Para Alberto López de Nava, el ejemplar
empresario-filántropo-amigo y hermano

Corrían los primeros días del mes de octubre de 1860. Agonizaba la guerra de Reforma, un enfrentamiento armado entre hermanos, financiado por la Iglesia católica con las limosnas entregadas por el pueblo de México. Las tropas clericales eran derrotadas en cuanto combate sostenían con el ejército liberal, integrado por soldados y generales improvisados como Santos Degollado y González Ortega. Refugiado en Veracruz casi desde el inicio de la contienda armada, Benito Juárez, presidente de la República, analizaba con Melchor Ocampo, el ilustrísimo ministro de Relaciones Exteriores, la marcha de los acontecimientos en espera de un desenlace que permitiera volver a imponer el orden constitucional. De pronto, sobre en mano, ingresó un mensajero en la habitación en la que ambos dignatarios intercambiaban apasionados puntos de vista. A pesar de tener dos ventanas abiertas al mar que permitían el acceso gratificante de la brisa, el modesto despacho presidencial parecía un auténtico horno en aquellos últimos días del verano. El rostro de Melchor Ocampo se endureció al recibir un mensaje proveniente de su finca Pomoca, nombre que era un anagrama de su apellido, ubicada en el estado de Michoacán. La plática, tan caliente como el ambiente, se detuvo bruscamente cuando Melchor, con quien Juárez tenía contraídas deudas políticas, morales y amistosas impagables, adquirió repentinamente una palidez de muerte. Se produjo un silencio tan espeso como incómodo. Ocampo, quien había permanecido de pie como era su costumbre cuando la discusión subía de tono, se apresuró a sentarse, apoyó ambos codos sobre el escritorio y se cubrió la cara con las palmas de las manos.

—No, por favor, no… —gimió Melchor con la voz ahogada.

—¿Qué ocurre, hermano? —preguntó Juárez levantándose y colocándose a un lado de su querido amigo, en tanto le rodeaba la espalda con el brazo.

Por toda respuesta Melchor Ocampo le alcanzó una hoja de papel en la que Josefa, la mayor de sus cuatro hijas, sin duda alguna su consentida, le anunciaba que Ana María, su mujer, agonizaba, por lo que era imperativo que su padre tomara las providencias necesarias para cabalgar hasta Michoacán y tratar de encontrarla todavía con vida. En un giro repentino, como si Ocampo intentara recuperar su fortaleza, se dirigió hacia una de las ventanas para tratar de encontrar explicaciones en la línea azul del horizonte del golfo de México. El grupo liberal mexicano, una ilustrísima generación de políticos y de pensadores que el año pasado había promulgado en aquel heroico puerto las Leyes de Reforma, etapa final de un arduo proceso legislativo que habría de cambiar para siempre el rostro de la patria, podía prescindir transitoriamente, al menos en esos momentos, de uno de sus dos genios inspiradores y eficaces constructores del México del futuro. De golpe, Melchor Ocampo giró sobre sus talones y encaró al presidente Juárez:

—Benito, tú mejor que nadie sabes lo que significó y significa Ana María en mi vida. Disculpa si salgo apresuradamente.

—Ve, Melchor querido, pero no olvides que tu cabeza, la mía, la de Guillermo Prieto, la de Manuel Ruiz, la de Miguel Lerdo de Tejada, tienen un precio muy elevado entre los reaccionarios. El clero católico pagaría una fortuna con tal de decapitarnos y colgar nuestros cráneos en cada esquina de Palacio Nacional, tal y como hicieron en la Alhóndiga con Hidalgo y sus queridos colegas. Acuérdate de que son los mismos asesinos de principios de siglo… Disfrázate y llega con bien a Pomoca —agregó Juárez a sabiendas de que Ana María había sido la gran debilidad de Ocampo, su inseparable compañera, amorosa y comprensiva, por la que se había desvivido, además de ser la madre de sus hijas.

En ese momento los dos hombres sin duda alguna más importantes en la historia de México se abrazaron como si fuera la última vez que se vieran.

Melchor Ocampo decidió no viajar en diligencia: contra toda su costumbre, prefirió cabalgar para evitar cualquier emboscada de los ladrones o de los reaccionarios apostados en los caminos, plagados de curas disfrazados de facinerosos o a la inversa. Dos horas después, vestido de aventurero o de pordiosero, inspirando una gran lástima debido a su indumentaria, salía de Veracruz en dirección a Xalapa, donde recibiría la ayuda y la comprensión de varios compañeros leales a la causa. Su único objetivo era apresurar el paso, llegar a tiempo para poder tomar de las manos a Ana María y darle un beso amoroso en la frente, después de recordarle lo importante que ella había sido en su existencia.

Cuando cabalgaba, unas veces al paso y otras a galope tendido, recordó la presencia de Ana María desde los primeros momentos de su vida, cuando él, justo al día siguiente de haber nacido, fue abandonado en la puerta de la casa de doña María Josefa Ocampo, quien, según le habían dicho, lo recogió amorosamente y lo bautizó poniendo agua bendita en su frente al tiempo que hacía la señal de la santa cruz, de modo que el menor llevara el apellido de esa devota mujer. Al paso de los años, algunas almas caritativas revelaron a Melchor el gran secreto que escasamente se pudo probar: él era hijo natural del sacerdote Antonio María Uraga, sí, vástago nada menos que de un cura, el mismísimo líder espiritual de Maravatío, y de la señora doña Francisca Xaviera María Tapia, una terrateniente de gran solvencia económica, quien solicitó a Josefa González de Tapia, su cuñada, que fungiera como madrina del menor para cuidar las apariencias, según consta en la propia fe de bautismo. Rara paradoja de la existencia el hecho de que este gran protagonista de la historia mexicana, quien luchó como pocos para lograr la separación de Iglesia y Estado, el mismo que le extrajo violentamente los dientes y le cortó las uñas al clero, fuera precisamente él, el hijo de un sacerdote. Ana María había visto llegar a la hacienda de doña Francisca un humilde canasto en el que transportaban al pequeño Melchor e incluso le había cambiado los pañales en cuanta ocasión le había sido propicia. ¡Claro que le había dado el pecho todo el tiempo que fue necesario, ofreciéndose generosamente como nodriza cuando ella contaba tan solo 17 años de edad, pues había dado a luz a una niña que moriría dos meses después! El padre de Melchor se negó invariablemente a reconocer su paternidad ante la sociedad, la Iglesia y la ley, por el desprestigio en que hubiera incurrido como pastor de la Iglesia. No temía el Juicio Final ni la excomunión ni su arribo al infierno ni la supuesta furia de Dios por haber violado sus votos de castidad y cometer un sinnúmero de pecados mortales; el día de la indulgencia plenaria, anterior a la Navidad, quedaría exonerado ante el Señor de todos sus cargos. ¿Los curas, supuestos representantes de Dios en la tierra, eran hipócritas y mentirosos?

En realidad había pasado muy pocos días en casa de María Josefa Ocampo antes de que ella lo pusiera en manos de doña Francisca Xaviera, su verdadera madre y propietaria de una de las haciendas más florecientes y grandes de Michoacán, una mujer conocida por su generosidad con los desamparados, quien además aportaba importantes recursos económicos a la causa de la independencia. Si la identidad de los padres de Melchor se mantuvo siempre entre el misterio y la confusión, por lo menos este sabía, a ciencia cierta, que había nacido en la ciudad de México el 5 de enero de 1814 y que en la hacienda de Pateo había convivido con otros niños recogidos de la calle, como Ana María Escobar, Josefa Rulfo, Estanislao Hernández y Luz Tapia, todos huérfanos, a quienes la hacendada atendía con el corazón abierto y exhibiéndose como madre universal sin confesar jamás su maternidad respecto a Melchor, por quien sentía una marcada debilidad.

Desde muy pequeño, el niño Melchor empezó a deslumbrar a propios y extraños con su inteligencia, talento y portentosa imaginación, al extremo de que, en alguna ocasión, el maestro que educaba a buena parte de los chiquillos de Maravatío se presentó con doña Francisca para decirle:

—Señora mía, aquí tiene usted a su niño. Yo no le puedo enseñar más, todo lo que sé lo sabe ya… Tiene mucha inteligencia, todo lo aprende y todo lo abarca. Este niño llegará muy lejos.

Mientras en la mañana Melchor era capacitado para llegar a ser el sacristán de Maravatío y escuchaba largos sermones de catecismo para aprender la historia de Jesús, de los apóstoles y las Sagradas Escrituras, en la noche escuchaba, tras las puertas, las discusiones de los insurgentes con doña Francisca, y sin percatarse empezó a aprender los principios liberales, oponibles a lo visto y oído en las aulas del seminario, y más tarde los defendería con las armas en las manos. Melchor Ocampo sonreía recordando aquellos años felices en la hacienda de Pateo en Michoacán, con la protección de doña Francisca Xaviera y la feliz compañía de chamacos abandonados como él. ¡Cuánto cariño desinteresado!

En tanto la noche empezaba a caer y Melchor se resignaba a dormir a cielo abierto, recordó cuando un maestro lo había azotado en la escuela, un hecho indignante que lo hizo protestar airadamente ante su mentor, encarándolo con un precoz sentido del honor:

—Usted no tiene derecho a servirse de mí como de un criado. Me quejaré con mi tutor para que lo multen por haberme golpeado.

El maestro no podía aceptar la madurez de aquel chamaco, quien con tan solo 11 años de edad se atrevía a reclamar en voz alta y sin timidez alguna cuando sus derechos eran atropellados.

—Otra cosa le advierto, señor —concluyó el niño Ocampo—: si me pierde el respeto a mí, en ese momento tendré todo el derecho a perdérselo a usted, de modo que si me jalonea los cabellos, yo le responderé con una patada. No se le ocurra volver a tocarme.

El maestro, boquiabierto y encogido de vergüenza, jamás volvió a molestar a ese chiquillo tan singular que se expresaba como un adulto.

Al cumplir 13 años de edad ya había pasado por el seminario tridentino de Morelia, donde había aprobado con excelencia Latín, Mínimos y Menores, Lógica, Metafísica, Ética, Matemáticas, Física y Derecho, y también había concluido los estudios de bachillerato en derecho canónico y civil. Su popularidad se catapultaba desde que nadie había logrado vencerlo en un solo debate, ni siquiera Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos ni Clemente de Jesús Munguía, sus condiscípulos, quienes con el paso del tiempo se convertirían en dos de los más encumbrados jerarcas de la Iglesia católica en el país, y sus más feroces adversarios en los años anteriores y posteriores a la guerra de Reforma.

Ya en aquellos años se evidenciaba, entre sus compañeros, la marcada propensión de Melchor hacia la independencia y la absoluta libertad de pensamiento, un tema inadmisible en los ambientes reaccionarios que negaban y castigaban a quien hacía uso de la razón, se apartaba de los dogmas y no temía al clero cuando este rechazaba conceder la absolución o la indulgencia plenaria.

Con la cabeza gacha, cabalgando al paso, trajo a la memoria el momento en que terminó sus estudios en el seminario y de regreso en Pateo se encontró con que doña Francisca Xaviera, su “madre postiza”, agonizaba víctima de diversas dolencias. ¡Cuál no sería su sorpresa que a la muerte de ella, el 29 de marzo de 1831, cuando él escasamente había cumplido 17 años de edad, se le notificó su calidad de heredero de la hacienda de Pateo! A esa mujer que nunca dejó de llorar y por la que experimentó por primera vez un doloroso vacío imposible de llenar, le debía cuanto era y tenía. Por muchos años sintió el contacto de su mano cálida en la espalda, además de las caricias en sus mejillas y su cabello. El golpe fue verdaderamente terrible, al extremo de producir un cambio absoluto en la vida de Melchor, quien se enclaustró a piedra y lodo en la biblioteca de Pateo durante los siguientes meses de su segunda orfandad. Por supuesto que no le había sido sencillo aceptar ser un huérfano, ni tampoco caer de nueva cuenta en esa condición. El joven heredero buscó refugio en los libros y se adentró en el estudio de la botánica y las lenguas, lo que le permitió escapar transitoriamente de su dolor. Concediéndole más importancia a continuar sus estudios de abogado en la Universidad Pontificia de la ciudad de México, decidió encargar su hacienda en administración a don Juan Antonio Tapia, hermano de la difunta Francisca Xaviera, su tío solo de cariño. Lo más importante para Melchor era el conocimiento, la herramienta mágica que descubrió desde edad muy temprana, con la que podría conquistar todos los horizontes, arrojar luz en el mundo tenebroso de la ignorancia e iluminar el mejor camino para llegar lo más rápido posible a las metas que justificarían su paso por la vida.

Mientras se adentraba lentamente en la densa selva veracruzana, tras cabalgar por espacio de tres horas, decidió dejar descansar a la bestia. Después de apearse, jaló al animal de las bridas y caminando al paso sintió cómo lo asaltaban múltiples recuerdos de su remota infancia. Desde luego que nunca estuvo de acuerdo con los sermones dominicales en los que se amenazaba con la excomunión a quien leyera escritos en cualquier idioma que fueran heréticos, blasfemos, escandalosos, subversivos, injuriosos a la religión. ¿Cómo era posible que fueran condenados a pasar la eternidad en el infierno quienes se atrevieran a leer la Historia crítica de la vida de Jesucristo o el Emilio de Juan Jacobo Rousseau, así como las novelas de Voltaire? Por supuesto que se sorprendía por la intransigencia absurda de los sacerdotes que trataban de impedir la evolución intelectual, el arribo de la luz al mundo y más aún, no solo se negaban a aceptar la validez de la Constitución de 1824 sino que todavía invitaban a sus rebaños a la sedición y a la rebeldía. Pronto abandonaría su carrera de leyes porque, según él, “no se necesitaba mucha jurisprudencia, sino influencia y mañas para resolver los asuntos judiciales”. El clero tenía que regresar a las sacristías y dedicarse a la divulgación del evangelio en lugar de intervenir en política apartándose de su sagrada misión celestial.

¿Cómo volvió a descubrir a Ana María? Una vez decidido a descansar a la vera del camino, después de liberar al caballo de la montura y llevarlo a abrevar en un canal cercano, se recostó, apoyó la cabeza sobre una de las alforjas y se cubrió escasamente con una frazada. Las temperaturas de la selva veracruzana eran de tal manera elevadas que permitían dormir en descampado sin resentir el frío del amanecer. Acostado, apoyando la quijada en la mano derecha, recordó cómo cuando tenía 20 años de edad, en 1834, recién derrocado Valentín Gómez Farías por Santa Anna debido a los intentos de aquel de limitar los poderes y la riqueza de la Iglesia católica, Melchor empezó a fijarse de más y a frecuentar regularmente a Ana María, su nana, en la hacienda de Pateo. No alcanzaba a discernir la atracción que sentía por aquella mujer humilde.

Ocampo había forjado ya la memorable efigie que lo caracterizaría: su cara alargada en consonancia con su semblante delgado y su aspecto de caminante feroz; sus cejas tupidas y negras, perfectamente delineadas, como sus profundos ojos negros, su nariz chata, su boca grande y carnosa y su estatura media. En su calidad de patrón se cruzaba de tiempo en tiempo con ella: o bien la encontraba cargando sobre el hombro pesadas canastas de manzanas o de aguacates, o llevando en su mandil elotes, chayotes o calabazas o acarreando agua en guajes sin que jamás la escuchara proferir un solo lamento. La buscaba con insistencia porque su voz, una de las primeras que escuchó durante la lactancia, le despertaba un sentimiento de seguridad y protección inexplicable. Necesitaba su compañía, la disfrutaba, la requería. En uno de tantos viajes al río, al pozo o al granero de aquella abnegada sirvienta que a la sazón contaba con 37 años de edad, él aprovechó un momento en que descansaba a la sombra de un enorme laurel de la India para volver a hablar con ella. ¿Por qué el roce accidental de sus manos con las de la nana le producía una sensación desconocida y particularmente sensual y placentera, sin que pudiera relacionarla con su infancia o con cualquier otro momento de su niñez?

Días después, en el mismo lugar, alejados de la vista de los curiosos, sentado a su lado Melchor al fin se atrevió a acariciar su brazo, sus dedos y a arreglar su cabello, retirándole una breve cofia que llevaba para cumplir con la tradición y exhibir, ante propios y extraños, su calidad social de sirvienta. En su lugar colocó varias margaritas silvestres a modo de corona nupcial. Melchor no la contemplaba como parte de la servidumbre, evidentemente que no. El atractivo enigmático que experimentaba por ella, el curioso hechizo que le hacía vivir lo trastornaba. Tocó entonces con la yema de su índice derecho la mejilla de aquella mujer toda generosidad y amor; Ana María se ruborizó e intentó huir del lugar y de un momento tan difícil para ella. ¿Qué hacer? ¿Corresponderle y confesar sus sentimientos ocultos? Después de todo se trataba, quisiéralo o no, del mismísimo patrón, por más que lo hubiera amamantado en múltiples ocasiones y tenido en sus brazos otras tantas veces y en diversas condiciones. Melchor no pudo contenerse. Tomó con delicadeza una de sus manos y besó su palma tratando de esconder, como mejor podía, su timidez. Acto seguido se incorporó de rodillas para besarla, a lo que ella opuso una leve resistencia, hasta ceder a sus pretensiones. Ambos se besaban tímida, fugazmente, se dejaban llevar por la fuerza del instinto hasta que él en un suave movimiento la invitó a recostarse, a lo cual accedió, entregada y obsecuente, y embriagándose con sus alientos, con su desacompasada respiración de fuego, el joven hacendado trató de montarla. En ese momento, como si hubiera recibido el impacto de un rayo, Ana María salió corriendo en dirección a la cocina de la hacienda, sin voltear ni responder a los llamados del joven patrón.

Fueron inútiles sus gritos, la nana se perdió de vista en su fuga hacia el casco de la finca. Al otro día la esperó y la volvió a esperar, pero Ana María no apareció ni lo hizo al día siguiente, ni al otro ni al otro. ¿Ordenarle que se presentara, en ejercicio de su autoridad? Antes muerto. La culpa lo devoraba. Se había excedido, ella no era mujer para él, ni él hombre para ella; por lo demás, se había precipitado sin lograr entender ni controlar su impulso. Imposible ocultar las diferencias sociales y sobre todo culturales; solo que el amor no respetaba clases, fortunas ni educación. Si los arrebatos se daban, era precisamente porque los arrebatos eran furiosos, repentinos, incontenibles e imprevisibles. Llegada la hora de la cena, Melchor le pidió a Ana María que después de servir la mesa lo acompañara para arreglar algunos asuntos. Ella se presentó más tarde, tímida, acomplejada, recogiendo entre las manos el delantal empapado por el sudor. No levantaba la cabeza, tenía la mirada clavada en el piso como si esperara un terrible regaño del patrón. Asegurándose de que no quedaba nadie en el comedor y que el resto del personal de servicio había abandonado la cocina, Melchor se dirigió a ella. La cuestionó de pie, le habló, le expuso razones, echó mano de los recuerdos, pero Ana María se limitó a guardar silencio y a contestar escasamente las preguntas. Fue entonces cuando el joven hacendado acarició su frente, su pelo, sus párpados, hasta tener entre las manos sus mejillas para contemplar muy de cerca su rostro y poder verla a los ojos, a lo que ella se negó cerrándolos. Fue el momento en que Melchor la besó una y otra vez, en cada intento con más pasión, con más gusto, con más fuego, con más entrega, hasta que ella, receptora del hechizo, lo devolvió: lo abrazó, se colgó de su cuello, se apretó contra su cuerpo, se ciñeron, se rodearon, se estrecharon, se enlazaron, se envolvieron, se estrujaron, se oprimieron y se transmitieron abiertamente el fuego guardado, escondido, como si hubieran estado esperando ese momento durante mucho tiempo y ninguno de los dos se atreviera a dar el paso al frente. Ahora lo habían hecho. Para acabar con los curiosos, Melchor se apartó de Ana María para apagar todos los candelabros, las velas y los cirios. De pronto quedaron en la más absoluta oscuridad.

Melchor sonreía cubierto por la escasa cobija que llevaba, esperando que ningún bicho ponzoñoso se acercara a picarlo o a morderlo en aquella noche veracruzana. ¡Ah, cómo esperaba encontrarla todavía con vida!

Ambos gozaban el feliz momento de la entrega, la hora de la verdad, de las confesiones silenciosas, del lenguaje de las manos, los labios y las lenguas. ¿Para qué esconder ya nada ni reprimir los impulsos? En muchas ocasiones Melchor había deseado acariciar los senos de su nana y, sin embargo, se había abstenido pensando que se trataba de un pensamiento reprobable, un abuso de autoridad por tratarse precisamente de una empleada, de la servidumbre. ¿Pero por qué una atracción tan incontrolable, una auténtica obsesión por aquella mujer como jamás había experimentado con anterioridad? Sí, lo que fuera, pero en ese momento no tenía tiempo para reflexiones. Melchor, sin poder contenerse, finalmente se atrevió a abrir la blusa de Ana María. Deseaba verla, palparla y beberla para apagar una sed histórica que se remontaba quién sabe cuántos siglos atrás, a saber… Después de retirar el corpiño, en tanto ella mantenía los ojos crispados como si en cualquier momento fuera a escuchar un estallido, Melchor se encontró con unos pechos perfectamente acabados, colmados, saturados, rebosantes, henchidos, repletos, erectos, sinceros, poderosos, una belleza singular ante la cual tuvo que arrodillarse no solo para besarlos, sino para contemplarlos y beberlos hasta saciarse, como corresponde a un hombre adorador de la belleza femenina. Cuando los tuvo en sus manos y extravió su rostro en ellos, Ana María, su nana, alcanzó a decir:

—Nene, nene, ¿qué me haces, nene?

