntó con el rostro enrojecido por la risa.
—Pues porque se quedaba dormido a la mitad del palo…
Sin que pudiera recuperarse del nuevo estallido, le cuestioné:
—¿Cuál es el animal más ponzoñoso?
—¿Cuál?
—Pues el burro, Gus…
—¿Por qué…?
—Pues porque nadie le aguanta un piquetito… ¿O tú sí…?
Me hacía cosquillas y gozábamos a fondo. En realidad nos uníamos, nos identificábamos.
—¿Sabes cuál es el animal que pone los huevos más grandes?
—No, Irma, no sé, ¿el avestruz?, pero ya basta, no puedo más…
—Pues la avispa, Tavo —le dije, rompiendo todas las distancias.
—¿Por qué?
—Pos nada más que una te pique ahí y verás cómo te los pone…
El padre político de Díaz Ordaz fue, sin duda alguna, Maximino Ávila Camacho, el peor cacique de la historia posrevolucionaria, hecho que comprobé en mis estudios de historia de México. Maximino fue su maestro, su tutor, su padrino político, su “jefe máximo”. Lázaro Cárdenas llegó a quejarse de la severidad de su línea política cuando él mismo lo designó emperador de Puebla y auspició todos sus excesos.
Maximino había sentenciado: “La izquierda jamás entrará en Puebla porque es destructiva y retrógrada, y nunca se ha visto que cree empleos ni riqueza”. Por lo mismo había nombrado a Díaz Ordaz presidente de la Junta de Conciliación y Arbitraje para que acabara con la agitación obrera en el estado, pero no de una manera pasajera sino perdurable, de ser posible, definitiva… El joven abogado poblano nunca olvidaría cuando su admirado mentor le dijo despidiéndolo en un cuarto de hotel, rodeado de mujeres, que “la distancia más corta entre dos puntos es la línea dura”. Menuda lección con la que nosotros estábamos totalmente de acuerdo. Pura sabiduría política.
¡Claro que don Gustavo utilizó la Junta de Conciliación para crear sindicatos falsos, controlar el campo electoral y los debates políticos! ¡Claro que utilizó golpeadores, infiltrados, espías y grupos de ultraderecha armados para oponerlos a quienes se negaban a cuadrarse a la esclavitud de la industria textil! ¡Claro que estuvo involucrado en las matanzas de obreros poblanos de 1938 y 1939, en pleno cardenismo! ¡Claro que se inspiró en su mentor para crear el charrismo sindical, una estupenda máquina de dominación! Maximino no estaba de acuerdo con Cárdenas en el sentido de que los obreros estuvieran sometidos a los sindicatos nacionales. Quería tener él mismo el total control de la situación en su natal Puebla. ¡Y otra vez claro, clarísimo, que nuestro Gustavito llegó a ser diputado federal en 1942 gracias al patrocinio de Maximino, y senador en la misma legislatura que Adolfo López Mateos, en 1946, aunque esta vez por sus propios méritos “de campaña”! Maximino, según se rumoró, ya habría sido asesinado por Miguel Alemán, o por su propio hermano el presidente Manuel Ávila Camacho, mejor conocido por el propio Maximino como el Bistec con Ojos. De ahí Díaz Ordaz brincó a la Oficialía Mayor de la Secretaría de Gobernación, desde donde asistió a la brutal represión del movimiento magisterial en septiembre de 1958, con saldo de varios muertos y heridos y la aprehensión de su líder, Othón Salazar, y otros más que fueron brutalmente torturados al más depurado estilo mexicano. ¿Se podía hacer otra cosa con los agitadores? La experiencia cuenta, ¿no…? Cuando López Mateos ascendió a la presidencia de la República nombró secretario de Gobernación a su antiguo compañero de bancada, para luego dedicarse a viajar por el mundo a fin de subrayar la importancia creciente de México. Díaz Ordaz gobernó con mano de hierro y sin guante de seda, así reprimió el movimiento ferrocarrilero en la primavera de 1959 con la espectacular detención de 10 mil obreros en prisiones militares de todo el país y la toma de las instalaciones ferrocarrileras por los soldados. Desde el principio de su carrera recurrió al ejército para dirimir diferencias políticas. Los líderes Campa, Vallejo y Aroche fueron obviamente encarcelados, acusados de disolución social, un cargo tal vez válido durante la Segunda Guerra pero inaplicable en los años de paz, salvo en los casos de una dictadura camuflada. Así, con la autorización de López Mateos, aplastó ese mismo año las huelgas de los telegrafistas, telefonistas, electricistas y otra vez los maestros, al tiempo que el general Alfonso Corona del Rosal, presidente del PRI y antiguo colaborador de la CIA, creaba bajo nuestra dirección grupos de choque, jóvenes porros, asesinos en potencia, verdaderos ejércitos de paramilitares al servicio del partido. Una policía política priista y además secreta, ¿no era una maravilla?
En los conflictos del sexenio de López Mateos, según me pude dar cuenta, Díaz Ordaz tuvo una participación inocultable. Él y solo él propuso y ejecutó la represión de los campesinos que protestaban por hambre; él y solo él acabó de embotellar la libertad sindical por medio de la fuerza; él y solo él sometió con las bayonetas a los estudiantes para no dejarlos salir de las aulas; él y solo él impuso a su arbitrio su punto de vista electoral. De la misma manera que nombraba a gobernadores, también lograba la desaparición de poderes en las entidades federativas.
Era muy desgastante para las instituciones democráticas de México y para el país en general seguir exhibiendo al ejército en cualquier conflicto. En la CIA apoyarían la iniciativa de Corona, uno de mis LITEMPO favoritos, sí, la de los porros paramilitares, pero el funcionamiento de esta organización clandestina de embozados tenía que ser altamente eficiente, realmente perfecta. Me permití sugerir, en consecuencia, a uno de nuestros muchachos, Manuel Díaz Escobar, un notable militar mexicano graduado en nuestra Escuela de las Américas, la de los golpes de Estado, para que instruyera y disciplinara a la policía priista y se encargara de brindarle una óptima instrucción psicológica y militar. Inicialmente la organización se llamó “de la Lux”, dividida en dos grupos, guante negro y guante blanco, que fue alimentada financieramente por Corona del Rosal desde la Confederación Nacional de Organizaciones Populares (CNOP) del PRI, a cargo de Alfonso Martínez Domínguez. Algunos de sus pioneros se estrenaron el 6 de noviembre de 1960, cuando los soldados del Vigésimo Cuarto Batallón de Infantería reprimieron una marcha pacífica de más de 5 mil personas en Chilpancingo. Otros más recibirían su bautizo de fuego durante la aniquilación del movimiento civil del doctor Salvador Nava, en San Luis Potosí, a quien le habían robado la elección a gobernador en 1961… Lo más importante era coordinarlos perfectamente con las intervenciones de las fuerzas públicas, que desde luego ignoraban la presencia de estos comandos en gran parte de sus operativos. ¡Este es el arte de la contrainsurgencia! ¡El arte de la verdadera paz! Y yo, un maestro consumado, un inventor de varias de estas técnicas de “control y manejo de las situaciones”, que disfrutaba intensamente el desempeño de varios macartistas mexicanos en el gobierno, superiores en convicciones al propio senador Joseph McCarthy…
¿Pero qué hacer si este país está lleno de inconformes? ¿Qué hacer con los comunistas? Sí, comunistas, ¿o no lo son quienes desean apropiarse de la propiedad ajena? Si no se les dan tierras, las toman a la brava, y entonces, antes de una intervención encubierta de los soviéticos, solo cabe el recurso de la bala antes de ver emplazada una batería de cohetes rusos en Tijuana, Ciudad Juárez y Laredo, apuntando a nuestras megalópolis. Impensable, ¿verdad? Pues bien, en previsión de esos males es que llegué a México. ¿Podemos imaginarnos un mundo presidido por campesinos mexicanos dirigidos por los soviets? No, ¿verdad?
Pero no estábamos solos en nuestro combate en contra de los marxistas, que envalentonados conformaron, bajo el liderazgo de Heberto Castillo y del expresidente Cárdenas, y en perfecta coordinación con La Habana, el Frente para la Liberación Nacional… ¿No constituían estos grupos auténticas amenazas que podían arrastrar a las masas a la debacle…? Ahí estaba para responder el arzobispo de Puebla, don Octaviano Márquez y Toriz, nuestro socio del alma y amigo íntimo de todas las confianzas de don Gustavo, quien nos ayudaba a mantener tranquilas a las bases populares, a las que, por otro lado, sangraba con limosnas cuando los pobres ni siquiera tenían para comer. ¿Cruel la CIA? ¿Y la Iglesia…? Vean qué párrafo tan hermoso, no tiene desperdicio alguno:
Tenemos argumentos para afirmar que muchas de las cosas que están sucediendo en nuestra Patria, y últimamente en nuestra ciudad de Puebla, están profundamente ligadas a conjuras internacionales, a todo un plan mundial de destrucción de nuestra civilización cristiana, a un titánico esfuerzo de los poderes del mal para adueñarse de nuestra Patria y de todas las naciones… Los verdaderos dirigentes de estas convulsiones sociales son instrumentos del comunismo materialista y ateo, que parte de Rusia y pretende adueñarse de todo el mundo. Bastaría un solo caso, tristísimo y muy cercano. Lo que está sucediendo en nuestra hermana República de Cuba… ¡Católicos de Puebla! ¡Hombres libres! ¡Ciudadanos honrados! ¿Vamos a claudicar vergonzosamente de esas conquistas de la civilización cristiana, para caer en las redes maléficas del comunismo? ¿Quién de vosotros se atrevería a mirar impávido que nuestra Patria cayera en poder del extranjero, que en nuestros edificios públicos, en vez de ondear la gloriosa enseña tricolor, miráramos una bandera extranjera, y que hombres exóticos, invasores, se adueñaran de nuestro territorio, de nuestras instituciones, de nuestro gobierno, de todo lo que es nuestro amado México? […] A todos los hombres de buena voluntad de nuestra arquidiócesis, especialmente a los gobernantes del estado y los municipios; a los queridos obreros, patronos y campesinos; a los amados maestros y estudiantes: reiteramos nuestra estimación sincera y nuestro llamado a la paz, al trabajo, al orden, a la concordia, sobre las bases sólidas de nuestra Fe cristiana.2
La reacción no se hizo esperar. El lema ¡Cristianismo, sí; comunismo, no! se convirtió en el grito de guerra de la derecha montada en el anticomunismo del arzobispo. Es claro que yo hubiera puesto en aprietos a monseñor de haberle exigido el nombre de un solo comunista enviado por la URSS o Cuba para subvertir el orden en México. ¿Cuál amenaza? ¡Ninguna, por supuesto que ninguna, solo que teníamos que prepararnos para el caso de que la hubiera! El discurso de don Octaviano bien podía haber sido pronunciado por uno de los capacitadores de la CIA. Claro que envié una copia de la santa pastoral a Washington, que estalló, al igual que yo, en carcajadas. ¡Bravo, bravísimo!
Díaz Ordaz, hay que decirlo, no dejó de hacer méritos. ¿Para quién? Naturalmente que para nosotros: durante la llamada crisis de los misiles, en octubre de 1962, estando otra vez de viaje el presidente López Mateos, él se hizo cargo de la situación y se puso a las órdenes del presidente Kennedy. López Mateos me susurró días más tarde:
—En menos de 24 horas, Gustavito encerró a todos los líderes de izquierda.
No se movió un alma. Entonces me repetí: He is our man in México… Por todo lo anterior y sin ignorar otros méritos, la convención efectuada por el PRI el 16 de noviembre de 1963 consideró a Gustavo Díaz Ordaz como el más digno y capaz de todos los mexicanos para ser postulado como candidato a la presidencia de la República. Sobra decir que todos los militantes votaron sin excepción por su candidatura, eso era democracia, lo demás eran pamplinas, puras pamplinas… ¡Ja! Cuando los empresarios le cuestionaron su filiación política, respondió:
—No soy de derecha ni soy de izquierda, ni soy del centro —dijo el entonces candidato al resumir la esencia del priismo—: soy de arriba, señores, porque mi posición no puede estar distante de la de ningún mexicano y es desde arriba como se puede obtener la mejor perspectiva.
¿Hablaba Dios…? Ese era Díaz Ordaz, inasible, inabordable, que sabía escapar de preguntas difíciles con una gran simpatía, dejando un mensaje inteligente. ¡Lo sé todo sobre él! Y admito sinceramente que es uno de mis personajes favoritos… Veamos lo que apunté al respecto en ese tiempo: “Sabe analizar los problemas y tomar decisiones después de evaluar las consecuencias; escucha, evalúa y juzga; nunca procede con arrebatos. No se confía fácilmente, es un celoso vigilante de su autoridad y en cuanto asume un cargo, dice: ‘El único responsable soy yo’. Odia el chisme y la intriga, es trabajador, honrado, católico abnegado, amoroso padre de familia, gran lector de historia, de biografías y hasta de novelas policiacas. Amante de la vida y del convivio íntimo, toca la guitarra, canta canciones mexicanas, particularmente boleros, y tiene un gran ingenio para las bromas, disfruta el box, el futbol y el beisbol. Juega golf. Le gusta vivir bien, viste trajes muy caros y camisas de seda mandadas a hacer especialmente para él en Londres y que llevan grabadas sus iniciales. Restaurante favorito: La Cava, aunque es austero debido a que padece problemas estomacales”.
Cuando empecé a recibir llamadas y cables de Washington preguntándome respecto de la personalidad del nuevo presidente mexicano, simplemente contesté:
—Díaz Ordaz actuará en la forma en que yo le he solicitado.3 Será un soldado leal al servicio de la CIA. Cooperará en acciones encubiertas en contra de extranjeros cuyo auténtico papel en México nosotros hayamos logrado descubrir y estará de nuestro lado para poner a nuestra disposición a las fuerzas policiacas y militares para lograr extradiciones, encarcelamientos y diferentes acciones represivas. No abriguen ustedes la menor duda, Díaz Ordaz es uno de los nuestros, es nuestro hombre en México.
Mientras invitaba a amigos y colaboradores cercanos a exhibiciones privadas de cine en Los Pinos y organizaba fiestas, construía un pequeño campo de golf ahí mismo, dos albercas, una cubierta y otra descubierta, además de canchas de tenis, frontón y un boliche electrónico, y doña Lupita, su esposa, inauguraba planteles educativos, casas hogar, asilos, hospitales y clínicas, guarderías y salones de costura, por su parte Vallejo, Campa, Salazar, Mata, Siqueiros, Moreno, Pérez, Lumbreras, Encinas y otros comunistas comenzaban a llenar las prisiones. Carlos Fuentes, todo un señor de la literatura, se preguntaba: “¿Es concebible que después de 150 años de Independencia, 100 años de Reforma y 50 de Revolución, haya presos políticos en nuestro país? ¿Un gobierno que mantiene encarcelados a los dirigentes sindicales y a los obreros, tiene derecho a llamarse revolucionario?”. Lo mejor de todo era que la sociedad mexicana, eternamente adormecida, tal vez anestesiada, no protestaba en las calles ante la existencia de los presos políticos. Las ratas podían devorar los pies del pueblo de México y sin embargo nadie se rebelaba ni parecía despertar de un sueño eterno. ¿La sanguinaria intolerancia mexica, sumada al salvaje autoritarismo español, habían castrado para siempre a los mexicanos de estos tiempos? ¿Cómo debería ser una nación que había salido de la piedra de los sacrificios para caer en la pira de la Santa Inquisición? ¿Era preferible morir viendo al sol mientras un sacerdote endemoniado te sacaba el corazón después de asestarte una señora puñalada en el pecho con un afilado cuchillo de obsidiana, o perecer incinerado con leña verde por leer libros prohibidos o pensar diferente? ¿Y las guerras intestinas y las intervenciones extranjeras y los cuartelazos, las asonadas y los levantamientos armados, y los caudillos y los caciques y la revolución, no habían influido en la mentalidad colectiva? Eso sí, cuidado con volver a despertar al México bronco porque las consecuencias podrían llegar a ser fatales. Como agente de la CIA esto constituía un protocolo inocultable: que nada se derrame y que el fuego siempre se controle…
La administración de Díaz Ordaz se significaba por ser prudente y eficiente. Promulgó reformas importantes en materia del impuesto sobre la renta; llevó a cabo importantes esfuerzos para impulsar al sector agropecuario y la industria eléctrica; propició la estabilidad, el control financiero y la paz social; controló la inflación, el peor gravamen a los pobres; ejecutó más obras hidráulicas; amplió la red telefónica; incrementó la red de carreteras y modernizó y entregó 60 nuevos aeropuertos; repartió cuatro millones de hectáreas; fundó el Instituto Mexicano del Petróleo para evitar la dependencia tecnológica del exterior; inició en el Distrito Federal la construcción del Sistema de Transporte Colectivo, el Metro, con dos grandes líneas subterráneas; limitó la expansión suicida de la ciudad de México; incrementó espectacularmente el presupuesto a la educación; creó aulas, talleres, laboratorios y escuelas rurales; aumentó el subsidio a las universidades y facilitó la entrega de recursos para la realización de la XIX Olimpiada, primera efectuada en un país latinoamericano. En fin, vio en todo momento por el bienestar de la nación, según rezaba el juramento ridículo de los presidentes que por cierto nunca cumplían y, por otro lado, la patria jamás se los demandaba.
No tardé en percatarme de que el presidente Díaz Ordaz era un hombre inseguro, tan lo era que necesitaba tener en sus manos todos los hilos, de manera que nada escapara a su absoluto dominio. De delegar ni hablemos… Tenía que conocer de todo y estar presente en todo. Que nada se le escapara o se le ocultara. Díaz Ordaz les concedía solo una oportunidad a sus opositores. Tan pronto se desesperaba o impacientaba, apretaba un botón para imponer por la fuerza sus determinaciones al modo de un tlahtoani moderno. Por ello obligaba a sus hijos a besarle la mano como él lo hacía con su padre, para demostrar su autoridad reverencial. Similar actitud asumió como jefe de la nación, en el entendido de que se tenía que respetar su elevada investidura por las buenas o por las malas. Vivía con una gran preocupación la posición geográfica de México, porque Estados Unidos bien podría imponer por la fuerza a un militar que le concediera todas las ventajas y seguridades al imperio, pero no era menos riesgosa la empresa si se trataba de una intromisión por parte de la Unión Soviética que quisiera subvertir el orden nacional precisamente para provocar a la Casa Blanca, tal y como acontecía con Cuba. Más le valía confiar en el Tío Sam… Nunca me dio muestras de lo contrario.
En una ocasión, cuando volvió a afirmar durante nuestros recurrentes tea time que “la menor distancia entre dos puntos era la línea dura”, decidí alertarlo de los peligros y consecuencias de no tomar en cuenta las sugerencias provenientes de la Casa Blanca, así como de los cuarteles generales de la CIA. Díaz Ordaz tenía que reprimir los esfuerzos nacionalistas opuestos a la expansión del imperialismo norteamericano. ¡Imposible pensar en un Fidel Castro mexicano, de ahí que yo tuviera que infundirle miedo!
En alguno de nuestros tantos desayunos al aire libre en las terrazas de Los Pinos, le vacié, con la debida discreción, la cartuchera, de modo que nunca olvidara lo que éramos capaces de hacer en la CIA: porque la diplomacia es la policía en traje de etiqueta. Por supuesto que cité el caso de Vietnam, país al que rescataríamos del comunismo aun cuando estuviera del otro lado del mundo, en cuyo caso, ¿qué no haríamos con México en nuestra frontera? Omití Bahía de Cochinos por vergüenza y pudor, pero ya volveríamos por ese hampón de Fidel Castro, un ladrón profesional que muy pronto nos la pagaría.
Comencé por recordar cómo habíamos impuesto a tiranos paraguayos del corte del general Raimundo Rolón, en 1947, y a Alfredo Stroessner en 1954. Cómo habíamos elevado al cargo y depuesto a una serie interminable de dictadores bolivianos hasta quedarnos con sus inmensas riquezas mineras, que la gente y ciertos intelectualitos se resistían a entregarnos. Cómo habíamos largado al doctor Mohamed Mossadegh en Irán después de habernos negado el acceso a su petróleo, que finalmente nos proporcionó el famoso sha en 1953. ¡Claro que habíamos echado a patadas a Jacobo Árbenz, el presidente guatemalteco, por haberse atrevido a invitar a los indígenas de mierda a tomar tierras propiedad de la United Fruit en 1954! Por supuesto que habíamos mandado asesinar en 1961 a Leónidas Trujillo, uno de nuestros mejores hombres en la Dominicana, porque temíamos una revuelta popular originada en el hambre. Se armó un caos espantoso. Pobre país: hubiéramos dejado a Trujillo… No tuvimos más remedio que derrocar a Papandreu, un temerario izquierdista, en Atenas en 1967 para evitar daños mayores a nuestras empresas, y echar igualmente a la calle a João Goulart en Brasil para instalar a uno de nuestros gorilas, de la misma forma en que lo habíamos hecho en Argentina en 1963… ¿Estaba claro…? El planeta entero era nuestro después de la Segunda Guerra Mundial, salvo el caso de la URSS y sus satélites, nuestros enemigos.
El presidente de México dejó pasar por alto mis comentarios amistosos pero eso sí, tomó nota, los dejó debidamente registrados y cuidadosamente almacenados. Que no se le olvidara y nunca lo olvidaría, de ello me encargaría…
En esa misma ocasión y ya casi al despedirme, Díaz Ordaz me hizo saber de una conversación íntima con su antiguo ayudante en Gobernación, el general Gutiérrez Oropeza, jefe de su Estado Mayor:
—Coronel —le advirtió al darle a conocer su nuevo puesto—, si en el desempeño de sus funciones tiene usted que violar la Constitución, no me lo consulte porque yo, el presidente, nunca le autorizaré que la viole; pero si se trata de la seguridad de México o de la vida de mis familiares, coronel, viólela. Donde me entere, yo, el presidente, lo corro y lo proceso, pero su amigo Gustavo Díaz Ordaz le vivirá agradecido. ¿Estamos de acuerdo, coronel?
Ese era el lenguaje de los políticos mexicanos: en mucho se parecía a costumbres como el “acátese, pero no se cumpla” con que se gobernó la Nueva España a partir del siglo XVI. ¿Cómo cumplir con la instrucción de no violar la Constitución, pero si tenía que violarla lo hiciera siempre y cuando el presidente no se enterara, porque si este lo sabía, lo cesaría del cargo, lo que no pasaría con el afecto de su amigo? El lenguaje era para enloquecer al que fuera, ¿no…? Ah, mecsicanous, mecsicanitous…! ¡Mi no entender ni madreis, verdá de Diositou santou…!
El gobierno de Díaz Ordaz siguió su marcha con un Carlos Madrazo como presidente del PRI, quien venía decidido a cambiar el sistema político mexicano y concederles a los presidentes municipales su derecho a ser electos y no que se les impusiera por dedazo. No era gratuito que fuera el primero en calificar a sus correligionarios como “dinosaurios”. La inconformidad crecía tanto por hambre como por autoritarismo. ¿Cómo negar que la desesperación social originada por el despojo de las tierras propiedad de los campesinos provocó el nacimiento en Chihuahua del Grupo Popular Guerrillero (GPG), un movimiento esencialmente agrario con ramificaciones urbanas, justo lo más temido por Díaz Ordaz? Cuando el GPG atacó con furia la madrugada del 23 de septiembre de 1965 el cuartel militar de Ciudad Madera, al pie de la sierra Tarahumara, el ejército repelió el fuego registrándose innumerables bajas por ambos lados. Frente a los campesinos tendidos, el general Práxedes Giner Durán, gobernador del estado, expresó su verdadero sentir: “¿Querían tierra? ¡Pues ahí la tienen!”. ¿Estarían los rusos detrás, los cubanos, los chinos o cualquier otra organización violenta financiada desde el exterior? Otra matanza sin nombre, pero eso sí, justificadísima. En aquel momento Díaz Ordaz ya había nombrado a Gutiérrez Barrios, mi Fer, el querido Pollo, como titular de la Dirección Federal de Seguridad, la DFS, y había sustituido a Ernesto Uruchurtu, el famoso Regente de Hierro, por el general Alfonso Corona del Rosal, Poncho, mi Ponchitou. La administración de Díaz Ordaz se desarrollaba en relativa calma con mis LITEMPO, escogidos con pinzas de acuerdo a la gran escuela de la CIA. Las fichas se iban acomodando. Cuando los médicos que pretendían aumento de salarios, libertad y garantías jurídicas fueron sometidos, claro está, por medio de la fuerza y consignados a la autoridad penal, Díaz Ordaz declaró en su informe presidencial de septiembre de 1965: “Soy el único culpable de lo acontecido. Mis conciudadanos y la historia juzgarán mis actos”. Ese mismo discurso pronunciaría en septiembre de 1969 para explicar los hechos del 68.
Díaz Ordaz tenía su propia escuela, justo es reconocerlo. Él y solo él decidió, en 1966, acabar con el doctor Ignacio Chávez, una autoridad mundial en cuestiones cardiacas, quien se desempeñaba como rector de la Universidad Nacional Autónoma de México. ¿Cómo se deshizo de él? Muy sencillo: recurrió a los porros, a los golpeadores capacitados con notable éxito por Corona del Rosal, la antigua policía priista, para que ocuparan su oficina disfrazados de estudiantes. Al frente de los futuros Halcones iban nuestro agente especial, el coronel Manuel Díaz Escobar, our dear boy, el Zorro Plateado, Rodolfo Sánchez Duarte, Miguel Castro Bustos, además del famoso Fish, de quien me ocuparé más tarde. Estos paramilitares, perfectamente adiestrados, llevaban la consigna desde Los Pinos de tomar por asalto la rectoría, secuestrar, vejar y amenazar a Chávez para obligarlo a firmar su renuncia. De nada valieron las denuncias presentadas ante las autoridades judiciales. Nadie oyó, nadie supo, nadie actuó. El presidente guardó silencio, se abstuvo de contestar las llamadas urgentes y desesperadas del rector por ser “muy respetuoso de la autonomía universitaria”, en tanto los porros embarraban su traje con un pegamento y lo cubrían de plumas para sacarlo a la calle tirado por un cinturón, sin considerar que Chávez pertenecía a 18 sociedades de cardiología del mundo, había sido receptor de 31 condecoraciones de gobiernos y universidades que le concedieron doctorados honoris causa, además de medallas y títulos propios de una eminencia universal. ¡Ay, mira, mira: se veía maravilloso disfrazado de pollo…! Finalmente, de lo que se trataba era de demostrar cómo a través de los porros se podía manipular a los universitarios, que ignoraban de dónde provenía el golpe ni quién lo había organizado. ¡Bien, querido Zorro; muy bien, Fish, bien!, nuestro zoológico mexicano, junto con nuestro querido Pollo Gutiérrez.
A mí, en lo personal, me encantaba la idea de largar a patadas a Chávez por más títulos y reconocimientos que tuviera, porque así se dejarían de crear los cuadros técnicos que necesitaba el país. Mi experiencia me decía que a las universidades gobernadas por la tiranía solo asistían militares, hijos de empresarios poderosos de derecha y “sobrinos” de altos prelados. Al ser selectiva la capacitación de estudiantes, proliferaría la ignorancia en la nación y al ocurrir esto se incrementaría la dependencia hacia Estados Unidos, país que recibiría esclavos para trabajar nuestras enormes tierras y cerebros destacados, quienes, por otro lado, reforzarían nuestra inteligencia nacional en empresas y academias y jamás volverían a México a perderse en un frustrante vacío sin oportunidades. Se quedarían quienes tuvieran la posibilidad de consumir más chicle, Coca-Cola y nailon, si es que llegaban a tener un empleo.
¿En la caída de Chávez no se evidenció la misma escuela integrada por fuerzas paramilitares que después se utilizarían en el movimiento del 68 y en el 71 con el famoso Halconazo? A los hechos…
En los acuerdos de Díaz Ordaz con Gutiérrez Oropeza, el jefe del Estado Mayor, su antiguo jefe de ayudantes en la Secretaría de Gobernación, este fungía como titular de un pequeño, pero selecto y poderoso grupo de militares, un secretario sin cartera. En la práctica, dicho Estado Mayor Presidencial se trataba de un ejército dentro del propio ejército, que seguía la línea inspirada por Miguel Alemán, creador de las “guardias presidenciales”. Ambos citaban nombres, ponderaban grados y antigüedades y aprobaban promociones: de mayor a teniente coronel, de teniente coronel a coronel, de coronel a general brigadier, de general brigadier a de brigada, y de brigada a divisionario.
Había una clara tensión entre el titular de la Defensa Nacional y el jefe del Estado Mayor, que Díaz Ordaz deliberadamente fomentaba. Gutiérrez Oropeza movía los caballos, las torres y los alfiles sobre el tablero de ajedrez, habiendo consultado cada jugada con el jefe de la nación. ¿Quién se atrevía a realizar un desplazamiento, cualquiera que fuere, sin la autorización y el beneplácito de Díaz Ordaz, el hombre sin duda alguna mejor informado del país? El presidente era rencoroso, autoritario y controlador, imposible jugar a sus espaldas. Por ello ambos acordaron, en 1966, que el coronel Díaz Escobar, antiguo director de la policía priista y del grupo “de la Lux”, nuestro destacado agente-informante, fuera trasladado del Estado Mayor Presidencial a la Subdirección de Servicios Generales del Departamento del Distrito Federal, contando con una nómina de nada menos que 14 mil personas a solicitud expresa del general Alfonso Corona del Rosal, con quien el Zorro Díaz Escobar venía trabajando desde hacía varios años. Sería particularmente útil en octubre, en Tlatelolco. Se haría cargo de 300 paramilitares reclutados por el PRI, entre luchadores, boxeadores, gimnastas, soldados de mala conducta, porros y golpeadores; Halcones profesionales dedicados a controlar la ciudad de México, por cierto muy noble y leal. El cambio me pareció estupendo. Gutiérrez Oropeza y Corona del Rosal se entendían a la perfección.
En Morelia, en octubre de 1966, los militares al mando del general José Hernández Toledo, el “general universitario”, tomaron la universidad y detuvieron a decenas de estudiantes que habían convocado a una huelga. Díaz Ordaz se preparaba para el 68. En Sonora, en 1967, los estudiantes —otra vez los malditos estudiantes, los de verdad— protestaron, esta vez por la imposición del gobernador. El mismo numerito: organizaron marchas callejeras, se identificó a los responsables, a los incitadores acusados de disolución social, había violencia en las calles, miedo en la sociedad, los inversionistas se asustaron, temían un desbordamiento. ¿Consecuencias? El ejército ocupó la universidad con disparos de bazucas, gases lacrimógenos y macanazos bien surtidos a diestra y siniestra. Días después sería ocupada la preparatoria de Navojoa por las fuerzas armadas. ¿Qué hacer? Hay males que se curan con aspirinas y otros con cirugía mayor. ¿Para qué llegar al quirófano cuando todavía es posible restablecer la salud con pastillitas…? Por todo ello, les receté una dosis de la “ola verde”, mi grupo represor estudiantil en Sonora, que me valió muchas felicitaciones de la CIA.
