A la señora Use Novoa, mi querida maestra de literatura española y alemana, quien me enseñó a escribir, a creer en mí y, sobre todo, a sonreír. Que descanse en paz

Si bien es cierto que dediqué toda mi vida a coleccionar libros antiguos, entre otros objetos, nunca pasó por mi mente que el feliz hallazgo de unos simples papeles cambiaría el rumbo de mi existencia al extremo de convertirme en un arrebatado y fogoso investigador de los anales de la historia, en lugar de un simple coleccionista curioso y rutinario pero tenaz e incansable. La narración que someto a la consideración del amable lector es producto de un descubrimiento personal, a pesar de que cualquiera podría pensar que se trata de la fantasía de un novelista alucinado cuya imaginación desbridada podría haberlo orillado a confundir la realidad con la ficción o a creer en frustrantes espejismos, en burbujas que desaparecen al simple contacto con la razón. En este caso particular, cuento con fuentes de diversa naturaleza para probar las auténticas intenciones de Venustiano Carranza, antes y después del sangriento asesinato del presidente Madero, Pancho Madero, don Pancho, en febrero de 1913. Puedo, es más, evidenciar el doble discurso del famoso Varón de Cuatro Ciénegas, algo inédito, en los trágicos años del estallido de la Revolución mexicana y en los complejos acontecimientos que se dieron durante el arduo proceso de pacificación. Falso, absolutamente falso que Carranza se hubiera levantado en armas ante la imposibilidad de soportar el derrocamiento y el magnicidio del jefe de la nación y, más falso aún, que él hubiera deseado redactar una nueva Constitución como la promulgada en 1917, a la que se opuso infructuosamente con todo el poder a su alcance. Pero bueno, bueno, vayamos por partes, porque en lugar de adelantar vísperas en este breve proemio, debo concederle el debido tiempo al tiempo.

Para mí la Revolución mexicana se llevó a cabo en tres diferentes etapas: la primera comenzó el 20 de noviembre de 1910 y terminó cuando Porfirio Díaz, el octogenario tirano, furioso y deprimido, suscribió su renuncia en mayo de 1911; la segunda arrancó con el pavoroso asesinato de Madero, el presidente mártir, un magnicidio que cambió para siempre el destino de México, y acabó con el derrocamiento del Chacal, Victoriano Huerta, uno de sus múltiples victimarios. La tercera estalló cuando los altos mandos militares y civiles no pudieron llegar a un acuerdo político para repartirse el poder en la Convención de Aguascalientes de octubre de 1914, feroz desencuentro que produjo la detonación de la última parte del conflicto armado, esta vez entre el invicto Ejército Constitucionalista y la División del Norte capitaneada por Pancho Villa, el famoso Centauro del Norte, quien resultaría derrotado gracias a la astucia militar de Álvaro Obregón y a la indiscutible ayuda proporcionada a este por Woodrow Wilson, el jefe de la Casa Blanca, siempre la Casa Blanca.

¿México se ganó el derecho a la democracia, a la evolución política y a un vertiginoso desarrollo social y económico a partir de la espantosa devastación que implicó la muerte de decenas de miles de compatriotas, la inmensa mayoría unos analfabetos muertos de hambre, y de la destrucción de buena parte del territorio? ¡Qué va! La Revolución, como siempre sucede, sirvió para concentrar aún más el poder entre unos cuantos privilegiados que se enriquecieron a manos llenas y dominaron tiránicamente al país por décadas, o no sirvió para nada…