—Te homenajeo, nana de mi vida, nana de mi corazón, te disfruto, te gozo. Algo habré hecho bien en mi vida que me premia con lo que más he deseado —alegaba en tanto recorría, goloso, la exquisita geografía de la mujer amada.

—Nene, nene, ya, nene, nene, ya —repetía Ana María a sus 37 años de edad, la antesala del esplendor de una mujer.

Con la debida delicadeza, propia de un primer encuentro, se recostaron sobre un tapete a un lado de las sillas del comedor donde tantas veces había cenado con doña Francisca, aquella generosa mujer que lo rescatara de la orfandad. En ese momento, cuando Melchor decidió montarla, Ana María ya no opuso la menor resistencia sino que apretó fuertemente a su niño, ahora su hombre, entre sus brazos y piernas, enervándose con las esencias de su saliva, dejándolo hacer a su gusto y antojo. Ya era suya. “Di, haz, ordena, lo que tengas que hacer, amor de mi vida, mi amo, mi Dios, mi nene…”

Levantándole el mandil y las faldas, desprendiéndola delicadamente de los refajos y sin dejar de escuchar el milagroso llamado nocturno de los grillos al amor, hicieron feliz contacto con sus sexos, Ocampo se hundía lentamente en las carnes de su nana, quien lo recibía entre gemidos de placer y de temor por haberse decidido a incursionar en lo prohibido. ¿Pero qué más daba lo prohibido cuando sentía en su interior a Melchor, quien arremetía una y otra vez, cada ocasión con más empeño, como quien desea derribar a golpes desesperados las puertas del paraíso? Cuando Ana María sintió una inmensa sensación de júbilo, una alegría incontenible, el griterío incontrolado de muchas voces, el sonido que produce la estampida de mil caballos, el estallido simultáneo de mil cohetes de feria, se apretó del cuello de Melchor, se afianzó, se sujetó con firmeza como si ambos fueran a dar un gigantesco salto rumbo al infinito. Él la acompañó con un gemido, con un grito jamás escuchado, se encogía, se resistía a seguir la inercia que lo conducía a una cascada interminable, infinita, en la que no quería caer, y luchaba a contracorriente para no precipitarse en el abismo, en un vacío en el que se hundiría irremediablemente se resistiera o no, luchara o no. Pronto cayó exangüe sobre el piso, rodó sofocado al lado de Ana María viendo el candil del comedor, testigo único y mudo de aquel momento inolvidable. Recuperaban la respiración, se secaban el sudor, paseaban sus lenguas sobre sus labios agrietados y resecos por una sed mortal, se abrazaban, reían… “Nena, nene”, se dijeron el uno a la otra. Se volvieron a besar después de jurar que no se arrepentirían, pasara lo que pasara. Se consolaron, se explicaron, se contaron, se reforzaron, se obsequiaron seguridad recíproca, se comprendieron, se ayudaron y se comprometieron por toda la eternidad.

Al día siguiente repitieron el encuentro en el granero, recostados sobre la paja; en otra ocasión en la sala, en la biblioteca, en uno de los baños, al pie de unos árboles de aguacate, a un lado del río que cruzaba la hacienda de Pateo; en la casa, por supuesto que en la habitación principal, la que antes ocupara Francisca Xaviera, y en la de los invitados; en el depósito, a un lado de la cocina, donde manufacturaban las tortillas y las gorditas; en la alacena, en las caballerizas, a un lado del pozo; en la capilla, de cara al Señor y a las mil vírgenes que todo lo sabían; en el invernadero de Melchor, donde cultivaba sus orquídeas únicas; en la noria, en el cuarto de Ana María, cuando todos los campesinos se habían retirado para cumplir con las arduas tareas del campo; en el estanque, sin importar el agua fría proveniente de las montañas; en los caminos rumbo a Maravatío, la gran travesura; en la bodega, donde los caballerangos guardaban sus monturas; en el trapiche, recostados sobre los barriles de aceite; sobre el mostrador del almacén, donde se despachaban los alimentos para los peones; en el hórreo, en la panera, en la troje llena de aceitunas, en cualquier lado, lo importante era estar juntos, tenerse, adorarse, sentirse, tocarse, penetrarse, hasta que Ana María quedó embarazada. El hecho no podía escapar a la atención de la joven pareja. Ocampo enfrentó la decisión como hombre y como caballero: claro que ella recibió todas las garantías y seguridades en esta vida y las que siguieren en el sentido de que a su hijo jamás le faltaría nada. Como en Maravatío todos veían en Ana María Escobar a la segunda madre del joven Melchor, ambos decidieron escapar de las lenguas viperinas, por lo que acordaron el discreto traslado de ella a Morelia acompañada de Josefa Rulfo, otra de las huérfanas, para esperar el nacimiento de su primogénito, el fruto de su amor.

En sus interminables arrebatos con Ana María, el joven Melchor no cayó en cuenta en ese momento de las diferencias sociales, culturales y económicas entre ellos ni en las consecuencias y la confusión que volvería a vivir, porque él mismo había sido un huérfano abandonado a su suerte, registrado como hijo de padres desconocidos. No podía permitir que la historia se repitiera ni invitarla a abandonar a su descendiente en la banca de una iglesia, no, imposible, pero por otro lado ninguno de los dos deseaba reconocer ante la ley y la sociedad la identidad del menor. ¿Dónde estaban su padre o su madre, un hermano, un tío o un familiar cercano, para poderles pedir consejo? Estaba absolutamente solo. ¿Qué hacer? A tempranos 20 años de edad se encontraba por primera vez sepultado y maniatado en un conflicto que ignoraba cómo resolver.

Una de las ventajas, si se podía llamar así, consistía en el hecho de que Ana María también deseaba ocultar la verdad a propios y extraños. Por diferentes motivos cada uno sentía vergüenza y se negaba a confesar las consecuencias de la debilidad de la carne. Ella tampoco se postraría frente a un altar para recibir el sacramento del matrimonio al lado de Melchor; la pena la devoraría. ¿Casarse? ¡No!, ninguno de los dos aceptaba semejante alternativa. ¡Que naciera el vástago! Sí, que naciera. ¿Que lo amarían? ¡Sí, lo amarían hasta el último día de su existencia! No cabía la menor duda. Ni hablar, serían padres abnegados, dedicados, gozosos, risueños, ilustradores, pero no se casarían, eso sí que no. Melchor hubiera accedido si ella se lo solicitara, pero por lo pronto la mejor opción era dar a luz en Morelia y esconderse de la sociedad. Al igual que él, su crío, tuviera el sexo que fuera, sería registrado como “de padres desconocidos”. Ana María escuchaba despierta o dormida las condenas de su confesor por haber procreado un hijo sin la bendición celestial, en realidad el segundo porque anteriormente quedó preñada por un recolector de aguacate de la región, de quien jamás se volvió a saber nada. No podía escapar a los sentimientos de persecución ni extraerse fácilmente la cruz de fuego que llevaba remachada en el cogote. “Los mexicanos”, apuntó Melchor en su cuaderno, “estamos llenos de miedos y temores, como si los inquisidores todavía existieran”. Si su hijo no recibiría el apellido Ocampo, en cambio sería receptor de amor, ternura, seguridades y compañía que lo harían feliz hasta el último de sus días. ¿Qué hacer con los convencionalismos sociales y religiosos…? Sin embargo, el nacimiento de su hija Josefa cambiaría para siempre su vida. La niña lo conmovió desde el primer día en que abrió los ojos.

Ocampo se acomodó boca arriba, recargándose en la alforja, y colocando ambas manos en la nuca se dedicó por unos momentos a contemplar la bóveda celeste, identificando constelaciones: la Osa Mayor, la Osa Menor, Orión, Unicornio, Sagitario y Capricornio, su propio signo zodiacal, entre otras tantas más que podía ubicar como un experto desde ese diminuto lugar en el corazón de Veracruz. Según avanzaba la noche, el frío húmedo calaba cada vez más sin que preocupara a este singular científico, filósofo, botánico, hombre de letras y fervoroso amante de la historia. Revisando el infinito recordó de forma inevitable los términos de la conversación que sostenía con Juárez en el momento preciso en que los interrumpió el odioso mensajero, de seguro enviado por Satanás. Ambos analizaban, paso a paso, el papel desempeñado por la Iglesia católica, ni decir desde el inicio de la conquista espiritual de México en 1521, una gigantesca catástrofe, sino a partir de la llegada de Iturbide al poder en 1821, porque en ese momento se contabilizaba 98% de analfabetos, y por ende muertos de hambre, ya que el clero había sido el responsable, entre otros desastres, de la educación del pueblo durante los 300 años de colonia. ¡Claro que recordaron cómo la Iglesia había aceptado la inmigración de extranjeros a Tejas —con jota—, Nuevo México y California siempre y cuando fueran católicos, por lo que millones de kilómetros cuadrados, gigantescas y ricas extensiones permanecieron despobladas e indefensas ante un Estados Unidos goloso y expansionista que deseaba engullirlos sin siquiera una sola masticada! Por esa y otras razones se había decretado la separación Iglesia-Estado, ningún ejemplo mejor que ese. Al césar lo del césar y a Dios lo que es de Dios.

¿Y después de la consumación de la independencia de España? Repasaron el derrocamiento del gobierno de Gómez Farías auspiciado por la curia eclesiástica, furiosa opositora de las leyes liberales dictadas por aquel. ¿Quién se atrevía a negar que el clero había sido un terrible agente desestabilizador de la República en el siglo XIX con sus ejércitos privados, sus policías secretas, sus salas de tortura, sus cárceles clandestinas y su sistema de espionaje a través de la confesión de los fieles? ¿No bastaba saber que había derogado la Constitución de 1824 echando mano de sus fuerzas armadas para imponer las Siete Leyes y convertir a México en una república centralista, con tal de cumplir su viejo deseo de gobernar al país a través de un tirano incondicional que clausurara congresos y privara a personas y entidades de voz y voto? Ahí estaba el cabildo metropolitano de México que elevó a Santa Anna a la calidad de dictador en 1834 y se había atrevido a comparar su arribo a la ciudad de México con la venida del Mesías a Belén en el primer día de la era cristiana. ¿Más?

—Una expresión de despotismo insoportable —había sostenido Juárez en voz baja sin mostrar la menor emoción, como correspondía a un impasible ídolo zapoteca.

Ocampo agregó que al romper el pacto federal y crear un supremo poder conservador, se había vuelto a México un país de un solo hombre: sin posibilidades democráticas, sin consulta ciudadana y con un dictador al frente del gobierno, pretexto que habían aprovechado los tejanos, norteamericanos camuflados, para no pagar impuestos y declarar su independencia de México en 1836. ¿Y la solicitud de autonomía de Yucatán no era un caso similar que explicaba la desintegración del país por culpa de las intromisiones de la Iglesia en el mundo de la política?

Juárez y Ocampo se felicitaban por pertenecer y encabezar a una generación de ilustres mexicanos que habían concluido con el papel de la Iglesia como jefe y director de la política nacional y como monopolizadora de la riqueza y la educación del país. Las diversas estancias de Santa Anna en el poder solo se explicaban por la intención de proteger con la fuerza las inmensas propiedades y privilegios del clero. ¿La alta jerarquía católica no era titular del 52% de la propiedad inmobiliaria del país? ¿No era la única institución que contaba con establecimientos industriales, financieros e hipotecarios, fincas rústicas y citadinas de las que obtenía enormes ingresos por arrendamiento, además de conventos y monasterios, templos, capellanías, cofradías y hermandades dueñas de excelentes propiedades, sin olvidar las escuelas, donde se iniciaba el ciclo económico de la Iglesia, que comenzaba con la primera comunión y concluía con la extremaunción, además de ser dueña de múltiples empresas cuyos dueños habían sido despojados de sus bienes al caer en la insolvencia y no poder pagar los intereses leoninos sobre préstamos fijados por los juzgados de capellanías y obras pías, en realidad bancos clericales disfrazados que practicaban la usura a pesar de haber sido condenada por la teología católica desde los primeros tiempos de la cristiandad?

—¿No sentenció san Lucas, el evangelista: “Dad prestado sin esperar nada de ello”? —interrumpió Ocampo para dejar en claro la inconsistencia ética de los sacerdotes.

Si en algo coincidían ambos personajes era en que el clero se había constituido en el principal capitalista de la República, en la institución de crédito más grande y rica del país. La agricultura, la escasa industria y el comercio dependían de la capacidad económica eclesial. Si las altas clases adineradas, la aristocracia y la burguesía habían estado invariablemente de su lado, aun cuando defendieran las causas más insostenibles, era porque nadie se iba a exponer a perder todo su patrimonio por los caprichos de un arzobispo, ante quien no cabía refutación alguna. Por esa razón Lucas Alamán sostenía que el patrimonio de la Iglesia rebasaba los 300 millones de pesos, y se negó a prestar tan solo 15 para estructurar la defensa nacional cuando la invasión yanqui en 1846…

A Melchor Ocampo le resultaba verdaderamente inadmisible que la curia hubiera podido cobrar el diezmo a través de los siglos, es decir el 10% de los ingresos brutos de las corporaciones o de las personas y empresas sin deducción alguna. ¿Qué iba a dar semejante cantidad de dinero, más aún si no se perdía de vista su extraordinaria capacidad recaudatoria, pues excomulgaba a quien defraudaba el patrimonio sagrado del Señor? Así, y solo así se explicaba que la Iglesia católica en 1836 hubiera tenido un presupuesto seis veces mayor al del propio gobierno de la República. En resumen, se trataba de un Estado dentro de otro Estado, sin ignorar que el eclesiástico dependía de las indicaciones del máximo jerarca católico, quien además de lucrar con los ingresos provenientes de México todavía lo incendiaba con sus bulas y pastorales terroristas; una traición tras otra. ¿A quién eran leales los sacerdotes, los obispos, los arzobispos o los curas más humildes? ¿Al gobierno mexicano o al vicario de Roma? La respuesta era muy clara: no había lealtad hacia la patria.

—Nunca se había visto un crimen social ejecutado por una institución dedicada supuestamente a la piedad y a la caridad y, sin embargo, no le importa quitarle al pobre el pan de la boca, dejarlo sin parcela para trabajar y todavía sangrarlo con limosnas y donativos en las fiestas religiosas en las que a diario inventan más santos con nuevos milagros, razón de más por las que las cancelé, Melchor, e impusimos un calendario oficial con los días feriados —agregó Juárez para tratar de justificar aún más la validez de la Constitución de 1857.

Sí, sí, todo ello, pero las Leyes de Reforma, oxígeno, aire puro, energía vital, esperanza y justicia, ya habían sido promulgadas el año pasado y solo faltaban tal vez tres o cuatro meses, pensaba en ese octubre de 1860, para imponerlas por la fuerza, tan pronto los ejércitos liberales aplastaran a la hueste clerical. Entonces y solo entonces, al acabar la guerra, Melchor Ocampo continuaría sus estudios sobre botánica y cactografía y actualizaría sus Apuntamientos sobre la villa de Maravatío, sus pueblos y haciendas circundantes. Mandaría encuadernar en cuero rojo con iniciales doradas El retrato de los Papas, de Llorente, las obras de Linneo en latín y en español, profundizaría en la Filosofía vegetal de Gerardin, en los trabajos de Candolle, así como en los viajes de Humboldt y Bonpland. En fin, investigar era para él la mejor aventura de la existencia. Regresaría al sur de Veracruz para estudiar plantas y hierbas medicinales. Dedicaría más tiempo a recorrer el curso del río Lerma, una arteria poderosa del país cuyas aguas caudalosas enriquecían y fertilizaban diversos estados hasta llegar a su desembocadura en la laguna de Chapala. Al terminar el conflicto armado levantaría un cuantioso inventario de la flora y fauna a lo largo de su accidentado trayecto. ¡Claro que lo haría!

Ante la imposibilidad de conciliar el sueño, se puso de pie para admirar la luna llena, plena, enorme. Según avanzaba la noche, cambiaba de color y de ubicación hasta desaparecer con los primeros rayos del sol de la madrugada. Admiraba los tonos de amarillo encendido como el oro puro, luego un color anaranjado hasta adquirir una palidez tremenda con la que despediría a la noche. ¡Cómo lo maravillaba la naturaleza! ¡Cuánta sed tenía de saber y de exprimirle a la vida todos sus secretos! Su insaciable curiosidad, la necesidad de descubrir y de vivir, lo había llevado a tomar una determinación que cambiaría para siempre su existencia, recordó cuando miraba un amplio sembradío de papayos que se perdía en lontananza: a los 26 años se había embarcado rumbo a París, Francia, para poder ver con sus ojos y escuchar con sus oídos todo aquello que los libros le habían dicho, despertado y señalado cuando Josefa tenía apenas unos meses de vida. Ana María siempre lo comprendería: a pesar de las deudas contraídas en el rancho y la situación económica de la hacienda, se la encargó a don Ignacio Alas, exinsurgente a quien quería como a su padre, para que la administrara en su ausencia. En Europa se llenaría de historia, de filosofía, de política, de derechos universales del hombre, de ideas democráticas de vanguardia, de pintura, de botánica, así como de razones y explicaciones que por sí solas justificaban la existencia. Melchor Ocampo era una inteligencia en llamas: manejaba fluidamente el latín aprendido en el seminario, el francés adquirido durante el estudio del derecho, se hacía entender en inglés, portugués e italiano, cuyas gramáticas había llegado a dominar.

Muy poco tiempo después de su llegada a París, le resultó imposible dejar de comparar las abismales diferencias filosóficas, económicas y culturales que existían entre Francia y México, donde al regresar aplicaría todo lo descubierto, investigado y conocido. Desde entonces soñó con la separación de la Iglesia y el Estado, con la educación pública laica y gratuita sin contaminación ni corrupción religiosa, el abatimiento de la miseria social, la erradicación del analfabetismo para que sus compatriotas leyeran, se formaran y abrevaran en otras corrientes de pensamiento y se abrieran miles de horizontes para la superación nacional. ¿Cómo era posible que durante siglos la Iglesia hubiera quemado vivas en la hoguera o torturado hasta la muerte a las personas que deseaban instruirse y crecer intelectualmente? Crearía tribunales para impartir justicia y rescatar la confianza de sus paisanos en su tierra, en sus instituciones y en su futuro. ¿A dónde se iba en un país sin un verdugo que impusiera la ley y el orden indiscriminadamente? ¿A dónde se iba sin confianza, el pegamento indispensable para la construcción de una comunidad evolucionada? Francia lo enriquecía por todos lados y en todo momento. Resultaba inevitable transportar aquellos conocimientos adquiridos y aplicarlos para empezar la fabulosa expansión cultural, social y económica de México, tal y como ya se había dado en el deslumbrante imperio azteca antes, mucho antes de la invasión armada española en el siglo XVI.

Las cartas enviadas a su nana, a Ana María, en alguna ocasión serían recogidas por la historia. Ahí le contaba de sus visitas a museos y galerías de arte, bibliotecas, librerías, calles, plazas, palacios, jardines y restaurantes, además de cafés, bares, conciertos, teatros y espectáculos. Francia no sería más que una etapa en el largo viaje que pensaba emprender. Más tarde visitaría, de ser posible, el imperio ruso y hasta llegaría al Lejano Oriente, en cuyo corazón se encontraba la legendaria China, país que lo fascinaba de manera especial. Pensaba recorrer esas ignotas tierras y seguir la ruta del Galeón de Manila, regresando a México a través de Acapulco; soñar siempre se valía.

En Europa pasó dos años espléndidos, llenos de paz y de tranquilidad. Si bien conoció a muchas mujeres, no dejaba de extrañar la piel, los aromas, los alientos, las caricias de Ana María, la única que había logrado despertarle los auténticos placeres de la carne. Bien sabía ella que tenía totalmente controlado al patrón y que Melchor volvería, ¡ah, que si volvería…! En 1842 se dio la feliz fecha del reencuentro, que festejaron recorriendo la hacienda de Pateo, nadando en las pozas o en los ríos entre beso y beso, arrumaco y arrumaco, intercambios de caricias, suspiros y anhelos a pesar de aquello de “no, nene, aquí no, no más, espérame…”. El tiempo no había pasado, es más, jamás pasaría al lado de su amada nana. ¿Cuántos planes y proyectos podría abrazar al imponerse la paz? Disfrutaría como nunca a su familia. Jamás olvidaría cuando estudiaba la obra de Voltaire y la pequeña Josefa entró a la biblioteca llevando una bandejita con chocolate caliente y una rebanada de pan de elote que Ana María había preparado para obsequiar a su señor. Momentos después, cuando la niña ya se había dormido y su mujer entró de modo apenas perceptible para recoger la charola con los trastes sucios, el joven hacendado, quien estaba a punto de cumplir 37 años, la abrazó, la retuvo, le sonrió sin soltarle la mano y la jaló para sentarla encima de sus piernas. Ana María sacaba lo mejor de él como hombre. El poder de la carne volvió a hacerse presente. La insinuación era bien clara. ¿Por qué esperar a estar en el lecho para entregarse a las fantasías amorosas? El impulso carnal no debería diferirse, porque se congelaban el júbilo y la ilusión. Se trataba de besar a Ana María y tenerla y poseerla cuando la ocasión fuera propicia, por más que ella protestara:

—No, nene, mi nene, nenito, aquí no, mi vida…

—Aquí sí y ahorita salvo que quieras que la odiosa rutina acabe con nosotros, nana, nanita… No importa que no hayas rezado el rosario, ya tendrás tiempo después.