A Genaro Vázquez Rojas, un priista rebelde, lo seguíamos con lupa. Tarde o temprano este guerrillero extraviado caería en nuestras manos y le daríamos su merecido por agitar a una inmensa mayoría de muertos de hambre tan analfabetos como resignados, con promesas que nunca cumpliría porque no lo dejaríamos ni el clero ni el gobierno ni el PRI ni la CIA. ¿No…? Entonces la bala. Cuando las palabras no sirven, las amenazas se desgastan, la excomunión no atemoriza y ni la cárcel ni el paredón imponen, no queda otro recurso que el proyectil disparado certeramente al centro de la frente con la debida impunidad. A Genaro le mandamos decir: “Si haces algún ruido, te carga la chingada, cabrón”.
¿Qué hizo? Pues siguió haciendo ruido, y mucho, por cierto. La suerte, su suerte, estaba echada… Murió en un “accidente” de tránsito.
¿Y Rubén Jaramillo, militante del Partido Comunista que, según él, siempre había estado al lado del pueblo en su lucha, en sus demandas, en sus sueños, peleando por que se terminaran las injusticias? No escuchaba razones ni amenazas, por lo que cayó víctima de una sordera suicida que por cierto pagaría muy cara, junto con toda su familia. Pa’ cabrón, cabrón y medio, ¿no?
Me reunía cíclicamente con el presidente, tal y como había hecho con Ruiz Cortines y López Mateos. Nuestros encuentros no podían ser más afortunados, solo que nunca había vivido una experiencia con ningún jefe de Estado como la que experimenté con Díaz Ordaz. Si siempre entendí que mi posición militar y política inspiraba miedo, nunca me percaté de mis alcances hasta que en una ocasión, cuando acordábamos en Palacio Nacional ciertos aspectos en materia de seguridad nacional, el presidente empezó a hablar más rápido de lo acostumbrado, al extremo de que llegué a perder el hilo de la conversación. Fue entonces cuando le pedí al primer mandatario:
—Stop, stop, stop, mister President… Párese, párese —aduje mostrándole ambas manos con la debida simpatía.4
De pronto Díaz Ordaz, quien estaba sentado tras su escritorio, se puso repentinamente de pie. Me quedé perplejo y confundido sin saber qué hacer. ¿Lo habría yo ofendido?
—¿Qué hice mal? ¿Por qué se levanta usted? ¿Lo ofendí? —cuestioné preocupado. Imposible romper con el jefe del Estado mexicano. La CIA jamás me lo perdonaría. ¿Cómo explicar los hechos sin acabar con mi trayectoria?
—Es que yo entendí “párese, párese” y por eso me levanté —me explicó Díaz Ordaz con una terrible seriedad hasta que ambos reventamos a carcajadas, solo que yo había recibido una elocuente prueba de mis poderes.
Continuamos hablando del papel que desempeñaban los porros en la UNAM y en el Politécnico, los que supuestamente coordinaban las porras de los equipos de futbol cuando en realidad se dedicaban a realizar actividades parapoliciales, organizando grupos de choque para hostigamiento, persecución y represión del sector estudiantil. Porros como Sergio Mario Romero Ramírez, el Fish —primo hermano de Humberto Romero, mejor conocido como el Chino, antiguo secretario particular de López Mateos—, quien también cobraba con seudónimos en la oficina de Prensa del Departamento del Distrito Federal, uno de nuestros más hábiles infiltrados, dependiente del coronel Manuel Díaz Escobar: organizaba grupos de choque y proporcionaba información de primera mano sobre lo que acontecía en los medios universitarios para contrarrestar a los grupos de izquierda, ya que disfrutaba de la confianza del estudiantado al haber sido presidente de la Federación de Estudiantes Universitarios. Utilizaba una oficina en Plaza de la República 30, noveno piso, que pertenecía al licenciado Miguel Osorio Marbán, distinguido priista, director nacional de Acción Juvenil del PRI. ¿Suficiente? ¿No era evidente la liga? Mario Romero sería, en el futuro, el encargado de mantener al gobierno al tanto de las actividades del Consejo Nacional de Huelga en 1968. Al Fish, que formaba parte del grupo Los Escuderos, filial de la organización católica Caballeros de Colón, después lo nombramos jefe de CARA, la Central de Acción Revolucionaria Armada, que ametrallaba escuelas públicas, asaltaba las oficinas de Telégrafos de México, robaba empresas particulares, cometía atentados dinamiteros contra instalaciones petroleras y asesinaba militantes de izquierda. CARA era un grupo de choque de ultraderecha cristiana que contaba con al menos 21 miembros identificados, cuyas actividades fueron solapadas por el aparato represivo del PRI-gobierno de Alfonso Martínez Domínguez, Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría Álvarez. ¿Nos vamos entendiendo? Más le valía a Díaz Ordaz no perder el control de la situación que revisábamos periódicamente, porque de otra manera lo ejerceríamos nosotros con toda nuestra escuela y las obvias consecuencias. ¡Mexicanos! Paso redoblado… ¡ya!
Díaz Ordaz se sentía orgulloso ante mí y presumía el hecho de haber eliminado durante la primera mitad de su mandato las subversiones en contra de su administración. ¿Los líderes sindicales rebeldes? ¡Controlados! ¿Los estudiantes aguerridos? ¡Controlados! ¿Los médicos insaciables con pretensiones laborales imposibles? ¡Controlados! ¿Los intelectualitos indomables? ¡Controlados! ¿Los directivos infatigables de la oposición? ¡Controlados! ¿Los guerrilleros? ¡Controlados! ¿Los agentes infiltrados por otras potencias? ¡Controlados! ¿La prensa indómita? ¡Controlada a través de PIPSA, que no vendía papel periódico a los criticones, para ya ni hablar de los medios electrónicos como la televisión y la radio, los cuales podían perder su concesión en caso de necedad suicida! Al día siguiente no saldrían al aire por fallas técnicas… ¿El Congreso federal y las cámaras legislativas locales? ¡Controlados! ¿El Poder Judicial en todos los niveles? ¡Controlado! ¿La sociedad? ¡Controlada! Todo parecía tenerlo en el puño de su mano. Nuestro tirano funcionaba a las mil maravillas, ¿para qué otro? ¿Quién había inventado la sucesión presidencial en este paraíso…?
Pero en Washington tenían otra lectura y otros procedimientos. En 1967 Edgar Hoover, mi antiguo jefe en Europa durante los años de la guerra, ordenó sin más la operación “reventamiento”, es decir, dispuso ametrallamientos nocturnos en escuelas, preparatorias y vocacionales para dividir a los líderes subversivos mexicanos. ¿Cuáles líderes subversivos? En ese momento yo todavía no entendía nada. Los ejecutarían integrantes del FBI. Por el momento no se trataba de matar a nadie sino de causar pánico y atemorizar a la sociedad, y de producir enfrentamientos entre las pandillas, que se culparían las unas a las otras. Sus directrices se adelantaban al estallido del conflicto estudiantil del año siguiente, que cimbraría a México al luchar en contra de un fantasma inventado en Washington: los agitadores comunistas. ¿Cuáles agitadores comunistas? No existían, y los que existían estaban en la cárcel, eran perseguidos por “la justicia” o descansaban varios metros bajo tierra. Hoover había sido preciso en sus instrucciones para no interferir con los elementos de ninguna otra agencia de inteligencia de Estados Unidos operando entre los universitarios, o sea, cuidaba nuestro trabajo, al menos era precavido. La verdad era que, a raíz de la paranoia del presidente Lyndon Johnson, se había echado a andar un plan desestabilizador orientado a imponer en México a un dictador de perfil franquista, un militar de extrema derecha muy vinculado al clero, para contar con una pinza entre cuyas fauces se controlaría espiritualmente a la nación y se le sometería con las fuerzas del orden. Yo tenía que cumplir órdenes y las esperaba de mi agencia. ¿Le confesaría a Díaz Ordaz lo que estaba aconteciendo? ¡Ni muerto! ¿Y si él lo descubría? Entonces lo negaría. Yo también tenía intereses, pero en ningún caso amigos. ¿Cuándo se había visto a un espía con amistades mientras en cualquier momento nos podían ordenar su estrangulamiento con las propias manos? ¿Los espías somos hipócritas? Por supuesto que sí…
La familia política mexicana recordaba cuando Carlos Madrazo había anunciado, tres años atrás, la necesidad de modificar la forma de elección de sus candidatos: no quería un PRI clientelar, por esa razón propuso que sus ocho millones y medio de militantes se volvieran a afiliar individualmente al partido. ¿Díaz Ordaz deseaba eternizarse en el poder y lo había hecho saber desde un principio? El último que lo intentó terminó acribillado a balazos en La Bombilla y se llamaba Álvaro Obregón… ¿Díaz Ordaz estaba dispuesto a enfrentar la ley de la bala? ¿Nosotros en la CIA deseábamos semejantes peligros e inestabilidad? De cualquier manera Madrazo ya había renunciado y no tardaría en ser asesinado por vanguardista. Cuidado en México con los vanguardistas que pisan callos ajenos…
Los planes trazados desde Washington continuaban. Johnson, quien visitaría el país tres veces durante su administración, más las ocasiones en que Díaz Ordaz viajaría a Estados Unidos, no perdía oportunidad de declararle su amistad al presidente mexicano a pesar de que pensaba derrocarlo el año entrante. Mentiras, absolutas mentiras que Johnson fuera un texano de mierda: rechazo tajantemente el apelativo, bueno, después de todo no puedo ser tan “tajante”… Ningún pretexto mejor que las Olimpiadas, ese evento deportivo mundial a celebrarse en México, para ser aprovechado por las fuerzas del mal, los comunistas, con el fin de subvertir el orden en México causándole un dolor de cabeza al Tío Sam, además, por otro lado, el momento era el idóneo ya que se venía encima la sucesión presidencial y a saber qué pasaría con nuestro pintoresco vecino. Mejor, mucho mejor imponer, como bien dijera el presidente Roosevelt, our son of a bitch en Los Pinos y no esperar que alguien nos impusiera their son of a bitch… Por todo ello, de acuerdo con los planes, en junio de 1967 la revista U.S. News & World Report “alertó respecto a la posibilidad de una nueva revolución en México. La publicación presentaba a la débil izquierda mexicana como la amenaza comunista, predecía disturbios y un escenario extremo. Se hablaba de la eventual intervención de tropas norteamericanas en territorio nacional para salvar a México del comunismo”.5 Nadie entendía nada, ni una palabra, solo nosotros sabíamos a conciencia de qué iba aquello. Washington había empezado a filtrar noticias falsas en la prensa para ir preparando a la opinión pública del mundo. Adiós priistas, era claro que impondríamos un régimen militar de la misma forma en que lo habíamos hecho en casi toda América Latina. Johnson no confiaba en nadie, ni siquiera en Díaz Ordaz ni en su evidente y eficiente autoritarismo, nada, a los hechos… ¡Ay!, si no hubieran asesinado a Kennedy otro hubiera sido el destino de México.
Confundido, el gobierno mexicano se preguntaba, según escuchábamos a través de las intervenciones telefónicas: ¿se trataría de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS), creada en Cuba, compuesta por diversos movimientos revolucionarios y antiimperialistas de América Latina? ¿Una guerra de guerrillas extendida por todo el hemisferio sur? ¿Quién estaría atrás de todo esto? ¿La CIA? No, la CIA no, Winston Scott es un gran amigo de México. Ni hablar, él nos lo contaría todo. Castro no puede ser porque está en deuda con el PRI debido a su amistad con Gutiérrez Barrios, quien le salvó la vida y le facilitó el dinero que puso Miguel Alemán para que pudiera comprar el Granma y zarpara rumbo a Cuba para iniciar la revolución en la Sierra Maestra. ¡Ay!, las carcajadas al leer las conversaciones que me transcribían los escuchas… Si supieran que nosotros le dimos al gobierno boliviano todos los hilos para que localizaran al Che y lo ejecutaran. ¿Cuándo iban a dar con él los de la “inteligencia” nativa? Los mexicanos sí creen en la amistad, por eso los aplastó Hernán Cortés: es muy fácil engañarlos… La verdad es que desde la lectura de aquella nota publicada por U.S. News & World Report, el gobierno mexicano andaba como perro sin dueño.
Como una muestra de amistad de parte del presidente Johnson y de Estados Unidos devolvimos a México, en octubre de 1967, el territorio fronterizo denominado El Chamizal. ¿Éramos o no amigos? Las pruebas estaban a la vista. La confusión también. Por todo eso y más insistimos en la ONU para que 1968 fuera el Año Internacional de los Derechos Humanos. Se trataba de crear un ambiente de confianza para ejecutar nuestros planes. Un escéptico es más difícil de convencer que un confiado, ¿no? Por mi parte, ya saben ustedes por dónde me pasaba yo los derechos humanos: por el mismo lugar que, en la realidad, se los pasaba Johnson. ¿No eran suficiente prueba de esto los bombardeos en Vietnam para matar a todas las ratas comunistas, por más lejos que se encontraran de Estados Unidos?
Al iniciar 1968, ¡ay, ese 1968!, la juventud mexicana, y la del mundo también, fueron atraídas por la no violencia inspirada en las tesis pacíficas de Mohandas Karamchand Gandhi y Martin Luther King, sí, pero las ideas de la revolución dominaban las universidades fundamentalmente por las ganas de vivir en otro ambiente, de libertad, “haga el amor y no la guerra”, por la feroz oposición a nuestra política en Vietnam, mezclado con el consumo masivo de marihuana para “ayudar” a entender la vida desde otros ángulos. Estallaban movimientos estudiantiles a lo largo y ancho de Gran Bretaña, incluidas las universidades de Cambridge y Oxford, así como manifestaciones en Asia contra la guerra y el sistema educativo británico. En Italia, los enfrentamientos con la policía y las manifestaciones callejeras no se veían desde los años de Mussolini. Había centenas de heridos y detenidos en tanto los daños materiales sumaban millones de liras. Vietnam era una bandera de protesta inevitable. Cuando Rudi Dutschke —líder estudiantil— fue víctima de un atentado, toda Alemania Occidental se incendió como una gigantesca pira.
Los sistemas políticos amenazaban con derrumbarse estruendosamente. Lo mismo acontecía en Japón, Italia, España, Argentina, Bolivia, Brasil, Perú, Uruguay y Turquía. En un mundo bipolar la juventud progresista y liberal exigía sus espacios, para ella legítimos. Charles de Gaulle, en Francia, observaba angustiado cómo el incendio estudiantil se propagaba de Nanterre hasta la Sorbona, en París. ¿Hasta dónde llegaría la protesta de los jóvenes? Surgieron barricadas como en los años de la toma de La Bastilla. Los jóvenes franceses reclamaban, a diferencia de los mexicanos, mejores planes de estudio, ellos sí se proponían superarse en la vida. La alarma cundía velozmente, como si el viento llevara de la mano el fuego devastador. Hasta nosotros en Estados Unidos contemplamos, con el debido respeto, el movimiento por los derechos civiles y de las minorías raciales, además de las constantes protestas callejeras opuestas a Vietnam. ¿Díaz Ordaz podría mantener al país bajo control cuando el fuego llegara a México? Porque eso sí, de que llegaría, llegaría… El mundo entero se convulsionaba en buena parte por culpa nuestra, de la misma manera en que las epidemias medievales no respetaban fronteras religiosas ni políticas ni clases sociales, atacaban a todos por igual, pero ni hablar, ya nos lo agradecerían las generaciones futuras cuando se dieran cuenta de los peligros que implicaba la existencia de las ratas comunistas sobre la faz de la tierra. En nada ayudaron a pacificar nuestro orden doméstico los asesinatos de Martin Luther King y de Robert Kennedy. Se arrojaba gasolina a la hoguera. La policía golpeó a estudiantes y los encarceló, y al hacerlo los unió como no se había visto en los tiempos modernos. Los hippies, nuestros hippies, eran un ejemplo a seguir en todo el planeta.
¿Qué hacer para prepararnos en México y ejecutar los planes de la superioridad? Por lo pronto incrementamos el personal de nuestra embajada hasta llegar a un número de 700 colaboradores, de los cuales la inmensa mayoría eran espías o agentes de la CIA, del FBI, del Pentágono o de cualquier otra agencia estadounidense, y no era para menos dado que habíamos detectado, desde 1963, al menos 40 incidentes aislados de agitación estudiantil y temíamos la injerencia soviética. Era un simple problema de tiempo para que el fuego llegara a nuestro flanco más frágil; bien lo sabían los enemigos. Los días de don Gustavo estaban contados porque eso sí, de que lo derrocaríamos, lo derrocaríamos este mismo año. ¿Quién se iba a enfrentar a Lyndon Johnson y sus delirios de persecución? Muy demócrata, muy demócrata, pero también era un gran hijo de la chingada… No podíamos confiar en la sucesión presidencial. A saber… Salvo prueba en contrario, que fuera muy evidente, tendríamos que imponer a nuestro gorila, our son of a bitch, para que cumpliera al pie de la letra las órdenes. Comenzaríamos por purgar a México de cualquier germen comunista. Ideamos entonces un programa de trabajo con Díaz Ordaz; Echeverría, secretario de Gobernación; García Barragán, secretario de la Defensa; Alfonso Corona del Rosal, jefe del Departamento del Distrito Federal; Gutiérrez Barrios, director de la Federal de Seguridad, y Gutiérrez Oropeza, jefe del Estado Mayor Presidencial. Por supuesto que yo no daba la cara. Me reunía con el presidente, con Echeverría, con Poncho Corona y con el Pollo Gutiérrez Barrios. Los demás ejecutaban los acuerdos.
En una ocasión, cuando ya estaba en marcha un plan desestabilizador encubierto para imponer a un militar de la más pura cepa, me reuní a comer con Díaz Ordaz en Los Pinos. El elegido por la CIA a sugerencia mía era, sin duda alguna, el señor general y licenciado don Alfonso Corona del Rosal, porque se trataba de un militar de reconocida mano dura, de un excelente universitario, un civil experto en derecho: nuestro dictador perfecto, our good old Ponchitou… En aquel momento yo sabía, por el espionaje telefónico, que le habían entregado a Díaz Ordaz un informe secreto elaborado por la Sección de Inteligencia del Estado Mayor Presidencial, la famosa SII, que consignaba, como el primer riesgo para la soberanía nacional, una intervención estadounidense o una desestabilización también provocada por nosotros. Él no sabía que yo sabía… Se trataba de una entrevista a puerta cerrada para analizar, no discutir —¡cómo hacerlo!, no había espacio para ello—, temas de agenda bilateral. El presidente no era particularmente afecto al alcohol, si bien podía tomar una copa de vino o hasta dos en privado, en familia o tal vez rodeado de sus colaboradores más cercanos, lo cierto era que conmigo nunca pasó del agua de jamaica o de tamarindo. Necesitaba echar mano de sus cinco sentidos para poder leer a gran velocidad las entrelíneas de nuestras conversaciones. Comimos una sopa seca de fideos con pollo deshebrado. A continuación nos sirvieron un mole poblano, el preferido de la tierra de don Gustavo, con arroz rojo y frijoles refritos con totopos. A título de postre, devoramos una copa de chicozapote con unas gotas de naranja, sin que faltara el típico café de olla. El primer mandatario se mostró inquieto durante la comida porque me había negado a abordar el tema que me ocupaba. Al concluir, y ante su confusión, le sugerí pasear por los jardines de la residencia oficial, a lo que accedió gustoso. Mi petición se fundaba en la posibilidad de evitar micrófonos ocultos en el florero, debajo de la mesa, adheridos en la parte baja del asiento de las sillas o bien en todos lados. Imposible saber.
Una vez afuera, después de comentar las esculturas de quienes habían sido jefes de la nación, dispuestas en las estrechas calzadas, me atreví finalmente a externarle mis preocupaciones. Me abstuve de tomarlo del brazo. Para variar, ambos caminamos con las manos colocadas detrás de la espalda, como si no quisiéramos comprometernos. Un buen lector de conducta corporal hubiera podido descifrar la seriedad de nuestra plática con tan solo observarnos a la distancia. Le repetí en voz apenas audible, tal y como habíamos aprendido en nuestra central en Washington, que la CIA se había visto obligada a imponer dictadores en Paraguay, Irán, Guatemala, República Dominicana, Argentina, Bolivia, Grecia, Brasil, Uruguay, Chile, Honduras y Perú, además de otras intervenciones militares en Venezuela, Ecuador y Costa Rica. El rostro del presidente se congestionó y endureció como nunca había visto. A continuación aduje hechos incontrovertibles que movieron a Estados Unidos a atacar cualquier posibilidad de surgimiento de gérmenes comunistas en diferentes partes del mundo. Díaz Ordaz guardaba silencio porque ignoraba hacia dónde se dirigían mis afirmaciones. Veía para adelante sin siquiera voltear a verme. Alegué que la CIA de ninguna manera toleraría otra Cuba, ya no se diga en América Latina, sino en ninguna otra parte del planeta y menos aún al sur de una frontera de casi 3 mil kilómetros de longitud. Washington sabía que, tarde o temprano, chinos, rusos o coreanos del norte pretenderían desestabilizar a México para intentar reventarle el esqueleto a Estados Unidos. La entrada de los infiltrados comunistas sin duda se haría a través del país. Canadá, desde luego, no representaba la menor oportunidad para lograr una exitosa penetración.
En este orden de ideas, ante el absoluto silencio del jefe de la nación, me atreví a hacerle saber la intención de nuestro gobierno de imponer a un dictador, a lo que yo definitivamente me había opuesto en el entendido de que dicha estrategia era inútil, ya que don Gustavo tenía al país controlado en el puño, era nuestro amigo y además un convencido enemigo de los comunistas. Le dije que intenté convencer a mis superiores de lo absurdo de semejante decisión, ya que en México el gobierno no intentaba nacionalizar los bienes extranjeros, en particular los norteamericanos. No existían tentaciones de esa índole, por lo que deberíamos estar en absoluta paz con la administración actual, más aún cuando existía una muy eficaz inteligencia nacional que diariamente producía una enorme cantidad de datos e informes tanto de los estudiantes rebeldes, tal vez financiados por la Unión Soviética o China, como también se tenían debidamente ubicados y controlados los brotes guerrilleros a lo largo y ancho del país. Díaz Ordaz no estaba dormido. Conocía a su país como la palma de su mano y sabía hasta del movimiento de una hoja de papel en cualquier dependencia del Estado o de las entidades federativas. ¿Por qué entonces proceder a un derrocamiento, cuando se trataba de nuestro amigo, un anticomunista convencido, un gran investigador que se adelantaba a cualquier intento desestabilizador? Le conté que a través de mis cables explicaba cómo había controlado con el ejército, la policía y los granaderos brotes violentos de universitarios, golpeando y arrestando a los rebeldes para atrapar a los cabecillas y desmontar cualquier intentona golpista. Ahí estaban los casos de Morelia, Sonora, Guadalajara, además de otros tantos que se habían dado en el Distrito Federal, y por si fuera poco, la detención o muerte de líderes sindicales como Campa o guerrilleros como Genaro Vázquez o Rubén Jaramillo. No, no tenía sentido terminar con Díaz Ordaz porque no era necesario explicarle nada, entendía perfectamente todo y habría cumplido con su tarea aun sin nuestras recomendaciones, de modo que debíamos respetarlo. ¿Cómo olvidar las represiones militares perpetradas en Chihuahua, Yucatán, Durango, Guerrero, Tabasco, Nuevo León y Ciudad Juárez? No era la primera vez que Díaz Ordaz mandaba matar… El presidente seguía sin hablar en tanto contemplaba los enormes ahuehuetes de aquel hermoso jardín que en otros tiempos fuera el orgullo del imperio mexica.
Ante el rostro confundido y el silencio hermético del Ejecutivo, concluí mi exposición afirmando que lo iban a respetar, claro está, con algunas condiciones. Detallé entonces que, para permitirle mantenerse en el cargo y no proceder como en otros países de América Latina y del mundo, era conveniente llevar a cabo de inmediato una purga de agentes comunistas radicados en México, purga en la que por supuesto estaríamos presentes por lo menos un centenar de agentes de la CIA para ayudarlo a cumplir con estos objetivos. Continué describiendo el horizonte político de México, advirtiendo dos acontecimientos muy importantes próximos a su realización. El primero, las Olimpiadas a celebrarse en octubre de este mismo 1968, y al año siguiente, en segundo lugar, la sucesión presidencial, el famoso destape. Si bien estábamos confiados con don Gustavo, no así podíamos estarlo con quien lo sucediera en el cargo, que bien podría tener un doble rostro o dobles intenciones, que hasta este momento no habían sido descubiertas. No hay político en el mundo que no ande disfrazado. Desde Washington gritaban: ¡Cuidado con la sucesión presidencial mexicana, ahí está la gran oportunidad para los infiltrados rojos! No queremos otro Che Guevara, como no queremos otro Castro Ruz. A pesar de mis comentarios, mi ilustre interlocutor no parecía recuperar la calma.
—¿Pero adónde va usted con todo esto, Win? —repuso finalmente el primer mandatario, con aspereza y sobriedad. Su voz impresionaba. No se le movía un músculo de la cara. Se ajustaba los lentes nerviosamente. No podía ignorar que una conversación conmigo era como sostenerla con el presidente Johnson, con el vicepresidente Humphrey, con Hoover, del FBI, o con Richard Helms, de la CIA. Los informes que yo rindiera a Washington serían definitivos para el futuro del país. ¿Finalmente, quién tenía más poderes, el presidente o Winston Scott? La respuesta era muy sencilla: si Díaz Ordaz estaba dispuesto a hacer todo lo que le dijera, o mejor dicho todo lo que le ordenara, ¿quién mandaba entonces en México?
Bajé entonces una parte de mis barajas, según me habían autorizado en Washington: le propuse crear artificialmente una serie de conflictos estudiantiles en el país para que de esta forma, colocando a una serie de infiltrados en el interior de las universidades, las vocacionales y las preparatorias, pudieran emerger las cabezas visibles del comunismo nacional e internacional. Agitemos el avispero, señor… El gobierno mexicano, de acuerdo con la CIA, infiltraría a los porros y a fuerzas paramilitares dentro de las filas estudiantiles para provocar una sublevación, huelgas, manifestaciones callejeras, marchas, aparición de publicaciones clandestinas, fotografías con el rostro del Che Guevara, denuncias en contra de Estados Unidos, así como escandalosas pancartas contra los políticos y autoridades. Nuestros infiltrados exaltarían a los jóvenes, creando una atmósfera de confianza para que dentro de esta surgieran más de los supuestos comunistas que tanto perseguíamos. Ahí estaban los 300 Halcones del Departamento del Distrito Federal, paramilitares debidamente entrenados para confundirse con las masas estudiantiles que serían incendiadas con el discurso de nuestros propios agentes. La idea sería aprovechar cualquier conflicto o provocarlo para escalarlo, y entonces llamar primero a las policías locales y posteriormente al ejército ante la supuesta incapacidad de los granaderos de llegar a dominar a los estudiantes. Todo tenía que acontecer antes de las Olimpiadas, porque los comunistas aprovecharían los juegos para apoderarse de México y crear un conflicto monstruoso.
—Tenemos poco tiempo, señor presidente. He hablado en repetidas ocasiones con el general Corona del Rosal y con el capitán Fernando Gutiérrez Barrios. Contamos con infiltrados, entre ellos envié a Philipe Agee como delegado de Estados Unidos al Comité Olímpico Mexicano, amén de otros provocadores, debemos comenzar a la brevedad de modo que en Washington se convenzan de que usted es el hombre que debe permanecer al frente del país y ningún otro. De nuestra eficiencia para provocar, descubrir y atrapar a los comunistas y encerrarlos, así como a los guerrilleros que debemos matar donde se encuentren, sin consideración alguna, dependerá la continuidad del PRI y la permanencia de usted como jefe de la nación mexicana.
En ese momento Díaz Ordaz se detuvo abruptamente. Por primera vez me clavó su mirada penetrante, con la que gobernaba. Se trataba de un hombre delgado, esbelto, de tupida cabellera, que demostraba una gran determinación en sus convicciones.
—Siento que me está usted amenazando, Winston.
—De ninguna manera, señor presidente, lo que intento es colaborar a su lado como un buen amigo para evitar que le den un golpe por la espalda y sea usted depuesto del cargo. Entienda que si supieran que estoy revelándole a usted los planes de la CIA, no tardarían en encontrar mis restos en el canal del desagüe. Entonces, por lo que más quiera, no me lo tome a mal. Así, a la distancia, Washington se niega a creer que usted es el hombre adecuado para regir los destinos del pueblo de México. Yo estoy aquí presente, y conozco una realidad que en la CIA y la Casa Blanca no desean aceptar. Por eso es que yo, brazo con brazo con usted, me propongo que llevemos a cabo la purga y de ser exitosos en nuestros objetivos, créame que los hechos hablarán por usted. Mis reportes ya serán completamente innecesarios ante la evidencia de los resultados.
Díaz Ordaz permanecía anclado en el estrecho paseo de los presidentes. A lo lejos veía yo el busto de Lázaro Cárdenas y el de Ávila Camacho. Más allá, al fondo, el de Miguel Alemán. En realidad todos ellos no pasaron de ser unos dictadorzuelos que habían engañado a la nación y al mundo con una democracia inexistente, que habían convenido obviamente con los intereses norteamericanos pero en el fondo no dejaron de ser unos corruptos, entre los que se destacaba, sin duda alguna, Miguel Alemán, que había entendido el tesoro público como botín, ejemplo que siguieron al pie de la letra los integrantes de su gabinete y las futuras hornadas de descarados priistas.
—México ha hecho un gran esfuerzo a partir de la Revolución para construir instituciones y adelantar en la integración de una democracia. No se vale torcer así el destino de un país que pagó con un millón de vidas su derecho a la evolución y al progreso, Winston, ustedes no pueden atropellarnos de esa manera —repuso Díaz Ordaz enfurecido, pero disfrazando sus emociones.
Aduje que no queríamos atropellar a nadie, que nuestro deseo simplemente era garantizar, como sin duda lo era su propia intención, la paz de la República y evitar que se apoderaran de ella las fuerzas oscuras del comunismo internacional. Nada más. Por si lo anterior fuera insuficiente, en realidad todos deseábamos lo mismo, el bien y la prosperidad de la nación.