Vayamos al grano. Así se dieron los hechos: Días después del arribo al poder de Adolfo López Mateos, a principios de 1959, caminaba yo por la Alameda metropolitana recorriendo, uno por uno, los diversos puestos de libros antiguos que se instalaban los domingos en el parque más antiguo y famoso de la capital de la República, cuando encontré un viejo cartapacio lleno de hojas escritas por ambos lados, con letra apresurada, a veces ilegible, como si al autor le fueran a arrebatar de repente el manguillo y la tinta, sin dejarlo concluir la narración. Extraño, ¿no…? Al no tratarse de un libro impreso, el vendedor, don Miguelito, mi marchante de tiempo atrás, no le concedía, afortunadamente para mí, el valor comercial que a los textos impresos, expuestos sobre unas improvisadas tablas de madera que curioseaban diferentes lectores a mi lado. Como una auténtica rata de biblioteca, abrí el cartapacio para tratar de desentrañar el contenido de tantos y tantos párrafos garrapateados precipitadamente. Cuando concluí la lectura, sentado a la sombra de un antiguo ahuehuete, me percaté de la importancia de mi feliz descubrimiento. Sonreí con la obligada discreción, apreté los puños, soñé, eché a andar la imaginación, pagué y me retiré con ganas de rodar sobre el césped ejecutando un par de machincuepas. Lo tenía, yo sabía que lo tenía. El texto aparecía firmado por Alberto García Granados con fecha 8 de octubre de 1915, a tan solo unos días de la llegada de Venustiano Carranza a la ciudad de México, al concluir definitivamente el movimiento armado.

La historia aparecía contada de la siguiente manera:

Soy Alberto García Granados, domiciliado en la colonia Juárez de esta ciudad, señalado de ser huertista y de haber coadyuvado en el asesinato de Francisco I. Madero, atribuyéndoseme dolosamente la frase “la bala que mate a Madero salvará al país”. Fui arrestado el 28 de septiembre de 1915 en la ciudad de México por el general Pablo González, un incondicional de Venustiano Carranza, el Barbas de Chivo, quien me sometió a un juicio sumarísimo incoado ante un tribunal militar, sin ser parte del ejército, acusado de complicidad en dicho magnicidio, y sin haber sido oído ni vencido en proceso civil, como correspondía a las garantías contenidas en la Constitución de 1857, fui brutalmente sentenciado a muerte el 7 de octubre de 1915. ¿La verdad? Por haberme negado a entregar una delicadísima correspondencia secreta que comprometía gravemente al propio Carranza de cara a la historia, según referiré más adelante. Por supuesto que no se me concedió el indulto a pesar de haber cumplido ya más de 60 años de edad y difícilmente podía ponerme siquiera de pie en razón de una vieja dolencia cardiaca que me tenía postrado en cama, con los días ya de por sí contados. A pesar de lo anterior, Carranza ordenó mi fusilamiento sin considerar que ya me encontraba mortalmente enfermo y carecía de la fuerza necesaria para levantarme. Me ejecutarían como a un perro rabioso, amarrado a un poste, sujetándome muy bien las rodillas para que no me doblara y atándome el cuello contra el palo. Cuando fui informado de mi suerte no tuve más remedio que sentarme a escribir estas líneas que entregué a mi abogado defensor, el licenciado Francisco A. Serralde, para que se conocieran las verdaderas razones de mi ajusticiamiento.

¿Por qué Carranza tenía tanta urgencia en privarme de la vida? Bien sabía él que yo era absolutamente inocente de la liquidación —¿por qué asesinato?, no seamos tan dramáticos— de Madero y de Pino Suárez, como también sabía que quienes la ejecutaron fueron Aureliano Blanquet, Manuel Mondragón, Félix Díaz, Cecilio Ocón, y desde luego, Victoriano Huerta y Henry Lane Wilson, el querido “don Henry”, embajador de Estados Unidos en México. Jamás mi nombre fue mencionado por nadie, simplemente porque estaba exento de toda culpa en ese homicidio, tan justificado como necesariamente artero. Si lo primero que hizo Venustiano Carranza al ocupar con sus tropas la ciudad de México fue ordenar mi arresto, se debió a que fui secretario de Gobernación en los primeros tres meses del gobierno, no de la dictadura, como intentan denigrarlo, de Huerta, de mi admirado general Victoriano Huerta. Lo que se desconoce es que durante dicha brevísima gestión pública recibí innumerables cartas y telegramas del gobernador de Coahuila, Venustiano Carranza, quien reconocía por escrito a Huerta como presidente de la República y le otorgaba justificadamente el título de jefe de la nación, ante cuya autoridad formulaba, entre otras peticiones verbales vertidas a través de sus representantes personales, la cartera de secretario de Gobernación, misma que ya en su momento había demandado, también infructuosamente, al propio Madero, el iluso, el loco, el espiritista. ¡Pobre diablo! Carranza sabía que tenía en mi poder esas comunicaciones que comprometían abiertamente su causa y lo exhibían como un hipócrita, un embustero y ruin falsario ya que si Huerta, accediendo a su solicitud, lo hubiera invitado a formar parte del gabinete, el más ilustre de la historia de México, por supuesto que ese resentido y tramposo coahuilense no hubiera hecho estallar la Revolución con tan catastróficas consecuencias para México.