Melchor dejó la pluma de ganso entre las páginas del libro de Voltaire y ahí mismo, con las ventanas abiertas por donde entraba la suave brisa campestre de Pateo, se volvieron a entregar a las delicias del amor. ¿Que jamás se casarían? No era el momento para esas reflexiones. Se atropellaron entonces, se fundieron, se tocaron, rodaron por el piso, sin importar ya si alguien pudiera o no sorprenderlos y volvieron a devorarse, a poseerse, a deleitarse, a gozarse, a entregarse como si apenas hubieran transcurrido un par de días desde su primer encuentro al pie del famoso laurel de la India.

—Aprovechemos —comentó Melchor al oído de su mujer— la magia de la atracción entre nosotros porque no sabemos cuándo va a extinguirse la flama. La poderosa fuerza que nos une no depende de la voluntad ni de la razón. Un buen día se apaga y no podrás hacer ya nada para volverla a prender, de modo que, nanita mía, ven a mis brazos y suéltate, prenda de mi vida.

Dejaron ahí su tarjeta de visita, al igual que al amanecer en un manantial cercano y dos días después en una de las bancas del atrio de la iglesia de Maravatío, cuando la noche caía y los habitantes se encontraban descansando el sueño de los justos. De uno y otro arrebato carnal dominado por el fuego no pudo sino resultar el nacimiento de la pequeña Petra, una segunda hija, en aquel 1844. Se iba creando una familia: dos niñas producto feliz de un amor genuino, intenso, en el que si bien se daba cabida a los convencionalismos sociales, religiosos y jurídicos, nada detenía su impulso ni su deseo de procrear. Por un tiempo trataron también de esconderla y de mentir, sin embargo, de la misma manera que la humedad se filtra por las paredes, poco a poco, con el tiempo se habló de que tanto Josefa como Petra eran hijas de Melchor y de Ana María, la sirvienta, la nana, la amante, la mujer, la confidente del patrón que todos adoraban.

Petra nació en uno de los momentos de máxima plenitud de Ocampo. La niña tampoco sería reconocida, si bien también sería profundamente amada por sus padres. Ya sabrían qué inventar o qué decir para justificar el arribo de la nueva menor, igual a Melchor en las facciones, con lo cual sería ciertamente muy difícil ocultar su origen paterno.

Durante el embarazo de Ana María, Ocampo escribió una memoria sobre las cactáceas, otra sobre la variedad del encino, un ensayo sobre las frutas aplicadas a la higiene y a la terapéutica, así como sus investigaciones en torno al lobo rabioso y los remedios para atacar la enfermedad consecuente. Además de trabajar intensamente en Pateo al emplear diversos métodos y técnicas de cultivo novedosos, Melchor desarrolló un sistema de servicio social. “Su altruismo, espontáneo y fecundo, su generosidad y desprendimiento no eran en él una postura fácil para ganar el aplauso ni la gloria pasajera o eterna; concebía esa actitud como función natural de los seres humanos, la que no cumplían por egoísmo o por malformación moral.” Melchor tenía permanentemente la mano abierta, por lo tanto se quejaba de los préstamos que los hacendados hacían a los peones, mismos que estos no pagarían jamás con su trabajo, por lo cual se constituía una vergonzosa y eterna esclavitud que jamás permitía a los hombres del campo escapar de su terrible condición.

Si el peón no tenía dinero, alegaba Ocampo, ¿con qué comprar carne? Entonces la ganadería se resentiría… ¿Y si el peón carecía de recursos para adquirir ropa? Entonces la industria textil se dañaría… Si el hacendado ganaba menos, disminuiría su poder adquisitivo, comprimiendo la economía. La renta nacional sufriría estragos, el erario enflaquecería, el fisco se enfermaría, el Estado detendría la construcción de caminos, escuelas, hospitales y obras en general por falta de recursos. A nadie le podía convenir tener un campesinado pobre, simplemente porque no consumiría, y si no consumía no fomentaba el crecimiento de la industria y del comercio ni la capacidad de gasto del Estado. Solo a la Iglesia le interesaban los analfabetos paupérrimos, a quienes podía asustar con el infierno salvo que le pagaran unas escasas monedas extraídas de un mugroso paliacate escondido bajo la axila. Si el gobierno no recaudaba fondos entonces se entraba en un círculo infernal porque no habría dinero para la educación pública ni para la salubridad ni para contar con un ejército bien adiestrado en caso de guerra. La base de la prosperidad consistía en contar con campesinos solventes y educados. Todo lo demás caería por añadidura. Se daba tiempo también para escribir el sainete Don Primoroso, un tema casi inimaginable en la época porque se refería, ni más ni menos, a la homosexualidad. Melchor Ocampo era un curioso profesional, de todo quería saber y de todo sabía.

A pesar de haber tenido que vender partes de la hacienda de Pateo para solventar deudas adquiridas, de cualquier manera se quedó con la suficiente superficie de terreno para disfrutar la vida rural que tanto le atraía. Un buen día resolvió que su propiedad tenía que cambiar de nombre, por lo cual le puso Pomoca, anagrama de Ocampo, donde estableció su residencia y puso en práctica sus conocimientos, enriqueciendo el lugar con un parque de piñones, olivos, cedros y el arbusto rarísimo de la cruz, idéntico al que existe en el convento del mismo nombre en la ciudad de Querétaro. Aprovechando una quebrada del terreno, hizo un estanque para baños y otro de forma circular para la procreación de peces con un jardín de aclimatación en su centro; introdujo el agua trayéndola de muy lejos en una bien construida cañería. Se entraba en esta estancia por una avenida de cedros de Líbano, y comunicaba de la casa al baño, tupidamente cubierto de plantas trepadoras, una callecita estrecha y ondulada bajo enredaderas de fragancia indecible, que bajaban a trechos sus ramas cuajadas de hojas hasta ocultar los asientos de mampostería. Pomoca era, sin duda alguna, una belleza. En aquella incendiaria soledad, solo disminuida por los encuentros amorosos con Ana María y los juegos espontáneos con Josefa y Petra, escribió sobre electrotipia, la curación de la parálisis por medio de la cirugía de los nervios, además del cultivo de la vid y del gusano de seda. A nadie podía escapársele que Melchor Ocampo se convertía en un sabio, lo que no le permitía apartarse del malestar de sus paisanos, por lo que solicitó y logró la construcción de una nueva cárcel en Michoacán para que los presos tuvieran una vida digna.

Fue precisamente en aquel momento, cuando la luna parecía bañarlo con una espléndida luz de plata, que recordó cuando trató de explicar a su nana la guerra con Estados Unidos.

—¿Cuál guerra, Ana María? Se trató de una escandalosa intervención armada en contra de un país débil y dividido que bien hubiera podido vencer a los yanquis si no nos hubieran sorprendido desunidos e inmovilizados por las traiciones.

En esos momentos era cuando más se dolía de la escasa formación intelectual de Ana María. Tenía que explicarle los acontecimientos “con frijolitos”… La sensación de vacío no superaba todo aquello que esa mujer podía darle a cambio. ¿Discusiones airadas? A buscar, entonces, a otro obsesivo de la historia.

—¿Y por qué nos invadieron, nene? —preguntó cautelosa Ana María en aquella ocasión.

—La envidia, nana, la envidia, que se da entre hombres, sociedades y países —repuso Melchor—, pero si la provocas y estimulas al dejar abandonado Tejas, Nuevo México y California al lado de un vecino goloso, prepotente y arbitrario, ávido de salidas al Océano Pacífico y que sabe a México débil y dividido, ya solo faltaba la llegada a la Casa Blanca del hombre capaz de perpetrar el despojo, y ese hombre llegó.

—¿Cómo se llamaba? —inquirió Ana María sorprendida.

—Polk, James Polk, reina, un político mentiroso y ratero que llegó al poder dispuesto a robar o a comprar al precio que quisiera, poniéndonos una pistola en la cabeza…

—¿Así fue…?

—Peor, nana, peor, porque nosotros los mexicanos también pusimos de nuestra parte —aclaró apesadumbrado—. Polk, un descarado esclavista podrido, ya había anunciado sus intenciones expansionistas durante su campaña presidencial, por lo que entendí que la guerra entre México y Estados Unidos era apenas cuestión de tiempo. Sabía que nosotros no venderíamos ni un milímetro de tierra, así que buscaría pretextos para arrebatárnosla. Tenía que inventar un conflicto armado para lavarse la cara ante el mundo y no exhibirse como un vulgar asaltante. Tejas ya se había anexado amañadamente a Estados Unidos después de la pérdida de la batalla de San Jacinto, a cargo del asqueroso traidor de Santa Anna; ahora irían ya solo por Nuevo México y California, que volveríamos a recuperar cuando nuestro país contara con las mismas fuerzas que Estados Unidos… A saber…

Ana María escuchaba y cuestionaba, aprendía detalles de algo que jamás se conversaría en el lavadero ni en la cocina. ¡Qué inteligente era su señor, de todos los señores! ¡Cuánto sabía!

—Mientras los norteamericanos consideraban cínicamente como una misión divina el despojo que padeceríamos y su ejército se preparaba para llevar a cabo la invasión, en México continuaban los derrocamientos, los golpes de Estado y las asonadas, al extremo de que en tan solo ocho años, de 1840 a 1848, pasaron por el poder Anastasio Bustamante, Francisco Javier Echeverría, Santa Anna, Nicolás Bravo tres veces, Santa Anna de nuevo otras tantas, Valentín Canalizo, José Joaquín Herrera, Mariano Paredes y Arrillaga, Valentín Gómez Farías, Pedro María Anaya, Manuel de la Peña y Peña y nuevamente José Joaquín Herrera, 16 mandatos, en tanto Polk era el décimo primer presidente yanqui en 70 años desde su independencia de Inglaterra en 1776. ¿A dónde íbamos —se preguntaba Melchor— con tanta inestabilidad, sin rumbo, sin congruencia, sin estrategia, sin orden, sin respeto, sin autoridad y sin gobierno? Las condiciones estaban dadas para la debacle y la debacle se dio. Ellos habían tenido 11 presidentes en 70 años y nosotros 16 gobiernos en tan solo ocho, entre golpistas, dictadores, tiranos y jefes de Estado legítimos. ¿No estaba claro que la estabilidad y el orden democrático son la base de la evolución? ¿Dónde quedaba México?

—Sí, me acuerdo cuando llegaste a gobernador de Michoacán, en plena guerra, después de haber sido diputado —aclaró Ana María—. Si te hubiera visto la patrona, nuestra difunta Francisca Xaviera, ¿no, nene?

—Ella era una reina. Yo habría hecho hasta lo imposible por que estuviera orgullosa de mí, tal y como trato de hacerlo contigo.

—Conmigo ya no puedes más, de sobra sabes que eres mi dios… ¿O crees que ya se me olvidó cuando reabristes el Colegio Nacional de San Nicolás Hidalgo, ordenates que a los chamacos se les enseñara de todo, construites escuelas por todos lados, cerrates cantinas, castigates a los jueces bandidos y los encerrates, como a los que se robaban los impuestos…? ¿Te acuerdas de las caras de nuestros campesinos cuando les enseñates a trabajar la tierra como en Francia? —Ana María recordaba todo, aunque parecía lo contrario—. El pueblo nunca olvidará, ni yo tampoco, cómo ayudates a los jodidos que preferían pagarle sus limosnas a la Iglesia cuando no tenían ni pa’ tortillas. Gracias a ti supe lo cabrones que eran los curas…

—Me llené de enemigos, nana —acotó Melchor—: un día el obispo Munguía se vengará de mí por mis reformas liberales en el estado, acuérdate que me condenó alegando que yo era un bribón astuto, que no creyendo en Dios ni en el diablo, me servía de ambos para mi provecho. Si todavía existieran las salas de tortura de la Inquisición, sin duda me sentaría en el potro del tormento hasta no dejarme un hueso sano.

Ana María no entendió esto último, por lo que Melchor cambió el tema para recordarle cómo, después del bombardeo norteamericano a Veracruz en 1847, él, en cuanto gobernador, había invitado al pueblo a sumarse a la defensa del país mediante la creación del Batallón Matamoros de Morelia, ejemplo que lamentablemente no habían seguido otras entidades porque no se consideraban responsables del estallido de la guerra con Estados Unidos, y por lo mismo no mandarían ni dinero ni soldados para el rescate de la patria… Los empresarios, por otro lado, tampoco ayudaron con fondos para la liberación adquiriendo o hipotecando bienes de la Iglesia, porque esta había amenazado con la excomunión a quien comprara cualquier bien propiedad del clero, según lo dispuesto por las leyes de Gómez Farías. ¿Más pruebas de desunión que ya nos anunciaban el desastre inminente? Melchor aclaró entonces que la curia se había negado a otorgarle un préstamo al presidente Gómez Farías por 15 millones de pesos, destinados al pago de la tropa muerta de hambre y a la compra de pertrechos de guerra. Fue un señor portazo en la nariz: ni en los momentos de mayor asfixia financiera, ni en coyunturas militares tan desafortunadas como las que vivió el país, la Iglesia abrió sus caudales para ayudar a México. Ocampo maldecía a la alta jerarquía desde la gubernatura del estado. Los dineros del Señor son intocables, así como su sacratísimo patrimonio, ¿verdad…?

—¿O sea que nuestra Iglesia tan rica no dio dinero pa’ ayudar a salvar a México? —preguntó Ana María llena de candor—. ¿Y entonces pa’ qué tanta tierra, como bien dices, tantas iglesias por todos lados, tanta plata y joyas, tantas vírgenes cubiertas de oro y brillantes y tanto cura vestido con mantos bordados de perlas, si a la hora de la hora no utilizaron esos dineros pa’ ayudarnos en contra de los malditos güeros?

—No, nana, no, los sacerdotes no solo no nos ayudaron con dinero, sino que, de acuerdo con el ejército de Estados Unidos, excomulgaron a los soldados o civiles mexicanos que atacaran a los yanquis. La guerra la perdimos por las traiciones de la Iglesia, además de los acuerdos secretos de Santa Anna con Polk. Escúchame bien —agregó con voz de fuego—: hicieron más daño los discursos pronunciados desde los púlpitos que las bombas norteamericanas.

Ana María estaba atónita y no perdía detalle de la conversación. Ocampo se mostraba incontenible.

—Pero como te decía, nana, no solo no dieron dinero y excomulgaron a diestra y siniestra, sino que, en plena invasión, todavía el clero se atrevió a financiar un golpe de Estado conocido como “la rebelión de los polkos”, para derrocar al presidente Gómez Farías y evitar que este los pudiera obligar a dar los 15 millones de pesos para la defensa de la patria, cuando el patrimonio eclesiástico estaba valuado en más de 300. El derrocamiento de don Valentín sirvió para desquiciar la escasas posibilidades defensivas de la nación, nana, un horror… ¡Son un asco!

—Entonces sí tenían dinero para dárselo a los polkos, pero no para defendernos de los invasores —adujo Ana María con una lógica sorprendente—. Sí tenían centavos, pero no pa’ sacar a los güeros a patadas de México.

—Así es, por eso los fieles y los frailes recorrían las calles gritando “Viva la religión, muera Gómez Farías”, “Que nadie se permita atentar en contra del Señor ni de la Virgen de Guadalupe”. Oremos para salvar a la patria pero, por lo que Dios más quiera, de dinero ni hablemos…

Hacía fresco y el gran reformista tenía hambre. Llevaba en las alforjas cecina y frijoles, que devoró sentado sobre una piedra. ¿Cómo estaría Ana María? ¿La encontraría con vida? ¡Cuánto sacrificio el que implicaba el servicio civil! Llevaba tanto tiempo sin ver a su amada nana y a las niñas y ahora, tal vez, no llegaría a tiempo para despedirse siquiera de ella. Solo que el esfuerzo al lado de Juárez y de los demás liberales, uno mejor que el otro, había producido los resultados esperados porque de ganar la guerra, como todo parecía indicarlo, a México se le retiraría del cuello una gigantesca sanguijuela que devoraba las mejores esencias de la nación. ¡Cuánto coraje de siglos acumulado en contra de la Iglesia, y ahora a él le tocaba en gracia convertirse en el verdugo del clero de todos los demonios! ¡Qué fortuna! Las Leyes de Reforma le habían permitido reconciliarse con la existencia desde que aniquilaran para siempre a esa institución demoniaca y perversa.

¡Claro que la alta jerarquía católica, durante la guerra en contra de Estados Unidos, entregó a Santa Anna dos millones de pesos en calidad de préstamo a cambio de que, de inmediato, procediera a la derogación de las leyes de ocupación de los bienes de manos muertas y derrocara a Gómez Farías en plena guerra! ¡Cómo se habrían frotado las manos los invasores al descubrir el desorden prevaleciente en las filas enemigas y más gozarían al instalar la Mexican Spy Company, integrada por mexicanos traidores contratados por el ejército de Winfield Scott para espiar en los cuarteles mexicanos y revelar a los malditos yanquis los planes y las estrategias diseñadas por el alto mando nacional! De nada sirvió finalmente que él, como gobernador, hubiera llamado abiertamente a los michoacanos a la pelea ni que reuniera escasos recursos económicos para fabricar armas, parque y equipo para las tropas, que elaborara planes para organizar grupos guerrilleros que sabotearan el paso y los campamentos yanquis, y tampoco que se declarara en contra de posibles tratados de paz con el gobierno estadounidense que menoscabaran la soberanía nacional. Más no podía hacer…

—¿Te acuerdas —llamó la atención de Ana María— de que renuncié al gobierno de Michoacán desesperado por la inacción social y política, porque yo no quería ser parte de la asfixia de la patria ni de su irremediable mutilación?

—Y yo estuve de tu lado, nene.

—Sí, nana, sí, solo que muchos mexicanos no nada más estaban conformes con la mutilación del país, sino con su anexión total a Estados Unidos. ¿Seremos unos descastados? ¿Por qué me ignoraron cuando propuse que con las guerrillas sabotearíamos el acceso de las tropas norteamericanas a la capital de la República? ¿Por qué no interrumpimos las líneas de abasto de comida de los invasores convenciendo a los indígenas que les vendían alimentos para que no lo hicieran, o les vendieran víveres envenenados? ¿Por qué en las noches no les disparamos a los caballos, o contaminamos la cebada o la paja? “¡Envenenémoslos —les grité— si no tenemos con qué vencerlos militarmente, rompamos sus filas, no les demos de comer, vendámosles agua tóxica!” Mis gritos se hundieron en el olvido, la guerra se perdió batalla por batalla y nadie escuchó. Nadie, ¿me oyes, nana? —gritaba Ocampo desaforado—. Todos estaban callados. ¡Pobre de México! Jamás, jamás, jamás debimos haber reconocido tratado alguno hasta que el gobierno yanqui no aceptara nuestro derecho a la indemnización por los males que nos causaron.

Cuando el 2 de febrero de 1848 se firmó el ignominioso tratado de paz, Melchor Ocampo regresó a Pateo porque no quería servir un día más a una administración que iba a tener que apoyarse en los enemigos naturales de la patria. Lo sustituyó Santos Degollado, el hombre que posteriormente capitaneó el ejército liberal en contra de la hueste clerical al estallar la guerra de Reforma.

En ese momento, Melchor Ocampo se quedó por fin dormido. Soñó con su nueva hija, Julia, la tercera, nacida durante la guerra, y que Ana María se había aliviado de la ceguera que la imposibilitaba a esas alturas, finales de 1860, cuando cabalgaba apresurado para encontrarla en su lecho de muerte. No importaba que estuviera ciega, todo lo que deseaba y anhelaba era volver a conversar aun cuando fuera un minuto con esa santa mujer, una segunda madre que había sido su guía espiritual, su amorosa consejera en los primeros años de la vida, su protectora, su educadora, su impulsora, su amante finalmente y la madre de sus hijas. ¿Cómo poder agradecer a quien ya no existía todo cuanto había hecho por él? Si tan solo pudiera besarle la frente y murmurarle al oído para ver si todavía lo reconocía… Ya no pensaba obtener de ella una sonrisa, ni esperaba un gesto a modo de respuesta; no, apenas, si fuera posible, un asentimiento con la cabeza. Más no quería.

Luchando contra el sueño en aquel diminuto espacio de la selva veracruzana, Melchor Ocampo pasaba lista de su vida como si fuera a fallecer al mismo tiempo que Ana María, su nana. No habían transcurrido sino apenas escasas 12 horas desde su salida del puerto, y ya sentía que era toda una eternidad. ¡Qué difíciles fueron los años siguientes!

—Me dio mucho gusto cuando regresastes al rancho después de la guerra —le confesó Ana María a su patrón a finales de aquel funesto 1848—. A toda mujer le conviene tener a su hombre en la casa bien controladito: con la de tentaciones que tendrías con las chamacas en la capital.

—¿Cuáles chamacas, Ana? Aquí no hay más chamaca que tú.