Díaz Ordaz, sin ocultar su crispación y su enojo, continuó caminando sin esperar. Tuve que adelantarme. Sabía que su autoridad y su imagen no permitían que nadie se acercara a hablarle en términos que realmente eran amenazadores: o purgaba de comunistas a su país, aun cuando esto fuera un pretexto, o lo derrocaríamos. A quién le iba a gustar semejante conversación.
—Usted se ha dado cuenta, tal y como me lo acaba de decir, que hemos hecho esfuerzos ingentes por erradicar cualquier plaga comunista y que seguiré haciéndolo hasta el final de mi mandato. Esto no es por quedar bien con ustedes, sino porque me lo imponen la razón, nuestra historia, la política, la realidad y mi propia religión: no queremos saber de los comunistas, por eso el Partido Comunista ni siquiera se encuentra registrado, ni es una institución legal.
—Pero, señor presidente…
—Permítame concluir, Winston, yo a usted no lo interrumpí.
Sentí un puñetazo en pleno rostro. Me enrojecí de la rabia. ¿Cómo era posible que este zángano, cuyo puesto y el futuro de su país dependían de mí, se atreviera a callarme? ¿Quién entiende a los mexicanos? Son seres pintorescos e incomprensibles, capaces de lanzarse al vacío como los Niños Héroes, envueltos en una bandera para salvar a la patria, y al mismo tiempo la acuchillan por la espalda saqueándola todos los días. ¿Qué era la patria finalmente para ellos?
—Por supuesto que colaboraré en todo aquello que sea necesario para que mi país no caiga en el comunismo, porque de precipitarse en una doctrina así, se acabarían nuestras libertades, el progreso que hemos alcanzado y los derechos que conceden nuestras leyes. A nadie escapa que nunca en el mundo se ha votado libremente por el comunismo, que implica una dictadura férrea, intransigente y sanguinaria en la que no existen las garantías individuales que preserva nuestra Constitución. Usted mejor que nadie sabe la cantidad de personas que ha mandado asesinar Fidel Castro, un traidor sin nombre que engañó a los cubanos con la bandera de la democracia al derrocar a Fulgencio Batista, o Duvalier en Haití, para imponer una dictadura de izquierda que solo se puede detener con la fuerza de las bayonetas y nunca a través de las urnas. Yo no quiero para mi país una dictadura como la castrista, pero tampoco una de derecha como la de Batista o la de la familia Somoza en Nicaragua. En México sabemos lo que queremos y sabemos que lo podemos conquistar con dignidad.
Harto ya del discurso, yo también estaba obligado a demostrar mi sentido del honor como representante del Tío Sam:
—¿Está usted dispuesto o no a continuar con la purga comunista con todas sus consecuencias, señor presidente? —cuestioné para devolver el golpe. No ignoraba que mi prepotencia, por más delicada que fuera, lo irritaba, pero no tenía remedio.
—Cuente usted con ello, cuente usted con todo aquello con lo que pueda aportar mi gobierno para que no quede un solo comunista fuera de las cárceles de México o de las tumbas —repuso el jefe de la nación, maldiciéndome en silencio. Escuchaba yo sus razonamientos e insultos. ¿Qué le quedaba? De sobra sabía que lo podíamos derrocar si no demostraba eficiencia militar y policiaca. Imposible que me condujera a la puerta y me diera una patada en las nalgas. Los efectos se le revertirían violentamente. Un político que no sabe tragarse un sapo vivo en público y masticarlo sin expresar el menor malestar, no sirve para nada.
—Si no existe un conflicto a la vista, creémoslo, señor presidente, y si existe uno, aprovechémoslo para hacerlo grande, muy grande, de modo que sea necesaria la intervención de las fuerzas armadas. Montemos un gran borlote para detectar las cabezas visibles de nuestros enemigos cuando se sumen al movimiento y quieran aprovecharlo y hasta dirigirlo. ¿Está usted de acuerdo?
—Por supuesto que sí, hagámoslo. Hable usted con Corona del Rosal, con Gutiérrez Oropeza, con Echeverría y con Gutiérrez Barrios. Yo haré lo mismo. Solo quisiera hacer una pregunta que usted no me podrá contestar…
—Usted dirá, señor presidente.
—¿Quién me garantiza que después de erradicar a los comunistas ustedes no me darán un golpe de Estado de cualquier manera, porque nunca nadie sabe para quién trabaja?
La brutalidad del comentario mostraba un escepticismo y una experiencia notable. Ese día conocí a Díaz Ordaz. Si los indios eran hoscos, desconfiados y sospechaban de propios y extraños, después de 300 años de Inquisición, de despojos, embustes, traiciones y engaños, ahí estaban las explicaciones de la personalidad nacional. Díaz Ordaz no creía tampoco en los extranjeros, y en el fondo hacía muy bien.
—Tiene usted la palabra de mi gobierno.
Díaz Ordaz me iba a contestar, casi podía volver a escuchar sus reflexiones, que obviamente nunca me iba a externar, que la garantía de la palabra de Estados Unidos y de todos sus putos Padres Fundadores me la podía meter yo por el culo; sin embargo, la realidad y el respeto no podían perderse, aun cuando se supiera que don Gustavo era un hombre muy malhablado.
—Llegaré hasta donde tenga que llegar con tal de mantener la paz de la República —respondió adusto y extendiéndome como pudo la mano, advirtiéndome que ya conocía yo el camino de regreso…
Si el acuerdo había sido precisamente provocar un enfrentamiento, inventar uno, dos, tres o cuatro a lo largo del país para hacer que los comunistas salieran de sus madrigueras y se quitaran las máscaras y las caretas al subirse a los estrados y tomar los micrófonos para alborotar a la gente, en particular a los estudiantes, ahí se presentaba la oportunidad de seguirlos para conocer quién les pagaba, de dónde obtenían los recursos, quién los proveía de armas y en qué medios publicitarios o de difusión trabajaban en términos clandestinos. ¿Cuántos Ches habría en potencia en México en aquella coyuntura? Habría que crear los conflictos estudiantiles para que nos enseñaran el rostro. Yo sabía, por otro lado, que no existían comunistas salvo tres gatos extraviados en los montes. Era evidente que al crear el desorden con ese pretexto se propagaría un fuego en el país, fuego que aprovecharía el presidente Johnson para demostrar la ingobernabilidad en el país vecino y con arreglo a este argumento acabar con el gobierno de Díaz Ordaz para imponer a otro gorila norteamericano. ¿Una traición? ¡Claro que lo traicionaríamos a él y a quien se nos pusiera enfrente si de dólares se trataba! ¿Qué le quedaba a Díaz Ordaz? Si decidía no hacer la purga de comunistas, bien sabía que su gobierno tendría las horas contadas, y si por otro lado apoyaba la redada masiva, la gigantesca conflagración sería aprovechada para acabar con él. Desconfiaba, pero no podía sino desconfiar con justa razón de quienes el siglo pasado les habíamos arrebatado medio territorio nacional. La presencia de nosotros, los pinches gringos, siempre había sido traumática y no tenía por qué dejar de serlo…
Por aquellos tiempos, después de cinco años de noviazgo entre Díaz Ordaz y la Tigresa, supe que ella invertía buena parte de su tiempo en distraer al presidente de sus pesadas responsabilidades oficiales. Se trataba de romper la rutina, hacerlo olvidar sus obsesiones políticas, sacarlo de sus hábitos diarios, abrirle tantas ventanas como pudiera para ayudarlo a serenar su vida. Los viajes a los que era invitada no le reportaban a Irma Serrano ninguna atracción porque, como ella decía, se quedaba todo el tiempo como flor de sombra. Imposible viajar en el mismo avión con el primer mandatario, menos aún si lo acompañaba doña Guadalupe. Tenía que alcanzarlo, cuando era factible, por vías alternas, sin poder asistir a los banquetes ni a los actos públicos, ni a ceremonia alguna ni a las fiestas y espectáculos a los que era invitada la comitiva. Poco a poco empezó a renunciar a dichos peregrinajes porque se negaba a pasar la vida encerrada en una gran suite de hotel en espera del apuesto galán presidencial, en el entendido de que tampoco podía salir de compras por no aparecer cazada por un fotógrafo de la prensa nacional, lo que bien podía causar un escándalo mayúsculo en México. Sus encuentros amorosos se reducían a estancias de fin de semana en Acapulco, en una casa que Díaz Ordaz le había regalado a la salida de la carretera a Cuernavaca, o a intercambios románticos en diferentes ciudades o puertos de la República, pero siempre extraviada en el anonimato. Le dolía el hecho de no poder ir a cenar a los restaurantes ubicados en centros de recreo que obsequiaban una hermosa vista al mar. Ella había aceptado las condiciones de convertirse en una flor de sombra, pero no a título gratuito, porque Echeverría materialmente la llenó de dinero. Nunca imaginó llegar a tener en su cuenta de cheques sumas tan estratosféricas. ¿Cómo fue posible el milagro de los pesos? Díaz Ordaz se las arreglaba para regalarle bienes inmuebles, joyas, muchas joyas y algo de efectivo, cierto, pero quien inundó de billetes a doña Irma, sin duda, fue el secretario de Gobernación.
Una mañana en que Nito y yo —así le llamaba de cariño a Gus, y a veces “Gustavo”, cuando me hacía enojar— acabábamos de despertar en su casa de Acapulco, hasta ahí llegó a hacerse presente Echeverría para abordar algún asunto urgente de Estado. En lo que el presidente terminaba de arreglarse, Luis y yo pasamos un rato conversando en la terraza con esa inolvidable vista al mar. Fue en esa ocasión cuando le mencioné el problema de un amigo que deseaba importar un producto químico cuyo permiso estaba atorado en la Secretaría de Industria y Comercio. ¿Podría ayudarme a obtenerlo?
—Por supuesto, Irma, cuente con ello. La semana entrante haré que le entreguen la autorización en su mismísimo domicilio. Gracias, muchas gracias, por haberme tenido la confianza de planteármelo y por haber pensado en mí para ayudarla —concluyó sonriente Echeverría.
Por supuesto que cumplió su palabra y no solo en ese caso, sino en todos los que le planteé en lo sucesivo. La voz se corrió entre los industriales, a quienes yo les encajaba hasta el 20% del precio del material o maquinaria a importar —¿cuál 10?, no seamos corrientes—, recursos que me depositaban por adelantado en mis cuentas que crecían a diario como la espuma. ¿Cuándo me iba a imaginar tener depósitos de siete y hasta ocho cifras en el banco? ¡Qué sofisticados! A ver, ¿quién se iba a atrever a realizar una auditoría para verificar si pagué impuestos o no? Quien lo intentara se iría a la chingada pero cuando yo lo ordenara y ni un segundo antes. ¡Ya! ¿Impuestos? ¡Al carajo! Empecé a comprar propiedades con mis fondos, que no parecían disminuir a pesar de las elevadas inversiones que llevaba a cabo. Echeverría puso a mi disposición un “abogado” que llevaba mis asuntos, el mismo que me visitaba en casa para traerme el portafolios con el dinero, así como los permisos de importación. Se trataba de que yo no me molestara en nada. Mi trabajo consistía en entregarle a ese sujeto la solicitud dirigida a Industria y Comercio, y al día siguiente todo estaba resuelto como por arte de magia. La verdad, las influencias son muy chingonas. Hágase la luz, y la luz se hacía… ¿No era una maravilla? Así pude hacerme de propiedades en las Lomas de Chapultepec y adquirir, en su momento, mi querido teatro Fru-Fru, entre otros tantos bienes más. Traje decoradores de todo México, así como cuerpos de animales disecados, objetos de arte chino e indio, colmillos de elefante, tigres de Camboya y mil tesoros coleccionables más. ¿Ser rica, muy rica, no es una chingonería? Tienes esclavos que cumplen todos tus caprichos al tronar los dedos, comes lo que quieres donde quieres, compras lo que se te antoje, cueste lo que cueste, viajas a cualquier lugar del mundo como si fueras volando sobre un tapete mágico: tu voz y tus órdenes son la medida de todas las cosas. Nadie se te opone ni te contradice. A nadie se le ocurre faltarte al respeto y, de repente, te conviertes en la más popular del jolgorio. ¿Sabes? También se siente un placer exquisito cuando descubres que la gente te teme. Una palabra tuya basta para que pierdan su patrimonio, su fama, su lugar en la sociedad o hasta la libertad. Con una llamada telefónica de Nito, mi Nito, puedo hacer milagros y los hice porque me enriquecí hasta decir basta, y nunca dije basta…
Lambiscones conocí muchos, pero ninguno como Luis Echeverría. Nunca olvidaré cuando finalmente apareció Gustavo aquella mañana en Acapulco, sueltas las agujetas de los zapatos, y le pedí que se las amarrara antes de que se diera un señor azotón. ¿Qué sucedió? Pues que el señor secretario de Gobernación, a quien yo llamaba de cariño el Cargamaletas, saltó de su asiento como si lo hubiera mordido un alacrán pantanero para pedirle al ciudadano jefe de la nación que no se agachara, que él haría la tarea. Efectivamente asistí a una de las escenas más denigrantes y penosas cuando Echeverría se arrodilló ante Díaz Ordaz para atarle las cintas, mientras nos contaba que así se acordaba de sus años de niño. Nito no se oponía y se dejaba hacer en tanto me guiñaba un ojo. ¿Cómo no enamorarse del poder? Me llegué entonces a sentir invencible, hasta que mi enemiga número uno, la señora Díaz Ordaz, me declaró abiertamente la guerra, ordenando al Banco Cinematográfico y a otros fondos y direcciones dedicadas a estimular el cine nacional, que me excluyeran de cualquier película o novela de la televisión, que no me contrataran de nada y para nada. En resumen: estaba vetada. Me quedaba sin trabajo, sí, pero no sin dinero, ese seguía llegando en cataratas a mis cuentas. Mi frustración consistía en ver desperdiciada mi carrera y mis mejores años como cantante y actriz. En el fondo era un problema de vanidad. Una artista como yo tiene una vida productiva relativamente breve y esta se desperdiciaría si permitía que esa vieja estúpida, maquillada peor que los payasos del circo Atayde, se entrometiera en mi camino. ¿Qué te queda cuando la voz se reseca, los senos se te caen hasta el piso y te quedan como un canicón metido dentro de un calcetín, la piel se te agrieta, te quedas pelona y chimuela, se te marchita la cara, te salen arrugas en las arrugas, comienzan las dificultades para caminar, se te opaca la mirada, la energía te abandona junto con el coraje y la audacia? No, no me iba a dejar…
Hablé con Gustavo, nada de Nito, en esos momentos. Le pedí que interviniera, que me ayudara como siempre lo había hecho, que no me dejara morir sola ante los poderes de la fiera de su esposa. Él me pidió paciencia, por el momento Lupita se encontraba muy enojada porque sospechaba de nuestra relación.
—Dale tiempo, Irma, tiempo para que se le baje la furia, mi vida.
—¡Qué mi vida ni qué madres! Me importan tres chingadas y media que tu mujer esté enojada y sospeche de nosotros. ¿Por qué me dices mi vida cuando me ves tan encabronada? Nada de mi vida, carajo… —me perdí víctima de un ataque de rabia.
—Irma, amor…
—Nada de amor, carajo. En primer lugar no me pidas paciencia porque la he tenido toda contigo. ¿Sabes lo que es pasar la vida escondida? En segundo lugar —claro que le levanté la voz al muy pendejo—, no es Lupita sino Guadalupe, tus muestras de cariño con ella en mi carota te las puedes guardar donde ya sabes —agregué incontrolable—, y si solo tiene sospechas de lo nuestro después de cinco años juntos más los que nos faltan, es porque me has mentido y no has tenido los güevos, presidentito del carajo, de hablarle derecho a la fiera —le respondí sin darme cuenta de lo que le decía. La sangre caliente me traicionaba. Con gusto le hubiera roto el cráneo a Nito con un palo, como había hecho con Raquel—. ¿Tiempo…? Tiempo es lo que te va a faltar a ti para volver a conquistarme, cabroncete. Si no vuelvo a filmar películas ni a grabar discos ya te puedes regresar con ese pellejo viviente de tu esposa… A mí déjame en paz…
Esa noche rompimos, pero al día siguiente, bien lo sabía yo, era el cumpleaños de Guadalupe, sí, Guadalupe, ¡carajo!, momento espectacular que yo no podía dejar pasar así porque sí. Era la oportunidad para vengarme de Nito y demostrarle que conmigo no se podía andar con pendejadas. Ni él ni nadie se iba a burlar de mí. Por todo ello llamé a mi mariachi, un conjunto de 15 músicos con cuatro trompetas y magníficas voces, y me trasladé a Los Pinos para llevarle serenata a esa hija de la chingada que trataba de mutilar mi carrera, y sacudir por las solapas a ese cobarde que no me había defendido como correspondía a un hombre que sabe cuidar a su santa dama. Como los guardias presidenciales me conocían, no tuve mayor problema en ingresar a la residencia oficial, tal y como había ocurrido en otras ocasiones para amenizar un convivio. ¿Audaz de mi parte? Si Nito no se atrevía a enfrentarse a su mujer, a mí me correspondía demostrarle quién era quién en esta vida. Yo estaba acostumbrada a abrirme paso en mi carrera a cabronazo limpio. Este sería el momento cumbre para demostrar lo que había aprendido. Cuando recorrí la explanada y llegué al fondo del jardín en Los Pinos, todos los integrantes del gabinete presidencial, acompañados de sus esposas, voltearon a verme como si se hubiera aparecido Lucifer en persona. Hubieran visto la cara de pendejo que puso Echeverría. Martínez Manautou, García Barragán y Corona del Rosal no se daban cuenta de que tenían el hocico abierto. Pedí a mi mariachi que empezáramos con “Las mañanitas”. ¿No era tierno y generoso de mi parte? Nadie se movía. ¿Quién se iba a atrever? La iniciativa correspondía a una sola persona, a mi Nito, al puto del presidente y a nadie más. Solo que Díaz Ordaz parecía estar atornillado a la silla. Permanecía tan inmóvil como acobardado ante la mirada de estupor de los presentes. Mientras mis músicos tocaban y tocaban, cantaban y cantaban, de pronto, como si pesara media tonelada, “don Gustavo” empezó a moverse y a dirigirse hacia donde yo me encontraba cargada de dinamita. El público estaba paralizado, nadie masticaba ni se servía fruta o bebía café, para ya ni imaginar el rostro chistosísimo de doña Guadalupe. Pinche vieja, a ver qué le quedaba de cumpleaños. Me hubiera encantado estrellarle el pastelote blanco de merengue en la puritita jeta. Cuando Nito me tomó del brazo para suplicarme que me retirara por donde había llegado, perdí la compostura y le arreé un santo guamazo en la mera carota porque no podía con la furia que me dominaba. El golpe fue tan tremendo que Gustavo perdió los lentes y mientras los buscaba arrodillado en el piso solo escuché: clic, clic, clic, el sonido de horror que me indicaba el corte de cartucho de las armas del Estado Mayor Presidencial.
—No la toquen, no la toquen, que nadie dispare —ordenó el presidente, en tanto uno de sus ayudantes ponía en sus manos sus lentes. Mientras se arreglaba el saco como podía y empezaba a sangrarle un ojo, me dijo en voz baja:
—O te largas o hago que te saquen de aquí como una perra rabiosa. Evítate la vergüenza. Lárgate a la mierda…
Habiendo cumplido mi propósito, cuando me sentí rodeada de sardos encabronados preferí chiflarle al mariachi para ordenarle la retirada. Vi que el presidente se dirigió de regreso al banquete con un pañuelo en la cara. A ver cómo le explicaba a Guadalupe lo acontecido. Era hora de que se hiciera hombre, el muy cabrón…
Quince días después se presentó en mi casa del Paseo de la Reforma con un parche en el ojo. Se le había desprendido la retina, lo cual no impidió que me gritoneara e insultara hasta cansarse. Me maldijo, me ofendió, me injurió, me aventó cuanto objeto encontró a su paso —y eso que solo veía con un ojo—, rompió piezas de gran valor, pateó los sillones, derribó dos de mis tigresas disecadas importadas de Tailandia, acabó con dos enormes colmillos de elefante traídos de África, hizo añicos varios espejos, me aventó mis pequeñas esculturas de Buda, me persiguió para madrearme pero no me alcanzó. Bramaba, vociferaba, se desgañitaba y chillaba como si estallara el último de los fuegos artificiales, el más vistoso y deslumbrante. Parecía un animal herido. De churro que no venía armado porque si no, jamás la hubiera yo contado. Cuando se cansó de mentarme la madre y comprendió que jamás me alcanzaría, se desplomó sobre una de las sillas del comedor sin dejar de jadear ni de resollar hasta casi llegar a la sofocación.
Me empecé a acercar sigilosamente, como la tigresa que va a cazar un búfalo:
—¿Cómo te atreviste, Irma, cómo te atreviste? Eres una gran hija de la chingada. Me dejaste en ridículo frente a todos…
Me senté prudentemente enfrente de él, del otro lado de la mesa circular del comedor, eso sí, habiéndome desabotonado la blusa como si se tratara de un descuido propio de la escena de pánico. Le enseñaba al presidente mis mejores prendas, aquellas de las que se había enamorado perdidamente al extremo de no poder dejar de tocar ni de besarme los senos a la primera oportunidad que tenía. Yo deseaba probar cómo mi magia podía transformar la ira en apetito sexual en casi cualquier momento. Sin duda convertiría a la fiera en un perrito amaestrado. ¿No era cierto que un par de buenas tetas jalan mucho más que mil carretas? Pues a demostrarlo. Mientras más se tranquilizara y se atreviera a verme, el hechizo empezaría a funcionar. Lloró un par de veces más, se enjugó las lágrimas, negó con la cabeza. Era obvio que bajaba el tono, lo peor ya había pasado.
Cuando me volvió a preguntar “¿Cómo te atreviste?” y trató de clavar la mirada en mi rostro, no tuvo más remedio que contemplar mi pecho, mitad a mitad, desnudo salvo por la parte todavía cubierta por mi brasier. Discutimos en voz baja unos instantes en los que él se negaba a confesar su confusión y debilidad. Ya era otra persona. Casi lo tenía en mis manos. Me explicó, le expliqué. Me reclamó, le reclamé. Me amenazó, lo amenacé. Se calló, me callé. Lloró, lloré. En lo que guardaba silencio y continuaba negando con la cabeza, me atreví a quitarme la blusa y a exponerme desnuda ante él. Solo me dejé, por el momento, unos pantalones vaqueros muy ajustados que dejaban ver la monumentalidad de mis nalgas, un agasajo para mí y para cualquier mortal, humilde o no. Cuando había desaparecido toda posibilidad de violencia me acerqué hacia él. Nito se dio cuenta pero continuó cabizbajo maldiciendo su suerte. Volteó a verme, pero adoptó la misma posición. Ya lo tenía en mi poder. Al llegar a su silla, tomé una de sus manos y me la llevé a los senos. Gustavo respondió como el niño encaprichado que no desea recibir un regalo de sus padres. Me rechazaba. Insistí hasta que reaccionó encogiendo y estirando los dedos. Muy pronto empezó a estrujarme sin ver hasta que me jaló por las nalgas y se emborrachó con mi piel, mis perfumes y mis esencias de mujer.
—Cabrona, eres una cabrona, Irma…
Por respuesta yo le apretaba la cabeza contra mis pechos y le repetía:
—Come, mi niño, come, acábatelo, es tuyo, solo tuyo, mi amor —insistí hasta que sus amenazas dejaron de escucharse entre mis valles y colinas que apenas dejaban escapar ecos misteriosos e inentendibles. (Ahora resulta que hasta soy poeta o poetisa o como carajos se diga).
Después se puso de pie como un furioso centurión romano, de los que tantas veces me contó, se desnudó tratando de perforarme con una mirada desafiante que entendí como el final de mis días, a pesar de que me la había lanzado con un solo ojo. Antes de que pudiera darme cuenta, el príncipe de mis sueños ya volvía a habitar en mi interior y arremetía sin clemencia alguna como si quisiera partirme en dos, ¿en dos?, mejor dicho, como si quisiera descuartizarme. Uno, dos, tres, 10, 20, 30, mil, hasta que un grito agónico me reveló la entrega final junto con un alarido del eterno patriarca… La verdad, con el escaso equipo con que contaba, apenas sentía yo su furia, su coraje de hombre, en su ir y venir en mi cuerpo que lo enloquecía.
Mientras le daba unas palmadas en la espalda, sonreía en silencio confirmando, una vez más, los poderes secretos de que disfrutamos las mujeres. ¿Cuál honor cuando se habla del amor? El corazón tiene razones que la razón no entiende… Solo mi perra, la que el arzobispo me bendijo con el nombre de Amor de mi vida, contemplaba la escena, pero ella no hablaría, si bien sería un testigo silencioso de los tantos que supieron de mí y de mis andanzas. Rápido puse de pie a mis queridas tigresas tailandesas por aquello de la mala suerte…
No era nada difícil aprovechar la inconformidad estudiantil, en la inteligencia de que esta no únicamente se daba en México sino en todo el mundo. Nuestra coyuntura no podía ser más favorable ni más natural. El 6 de febrero de 1968, la izquierdista Central Nacional de Estudiantes Democráticos emprendió la Marcha de la Libertad, emulando el camino del cura Hidalgo, de Dolores Hidalgo, Guanajuato, a Morelia, Michoacán. Luis Echeverría, secretario de Gobernación, dictó órdenes a las autoridades municipales, a los ejecutivos de los estados, a los jefes de las zonas militares para prevenir a los marchistas de las agresiones de las que podían ser objeto, debido al acendrado catolicismo de esa zona del Bajío. Los estudiantes interpretaron la posición del gobierno como una excusa para desatar una oleada de represión y terror anticomunista, que amenazaba con extenderse por todo el país y de no ser detenida abarcaría a todos los sectores y tendencias democráticas progresistas y revolucionarias. Por su parte, Corona del Rosal ordenó que se pintaran los camiones de pasajeros de la ciudad de México para atacar al gobierno, al ejército, a la policía capitalina y fundamentalmente a la religión, para exacerbar los ánimos populares. En realidad se trataba de los mismos lemas que habíamos utilizado en toda América Latina durante varios años y diversos episodios golpistas: “Viva el comunismo, muera el cristianismo, abajo el Papa, comunismo sí, cristianismo no, fuera el clero y abajo la Virgen”. El proceso de confusión social continuó cuando varios edificios y bardas aparecieron con pintas, hechas obviamente por las propias autoridades: “Viva el Che Guevara, arriba el Che”, en otras se decía: “El comunismo es la única solución”, “Muera Díaz Ordaz el hocicón”, “Díaz Ordaz, Díaz Ordaz, ves la bronca y te vas”, “Los maestros también reprobamos al gobierno”, “Queremos libros, no balas”, “Prensa vendida”, “No queremos Olimpiadas, queremos revolución”. Empezábamos a prender el fuego.
En este contexto, Hubert Humphrey, el vicepresidente de Estados Unidos, hizo una sospechosa visita a México a finales de marzo de 1968. Díaz Ordaz resolvió recibirlo como un invitado de honor, de la misma manera en que Moctezuma lo había hecho con Cortés. Humphrey había venido para refrendar las “preocupaciones” que tenía la Casa Blanca con relación a la expansión comunista en México. No iban a permitir una segunda Cuba en América Latina, más aún después del escandaloso fracaso en Bahía de Cochinos. El viejo cuento de siempre. Hubert Humphrey supo amenazar con su consabida sonrisa al presidente de la República, a quien ya no le quedó la menor duda de ejecutar las instrucciones de la purga estudiantil antes de la celebración de las Olimpiadas.
Cuando no se pudo prender la mecha a raíz de la campaña violenta desatada en contra del director de la Facultad de Medicina en marzo, tuvimos que buscar más oportunidades. Mientras tanto y para guardar las apariencias, Díaz Ordaz convocó a una reunión a los dirigentes del Partido Comunista con el ánimo de llegar a un feliz acuerdo, liberar a los presos políticos, la mejor prueba de la existencia de un gobierno autoritario, y acabar con las agresiones contra la izquierda mexicana. Los rostros confundidos de los líderes expresaban toda una realidad. ¿Díaz Ordaz se habría vuelto paranoico? La opinión pública recibió muy bien la realización de esta entrevista, puesto que hablaba de un presidente amigable, animado a resolver las diferencias por la vía del diálogo y la negociación, en tanto que Echeverría y el jefe de la policía no dejaban de insistir en una conjura internacional diseñada por los comunistas. Ahí estaba el doble discurso.
En mayo, a tres meses de la vista de Humphrey, Edgar Hoover, del FBI, recibió instrucciones de la Casa Blanca para declarar públicamente que acusaba “al Partido Comunista de México de hacer planes para almacenar armas y municiones en preparación de una revolución”. A pesar de no contar con prueba alguna para demostrar su dicho, se atrevió audazmente a involucrar a Cuba, a la Unión Soviética y a China comunista. Sus declaraciones se adelantaron dos meses a agosto del 68, al estallido del conflicto estudiantil. Era palpable la política yanqui en torno a México. Solo un ciego no podría identificar las intenciones de la Casa Blanca.
La protesta estudiantil para solicitar en Villahermosa, Tabasco, el mejoramiento económico de la universidad tampoco logró desatar el conflicto como era deseable. No arrancábamos, no, no arrancábamos. Ni siquiera cuando en junio de 1968 Echeverría y Sánchez Vargas, el procurador de la República, acordaron imputarles delitos del fuero federal a ciertos líderes estudiantiles y proceder a su captura, se logró propagar el fuego. En esos días escuché una conversación telefónica del rector Barros Sierra con Juan José Arévalo, expresidente de Guatemala, en la que le mencionó:
—Tengo noticias de que se está agitando a los estudiantes sin motivo alguno, algo completamente artificial.
Hice llegar de inmediato a Díaz Ordaz el contenido de la charla una vez transcrito, con copia para Luis Echeverría. Barros Sierra se percataba de alguna doble intención en los hechos. ¿Por qué agitar a los estudiantes de manera artificial? El rector de la máxima casa de estudios de México no entendía quién estaba detrás del embrollo ni por qué se estaba originando. ¡Al grado de que nos ayudaba, sin saberlo, a financiar a varios de nuestros paramilitares incrustados en calidad de porros!
El 19 de julio informé a la CIA que en Veracruz y en Puebla los desmanes estudiantiles iban en aumento. En este último estado habían fallecido dos personas y se detectaron ocho heridos durante la elección de autoridades universitarias, mientras que en Veracruz, con la ayuda del cónsul cubano, la agitación continuaba y ya existían 20 personas en huelga de hambre, maestros que buscaban una mejoría salarial. En el mismo cable informé que lo verdaderamente preocupante se encontraba en los desórdenes que podían llevar a cabo 90 mil estudiantes de la UNAM, que en realidad deseaban propiciar todo género de disturbios para frustrar las Olimpiadas y aprovechar la cobertura de la prensa internacional.