Por lo anterior, Carranza me exigió una y otra vez por diversos conductos la entrega inmediata de la correspondencia cruzada entre él y yo en febrero y marzo de 1913. No podía cumplir con lo requerido, lo juro por Dios, porque esos documentos tan delicados los había puesto en poder del embajador de Alemania en México, Heinrich von Eckardt, quien a su vez los había enviado al Ministerio de Relaciones Exteriores de su país, donde permanecían debidamente archivados. Es la verdad, lo juro por Dios de todos los Cielos y su Santísima Madre y por mi sacratísima Virgen de Guadalupe, patrona de los mexicanos. Me encontraba en la imposibilidad física de devolvérselos, menos aún en un plazo tan perentorio, por lo que Carranza me amenazó a través de terceros con el fusilamiento si no se los entregaba, objetivo imposible de satisfacer, por lo que escribo este breve introito a escasos minutos de que venga por mí el pelotón de fusilamiento en esta mañana fresca del 8 de octubre en que, es evidente, acabarán mis días. Sí, sabemos cuándo llegamos, pero no cuándo nos vamos, solo que en mi caso eso es falso pues me iré para siempre en los próximos minutos. Es mi hora. Es mi final.

Que se escuche, que se sepa: ¿gritar?, gritar ya no puedo, la voz se me acaba, acaso apenas y tengo energía para sostener el manguillo entre los dedos de la mano. Mi vida, bien lo sé, muy pronto concluirá porque este viejo corazón mío se niegue a seguirme acompañando, o porque las balas disparadas alevosamente por órdenes de Carranza acabarán conmigo en cualquier momento. Lo que sí puedo hacer es dejar mi testimonio por escrito para que alguien, en algún momento, lo recoja, al igual que los náufragos lanzan al mar una botella cerrada con un mensaje sin saber quién, cómo y cuándo lo encontrará. Este es mi caso. Muero sepultado en el más extremoso escepticismo después de haber sufrido traiciones de quien menos lo esperaba, dolorosas puñaladas asestadas una y otra vez por la espalda, cuando escasamente alcanzaba yo a ver el rostro sádico de mi victimario al introducir, gozoso, la helada hoja de acero en mis carnes. ¡Cuántas veces conocí el asfixiante sentimiento de una felonía cometida en mi contra por personas que habían comido de mi mano extendida! Me la mordieron, sí, me la mordieron, abusaron de mí, ignoraron mi buena fe y se vengaron, cuando solo había tratado de ayudar de acuerdo a las circunstancias y a mis condiciones personales. Los alacranes siempre serán alacranes…

¿Quién hace a Carranza presidente municipal de Cuatro Ciénegas, Coahuila? Porfirio Díaz, pero justo es reconocerlo, gracias a la intervención de Bernardo Reyes, el gobernador de Nuevo León, gran amigo de la familia Carranza. ¿Quién lo hace diputado a la XV Legislatura de Coahuila, por el distrito de Monclova, en 1897? Porfirio Díaz, nuestro Porfirio Díaz. ¿Quién lo hace posteriormente senador suplente? Porfirio Díaz. ¿Quién lo hace después senador propietario? Porfirio Díaz, el gran líder mexicano de todos los tiempos, a cuyo gobierno Carranza etiquetó como dictadura cuando ya no obtuvo las gratificaciones políticas solicitadas. ¡Malagradecido! ¿Acaso Venustiano Carranza no votó en su momento por la reelección de Díaz, de acuerdo a la fórmula política Díaz-Corral, en una convención reunida en el Teatro Fábregas? ¿Se desean acaso más evidencias de la complicidad de Carranza con el régimen porfirista? Venustiano Carranza tenía engatusado a Madero, a pesar de que a este último le despertaba ciertas reservas, sin dejar de reconocer que sentía simpatías hacia él por tratarse de un hombre recto, un verdadero coahuilense, celoso guardián de la soberanía y de la dignidad del Estado… ¡Pobre de Madero, nunca supo dónde se metía!