—Sí, cómo no, yo ya tengo 53 añotes y tú 37, yo ya voy de salida, nene…

Aquellas conversaciones de regreso a Pomoca lo hacían olvidar la política. El tiempo libre le permitía volver a sus investigaciones, a sus estudios, a sus técnicas, a trabajar en la hacienda para generar recursos y que no pasara a ser propiedad de los acreedores, pero claro está, también se encontró de nueva cuenta con Ana María solo para percatarse de que ni el tiempo ni las penurias ni la distancia habían asfixiado el fuego. La mujer estaba entera, era de buena madera, “del árbol del aguacate”, como ella bromeaba. Bastó con volver a verla, día tras día, hora por hora, minuto por minuto en los cobertizos, en la caballeriza, en los graneros, cruzando el patio, cortando naranjas o fresones, para que mientras cumplía con las faenas domésticas, Melchor intercambiara con ella puntos de vista y aprovechara, evidentemente, la menor oportunidad para acariciarla, para palparla, para tenerla, para poseerla. El amor era una fuerza inexplicable, el mejor premio que podía recibir cualquier ser humano. No se trataba de que él quisiera, añorara, deseara a Ana María con todo el poder de su mente; no, algo mágico acontecía. Su solo aliento lo abrasaba. La atracción no resistía argumentos, era irracional por definición. Bastaba con tocarla, verla u olerla o acercarse a ella para que su cuerpo reaccionara de diferentes maneras hasta llegar a enervarse, excitarse y revivir después de todos los tropiezos y catástrofes que habían padecido tanto él como el país. Por supuesto que volvieron al mismo árbol, al mismo laurel de la India donde intentaron por primera ocasión amarse y perderse entre suspiros, donde procrearían a Lucila. Ya habían nacido Josefa en 1836, Petra en 1844, Julia en 1846 y ahora Lucila vendría al mundo en 1850; la primera, con la derrota de Santa Anna en San Jacinto; la segunda, con el sexto regreso de Santa Anna al poder; la tercera, con el estallido de la guerra contra Estados Unidos, y la última, exactamente a la mitad del siglo XIX. La pequeña Lucila tampoco sería reconocida como hija de Ana María y Melchor: correría la misma suerte que sus hermanas. También se dirigiría a Ana María como nana y jamás como “mamá”. Por más que dijeran que era hija de otra mujer y que las malas lenguas de Pomoca repitieran incansablemente este argumento, Melchor bien lo sabía, también era sangre de su sangre, bastaba nada más verla; sin embargo, la única que atrapaba su atención y lo animaba a compartir su compañía públicamente era Josefa, la primogénita, la niña que día con día le producía más sonrisas y despertaba mayores ilusiones; para él, la verdadera razón de existir. ¿A dónde se iba en la vida sin ilusiones? A pesar de tener cuatro hijas, ni aun así quiso Ana María gritar al mundo su amor y revelar su estirpe. No, no podía ser, ni ella sería su esposa ni él su esposo, ni ellas sus hijas de cara a la sociedad. Jamás se casarían.

Melchor se convenció de la necesidad de tratar de conciliar el sueño por unos momentos o correría el peligro de caer del caballo por fatiga al día siguiente. ¡Qué frustrante había sido su paso por la Secretaría de Hacienda cuando el presidente Joaquín Herrera lo llamó en 1850, interrumpiendo su estancia en Pomoca, solo para estar un par de meses al frente de dicha cartera! Los 15 millones de dólares pagados por Estados Unidos para cubrir el despojo territorial, en cinco exhibiciones de tres millones cada una, se habían dilapidado y desperdiciado miserablemente. La nueva quiebra del erario era una vieja realidad. Deseaba bajar los derechos de los aranceles para impulsar el comercio exterior de México, definir las ministraciones a los estados, abolir las alcabalas, uniformar los impuestos, capitalizar los empleos públicos para exhibir moralidad y eficiencia en quienes los desempeñaban. Fracasó, sus ideas no prosperaban, no contaba con aliados, no se daban más respuestas, no existía solidaridad alguna ni apoyo para sus propuestas. Su mejor alternativa consistía en renunciar y volver al lado de Ana María y de sus hijas, a esperar en Pomoca el nuevo estallido, provocado esta vez por la quiebra de las finanzas públicas. ¿Encontraría la paz?

¡Cuánta riqueza tenía México, se dijo al contemplar el altivo Pico de Orizaba! Tenemos todo para vencer: agua, tierras fértiles, plata de sobra, oro, pesca, ganadería, excelente mano de obra, la laboriosidad de nuestra gente, sol en abundancia, todo tipo de tesoros de nuestros abuelos, riqueza por doquier, y sin embargo somos un pueblo pobre porque no sabemos nada: somos lo que sabemos, somos lo que recordamos, y no sabemos nada ni recordamos nada. “¿De qué sirven tantas herramientas si no las sabemos utilizar? ¿De qué sirven tantos bienes si no los podemos explotar?”, se dijo cabalgando al paso rumbo a la ciudad de Puebla, una capital tradicionalmente reaccionaria en la que tendría que tener cuidado, mucho cuidado.

¿Se dirigía a la muerte junto con Ana María? ¿Por qué entonces repasaba su vida con tanta precisión? ¿Algo presentía? Ese sentimiento funerario lo obligaba a hacer un balance del pasado y por ello recordó cuando fue nombrado por segunda vez gobernador del estado de Michoacán en mayo de 1852, mientras Juárez lo era de Oaxaca. No desperdiciaría, como no lo hizo, la oportunidad para decretar e imponer coactivamente las leyes liberales que exigía su estado natal, a pesar de que la feroz oposición del obispo Munguía, su antiguo condiscípulo, había llegado a extremos alarmantes.

Nunca olvidaría el enfrentamiento con el cura parroquial Agustín Dueñas cuando este se negó a enterrar en el cementerio del obispado a un hijo de Esteban Campo, mayordomo de Pomoca, cuya familia carecía de recursos para pagar los servicios fúnebres.

—Si no tienes dinero para pagar el camposanto —amenazó Dueñas, un sátrapa fugado del infierno—, pues tienes que salar el cuerpo de tu ser querido y comértelo, porque de otra manera aquí no tendrás espacio para nada.

Con estos hechos don Melchor no tardaría en modificar el importe de las obvenciones parroquiales. En ese nuevo paso por el gobierno estatal ejecutó sin tardanza la revolución política que Francia había impuesto prácticamente 70 años atrás. Apoyado en las tesis de los derechos universales del hombre y las de la Revolución francesa, decretó la libertad de cultos, la secularización de los cementerios, el establecimiento del matrimonio y el Registro Civil, así como una reforma en materia de aranceles y obvenciones parroquiales. Melchor estaba convencido de llevar a cabo una reforma agrícola y minera, de estimular las relaciones mercantiles y esforzarse en desestancar la propiedad clerical para socializarla y ponerla en manos de la nación. ¡Se adelantaba en el tiempo a las Leyes de Reforma que se promulgarían siete años después! Limitaría el cobro de los servicios religiosos, que por caridad y piedad deberían ser gratuitos o al menos no elevarse a cantidades monstruosas que atentaban en contra de los más desprotegidos. Rechazaba cualquier tipo de fuero y privilegio clerical. Denunciaba abiertamente la falta de virtudes evangélicas de los curas, la corrupción de costumbres de la mayor parte de los ministros, que habían financiado revuelta tras revuelta en Michoacán, dentro de las fronteras de aquella diócesis ciertamente siniestra. ¿Qué acontecía con las virtudes del cristianismo? ¿Se le había olvidado al clero que para derrocar a los gobiernos en 33 y 47 había derramado el oro para que nos matáramos entre hermanos los hijos de Jesucristo? Si Jesús volviera a nacer, no solo largaría a los mercaderes del templo, sino que faltaría madera para hacer cruces y colgarlos a todos boca abajo, tal y como crucificaron a san Pedro.

¡Melchor Ocampo con horror veía venir una guerra civil, un incendio nacional estimulado por la Iglesia para no perder sus privilegios jurídicos ni su enorme patrimonio económico! La alta jerarquía católica jamás toleraría que alguien tocara sus cuantiosos intereses, antes provocaría una revolución, aun cuando el país se destruyera por completo. Esas eran, según el clero, las órdenes de Dios y las consignas divinas…

El obispo Munguía acusó a Ocampo de acarrear desgracias y calamidades sobre la nación al proponer e imponer leyes cismáticas, anárquicas, impolíticas, innobles y estériles. México se hundía en la barbarie, se dividía entre pronunciamientos, el arribo de filibusteros, además de escaseces infinitas. Cuando el clero derrocó al gobierno del presidente Arista e impuso de nueva cuenta a Santa Anna, Melchor se negó abiertamente a transigir con la maldad, con la corrupción, la degradación y la inmoralidad. No podía resistir, aceptar ni permitir el regreso del corrupto tirano, un político podrido, la servidumbre misma de la Iglesia, por lo que presentó su renuncia el 25 de enero de 1853 al gobierno del estado de Michoacán antes de cumplir siquiera un año en el cargo. Era evidente que todas sus reformas se perderían en la nada, su esfuerzo se desvanecería y la burla se impondría de nueva cuenta.

Cuando llegó Santa Anna a la ciudad de México proveniente de Colombia, las campanas de todas las iglesias repicaron gozosas anunciando la llegada de su héroe, un auténtico engendro del demonio. Por doquier se escuchaban cañonazos, en tanto una población de léperos harapientos rodeaba el carro del héroe y tiraba de él entre ovaciones y porras. El miserable traidor de San Jacinto y de la guerra contra Estados Unidos declaró ante el pueblo de México: “Yo, Antonio López de Santa Anna, juro ante Dios defender la independencia y la integridad del territorio mexicano y hacer todo por el bien y la prosperidad de la nación, conforme a las bases adoptadas por el Plan de Jalisco”.

Ni Melchor ni Ana María ni sus cuatro hijas olvidarían jamás aquella mañana de 1853 en que él les mostraba sus azaleas japónicas en la parte trasera del jardín de Pomoca, cuando una pesada brigada de soldados se presentó a arrestar al reformista de parte de Santa Anna, a sugerencia, claro está, de Clemente Munguía. Ana María se interpuso entre los militares y el ilustre preso. A tirones y empujones, como si se tratara de un perro sarnoso, sin permitirle siquiera tomar algún libro, un medicamento o algo de ropa o sus lentes de lectura, fue jalado del cuello y obligado a subir a un carruaje, esposado y con grilletes, sin que Ocampo intentara defenderse de la agresión y de aquella violación a las garantías de ley. Nada, absolutamente: ese era el estilo de Su Bajeza Serenísima. Melchor recordó para siempre el rostro desencajado de su hija Petra al saber, sin entenderlo, que se llevaban a su padre a la cárcel. Después de estar confinado en Tulancingo, Hidalgo, fue enviado a San Juan de Ulúa, en una pocilga encerrada, sin aire, sin baño ni cama ni luz, tres metros por debajo del nivel del mar, con la facultad de optar entre permanecer preso allí o marcharse a Estados Unidos, donde fue informado de que todos sus bienes habían sido expropiados por Su Alteza Serenísima. Desterrado en Nueva Orleans comenzó, como bien lo dijera él mismo, la gran historia de la Reforma. Fue el momento en que los más distinguidos liberales mexicanos del siglo XIX, los verdaderos forjadores de la patria, sus auténticos padres fundadores, tuvieron la oportunidad de reunirse durante 12 meses en el exilio impuesto por la alta jerarquía católica a través del tirano. Los liberales conjuraron, confabularon, conspiraron, maquinaron, se coligaron, tramaron, intrigaron, maniobraron, se aliaron y se asociaron armando una estrategia política para derrocar otra vez, la última, a Santa Anna. Los reformistas expulsados entendieron que cuando cayera el dictador llegaría una nueva etapa en la historia de México. Esta vez el clero las pagaría todas juntas, más aún cuando el mocho endemoniado, el Hijo Privilegiado de Dios, su instrumento favorito, ya no estaría para defenderlos.

Claro que Santa Anna, pensaba Ocampo después de haber pasado ya a las orillas de la ciudad de Puebla, que advirtió a la distancia sin acercarse más de lo que aconsejaba la prudencia, violó su juramento constitucional porque volvió a vender, esta vez 100 mil kilómetros cuadrados del territorio de La Mesilla a Estados Unidos, de la misma manera que en otros tiempos enajenara los ricos metales de Fresnillo, las salinas nacionales, los fondos piadosos de las Californias, los bienes de temporalidades y casi todas las propiedades públicas. Y claro está, hubiera vendido Sonora, la Sierra Madre, la península yucateca y cuanto fuera necesario para enriquecerse, de la misma manera que permitió el tránsito por el istmo de Tehuantepec, obsequiándole a un amigo —obviamente un prestanombres— dicha concesión, dando origen a uno de los peores martirios de la diplomacia al concluir la guerra en 1848. Si sus hijos o Dolores Tosta, su esposa, valieran algo, también hubieran corrido la misma suerte, entregados al mejor postor. Desde el destierro, Santa Anna fomentó la discordia civil, lucró con el contrabando, prestó con usura al gobierno, vendió lo ajeno, pagó esbirros, fomentó bacanales: era el jefe de la canalla, se pagaba con lujo, se retribuía en grande. Tan era cierto que hizo traer tres regimientos suizos para que le sirvieran de escolta y comprobaran el libre y espontáneo sufragio universal, como si este le importara. Su Alteza Serenísima desperdició los escasos recursos del erario, exigió a sus cónsules el envío de cartas lisonjeras, dilapidó el insignificante presupuesto público en el ejército, en la adquisición de una nueva artillería, además de cobrar comisiones por cada operación de compra realizada. El destino de más de siete millones de pesos obtenidos por la venta de La Mesilla se perdió en la noche de los tiempos. El despilfarro, el gasto, el robo, el peculado y la corrupción destruyeron definitivamente las finanzas públicas a partir de su proclamación como dictador perpetuo de México.

Después de pasar por San Martín Texmelucan y dirigirse a Santa Rita Tlahuapan contemplando a la distancia al Ixtacíhuatl y el Popocatépetl, Ocampo recordó los horrores sufridos durante el destierro, por más que unían a sus compañeros la mística revolucionaria y la pasión por la construcción del México nuevo, libre de la oprobiosa tiranía clerical. Si era necesario llegar a la guerra, llegarían a la guerra, comenzando por derrocar a Santa Anna para hacerse cargo del país. Ninguno de ellos sabía cómo sobrevivir en situación tan adversa en Nueva Orleans, pero eso sí, subsistirían hasta llegar al límite de sus fuerzas con tenacidad, inteligencia e imaginación, encabezados por el recio indio zapoteca y por el ilustre michoacano. El destierro los animaba, los embravecía, los fortalecía y los entusiasmaba la posibilidad de ejecutar una venganza inaplazable para lograr los grandes cambios requeridos por México. No sucumbirían ni ante la enfermedad ni ante las privaciones, ni siquiera ante el vómito negro que los amenazaba a todos por igual. Se sabían distinguidos por una misión superior que sabrían cumplir al pie de la letra. Ahí, en Nueva Orleans, alejados de todo lo mexicano, los grandes protagonistas, los constructores del liberalismo mexicano del siglo XIX, Juárez, de 47 años, y Melchor Ocampo, de 41, empezarían a tejer las primeras ideas que más tarde se materializarían en la expedición de las Leyes de Reforma. Separación Iglesia-Estado; igualdad ante la ley; carácter voluntario de las limosnas; libertad religiosa y de expresión, educación laica, construcción masiva de escuelas, universidades y academias; desaparición de los juzgados de capellanías y obras pías, los bancos camuflados de la Iglesia; nacionalización de la minería, del campo y de una buena parte de la industria; cancelación del tribunal de la censura y elecciones directas, entre otros objetivos más. ¡Claro que tenía razón Juárez cuando decía que México era un país independiente, sí, pero no era libre! Ahí estaba todavía el yugo de la Iglesia, del ejército, del hambre y de la ignorancia; educarían a las masas para que nunca nadie las pudiera volver a sojuzgar ni a hechizar, ni a asustar arrojándoles incienso en la cara.

¿Cuáles votos de castidad cumplían los sacerdotes, si tenían mujeres e hijos por doquier, a los que señalaban invariablemente con una identidad de sobrinos? Los curas actuales tampoco habían cumplido sus votos de pobreza, porque viajaban en lujosos carruajes, vestían ropajes de seda bordados con hilos de metales preciosos, ostentaban alhajas y cadenas de oro, cruces pectorales, anillos pastorales, y en lugar de vivir en apestosos jacales sin agua, sin iluminación y con fétido aire interior, no, claro, ellos vivían en inmensos palacios, en opulentas viviendas diseñadas por arquitectos de renombre mundial, muy distintas al pesebre donde naciera el niño Dios. ¿Y las enseñanzas de Jesús? Todos coincidían en que la única opción para someter a la Iglesia era la violencia, la guerra entre hermanos, la revolución, la destrucción del país y la muerte de cientos de miles de mexicanos, lo que separaría a las familias y las dejaría mutiladas para siempre. Se trataba, sin duda, del nuevo nacimiento de México. El alumbramiento sería dolorosísimo, pero era inevitable.

Claro que se trataría de convencer a la población de que nadie agredía su fe, no se prohibirían las misas, la impartición de sacramentos ni la ejecución de rituales y de la liturgia. Los liberales lo eran porque respetaban las creencias de terceros, con sus convicciones y principios. Imposible practicar ahora una cruzada a la inversa en la que se pasara por las armas a los sacerdotes o a los católicos. ¿Dónde quedaba en ese caso la libertad? Se trataba de convencer al pueblo de que los liberales no estaban en contra de la religión, sino en contra de los abusos de los hombres de la Iglesia que representaban a dicha institución. No se trataba de criticar al Verbo encarnado, sino tan solo de instrumentar una educación laica y separar a la Iglesia del Estado. Ellos les zafarían las manos a los mexicanos, se las liberarían, les soltarían los brazos para recuperar la fortaleza del organismo social. El objetivo de la Reforma no consistía en regular las relaciones del hombre con Dios; allá cada quien con sus creencias. Esa era la base del liberalismo: cada quien podía adorar a Dios como mejor le viniera en gana, o no adorarlo.

¡Cuánta furia le había producido el hecho de saber que Santa Anna confiscó sus bienes, comenzando por Pomoca! Se sabía que Ana María y sus hijas fueron expulsadas a empujones de su propiedad y que ahora la disfrutaba un sacerdote como premio a su misión pastoral. ¿Cómo encontraría su finca, si es que alguna vez volvía a visitarla y a habitarla? ¿Cómo estarían su familia, sus campesinos, su gente? ¿Qué les esperaba? ¿Cómo sobrevivirían?

De México llegaban, sin embargo, buenas noticias. El puerto de Acapulco se encontraba en poder de don Juan Álvarez, los revolucionarios del Plan de Ayutla estaban dispuestos a acabar con la última dictadura santannista e imponer posteriormente una reforma liberal por medio de la revolución. Comonfort, Ignacio Comonfort era el brazo derecho de don Juan Álvarez y estaba llamado, desde un principio, a sucederlo en el cargo al frente de la revuelta. El grupo de desterrados constituía un verdadero dolor de cabeza tanto para la Iglesia como para el propio Santa Anna, quien no ignoraba los apoyos que los exiliados podrían llegar a reunir para derrocarlo. Por su parte, la alta jerarquía católica sostendría, como siempre, la estancia de Santa Anna en Palacio Nacional para garantizar sus propios intereses y privilegios. Los arzobispos despachaban en el gobierno, ellos y solo ellos mandaban en la dictadura. Santa Anna no era más que un triste payaso, una marioneta que había venido a robar todo lo que pudiera y a permitir que en realidad quienes condujeran los destinos de México fueran los sacerdotes más encumbrados. Ambos estaban para consentirse: uno para robar y saquear y además convertirse en una especie de faraón o de Napoleón mexicano, y el otro para eternizar sus canonjías derivadas de 300 años de coloniaje español.

Los desterrados hacían planes. No solamente diseñaban estrategias de gobierno, sino que urdían cómo evitar que la rebelión del sur se viera reducida a un simple pronunciamiento militar de carácter local. Harían lo posible por profundizar y ampliar en breve el levantamiento armado que se transformó en una revolución popular de dimensiones nacionales. Se trataba de producir chismes, incendiar aquellas áreas y regiones que condujeran a Santa Anna a la convicción de renunciar antes de jugarse el pellejo. De acuerdo a lo anterior, una parte de ellos se quedó en Nueva Orleans y la otra se dedicó a sublevar el norte de México, sin perder de vista el desarrollo de la contienda en el centro y sur del país. Llegado el 28 de febrero de 1855, decidieron finalmente volver a México. Si bien Santa Anna se mantenía en el cargo y aún no había sido revocado, Juárez, Mata, José María Gómez, Ponciano Arriaga, José Dolores Cetina, Miguel María Rioja, Manuel Cepeda Pedraza y Guadalupe Montenegro insistieron ante Ocampo, el líder indiscutible del grupo, en prestar todos los servicios que fueran necesarios a cambio de concluir con la oprobiosa dictadura clerical que mantenía sojuzgado a todo México.

¡Cómo festejó Ocampo cuando recordó la renuncia de Santa Anna a su supuesta dictadura perpetua en 1855! Cuando el tirano, cobarde como todos los tiranos, se vio asediado por la fuerza del movimiento de Ayutla, convencido de su impotencia y del peligro que corría su integridad física, a pesar de las súplicas del padre Miranda y de los comunicados insistentes de Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos y de Clemente Munguía, ignoró todas las peticiones, y una vez sustraído hasta el último centavo del tesoro público, volvió a huir de México para concluir su décimo primer mandato como dictador en un país que inexplicablemente le había permitido regresar tantas ocasiones al poder, a pesar de haber demostrado hasta la saciedad su temperamento traidor, alevoso, perverso y corrupto. Bien sabía él que de haber permanecido en México, los liberales lo hubieran colgado de inmediato de cualquier ahuehuete en el Bosque de Chapultepec.