Por aquellos días llegó a mis manos un “memo” ciego redactado por Gutiérrez Oropeza y Corona del Rosal, donde constaba la ruta crítica para detonar el movimiento estudiantil de octubre de 1968. La purga, se trataba de la purga. Ambos lo habían acordado previamente con Díaz Ordaz y con Echeverría:
La mecha finalmente prendió y arrojó miles de chispas inflamables en su eufórico y colorido camino hacia el barril de pólvora. El 19 de julio, 64 días después de las declaraciones de Hoover, se dio finalmente el choque necesario para detonar el conflicto estudiantil. Hubo un primer enfrentamiento entre alumnos de la preparatoria Isaac Ochoterena y las escuelas vocacionales 2 y 5 del Instituto Politécnico Nacional, situadas en la plaza de la Ciudadela, una histórica construcción ubicada en el centro de la capital. El pleito, nada raro, comenzó por un lío de faldas. Todo, como siempre, empezó por una uña pintada… Unos bachilleres se deshicieron en piropos subidos de tono respecto a unas jovencitas que pasaban, en plan provocativo, frente a su escuela. Los colegas del Poli no soportaron los agravios y salieron en defensa de las ofendidas. ¡Ya estaba! El conflicto estaba planteado. La bronca se dio de inmediato. La golpiza entre ellos fue de horror.
Los infiltrados y agitadores de Corona del Rosal finalmente pudieron entrar en acción. Los porros como el Fish, los Martínez Corona, el Superman, el Pepe y el Morsi, de la Vocacional 5; el Nazi, de la 7; el Musaraña, el Cayos y el Viejo, de la Vocacional 2, así como Lamy, Olague y el Puñal, entre otros tantos más, la inmensa mayoría “chicos” de Poncho Corona y de Alfonso Martínez Domínguez, al mando de Manuel Díaz Escobar, perdidos entre las masas estudiantiles, finalmente agitaron, sabotearon, manipularon reuniones de estudiantes, azuzaron, exaltaron pasiones, promovieron desquiciamientos, provocaron y llamaron a la violencia para restaurar el honor perdido.
¿Nos vamos a dejar de estos cabrones?
Nooooo.
Revueltos entre dos pandillas de delincuentes, los Arañas y los Ciudadelos, hacían un estupendo papel. Si nadie distinguió a los infiltrados del Departamento del Distrito Federal, menos entendieron la repentina e injustificada irrupción del Décimo Noveno Batallón de Granaderos, al mando de Manuel Robles, en un pleito más o menos normal entre estudiantes. El objetivo de los granaderos no era de ninguna manera imponer el orden ni contener la trifulca, sino expandirla. Durante la riña el batallón simplemente observó inmóvil su desarrollo, solo que cuando los jóvenes, saciados sus impulsos guerreros sin haber causado daño alguno, decidieron volver a sus respectivas escuelas, la policía se lanzó, de acuerdo con las instrucciones a gritos de Díaz Escobar, en contra de los alumnos del Poli, que huyeron despavoridos para refugiarse, presas de terror, en la Vocacional 5. Los granaderos golpearon con sus toletes a los alumnos y a los profesores sin consideración alguna. Dos maestras resultaron violadas, otras fueron gravemente heridas, como Ana María Silva de Meza, quien perdió un brazo en la refriega. El Fish llamó a los bachilleres a la defensa de las instalaciones, en tanto Santiago Alonso Torres Saavedra, alias el Johnny, incendiaba a los estudiantes de la Vocacional 2 para que se lanzaran en contra de la preparatoria Isaac Ochoterena. Curiosamente, en general no había autoridad universitaria que no financiara a estos grupos. Aunque también lo hacían Lauro Ortega, Caritino Maldonado, Miguel Osorio Marbán, Píndaro Urióstegui y Porfirio Muñoz Ledo, entre otros distinguidos priistas. Poncho Corona informaba a Díaz Ordaz, a cada paso, la evolución de los acontecimientos. Good job, a real good job! Era todo un privilegio contemplar como espectador esta obra de teatro tan bien montada. El Johnny recibía su sueldo del director de la Vocacional 2, el ingeniero Alberto Camberos López. Esa era la verdad, y yo esperaba, al menos, que en algún momento de la vida política de México todo esto se descubriera. El montaje había sido perfecto, solo que en esa coyuntura la sociedad no podía entender lo que estaba ocurriendo y realmente pensaba que se trataba de un pleito más entre estudiantes, cuando en realidad se aprovechaban sus diferencias para cumplir con los planes de la Casa Blanca. ¿Quién se iba a imaginar que en el pleito de una preparatoria y de una vocacional, de la Universidad y del Poli, iban a estar inmiscuidos el propio presidente de Estados Unidos, la CIA y el FBI, con el objetivo de derrocar a Díaz Ordaz? Nadie, ¿verdad? Los hechos y las intenciones bien podría demostrarlas un investigador acucioso o uno de esos novelistas cuyas elucubraciones fantasiosas bien podrían revelar la verdad. No había que desestimarlos.
Cuando cualquiera de los Arañas o de los Ciudadelos era detenido, bastaba con que repitiera la clave “Baena Camargo” para que fuera liberado de inmediato y poder volver a los recintos académicos. Las pistolas calibres .38 y .22, además de las metralletas, les eran devueltas después a través del Fish sin problema alguno.
Al mismo tiempo que los granaderos golpeaban a los estudiantes para provocar una alianza entre los alumnos de diferentes preparatorias, vocacionales y universidades por el atentado cometido en contra de sus compañeros, los agentes de la Dirección Federal de Seguridad, a cargo de Fernando Gutiérrez Barrios, allanaron la noche del 23 de julio las oficinas del Consejo Central del Partido Comunista Mexicano. En esa misma ocasión, ocuparon y destruyeron los talleres donde se imprimía su periódico La Voz de México y detuvieron a los trabajadores que ahí se encontraban laborando. El jefe de la policía capitalina explicó los hechos de la siguiente manera: “Estamos frente a una conjura internacional comunista”. El secretario de Gobernación alegó que se trataba de “grupos comunistas los directamente responsables de estar propiciando estos desórdenes”. Por supuesto que el allanamiento en las oficinas del Partido Comunista se llevó a cabo sin orden judicial, como lo dispone la Constitución mexicana. ¿Qué pasaba? ¿Y las órdenes de cateo? ¿Y las garantías individuales? A otro perro con ese hueso: no se trataba de discursos de campaña… ¿A quién le importaba la Constitución? Díaz Ordaz había jurado defenderla y si no, que la patria misma se lo demandara. Solo que la patria era precisamente Díaz Ordaz; ¿entonces…?
Demetrio Vallejo, en la cárcel, se instaló en una huelga de hambre en defensa de la libertad. Trataba de aprovechar la presencia de corresponsales extranjeros que venían a cubrir las Olimpiadas para demostrar lo que realmente acontecía en México en materia de respeto a los derechos humanos. Se alegó que formaba parte de las filas comunistas y respondía a los intereses de la Unión Soviética. Una carcajada, eso era lo único que se merecían por semejantes imputaciones cuando Vallejo, quien llevaba una década preso, todo lo que pretendía era precisamente respeto a los intereses económicos de los trabajadores ferrocarrileros.
Los desmanes cometidos por los granaderos en contra de la comunidad politécnica despertaron la furia y la indignación de diferentes sectores estudiantiles que, unidos en contra de la represión, convocaron a una manifestación de protesta para el 26 de julio, precisamente el 26 de julio. ¿Quién organizaba la marcha? Los infiltrados del Departamento del Distrito Federal disfrazados de estudiantes, cuya verdadera identidad se desconocía en aras de su pertenencia a una vocacional o a la universidad. Ellos lograron su objetivo en la primera manifestación callejera de protesta.
El caldo de cultivo empezó a estar en su punto. Por otro lado, las juventudes comunistas de México, JCM, el sector juvenil del Partido Comunista, decidió marchar, como cada año, para conmemorar otro aniversario de la Revolución cubana. Las calles de la ciudad de México se convertirían en un campo de batalla entre los grupos de manifestantes y las diversas policías. El choque no se hizo esperar en las calles de Palma y 5 de Mayo. La policía, que horas antes por órdenes de Poncho Corona había llenado de piedras los botes de basura ubicados en las calles de Madero para que fueran lanzadas por Araños y Ciudadelos —además de los muchachos de Díaz Escobar, entre otros tantos provocadores—, arremetió en contra de todos los quejosos precisamente ese 26 de julio. Se trataba de aprovechar la gran fiesta de los comunistas para desencadenar un motín urbano. La bronca fue mayúscula. Los heridos se contaron por decenas.
El 27 de julio los estudiantes tomaron las preparatorias 1, 2 y 3 de la UNAM, a título de protesta ante los enfrentamientos ocurridos entre granaderos y estudiantes. El escalamiento surtía efectos. Resultaba una maravilla el hecho de agitar el avispero. Ese mismo día una comisión de estudiantes, lastimados por la policía y por los granaderos, resolvió solicitar una audiencia en las oficinas del general Corona del Rosal para exponerle sus quejas y reclamos y hacer entrega de un documento con sus respectivos puntos petitorios. Los recepcionistas los hicieron pasar a una antesala, donde fueron arrestados sin justificación ni explicación alguna y conducidos a los separos de la policía a cargo de Luis Cueto. What? Hasta ese momento el número de detenidos del Partido Comunista sumaba 30 personas.
Cuando los estudiantes se hicieron fuertes al tomar San Ildefonso el 29 de julio, Alfonso Corona del Rosal, Luis Echeverría y los procuradores decidieron la intervención del ejército con el objetivo de precipitar los acontecimientos. Los planes se ejecutaban con precisión cronométrica. Trataban inútilmente de esconder a Díaz Ordaz, el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, quien por supuesto sabía paso a paso lo que acontecía y sin embargo no declaraba nada a los medios.
Ante la supuesta evidencia de la incapacidad de los granaderos de desalojar los inmuebles universitarios tomados por los “terroristas”, el ejército mexicano, a solicitud expresa de Alfonso Corona del Rosal, entró injustificadamente en la escena como si los acontecimientos ya se hubieran desbordado, la ciudad estuviera incendiada, el país amenazado y la violencia incontenible. Para aplastar la revuelta integrada por 300 estudiantes totalmente desarmados, entraron en “combate” 60 tanques ligeros, jeeps equipados con bazucas y cañones de 101 milímetros, además de camiones transportadores de tropas con aproximadamente unos 2 mil elementos para “tomar a bayoneta calada el edificio de San Ildefonso después de haber disparado un supuesto bazucazo a la puerta de entrada, una auténtica joya del arte novohispano, todo para atrapar a los comunistas”. ¿A los qué…? La verdad es que Corona del Rosal y yo acordamos que fuera volada desde adentro por nuestros muchachos expertos en explosivos, que escondimos entre otros vagos contratados en la Merced. Varios planteles de la Escuela Nacional Preparatoria fueron recuperados por las fuerzas públicas. ¡Bravo!
Se trataba del uso de una desmedida fuerza militar utilizada en contra de estudiantes que reclamaban derechos civiles consignados en la Carta Magna. Resultaba evidente que con las fuerzas de los batallones de granaderos, más la policía del Distrito Federal, hubiera sido mucho más que suficiente para controlar y arrestar a los cabecillas del movimiento, siempre y cuando, claro está, no se tocara al Fish ni a los otros paramilitares infiltrados por el gobierno. De ninguna manera se necesitaba la intervención del ejército para someter a un número tan reducido e insignificante de civiles. La brutalidad militar, necesaria en estos casos para despertar a la opinión pública, quedó evidenciada con la gran cantidad de heridos en los hechos sangrientos. Se logró la detención de 125 presos acusados de daño en propiedad ajena, robo, secuestro, lesiones contra agentes de la autoridad y pandillerismo. Por supuesto que un cargo era más falso que el otro. ¿Muertos? Sí, los hubo, pero nunca lo supo la opinión pública. ¿Cuáles garantías individuales consignadas en la Constitución?
Luis Echeverría declaró en una conferencia de prensa que los disturbios habían sido “decididos durante la Conferencia Tricontinental celebrada en La Habana en 1966”, con la participación de comunistas mexicanos. El ataque militar de esa jornada había sido para “preservar la autonomía universitaria de los intereses mezquinos e ingenuos, muy ingenuos, que pretendían desviar el camino ascendente de la Revolución mexicana”. ¿Qué tal? ¿No era increíble? Luis Echeverría sabía que mentía. Conocía toda la verdad, misma que habíamos discutido personalmente en incontables ocasiones. Qué Conferencia Tricontinental ni qué nada. ¡Vamos, hombre, haber buscado una mejor excusa!
Al día siguiente la prensa consignó las declaraciones manipuladoras de Echeverría: que “la inconformidad estudiantil se debía a agitadores comunistas, extraños a los estudiantes, y justificó las acciones policiacas y militares, argumentando que habían sido necesarias para acabar de raíz con la agitación”. Claro que Echeverría conocía los nombres de los alborotadores, las dependencias en las que cobraban, los sueldos que devengaban y sus encargos específicos. ¿Verdad que nunca aparecieron los rostros de los “agitadores” tras las rejas? Reía en mi interior porque sabía que no existían los dichos agitadores comunistas, todos sabíamos que no existían. Echeverría, el primero.
El general brigadier Mario Ballesteros Prieto, jefe del Estado Mayor de la Secretaría de la Defensa, reportó la captura de un ruso. Nadie supo nunca del ruso ni se le identificó, no se le expulsó del país ni se le recluyó en ninguna cárcel ni lo reclamó la embajada de la URSS. Nada. Era obvio que Ballesteros Prieto mentía y traicionaba también a García Barragán, el secretario de la Defensa Nacional, al tener acuerdos secretos con Gutiérrez Oropeza, el jefe del Estado Mayor Presidencial. Por supuesto nunca se supo nada tampoco de un arsenal mencionado por el FBI. ¿Dónde estaba? Claro que no había tal.
El rector, los directores de las escuelas, las mesas directivas estudiantiles, las agrupaciones universitarias, la sociedad en general decidió protestar enérgicamente ante la intervención militar que no solo consideraban excesiva y desproporcionada, sino absolutamente innecesaria. Como la protesta por escrito publicada en la prensa resultó insuficiente, se acordó una movilización de los alumnos de todas las escuelas, facultades de la universidad y de la sociedad en general que quisiera sumarse a la marcha. Se trataba de no dejar solo al rector Barros Sierra y de continuar con una acción severa que hiciera reaccionar al gobierno en torno a la agresión sufrida en las instalaciones universitarias. Este hecho no podía dejarse pasar por alto. En las conversaciones telefónicas que sostuvo Barros Sierra con Echeverría quedó evidenciado que el secretario de Gobernación no solo autorizó la marcha sino que la alentó y además acordó que antes de partir de la explanada de la rectoría, el rector haría descender la bandera nacional para colocarla a media asta, en señal de duelo, para dramatizar la violación de la autonomía universitaria. El gobierno arrojaba cubetadas de gasolina al incendio. ¡Bien hecho, íbamos de maravilla! En ese momento nadie podría saber que ambos se comunicaban permanentemente, y el secretario animaba al rector a seguir con la revuelta estudiantil. Aparecían más traidores y cobardes.
—Tiene usted razón, señor rector —decía el secretario de Gobernación—, la comunidad universitaria no se puede quedar como si nada hubiera acontecido. Descienda usted la bandera y encabece la marcha por avenida de los Insurgentes, hasta donde se encuentra la avenida Félix Cuevas. Lo importante es dar un efectivo impacto a través de la prensa de que ustedes reaccionan y se opusieron al supuesto bazucazo en la puerta de San Ildefonso.
El propio García Barragán llegó a comentar que, en su presencia, Echeverría le había dado instrucciones al rector para organizar una manifestación de maestros y alumnos de la Universidad y del Politécnico.6 Barros Sierra exigió “respeto a los recintos universitarios”. Después del grotesco despido del doctor Ignacio Chávez era imposible que su sucesor, a sabiendas de los alcances de Díaz Ordaz, decidiera por sí mismo organizar una marcha masiva de estudiantes y poner la bandera a media asta, toda una provocación. ¿Acaso deseaba que lo sacaran cubierto de plumas pegadas con melaza y jalado del cuello por un par de cinturones como si fuera un pollo gigantesco, muy a pesar de sus merecimientos académicos? De no haber mediado un acuerdo, los mismos infiltrados de Corona del Rosal hubieran repetido la fechoría que cometieron con el doctor Chávez. Lo que sí se logró fue un efecto determinante en la comunidad estudiantil, ya que la figura del rector se disparó a niveles de una popularidad antes inimaginable. Ahí estaba el hombre audaz, valiente, que abanderaba la causa y se ponía del lado de los estudiantes, demandando respeto a la autonomía universitaria. Echeverría aplaudía debajo de su escritorio.
Se instaló de inmediato el Consejo Nacional de Huelga por parte de los estudiantes, el famoso CNH. Se estructuraba la revuelta. Se incendiaba artificialmente a la comunidad universitaria de acuerdo con lo establecido. En dicho consejo no tardaron en aparecer nuestros infiltrados, además de los de Alfonso Corona del Rosal, como su querido paisano Sócrates Amado Campos Lemus, Áyax Segura Garrido y otros tantos que prendían fuego en cada asamblea llamando a la violencia, gritando todo tipo de insultos en contra de Díaz Ordaz, del jefe de la policía y del secretario de Gobernación. Los estudiantes no se percataban de que estaban siendo manipulados. Corona del Rosal recibió a una comisión secreta de estudiantes de la FNET, federación dependiente también del propio jefe del Departamento del Distrito Federal, a la que le aseguró que sus compañeros heridos en las acciones de San Ildefonso ya estaban siendo atendidos “con cariño” en las instituciones médicas del Departamento del Distrito Federal. Dicha federación señalaba como instigadores de los acontecimientos del 26 de julio, por un lado, a fuerzas derechistas de exiliados cubanos en Estados Unidos, y por otra parte, a los provocadores tradicionales organizados en las corrientes maoísta y trotskista quienes, según ellos, ya estaban preparados para el estallido de la violencia.
El 31 de julio elementos del ejército, auxiliados por policías y por perros, allanaron la Unidad Artística y Cultural del Bosque de Chapultepec, deteniendo a 75 alumnos de la Escuela de Arte Teatral cuando llevaban a cabo una asamblea. Se buscaron armas, así como propaganda comunista. No se encontró nada salvo libros, algunos que se consideraron subversivos por ser de autores soviéticos. Hasta ahí quedaba la evidencia de una intervención extranjera.
¿Por qué nunca nos preocupó la brigada especial bajo las órdenes de Fernando Gutiérrez Barrios e integrada por 120 elementos que provenían de la DFS, la Policía Federal Judicial, la Policía Judicial del DF y la Inspección Fiscal Federal, que usaban un guante blanco en la mano izquierda? Porque dependía de Díaz Ordaz… ¿Por qué nunca nos preocupó Áyax Segura Garrido, que se presentaba como representante de la Escuela Normal Oral y agitaba y transmitía información del Poli? Porque Segura Garrido estaba en la nómina de mi querido Pollo Gutiérrez Barrios. Más claro, ni el agua… Habíamos armado un relojito de alta precisión para lo que pudiera ocurrir. Ni quien se las oliera, como dicen en México…
En una conversación telefónica que tuvo el secretario de la Defensa, Marcelino García Barragán, con uno de sus subalternos, le hizo saber que habían llegado a México cuatro agentes especializados de la CIA con el fin de observar los acontecimientos. El militar entendió que dichos agentes no venían a observar nada, sino a incendiar el país. García Barragán se percató de que una mano extraña estaba agitando las aguas, movida por intereses inconfesables y no menos oscuros.
El Consejo Nacional de Huelga, CNH, un órgano ingobernable, convocó entonces a una segunda manifestación el 1 de agosto. Todo México tenía que protestar, no solo los estudiantes, no solo los maestros, no solo las autoridades universitarias: todo México. En el problema universitario tendría injerencia toda la nación. La marcha sería multitudinaria. Nunca se habría visto una similar en la historia de la ciudad de México. Esa tarde, minutos antes de que iniciara la manifestación del rector, la radio comenzó a difundir la noticia de un llamamiento hecho desde Guadalajara por el presidente de la República. El mensaje fue repetido una y otra vez por los noticieros de la televisión. Por primera vez el Ejecutivo abordaba el tema después del allanamiento de San Ildefonso. Su actitud había resultado incomprensible. Sin embargo, en esa ocasión se refirió a la mano tendida, la de un hombre “que a través de la pequeña historia de su vida ha demostrado saber ser leal”. El discurso fue entendido “como una pieza arquetípica de perversidad y demagogia, una maniobra retórica apenas concebible en un sistema político donde ha colapsado todo respeto por la ética y donde el cinismo ha invadido todos los espacios de la política”. Nadie le creía a Díaz Ordaz. Tan esto era cierto, que se le identificaba como el gran culpable de los hechos. Imposible ignorar los acontecimientos y haber respondido una semana después de iniciados los movimientos. Los estudiantes, irreverentes, pidieron que se le hiciera la prueba de la parafina a esa mano extendida… Díaz Ordaz les reprocharía más tarde: “Les di mi mano y me la dejaron tendida en el vacío”. De volverla a ofrecer se la morderían. En realidad deseaba que se la besaran. ¿Cómo era posible que alguien que había mandado al ejército a violar las instalaciones universitarias, lastimando a cientos de estudiantes y haciendo presos a otros tantos sin olvidar a los muertos, el gran autor de la crisis, ahora viniera con la tesis de la mano extendida? Que Díaz Ordaz se fuera a la mierda con su mano…
Empezaron a aparecer desplegados en los periódicos nacionales. Algunos intelectuales apoyaban el movimiento de los estudiantes. De inmediato el secretario de Gobernación observó con lupa a dichos intelectuales, los fichó e incluyó en listas negras, precisamente por haber firmado esos desplegados. A partir de ese momento se les consideró sospechosos de ser agentes soviéticos. Por supuesto que no se pensaba que se trataba de hombres y mujeres que reclamaban derechos elementales para los estudiantes y respeto a la dignidad universitaria. Por el solo hecho de protestar ya eran agentes extranjeros. Quien se mostrara a favor de los estudiantes iba a dar a las listas negras de la Secretaría de Gobernación con todas sus consecuencias. Echeverría se mostraba muy activo en la detección de agentes provocadores comunistas. ¿Cobrarían en la embajada rusa, en la cubana o en la de Corea del Norte? ¿Dónde? Los funcionarios públicos que demostraban proclividad hacia los estudiantes, principalmente economistas, también fueron fichados.
Durante agosto y septiembre de 1968 la huelga se había extendido por todas las instalaciones de las preparatorias, las vocacionales, de la UNAM y del Politécnico. Los alumnos padecieron con verdadero horror a lo largo de las noches cómo de automóviles misteriosos salían ráfagas disparadas por metralletas en contra de quienes hacían guardia en los planteles. Estas acciones, ejecutadas por el FBI de acuerdo a las instrucciones de Hoover,7 quien parecía perder la paciencia y la compostura, arrojaron numerosos muertos y heridos. ¿Quiénes serían los autores de esos criminales atentados? La mayoría culpaba a la policía, sin que su imaginación les permitiera suponer que nosotros los habíamos organizado por la prisa que deseábamos imprimir al movimiento. No bastaba que las escuelas de nivel superior estuvieran ya en huelga y el país a punto de estallar en mil pedazos, no, claro que no, desde Washington ordenaban los ametrallamientos para envenenar aún más el entorno y provocar una mayor descomposición social. La sociedad se enardecía y se colocaba al lado de los muchachos, sus hijos, sin comprender lo que estaba sucediendo. ¿Cómo entender los ametrallamientos en contra de personas y edificios universitarios? ¿Quién podría ser, la policía, los agentes secretos soviéticos o cubanos? ¿Quién? Muy pronto llegarían las Olimpiadas y el ambiente apenas empezaba a adquirir la temperatura idónea para asestar el golpe de Estado. Se requería más fuego, mucho más fuego, muchas más acciones, mucho más incendio para lograr el derrocamiento de Díaz Ordaz.
En el Consejo Nacional de Huelga los estudiantes no confiaban en sus representantes, nadie podía tomar acuerdos si no eran autorizados por la asamblea, solo que la integración de esta cambiaba prácticamente todos los días sus posiciones. ¿Cómo llegar a acuerdos cuando día con día se rotaba a los representantes para que no se fueran a comprometer ni a vender el movimiento? La desconfianza histórica del mexicano jugaba otra vez a nuestro favor. El escepticismo estudiantil, políticamente hablando, también estaba de nuestro lado, puesto que les resultaba imposible organizarse y continuar con planes específicos. El CNH creó las brigadas políticas estudiantiles para visitar al sector obrero, a sindicatos, fábricas y centros de trabajo en general. Hacían pintas, pegas y distribuían millares de volantes en autobuses, plazas, terminales de transporte y mercados, a la puerta de los cines, de las iglesias y centros de reunión. Se realizaron brigadas de enlace con los estados de Veracruz, Guanajuato, Michoacán, Querétaro, Hidalgo, Chiapas, Durango, Tamaulipas, Zacatecas, San Luis Potosí, Aguascalientes, Baja California, Nayarit, Morelos, Tabasco, Oaxaca, Sinaloa y Puebla. El país se ponía de pie. ¡Qué bien marchábamos, caray!
Los estudiantes consignaban en su pliego petitorio de seis puntos lo siguiente: 1) Libertad de los presos políticos; 2) Destitución de los generales de la policía Luis Cueto Ramírez y Raúl Mendiolea, así como también del teniente coronel Alfonso Frías; 3) Extinción del Cuerpo de Granaderos, creado por Alfonso Corona del Rosal en 1966, instrumento directo de la represión, y no creación de cuerpos semejantes; 4) Derogación de los artículos 145 y 145 bis del Código Penal, sobre los delitos de disolución social, instrumentos jurídicos de la agresión; 5) Indemnización a las familias de los muertos y heridos víctimas de la agresión desde el viernes 26 de julio en adelante; 6) Deslinde de responsabilidades de los actos de represión y vandalismo por parte de las autoridades, a través de la policía, granaderos y ejército.
El CNH no solamente no lograba los acuerdos necesarios por el cambio cotidiano de sus integrantes, sino porque había otras organizaciones de extrema derecha como el MURO, el Movimiento Universitario de Renovadora Orientación —implicadas en la caída del rector Chávez, como lo estarían tres años después en la salida obligada del doctor Pablo González Casanova, también de la UNAM—, que participaban incesantemente en su intento de reventar la huelga. En realidad el movimiento se convertía en un ejercicio ciudadano ejemplar. Los estudiantes universitarios de primer ingreso discutían y comprendían por primera vez el significado de las palabras libertad, autoritarismo, democracia, justicia, movimiento y manifestación. De la misma manera que unos manejaban el mimeógrafo, otros redactaban un volante o desarrollaban habilidades para hablar en público, dialogar en grupo o levantar un acta. Se estaba frente a una auténtica escuela de civismo. Eran unos pendejos idealistas…
En otra marcha, la del 5 de agosto, se sumaron contingentes de la UNAM, de Chapingo, de la Normal y de otras preparatorias. Se acordó una manifestación de 100 mil personas que se desplazarían de Zacatenco al Casco de Santo Tomás. Para la marcha del 13 de agosto, los estudiantes dialogaban acerca de prepararse para el enfrentamiento con la policía sin olvidar el ejemplo de los estudiantes franceses, que habían derrotado a las fuerzas del orden lanzándoles adoquines arrancados de las calles de París. Los mexicanos debían seguir ese ejemplo, aunque fuera con piedras. Se hablaba de conseguir cascos, limones y botellas con vinagre para contrarrestar el efecto de los gases lacrimógenos o para construir bombas molotov. Se iniciaba entonces el movimiento de defensa sin que aparecieran, por ningún lado, los agentes comunistas. ¿Todo este entuerto sería por la sucesión presidencial? Gutiérrez Oropeza apostaba por Corona del Rosal y al mismo tiempo por Emilio Martínez Manautou, tenía dos candidatos; como él decía, dos fierros en el fuego. Echeverría hacía su juego declarando o expresándose solo cuando ya no tenía remedio y era estrictamente indispensable. La discreción ante todo.
Cuando los estudiantes invitaron a diputados y senadores a un debate con la coalición de profesores y alumnos en la explanada de la Ciudad Universitaria, los legisladores no asistieron, alegando pretextos indigeribles como que no podían exponer su investidura “para convertirse en protagonistas y víctimas de un espectáculo inquisitorial”. La verdad era que Díaz Ordaz les había prohibido asistir para no perder el control de los acontecimientos. Los legisladores alegaron que no se presentarían a dicha reunión ni a debate alguno porque se trataba de una trampa cuyo único propósito era la propaganda y la agitación. Argüían que no se prestarían a hacer juego a los estudiantes para promover fines oscuros. Veinte mil alumnos esperaron inútilmente su llegada. Ninguno hizo acto de presencia porque habrían dejado de ser en ese momento diputados o senadores propietarios, para que el suplente ocupara su cargo. Díaz Ordaz, no lo olvidemos, controlaba el Congreso, así como el Poder Judicial, el ejército, la prensa, la Iglesia, las cámaras de comercio y obviamente a los gobernadores de los estados. Todo el poder en su mano, a la usanza de los dictadores latinoamericanos. ¿Qué clase de representantes populares eran estos que no acudían a los llamados de su pueblo?