Venustiano Carranza fue un traidor de punta a punta. Se decía antirreeleccionista, sí, pero se había reelecto en tres ocasiones en Cuatro Ciénegas como presidente municipal. Ya en diciembre de 1908, cuando apareció en las escasísimas librerías del país La sucesión presidencial en 1910, el libelo escrito por Francisco I. Madero, Carranza, eso sí, lector voraz de historia y de política, se dirigió, como buen lambiscón que era, a Porfirio Díaz, adhiriéndose “a la buena marcha de su gobierno, hoy criticada por personas de ninguna significación política”. ¡Claro que Venustiano era porfirista como todos nosotros, y claro, también, que Madero era una “persona de ninguna significación política”! Faltaba más. ¡Claro que a don Porfirio lo reverenciaba el Barbas de Chivo, como lo reverenciaba el pueblo de México por igual! Sin embargo, al mismo tiempo que Carranza se dirigía al presidente Díaz en dichos términos, también se acercaba, con la astucia de un felino, al grupo opositor encabezado por Madero. ¿Y la nula significación política…?

¡Qué gran error cometió Díaz, el héroe de las Américas, como lo llamó James Creelman, del Pearson’s Magazine de Nueva York —en marzo de 1908—, cuando le confesó su intención de retirarse del poder porque México ya estaba finalmente listo para la democracia y le esperaba un porvenir de paz con instituciones libres! Carranza, y claro está, Madero, vieron la posibilidad de arribar al poder puesto que, entre otras razones, don Porfirio estaba próximo a cumplir los 80 años de edad, situación que preocupaba, además de a la comunidad política mexicana y a los hombres de negocios de México, Estados Unidos y Europa, también al presidente Taft, quien veía con alarma la sucesión presidencial de su pintoresco vecino al sur de la frontera. ¡Qué bien le hubiera hecho Díaz a la patria y a su carrera política si hubiera renunciado a la contienda en 1910 habiendo impuesto, con su más que probada sabiduría y autoridad, a la figura idónea para sucederlo! Si don Porfirio, en razón de su edad, se hubiera retirado a tiempo de la presidencia de la República, no solo hubiera podido permanecer y morir en su país disfrutando de su prestigio bien ganado a lo largo de tantos años de eficiencia política y honradez administrativa, sino que habría pasado a la historia con sus sienes coronadas con laureles de oro, impuestos por el pueblo agradecido de México al auténtico e indiscutible Padre de la Patria. ¿Por qué al reelegirse torpemente tuvo que manchar su imagen de estadista, la de verdadero forjador de generaciones, la de genuino constructor del México moderno, para ser desterrado violentamente a Europa a pesar de sus indiscutibles méritos, en lugar de permanecer en el país con la autoridad de un juez tan severo como imparcial, una voz inatacable, la necesaria para controlar los acontecimientos e imponer el orden, sin permitir el estallido de un movimiento armado?

Cuando en septiembre de 1909 Porfirio Díaz invitó a Carranza a formar parte de su gabinete, no por otra razón, sino para tenerlo controlado en la capital de la República e impedir su candidatura a gobernador de Coahuila, Madero todavía creía en don Venustiano, confiaba en su persona y lo impulsaba vehementemente, como un militante de la causa antirreeleccionista, a pelear por dicha gubernatura sin conocer el doble juego, avieso y perverso, de su paisano, puesto que al mismo tiempo se entendía con Bernardo Reyes, quien profesaba principios políticos diametralmente opuestos al maderismo. Carranza rechazó el cargo de ministro en la última administración de Díaz no porque se tratara de una tiranía, sino porque no veía porvenir al lado de don Porfirio, quien podía morir o ser derrocado en un futuro corto y previsible. Carranza no tenía palabra de honor y juega, jugó y jugará invariablemente con diferentes barajas, sin que los que lo rodean conozcan, supongan o imaginen sus niveles de perversión.