Cuando Santa Anna huyó como corresponde a una rata letrinera, Juárez fue nombrado ministro de Justicia por Juan Álvarez, en tanto que Melchor Ocampo se había retirado a su hacienda de Pomoca a resultas de pleitos reiterados con Ignacio Comonfort, de quien solo se podían esperar desaguisados, inconsistencias e incongruencias por ser un hombre inestable, indefinido, liberal y antiliberal, conservador y anticonservador, progresista y antiprogresista, llamado a conducir a México a la debacle. ¿Qué quería Comonfort, estar con los conservadores y clericales, o con los liberales? Imposible estar con los dos bandos al mismo tiempo y eso era precisamente lo que pretendía. Los cambios no se hicieron esperar, Juan Álvarez propuso la redacción de una nueva Constitución. Comonfort ignoraba cómo proceder; bien sabía las ventajas de la reforma liberal, pero no desconocía la dimensión ni el poder del enemigo a vencer y, pobre de él, entró a dos fuegos. Su posición moderada, según Melchor, de un hombre que iba por la vida con muy buen viento pero sin timón ni rumbo ni destino, conduciría a México al infierno, como acontecía por lo general con las buenas intenciones.

Cuando en febrero 18 de 1856 se dio la apertura del Congreso Constituyente, el más distinguido de los diputados, sobra decirlo, no podía ser otro sino Melchor Ocampo, el líder natural del movimiento y eterno provocador en los debates parlamentarios.

Para la sorpresa de propios y extraños, Comonfort comenzó por desterrar a Labastida, el siniestro arzobispo de Puebla, entre otros prelados más, por inspirar y financiar un golpe de Estado en su contra. Munguía fue conducido también al exilio gracias a las gestiones de Ocampo. Nadie podía creer que Comonfort tuviera la audacia como para desterrar a los más agresivos líderes de la jerarquía católica. Se publicó la Ley Lerdo para estimular el mercado de propiedad territorial removiendo la tenencia clerical de la tierra y poniendo a trabajar los bienes de manos muertas. Fue entonces cuando Melchor escribió en su cuaderno de notas: “Los indios regarán la tierra con el sudor de su rostro, trabajarán sin descanso hasta hacerla fecunda, le llegarán a arrancar preciosos frutos, y todo ¿para qué?, para que el clero llegue como ave de rapiña y les arrebate todo, cobrándoles por el bautismo de sus hijos, la primera comunión, el sacramento del matrimonio, la extremaunción y la inhumación de sus deudos, entre otros muchos servicios. Dad tierra a los indios y dejad subsistentes las obvenciones parroquiales y no haréis más que aumentar el número de esclavos que acrecienten la riqueza del clero”.

¡Las carcajadas de Juárez, de Ocampo, de Zarco y de Guillermo Prieto cuando empezaron a leer la defensa del clero ante la publicación de la Ley Lerdo! Al concluir la lectura apretaron las quijadas: el arzobispo Lázaro de la Garza y Ballesteros aclaró que dicha norma era inaplicable en el país porque la Iglesia había adquirido dichos territorios según la voluntad de Jesucristo y esto con el mismo derecho con que un operario hace suyo el pago por su trabajo. Si Dios ordenó que se compraran esos bienes, ninguna ley podía atentar en contra de los dictados de la divinidad, por lo tanto no la acatarían en ningún caso, y estarían dispuestos a defender su patrimonio con las armas que el Señor pusiera en sus manos. ¿La guerra? Sí, la guerra. Se empezaban a escuchar los tambores en lontananza… ¿Cómo que los inmensos latifundios de manos muertas los había comprado la Iglesia avara y podrida según la voluntad de Jesucristo? ¿Dios ordenó tal adquisición y por lo tanto se atentaría en contra de la Divinidad al socializar la tierra y ponerla a trabajar en manos de los muertos de hambre? ¿Quién interpretaba las palabras del Señor? ¿Unos históricos usureros que habían pasado por alto sus votos de castidad y de pobreza, quienes además mantenían culturalmente atrasada a la nación e incendiaron al país? ¡Cuánto cinismo que no alcanzaban a comprender los analfabetos ni los ignorantes, a quienes el clero utilizaba no solo para llenar los cepillos con sus limosnas, sino como carne de cañón en los conflictos armados para defender las supuestas palabras “divinas”!

“Gusanos, son unos gusanos”, pensó Melchor para sí, “son capaces de alimentarse de la carroña pero jamás permitirán tocar sus dineros, a sabiendas de que no se llevarán al Juicio Final ni la mismísima sotana”, se decía en tanto apoyaba los codos en la silla de montar cuando los tres gigantescos espejos de agua, los lagos de Xochimilco, de Chalco y de Texcoco aparecieron a sus ojos. Concluyó que los ciudadanos querían que la cosa pública anduviera como un cronómetro sin querer contribuir ni con la mínima parte de su fortuna ni el menor sacrificio de su persona. ¿A dónde íbamos con un país donde los contribuyentes no cumplían con sus obligaciones y los gobernantes y funcionarios malgastaban la escasa recaudación o se la embolsaban para fines personales inconfesables? ¿Por qué tan pocos se comprometían con la patria?

No era fácil para Ocampo, en aquellos días agotadores de viaje rumbo a Pomoca a finales de 1860, recordar tantos pasajes vividos, diversos momentos de lucha y de agonía que solo habían sido coronados por el éxito gracias a la tenacidad y al coraje de los liberales mexicanos. Cuando se perdía en sus recuerdos y ensoñaciones y recreaba los complejos trabajos realizados con enormes sacrificios para construir un mejor país en el destierro, en la cárcel o huyendo a salto de mata, vino a su mente el momento en que su hija Josefa decidió casarse con José María Mata, el ilustre liberal que lo había acompañado en los 12 meses críticos del destierro en Estados Unidos. Melchor, amante de la legalidad, sometido a un escrupuloso código de ética, deseaba publicar y difundir su vida íntima, su vida amorosa, de modo que todo mundo conociera a su esposa y a sus hijas, gritar su verdad, sobre todo él, quien consideraba a la familia como el único medio para preservar la especie y el respeto individual; ese hombre convertido en amoroso tutor de sus hijas, en marido pródigo y generoso, el portador de la alegría y la cultura a su hogar, cuidadoso proveedor de la prole, vivía sus relaciones amorosas en el clandestinaje. Tendría que esconder para siempre a Ana María y evitar, a como diera lugar, reconocer la paternidad de sus hijas. Toda una paradoja para él, un huérfano, un infante expósito. Cuando su hija Josefa se casó con Mata sintió un desgarramiento interior: su hija se había convertido en su sombra, en su confesora, en la mujer que lo conocía como la palma de su mano y sin embargo la entregaría anónimamente para que ella pudiera iniciar una nueva vida, una nueva estirpe legítima con su querido amigo José María. Fue la única ocasión en que no pudo contener las lágrimas. ¿Cómo hacer para no revelar el nombre de la madre, cuando ella hubiera muerto de la vergüenza? ¡Qué difícil pasar por encima de uno mismo con tal de respetar los sentimientos y convicciones ajenas! Lo peor de todo fue que Ana María ya no pudo ver el matrimonio de Josefa, su hija mayor vestida de blanco, porque en ese 1856 había perdido casi toda la visión.

Melchor gritó y explicó a quien lo quisiera oír:

—Las confusiones de Comonfort y sus estúpidas transacciones habrán de enfrentarnos a todos los mexicanos, no confiemos en él: su madre, doña Lupita, se ha apoderado de él y a su vez es dominada por el padre Miranda, el diablo, el cerebro de todas las revueltas, el cura organizador de la resistencia armada, el brazo ejecutor de Munguía y de Labastida. Acatará las instrucciones de la infeliz autora de sus días, las mismas dictadas por Miranda según los secretos de confesión. Cuidémonos de él, es un títere manipulado por hilos invisibles a la distancia. ¿Acaso no se opone a la libertad religiosa? Una Carta Magna tan moderada, funestamente moderada, que ni siquiera concibiera la libertad de cultos ni fuera contundente en lo relativo a la separación de Iglesia y Estado y a todos los proyectos liberales, un texto corto y mediocre sin los alcances que pensamos en Nueva Orleans, ni siquiera ese sería del agrado de Comonfort.

Melchor, por lo pronto, no firmaría la Constitución de 1857 ni volvería al Congreso Constituyente por considerar tibio y con escasa consistencia el máximo ordenamiento legal. Mientras él escribía textos políticos delatando la moderación de un código conservador, en el país había movimientos armados que proponían el regreso de la religión y los fueros y la cancelación de la Ley Juárez, que suprimía los tribunales especiales, así como de la Ley Iglesias, que finalmente regulaba el cobro de los servicios religiosos y la administración de sacramentos. Para atrás, todo para atrás, regresemos al pasado, gritaba desesperada la Iglesia mientras se abría fuego en contra de los fieles.

El papa Pío IX arrojaba más leña al fuego desde Roma cuando condenaba la Constitución en ciernes, así como las leyes reformistas, y elogiaba a los obispos rebeldes que cumplían con las palabras divinas. ¿Quién tenía más autoridad, el jefe de la Iglesia católica o Comonfort? ¿Qué era más respetable, la palabra de Dios o las leyes redactadas por los hombres? ¿Qué tenía más trascendencia, las Sagradas Escrituras o las normas propuestas por los liberales?

¡Qué gran diferencia con otros sacerdotes!, los humildes, los genuinos, alegaban que nada era más bello ni más tierno que el misionero que abandonaba su patria y su familia para llevar las revelaciones del cristianismo a regiones remotas, sobre la base de que en el martirio encontrarían la recompensa. Nada más venerable que el párroco humilde que consagraba la vida entera al servicio de los fieles y se convertía en padre del pueblo. Nada más respetable que el obispo ilustrado, caritativo y digno que, comprendiendo su misión de paz y de concordia, empleaba su influjo en calmar las pasiones, en apagar los odios y en evitar trastornos a la sociedad. Cuando las almas se encendían en el fuego sagrado de la caridad, cuando llamaban a unidad, como hermanos, a todos los hombres, cuando se desprendían de los intereses mundanos, cuando no tenían más inspiración que purificarse, ennoblecerse a los ojos de Dios, los resultados eran prodigiosos y la virtud llegaba a ser tan extraordinaria, que sorprendía y conmovía a cuantos la contemplaban. Ahí estaban los párrocos que, vestidos con una humilde sotana de manta y unos mugrosos guaraches cubiertos de costras de lodo, servían al pueblo sin interés material alguno como sacerdotes, médicos, maestros, consejeros de comarcas enteras y que procuraban la virtud y el bienestar de sus feligreses, respetando sus sagrados votos y apartándose de todo tipo de política.

Jamás debería olvidarse a los misioneros que, dejando las grandes capitales de Europa sin más armas que una imagen del crucificado, su estudio y su elocuencia, marchaban a los desiertos de África, a la soledad de Oceanía o a los países de Asia infestados por la peste, a llevar consuelo espiritual a los desamparados. El clero católico debería distinguirse por su prudencia, por su moderación y por su respeto a las leyes y a las autoridades. Por dondequiera que la clerecía pretendiera mezclarse en la política, ya prestando a los gobiernos su influencia para oprimir, ya poniéndose en pugna con el poder civil por cuestiones en que solo se trata de intereses materiales, sufren a un tiempo la respetabilidad del clero, la causa del Estado y de la religión. La intolerancia y el rencor sustituyen a la calidad evangélica. La Iglesia se convertía en facción política. La cuestión religiosa se mezclaba en todas las cuestiones de gobierno y al fin se entablaba una lucha de funestos resultados y se corría el riesgo de llegar por ambas partes a lamentables exageraciones. De la Inquisición a la impiedad no había más que un paso, tiempo era ya de volver la vista a nuestro país y contemplar la extraña actitud en que una parte de religiosos se ha colocado desde el triunfo de la revolución de Ayutla. Una vez más nos complacemos en reconocer que la mayoría del clero mexicano no ha dado motivo de queja, son muy pocos los que han contribuido a despertar fundadas alarmas y de estos, algunos han obrado por error y no por perversidad; y son todavía muchos menos los eclesiásticos que, olvidando su carácter y su deber, se han lanzado en armas a la rebelión contra el gobierno nacional, cuando este en ningún caso ha atentado en contra de nuestra religión.

Aquella noche, al pasar Amecameca y parar a dormir a un lado de la ciudad de México, Melchor definitivamente no pudo conciliar el sueño. Giraba de un lado a otro; se acomodaba en el suelo, le molestaban las piedras, el frío, la preocupación de un asalto de bandidos; el hecho, nada remoto, de que pudieran llegar a matarlo y no volver a ver jamás a Ana María. De pronto se levantó, arrojó la frazada a un lado y se dirigió adonde estaba el caballo amarrado a la rama de un pino enorme. Cruzándose de brazos recordó una noche de 1857 cuando Mata, su yerno, le advirtió por medio de una carta, con el respeto que le caracterizaba, que corría mucho riesgo en Pomoca, cerca de un pueblo de enemigos de la libertad. Insistía en que Melchor le había levantado las faldas a la Iglesia y que esa institución demoniaca jamás se lo perdonaría, por lo que procuraría por todos los medios posibles, directos e indirectos, perseguirlo, molestarlo, herirlo o hasta asesinarlo. En la misiva, Mata le suplicaba que se fuera de ahí, que se apartara por un tiempo de Pomoca porque ahí en la región, el territorio sagrado del arzobispo Munguía, estaba en muy mala posición. Él lo había descubierto por diversos conductos. “Usted es un acérrimo enemigo de la Iglesia católica, por lo que no puede permanecer indefenso en su finca al alcance de semejantes criminales.”

Se hubiera quedado el tiempo necesario en la hacienda para esperar a los asesinos y conocer su rostro, sin embargo la repentina llegada de Josefa, la niña de sus ojos, en enero de 1857, lo conmovió y lo privó de golpe de toda la seguridad y confianza que tenía en sí mismo. Por supuesto que podía jugársela solo, sí, pero a Josefa no quería exponerla, no debía exponerla. En esas reflexiones se encontraba cuando fue notificado de que un grupo de guerrilleros, hombres armados, luego de cometer robos con violencia en haciendas aledañas a Maravatío, avanzaba con dirección a Pomoca con notorias malas intenciones. Todos sabían que era gente de Clemente Munguía, su enemigo jurado, que operaba gavillas y delincuentes a la distancia. Ocampo, avisado a tiempo, pudo salir por un pasadizo secreto burlando, junto con su hija, a los malhechores. Venían por él, a matarlo y tal vez hasta a su propia hija, por lo cual decidió retirarse hacia Papantla, en la propiedad de un conocido suyo, para gozar de cierta paz y esperar la noticia de la promulgación de la Constitución, que finalmente se dio el 5 de febrero de 1857.

Desde el momento mismo en que se promulgó la Carta Magna, la tercera en medio siglo, se empezaron a escuchar los tambores de la guerra. México se incendiaría. Era claro que la Iglesia católica, apoyada por el Papa, gastaría hasta el último peso depositado en sus cepillos y urnas para financiar una guerra entre todos los mexicanos. El país estaba quebrado y lo último que necesitaba era una guerra, sin embargo ahí estaba ya presente, de nueva cuenta, la violencia a menos de 10 años de la salida de los norteamericanos del territorio nacional.

Si bien la Iglesia jamás permitiría el surgimiento del Registro Civil debido a que le significaría la pérdida de ingresos que antes obtuviera por matrimonios, nacimientos, defunciones, entierros en camposanto, legitimaciones de hijos, testimonios de patria potestad, dotes, arras y demás acciones que competían a la mujer, la administración de la sociedad conyugal que correspondía al marido, menos, mucho menos consentiría la aplicación de la Ley Iglesias, la de la reglamentación de las obvenciones parroquiales, porque esta última implicaba la quiebra de la institución. Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, consejero áulico del papa Pío IX, emitió pastorales incendiarias desde Roma y envió cartas al padre Miranda, a Clemente Munguía y al arzobispo de México mediante las cuales convocaba a la violencia, a no sucumbir, a la desobediencia civil, a no pagar impuestos que financiaran el gobierno de Lucifer. Invitaba a la quiebra financiera del Estado mexicano. ¡Cómo extrañaban a Santa Anna, dócil y doméstico!

Juárez abandonó el cargo de gobernador de Oaxaca para ir en su carácter de secretario de Gobernación a la capital de la República a sofocar el descontento del partido liberal que ya desconfiaba de Comonfort, quien un día asistió a la renuncia en masa de sus colaboradores, y otro descubrió que Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos había contratado 2 mil mercenarios, con cargo a su propio peculio, para iniciar la primera parte de la defensa armada del patrimonio eclesiástico. Los sacerdotes declararon que jamás jurarían la nueva carta federal, por lo que continuaron las expulsiones del país. Pero si el gobierno desterró a los rebeldes, la Iglesia excomulgó a quien jurara la Constitución. Desde los púlpitos se combatía la nueva Carta Magna: los servicios religiosos serían cobrados con o sin autorización del gobierno, dijera lo que dijera la ley. La violencia estaba puesta de pie.

Después de ganar las elecciones de acuerdo a lo previsible en aquel volcánico 1857, y antes de tomar posesión como presidente de la República el 1 de diciembre de ese mismo año, Ignacio Comonfort ya había llegado a un acuerdo con Manuel Payno, Juan José Baz y Félix Zuloaga para darse él mismo un golpe de Estado. En su discurso de toma de posesión confesó que vaciló muchas veces en aceptar el cargo debido a los tempestuosos momentos por los que atravesaba México. Ocampo ya lo sabía y maldecía lleno de furia desde Papantla. Comonfort propuso ciertos remedios para salvar a México y entre los más eficaces estaban unas reformas convenientes y prácticas a la Constitución…

—¡Canalla! —gritó Ocampo—. Nada más que a mí nunca me engañaste —el reformista se revolvía en sí mismo.

El golpe, instrumentado de acuerdo al Plan de Tacubaya por Félix María Zuloaga, compadre de Comonfort y sicario de la Iglesia, se produjo el 17 de diciembre de 1857, a poco más de dos semanas de la toma de posesión. Comonfort cambió su título de presidente de la República por el de un patético golpista más. Seguiría en el poder con facultades omnímodas después de disolver el Congreso y arrestar a Juárez en su carácter no solo de secretario de Gobernación, sino también de presidente, con licencia, de la Suprema Corte de Justicia, por haberse negado a participar en la desaparición del orden legal por el que tanto habían luchado los de Ayutla. ¡Juárez a prisión por negarse a derogar la Constitución recién promulgada! Comonfort propuso una más moderada, diseñada para reconciliar la tradición y la reforma, la Iglesia y el Estado. Aguascalientes, Colima, Michoacán, Querétaro, Guerrero, Guanajuato, Zacatecas y Jalisco conformaron una alianza contraria a la deposición del presidente y a la derogación de la Carta Magna; más tarde se sumaron Nuevo León y Coahuila. El liberalismo ya había cundido en una buena parte del país.

Comonfort intentó negociar con los conservadores. Inconmovibles, se negaron a cualquier transacción que no fuera la derogación total de la máxima ley de los mexicanos; le dieron el consabido portazo en la nariz. Buscó entonces a los liberales, quienes resentidos, traicionados y decepcionados, también le dieron la espalda: el presidente, prófugo de sus poderes, se quedó completamente solo; ni con unos ni con otros. ¿Resultado? Zuloaga lo desconoció, de acuerdo con las instrucciones recibidas del padre Miranda. Se impondría una nueva dictadura, la de los reaccionarios: Comonfort ya no solo no era presidente de la República ni tampoco dictador, sino un simple ciudadano escupido e ignorado por propios y extraños. En su desesperación, perdida la causa de Ayutla, decidió en última instancia liberar a Benito Juárez para que se convirtiera en el presidente sustituto de la República. Cuando Miranda se presentó en la intendencia de Palacio para fusilar a Juárez, este ya había desaparecido. Tendría que rendir cuentas a Labastida. La muerte del indio zapoteca hubiera evitado muchos problemas en el corto y largo plazo. “¿Quién lo habría liberado?”, gritaba fuera de control.

Cuando Melchor supo cómo Benito Juárez salió a pie del Palacio Nacional, acompañado solo de Manuel Ruiz, para iniciar con lo que tuviera a la mano la reconquista de la legalidad constitucional, enfrentándose sin nada a una organización poderosa, dueña de millones en bienes y de otros millones de espíritus, admiró aún más la bravura y la estirpe de los mexicanos. ¿Quién dijo que en nuestro país no había igualdad de oportunidades, si Juárez empezó a usar calzado al cumplir los 12 años, misma edad en que logró aprender el castellano para entenderse con la mayoría de sus semejantes? Melchor supo entonces que Zuloaga, el nuevo dictador clerical, un personaje igualmente maleable que el propio Comonfort, había integrado un gabinete de reaccionarios a ultranza, claro está, y que el padre Miranda, el siniestro padre Miranda, fungía como su ministro de Justicia para que este tuviera el control total de su gobierno. No hubo discreción alguna en este nombramiento. A nadie escapaba que detrás de Félix María Zuloaga gobernaba la Iglesia católica. Se armaban dos frentes, uno liberal en Guanajuato adonde concurrían Santos Degollado, Juan Antonio de la Fuente, Marcelino Castañeda, Manuel Ruiz, José María Cortés Esparza, Mariano Ariscorreta, León Guzmán, Guillermo Prieto y también, claro está, Melchor Ocampo, Ignacio Vallarta, Pedro Escudero Echánove y José María Castillo Velasco, Mata, Zarco, y por supuesto Ponciano Arriaga, y por el otro los seguidores de Zuloaga, los conservadores, lo más excelso de la reacción mexicana.