La invasión soviética a Checoslovaquia el 20 de agosto de 1968, llevada a cabo con 600 mil soldados rusos y 2 mil 300 tanques del Pacto de Varsovia, sirvió para caldear aún más los ánimos universitarios y politécnicos. La protesta estudiantil se orientaba ahora hacia los poderes omnímodos de los gobiernos. Había que acotarlos, limitarlos. No era cierto que la invasión se hubiera originado en el supuesto de que Alemania quería apoderarse del país. Otra mentira más; no solo los mexicanos mentían, todos los políticos del mundo por definición eran unos embusteros. ¿Qué tenía que ver Alemania en todo esto, como no fuera para asustarse por tener a Checoslovaquia en su frontera? ¡Qué año el de 1968! ¡Qué año! Sweet Lord…
Una marcha seguía a la otra. La noche del viernes 23 de agosto, Sócrates Campos Lemus, Fernando Hernández Zarate y Sóstenes Tordecillas, infiltrados de Corona, reventaron una invitación del gobierno para dialogar con representantes universitarios. Profesores y estudiantes respondieron afirmativamente, siempre y cuando el diálogo se realizara en presencia de la prensa escrita, la radio y la televisión. La manipulación había surtido efecto. No habría diálogo. ¿A quién le interesaba negociar para volver a la normalidad? El primero que jamás mostraría interés alguno sería el propio Díaz Ordaz. A la menor señal de un arreglo me tendría tirando la puerta de su oficina en Los Pinos…
En la marcha del 27 de agosto del Museo de Antropología al Zócalo, una de las más nutridas en la historia del país, más de 300 mil personas demandaron el cumplimiento del pliego petitorio. Un sueño guajiro. La sociedad aplaudió el paso de los marchistas, lanzándoles, junto con papel picado, vivas desde los edificios. Los jóvenes tildaron al régimen y sus integrantes de “fascistas”, “asesinos” y “bandidos”. Díaz Ordaz era “nieto de Porfirio Díaz”, “santurrón”, “güey”, “cobarde”, “chango hocicón”, “gusano” y “bestia”; “el pozole”, por estar hecho de trompa y oreja. Su esposa era ridiculizada con el nombre de la Changa Lupe. Al llegar a la Plaza de la Constitución se dieron tres hechos muy significativos. El primero, el audaz izamiento de una bandera rojinegra en el astabandera del Zócalo, que ondeó hasta terminar el mitin, hecho inspirado por mí y mis colaboradores de la estación. El segundo, el planteamiento imposible de nuestro Sócrates Campos Lemus para que el primer mandatario de la República se presentara el 1 de septiembre, el mismo día del informe presidencial, a las 10 de la mañana en el Zócalo para inaugurar el diálogo; es decir, no habría diálogo… Muchos estudiantes se vieron sorprendidos a la cara porque sabían que ese no había sido el acuerdo del Consejo Nacional de Huelga y que Sócrates, our dear golden boy, estaba arrebatándoles la bandera para apoderarse del movimiento. El tercero, un grupo de estudiantes subió, con el debido permiso de las autoridades católicas, a los torreones de la catedral para encender las luces y doblar las campanas, “allanamiento” que aproveché para acusarlos, ante la prensa nacional, de profanadores.
Por supuesto que los infiltrados lo único que deseaban era arrojar más combustible a los acontecimientos. Buena parte de la comunidad pensaba que nuestros porros, Halcones camuflados, golpeadores a sueldo, eran estudiantes como ellos y perseguían lo mismo, sin entender por qué las rabiosas convocatorias a la violencia que muy pocos deseaban. En la noche el gobierno desalojó por la fuerza el Zócalo capitalino al mandar 150 patrullas, 400 granaderos, 16 tanques ligeros y tres compañías de soldados para barrer la Plaza de la Constitución, donde los estudiantes entonaban canciones y se disputaban unos y otros el uso del micrófono. El ejército volvió a estar presente. Lo que bien valdría la pena destacar es que en la madrugada nosotros cambiamos la insignificante banderita rojinegra por una enorme tela cuatro o cinco veces más grande, vistosa y colorida que la izada en la noche por los estudiantes. Debo reconocer que yo deseaba provocar aún más a Díaz Ordaz y lo logré, créanme que lo logré porque, según me informó Fulton Freeman, el embajador de Estados Unidos, había oído decir al presidente que debido a una afrenta tan ostentosa pondría punto final a los desmanes estudiantiles.
El 28 de agosto, cuando en medio de una muchedumbre de burócratas acarreados que se decían “borregos” —y como tales empezaron a balar—, se descendía nuestra llamativa bandera rojinegra y se izaba la tricolor, se escucharon, por primera vez, disparos de francotiradores provenientes del edificio de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. ¿Francotiradores? ¿Qué pasaba? Otra persona empezó a disparar su pistola al aire. Caían varios heridos al piso. Un soldado repelió el fuego en contra del edificio de la Corte. Posteriormente empezaron a aparecer francotiradores, otra vez francotiradores, en los edificios de la preparatoria Justo Sierra, así como en la Vocacional 7 ubicada en Nonoalco-Tlatelolco, junto a la Plaza de las Tres Culturas. Había asaltantes enmascarados con aspecto militar, se escuchaban gritos: “Viva FNET”, “Viva el MURO”, organizaciones de derecha ambas. Como un elemento para incitar aún más al terror, se descubrieron bombas al pie de las torres de electricidad, colocadas por dos de mis marines, Bernard Phillipe Ames y Charles Schultz, pero no detonaron porque yo solo quería sembrar más alarma. Un mero golpe de publicidad. La prensa los hizo pasar, claro está, como estudiantes incendiarios.
Díaz Ordaz y yo hablamos con la debida cordialidad, distancia y respeto un par de veces más antes del 2 de octubre. En su informe del 1 de septiembre, el presidente de la República mandó un mensaje muy claro a los jóvenes:
Los excito a que se apeguen a su país, a su historia, que la conozcan, que la mediten y no sean instrumentos de quienes tratan de utilizarlos por un interés bastardo, empujándolos a acciones que los dañan […] concierne a los universitarios de México, sin intervenciones extrañas, actualizar las universidades e insertarlas en las necesidades de la vida contemporánea del país […] no solo respetamos su autoridad y su autonomía, sino la defendemos; pero no podemos permitir que las universidades, entraña misma de México, hayan dejado de ser parte del suelo patrio y estén sustraídas al régimen constitucional de la nación […] preferimos los medios persuasivos, el convencimiento, la argumentación, aun a riesgo de parecer demasiado tolerantes, pero ni la prudencia es síntoma de debilidad […] la prudencia es camino aconsejable, cuando hay posibilidades de comprensión; la energía es necesaria cuando los conflictos se plantean con el deliberado propósito de que se compliquen y no pueda llegarse a soluciones pacíficas o cuando se desbordan y ponen en peligro las instituciones […] no ejercer el poder que la ley confiere al gobernante, es tan nocivo como abusar de él. La ausencia de autoridad induce a la anarquía y esta lleva inexorablemente a la dictadura, la Constitución nos da las facultades necesarias para poner a México y a los mexicanos a salvo.8
A su vez, el Consejo Nacional de Huelga repuso escuetamente al presidente, sin ignorar las amenazas de uso de la fuerza incluidas en el documento.
Nuestro movimiento, por ello no es una algarada estudiantil más; esto debe comprenderse muy bien por quienes se obstinan en querer ajustar sus nuevas realidades a los viejos sistemas obsoletos de su “revolución mexicana” y de su “régimen constitucional”, de su “sistema de garantías” y otros conceptos vacíos, engañosos, de contenido opuesto a lo que expresan. El presidente solo dejó una disyuntiva a quienes desde el Zócalo hemos exigido una respuesta a las demandas con concentraciones populares: o aceptamos sus “soluciones” sin seguir presionando, o se reprime, ahora en definitiva, este movimiento popular apelando al ejército, la marina y la aviación […] Negamos por nuestra parte existan presiones ilegítimas hacia el gobierno; pero la falta de respuesta a una demanda lleva necesariamente a la acción popular: única vía que queda abierta ante un régimen sordo y mudo […] La disyuntiva que se nos plantea entre aceptar sus soluciones o esperar la represión total […] Hasta hoy no hemos recibido otra respuesta que el aumento de la represión, las amenazas y las calumnias que pretenden cambiar la opinión pública para volverla desfavorable a nosotros […] El gobierno puede solucionar este prolongado conflicto cuando quiera. Nosotros siempre hemos estado dispuestos a hacerlo…9
El informe era una gran oportunidad para invitar al diálogo. Este no se dio, claro que no se dio, nunca se daría. Por el contrario, la CTM y su líder, Fidel Velázquez, el hombre que había embotellado la democracia sindical en México, otorgó todo su apoyo al gobierno y pidió que se continuara con las mismas acciones para evitar la anarquía en el país. Fidel era la piedra angular del sistema de represión y control del sector obrero, por eso mandó a Tlatelolco el 2 de octubre a su grupo de choque conocido como las Avispas. La prensa nacional, obsecuente y lambiscona como siempre, aplaudió la actitud determinante de Díaz Ordaz y destacó su temple, su coraje, su determinación por rescatar a la nación de manos extranjeras, en fin, su vocación por la paz antes de recurrir a la violencia. El movimiento empezó a adquirir otro cariz desde que grupos de campesinos y electricistas decidieron apoyar a los estudiantes. El ejército tomó precautoriamente la refinería de Azcapotzalco. De hecho habían desaparecido las garantías individuales, bastaba con que Gutiérrez Barrios, Echeverría o Corona del Rosal ordenaran la detención de alguien para que sin orden por escrito de un juez competente y demás bla, bla, bla se privara de la libertad a cualquier ciudadano, acusado de ser sospechoso por la razón que fuera. En ese momento Díaz Ordaz, estimulado por una eventual suspensión de garantías, todavía soñaba con la reelección… ¡Qué iluso!
Mientras tanto, en el CNH nadie se ponía de acuerdo porque ningún delegado permitía que otro destacara por encima de los demás. El Consejo Nacional de Huelga envió una carta al presidente exigiendo “el diálogo, antes de asistir a un mayor deterioro de los acontecimientos”. Por supuesto que el gobierno la volvió a ignorar.
Para González Casanova, el futuro rector de la UNAM, el gobierno tenía dos alternativas: o aceptar el diálogo y resolver las seis demandas del pliego petitorio, o usar su poder represivo, cuidando que las formas fueran legales. Él sí supo interpretar a la perfección las entrelíneas de los hechos al consignar por escrito:
Por lo pronto no parece previsible un golpe de Estado ilegal. Si acepta el diálogo el gobierno, tendrá que inaugurar un nuevo estilo político y cambiar las formas de gobernar que rigen al país desde la época de Calles, lo cual supone para él mismo una serie de riesgos en cuanto al control de las organizaciones gubernamentales y del aparato del poder dominante: el PRI, la CTM, CNC, etcétera, el aparato tendría que reajustarse muy seriamente para una lucha política de organizaciones populares y sindicales… Aún más: aceptar el diálogo y conceder los puntos del pliego petitorio supone alentar otros movimientos y demandas populares, no solo de democratización, sino de justicia social, a lo cual se opondrían los sectores más conservadores de dentro y fuera del gobierno y todas aquellas fuerzas que tienen el proyecto de una sudamericanización de México, esto es, las que persiguen la concentración y acumulación inmediata de la riqueza y que ven como objetivo muy secundario el incremento del mercado interno, de la demanda de otros bienes y servicios. Esta decisión, la de entrar al diálogo, implicaría acabar con el miedo al desarrollo, inaugurar un nuevo estilo político y responder de la manera más inteligente a demandas de democratización que corresponden a la estructura real del país.
Optar, por otra parte, por la alternativa del empleo de la fuerza, mediante encarcelamientos masivos, control militar de los centros de estudio, algo que está en la conciencia de todos como una posibilidad real puesto que se ha repetido inexorablemente en los países dictatoriales de América Latina. Las implicaciones que tendría esta decisión son evidentes: la represión tendría que alcanzar magnitudes sin precedentes en la historia contemporánea de México. En estas condiciones, se pasaría a una política en que necesariamente tendrían más y más funciones el ejército y la policía… Se cerrarían los centros de cultura superior o vivirían una vida muy precaria y dejarían de formar los cuadros técnicos y dirigentes que el país necesita, con las consecuencias conocidas. Se prepararían solo los hijos de las gentes más ricas en las universidades extranjeras y en algunas privadas, a lo cual se añadiría un aumento en el drenaje de cerebros, como ha ocurrido en Argentina y en Brasil. Los efectos políticos llevarían cada vez más a un primer plano de gobierno a los militares conservadores y hasta golpistas. Aumentarían las importaciones de pertrechos de guerra de Estados Unidos para combatir a las crecientes guerrillas. El gobierno, económica y políticamente debilitado, tendría que hacer concesiones cada vez mayores para la desnacionalización ya sea de industrias o recursos naturales.10
Si algo me llamó la atención de estas palabras de González Casanova fue el uso del término sudamericanización. ¿Habría escuchado mis conversaciones o leído mis cables secretos? Desde luego que nosotros nos proponíamos la sudamericanización en una atmósfera militar de respeto a los intereses económicos de Estados Unidos. Por otro lado, es evidente que tenía razón: si los estudiantes seguían en la misma línea de acción advendría la violencia y esta, claro está, se encontraba dentro de nuestro programa, y así, dentro de nuestro programa, se siguió hacia una ruta perfecta de colisión, a la rabiosa confrontación y, ante el descontrol, el necesario golpe de Estado.
La derecha continuó organizando eventos en los que se escuchaban gritos como los siguientes: “¡Vivan los granaderos! ¡Viva México! ¡Viva la Virgen de Guadalupe! ¡Viva Cristo Rey, Tú reinarás! ¡San Baltasar contra los traidores! ¡Dios, patria, familia y libertad! ¡Queremos Ches muertos! ¡Mueran todos los guerrilleros apátridas! ¡Mueran los estudiantes manipulados por los comunistas!”, a lo que el público gritaba: “¡Mueran, mueran, mueran!”.
Al contrario de lo que la gente pudiera pensar, Gustavo Díaz Ordaz disfrutaba mucho los boleros, sabía las letras de varias canciones pero eso sí, era malo, malísimo cantando. Varios domingos los pasamos juntos en mi casa de las Lomas o en la de la carretera a Cuernavaca o en Acapulco, viendo los partidos de futbol de los que era tan fanático. Le entretenían los deportes, por más extraño que pareciera. Se trataba de una persona de risa pronta y fácil, simpática, imaginativa, rápida de respuestas, ágil y en ocasiones bromista. Solo un par de ocasiones bebimos de más y con muchas carcajadas, por cierto. Como se trataba de un hombre juguetón que empezaba a enseñarme al niño pequeñito que habitaba en su interior, con el tiempo descubrí que una de sus debilidades era la de acostarse sobre mis piernas para que yo le cantara una de sus canciones favoritas, una vez envuelta su cabeza con mis brazos:
—A la ru ru ru, duérmase mi niño, duérmase mi amor, duérmaseme ya… A la ru ru ru, duérmase mi niño, duérmaseme ya…
Tan pronto escuchaba esa melodía, el presidente de la República se sentía protegido y de inmediato caía en un sueño profundo. Debo confesar que a mí en lo personal me fascinaba dormirlo como a un lactante y facilitarle la fuga de la realidad. En otra ocasión, mientras descansaba y yo le hacía el “piojito” que tanto le fascinaba, tomé unos pasadores y le hice unas “anchoas” para matar el tiempo. Media hora después recibió una llamada del coronel Gutiérrez Oropeza solicitando su presencia en Los Pinos, algo espantoso acabaría de ocurrir. De pronto, Díaz Ordaz se levantó con una sorprendente agilidad para ponerse su saco, ajustarse la corbata y lavarse rápidamente los dientes antes de abandonar nuestro nido de amor. Fue entonces cuando, al verse en el espejo, descubrió que tenía la cabeza llena de “chinos” que en ese momento ya resultaba mucho menos que imposible deshacer.
—Irmaaa, ¿pero qué demonios hiciste, Irma?
—¡Ay, no seas fresa, Gustavito, te ves guapísimo de caireles!
—Si serás bruta, Irma: voy a una reunión urgente de gabinete y tú aquí con tus pendejadas. ¿Acaso crees que puedo salir retratado en la prensa con “chinos”, vieja bruja? ¿Cómo me los quito, con 10 mil carajos? Pero ahorititita…
Corrí entonces al baño y le pedí que agachara la cabeza para sumergírsela en el lavabo y deshacer así mi obra maestra. Resultó inútil el esfuerzo. Al secarle el cabello con las toallas, lo tenía completamente rizado como un hippie de los suburbios de San Francisco. ¿Qué hacer? Se veía tan chistoso… Le eché aire caliente con una pistola pero los pelos se le pararon tanto que nos dio un verdadero ataque de risa. Sugerí que se llevara una gorra pero no tenía ninguna en mi casa, solo quedaban sombreros de mujer de ala gigantesca. En última instancia le supliqué que se diera un duchazo con agua caliente para que viéramos el resultado. Al salir más o menos iba peinado, aun cuando se despidió de mí lanzándome todas las maldiciones de su repertorio.
Viví muchas escenas jocosas al lado de Díaz Ordaz, un hombre del que llegué a enamorarme aun cuando nunca resistió dos quiebres míos de cintura —nunca nadie me los aguantó— que lo obligaban a derramar toda su virilidad anticipadamente y, por lo mismo, en muchas ocasiones me dejó insatisfecha. ¿Qué más daba? A cambio recibía homenajes todos los días. Uno de los momentos más felices que pasé a su lado fue, sin duda, cuando finalmente lo convencí de dormir una noche en el Castillo de Chapultepec, en la cama de Carlota. Los caprichos son los caprichos. El presidente no quería, le parecía una herejía, una falta de respeto. Sin embargo, todavía no había nacido el hombre que se negara a satisfacer todos y cada uno de mis antojos. Así las cosas, finalmente accedió a que cenáramos una noche en el alcázar del castillo con vista a la ciudad de México, en tanto escuchábamos música de violines de un aparato de sonido que el Estado Mayor había conseguido para nosotros. Gustavo pidió a su restaurante favorito, La Cava, que sirviera la cena y que su mesero de confianza de Los Pinos atendiera la mesa, de tal manera que no existieran testigos ni pájaros en el alambre. Las velas no faltaron, al igual que las palabras románticas y los juramentos de amor eterno. Un número indefinido de guardias presidenciales y soldados del Estado Mayor Presidencial cuidaron los accesos al histórico castillo, de modo que nos dejaran solos dentro del máximo margen de seguridad. ¡Claro que usamos la vajilla de Maximiliano de Japspurgo o de donde fuera el ojete, ese invasor!
Después de cenar y de bailar a la luz de la luna, nos dirigimos a la habitación de Carlota, en cuyo centro había una hermosa cama de latón dorado mexicano. Ahí pasamos la noche entre arrumacos y besos, muchos besos, todos los imaginables en las partes prohibidas, dedicados a convencer a mi galán, poderosísimo por cierto, de que si fuera realmente un caballero, me regalaría la cama de la emperatriz sobre la que estábamos pasando la noche, como un recuerdo inolvidable, y también el billar de su marido el emperador, para colocarlo en mi casa de la carretera a Cuernavaca. Tardé en convencerlo pero finalmente lo logré. Las mujeres tenemos armas que los hombres ni siquiera imaginan, por ello desde el verano de 1968 duermo a pierna suelta en la cama de la segunda emperatriz mexicana después de Ana, la esposa de Iturbide, según me explicó Nito. No cualquiera duerme en la cama de una soberana europea. No cualquiera puede jugar una o varias partidas en el billar de Maximiliano. Yo sí lo hago. Es uno de mis privilegios, ¿o no…? ¡Ah!, también le bajé una de las vajillas francesas con filo de oro y el escudo nacional dorado en cada plato y taza, que Porfirio Díaz ya no se pudo clavar cuando se fue en el Pirpiragua o Upiranga o comoquiera que se llame el chingao barco en el que se pintó de colores el dictador, quien sí que sabía vivir bien…
Sobra decir que para aquella época ya todo México me conocía como la Tigresa. Ya no era solo famosa sino rica, muy rica, sí, ¿y qué…?
Lázaro Cárdenas se presentó a mediados de septiembre con el presidente Díaz Ordaz, quien tuvo la gentileza de recibirlo de pie antes de salir a un compromiso previamente adquirido. Cárdenas, sombrero en mano, le expresó a Díaz Ordaz su sentimiento con la debida claridad. El general estaba muy alarmado por la respuesta tan violenta que el gobierno estaba dando al movimiento estudiantil:
—He sido presidente y considero que se está violando la Constitución.
A esta afirmación, Díaz Ordaz contestó:
—Yo soy presidente y además abogado. El proceder de mi gobierno se ajusta a un artículo de la Constitución, señor general.
—¿Cuál es ese artículo? —replicó el general Cárdenas.
—Ese artículo es el mismo en el que usted se apoyó para sacar del país al general Plutarco Elías Calles.
Cárdenas quedó petrificado y descompuesto, sin saber qué decir. Guardó silencio.
Díaz Ordaz revisó de arriba abajo a su interlocutor. Antes de despedirse desenvainó estas palabras en el rostro del general Cárdenas en los siguientes términos:
—Ya me acordé de ese artículo, general —agregó el presidente—, el artículo es México, México, mi general, México. Alentar la subversión, dar asilo a los enemigos del orden y agredir a las instituciones, eso sí es violar la Constitución, señor general. Con permiso —agregó—, queda usted en su casa —remató y lo dejó allí plantado.
Díaz Ordaz salió del despacho presidencial abandonando a Cárdenas, quien irradiaba odio y furia en la mirada. Después de pasar la vista por esa oficina donde ejerció el cargo de presidente de la República, salió de Los Pinos sabiendo que había perdido una brillante oportunidad de quedarse callado.
El 9 de septiembre, una semana después de haber aplaudido de pie el informe presidencial, Barros Sierra, acatando las instrucciones de Echeverría, llamó a la comunidad estudiantil, afirmando que la mayor parte de las exigencias del movimiento habían sido satisfechas por Díaz Ordaz en su discurso y pedía el regreso a la normalidad. Mentía, él sabía que mentía, ¿pero quién no mentía? El CNH, por supuesto, respondió que mientras no quedara resuelto el pliego petitorio no se levantaría la huelga. La invitación descarada del rector sin duda constituía una nueva provocación. ¿Cuándo o cómo habían sido satisfechas las exigencias? El gobierno se mantenía implacable fusilando guerrilleros en Chihuahua, ante la mirada atónita de los pobladores. No había aprehensiones, había fusilamientos. Diferentes grupos sindicales manifestaron su solidaridad con los estudiantes. El país se unió en torno a los universitarios. Las mayorías estaban con ellos. Exigían democracia y libertad: solicitaban la cancelación de un gobierno autocrático, intolerante y fascista. En realidad los priistas no eran ni serían más que herederos de Porfirio Díaz, hechos a su imagen y semejanza. Todos coincidían en acabar con un sistema retrógrado y podrido, heredado del callismo y perfeccionado durante el cardenismo. ¿O se podía hablar de democracia durante el gobierno de Cárdenas, cuando él mismo era el Congreso de la Unión, el Poder Judicial, los gobernadores de los estados y los poderes legislativos de las entidades federativas? ¡Claro que no!
El 13 de septiembre se organizó la Marcha del Silencio de tal forma que nadie hablara, para que el gobierno no pudiera aducir el lanzamiento de nuevas injurias en contra del presidente. Fue un éxito. El silencio de más de 300 mil jóvenes que marcharon con pañuelos en la boca impresionó a la sociedad y a la nación en su conjunto, que observó la disciplina y el buen comportamiento al que podían llegar los estudiantes.
El 17 de septiembre, los porros y grupos de choque atacaron las preparatorias 2 y 7, además de varias facultades de la Universidad Nacional. Díaz Ordaz desesperó porque faltaba menos de un mes para la inauguración de los Juegos Olímpicos y el país estaba sepultado en el caos, con los reflectores del mundo entero colocados directamente en su gobierno y, sin embargo, las condiciones de la gran purga todavía no se habían dado. ¿La historia lo juzgaría como traidor o patriota al haber salvado al país de la imposición de un nuevo primate al servicio incondicional de la Casa Blanca? ¿No era preferible una sangrienta refriega antes de permitir que Johnson y sus secuaces texanos manejaran el país a su antojo? ¿No sería mejor aprovechar la confusión y el conflicto político para reelegirse y madrugar a todos? Muy pocos entenderían en ese momento su dramática decisión, sin embargo tenía que tomarla por el bien de la patria. El tiempo tendría después la última palabra. ¿Qué político de esta o de futuras generaciones se iba a atrever a confesar las presiones a que había vivido sometido por parte de la CIA? ¿Conceder que el conflicto universitario se había originado artificialmente para detectar cabecillas de izquierda y tranquilizar a Estados Unidos, de modo que se respetara al sistema mexicano de falsificación democrática? ¿El estudiantado no estaba en paz? ¿Los granaderos y el ejército, además de los infiltrados, no habían ido a agitar el avispero? ¿Cuáles comunistas, carajo? ¿Dónde estaban con sus terribles e invencibles amenazas de que iban a acabar con el gobierno? ¿Dónde estaban los Fidel Castro mexicanos dotados de una atemorizante capacidad de fuego, ubicados en la Sierra Madre o donde fuera?
Era la hora de actuar, de asestar el golpe final, era ahora o nunca. Los juegos comenzarían el 12 de octubre. Faltaban escasas tres semanas. Fue entonces cuando decidió patear en la espinilla con una bota militar a todos los alumnos del país: ¡ordenó al ejército la invasión de la Universidad Nacional Autónoma de México, la máxima casa de estudios de la nación!
Finalmente, a las 10 de la noche del 18 de septiembre, el ejército mexicano, las fuerzas armadas nacionales, dirigidas por el general José Hernández Toledo al mando de su batallón de fusileros paracaidistas, invadieron la Ciudad Universitaria con carros de asalto blindados, tanques, tanquetas, cañones y camiones llenos de soldados y otros tantos vacíos, para llevar detenidos a la mayor cantidad de estudiantes posible. ¿Diez mil hombres para someter a estudiantes armados con resorteras…?
Se desalojaron con lujo de violencia todos los edificios donde se encontraban tanto alumnos como profesores e investigadores de diferentes ramas del saber humano, además de terceros que visitaban ese lugar, sin olvidar desde luego a los funcionarios y empleados de dicha casa de estudios. Nadie se atrevió a oponer resistencia. Radio Universidad, dedicada a transmitir música clásica entre otras actividades culturales, dejó de transmitir en términos inmediatos. Se apagó el gran faro de la inteligencia mexicana, insignificante si se le comparaba con la luz que irradiaban nuestros centros educativos, como Harvard, Stanford, Yale o Princeton, pero de cualquier manera se trataba de una fuente de orgullo para los mexicanos, aunque finalmente solo se incubara en ella la mediocridad. Qué más daba que estuviera abierta o cerrada, invadida o clausurada. Bastaba con salir a la calle para ver qué tipo de profesionales egresaban de ahí. Las transmisiones se suspendieron mientras León Felipe leía alguno de sus poemas en un disco de la serie Voz Viva de México. El pánico cundió. Las fuerzas armadas no justifican su existencia a través de razonamientos, convincentes o no, sino mediante el uso de la fuerza, y esta no discriminaba. Se quedaron vacíos los laboratorios, las bibliotecas, las aulas, los anfiteatros, los cafés, el campus, las grandes salas de reunión donde los conferencistas impartían sus cátedras para iluminar la vida de los alumnos. Se detuvo a estudiantes y maestros, a quienes se les obligó a tirarse bocabajo en el piso y colocar las manos detrás de la cabeza. Era la ley, el orden, la autoridad. Se acabaron los razonamientos y la vida dedicada al estudio. A callar. Los soldados amenazaron con la bayoneta a quienes intentaron siquiera resistirse o insultar. De inmediato se ordenó retirar la bandera, colocada todavía a media asta. Los detenidos, para sorpresa de los militares, empezaron uno tras otro a cantar el himno nacional mientras intentaban ponerse de pie. “¡Al suelo, al suelo!”, gritaban los soldados. Sin embargo, alumnos y maestros continuaron cantando. Los uniformados se confundieron. Las instrucciones consistían en no matar, pero ¿cómo imponer la fuerza de su voz? ¿Qué hacer? Los dejaron cantar hasta que se cansaran, en tanto, otras patrullas acordonaron toda la zona de la universidad en un doble cerco para tratar de capturar a la dirigencia del CNH. Fracasaron en su intento, lo pedregoso del terreno y la extensión del campus permitió que muchos huyeran.
El escándalo social era gigantesco. La sociedad se alarmó. Sí, pero el Poder Legislativo, un mero apéndice del Ejecutivo, aplaudió la ocupación militar de la UNAM. La prensa informó cautelosa, pero se abstuvo de criticar. ¿Era necesario que el ejército tomara la universidad como si esta estuviera inundada de guerrilleros fuertemente armados? Por supuesto que entre los detenidos no se encontró una sola pistola, ni un cartucho de dinamita, solamente localizaron un número reducido de cocteles molotov y otros tantos krushev. Nada. Únicamente se encontraron libros y estudiantes, junto con sus profesores. ¿Qué más podría hallarse en una universidad? Solo que el daño era incalculable. El gobierno había ido demasiado lejos, y además en términos insultantes. ¿Hasta dónde quería llegar Díaz Ordaz? ¿De qué se trataba? De sobra sabría el presidente de la República que la masa estudiantil tenía un poder de explosividad verdaderamente alto. La provocación tendría que surtir los resultados esperados, y aparte, en el corto plazo, en el muy corto plazo.
Echeverría aclaró, mordiéndose la lengua, que:
Es del dominio general que los locales escolares —que son edificios públicos—, por ser propiedad de la nación y estar destinados a un servicio público, estaban ocupados ilegalmente, desde finales de julio, por distintas personas, estudiantes o no, para actividades ajenas a los fines académicos. Estas mismas personas han ejercido el derecho de plantear demandas públicas, pero también casi desde el anonimato han planeado y ejecutado actos francamente antisociales.11
¿Qué…? ¿Quién comenzó con los actos antisociales sino los granaderos, cuando ingresaron en la preparatoria Ochoterena para golpear a los estudiantes sin justificación alguna? ¿Quién había originado todo el entuerto? ¿Quién había hecho que los universitarios o bachilleres se dedicaran a actividades ajenas a los fines académicos, como sin duda lo era defender a su universidad y las libertades públicas? Y ahora se acusaba a los muchachos de ser los causantes de lo que el propio gobierno había provocado. Sí, sí, pero así es la política. De nada sirvió que Luis Echeverría declarara que la fuerza pública saldría de la Ciudad Universitaria cuando sus autoridades así lo solicitaran. El daño ya estaba hecho.
Los porros de Poncho Corona continuaron con sus actividades dentro de un esquema de absoluta violencia. Si se trataba de incendiar, había que hacerlo con la debida determinación y Díaz Ordaz estaba dispuesto a ello con tal de que la Olimpiada fuera un éxito total sin que se alterara el orden político en el país, objetivos ambos difíciles de alcanzar simultáneamente. Estaba mucho en juego. Por esa razón, el 20 de septiembre los cuerpos paramilitares ingresaron camuflados en la preparatoria 4 de Observatorio haciendo destrozos en el edificio, además de golpear salvajemente y secuestrar a varios de sus alumnos. Esa misma noche, El Colegio de México sufrió también un atentado: sus instalaciones fueron ametralladas por interminables ráfagas de balas que destrozaron la fachada y los ventanales de su sede, en la colonia Roma. Además se atentó en contra de la Vocacional número 4. Ciento veinte efectivos del grupo especial de Gutiérrez Barrios que viajaban en diferentes camiones, tan pronto descendieron, dispararon hacia el inmueble, prendieron fuego al auditorio y a los archivos del plantel y secuestraron a varios de sus alumnos. Díaz Ordaz iba por todas. Echeverría y Corona del Rosal obviamente lo secundaban en términos incondicionales. La sucesión presidencial estaba en juego. En todo caso, si los resultados no se daban de acuerdo con lo esperado, sería sacrificado el jefe del Departamento del Distrito Federal, quien tendría que cargar con toda la responsabilidad de los hechos. Ya había concluido la época del militarismo en México: no había espacio político para otro general. Era claro quién sería el chivo expiatorio… Poor Ponchitou, se lo llevó el carajou… Eso sí, su prestigio de ciudadano respetable e impoluto, no obstante haberse robado también el original de la escultura de la Diana Cazadora, lo hará merecedor de esculturas, avenidas y escuelas en su honor.
Cuando los estudiantes descubrieron que el 21 de septiembre los granaderos tratarían de tomar Tlatelolco, se organizaron para enfrentarse a las fuerzas policiacas confeccionando bombas molotov y subiendo piedras a los edificios. Algunos de ellos decidieron igualmente armarse para resistir el embate de los uniformados. Antes se procedió a la quema de trolebuses, de patrullas, de automóviles propiedad de la Dirección de Tránsito, se interrumpió el tráfico por las calles de San Juan de Letrán como supuestos actos de defensa. La tarde de ese día empezó una batalla, si es que así se le puede llamar, con las armas que tenían los universitarios. Los gases lacrimógenos acabaron con el cuadro. Hubo muertos por ambos lados, sin embargo, la prensa controlada por Díaz Ordaz y Echeverría lo volvió a negar. Efectivamente, ese era el papel que debían asumir. El 24 de septiembre cayó igualmente el Casco de Santo Tomás, uno de los campus del IPN, al grito estudiantil de “¡Viva el rector!”. Detuvieron a más de 350 alumnos que fueron brutalmente golpeados para que confesaran su filiación comunista. Las cárceles, y no las aulas, se llenaban de estudiantes. Se dieron medio centenar de heridos y varios muertos como consecuencia del ingreso de 15 carros blindados, lanzagranadas y 600 efectivos, sobre todo en la Escuela de Medicina. Díaz Escobar reportó a Corona del Rosal:
—¡Misión cumplida, mi general!
Ballesteros Prieto coordinaba alevosamente, del lado de Gutiérrez Oropeza, los movimientos del ejército desde el Estado Mayor de la Secretaría de la Defensa. Mientras caía el Casco de Santo Tomás, automóviles anónimos del FBI y de Díaz Escobar ametrallaron, por espacio de media hora, las instalaciones de la Vocacional 7, dejando un saldo de dos estudiantes muertos y nueve heridos de bala. Las víctimas fueron desalojadas del plantel por los propios granaderos, quienes impidieron la intervención de la Cruz Roja y, por supuesto, de la prensa. La operación hubiera sido impecable de no haber sido porque la gente, los vecinos, presenciaron cómo era la propia policía preventiva la que también disparaba contra el inmueble. ¿A dónde íbamos así? Las apariencias, carajo, las apariencias… Cuando Hoover ordenó que se ametrallaran edificios, esto invariablemente se hizo en la noche, en la inteligencia de que los disparos siempre salieron del interior de vehículos, sin que pudiera identificarse a los atacantes. Esas eran acciones inteligentes, a eso me refería yo con aventar la piedra y esconder la mano. Nuestros agentes sí sabían cumplir fielmente sus instrucciones. El concierto de las naciones observaba y guardaba silencio. Unos países criticaban y amenazaban con abandonar México y no asistir a las Olimpiadas. No a la violencia, alegaban… ¡A callar o la CIA les mandará unos agentitos…!
El 23 de septiembre renunció el rector Barros Sierra, a modo de protesta por las ocupaciones militares de los edificios y terrenos universitarios: no había recibido notificación alguna, ni antes ni después de que se efectuaran… “Los problemas de los jóvenes solo pueden resolverse por la vía de la educación, jamás por la fuerza, la violencia o la corrupción.” Los bonos del rector subieron en tanto Luis Echeverría lo aplaudía en privado. No se aceptó su dimisión. Ni la Junta de Gobierno ni el secretario de Gobernación estaban todavía de acuerdo. No era el momento. Echeverría decidiría cuándo…
Mis agentes de LIMOTOR en la UNAM, otro sector distinto de LITEMPO, me informaban de la realidad de lo acontecido en el campus universitario. Nuestros infiltrados insistían en una acción violenta en contra del gobierno. Exigían llegar a la lucha armada para derrocar a Díaz Ordaz. A ver qué resultaba. Sócrates Campos Lemus y sus colegas se encontraban optimistas con relación con la respuesta estudiantil para llegar a las armas.
Cuando el 24 de septiembre cayó finalmente Zacatenco, la principal instalación del Poli —debo reconocer que después de dar una larga y sorprendente batalla—, fue muy paradójico descubrir hasta qué extremo Díaz Ordaz tenía control sobre los medios. Gabriel Alarcón, director de El Heraldo de México, mandó una carta al presidente en los siguientes términos: “…para que no exista duda de mi buena fe y entrega a su gobierno y muy especialmente a que respaldo abiertamente su actitud valiente, sensata y patriótica”. Claro está que Echeverría había orientado muy bien a los dueños de periódicos,12 estaciones de radio y de televisión, para que por escrito enviaran al jefe de la nación sus muestras de solidaridad ante su patriótica gestión. Díaz Ordaz reconocía, en su soledad, el apoyo eficiente de su secretario de Gobernación. Echeverría convenció a la prensa escrita, lo mismo que a la radio y a la televisión —que dócilmente acataron la sugerencia—, de ya no dirigirse a los estudiantes como tales, en su lugar se debería hablar de “los conjurados”, “los guerrilleros”, “los agitadores”, “los anarquistas”, “los apátridas”, “los mercenarios”, “los traidores”, “extranjeros” o “facinerosos”. Los cientos de miles de alumnos que vivían amenazados, sus escuelas tomadas por el ejército, muchos de ellos encarcelados o hasta enterrados, varios de sus maestros golpeados o secuestrados, y ahora resultaba que eran agitadores o revoltosos. Sí, ya lo había dicho, así es la política.
El 27 de septiembre, cinco días antes del 2 de octubre de ese mismo 1968, recibí la visita en mi oficina, anunciada con la debida anticipación, de Richard Helms, mi jefe, el director de la CIA. Hablamos extensamente del movimiento estudiantil. Venía con instrucciones muy claras de Washington. Se quejó amargamente de la lentitud de los procedimientos, comparados con la rapidez del asesinato del senador demócrata Robert Kennedy. Agregó su preocupación en torno a los Juegos Olímpicos, debido a que este tenía que haber sido el gran pretexto de los estudiantes para poner de rodillas al gobierno y asestar finalmente el golpe de Estado. Sí, pero la efervescencia no se había dado para justificar semejante estado de cosas. La lentitud era pasmosa, se tenía que llegar a una masacre gigantesca que provocara un levantamiento armado en contra de Díaz Ordaz, un tirano, un asesino, un genocida.
—Pero ya, Winston, ya, querido Win, ya es ya, no podemos esperar un momento más. Acuérdate lo eficientes que fueron nuestros agentes David Sánchez Hernández, Porter Goss, Barry Seal, Guillermo e Ignacio Novo Sampoll, Virgilio Rodríguez y David Phillips para desestabilizar a México en otros momentos, no nos podemos quedar atrás. Ellos supieron asestar tremendos golpes militares en naciones de América Latina cuando acabaron su gestión aquí. ¡Actuemos, Win, actuemos…!
—Richard —aduje—, tenemos la última oportunidad enfrente de nosotros.
—¿Cuál? —cuestionó Helms, intrigado.
—El 2 de octubre —repuse pensativo— se llevará a cabo una gran marcha, de Tlatelolco al Casco de Santo Tomás, ese es el último momento que debe aprovechar el gobierno para atrapar a todo el Consejo Nacional de Huelga. Ahí se acabará todo, Richard, se acabará todo, lo juro, lo juro, lo juro…
—Esa es una parte, Win; el hecho de que atrapen a todos los cabecillas es solo una parte. Tú y yo sabemos que ni Cuba ni China ni la URSS ni Corea del Norte exportarán sus revoluciones a México, por lo que no debemos olvidar que lo más importante es provocar una gran balacera con muchos muertos de tal manera que proteste el país, que se incendie por la brutal e injustificada represión y se cree una efervescencia terrible, un furioso rechazo social que justifique la toma del poder por parte del ejército, reacio a seguir matando civiles inocentes, acribillados por un presidente que enloqueció en el cargo. El escándalo debe ser de gran proporción, que obligue al ejército a darle un golpe de Estado a Díaz Ordaz, un carnicero incapaz de imponer el orden. De lo que se trataba era de que el ejército quedara como el gran asesino al servicio del tirano: tiene que deponerlo para arrebatarle el poder.
—¿Qué sugieres entonces?
—No sugiero, Win, ordeno que cinco de las personas que viajaron conmigo desde Washington, y que son francotiradores expertos, se sumen a las fuerzas de Gutiérrez Oropeza y Corona del Rosal. Son mexicanos perfectamente adiestrados, agentes de lujo. Tenemos que aprovechar el 2 de octubre para matar a la mayor cantidad de gente posible y de esta manera lograr que el ejército despierte para que impongamos a un militar en Los Pinos. Esa es la idea y no otra, a la mierda ya con los lidercitos estudiantiles que no sirven para nada. Por lo que más quieras, Win, reacciona.
—Como sabes, tanto Corona del Rosal como Gutiérrez Oropeza comen de mi mano —alardeé para impresionarlo— y ambos tienen a dos de nuestros muchachos, Díaz Escobar y Ballesteros Prieto, que fueron capacitados por nosotros en Panamá. Hablaré con ellos para ubicar a nuestros hombres. Te adelanto que ellos tienen un plan armado para disparar desde los edificios, según lo acordamos en la recepción oficial del Grito de Independencia en Palacio Nacional. ¿Crees que sea necesario informárselo al presidente?
—Haz lo que quieras, pero en esta ocasión es importante que Díaz Ordaz quede expuesto como el gran carnicero de México, el que mató a los muchachos con francotiradores. Su posición será insostenible. El ejército acabará con él y nosotros nos saldremos con la nuestra. El próximo presidente de México se llama Alfonso Corona del Rosal, regente de la ciudad de México.
Se había armado el desmadre para derrocar a Díaz Ordaz, cumpliera o no con la desintegración de cualquier fuerza comunista, existiera o no existiera en el país. ¡Claro que Corona del Rosal era el nombre del nuevo amo de México!
—No nos vamos a esperar a la sucesión presidencial para ver por quién se inclina Díaz Ordaz como su sucesor —agregó Helms con su tradicional rictus en el rostro, como si tuviera la sonrisa congelada de un imbécil, algo que desde luego no era—. Si alguien va a decidir el nombre del nuevo presidente de México, no será él sino nosotros, en estos momentos de la Guerra Fría.
Mientras bombardeamos Vietnam todos los días, no podemos darnos el lujo de que Díaz Ordaz se equivoque y mande a un imbécil a gobernar este país, pensaban en Washington. Dado que en México no hay democracia, porque aquí solo decide una persona, pues en ese caso que decida el presidente Johnson.
—Este es un hecho, Win, es un hecho, un hecho definitivo. Si no se logra crear una masacre el 2 de octubre que justifique el golpe de Estado, todos estaremos perdidos. No nada más Díaz Ordaz, sino tú y yo por idiotas, por no haber sabido armar esto. De modo que habla con Gutiérrez Oropeza y con Corona del Rosal, que le informen al presidente lo de la balacera o que no se lo informen, es irrelevante, lo que importa es que entre todos organicemos una verdadera masacre que obligue al ejército a tomar el poder, y ese ejército por supuesto que estará de nuestro lado para mantenerse en el poder. Nunca pierdas de vista que García Barragán ya intentó dar un golpe de Estado en 1952 cuando Henríquez Guzmán peleaba la candidatura presidencial y él estaba de su lado. Ahí tienes al golpista en potencia. Basta un solo empujoncito y lo tendremos de nuestra parte. ¿Quién le dice que no a la Casa Blanca y menos, mucho menos con los antecedentes del secretario de la Defensa?
Mientras el presidente nombraba diversos representantes para entablar negociaciones orientadas a concluir con las hostilidades, en realidad intentaba lavarse la cara ante la opinión pública en la inteligencia de que si algo no habría nunca, eso sería un cese al fuego o un acuerdo de ninguna naturaleza. Entre tanto, los grupos paramilitares del Departamento del Distrito Federal asaltaban la Academia de San Carlos para arrestar a más seudocomunistas. El 30 de septiembre el general Hernández Toledo entregó las instalaciones de la UNAM, sin que el rector lo hubiera requerido. Yo, por mi parte, empecé a reunirme con Díaz Ordaz, Gutiérrez Oropeza y Corona del Rosal. Echeverría ejecutaría los acuerdos. Hablé con los dos últimos y acordé que tanto Sócrates como los otros infiltrados deberían participar más activamente en la marcha del 2 de octubre e invitar a la toma de las armas y a la violencia a cuanto estudiante se encontraran y en cuanta asamblea asistieran. Ellos deberían de protestar e incendiar a la comunidad universitaria y politécnica para cumplir con las órdenes de Helms. Se trataba de animar a las masas a llegar a la violencia, en tanto las autoridades universitarias buscaban “negociaciones” entre los estudiantes y el gobierno.
El secretario de Estado, Dean Rusk, me lo confirmó en un telegrama en el que decía: “El ejército mexicano recibió la autorización para usar toda la fuerza contra los estudiantes”. Cuando se produjo una manifestación de 2 o 3 mil madres de alumnos que exigían la liberación y la paz, por supuesto que se abstuvieron de recurrir a la violencia para dispersar a esas mujeres. Pero bueno, lo importante fue que mientras caminábamos Gutiérrez Oropeza, Corona del Rosal y yo a lo largo de la Calzada de los Poetas en el Bosque de Chapultepec para evitar micrófonos, escuchas o espías, pactamos que Poncho enviaría a 290 tiradores experimentados a la Plaza de las Tres Culturas, no tanto para acribillar a la gente sino para causar verdadero terror entre los manifestantes. De la misma manera, coincidimos en que tanto en la iglesia de Tlatelolco como en el edificio de Relaciones Exteriores —desde la oficina de Tony Carrillo, nuestro canciller amigo—, y sobre todo en el edificio Chihuahua, se apostarían varios francotiradores que dispararían contra los marchistas y también en contra del propio ejército, de tal manera que posteriormente se pudiera alegar que la refriega se debió a que los estudiantes inconformes les dispararon a las fuerzas armadas y que, dada su falta de pericia en el manejo de las armas, habían matado a muchos de los suyos. Ese era el pretexto. ¿No era una genialidad? ¡Cuántos militares seguirían creyendo esta historia décadas después…!
Una vez acordado que tanto cinco de los agentes de la CIA como cinco francotiradores de las guardias presidenciales dependientes del Estado Mayor Presidencial, todos camuflados, dispararían desde dichos edificios, lo anterior le fue comunicado a Díaz Ordaz por conducto de Luis Gutiérrez Oropeza, jefe de su Estado Mayor.
—No tenemos otra opción, señor presidente —agregó Gutiérrez Oropeza—, si realmente queremos acabar con este movimiento, solo será si las tropas del ejército arrestan a todos los líderes estudiantiles en la Plaza de las Tres Culturas; tendremos que disparar desde los edificios en contra de los marchistas y de los soldados para culpar de los hechos a los estudiantes y garantizar así, ya sin revueltas, la celebración de los Juegos Olímpicos, tranquilizando a la CIA, al FBI, al Departamento de Estado y al propio presidente Johnson, quien finalmente se convencerá de que logramos los dos objetivos propuestos: uno, atrapar a los comunistas, y dos, imponer el orden. La purga se habrá logrado y todos estaremos en paz.
Díaz Ordaz agregó:
—Sí, mi general, sí, pero yo me llenaré las manos de sangre y pasaré a la historia como el asesino de mi pueblo.
—No, señor, discúlpeme, nunca diremos que fuimos nosotros quienes disparamos sino los propios estudiantes quienes agredieron al ejército y no tuvimos otra alternativa más que devolver el fuego. Manipulados por la Unión Soviética, Cuba y China, quedarán como los asesinos y usted como quien salvó los intereses de la República. Eso de “asesino de su pueblo”, con el debido respeto, señor presidente, olvídelo. El manejo de la prensa será lo suficientemente eficiente como para limpiar de manera perfecta su rostro de cara al porvenir.
Supe que Díaz Ordaz caminaba nerviosamente a lo largo y ancho de su despacho en Los Pinos. Sabía que carecía de opciones. De no poner un “hasta aquí” y utilizar la fuerza, como había anunciado un mes antes en su informe de gobierno, tal vez ni siquiera se celebrarían los Juegos Olímpicos, el desorden sería mayúsculo y la imagen de México quedaría por los suelos. Ese sonoro manotazo que se esperaba de él sonó primero sobre su escritorio, en la carpeta de cuero negro que ostentaba sus iniciales, GDO, abajo del escudo nacional de México grabado con polvo de oro.
—Adelante, mi general, es la hora de actuar, de otra suerte nos atropellarán los acontecimientos —ordenó a sabiendas de que temía el papel de la prensa internacional reunida precisamente en México para cubrir las Olimpiadas. En ese momento de su vida ya no creía ni en su sombra, aunque todavía soñara con la posibilidad de suspender las garantías individuales y permanecer otro sexenio en el poder, cuando menos.
Yo tendría una reunión temprano en la mañana con Echeverría. Después de nuestro acuerdo, él visitaría a Díaz Ordaz antes de que volara a Guadalajara para pernoctar en Ajijic y no estar presente la tarde de la masacre. Echeverría sabía perfectamente bien cómo manejar a la prensa, para que los únicos culpables fueran los estudiantes. García Barragán quedaría encargado de garantizar que no escapara un solo integrante del Consejo Nacional de Huelga, Corona del Rosal y Gutiérrez Oropeza se encargarían de los francotiradores.
Por esos días se publicaron dos fotografías en el Diario de México con los pies de foto cambiados: una en la que aparecía Díaz Ordaz en un acto público de gasolineros organizado por la CNOP y otra que mostraba dos monos nuevos adquiridos por el zoológico. Díaz Ordaz, exhibido como primate, no aceptó que se trataba de un mero error editorial y mandó cerrar el periódico, mostrando muy poco sentido del humor. El diario de Federico Bracamontes volvió a circular hasta el gobierno de Echeverría. ¿Quién podía tener ganas de reír en esos momentos?
La CIA guardaría bajo siete llaves la identidad de los agentes infiltrados. Era evidente que con el paso del tiempo, cuando se tuvieran que abrir legalmente los archivos a la luz pública, filtraríamos nada más aquello que fuera conveniente a nuestros intereses, lo demás era “publicidad democrática”. ¿Quién se iba a creer que desclasificaríamos nuestros expedientes revelando toda la verdad? Cuando dentro de 30 o 40 años la CIA tuviera que entregar sus archivos secretos, por supuesto que los mutilaría debidamente. No nos íbamos a picar solitos los ojos. El mismo Edgar Hoover dejó redactado en un informe secreto que “10 hombres en la manifestación del día 2 de octubre, supuestos estudiantes radicales, no eran suficientes para consumar los planes configurados”.13 No creía que con 10 francotiradores se fuera a crear el escándalo y los sucesos que posteriormente se dieron.14 Estaba equivocado. Yo no podía ocultar mi frustración por el hecho de que me responsabilizaran únicamente a mí de los actos terroristas en México cuando toda la operación no estaba a cargo solo de la CIA sino también del FBI, igualmente involucrado en los hechos, una intervención que hablaba de una manifiesta desconfianza hacia mi persona. Cuando detonaron bombas en diferentes partes del país o ametrallaron edificios en la noche, era obvio para mí que se trataba de acciones aisladas del FBI. Lo difícil era explicarle a Gutiérrez Oropeza, a Corona del Rosal y a Echeverría que yo, como jefe de estación de la CIA, era inocente de dichos bombazos, aunque ellos no tardaron en descubrir que las agencias norteamericanas de investigación y policiacas eran las responsables.
El 2 de octubre, la mañana del 2 de octubre de 1968, un día después de la salida del ejército del campus de la UNAM, Echeverría le encargó a Servando González que se ocupara de llevar seis cámaras, o las que fueran necesarias, para filmar todo lo que aconteciera en la Plaza de las Tres Culturas. González llegó a la Secretaría de Relaciones Exteriores desde las ocho de la mañana, autorizado por Rafael Hernández Ochoa, subsecretario de Gobernación, a ocupar los pisos 17 y 20 para tener una visión completa de la plaza, la iglesia, el edificio Chihuahua, el Durango y la vocacional.
En tanto la tropa, los granaderos, el Estado Mayor Presidencial, el Batallón Olimpia, los francotiradores y el ejército ocupaban sus lugares, en la casa del rector se llevaban a cabo las últimas negociaciones con los representantes estudiantiles. Todos ignoraban en aquel momento que la suerte ya estaba decidida. ¿Qué sentido tenía que en la casa del rector se hablara de acabar con la represión, con el empleo del ejército y los granaderos? Las conversaciones continuaban orientadas a crear la confusión. Díaz Ordaz no permitió que se suspendieran las pláticas a pesar de que, como bien sabía, esa misma tarde se llevaría a cabo la gran masacre. ¿Qué pensarían de él los jóvenes que negociaban sin saber que el presidente había ordenado ya la colocación de los francotiradores para asesinar a sus compañeros? ¿Era esa su buena fe?
En las instalaciones politécnicas de Zacatenco los estudiantes preparaban el mitin de la tarde. En vista de que las calles por donde tendría que transitar la marcha al Casco de Santo Tomás estaban ocupadas por el ejército, se tomó el acuerdo de concentrar la manifestación únicamente en Tlatelolco, un espacio amplio en el que cabían miles de personas. Lo anterior, “como un acto demostrativo de la buena voluntad que existía de parte del sector estudiantil para llevar a buen término la solución al conflicto por medio del diálogo”.
Sócrates Amado Campos y Áyax Segura Garrido habían exhortado el día anterior a las armas a sus compañeros, hablando de subversión, guerrillas, revolución. El primero llamaba cobardes a quienes no se sumaran al derrocamiento del gobierno, sacando a relucir su pistola y convocando a la formación de columnas destinadas a preservar la seguridad de los miembros del CNH y de los asistentes, disparates que en nadie hicieron eco salvo para meditar, otra vez, acerca del verdadero papel de Sócrates en esta trama.
García Barragán ordenó al ejército, una vez más, no disparar contra la gente sino única y exclusivamente arrestar al Consejo Nacional de Huelga. El coronel Ernesto Gutiérrez Gómez Tagle, al mando del Batallón Olimpia y en coordinación con la DFS de Gutiérrez Barrios, detendría a los líderes del CNH encerrándolos, por lo pronto, en los departamentos vacíos del edificio Chihuahua.
—Quiero vivos, no muertos, en la operación Galeana —tronó García Barragán—. Les recuerdo que quien dispare en contra de los estudiantes será sometido a un Consejo de Guerra y pasado por las armas. Vamos a arrestar, vamos a interrogar, pero no vamos a matar. ¿Está claro?
—Sí —contestó a coro la plana mayor del ejército, sin saber que los francotiradores atacarían tanto a los soldados como a los estudiantes y a la gente en general.
Antes de abordar el avión para dirigirse a Guadalajara donde se encontraría, claro está, con la Tigresa, quien había volado a esa ciudad en un avión comercial, Díaz Ordaz declaró:
—Hablen ustedes con los estudiantes y traten de hacerlos entrar en razón, yo ya desistí del intento, estoy muy lejos de hacer algo por ellos —dijo con fingida amargura y falsa tristeza.
¿Cuál amargura y cuál tristeza cuando no solamente conocía lo que sucedería a continuación, sino que también había ordenado los hechos y escapado a cualquier diálogo o negociación genuina y honorable?
Acto seguido, acordó concederle a Sócrates la cantidad de 19 mil pesos.15 La suerte del país y la vida de quién sabe cuántas personas estaba echada. En ese momento también se estaba resolviendo, en silencio, la sucesión presidencial. El cruce de miradas lo decía todo. Echeverría solo susurró a algunos amigos de la prensa que se podrían “presentar problemas de violencia en el acto de esa tarde en Tlatelolco”.
Fernando Gutiérrez Barrios, mi querido Pollo, estuvo en todo momento en contacto conmigo. Consiguió departamentos en Tlatelolco desde los cuales se pudiera disparar a la gente, además de habernos facilitado a Gutiérrez Oropeza, a Corona del Rosal y a mí un par de tiradores adicionales. Él sí que era un colaborador eficiente, puntual y confiable. Lástima que la CIA no le pudiera poner una medalla de honor.
El Batallón Olimpia iría vestido de civil con un guante blanco en la mano izquierda. El propio García Barragán recomendó el arresto de Sócrates Amado Campos Lemus, de tal manera que fuera aprehendido pero no lastimado. “¡Que no escape, acuérdense —ordenó el ilustre militar sin conocer la calidad de los padrinos de nuestro infiltrado—, no quiero muertos, quiero vivos!”
Cada quien se iba ubicando en su respectiva posición para la batalla. Unos en las azoteas, otros en el templo de Santiago Tlatelolco, los de más allá en departamentos, otros en los entrepisos de los edificios Chihuahua y Durango, sin olvidar a los del Molino del Rey. A las cuatro de la tarde el Batallón Olimpia, la Policía Judicial Federal, elementos del Servicio Secreto, policías preventivos y agentes de la Policía Judicial del Distrito Federal y de la DFS se encontraban preparados para cubrir las salidas del edificio Chihuahua y evitar así la fuga de los líderes del CNH. Muy pronto todo estuvo dispuesto para ejecutar la masacre, mientras Díaz Ordaz hacía el amor con la Tigresa. Nunca volvieron a tener un arrebato carnal como el que disfrutaron aquella feliz e inolvidable tarde de octubre.
Por lo menos 5 mil hombres de las fuerzas públicas —entre soldados, agentes de la DFS, de la judicial, granaderos, policías, agentes de la CTM…— fueron desplegados en la Plaza de las Tres Culturas. ¡Eran en verdad la mitad de los asistentes al mitin! Verdaderamente no hay una imagen que retrate mejor la confrontación que ocasionamos en la sociedad mexicana en aquellos momentos. En esta obra maestra de seguridad hemisférica y control de situaciones, dos contingentes sobresalieron por su composición y por su misión: uno era un comando enviado por el Estado Mayor Presidencial, compuesto por una decena de francotiradores del más alto nivel, situados en el templo de Santiaguito, los pisos bajos del edificio Chihuahua y algunos otros puntos estratégicos. El otro contingente clave, cortesía de Corona del Rosal, era “un contingente nutrido y variado” dentro del cual destacaba un equipo de aproximadamente 300 porros con entrenamiento paramilitar cuyo mando era ejercido por el Zorro Plateado, Manuel Díaz Escobar. En efecto, se trataba de los mismos que, preparados espiritualmente por los estupendos oradores jesuitas y cubiertos por los misioneros del Espíritu Santo, desde el 22 de julio habían servido a Díaz Ordaz para desacreditar el movimiento estudiantil, obligándolo a sacar el ejército a la calle y dar así credibilidad a su teoría del complot comunista.
Este contingente inverosímil, compuesto de falsos alumnos de la Universidad y del Politécnico, donde vendían droga y aterrorizaban a la población estudiantil para hacer crecer su salario en el DDF, no eran sino golpeadores a sueldo que habían venido tomando posiciones desde muchos días antes. El mitin celebrado en la plaza el pasado 28 de septiembre había servido al coronel Díaz Escobar como laboratorio para sus operaciones del 2 de octubre. Una excelente oportunidad de preparar el operativo y disminuir el margen de error.
García Barragán ignoraba que nosotros pretendíamos demostrar la incapacidad del gobierno mexicano para controlar el conflicto, y de esta suerte justificar la inevitable suspensión de garantías y apuntalar así el Estado fascista sobre la base de que no hay en América Latina mejor democracia que una dictadura, ¿no…?
En las cárceles, en los hospitales y en las morgues se liberaban pabellones para acoger a los futuros detenidos, atender las urgencias o depositar los cadáveres, en tanto que con 300 tanques ligeros, unidades de asalto, jeeps y diversas unidades de transporte militar, los soldados comenzaban a tender el cerco en torno de la plaza, desde luego ignorantes de la trampa en la que estaban a punto de caer.
A las 17:15 horas comenzó el mitin. Lo primero que se anunció fue la cancelación de la marcha programada hacia el Casco de Santo Tomás. La asistencia se calculaba en alrededor de 5 mil personas, un acto regio. La historia se repetía: los mexicanos tendrían la oportunidad de recordar quién había financiado su revolución cuando no contaban con dólares para importar armas y municiones, y sin embargo, como por arte de magia, aparecieron los rifles y el parque para que se mataran a placer… ¡Claro, como que nosotros las enviamos desde Nueva York directo a la armería del Zorro Plateado en Oaxaca…! ¿Sabrían alguna vez cómo se armó, en la realidad, el movimiento del 68 antes de leer estas líneas?
Díaz Ordaz fue informado, minuto a minuto, de cuanto sucedía. El invariablemente discreto Echeverría, convertido en un ejecutor perfecto de las instrucciones presidenciales, pensaba en su interior: “El político se lava las manos en agua sucia”. Si bien es cierto que no tramó la masacre, por supuesto que estuvo de acuerdo con ella y ayudó en todo lo que fue necesario para que se consumara porque bien sabía, no podía ignorarlo, que esa tarde del 2 de octubre se escribiría su futuro. Del resultado sería responsable el presidente de la República, o no. ¿El Congreso? Cómplice por guardar silencio. ¿La prensa? Cómplice por guardar silencio. ¿El clero? Cómplice por guardar silencio. ¿Los empresarios y sus cámaras? Cómplices por guardar silencio. ¿El Poder Legislativo, los jueces mexicanos? Cómplices por observar una neutralidad alevosa y cobarde y por dictar sentencias arbitrarias a sabiendas de que violaban la ley que estaban obligados a aplicar. Ese era el fiel retrato de la sociedad mexicana. Martínez Domínguez, el más acérrimo enemigo de Carlos Madrazo, presidente de nuestro mil veces bendito PRI, sostenía por su lado aquello de que “los buenos políticos no son los que resuelven los problemas, sino los que saben crearlos”.