La guerra de Reforma había estallado; México se convertiría en astillas en el muy corto plazo. En el nombre de Dios se cometerían muchos crímenes, fusilamientos, matanzas, sangrientos arrestos, torturas, además de otros castigos impuestos por la Iglesia católica. México volvería a desangrarse al detonar una nueva guerra, esta vez no para defendernos de una invasión armada extranjera, sino para resolver un conflicto armado entre hermanos organizado por el clero voraz.

Miranda, hombre de Dios, redactó gozoso los decretos para derogar la Constitución de 1857, la Ley Lerdo, la Ley Juárez y la Ley Iglesias, en resumen, el orden legal liberal. El Papa, arzobispos, obispos y sacerdotes daban gracias al cielo porque habían cesado los mandatos que intentaban llevar a tantos a la inmoralidad y al desprecio de la justicia. Reclamaron la reanudación inmediata de relaciones diplomáticas con Roma y se felicitaron porque la sagrada religión volvía a estar en auge en México, en el grado que ardientemente deseaban todos los buenos mexicanos…

Melchor hubiera vuelto a romper una y mil veces las relaciones con la “Santa” Sede. El malhechor del Papa solo arrojaba más fuego a los graneros de la nación, estimulaba el incendio. De Guanajuato, el breve contingente liberal se trasladó a Guadalajara en busca de un lugar más seguro; allí, según contaba Ocampo, el canónigo Rafael Homobono Tovar y el prior del Carmen, fray Joaquín de San Alberto, coludidos con Landa y un piquete de soldados, estuvieron a punto de ejecutar a Juárez si no hubiera sido porque Guillermo Prieto se interpuso a la voz de “los valientes no asesinan”. Mientras Miranda maldecía al canónigo, al fraile y a Landa —¿cómo se habían dejado engatusar por una frase tan hueca como la de Prieto?—, el ilustre grupo conducido por Juárez se dirigió a Colima para zarpar de Manzanillo a Panamá, donde, ya una vez en la costa atlántica, se embarcarían rumbo a Cuba, posteriormente a Nueva Orleans y de ahí a Veracruz, el estado liberal que los recibiría con los brazos abiertos. ¿Por qué habían escogido Veracruz, a pesar de las epidemias, el vómito, la viruela y la fiebre amarilla, las enfermedades tropicales y los escasos medios técnicos para vencer? Porque confiaban en la lealtad del gobernador, un liberal convencido y entusiasta, y porque en el puerto se abastecerían de divisas provenientes del comercio exterior: dólares, libras esterlinas, marcos, oro y plata para aplastar a los ejércitos clericales. No, no se trataba de enfrentamientos entre reaccionarios y demonios, sino de una guerra entre católicos liberales y católicos conservadores; finalmente, todos católicos.

Juárez veía a Melchor Ocampo como un hombre de sabiduría universal, el amigo incondicional, el liberal del que todos debían aprender, el guía, el líder. Este insistía en la promulgación de la ley de nacionalización de los bienes del clero porque de esta suerte ningún banco extranjero se atrevería a concederle un crédito a la Iglesia católica, en la inteligencia de que si Juárez ganaba la guerra, simplemente no podrían recuperar sus capitales porque el gobierno liberal desconocería cualquier trato hecho con los clericales y por tanto no honraría ningún tratado firmado con ellos ni consentiría en entregar a extranjeros bienes ya convertidos en propiedad de la nación. Alegaba que si se privaba de liquidez a la Iglesia de tal manera que no pudiera traducir sus bienes en efectivo, y por otro lado se cancelaba su acceso a los mercados mundiales del dinero, en el muy corto plazo tendría que rendirse. Ocampo destacaba en verdad por su genialidad financiera: sabía cómo romperle el espinazo a la Iglesia. Muy pronto sus colegas empezarían a llamarlo, además, el Gran Filósofo de la Reforma, un título mucho más que justificado pues tenía un proyecto para México, a diferencia de los conservadores, cuyo único objetivo era mantener los bienes del clero en su poder. ¿Quién obtendría más ventajas con el triunfo de los liberales: el pueblo o la Iglesia? Melchor lo entendía a la perfección: de esta revolución armada vendría la revolución económica para México y el lanzamiento del país a niveles nunca antes pensados.

Después de bordear Toluca y dirigirse abiertamente a Michoacán, pasando muy cerca de la Villa del Valle, decidió pernoctar cerca de Atlacomulco, donde se abasteció de víveres, no sin antes devorar unos tacos de huevo con chorizo en la plaza pública, a un lado de las arcadas. Su cuerpo agradeció un baño en tina y luego el reposo en la cama de una fonda, donde pudo descansar sin miedo a los animales ponzoñosos ni dolerse por las piedras que le lastimaban los costados y la espalda.

Zuloaga nunca imaginó los conflictos que enfrentaría con sus superiores, la jerarquía católica, cuando les pidió nada menos que 12 millones de pesos para contratar un cuerpo de soldados y oficiales franceses comandados por sus respectivos generales, que facilitaría Su Majestad, el emperador Napoleón III. Sin entrar a discutir los alcances de una traición a la patria como la que implicaba el hecho de convocar a un ejército extranjero para invadir México, la curia simplemente ignoró a carcajadas estruendosas la petición de Zuloaga. ¿Se trataría de una broma? Los dineros del Señor eran sagrados y pertenecían a la esfera divina, sin embargo no podían negar la necesidad de satisfacer las demandas de sus ejércitos, que no se alimentaban con oraciones ni disparaban con rezos ni se calzaban con plegarias, por más eficientes que estas fueran. Mientras Juárez, en Veracruz, se hacía de los recursos para ganar la guerra, la reacción no estaba dispuesta a abrir las arcas de la Iglesia, aunque la vida y el futuro le fueran en ello. Tarde o temprano tendrían que hacerlo, víctimas de un profundo dolor, porque el general Miramón alegaba con angustia justificada que sus tropas morían de hambre y que con tan solo 200 mil pesos acabaría con los liberales en el estado de Guanajuato. La soldadesca conservadora estaba a punto de levantarse en armas en contra de sus superiores o bien llegar a la conclusión de desertar en masa, con lo cual los liberales, ubicados en el puerto del golfo, brindarían a rabiar con sangría de cava, mint juleps, mojitos cubanos y canelazos, acompañados de marimbas, jaranas, requintos, punteadores, arpas, quijadas de burro, huapangueras, platillos de pandero, tambores huastecos, baquetas, flautas de carrizo, violines de cedro y bongós, además de bailarinas de los Tuxtlas, de Mandinga y de Tlacotalpan; los jarochos explotarían de felicidad como los fuegos artificiales.

Zuloaga intentó imponer préstamos forzosos a los empresarios poderosos. Fracasó. Trató de convencer a los generales Miramón, Márquez, Mejía, Liceaga y Casanova de las ventajas de invitar al ejército francés. Fracasó, alegaban que podían solos en contra de las ratas liberales. Luchó por convencer a Miranda: o conseguía el dinero o su gobierno se hundiría junto con la causa clerical. Fracasó. Los conservadores flaqueaban. El gabinete, de hecho, no existía, carecía de energía, unidad, impulso, espíritu de continuidad y compromiso económico. Juárez conocía a la perfección esta situación a través de sus infiltrados en el gobierno de Zuloaga. El espíritu agiotista y explotador de la Iglesia, su egoísmo, su desbordada ambición, en este caso jugaban a favor de la República liberal, porque si bien algunos estaban de acuerdo en defender con la vida el alevoso proyecto político en contra de México, la mayoría no estaban dispuestos a comprometer sus ahorros ni su patrimonio. Mejor esperar al futuro, la Iglesia siempre se acomodaría…

Las limosnas pagadas por el pueblo para el sostenimiento de la obra social eclesiástica, para construir obras de caridad y en ningún caso para matar, empezaron a desviarse hacia este fin: a destinarse, gota a gota, para la compra de municiones, armamento, cañones y mosquetes. Labastida y Dávalos, desde Roma y con el apoyo del Papa, propuso el nombramiento de un príncipe europeo para gobernar a México. Descartaban la idea de un protectorado yanqui porque los norteamericanos podrían traer consigo a la Iglesia protestante, otra auténtica amenaza para el futuro católico.

El tiempo pasaba, la guerra ya desatada enlutó de nueva cuenta los hogares. En lugar de que los mexicanos emplearan el ahorro público para construir un mejor país, puertos, vías de ferrocarril, escuelas y hospitales, tenían que disponer de todo su patrimonio, emplear todos sus recursos para combatir a un clero alevoso y traidor. ¡Qué diferencia con Estados Unidos y su religión protestante! ¿A cuántos presidentes norteamericanos habían intentado derrocar los pastores? ¿A cuánto ascendía el patrimonio de los representantes de aquella Iglesia? ¿Acaso era dueña también de más de medio país? ¿Qué influencia tenía en política, en la vida social y económica del país? ¿A cuántas revoluciones había convocado? ¿Acaso la Iglesia protestante integraba un Estado dentro de otro Estado? ¿Tenía salas de tortura, quemaba viva a la gente, contaba con policía secreta y ejércitos clandestinos, cobraba el diezmo, utilizaba el mecanismo de la confesión para detectar y someter a sus enemigos? No, claro que no, los mexicanos teníamos que gastarnos lo que no teníamos para defendernos de un enemigo interno, un clero rapaz, mendaz, insaciable, desleal y abusivo.

Mientras Melchor tomaba agua de chía en los portales de Atlacomulco en aquel octubre de 1860, recordaba su discurso del 16 de septiembre de 1858 para conmemorar el movimiento de independencia de México. Ahí había gritado bajo el impío sol veracruzano que Jesús luchó solamente contra los vicios del altar y que los liberales tenían que luchar contra los mismos vicios y también los del trono. Jesucristo se airaba porque los mercaderes del templo hubieran vuelto caverna de ladrones la casa de Dios. ¿Qué diría hoy si viese a una parte de los guardianes mismos del templo empuñar la espada contra el césar o emplear los tesoros a su alcance en volverse asesinos, fratricidas mandantes? ¡Oh, México! ¡Hoy infeliz y por lo mismo para mí, venerada patria mía! ¡Tú, dueña de todos los climas y de todos los productos posibles! ¡Tú, la más rica en metales de todas las tierras del globo! ¡Todo te lo dio Dios y casi todo hemos sabido desaprovecharlo…!

En diciembre de 1858, a casi un año de iniciada la guerra, Ocampo y Juárez se frotaron las manos al saber que Zuloaga, el militar consentido de Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, había sido derrocado por inútil. El propio Labastida y Miranda pensaron en traer nuevamente a Antonio López de Santa Anna a gobernar México por décima segunda ocasión. Su escaso sentido de la prudencia no resistió un nuevo análisis. Santa Anna permanecería en el destierro mientras que Miguel Miramón ocuparía la jefatura del país con tan solo 27 años de edad. La desesperación de la reacción era incomparable con el entusiasmo liberal. Dios no estaba escuchando sus oraciones. Los conflictos armados se ganan con arrojo, conocimiento, audacia y, por supuesto, con dinero. ¿Dinero? Sí, dinero, pero resultaba más sencillo obtener de un usurero un préstamo sin intereses que convencer al clero de aportar recursos a la causa, y si no que se lo preguntaran al depuesto Zuloaga con todo y su ejército francés…

Juárez y Ocampo se mantenían informados de la marcha de los acontecimientos en Estados Unidos y Europa. Al presidente Buchanan no le preocupaban los ideales liberales ni el proyecto retardatario conservador, solo lo movían los intereses económicos, es decir, el grupo que proveería de más riquezas al Tío Sam. Por todo ello, cuando recibió en Veracruz a Churchwell, enviado del presidente para negociar importantes prerrogativas territoriales y políticas imprescindibles para lograr su reelección, Ocampo se ofreció a tratar la entrega de la península de Baja California —“ofrecer no mata, el dar es lo que aniquila”, repetía gozoso el ilustre michoacano— así como derechos perpetuos de tránsito a cambio de obtener el reconocimiento diplomático de la Casa Blanca.

Mientras Ocampo negociaba con Churchwell en marzo de 1859, Miramón atacó infructuosamente Veracruz solo para ser derrotado por el clima, las enfermedades y los liberales. ¡Las caras del alto clero cuando Santos Degollado, el general en jefe del ejército liberal, por toda respuesta se atrevió a sitiar temerariamente la ciudad de México! La fortuna le sonreía al célebre indio zapoteca porque Buchanan, entusiasmado, mandó a otro diplomático, esta vez a Robert McLane, ministro extraordinario y plenipotenciario de ese país, quien vendría con instrucciones específicas de firmar un tratado con el gobierno mexicano de acuerdo con las conversaciones y las promesas vertidas por Ocampo. Por supuesto que jamás se quedarían con Baja California, ni siquiera con un solo metro cuadrado de territorio nacional. Al tiempo: “de lengua me como un plato”, se relamía aún más Melchor, sobre todo cuando poco tiempo después de la llegada de McLane el gobierno de Juárez fue reconocido diplomáticamente por la Casa Blanca, todo un éxito político cuyos alcances financieros y militares entendió la comunidad internacional a la perfección. Si los ejércitos clericales enfurecieron con la derrota de Miramón en Veracruz y se aterrorizaron con el sitio de la ciudad de México, cayeron en una profunda confusión cuando Washington decidió jugar todas sus cartas con Juárez y con Ocampo, quien escribía carta tras carta a Josefa, su hija, para que le explicara a Ana María los alcances de sus negociaciones en aquel abril de 1859.

El atole era una de las bebidas favoritas de Ocampo, la disfrutaba desde niño. Sentado en la plaza pública de Zitácuaro, después de haber recorrido interminables zonas boscosas, en tanto veía pasar a la mayoría de sus compatriotas vestidos con trajes de manta y descalzos, comprobaba una vez más que ese patético estado de cosas era la mejor demostración del escandaloso fracaso de la educación. A más títulos profesionales, más bienestar económico; podía apostar a que ninguno de los transeúntes había concluido siquiera la primaria, y por ello tenían que resignarse a vivir en la miseria y a ser carne de cañón del clero. Al gobierno y a la Iglesia les interesaba lucrar políticamente con la ignorancia, con las supersticiones del pueblo y con su histórica apatía. ¡Cuánta diferencia con el nivel cultural de los franceses, fiel reflejo de su desempeño económico! Al contemplar ese escenario que se repetía a lo largo del país, Melchor recordó cómo a partir del reconocimiento diplomático de Estados Unidos entró él en una frenética y febril actividad que le absorbería todo su tiempo. Por un lado la inminente suscripción de un tratado que le urgía a McLane para ayudar a la reelección de Buchanan, y por el otro la promulgación, a la brevedad, de las Leyes de Reforma, que empezarían a aparecer para bienestar de la presente y de todas las futuras generaciones de mexicanos.

En agosto de 1859, sentados en el café de la Parroquia, Juárez y Ocampo leyeron en los diarios del país que los curas habían excomulgado a los hombres que firmaron los decretos de Veracruz. La lectura de las notas vino acompañada de estruendosas carcajadas. Según ambos reformistas, la reacción respiraba por las heridas, hablaba la voz de la derrota: “¿Con qué derecho y con qué título tratáis de trastornar la sociedad desgarrando sus entrañas?”, “Vosotros que para sostener esa guerra de vandalismo que asola a la República os amparáis en la legalidad; vosotros que para talar los campos saqueáis poblaciones y dejáis en todas partes regueros de sangre, invocáis la legalidad; vosotros que traicionáis a vuestras creencias y a nuestra patria en nombre de la legalidad; vosotros, que no reconocéis otros poderes ni otra extensión de su ejercicio que los que manda la soberanía del pueblo, ¿adónde y cuándo habéis recibido del pueblo la misión para acabar con el culto y subvertir la sociedad…?”, “…Vuestra conducta que os pone en contradicción con los principios que hipócritamente invocáis, dice muy alto que para vosotros ni hay respeto al pueblo ni amor a la patria ni a la libertad, ni a la constitución ni a la ley, ni a los hombres ni a Dios y que vuestra única bandera es el robo y la tiranía…”.

—Imagínate —aclaró Juárez mientras movía su café negro servido en un vaso muy grueso y golpeaba con la cuchara para que le fuera servida la leche—, si así protestan por lo que ya hemos publicado, puedes suponer lo que acontecerá al salir a la luz pública la Ley del Registro Civil que regulará los nacimientos, el matrimonio y defunción de las personas, con la que cancelaremos la intervención del clero en los cementerios y camposantos. Es un golpe a su bolsillo…

—Y otro más al rostro, ahora que cancelamos las relaciones con la supuesta Santa Sede.

—Se lo merecen, Melchor…

—¡Claro que sí, el papa Pío IX no se cansa de intervenir en nuestros asuntos ni de excomulgar y enviar al infierno por la eternidad a los mexicanos que hubieren jurado la Constitución!

Juárez y Ocampo festejaban no solo la ocurrencia, sino su audacia después de mucho tiempo de llevar a cabo sesudas deliberaciones.

—¿Quién les va a prestar ahora, si todos sus bienes son propiedad de la nación? ¿Quién?

—No, nadie, solo un suicida, Melchor. Lo que sí creo que fue un exceso de tu parte fue el texto de tu epístola para que se lea en los enlaces civiles…

—¿Por qué…?

—¿Por qué? Bueno —repuso Juárez reteniendo una carcajada—, porque tú no te has casado ni lo harás, y proponer que el matrimonio es el único medio moral de fundar la familia, de conservar la especie y de suplir las imperfecciones del individuo que no puede bastarse a sí mismo para llegar a la perfección del género humano, al menos me pareció un exceso. De acuerdo contigo en que es una pieza literaria, hermosa por cierto, pero no tiene nada que ver con tu vida y tus cuatro hijas.

—Es cierto, Benito, pero quiero dejar un buen ejemplo a las futuras generaciones. ¡Además ya existirá un registro civil! Yo nunca tuve familia por haber sido un niño expósito y si ahora la tengo, me duele que Ana María y mis hijas estén fuera de la ley y de la Iglesia. ¿No te parece una maravilla que “los casados deben ser y serán sagrados el uno para el otro, aún más de lo que es cada uno para sí”? ¿Qué tal eso de que “el hombre, cuyas dotes sexuales son principalmente el valor y la fuerza, debe dar y dará a la mujer protección, alimento y dirección, tratándola siempre como a la parte más delicada, sensible y fina de sí mismo, y con la magnanimidad y benevolencia generosa que el fuerte debe al débil, esencialmente cuando este débil se entrega a él, y cuando por la sociedad se le ha confiado”?

—De que es maravilloso lo es, y espero que muchos mexicanos se sometan a tus palabras en los siglos por venir, pero tú y yo sabemos que no hay congruencia con tu vida personal.

—No, no la hay, Benito, y en buena parte, tú mejor que nadie lo sabes, es porque Ana María nunca quiso, por vergüenza, que fuéramos ni al altar ni ante la ley para casarnos. Ahora bien, a esa mujer la respeto como la parte más sensible de mi familia y de mi existencia.

Cuando Juárez sintió que tocaba una fibra sensible de su ilustre ministro de Relaciones Exteriores, decidió cambiar el tema para no lastimarlo.

—¿Y qué sugieres ahora que sabemos del tratado que firmó Miramón con España, el Mon-Almonte?

Con el rostro nuevamente descansado, Ocampo contestó:

—Es una traición más de la reacción a los derechos legítimos de nuestro país. Son estipulaciones contrarias a la dignidad, soberanía e independencia de la nación mexicana. Es tal la desesperación de los conservadores por obtener recursos que Miramón no tuvo empacho en suscribir el tratado para recibir un millón quedando a deber, eso sí, 15 millones de pesos que devolverían al terminar el conflicto, y todo para garantizarse el apoyo de buques de guerra de la armada española con los que van a atacarnos el año entrante aquí, en Veracruz, por mar, en tanto que Miramón volverá a intentarlo, al mismo tiempo, por tierra.

—Pues van a volver a fracasar a pesar del apoyo español, Melchor…

—No tengo la menor duda, más aún si contamos con el respaldo yanqui.

—A ver quién puede más, si la flota española o la norteamericana…

—Está claro, Benito, dejemos venir a los ensotanados disfrazados de soldados…

—Cierto, pero no nos va a ser fácil negarnos a pagar ese crédito, Melchor: el tratado Mon-Almonte es una canallada —arguyó Juárez recuperando su conocida seriedad—. Son capaces de invadirnos españoles y franceses con tal de fundar una nueva colonia en México. Lo verás, Melchor… ¡Ese es el verdadero objetivo de ese pacto siniestro!

—Es muy probable, Benito, muy probable, pero también lo es que nosotros suscribiremos nuestro tratado con Robert McLane sobre la base de aceptar las servidumbres de paso a perpetuidad, con las que los gringos nos construirán miles de kilómetros de vías férreas.

—A mí no me preocupa la perpetuidad, Melchor —adujo Juárez—, lo que importa es que retengamos Baja California, evitemos una invasión de Estados Unidos como la que está tramando Buchanan y al mismo tiempo nos salvemos de una intervención armada europea con aquello de “América para los americanos”, ¿no? —a continuación agregó para la historia—: Acuérdate, hermano, que la Constitución de 1824 establecía que la religión de la nación mexicana es y será perpetuamente la católica, apostólica y romana, y ahora incorporamos la tolerancia religiosa. ¿Cuál perpetuidad a partir de la Constitución de 1857? Pero hay más —agregó satisfecho—: que no se nos olvide que Santa Anna y el clero ya habían consignado en el Tratado de La Mesilla el paso por tiempo indefinido en el mismo istmo de Tehuantepec, y además sin pago de aduana ni otros impuestos ni pasaportes en ningún tiempo. ¿Está claro? ¿Perpetuidades? —volvió a preguntarse—. Acuérdate de que perpetua también aspiraba a ser la casa de Iturbide y ya ves cómo acabó, afortunadamente acabó…

Ocampo admiraba la claridad jurídica y política con que Juárez analizaba los hechos. Por algo era el jefe de la nación.