Apenas pasadas las 18:10 horas, dos helicópteros empezaron a sobrevolar sospechosamente la plaza. Myrthokleia González fungía como maestra de ceremonias; Florencio López Osuna, orador, había hecho uso de la palabra. Sócrates permaneció oculto a su lado. De pronto se dejó caer una primera luz de bengala de un helicóptero que vigilaba y reportaba la marcha de los acontecimientos. Se trataba de la señal esperada para que las tropas saltaran a la plaza para arrestar a los integrantes del Consejo de Huelga.
“¡Los soldados! ¡Los soldados!”, fue el grito unánime que se escuchó y provocó el pánico entre los asistentes.
En el tercer piso, Sócrates arrebató de pronto el micrófono al orador en turno, David Vega, como si hubiera recibido instrucciones para hacerlo sin tardanza: “¡Calma, compañeros, es una provocación! ¡No corran! ¡No corran…!”, gritaba desesperado nuestro infiltrado con el ánimo de evitar que la gente se protegiera de la balacera y con ello impedir que se produjera la masacre. ¿Esperaba Sócrates, nuestro amado Sócrates, que las masas esperaran a ser ajusticiadas en tanto contemplaban la caída del atardecer? ¡Ay, muchacho, muchacho, pecaste de iluso!
Momentos después, del piso 15 del edificio de Relaciones Exteriores fue lanzada, por el coronel Gutiérrez Gómez Tagle, una segunda bengala, sin duda la orden necesaria para que comenzaran a detener, por medio del Batallón Olimpia, a los líderes estudiantiles del tercer piso. Un instante después empezaron a oírse los primeros disparos y gritos de horror provenientes de la plaza. Disparaba una y otra vez el contingente emplazado por el jefe del Estado Mayor, Luis Gutiérrez Oropeza, en dirección a los soldados y a los civiles asistentes. Los manifestantes estaban siendo acribillados de acuerdo con lo planeado. Díaz Escobar dirigía las operaciones con precisión matemática, no en balde los habíamos capacitado en Estados Unidos. Yes, indeed… Era uno de nuestros agentes más sobresalientes, un mexicano de excepción que más tarde participaría en el derrocamiento de ese monstruo llamado Salvador Allende.
Para sorpresa de todos, el primero en caer herido de bala en una nalga disparada de arriba hacia abajo fue el general diplomado de Estado Mayor Aéreo, José Hernández Toledo, el “general universitario”, enemigo público número uno de los estudiantes desde las funestas acciones del supuesto bazucazo en San Ildefonso y aun antes, desde los conflictos estudiantiles en las universidades de Morelia, Sonora y Tabasco… Pero la gente lo ignoraba y no tenía tiempo de pensar en ello. El ejército había cerrado dos vías de acceso a la plaza, por lo que solo quedaba un tercer camino abierto a los asistentes, quienes entendieron el acorralamiento como una encerrona, un callejón sin salida del que ya no saldrían con vida en medio del rigor de la espantosa balacera que estimulaba el terror de los presentes. Imposible que nadie entendiera en semejante coyuntura que los soldados eran precisamente quienes habían caído en una trampa mortal que muy pocos reconocerían en ese momento y en los tiempos por venir. La tarde de Tlatelolco, que en teoría debía culminar con la detención de los líderes y el desalojo de la plaza, apenas comenzaba. Las fuerzas armadas tendrían toda la razón en empezar a guardar luto…
Desde los departamentos, azoteas y rincones de la plaza, pero principalmente del edificio Chihuahua, asomaban los rifles de mira telescópica y las ametralladoras, algunas de pie, como en el frente de guerra. El tiroteo crecía por instantes, aumentando al infinito la histeria colectiva. Unos saltaban encima de los otros, sobre todo de los soldados heridos que se retorcían en el piso presas de espantosos dolores. La sangre del ejército se derramaba injustamente, pero si algo sabían hacer los militares era disciplinarse y someterse a las órdenes superiores, oportunidad que no dejaríamos pasar. Si habían aprendido a callar y a acatar órdenes sin chistar con la debida disciplina, era el momento de demostrarlo.
En el tercer piso la confusión y la gresca no eran menos escandalosas. Se vivían escenas dramáticas. La sorpresa y el griterío eran estremecedores. La balacera era en extremo tupida. El mismo ejército, cuyos miembros desalojaban la plaza arriesgando sus vidas, cubría a los civiles de las balas. A pesar de llevar balas de salva, llevaban también parque de urgencia en caso de un ataque, y los soldados empezaron a devolver el fuego en dirección de los edificios de los que salían los disparos que hacían blanco puntual en los uniformados. Los francotiradores se desplazaban de forma admirable a lo largo de los edificios Chihuahua, 2 de Abril, ISSSTE, Molino del Rey, Aguascalientes, Revolución de 1910, 20 de Noviembre, 5 de Febrero, Chamizal y Atizapán, así como la Vocacional 7 y el templo de Santiago.
Mientras tanto, en su sala de juntas, Echeverría recibía al estalinista David Alfaro Siqueiros y a su esposa, Angélica Arenal, quienes le solicitaban la expulsión del país de un argelino, por razones tan personales como arbitrarias. El secretario —quien se había negado a cambiar la cita para otra ocasión, según había solicitado el controvertido pintor— apenas empezaba a conocer el asunto cuando entró una llamada por el teléfono rojo. Mi querido LITEMPO-8 representó una farsa al exclamar:
—¡Qué barbaridad!, ¿cómo?, ¿pero qué dice…? —y demás expresiones de sorpresa. Atónito, con el alma sobrecogida ante su testigo, colgó el auricular por medio del cual le habían informado de los sangrientos acontecimientos en Tlatelolco—: Un enfrentamiento a tiros o algo así, imagínese nada más el desastre, estos muchachos ya llegaron muy lejos, ¿no…?
De inmediato, como corresponde a un gran actor, giró órdenes a sus subordinados para que resolvieran el problema de Siqueiros, en lo que él se ocupaba en conocer a fondo los detalles de lo ocurrido.
—Y pensar —dijo al cerrar la puerta— que el señor presidente ni siquiera se encuentra en México…
En el edificio Molino del Rey, desde tres departamentos del inmueble salían disparos en ráfagas macabras en dirección de la plaza. No se requería mucha imaginación para entenderlo. En apenas 70 segundos y ni uno más, se vació la plaza como por arte de magia. ¿Quién se iba a atrever a desafiar a los francotiradores? La multitud huyó para protegerse. Afortunadamente no se trataba de una muchedumbre de 250 mil personas o más, como las que se habían manifestado el día de la Marcha del Silencio. El tiroteo, sin embargo, no disminuía. Solo los cadáveres y los heridos quedaban expuestos a la lluvia de balas.
A Hernández Toledo le habían disparado desde el departamento 503 del edificio del ISSSTE, propiedad de Guillermo Hernández Guardado, un infiltrado al servicio de Corona del Rosal. Por el costado poniente del convento salieron minutos después varios de nuestros tiradores, quienes fueron detenidos por un grupo de soldados pero liberados de inmediato tan pronto se identificaron como miembros del Estado Mayor Presidencial. ¿Quién en su sano juicio iba a aceptar la posibilidad de que soldados dispararan contra soldados, aunque no estuvieran vestidos con el respectivo uniforme y llevaran un sospechoso, sospechosísimo guante blanco para distinguirse quién sabe de quién…?
El tiroteo continuó hasta las 19:45 horas aproximadamente, sin que quedaran ya blancos civiles a los que disparar además de los soldados, que bien parapetados devolvían el fuego. “Era obvio que los francotiradores ya solo disparaban contra los elementos del ejército”, de otra manera Díaz Ordaz se hubiera quedado sin argumentos ni explicaciones ante la opinión pública, que debería enterarse de que los estudiantes eran los únicos responsables de la matanza puesto que habían disparado no únicamente en contra de los soldados, sino de sus propios compañeros: unos asesinos que habría que sancionar. Sin embargo, como siempre sucede en México, ninguno de los francotiradores fue juzgado ni condenado por asesinato. Los escasos estudiantes que, esos sí, fueron conducidos a los tribunales, salieron cuando mucho a los tres años, una vez cumplida una ridícula pena corporal desvinculada de los supuestos crímenes de lesa humanidad cometidos en contra de la sociedad. Los auténticos culpables recibieron ascensos en sus carreras burocráticas, además de importantes cantidades de dinero. ¡Viva México, cabrones…! Por esa razón Echeverría llamó esa misma noche a Excélsior para reportar que “en Tlatelolco caían sobre todo soldados”.16
Gutiérrez Oropeza, encargado también de informar al presidente el desarrollo de los acontecimientos, le expresó en una de muchas llamadas telefónicas que la situación estaba controlada, que efectivamente habían sido arrestados todos los integrantes del Consejo Nacional de Huelga y había uno que otro caído. Díaz Ordaz contestó:
—El pueblo podrá perdonar que me falle la cabeza, mi general, podrá perdonar que se me imponga el corazón, pero lo que el pueblo no me perdonaría sería la falta de pantalones para tomar una decisión —adujo don Gustavo, el gran Nito, soñando en la suspensión de garantías para eternizarse en el poder.
—Tiene usted razón, señor presidente —contestó Gutiérrez Oropeza—, usted juró defender la Constitución y las leyes que de ella emanan, y mire usted que efectivamente está cumpliendo en buena lid con la palabra empeñada. Este doloroso evento —continuó hablando con el corazón— podría ser inscrito con las mismas palabras de Vicente Guerrero cuando sentenció para siempre, ante el irremediable fusilamiento de su padre, “La patria es primero…”.
A las 19:30 horas, cuando la balacera tenía más de una hora de haber iniciado, el general García Barragán recibió una llamada del Estado Mayor Presidencial. Era la voz del general Luis Gutiérrez Oropeza.
—Mi general, tengo varios oficiales del Estado Mayor Presidencial apostados en algunos departamentos, armados con metralletas, para ayudar al ejército, con órdenes de disparar a los estudiantes armados; ya todos abandonaron los edificios, solo me quedan dos que no alcanzaron a salir y la tropa ya va subiendo, y como van registrando los cuartos temo que los vayan a matar. ¿Quiere usted ordenar al general Mazón, que relevó al frente de la operación Galeana al “general universitario”, que los respeten?
El general secretario se quedó pasmado. Comprendió entonces que las órdenes eran presidenciales y que los hombres que les tiraban a sus muchachos eran gente del Estado Mayor Presidencial, que había intervenido las radiocomunicaciones.
“¡Hijos de puta!”, dijo para sí.
—¿Por qué no me avisaste que harías eso?
—Usted sabe, mi general secretario, son instrucciones superiores del presidente de la República y por lo tanto hay que acatarlas. Él le dará a usted las razones pertinentes de su conducta si así lo considera conducente.
—¿Por qué no me lo informó, mi general? —insistió furioso el secretario de la Defensa Nacional—. ¿Por qué dieron instrucciones paralelas y contrarias a las mías, cuando ordené que no hubiera muertos y que nadie saliera lastimado? Espero que usted se percate de que es una traición y como tal puede ser sentenciado a la pena capital por un Consejo de Guerra.
—Señor general secretario, yo todo lo que hago es cumplir instrucciones del ciudadano presidente de la República, nuestro comandante supremo, general de cinco estrellas, no tengo manera de contestar sus insinuaciones y si tuviera los argumentos tampoco podría hacerlo por mi lealtad incondicional al jefe de la nación. Si usted así lo estima prudente, exíjale a él las explicaciones, o sométalo al Consejo de Guerra, sería una novedad jurídica y política…
García Barragán azotó furioso el teléfono, sabiéndose absolutamente traicionado. Las dudas lo asaltaron violentamente. ¿Quiénes eran los francotiradores? ¿Quién los había mandado? ¿De quién dependían? ¿Habían engañado al presidente de la República, al igual que a él? ¿Lo sabría Díaz Ordaz? El ejército mexicano había caído en una trampa imperdonable. Si el presidente sabía que iban a disparar desde las azoteas, ventanas y pasillos, ¿por qué no se lo informó al alto mando del ejército? Si Díaz Ordaz ignoraba todo, tendría que haber severas consecuencias. Las cosas de ninguna manera se podían quedar así. El ejército mexicano había sido injustamente manchado de sangre, al igual que su prestigio. ¿Quién iba a creer, a partir de ese momento, que el ejército nacional era inocente? Era evidente que él, en su carácter de secretario de la Defensa Nacional, tenía que velar por las instituciones mexicanas, sí, pero también debía proteger la imagen de las Fuerzas Armadas, que no estaban de ninguna manera para disparar en contra del pueblo, al que supuestamente estaban obligadas a proteger. “¡En buena hora salí con mis hombres a la calle por los ruegos de Corona del Rosal y Echeverría!”, se lamentaba… ¿Qué hacer? ¿Presentarle mañana mismo su renuncia al presidente, a falta de una explicación convincente? De ser cierto, Gutiérrez Oropeza, un mierda, y Díaz Ordaz llegaron a acuerdos que a él únicamente se le enviaban para su firma y aprobación. ¿Lo habrían saltado de nueva cuenta? ¿Un salto de estas dimensiones? ¿Una omisión de esta naturaleza? ¿El jefe del Estado mexicano era un traidor que había ordenado disparar en contra de la gente, su gente, su propio pueblo? ¿El presidente de la República había ordenado disparar contra las fuerzas armadas en la tarde ciega de Tlatelolco? Si el presidente sabía de los hechos y los había ordenado, era un traidor a la patria, y si no lo sabía, era un imbécil. Sí, pero el jefe de la nación era el hombre mejor informado de México, después de la CIA, y por ninguna razón podía escapar a su control esta situación. Le esperaba una noche difícil y tortuosa, igual que a nosotros, porque en ese momento nos percatamos que al saberse traicionado el ejército, Corona del Rosal no podría sostenerse sin el apoyo de las fuerzas armadas. Bye, bye, Ponchitou… En esta coyuntura nuestro candidato natural y único solo podía ser el señor general secretario de la Defensa Nacional, don Marcelino García Barragán, auténtico representante de la legitimidad y la legalidad.
Sin más, García Barragán ordenó a Mazón Pineda, su hombre sobre el terreno, que apoyara a los elementos “del hijo de la chingada de Gutiérrez Oropeza”. Posteriormente, Mazón le confirmó que en efecto había localizado a los dos hombres armados con metralletas, quienes aceptaron “haber disparado hacia abajo por órdenes del Estado Mayor Presidencial”.
“Traidores hijos de puta —insistió en silencio García Barragán, incapaz de liberarse de sus razonamientos—, pero el más traidor y más hijo de puta de todos es Díaz Ordaz porque ordenó disparar contra nuestros soldados, y lo que es peor, a mis espaldas”, concluyó furioso. Una terrible sensación de asco le recorrió el cuerpo entero. La náusea era incontrolable. Deseaba escupir a todos lados pero su boca estaba seca. La rabia se le desbordaba. ¿Quién estaba al frente del país? Si las instrucciones consistían únicamente en arrestar a los líderes, ¿entonces por qué abrir fuego, no solo en contra de ellos sino de las propias fuerzas armadas, de las cuales Díaz Ordaz era el comandante en jefe? Imposible que un criminal de esa naturaleza continuara siendo presidente de la República. ¿Matar, convertirse en un asesino, por qué? ¿Quién podría entender su conducta? ¿Derrocarlo? No, esa no era la vía correcta, si Díaz Ordaz había traicionado a la Constitución y a la patria, para ello estaban los tribunales y las leyes; él, en todo caso, quedaba obligado a ser institucional, porque de convertirse en un gorila más se pondría al mismo nivel del titular del Poder Ejecutivo Federal. Por supuesto que se negaría a ser etiquetado de la misma forma. Fue cuando recordó las palabras de Oropeza sobre “la imposibilidad de aprehender a los dirigentes sin echar tiros”. Le informaron por radio que la intensidad de la balacera comenzaba a disminuir. Se escuchaban ya solo tiros esporádicos. Y pensar que él había ordenado hasta el cansancio que no hubiera muertos.
Durante ese silencio transitorio concluyó casi el desalojo de todos los edificios y el traslado de detenidos del edificio Chihuahua a los transportes militares y de ahí al Campo Militar Número 1. No obstante, quedaban por arrestar Guevara Niebla, Anselmo Muñoz, David Vega, Eduardo Valle, además de al menos otros 20 líderes encerrados en el quinto piso del edificio Chihuahua. No tardaron en caer en manos del ejército, entre verdaderas escenas de pánico. Estaban seguros de que tenían los minutos contados. Cerrada la noche, los soldados apostados estratégicamente en los más diversos rincones de la plaza continuaban apuntando hacia arriba, en todas direcciones. De vez en cuando arrebataban a los fotógrafos sus cámaras y las estrellaban contra el suelo con todo y sus odiosos flashes, no había espacio en esos momentos para esos chismosos hijos de la chingada. Los francotiradores aprovecharon esa oportunidad para volver a disparar sus armas. Eran los 290 hombres de Corona del Rosal, oh my dear good Ponchitou!, quienes seguían instrucciones de causar ya solo más terror y ruido. Las bajas a esas alturas eran insignificantes, sin embargo, antes de las 11 de la noche se desató una segunda balacera más intensa que la primera, lo que parecía ya imposible, y volvieron a encenderse los focos rojos de la seguridad nacional. García Barragán no entendía nada. ¿De qué se trataba? Ya no había desde hacía un buen rato un solo civil en la plaza.
Eran, además, los muchachos de Díaz Escobar, los porros paramilitares comandados por el Fish, quizá los únicos que en ese cuadro de horror se sentían felices disparando sus armas: estaban acostumbrados a vender cocaína, a golpear médicos, obreros, electricistas, ferrocarrileros, estudiantes, a asesinar a sueldo, amenazar profesores, chantajear alumnos por dinero y derrocar autoridades a mano armada. Al propio Fish se le entregaría su título —después de haber reprobado todas las materias— con todos los honores en 1969, para ocupar un cubículo en la burocracia bien pagada, en lugar de un destacado espacio en cualquier prisión. No faltará mucho para que los funcionarios de la propia Universidad lo saluden con respeto y los directivos, que ahora solo lo tienen como dirigente de grupos de choque, lo contraten como profesor o burócrata… ¡Una maravilla de impunidad, uno de los orígenes del atraso que nunca debemos explicar a los mexicanos ni a nadie para que jamás salgan del agujero!
Después de un tiroteo de 30 minutos, los francotiradores restantes tendrían que camuflarse y perderse entre los estudiantes y habitantes de los 10 edificios monumentales de Tlatelolco desde donde dispararon. La noche, cerrada como su mente, los favoreció. En caso de ser detenidos y trasladados a prisiones civiles o militares, se identificarían como ciudadanos comunes, estudiantes, asistentes al mitin, vecinos de Tlatelolco. Para todo tendrían una respuesta, y una clave secreta para ser inmediatamente liberados.
La balacera cesó finalmente en punto de las 23:30 horas. De inmediato se dio orden de peinar la zona y hacer descender a los francotiradores. García Barragán pensó en los fusilamientos, pues estaba seguro de que se trataba de militares y no de porros y agentes camuflados de la CIA. Rápidamente fue localizado el armamento en los lugares desde los que se hizo fuego a los soldados: rifles con mira telescópica, escopetas, carabinas, revólveres, pistolas tipo escuadra y cajas de cartuchos de diversos calibres y subametralladoras. Los tiradores, en su inmensa mayoría, se escondían en departamentos dispuestos al efecto por los jefes del DDF. Huían. No convenía que los atraparan. Pasada la medianoche, el general Mazón Pineda presentó a “290 francotiradores” capturados en los diferentes edificios desde los que se hizo fuego a la plaza, la mayoría de los cuales, 230, fueron capturados en el edificio Chihuahua. En su parte, Crisóforo Mazón se cuidó de distinguir entre estos y “2 mil de los capturados, que eran concurrentes al mitin”, muchos de los cuales habían sido resguardados en el convento anexo al templo de Santiaguito; Santiago Matamoros en España y Mataindios aquí en México.
A partir de entonces y hasta las cinco de la mañana se llevó a cabo la clasificación general de detenidos —donde una vez más se lograron evadir algunos asesinos, todos ellos debidamente equipados con sus respectivas credenciales—, así como su traslado a las prisiones correspondientes, de las que saldrían los verdaderos criminales porque para ello el Pollo se ocuparía de arreglar los casos con los jueces, de modo que no se libraran ni órdenes de aprehensión en contra de ellos ni se les dictaran autos de formal prisión. No se trataba de dejar piezas sueltas…
Comenzó asimismo la limpieza de la plaza por los empleados de Servicios Generales del DDF, a cargo de Díaz Escobar, y el traslado de muertos y heridos en ambulancias militares a la Cruz Roja. Entre camiones de redilas, ambulancias de la Cruz Roja y de la Cruz Verde, sacaron de Tlatelolco los cadáveres esa noche. El gobierno redujo la cifra de muertos a 43: 39 civiles y cuatro militares. Sin embargo, mis números eran diferentes: a mí y a mi agencia nos convenía aumentar la cifra y la aumentamos para llegar a 128 muertos, ni uno más, entre los que se contaron 39 civiles y 89 soldados. Ciento setenta y nueve cadáveres fue la cantidad que sumaron cinco de los reporteros de AP. Sus números coincidieron con los de nuestra embajada. Mi dato era el bueno porque, si bien resultaba imposible ocultar el número de los civiles en tanto que sus familiares reclamarían los cadáveres o harían marchas callejeras para protestar por los desaparecidos y mentir al respecto resultaba complejo y arriesgado, no era así en el caso de los militares, quienes podrían haber caído en combates en la sierra de Guerrero: bastaba con entregar a los deudos, si acaso, una carta de pésame firmada por sus superiores y tal vez su cadena con datos de identificación, que deberían haber tenido colgada obligatoriamente del cuello. Nada de enterrarlos con la bandera. Si fueron incinerados en el horno crematorio del Campo Militar Número 1, nunca nadie jamás lo sabría por tratarse de un secreto que quedaría guardado para siempre en los archivos de la Defensa Nacional.
Cuando pasadas las 11 de la noche finalmente terminó la balacera, Barragán sabía perfectamente que había caído en una trampa no solo militar sino política. Comenzó a repasar en su mente los sucesos. El descrédito de las fuerzas armadas a su cargo podría precipitar una crisis atroz. Era absolutamente indispensable aclarar que el ejército no había disparado contra la población, pero la única manera de hacerlo era afirmando que los soldados fueron recibidos a tiros, y que contra dicha agresión se defendieron disparando únicamente a los francotiradores. Sí, pero ¿quiénes eran los francotiradores en realidad? ¿Se atrevería a acusar de traición a la patria al presidente de la República? ¿Con qué consecuencias? Una declaración suya de semejante naturaleza podría provocar el estallido de una guerra civil. ¿Quién iba a permitir que Díaz Ordaz permaneciera un minuto más en el cargo después de divulgar dicha información? Cuidado, mucho cuidado con la lengua, cuidado… El año entrante ya habría candidato presidencial. El sexenio no estaba comenzando. Era claro que ningún militar podría pretender el poder después de Tlatelolco. ¡Pobre Ponchitou!
Debo subrayar que Echeverría se comportó como un político imaginativo, porque a partir de las ocho de la noche mandó a diferentes grupos de agentes de la secretaría a su cargo a que ingresaran sin orden previa de un juez a las redacciones de los diarios de la capital de la República para decomisar, destruir y secuestrar los negativos y las fotografías ya impresas, sobre los hechos ocurridos ese día. Solo él tenía la filmación completa de lo ocurrido, por esa razón quiso que el 3 de octubre García Barragán fuera a Televicentro a informar de los hechos; por supuesto que el militar lo mandó al carajo.
La prensa mexicana apoyó la versión oficial de la historia al privilegiar las opiniones del gobierno y minimizar los puntos de vista críticos. Aceptó la justificación de la autoridad de que la represión había sido inevitable por la “actuación de fuerzas extrañas” y reiteró “la exigencia de preservar las instituciones…”. Asimismo, cerró el país a “las ideas extranjeras que contradecían la versión gubernamental”, segura de que “los extranjeros distorsionaban lo que pasaba en México”.
Todos los diarios afirmaron que la tropa fue recibida a balazos por francotiradores, según declaró por la noche Marcelino García Barragán, quien informó “que mientras el ejército usó en el tiroteo su arma reglamentaria —mosquetón 7.62—, los francotiradores utilizaron metralletas…”. ¡Claro que no precisó la identidad de los asesinos, pero sí intentó limpiar el rostro de la institución, que había sido inocente en la tragedia! A ver quién lo desmentía… Aceptó que los mexicanos estaban de acuerdo con las medidas tomadas por las fuerzas armadas… Aseguró finalmente que no continuaría este tipo de problemas porque el ejército los iba a evitar.
La Secretaría de Gobernación hizo sentir a los periodistas cuán importante era para el gobierno mantener el más estricto control de la información sobre lo sucedido, que aún es incomprensible y lo será durante largo tiempo. “Barrió el ejército con foco subversivo en Tlatelolco”17 era, sin duda, el titular más recomendable para las ocho columnas. Echeverría se acercaba a pasos agigantados a la presidencia de la República.
Novedades, por su parte, rompió la tonada en primera plana: “Balacera entre francotiradores y el ejército”. Único diario que cabeceó la verdad.
Bajo el título de “Tlatelolco sangriento”, afirmó el Excélsior: “La desolación ha vuelto a invadir la capital mexicana, el corazón de la República. La presencia del ejército demandada para dispersar un mitin que se realizaba en la Plaza de las Tres Culturas, dejó un atroz saldo de muerte y sangre […] Porque los hechos de anoche nada aclaran ni a nada responden. Por lo contrario, han creado nuevos agravios […] la respuesta a tal desbordamiento [de los estudiantes] no ha sido prudente ni adecuada […] La sangre derramada exige, con dramática vehemencia, una reconsideración de rumbos”.
También el 3 de octubre en Excélsior Abel Quezada publicó, como cartón, un rectángulo negro en señal de luto, al que tituló: “¿Por qué?”.
Se trataba de controlar toda la información para que solamente trascendiera aquella autorizada por el gobierno. Se asesinaba la realidad y la memoria colectiva de México. De los primeros días de octubre de 1968 no quedaría ni rastro en la prensa mexicana. De nada sirvió que el general Hernández Toledo afirmara:
Ni siquiera llevábamos los soldados las armas abastecidas con cartucho, pues la orden que cumplíamos era estricta en el sentido de no hacer fuego, claro está, siempre y cuando no se tratara de una legítima defensa. Tan es verdad esto que pensar lo contrario sería tanto como suponer que nuestros soldados carecen de puntería y que a una distancia de 50 a 75 metros no pudieron, disparando contra la multitud, obtener más de una treintena de muertos, lo cual es falso y absurdo por completo, pues cada bala que hubiésemos disparado contra la gente inocente, arremolinada entre la multitud, hubiese herido o matado cuando menos a cuatro personas.18
¡Claro que el ejército no había disparado! Solo nosotros sabíamos la verdad y sabríamos resguardarla porque al gobierno mexicano no le interesaba que se supiera, más aún cuando en la CIA, el FBI y el Departamento de Estado habíamos trazado los planes. ¿Acaso Díaz Ordaz o Echeverría o quien fuera iba a reconocer que la CIA, un instituto desprestigiado y salvaje, tenía tanta influencia en el gobierno, al extremo de que el presidente de la República y varios de sus subalternos más importantes ordenaran disparar en contra de la gente, de acuerdo a nuestras sugerencias? Nosotros teníamos un seguro contra cualquier indiscreción. De la misma manera que Echeverría sustrajo de los periódicos las fotografías captadas durante la masacre así como los negativos, también se quedó con todos los cientos de metros de película que había tomado Servando González, donde quedaba la evidencia de lo acontecido. Por supuesto que nunca se volverá a saber de esos rollos.
Algunos de los asesinos entrenados por nosotros, perfectamente serenos, fueron liberados durante las horas siguientes al no poder ser identificados como miembros del CNH ni del PC, únicas dos preguntas a las que se limitó el interrogatorio en el Campo Militar. Había sido el día más feliz de sus vidas. ¡Están ustedes en libertad!19
La noche del 2 de octubre García Barragán no recibió llamada alguna del presidente de la República, si bien hizo contacto con Luis Echeverría, quien se mostró sorprendido por lo narrado. García Barragán no sabía, aun cuando lo intuía, que el secretario era un hijo de la chingada, como lo ratificó varias veces después en conversaciones telefónicas que yo pude interceptar. ¿Pero quién en México no es un hijo de la chingada? Tiras una piedra al aire y automáticamente matas a un hijo de la chingada…
Algunos, apenas algunos de los intelectuales, no los mercenarios de siempre que requerían de prebendas del gobierno para sobrevivir, protestaron por la represión militar y policiaca, por la violación a la autonomía universitaria, el anticomunismo del gobierno y de la iniciativa privada, el imperialismo y sus agentes y las fórmulas gastadas de un régimen antidemocrático cuya incapacidad para dialogar con el pueblo y resolver sus problemas con métodos políticos, no policiacos, se volvía cada vez más evidente. Agregaron que los estudiantes luchaban por reivindicar las libertades democráticas, por lo que las fuerzas armadas no se debían utilizar para intimidar al pueblo e impedirle el ejercicio de sus derechos, y menos al margen de la ley. Exigían la liquidación de los mecanismos represivos y anticonstitucionales, la liberación de los presos políticos, la elaboración de una genuina reforma universitaria y de una política progresista capaz de liberar a México de la dependencia del imperialismo y al pueblo de su miseria secular… Yo me reía a carcajadas: los mexicanos solo se sacudirían de encima al “odioso” imperialismo yanqui cuando contaran con arsenales nucleares superiores a los nuestros. Así y solo así les podríamos devolver sus territorios de California, Tejas —con jota— y Nuevo México, junto con la actual Arizona. Mientras tanto que hablaran y volvieran a hablar, como también protestaban Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Jean-Luc Godard, Alfred Kastler, Premio Nobel, y el Pen Club Internacional, firmado por Arthur Miller. ¿Tienen bombas para detenernos? ¿No…? ¡Pues a la chingada con su sabiduría…!
Ante tanta reclamación justificada, justificadísima, tanto de origen interno como externo, los jueces mexicanos, como Eduardo Ferrer McGregor, antiguo agente de Gobernación al servicio incondicional del Pollo Gutiérrez Barrios, firmaban los autos de formal prisión sobre un machote para no perder tiempo en la reclusión “legal” de los detenidos. Bastaban las instrucciones del Pollo al Poder Judicial para que se declarara la pérdida de la libertad de los acusados sin averiguaciones previas, con cargos inventados y sin pruebas contundentes. Los abogados de la Procuraduría General de la República, los agentes de la DFS y algunos representantes del Poder Judicial habían hecho una alianza obscena en contra de los ciudadanos. ¿Los francotiradores? ¡Libres! ¿No decía la Constitución mexicana que nadie podría ser privado de la libertad sin orden previa dictada por autoridad competente? Pues ahí estaba la autoridad competente, bueno, en realidad medio competente, a la mexicana.