—Bien, Melchor, bien, nadie puede apostarle a la perpetuidad, ¿qué es eso? Ahora, volviendo a nuestro asunto, si mantuviéramos nuestro territorio sin que nos lo vuelvan a mutilar los yanquis y también lográramos evitar nuestra conversión a colonia europea y comunicáramos al país, el gran trabajo lo habríamos hecho —concluyó Juárez.

—Y lo haremos, Benito, lo haremos —agregó Melchor con soltura—, lo importante es que siento a McLane en la bolsa. Creo que traigo dormidito al cara pálida. ¿Por qué no soñar con los derechos que les vamos a cobrar por el uso de la servidumbre y cómo podremos unir en el país a los centros de producción con los de consumo, qué tal?

—Podemos soñar lo que quieras, Melchor, pero la realidad es que si logras que el tratado incluya en el clausulado una alianza ofensiva y defensiva con Estados Unidos, de modo que si otra potencia nos llegara a atacar ellos estuvieran de nuestro lado, arrinconaríamos al clero…

—Todo lo que necesitamos es suscribir el tratado con Buchanan y que lo ratifique el congreso yanqui antes de las elecciones del año entrante en Estados Unidos. Ya veremos si llega al poder un presidente esclavista o un abolicionista, como suena el tal Abraham Lincoln… Pronto tardará para que lo sepamos, como dicen en España —concluyó Ocampo mientras ya le servían unos huevos a la veracruzana y otros aporreados para el oaxaqueño, y ambos pedían tortillas calientes…

En aquella ocasión Ocampo pudo volver por unas semanas a Pomoca para regresar al gabinete en diciembre de 1859. No pudo disfrutar a Ana María como hubiera deseado. La ceguera avanzaba implacablemente, de la misma manera la pérdida de luz la había avejentado en forma agresiva y alarmante. Veía sombras, solo sombras, y en su mente parecían existir igualmente sombras y más sombras. ¡Claro que pasó días interminables conversando con sus hijas, en particular con Julia y Petra, en compañía de su madre! Ana María sonreía esquivamente como quien se sabe tocada de muerte. Fue muy gratificante y divertido escuchar a sus niñas menores hablar como dos mujercitas de sus planes respecto al futuro. El servicio público le había arrebatado una buena parte de sus vidas. Respecto a Ana María, en realidad llegó a cuidar a una anciana de cuya juventud no quedaban sino restos intrascendentes. A pesar de ello cuestionaba y preguntaba, quería saber de todo, como siempre. El mejor momento, y al mismo tiempo el más difícil, se dio cuando ella le pidió que se acercara para tocar el rostro de su hombre, el magnífico reformador.

—Ven, nene, ven, mi nene, mi nene del alma…

Él obedeció de inmediato en tanto cerraba los ojos, recordando tiempos que jamás volverían. Era la hora de resignarse. Por ello salió momentos después a recorrer sus jardines, a hablar con su gente y a revisar los progresos en materia agrícola. Al concluir la guerra continuaría con sus experimentos y culminaría los planes que abrazara infructuosamente desde sus años dorados en Francia.

A principios de diciembre debió volver a Veracruz solo para firmar el tratado McLane-Ocampo: salvar a México del desmembramiento territorial y de la intervención armada norteamericana, otorgando a cambio el tránsito por el istmo y por la frontera desde el río Bravo hasta los golfos de California y de México. Juárez y Ocampo se abrazaron porque quedaban incólumes los derechos de soberanía de la nación, porque nada se concedió con mengua del decoro y porque se había afianzado la nacionalidad sin perjuicio de las ventajas recíprocas para ambos países. No se había perdido ni un milímetro cuadrado de territorio nacional. Se habían resistido todas las presiones ejercidas por los diversos embajadores y enviados secretos de la Casa Blanca. El abrazo entre aquellos grandes patriotas era obviamente justificado. Ellos no habían suscrito un préstamo ominoso y leonino como el Mon-Almonte, cuya imposibilidad de pago implicaría en el futuro, ahora sí, una intervención militar por parte de Francia y de España: un nuevo cargo en contra del clero y sus brazos armados.

Si bien era cierto que Estados Unidos se negó a ratificar el tratado McLane-Ocampo por temor a que en el futuro se anexaran nuevos territorios esclavistas, como había acontecido con Texas, y se rompiera el equilibrio político en el Congreso, también era válido afirmar, tal y como no se cansó de repetir el propio Melchor, que Lincoln se había convertido en un fanático juarista, por lo que subsistió el pacto de asistencia militar, utilizado cuando Miguel Miramón inició un nuevo sitio a Veracruz en marzo de 1860, fundado en la esperanza del apoyo naval español proveniente de Cuba. Cuando finalmente los barcos Miramón y Marqués de La Habana emplazaron sus baterías y empezaron a bombardear el puerto de Antón Lizardo, los marineros españoles se llevaron la sorpresa de su vida cuando la fragata de guerra de la marina norteamericana Saratoga, además de la Indiana y el Wave, respondieron el fuego para provocar la rendición inmediata de Tomás Marín, el contraalmirante hispano, quien fue llevado preso, encadenado, a Nueva Orleans para ser juzgado por los tribunales norteamericanos. Fue precisamente el 21 de marzo de 1859, día del natalicio de Benito Juárez, cuando Miramón decidió levantar de nueva cuenta el sitio de Veracruz. Había vuelto a fracasar y ahora sí, sin recursos económicos y sin los refuerzos españoles ni la confianza de su Iglesia, quedaba en manos del ejército liberal para ser aplastado en el corto plazo. Tan pronto se supo que Tomás Marín había sido arrestado por los marinos norteamericanos, el clero se percató de que la guerra estaba perdida. Juárez, quien había empezado la guerra de la nada, saliendo por propio pie a solas de Palacio Nacional en enero de 1858, en 1860 cambiaba los papeles: el pez chico estaba devorando al grande. El insignificante indio zapoteca los había derrotado sin un quinto en la bolsa ni un soldado a su lado, pero eso sí, con un coraje y unas convicciones que no cabían en el país.

Cuando Miramón fue derrotado de nueva cuenta en la batalla de Silao, en agosto de 1860, y la curia se cansó de echar mano de las limosnas de la más remota parroquia, Labastida elevó sus plegarias en los siguientes términos, arrodillado frente al altar mayor de la Basílica de San Pedro. Su voz trataba de incendiar a los liberales del otro lado del Atlántico: “¡Ve, oh Dios mío!, este precioso don sobre todos nosotros, sobre la Iglesia desolada, sobre el Estado roto y deshecho a los reiterados golpes de la anarquía, sobre esta sociedad, cubierta de heridas, agotada de sangre y henchida de miserias: Fiat pax in virtute tua… Apiadaos, ¡oh Padre!, de esta nación infeliz penetrada de dolor, víctima de todas las desgracias, que desfallece consumida en su lecho de muerte. Mirad cómo la persiguen todas las plagas desoladoras. Compadeceos, Señor, de nosotros: enviadnos el remedio universal para nuestros males: paz que restituya los bienes perdidos por la guerra y alimento abundante que salga en nuestros hijos. Que acaben para siempre, Señor, estos odios enconados que perpetúan la guerra entre nosotros; esos intereses injustos que han roto nuestros vínculos sociales, esas pasiones intransigibles que han transformado en un circo de gladiadores a un pueblo de hermanos”.

Miranda y Labastida rezaban, elevaban sus plegarias, oraban, se flagelaban, se castigaban, se infligían castigos con el cilicio, sí, pero Dios estaba con Benito Juárez, con la verdad y con la Constitución; al menos por esta ocasión, Dios estaba y estaría con los liberales católicos.

Miramón, Márquez, Robles Pezuela, Zuloaga, Miranda, Labastida, Nepomuceno Almonte y Munguía sentían cómo perdían la fuerza de los brazos, se desvanecían, se precipitaban en un gigantesco pozo oscuro sin posibilidad alguna de sujetarse de sus paredes húmedas. Iban en caída libre hasta el espejo de agua ubicado a una distancia indescifrable y remota. Empezaron los intercambios de culpas. Miranda acusó a Miramón de torpeza, de ineficiencia, de estupidez, de candor, en tanto que Miramón intentó defenderse alegando que nunca obtuvo los recursos económicos para hacer frente a la guerra, mientras que Juárez había tenido acceso a capitales en Veracruz, donde la fiesta, el entusiasmo y la algarabía llegaban por momentos a su máxima expresión. Juárez, eternamente impasible, ni siquiera sonreía en espera del veredicto final, militar, que no tardaría en emitirse. Los ejércitos clericales bien pronto serían aplastados.

—Las guerras se ganan con dinero y no con plegarias —sentenció furioso e insolente Miramón…

Fue precisamente en octubre de 1860 cuando Melchor Ocampo recibió aquella carta ominosa en la improvisada oficina presidencial en el puerto, por medio de la cual le anunciaron la muerte irremediable y próxima de Ana María. Salió a caballo precipitadamente para intentar encontrar a su mujer todavía con vida.

Cuando llegó a Pomoca y se apeó de la bestia a toda prisa para correr a la recámara donde agonizaría Ana María, se encontró a Josefa, Lucila, Julia y Petra, sus queridas hijas, las cuatro vestidas de negro con la cabeza gacha y la mirada extraviada. Ana María había muerto 15 días antes de su llegada. Los crespones colocados encima de la puerta principal así lo indicaban.

Dos veces lloró Melchor Ocampo: una, cuando se casó Josefa con José María Mata, y la otra, en aquel momento. La carrera que emprendiera lleno de ánimo para llegar a los brazos de Ana María y tal vez escuchar sus últimas palabras, sentir su último aliento, encontrarla con la piel aún tibia y oír su voz mágica, que podía regresarlo a la más tierna infancia, había sido en vano. Ana María fue su madre, su amante, su confidente y jamás protestó, como jamás exigió un lugar, un espacio social, un nombre, un apellido ni demandó una posición para su familia. Nada. Ana María parecía resumir 200 años de imperio azteca, 300 años de colonia y 50 años de México independiente. Ella condensaba los horrores de la piedra de los sacrificios y los años siniestros de la Santa Inquisición, en que por el hecho de pensar quemaban a las mujeres, acusadas de ser brujas. Había sido parte de los cientos de “damas de compañía” de los tlahtoanis, que las usaban y despreciaban a su antojo, de la misma manera que fuera abusada a lo largo de 300 años de la colonia española. Tenía cincelado en la nuca el concepto de la esclavitud, de la servidumbre, el sometimiento incondicional, el silencio obligatorio, el respeto escrupuloso y el deber de acatar sin preguntas la voz de su amo, de su patrón, de su jefe. Ana María no podía opinar; Ana María, como todos los de su clase, solo estaba llamada a obedecer y a servir, una de las fracturas que explicaban el atraso mexicano.

Ocampo quedó petrificado, pegado al piso como un clavo mientras sentía cómo la fuerza de las piernas lo abandonaba gradualmente. Al soltar al suelo unas alforjas que llevaba en ambas manos, sus hijas corrieron a socorrerlo y a abrazarlo. Bien pronto se vio rodeado de amor, de ternura y de comprensión. Le resultó imposible contener el llanto. Solo alcanzaba a repetir una y otra vez:

—Miren lo que nos pasó, miren lo que nos pasó, miren lo que nos pasó…

Las hijas lo condujeron hasta la sala de la hacienda, donde una a una dieron a su padre su versión de los hechos. La vida de su madre empezó a parpadear como la flama de una vela a punto de la extinción. Mientras más se acercaba a su final, más preguntaba por Melchor, y sin embargo él no llegaba. La debilidad de su organismo era manifiesta. Sabía que se iba, por supuesto que lo sabía, pero se resistía a partir a su viaje sin retorno hasta no ver al menos el rostro de su niño, de su amante, de su jefe, de su marido, de su amado nene en toda la extensión de la palabra.

—Que venga Melchor, por lo que más quieran, que venga Melchor, tengo que acariciar su frente, tocar una de sus manos, quiero irme con una caricia de él, la última.

Ninguna de las hijas ignoraba sus orígenes ni su identidad, ¿no estaba claro? Pues ninguna de ellas abrigaba el menor rencor. Guardaban un prudente silencio cómplice.

Pero todo había sido inútil. La mañana del 16 de octubre de 1860 amaneció muerta con una sonrisa angelical en el rostro. Se fue en paz, ya estaría descansando en el paraíso, mil veces bendita por el Señor. Su última voluntad consistió en ser enterrada a los pies de un árbol muy particular, un frondoso laurel de la India bajo cuya sombra ella empezó a vivir a los 37 años cuando, según relatara a sus hijas, conoció una aparición celestial que cambió para siempre su existencia. Ninguna de ellas parecía comprender nada, sin embargo, su madre insistió en que a partir de ese día, el más feliz de su existencia, había vuelto a creer en Dios.

Al escuchar estas palabras, Melchor explotó en un ataque de llanto peor que cuando vio a sus hijas vestidas de negro en la puerta del casco de Pomoca.

Ocampo pasó entonces varios días en la hacienda, recorriéndola de arriba abajo para volver a llenarse los ojos de ella y también para pasar el mayor tiempo posible al lado de la tumba de Ana María. Las mujeres mexicanas eran unas heroínas que cargaban la cruz sin proferir el menor lamento desde que la historia era historia, y nunca nadie se apiadó de ellas ni les ayudó a soportar las cargas de la vida. Por esa razón escribió en su cuaderno de notas:

Señoras: Vosotras que sois el sostén de nuestra infancia, la adoración y encanto de nuestra juventud, el consejo y compañía de nuestra edad madura, el consuelo y alivio de nuestra vejez y en todas épocas de nuestra vida, la belleza, la ternura y el descanso de ella, de vosotras depende el bienestar futuro de México, del mundo, de la humanidad. Sois el arca que encierra a las generaciones futuras. ¡Educadlas en el amor de una libertad que las vuelva justas y benéficas, y os habréis acercado, más que vuestra mitad grosera, el hombre, a ser la imagen y semejanza de Dios!25

Después de la muerte de Ana María, los acontecimientos políticos y militares se desarrollaron meteóricamente. Apenas transcurrido cierto tiempo del desastre sufrido por Miramón en Silao, fue derrotado en Zapotlanejo y en Guadalajara. El general presidente se sentía perdido. Sabía que los ejércitos clericales serían definitivamente vencidos en cualquier momento; todo se reducía ya a un problema de tiempo. El golpe de gracia era inminente. Juárez, imparable, publicó el 4 de diciembre de 1860 la última reforma proclamada en Veracruz: la ley sobre la libertad de cultos, piedra angular de este enjundioso movimiento emancipador, la revolución de Reforma, choque frontal entre dos contendientes absolutamente desiguales. A partir de ese momento, cada mexicano tendría el derecho de tener la religión que prefiriera. Se acababa el oprobioso monopolio espiritual de la Iglesia católica. ¡Viva la libertad de religiones, que cada quien adore a la deidad que más paz y tranquilidad le reporte! ¿Cuál tiranía sobre las almas? ¿Cuáles perpetuidades establecidas en leyes y tratados?

Cuando el 22 de diciembre de ese mismo año Miramón fue definitivamente aplastado por el ejército liberal al frente de González Ortega, se dio por concluida la guerra de Reforma después de casi tres años de enfrentamientos entre hermanos.

Juárez conoce la noticia del triunfo del ejército constitucionalista… en Veracruz… Allí también comisiona a don Melchor Ocampo para que se traslade a la ciudad de México, llevando consigo la enseña de la ley y el orden. Y llega Ocampo a la vieja capital el 30 de diciembre de 1860… Ocampo es ministro de Relaciones y Hacienda. Tiene en sus manos el ejercicio de la autoridad civil, y lo practica. Destituye así a todos los empleados públicos que sirvieron a la ilegalidad; suspende los pagos a los pensionistas civiles y militares desafectos al gobierno constitucional; hace salir del país a los señores Francisco Pacheco y Felipe Neri del Barrio, ministros de España y Guatemala en México “por los esfuerzos” que ambos habían hecho “a favor de los rebeldes usurpadores”; acusa al clero de “principal promovedor, sostenedor e instigador de la rebelión de Tacubaya y de la guerra que de ella se ha seguido”; pide que se abra juicio a don Manuel Payno y a otros caudillos políticos, señalados como los autores del golpe de Estado de 1857; ordena la confiscación de los diezmatorios y de los emolumentos de los curas párrocos implicados en los negocios políticos contrarios al gobierno constitucional, y acuerda la expulsión de tres obispos mexicanos y del arzobispo don Luis Clementi.

Juárez decidió llegar a la ciudad de México precisamente el 11 de enero de 1861, tres años después de ser liberado por Ignacio Comonfort de la cárcel en Palacio Nacional. Precisamente en esa fecha inició la guerra de Reforma, en la misma concluyó y ni así era posible que este recio y formidable indio zapoteca sonriera. Vestido permanentemente de negro, llegó en una carroza a una recepción solemne y entusiasta. Había mucho por hacer, decía Juárez, “dejemos los festejos para otra ocasión”, y las celebraciones siempre se diferían como si jamás hubiera ocasión para la alegría. Claro que las amenazas estaban presentes; bien lo sabía él, la Iglesia jamás se dejaría derrotar, más aún cuando se había lastimado tan severamente su sacratísimo patrimonio.

La primera gran contrariedad o doloroso enfrentamiento con la realidad lo tuvo cuando se encontró con una gigantesca catarata de ataques en contra de Melchor Ocampo y de su propia persona por haber suscrito el famoso tratado con Robert McLane. Ocampo le hizo saber por escrito al presidente de la República su punto de vista al respecto: “Vuestra Excelencia ha podido observar con mejores datos que yo, ciertos síntomas de impopularidad accidental a mi persona que me hacen creer conveniente a la causa y amor a la persona misma de vuestra excelencia, mi separación del gabinete”.

Juárez intentó por todos los medios retener a su lado a Melchor, su hermano, su mentor, su gran amigo, el hombre incondicional, el de las convicciones liberales que nutrieron a tantos desde el inicio de la guerra: en Guanajuato, en Guadalajara, en Colima, en Nueva Orleans y después en Veracruz, hasta ver nacer ese gigantesco aparato legislativo de más de 160 leyes que entre todos expidieran desde el heroico puerto. Si bien el presidente suplicó a Ocampo que no renunciara, también lo hacía con el ánimo de disuadirlo porque conocía los planes de su genial exsecretario de Relaciones Exteriores y de Gobernación: se iría a su hacienda de Pomoca, acosada y rodeada por bandas criminales de filiación clerical, ávidas de venganza por lo acontecido.

—Melchor, si no quieres permanecer en el gabinete, por lo menos quédate en la ciudad de México o regresa a Papantla. En Pomoca te matarán, Melchor, te juro que te matarán. Tú mejor que nadie sabes el coraje que te guardan el arzobispo Munguía y el padre Miranda además de Zuloaga, Márquez y el propio Miramón. La Iglesia nos colgaría piadosamente del primer ahuehuete. Todos sabemos que Miranda coordina bajo el agua cada ataque proveniente de Labastida en Roma y del arzobispo de Michoacán. Lo acaban de ver en compañía de Márquez, ese sanguinario asesino, en Jalapa. Quédate aquí en la ciudad como mi consejero y podré darte la mínima seguridad que necesitas.

—Nada tengo que temer, Benito, hermano, no he hecho mal a nadie; he procurado servir a mi país conforme a mis ideas, es todo lo que puede exigirse a un ciudadano.

Tiempo después de la llegada de los ejércitos liberales a la ciudad de México, Melchor Ocampo salió en una diligencia rumbo a Pomoca. Terco y obcecado, se negó a seguir los consejos y las sugerencias fraternales de los suyos. Con la convicción del deber cumplido, empezó a reorganizar su vieja hacienda e intentó practicar nuevos injertos, diversas técnicas agrícolas para aumentar la productividad y el bienestar de quienes le prestaban con tanta lealtad sus servicios; en tanto él se dedicaba otra vez a la filosofía, a la botánica, a las matemáticas, Juárez desistió de sus planes para decretar una amnistía tan completa como lo permitiera la buena política.

El escándalo fue mayúsculo. Los liberales no querían amnistía, sino un feroz castigo para los criminales representantes de la alta jerarquía católica. “El perdón jamás, señor presidente”, solo que Juárez, un hombre necio, insistió en la exoneración a pesar de las amenazas y los llamados a la traición de sus propios hermanos de combate y de convicciones. Con tal de tranquilizar a las masas liberales, según lo prometido por Ocampo, ordenó la expulsión de obispos y arzobispos hasta llegar a monseñor Luis Clementi, el nuncio papal, quien había permanecido en México a pesar de la ruptura de relaciones con Roma.

Fueron escoltados hasta Veracruz junto con Joaquín Francisco Pacheco, el embajador español, Felipe Neri del Barrio, representante de Guatemala, y Francisco N. Pastor, del Ecuador, todos enemigos de la causa de la República. Los jarochos nunca olvidarían la recepción que le tributaron en Veracruz a Clemente Munguía y a De la Garza y Ballesteros, así como al nuncio y a los ministros de España y de Guatemala, recibidos a pedradas por los veracruzanos, furiosos y heridos todavía por los horrores de la guerra que estos personajes habían auspiciado. Los mueras a estos sujetos se escuchaban hasta el otro lado del Atlántico.