Todo pudo imaginarse García Barragán con relación a las traiciones cometidas en su contra, tanto por el presidente de la República como por Echeverría, Gutiérrez Oropeza y Corona del Rosal, pero lo que nunca pasó por su mente fue que el 3 de octubre, al día siguiente de la carnicería, el embajador de Estados Unidos, Fulton Freeman, solicitara una audiencia urgente e inaplazable con el secretario de la Defensa. El embajador yanqui llevaba en su aide-mémoire que en 1952 García Barragán había llegado a contar con 700 oficiales leales y capacitados para tomar el Palacio de Gobierno y la Comandancia de Policía para que “se garantizara la legalidad de los comicios o tomaría el control”. Estaba del lado de Henríquez Guzmán, rival del candidato presidencial. Lázaro Cárdenas le había solicitado esperar al resultado de la elección nacional antes de asestar el golpe.
—Levántese en armas, bien, Marcelino querido, pero no sea el primero porque a ese seguro se lo chingan. En estos casos conviene ser el segundo —había aconsejado el expresidente.
La idea era que la tentación golpista y totalitaria que prevalece en las mentes de muchos militares no hubiera desaparecido 16 años después. No se podía perder igualmente de vista que el destacado oficial había desistido a última hora de sus planes, para evitar un baño de sangre en aquel 1952.
Por supuesto que hizo pasar de inmediato al ilustre diplomático. No habían transcurrido tres minutos de conversación cuando Freeman le disparó a bocajarro la siguiente oferta:
—Tengo instrucciones del señor presidente Lyndon Johnson para invitarlo a que encabece un golpe de Estado y se convierta usted en el nuevo presidente de México, con todo el apoyo de las fuerzas armadas norteamericanas.20
García Barragán se quedó paralizado, escrutando el rostro bronceado del jefe de la misión diplomática yanqui. El general secretario recordó sus años de revolucionario, sus convicciones patrióticas grabadas a sangre y fuego en los campos del honor para construir un México mejor, más libre, más próspero. Recordó los años constitucionalistas con Venustiano Carranza, los del arribo de Álvaro Obregón, el gobierno de Calles y su Maximato, los esfuerzos que había hecho este país para construir las instituciones con que finalmente contaba. ¿Que la democracia todavía no existía? No, pero la nación se encontraba en vías de alcanzarla, era un problema de tiempo. Cuántas veces expuso la vida y vio caer a los suyos en el campo de batalla y vivió traiciones, zancadillas, dobleces de los políticos, y ahora a él, un soldado de extracción revolucionaria, el representante del imperio le ofrecía convertirse en un gorila latinoamericano del corte de Trujillo, Somoza, Ubico, Castillo Armas, Batista, entre otros tantos más. ¿Su destino sería volverse un simio amaestrado al servicio de la CIA, el FBI y el Departamento de Estado? ¿Sería otro más de estos primates a los que Estados Unidos les tira un cacahuate y ellos lo atrapan en el aire? ¿Un triste mico más, devorador de bananas? Por supuesto que Estados Unidos le permitiría enriquecerse, robándose todo aquello que él decidiera del tesoro mexicano. Sería, sin duda alguna, uno de los hombres más ricos del mundo. ¿Pero quién tenía interés en convertirse en el hombre más rico del mundo? ¿Para qué? ¿Cuánto valían su dignidad, su historia personal, el destino de su país?
¿Cuánto valía su imagen ante él mismo, ante las fuerzas armadas a las que destinó toda su vida, y ante los suyos? ¿Cómo se vería su retrato, vestido con uniforme de gala y con la banda tricolor cruzándole sobre el pecho, a sabiendas de que sería un golpista? García Barragán sabía que Álvaro Obregón había caído a balazos porque rompió las reglas del juego de la reelección y además se había atravesado en la carrera de su paisano Plutarco Elías Calles. No por miedo a la bala, claro que no, sino por un concepto de dignidad y de honor rechazaría la oferta de Fulton Freeman. ¿Pero quién sería el primero? Destituir a ese primero ocasionaría una nueva revuelta nacional.
—Señor embajador, permítame decirle que aceptar su ofrecimiento implica traicionar a mi país, mi carrera, a los míos, mis convicciones y el destino político de México; descarto cualquier posibilidad de dar un golpe de Estado. Se equivocó usted de hombre. Como se equivocó también al proponerle al capitán Alberto Quintanar asesorarlo para asestar el golpe junto con otros integrantes del ejército mexicano.
El embajador no salía de su asombro. ¿Cómo había llegado a oídos del secretario una información tan delicada y ultrasecreta?
Fulton Freeman palideció, parecía no creer lo que le decían las palabras de García Barragán.
—¿Necesita usted tiempo para pensarlo? —cuestionó mientras buscaba cómo hacerse de argumentos ante la catarata contundente del secretario.
—Por supuesto que no necesito ni un segundo para pensarlo. Insisto: lo que usted me propone es una traición y yo no soy un traidor. En este mundo todavía existimos personas con sentido del honor. Si alguien le dijo a usted que yo era un militar corrupto, venal y podrido, como otros tantos más, lo malinformaron, señor embajador.
Después de guardar un pesado silencio, tratando de medir sus palabras, Freeman agregó:
—En ese caso, si usted no acepta mi oferta, me veré en la necesidad de ofrecérsela a cualquier otro militar mexicano, porque no estoy acostumbrado a dar malas noticias en Washington.
En ese momento García Barragán se puso de pie. Colocó ambos puños sobre la cubierta de su escritorio de caoba. Apuntó a los ojos del embajador de Estados Unidos para disparar las siguientes palabras:
—Debo decirle a usted que si está pensando en el general Alfonso Corona del Rosal, él tiene la simpatía del ejército, efectivamente, solo que yo tengo el control absoluto de mis hombres y el respeto de mis soldados. Si procede a sobornarlo a él o a cualquier otro militar, al estilo de ustedes, para que dé un golpe de Estado en mi país, todo lo que logrará es provocar una nueva revolución, una guerra civil, porque debe saber que combatiré una decisión semejante con todos y cada uno de los efectivos y la plana mayor del ejército mexicano. Basta que yo llame a filas para que el 99% de los militares de este país esté conmigo. Ante su insistencia, usted le prenderá fuego a un bosque, sin saber que el viento puede jugar veleidosamente y quemarlos a ustedes mismos; un incendio pavoroso puede ser de consecuencias imprevisibles. Le aseguro que un golpe de Estado en México, en contra de mi voluntad, se convertirá en una guerra civil y esto no creo que sea conveniente no solo para nosotros, sino tampoco para ustedes. Cuidado con los incendiarios, señor embajador, cuidado, el fuego puede prender para todos lados.
—Todo se puede hacer sabiéndolo hacer…
—Nadie sabe más que yo de respuestas militares en este país. Entrarían ustedes en un campo minado.
—México ya es un campo minado con tanto comunista.
—Pues yo no he visto ni a uno solo. Nomás no vengan a jalarle la cola al tigre.
—No nos preocupa su tigre, general, lo que México necesita no son presos políticos, sino políticos presos —volvió a disparar Freeman, insinuándole a García Barragán que él era uno de los bandidos.
—Lo corrijo, señor Freeman, lo que México necesita son embajadores respetuosos de nuestras instituciones y no perros mastines.
—En ese caso…
—En ese caso —agregó el general secretario—, mucho le agradeceré a usted tenga la gentileza de abandonar esta oficina a la brevedad.
El embajador norteamericano se quedó petrificado en el asiento. Su rostro despedía una ira incontrolable. De golpe enrojeció y las venas de su frente, inyectadas de sangre, amenazaron con reventar en cualquier momento. Nunca nadie lo había corrido de una oficina. ¿Tenía que ser un chango mexicano el que lo despidiera por primera vez? No entendía que los muertos de hambre también tenían dignidad; más, mucho más si eran mexicanos. Tírale un pedazo de pan a un hambriento y te puede sacar los ojos con los pulgares.
Ante su inmovilidad total, García Barragán todavía agregó:
—Si requiere usted ayuda, señor embajador, puedo pedir a mis auxiliares que lo conduzcan hasta su automóvil en este preciso instante.
Fulton Freeman se levantó furioso de la silla y sin extenderle la mano ni despedirse, se dirigió a la puerta de la oficina. Con el picaporte en la mano izquierda giró sobre sus talones para disparar un tiro al centro de la frente de García Barragán, quien contemplaba todavía de pie la escena:
—No debe perder de vista, general Barragán, que a la hora que se nos dé la gana, no solo acabaremos con Díaz Ordaz o con usted y todo su mugroso ejército de muertos de hambre, de la misma manera en que impusimos al famoso sha de Irán en 1953, a los Somoza en Nicaragua, a los Trujillo en la Dominicana o a los Castillo Armas en Guatemala… No lo olvide… —sin detenerse todavía alcanzó a agregar—: En los últimos años impusimos tiranos hechos a nuestra medida en Laos, Haití, Brasil, Bolivia, Indonesia y Grecia, tan cerca como el año pasado… ¿Sabe usted cuánto tiempo nos llevará colocar a un monigote nuestro en su Palacio Nacional?
—Lárguese o convoco en este momento a una rueda de prensa para que el mundo sepa quién es Fulton Freeman y el imperio al que presta servicios delictivos —concluyó García Barragán blandiendo el dedo índice como si amenazara con una espada desenvainada—. ¡Largo, carajo…!
En ese momento se había hecho patria en México.
Yo no podía creer el relato de Fulton cuando el día 4 en la mañana me explicó a detalle su conversación con García Barragán.
—Creía que los mexicanos eran uno más corrupto que el otro, y ahora me sale este estúpido militar con pretensiones de santo… como si no los conociera. A título de represalia, a la que tenía derecho, mandé distribuir miles de volantes con la biografía del Mariscal Cimarrón, Chelino García Barragán.
—Fulton, conozco a los mexicanos muy bien, después de 12 años de estancia en este país algo te puedo decir. Efectivamente provocaríamos una revolución, de modo que creo que nuestros informes a Washington debemos enviarlos sobre la base de explicar que todo aquello que pretendíamos se ha logrado. ¿Qué se ha logrado? En este momento, todos los líderes estudiantiles están presos. Se ha desarticulado la estrategia comunista urdida en el extranjero, sobre la cual debo confesar que nunca logré tener la menor evidencia de alguna infiltración maoísta, leninista, trotskista, soviética o cubana: ¡nada, nada, querido Fulton, lo que es nada! Entonces tenemos que escoger entre sobornar a cualquier otro militar para que se enfrente al ejército capitaneado por García Barragán, y en ese caso asistir una guerra civil en México, o aceptar que Díaz Ordaz puede llevar la fiesta en paz y en orden, sin ninguna amenaza comunista de ninguna naturaleza. De esta manera, nuestros intereses estarán perfectamente bien preservados, el presidente de la República estará de nuestro lado y todo lo que tenemos que hacer es esperar a que la persona que designe como su sucesor nos garantice igualmente la seguridad que necesitamos para nuestros inversionistas, así como evitar filtraciones extranjeras en México que puedan afectar los intereses continentales de Estados Unidos. Eso, querido Fulton, te aseguro que lo lograremos.
—¿No crees entonces en la conveniencia de insistir en el golpe de Estado, Winston?
—Lo descarto por completo, Fulton. Creo, con la mano en el corazón, que sería un error gravísimo. Si aquí estuviera el presidente Johnson, él mismo aceptaría nuestros argumentos: si ya tenemos a un hombre que nos garantiza y que es custodio de nuestros intereses, para qué un golpe de Estado que bien podría tener como consecuencia la instalación de un dictador que acabe convirtiéndose en un dolor de cabeza, como algunos. ¿Para qué corremos el riesgo de un nuevo Castro? Si a Trujillo lo sustituimos definitivamente porque temíamos que había llegado a los extremos y podía explotar una guerra civil en la Dominicana, y precisamente para que no estallara cambiamos de dictador, entonces en México, ¿para qué nos arriesgamos a una guerra civil cuando nos unen 3 mil kilómetros de frontera y además tenemos a un monigote que nos asegura la tranquilidad que buscamos…?
—Sí, Win, pero Díaz Ordaz pronto se irá de Los Pinos, ¿y entonces?
—Entonces no hay más hombre que Echeverría y se tragará todo lo que le demos de comer en nuestra mano. Lo tenemos controlado, controladísimo. Los militares como Corona del Rosal están quemados ante el pueblo durante los siglos por venir. Martínez Manautou se incineró desde que se autodestapó sin la consigna presidencial. Está más muerto que los muertos, el muy imbécil.
Si García Barragán no se imaginaba la invitación que le había formulado nuestro Fulton Freeman para encabezar un golpe de Estado, menos, mucho menos pudo suponer que ese mismo 3 de octubre Díaz Ordaz, ya de regreso de Guadalajara, lo citara, ya entrada la noche, a su oficina en Palacio Nacional para entregarle un sobre cerrado que incluía un escalofriante decreto del que no tenía noticia alguna. La reunión no pudo ser más fría y cortante. El secretario de la Defensa expuso hechos de sobra conocidos por el presidente, pero se abstuvo de enrostrarle absolutamente nada en torno a los francotiradores de Gutiérrez Oropeza. La imagen del ejército había sido severamente castigada, argumento que no aceptó el jefe de la nación aduciendo que quienes habían abierto fuego eran los universitarios y los politécnicos en contra de las fuerzas armadas, que no habían tenido otro remedio sino contestar la agresión en legítima defensa. De ahí nadie lo sacaría. Imposible contradecirlo y exhibirlo como un mentiroso puesto que había autorizado la balacera y ordenado la liberación de los asesinos por razones hasta ese momento desconocidas. La fractura entre ambos era irreversible y sin embargo ninguno de los dos podía hablar, claro, salvo que Díaz Ordaz confesara las presiones y amenazas ejercidas por la CIA en contra de su gobierno, o que el secretario llamara hijo de puta a su superior por haber ordenado matar a tanta gente, sobre todo a su gente. ¿Resultado? Acallar.
Sentado frente al escritorio de caoba del presidente, García Barragán abrió el sobre pensando que se trataría de la renuncia a su elevado cargo. ¿Cuál no volvería a ser otra terrible sorpresa cuando al terminar la lectura del texto contenido en tres hojas se percató de que se trataba, nada menos, que de un decreto que implicaba la suspensión de garantías individuales en todo el país?21 Al concluir la lectura volteó a ver el rostro del jefe de la nación. ¿Estaría soñando? En la mañana Fulton Freeman le había ofrecido encabezar un golpe de Estado y ahora Díaz Ordaz hacía lo mismo sin la grosera claridad del diplomático.
—¿Pero qué es esto, señor? —preguntó García Barragán en su azoro.
—El país está muy convulsionado y para atrapar a los comunistas no podemos andarnos por las ramas, mi general, ni esperar a que los jueces dicten órdenes de arresto porque se nos escapan. Como abogado le digo: agarrémoslos donde los encontremos y encarcelémoslos de inmediato antes de que ahora sí acaben con el Estado mexicano.
Mientras Díaz Ordaz explicaba sus razones, García Barragán entendió que su poderoso interlocutor deseaba eternizarse en el cargo. Se cancelaban los derechos de los mexicanos indefinidamente, incluido tal vez el de votar. A saber hasta dónde se podría llegar con un decreto así. La suspensión de garantías implicaba un adiós a la dignidad de las personas, adiós a la libertad de expresión, de prensa, de asociación, de reunión, de tránsito, la libertad religiosa… A partir de hoy cualquier político se podría apropiar del patrimonio de los demás, desaparecería la seguridad jurídica y las personas bien podrían perder su libertad según los caprichos de quién sabe quién y por cuánto tiempo, tal y como había acontecido ayer mismo en la noche.
—Señor presidente —repuso con voz severa y ruda, la de un militar de carrera que se había formado a balazos en combate desde los años de la Decena Trágica, cuando de manera conjunta con militares mexicanos asesinamos a Madero y a Pino Suárez—, si los líderes estudiantiles ya están en la cárcel y pasarán buen rato recluidos, y además está asegurada la celebración de los Juegos Olímpicos, no veo la necesidad de suspender garantías.
—Los comunistas están sueltos y pueden causar desórdenes —contestó Díaz Ordaz.
—Con el debido respeto, no veo, es más, nunca vi a los tales comunistas y menos ahora que ya saben el precio a pagar si asoman la cabeza. Después de la balacera de ayer, México tardará muchos años en volver a vivir manifestaciones callejeras porque la gente no ignorará en largo tiempo la presencia de francotiradores que podrían disparar detrás de cualquier ventana. No se preocupe, señor presidente, en el caso de que hubiera más comunistas libres, estos se meterán en sus agujeros por un buen rato: la lección fue muy severa, créamelo…
—¿Usted se compromete a preservar el orden en la República? —cuestionó el presidente quitándose los lentes y limpiándolos con vaho para después, sin ocultar su nerviosismo, frotarlos contra su corbata de seda francesa.
—Me comprometo, señor —adujo el miltar, consciente de que se interponía en los planes del primer mandatario. ¿Estaría pensando en la reelección indefinida? ¿Sería un tirano en potencia? ¿Qué habría detrás de semejante propuesta? ¿Con quién estaba hablando?
—En ese caso, usted será el responsable, mi general, de cuanto pueda acontecer —agregó Díaz Ordaz con el gesto fruncido, a sabiendas de que se le estaba escapando la oportunidad de su existencia. A ningún lado iría sin el apoyo del ejército. Su frustración era inocultable. Al Congreso y al Poder Judicial los tenía en el puño, no así a las fuerzas armadas, más aún cuando García Barragán ya sabía a esas alturas que los francotiradores habían sido hombres del Estado Mayor Presidencial y por lo tanto la traición estaba al descubierto. Sin embargo, no se atrevió a encararlo. Adiós a la reelección o a la dictadura, adiós, adiós, adiós…
—Es curioso, señor —respondió el secretario tratando de esconder la cólera por haber sido culpado de lo que pudiera suceder en el futuro—, pero hoy en la mañana el propio embajador Freeman me amenazó de alguna manera con lo mismo.
—¿Freeman? ¿Qué tenía que hablar Freeman con usted y menos en estas circunstancias? —se estremeció Díaz Ordaz saliéndose de sus casillas.
—Me pidió encabezar un golpe de Estado contra su gobierno —contestó el general secretario lanzando un obús directo a la cabeza de Díaz Ordaz.
—¿Freeman?
—Sí, Freeman —agregó García Barragán experimentando un gran placer, como quien se solaza metiendo el dedo en una herida, removiendo carnes ensangrentadas. ¡Qué pronto había podido vengarse del momento en que Gutiérrez Oropeza le solicitó liberar a sus francotiradores por órdenes del presidente, lo cual le permitió descubrir toda la estrategia criminal urdida a sus espaldas! Si ayer le habían hundido un puñal en el cuello, hoy devolvía la afrenta asestándole a Díaz Ordaz un sonoro machetazo en la nuca.
El primer mandatario se puso violentamente de pie y después de golpear con los puños cerrados la cubierta de su escritorio, gritó perdido de furia:
—¡Cabrones! Son una bola de cabrones hijos de la chingada, los gringos son unos hijos de la chingada, no se escapa ni uno solo —concluyó con los ojos inyectados de sangre.
—Lo son, señor, lo son…
Díaz Ordaz recordó en silencio sus interminables conversaciones conmigo, sin olvidar las garantías que yo le había extendido para mantenerlo en el cargo si de verdad limpiaba de comunistas al país. Le retumbaba en la cabeza aquello de protegerlo siempre y cuando ejecutara a fondo la purga de agentes enviados por la Unión Soviética, Cuba, Corea del Norte y China. Ahora descubría que el escándalo del 68 no había sido sino parte de un plan para derrocarlo e imponer a un gorila de la CIA, originado en la invención de un conflicto estudiantil que lo exhibiría como un inútil o, tal vez, como un sanguinario político que debería ser removido de su cargo. El pretexto aparecía en ese momento con la debida claridad. La jugada era evidente pero no podía abrirse el pecho delante de García Barragán ni de nadie más. Se llevaría el secreto y la traición a la tumba. ¿Cómo vengarse? ¿Derrocar a Johnson? ¿Acusarme a mí, a Win Scott, ante él, cuando el propio jefe de la Casa Blanca había aprobado los planes? ¿Quejarse en el Pleno de la Asamblea de las Naciones Unidas? ¡Bah! Tendría que aprender a dejarse golpear sin expresar el menor lamento. “Se necesita ser muy hombre para hablar, pero más hombre se necesita ser para quedarse callado”, le dijo alguna vez a Echeverría.
Después de serle reconocida su patriótica respuesta ante el embajador yanqui y de reiterarle la confianza en su persona, García Barragán abandonó Palacio Nacional con la fundada convicción de que nunca recuperaría la seguridad en su propio presidente, un traidor que por lo que fuera ordenó abrir fuego en contra de soldados y estudiantes, tan leales unos como inocentes otros. De cualquier manera le había asestado una señora puñalada en el estómago y le amargó para siempre no solo la presidencia, sino la vida misma. Bien sabía que, a partir de esa noche, en Los Pinos viviría un cadáver insepulto.
¿Correr a Gutiérrez Oropeza, a Corona del Rosal, a Echeverría y a Gutiérrez Barrios? No puede ser, todos sabían demasiado. Al primero lo haría general de brigada y a Poncho no lo nombraría su sucesor, ¿un militar en el poder después del 2 de octubre?, ¡imposible!, pero en cambio lo dejaría robar como premio de consolación y así garantizarse su silencio y lealtad. Echeverría sería premiado con la presidencia de la República por su fidelidad, en principio a Díaz Ordaz, no así a las instituciones del país. ¿Supo paso a paso de la elaboración de los planes y su posterior ejecución? ¡Sí! ¿Calló y guardó solidaria discreción para no comprometer su carrera política? ¡También! Un hombre con esos antecedentes no merecía premio alguno sino ser igualmente acusado como cómplice del cargo de traición a la patria. Pero en México no existe nada de eso de que “quien la hace, la paga”, aquí nadie paga nada… ¿Qué político implicado en el movimiento del 68 explicaría en el futuro la verdad de lo acontecido? ¿Quién se iba a atrever a confesar que todo había sido un plan para imponer a nuestro son of a bitch, sobre la base de acabar con los comunistas que nunca encontramos? ¿Las marchas, los infiltrados en escuelas preparatorias, vocacionales y universidades, la organización de los paramilitares para enardecer y golpear, la colocación del país en extrema situación de riesgo, los disparos, las matanzas, los arrestos, las persecuciones, todo había sido tramado y ejecutado por instrucciones de la CIA? ¿No había vergüenza? ¿Hasta dónde llegaba la dependencia? ¿Quién gobernaba, en realidad, en México? Nunca, nadie, ningún político o gobernante volvería a hablar del tema para evitar ser acusado de traición a la patria, salvo que masacrar a militares y civiles inocentes por orden presidencial de acuerdo con instrucciones provenientes del extranjero no sea considerado como grave traición a la patria. Díaz Ordaz no podía acusar a nadie, sino absorber toda la responsabilidad política y ver por el hermetismo del sistema, un sistema integrado por delincuentes, por más que fueran nuestros socios.
Ese 3 de octubre de 1968, en este gran teatro del mundo, en el escenario mexicano todo se convirtió en traiciones: García Barragán, quien declaró a los medios que no habría suspensión de garantías22 —¿por qué él?—, envenenó la vida de Díaz Ordaz hasta el último día de su existencia. Don Gustavo traicionó a su secretario de la Defensa Nacional y los gringos traicionamos al presidente. ¿No traicionó el jefe de la nación su juramento al no guardar ni hacer guardar la Constitución ni las leyes que de ella emanan, por lo que la nación habría de demandárselo…? Solo que, ¿cuándo y cómo se lo habría de demandar…? Bullshit!, como decimos en Estados Unidos, pura demagogia mexican style; nosotros, por nuestra parte, tuvimos que traicionar a nuestro good old Ponchitou, ya que no pudimos cumplir nuestra promesa de sentarlo en la silla presidencial en calidad de dictador vitalicio… Al aceptar nuestra oferta de convertirse en golpista, Corona del Rosal había traicionado a su vez a su jefe y amigo, el propio presidente, a su país, a su ejército y a su universidad. Luis Gutiérrez Oropeza traicionó a su patria, a su Estado Mayor, al ejército, al que debía honores y lealtad, traicionó a sus iguales e hizo recaer sobre las fuerzas armadas una injusta responsabilidad que le correspondía a él y a Corona del Rosal. Pero hubo más traiciones: los porros traicionaron a los estudiantes engañándolos con ardides y manipulaciones alevosas, de la misma manera en que la prensa traicionó a la opinión pública sometiéndose al poder del gobierno, ocultando los hechos y maquillando la realidad para preservar sus intereses. El rector traicionó a la Universidad al acatar instrucciones de Echeverría, quien a su vez traicionó a la máxima casa de estudios del país al violentar alevosamente su autonomía y someter bajo su poder político a Barros Sierra. Los empresarios traicionaron a la sociedad al no protestar a través de sus cámaras y organizaciones y aceptar un silencio cómplice. ¿Quién se salvaba…? Nadie, nadie se salvaba. Senadores y diputados traicionaron a sus representados al no intervenir activamente y limitar las facultades de la autoridad a través de la emisión de leyes adecuadas y oportunas, porque en lugar de condenar la masacre y convocar a juicio político a los responsables, aplaudieron de pie a un presidente que en su infinito autoritarismo reconoció, ante la soberanía nacional, su culpa en la matanza, a sabiendas de que no habría consecuencia alguna en el esquema de una sociedad tan impune y herméticamente cerrada como la mexicana. El clero traicionó a los feligreses al no denunciar desde los púlpitos y por medio de desplegados periodísticos, la ostentosa violación de derechos humanos y la matanza de su rebaño el 2 de octubre. El Poder Judicial traicionó a los ciudadanos al no impartir justicia pronta y expedita y por el contrario, aceptó actuar bajo consignas políticas. ¿En qué prisión están los culpables del 68? ¿Dónde quedó todo aquello tan mexicano de que se actuaría hasta las últimas consecuencias, “cayera quien cayera…”? More bullshit, my dear friends… Salvo Octavio Paz, la intelectualidad mexicana, además de publicar un desplegado para lavarse las manos, también traicionó a la sociedad. ¿Cuántos creadores y autores, en general, se convirtieron en presos políticos al ventilar sus protestas ante el escandaloso atropello en Tlatelolco? ¿Y la sociedad? ¿Qué reclamó la sociedad? La sociedad, adormilada como siempre, guardó silencio y se divirtió con los Juegos Olímpicos. Ya tendrían tiempo de lamerse las heridas y olvidar…
1 Corriente política dominante en Estados Unidos a partir de los años cincuenta, de corte anticomunista, que llevó a la cárcel a intelectuales, políticos y ciudadanos. Debe su nombre a Joseph McCarthy, senador republicano.
2 XV Carta Pastoral del Arzobispo de Puebla sobre el comunismo ateo, Arzobispado de Puebla, 15 de mayo de 1961. Dávila, 2003: 136-141.
3 Morley, 2008: 258-259.
4 Morley, 2008: 259.
5 Edición del 5 de junio de 1967: “Now for México: A New Revolution”, p. 97, citado por Carlos Mendoza en el documental 1968, la Conexión Americana.
6 Scherer/Monsiváis, 1999: 40.
7 Mora, 1987: 194.
8 Díaz, 1967: 67-73.
9 Manifiesto del CNH en respuesta al informe presidencial de 1968. Ramírez, 2008: 226.
10 Guevara, 2008: 261-266.
11 Monsiváis, 2008: 141-142.
12 Rodríguez, 2008: 171.
13 Mora, 1987: 192.
14 Scherer/Monsiváis, 1999: 41.
15 Archivo General de la Nación, fondo Gobernación, sección “Investigaciones Políticas y Sociales”, volumen 1462.
16 Montemayor, 2010: 119.
17 El Día, 3 de octubre de 1968.
18 Urrutia, 1969: 209.
19 En 1971, invitados una vez más a trabajar el trágico Jueves de Corpus, el día del Halconazo —según confesión de uno de ellos—, responderían orgullosos: “Si se puede, lo haremos más terrible que lo de Tlatelolco. Mientras más muertos, mejor… Si ordenan disparar sobre una masa, así vayan los hijos o la mujer, o los padres de uno, hay que cumplir haciendo fuego. Eso bien lo sabíamos… Nadie nos quita el mérito de haber acabado la huelga del 68”. Solís, 1975: 100, 108, 186.
20 La tremenda revelación sobre la propuesta de Fulton Freeman a Marcelino García Barragán, general secretario de la Defensa Nacional, fue manifestada en el año 2003 por el general Alberto Quintanar, quien en 1968 entrenaba a una de las compañías que integraban el Batallón Olimpia. Su histórica declaración fue como sigue: “Los militares mexicanos demostraron su lealtad al presidente, pese a que Washington ofreció la conducción del país al entonces secretario de la Defensa Nacional, Marcelino García Barragán, quien rechazó la propuesta”. (Gustavo Castillo García, “Dos generales clave en el golpe en Chile y Tlatelolco”, La Jornada, jueves 2 de octubre de 2003).
Un año antes, el mismo general afirmó en entrevista para el periódico La Jornada que “el gran general Marcelino García Barragán” era “el más leal que ha habido […] el mismo que pudo haber tomado la presidencia y no lo hizo […] ¡Que revisen las nóminas de 1968 del Departamento del Distrito Federal! ¡Muchos eran pagados! [sic]. No se ha dicho la verdad todavía ni de los estudiantes ni de lo que pasó […] En Tlatelolco [el objetivo] era simplemente disuadir a los estudiantes a que abandonaran la plaza. La orden era ‘¡no montes cartucho!’”.
En su libro La realidad de los acontecimientos de 1968, el propio general Luis Gutiérrez Oropeza afirmó: “Freeman organizó una conjura con la mira de derrocar al presidente Gustavo Díaz Ordaz con la asesoría de la CIA, buscando adeptos entre militares mexicanos”.
Además de lo anterior, Carlos Mendoza, director del excelente documental 1968, la Conexión Americana (www.canalseisdejulio.org, 2008), afirmó que “al menos tres versiones indican que el embajador Fulton Freeman ofreció a García Barragán el apoyo de Washington para encabezar un golpe de Estado”.
21 Scherer/Monsiváis, 1999: 24.
22 Scherer/Monsiváis, 1999: 24.