Francisco Zarco saltó a la arena y declaró: “Las leyes de Reforma no son, como ha dicho el espíritu de partido, una hostilidad contra la religión que profesa la mayoría de los mexicanos: lejos de eso, otorgan a la Iglesia la más amplia libertad, la dejan independiente para que obre en los espíritus y en la conciencia, la apartan del bastardo influjo de la política y hacen cesar aquel fatal consorcio de las dos potestades…”.

Juárez prohibió las actividades religiosas públicas en los términos de las leyes promulgadas en Veracruz; decretó el 5 de febrero como fiesta nacional; secularizó hospitales y establecimientos de beneficencia; impuso la libertad de prensa; extinguió comunidades religiosas; redujo a nueve el número de conventos; obligó a los jueces a fundar sus sentencias en la ley, de modo que desaparecieron los criterios subjetivos; ordenó la construcción del ferrocarril a Veracruz; decretó que los diezmos debían ser limosnas voluntarias, en ningún caso obligatorias; hizo valer la educación laica, a la par que se enteraba de que bandas y pandillas de conservadores resentidos empezaban a asolar, a robar y a matar con el ánimo de causar pánico en diferentes partes de la República. Las tropas clericales derrotadas, ahora convertidas en pequeñas gavillas, asesinaban sin piedad a quien pretendiera cumplir las leyes juaristas, y sin embargo Melchor Ocampo parecía no reaccionar ante esta realidad.

En Pomoca, entregado a la labranza y a la lectura, Melchor casó a su hija Julia, en tanto mandaba una carta tras otra a sus seguidores y amigos para manifestar la importancia de sostener y apoyar el régimen de Juárez. Se mostraba enemigo abierto de cualquier división en el sector liberal de México. Si bien lo alarmaban los enfrentamientos políticos entre los suyos, no menos le preocupaba la caótica situación financiera del país al final de la guerra. Era imposible hacer frente a la deuda pública, y por lo tanto resultaba absolutamente previsible una intervención militar de las grandes potencias europeas, a las que la Iglesia presionaría para imponer por la fuerza un régimen monárquico que apoyara la causa clerical y derogara las Leyes de Reforma. Eran obvias las gestiones de la alta jerarquía católica y de poderosos conservadores que maniobraban, fundamentalmente ante Napoleón III, la posibilidad de instaurar en México una colonia francesa por medio del ejército más poderoso del mundo. Por esa razón, bien lo sabía, Juárez no sonreía: si era cierto que había concluido exitosamente para ellos la guerra de Reforma, también lo era que se cernía una gigantesca invasión francesa propiciada por el bando derrotado para imponer un imperio en México, más aún cuando Estados Unidos, el aliado, estaba inmerso en la guerra de Secesión entre esclavistas y abolicionistas. Era la gran oportunidad del clero para recuperar todos los derechos y privilegios perdidos, escribió en su cuaderno de notas.

Mientras Juárez decidió no elevar por lo pronto a rango constitucional las Leyes de Reforma, para dejar respirar al menos un momento a la nación antes de volver a provocar al clero, Ocampo paseaba por Pomoca acompañado de Clara Campos, la hermosa hija mayor de su mayordomo, por quien sintió atracción con tan solo verla arrodillada lavando ropa a la orilla de un río. Se trataba nuevamente de una mujer de extracción indígena, de piel color canela intenso, negros ojos rasgados del tono de la obsidiana y una cabellera larga del mismo color que se recogía con unos lacitos multicolores que le reportaban una gracia particular. De su escote pronunciado se podía advertir la presencia de unos senos plenos y tal vez intocados, que la muchacha exhibía al patrón sin el menor pudor. Claro que Melchor se sentó a un lado de ella, se descalzó y metió los pies desnudos en el río mientras platicaba, jugueteaba y trataba de hacer ciertas bromas con Clara, hasta que metió la mano en el agua y talló con delicadeza los brazos quemados por el sol de aquella muchacha que escasamente tendría 20 años de edad y nacía a la vida con una sonrisa atractiva y pícara que le hacía recordar sus mejores tiempos con Ana María. Sin duda alguna tenía el aire de ella; de nuevo su historia personal se hacía presente. Su atracción era obvia; la vida le daba a Melchor una segunda oportunidad con alguien como la querida madre de sus hijas.

La chica no protestó cuando él volvió a mojarle los hombros con agua, por el contrario, le lanzó una gratificante sonrisa de agradecimiento. No estaba con cualquier persona; no, claro que no, estaba con el patrón, don Melchor Ocampo. Acto seguido, le acarició la cabellera y más tarde la frente, cuando apenas llevaba una hora escasa de haberla conocido y descubierto. Tenía tanto tiempo de no estar con ninguna mujer y ahora se presentaba esta, que resumía a todas las que conociera a lo largo de su historia. Ella y solo ella se convertiría en su nueva obsesión. Le pidió entonces que se levantara, que dejara de lavar y lo encarara para no verla de perfil. Clara obedeció de inmediato. Entonces él, mientras los pies parecían quemársele con las piedras, con ambos índices empezó a retirarle la blusa, haciéndosela descender por los hombros hasta dejar totalmente descubierto el torso de aquella mujer, por lo visto una aparición. Ella no intentó cubrirse en ningún momento; parecía haber estado toda la vida enamorada de Melchor Ocampo. Lo dejó hacer sin voltear siquiera a los lados para ver si su padre los observaba o algún curioso espiaba la escena. Nada, no le importaba nada.

Pasados unos matorrales, unos altos juncos donde se escondían los patos en el invierno, en un pequeño espacio, protegidos de las miradas fortuitas, ahí cayó la feliz pareja. Melchor empezó a devorarla con besos totalmente correspondidos. Ella parecía la encarnación de Ana María: obtenía de la muchacha las mismas respuestas que sin duda habría recibido de su nana de haberla encontrado todavía sana y con vida. Cuando Clara estuvo totalmente desnuda, con lentitud y delicadeza empezó a desabotonar la camisa del patrón, como si tuviera experiencia con muchos hombres. Melchor no dejaba de contemplar a esa hembra maciza, en realidad inexperta, cuya virginidad muy pronto podría constatar. De alguna manera o de otra, al recluirse en Pomoca empezó a despedirse de la vida. Pasó mucho tiempo y dificultades antes de poderse hundir en aquella princesa, idéntica a las de su raza, las únicas con las que él podía entenderse. De los gemidos pasaron a los alaridos, de los alaridos a las súplicas, de las súplicas al éxtasis, del éxtasis al arrebato, del arrebato a la consagración y de la consagración a la paz. Tan pronto terminaron de ofrendar sus cuerpos a los dioses, los dos permanecieron entrelazados besándose nuevamente y felicitándose por este glorioso encuentro. Como atardecía, con la máxima discreción posible se deslizaron hasta el río, donde volvieron a abrazarse y a besarse con la pasión de los adolescentes. Así, en diferentes lugares de Pomoca, escondiéndose de los extraños o de los curiosos, un buen día Clara tuvo su primera y su segunda falta hasta comprobar que estaba embarazada del patrón, un buen hombre ahora perdido de amor que se negaba a aceptar día tras día que las gavillas de conservadores y las pandillas clericales estimuladas por Zuloaga, Márquez y Munguía cercaban su hacienda para arrestarlo, secuestrarlo y fusilarlo por ser un traidor a la gran causa de Dios.

Destacados militares de alto rango, al frente de bandas organizadas y de pandillas al servicio del clero, sostenían campañas de sangre casi sin encontrar resistencia, arrasando pueblos y haciendas, imponiendo contribuciones forzosas, asesinando sin piedad a los que no podían o se negaban a pagar, sembrando la muerte y el espanto hasta las mismas puertas de las grandes ciudades y capitales. No tardó en conocerse el paradero de Melchor Ocampo en su rancho de Pomoca, hecho que divulgaron los canónigos Camacho (más tarde obispo de Querétaro), De la Peña (después obispo de Zamora) y el doctor Romero, alias Chaquira, en tanto otros mandaron correos al general Leonardo Márquez, el Tigre de Tacubaya —un sangriento militar reaccionario—, dándole aviso. Este no tardó en informarle tanto a Zuloaga como a Mejía, al arzobispo Munguía y al propio padre Miranda, quienes a su vez notificaron al arzobispo Labastida en Roma respecto de esa fabulosa oportunidad que no debían dejar escapar: Dios se los ponía a tiro. Las instrucciones no tardaron en llegar. De la misma manera en que ese primer semestre de 1861 se produjeron diversos apresamientos de liberales distinguidos, en contra de quienes se habían ejercido venganzas personales, Leonardo Márquez ordenó de inmediato a Lindoro Cajiga que se presentara en Pomoca acompañado de un buen piquete de soldados clericales sin uniforme para secuestrar a Ocampo antes de que pudiera huir de dicho lugar. Tenía que apresurarse para impedir la fuga de ese mamarracho, hijo del diablo, que tantas debía a la justicia divina. Había que congraciarse con Dios y fusilarlo.

El martes 28 de mayo de 1861 Juan Velázquez, un hombre leal a don Melchor, le hizo saber de la proximidad de grupos de bandoleros asesinos que merodeaban su propiedad, por lo que le pidió que partiese de inmediato a un lugar seguro y dejara de correr riesgos con toda su familia.

—Si yo no he hecho nada, Juanillo, ni he ofendido a nadie, ¿por qué he de huir? —cuestionó Ocampo con la convicción de que había cumplido con la ley y como ciudadano, y que por lo mismo no podía ser acreedor a castigo alguno.

Esa noche la pasó Melchor contemplando la luna inmóvil, colgada de la inmensidad del firmamento. En realidad nadie pudo conciliar el sueño. Al día siguiente, movido por la prudencia y decidido a no permitir que sus hijas corrieran peligro alguno, les pidió que saliesen juntas a Maravatío, en el entendido de que él las alcanzaría unos días más tarde. Para sorpresa de todas, Melchor insistió de manera tan particular como extraña en que Clara, la hija del mayordomo, las acompañara en esta primera parte de la fuga; era curioso que fuera ella, y ninguna otra de las mujeres de Pomoca, la que su padre quisiera proteger con tanta puntualidad. El grupo le insistió en que partieran juntos, pero el Mártir de la Razón se resistió a hacerlo. En su juicio, tenía que concluir algunos asuntos todavía en Pomoca y no podía dejar la finca abandonada; en realidad se estaba suicidando a sus 47 años de edad. La decisión no podía estar más acorde con los planes de quienes habían tramado su asesinato en el oscuro fondo de la haceduría de la catedral de Morelia. Los días de Melchor Ocampo estaban contados.

El viernes 31 de mayo se apersonó Lindoro Cajiga en Pomoca acompañado de un nutrido grupo de maleantes para secuestrar a Ocampo, a quien encontraron buscando un libro de botánica en su inmensa biblioteca, donde custodiaba textos escritos en los más diversos idiomas y en las más diferentes materias, de muy distintos años de edición. Para cualquiera hubiera sido muy gratificante acompañarlo en el lugar favorito de su finca de modo que él, ese sabio universal, pudiera señalar con lujo de detalles sus libros consentidos y pasar un rato absorbiendo los conocimientos deslumbrantes de ese único intelectual mexicano, del que pasarían muchos años antes de que se reconociera su gigantesca obra política y social.

—¿Es usted Ocampo? —cuestionó Cajiga, el cabecilla de los bandoleros.

—¿Qué mandan ustedes, mis señores? —contestó Melchor a los rufianes con la debida cortesía, sin inmutarse.

Cajiga presentó entonces una orden escrita por Leonardo Márquez en la que se le comunicaba su arresto. Obviamente el documento carecía de la más elemental legalidad y había sido redactado, como bien lo sabía Ocampo, por un vil y vulgar asesino. A pesar de lo anterior, contestó:

—Está bien, estoy a sus órdenes —dijo, y agregó—: ¿quieren ustedes tomar la sopa?

—Nada de sopa, hijo de puta —repuso enfurecido Cajiga, tomándolo de la solapa del saco y jalándolo hacia el patio como si se tratara de un forajido, un criminal.

Montado sobre un burro con las manos atadas, don Melchor, el “Gran Filósofo” y uno de los singulares padres de la Reforma, pasó la mirada por última vez al casco de su hacienda de Pomoca. A su paso por Maravatío la gente, su gente, a la que tanto había ayudado, lo aclamó y lo lloró al verlo pasar en esa terrible condición. Adivinaban su suerte. Los asesinos se sorprendieron al ver la respuesta del pueblo. Se preguntaban: “¿Quién será este tipo que hace llorar a hombres y mujeres?”.

Finalmente Cajiga entregó su ilustre preso a los generales Félix Zuloaga y Leonardo Márquez, quienes a través de Antonio Taboada lo condujeron hasta Tepeji del Río, adonde llegaron el 3 de junio de ese crítico 1861. En Tepeji, don Melchor fue encerrado en el cuarto número ocho del mesón de Las Palomas, custodiado por centinelas de vista. En una casa cercana, Zuloaga y Márquez disfrutaban el feliz arresto de tan singular reo. Exhibían ansiedad por ejecutarlo y anunciar esa dichosa noticia al arzobispo Munguía, al padre Miranda y al arzobispo Labastida y, por supuesto, al arzobispo de México, De la Garza y Ballesteros, en el exilio. Félix María Zuloaga todavía se ostentaba, a pesar de la victoria liberal, como general y presidente de la República, reconocido por las partidas reaccionarias.

Una vez instalado en un pequeño cuartucho donde no había nada más que una tarima, una silla de tule y una mesita, el reformador, el glorioso revolucionario, recibió la visita de un religioso, el cura Morales, quien se presentó piadosamente para confesarlo.

—Padre, estoy bien con Dios y Él está bien conmigo —le contestó Melchor con el rostro contrito y en voz sumamente baja—. No tengo nada de qué arrepentirme, hice por la gente pobre todo lo que tenía que hacer, tanto en mi hacienda como en la nación, quienes ahora contarán con tierra para cultivarla y salir de la pobreza y la ignorancia. Acabé con las supersticiones y con el poder de la Iglesia que tenía sojuzgado y destruido a este país; usted me perdonará, padre, no todos son iguales. Luché por un México libre y ahora tenemos un México libre y con un futuro que antes no teníamos, ¿cree que debo arrepentirme de eso o confesar algún pecado al respecto?

El cura Morales guardó silencio.

—¿No tienes nada entonces de qué arrepentirte?

Ocampo cerró los ojos mientras pensaba en Ana María y en Clara, las mujeres que tendría en la mente y en el corazón en el momento en que el capitán de los asesinos gritara “¡Fuego!”.

¿Acaso tenía que arrepentirse por haberlas amado, respetado, dado un hogar, subsistencia económica, compañía cuando se pudo, ternura cuando la ocasión fue propicia, comprensión, conocimientos y ayuda en cada momento?

—No, padre, no tengo nada de qué arrepentirme, por lo que le agradeceré que abandone usted este lugar tan pronto le sea posible.

No había acabado de salir el cura Morales cuando entró don Nicolás, el presidente municipal de Tepeji del Río, para llevarle un vaso de agua, así como tinta y papel para escribir su testamento. Estaba claro que lo fusilarían en las próximas horas, en realidad lo ejecutarían sumariamente sin haber sido oído ni vencido en juicio. ¿Cuál juicio? ¿Cuáles garantías individuales si esos miserables solamente respondían a la voz de la alta jerarquía y, como los cobardes, solo les quedaba el recurso del asesinato de inocentes ante la derrota militar? Recordó que en el testamento de Ana María Escobar, su mujer, ella había reconocido como hijas suyas a Josefa, Julia, Petra y Lucila. Declaró entonces por escrito que reconocía por sus hijas naturales a Josefa, Petra, Julia y Lucila y que en consecuencia las nombraba herederas de sus pocos bienes. De igual manera, en ese mismo acto adoptaba como su hija a Clara Campos para que heredara el quinto de sus bienes, a fin de recompensar de algún modo la singular fidelidad y distinguidos servicios de su padre, Esteban, su querido mayordomo.

En un último párrafo agregó que el testamento de doña Ana María Escobar estaba en un cuaderno en inglés, entre la mampara de la sala y la ventana de la recámara de la hacienda de Pomoca. Legaba todos sus libros al Colegio de San Nicolás en Morelia, después de que sus señores albaceas y Sabás Iturbide tomaran de ellos lo que gustaran. “Muero creyendo que he hecho por el servicio de mi país cuanto he creído en conciencia que era bueno”, fue lo último que escribió este ilustrísimo mexicano, de esos que nacen uno cada mil años.

Momentos más tarde y con prisa lo condujeron a la hacienda de Caltengo, a las dos de la tarde, donde lo colocaron de espaldas a un paredón improvisado. Los asesinos le pidieron que se arrodillara, instrucción que rehusó con energía.

—¿Para qué quieren que me hinque? Estoy bien a la altura de las balas. Mi última gracia es que no me tiren a la cara sino al pecho —agregó tranquilo, sin agredir a nadie ni condenar a los homicidas con los debidos calificativos.

Andrade, el jefe de la escolta, ordenó de inmediato la ejecución. La descarga del nutrido grupo de criminales produjo un eco siniestro que se escucharía durante los siglos por venir en toda la República. Habían asesinado a uno de los mejores mexicanos que existieran y tal vez jamás volvería a nacer alguno de la estatura de don Melchor Ocampo.

Una vez fusilado y asestados tres tiros de gracia en el cráneo del gran reformador, los bandoleros le pasaron una cuerda por debajo de las axilas y lo colgaron de un árbol, de un pirul, donde lo dejaron varios días para que las aves de rapiña dieran cuenta del cadáver.

Márquez, Leonardo Márquez, uno de los hijos predilectos de la Iglesia, el soldado de la cruz, el verdugo, fue el primero en disfrutar la noticia junto con Zuloaga, su cómplice, quien de inmediato informó a Munguía, el arzobispo de Michoacán, momento que este aprovechó para levantar desde el exilio su copa y festejar la impartición de justicia. Gracias, Dios mío, por permitirnos el ojo por ojo y el diente por diente aquí en la tierra como en el cielo.

Cuando Juárez supo la noticia, se puso de pie violentamente y estrelló los puños contra la cubierta de su escritorio. Acto seguido, como si lo hubiera partido un rayo, se dejó caer sobre el asiento y ocultó el rostro entre las manos. Solo la muerte de los hijos del presidente de la República le había sido tan intensa como la pérdida de su querido amigo y hermano. Al recuperarse y sentir un terrible remordimiento por no haberlo retenido en la capital aun a la fuerza, objetivo imposible de cumplir, ordenó que se le rindieran los honores fúnebres correspondientes “al relevante mérito del ciudadano cuya funesta muerte se deplora y que con una energía sin ejemplo, con la más clara inteligencia y con una lealtad nunca desmentida, sostuvo constantemente los principios salvadores que hoy dominan en la República”. Días después, una multitud dolida y expectante siguió hasta el panteón de San Fernando el cadáver del héroe. Previamente se le practicó una autopsia para extraer el corazón y conservarlo intacto en el Colegio de San Nicolás, donde habría de latir día con día al ritmo de Michoacán y de México. El diputado Ezequiel Montes, encargado de pronunciar la oración fúnebre, declaró: “Los que quedan en pie sobre la tierra de México habrán de seguir su ejemplo y continuar su obra para asegurar el futuro destino de la nación. Ahí, junto a la tumba de su amigo Miguel Lerdo de Tejada, muerto poco antes, queda el cuerpo de aquel hombre que hizo de la vida un deber, del trabajo una disciplina, del estudio una vocación, de la naturaleza un canto, del poder un medio de servir, del sacrificio una lección y de la idea liberal una fórmula de vida”.

El Congreso declaró fuera de la ley a Zuloaga, Márquez, Cajiga y Lozada, al margen de toda garantía de sus personas y propiedades, ofreciendo recompensas al que “liberte a la sociedad de cualquiera de estos monstruos”.

Santos Degollado, Santitos, el gran líder militar del ejército liberal, salió a vengar a Ocampo y cayó también ante las balas clericales. Lo mismo acontecería con Leandro Valle, también asesinado por Márquez y Zuloaga. Miranda aplaudía desde el anonimato, escondido como siempre, disfrazado como acostumbraba. Volvió a escribir a Santa Anna para insistir en su regreso. “El general Márquez —sostenía— le dará a usted la recepción que se merece.” La moción fue rechazada definitivamente.

Juárez suspendió las garantías individuales para contar con todas las facilidades y atribuciones para atrapar a los asesinos. Días después el Congreso, erigido en colegio electoral, aprobó con 61 votos contra 55 el dictamen por medio del cual se declaró presidente constitucional de la República al ciudadano Benito Juárez, quien no tardaría en declarar la suspensión, ahora de pagos, que tendría como consecuencia la Intervención francesa en México, tan solo un año después de la conclusión de la guerra de Reforma. Sí, pero ese dramático capítulo de la fundación del segundo imperio mexicano ya no lo vería Ocampo, ni se pudo percatar de que el clero no había aprendido nada y que se saldría con la suya al imponer a un príncipe europeo en el trono de México, a quien Benito Juárez afortunadamente fusilaría tiempo después. Melchor, el hermano, aplaudiría rabiosamente en un más allá en el que sí creía…

25 Discurso de Melchor Ocampo en la conmemoración del Día de la Independencia, el 16 de septiempre de 1858 en Veracruz. Ocampo, 1901: 24-25.