Mientras que Madero iniciaba su campaña electoral desde finales de 1909, ante la mirada absorta de la ciudadanía que lo abucheaba en Oaxaca, Puebla, Querétaro, Guadalajara, Nayarit, Sonora o Chihuahua, entre otras ciudades, subestimó, como siempre, las dimensiones faraónicas de su tarea al no haber evaluado los enfrentamientos que tendría con hacendados porfirianos, caciques porfirianos, gobernadores porfirianos, industriales porfirianos, ciudadanos porfirianos, prensa porfiriana, como lo era la inmensa mayoría de los mexicanos. La faena por realizar era gigantesca, más aún cuando su campaña estaba fundada en un libro publicado en un país donde nadie lee. ¿Cómo pensaba convencer electoralmente Madero escribiendo un texto cuando casi 90% de los mexicanos no saben leer ni escribir, a pesar de la titánica labor de don Porfirio para rescatarlos de las tinieblas de la ignorancia? ¿No era un iluso? A la gente de bien le son irrelevantes el analfabetismo y las miserias terrenales a cambio de disfrutar una eternidad prometida y garantizada, cómoda y gratificante, en el más allá, en el paraíso. ¿Es tan difícil entenderlo…? En aquel momento muy pocos sabían que si algo movía a Madero para alcanzar el éxito, eso eran sus convicciones espiritistas, ya que desde los años en que estudió con su hermano Gustavo en Francia había logrado incorporarse a grupos que decían comunicarse con los muertos para recibir todo género de consejos. En muchas de estas reuniones celebradas en las noches cerradas y heladas de París, le fue anunciado a Francisco I. Madero su feliz destino, que debía abrazar con toda su fuerza porque así ya estaba escrito. ¿A dónde iba un sujeto así, extraviado por la vida, y además con semejantes pretensiones políticas? Los errores cometidos por un jefe de la nación no solo los paga este y al riguroso contado, también los padece el país con todas sus fatales consecuencias. Las equivocaciones de Madero no solo lo lastimarían a él y a su familia, sino a todo México, a la patria misma y por muchos años por venir. ¿Por qué los espíritus con los que Madero tanto se comunicaba, por qué la güija no le informó que llegaría a la titularidad del Poder Ejecutivo, pero que sería derrocado y liquidado junto con Pino Suárez y su propio hermano Gustavo? ¿Por qué esas siniestras voces de ultratumba nunca le advirtieron de los peligros que corría, así como del daño que podía ocasionar a los suyos y al país en general? Las voces solo parecían decirle lo que le convenía…

Cuando en mayo de 1910 Madero y Vázquez Gómez fueron recibidos en la ciudad de México por 30 mil personas, o más, que vitoreaban a la democracia y a la libertad frente al Hotel Iturbide, el senador reyista, sí, claro que reyista, don Venustiano Carranza, saludaba al público desde uno de los balcones de los bellos edificios coloniales del centro de la capital. Díaz pudo tragar, sí, pero no digerir la recepción popular obsequiada a Madero, la entendió como un insulto y una traición del pueblo, por lo que el 6 de junio siguiente Madero fue detenido en Monterrey y trasladado a San Luis Potosí en tanto se llevaban a cabo las elecciones presidenciales, mismas que por supuesto ganaría legítimamente, otra vez, don Porfirio Díaz, por una simple razón: la gente, su gente, los buenos mexicanos lo amaban.

En octubre, después de las elecciones y de las fiestas del Centenario, durante las cuales Madero gozaba ya de libertad condicional en San Luis Potosí, decidió fugarse a Estados Unidos para preparar el famoso Plan de San Luis en compañía de otros revolucionarios, entre los que, desde luego, no se encontraba Venustiano Carranza, quien continuaba su juego aparte con Bernardo Reyes. Pero eso sí, el maldito Barbas de Chivo no dejaba de enviarle recados de adhesión solidaria a Madero, el suicida que había lanzado una convocatoria para hacer estallar la revolución el 20 de noviembre de 1910, a las seis de la tarde. ¿Acaso se había visto en la historia política de la humanidad que alguien fuera tan iluso como para invitar a un movimiento armado un día preciso a una hora específica, con el riesgo de que sus prosélitos pudieran ser detenidos y hasta asesinados, tal y como ocurrió en el caso de los hermanos Serdán en Puebla?

Haría mal en no confesar mi sorpresa cuando supimos de movimientos armados en Chihuahua, Nuevo León, San Luis Potosí y otras entidades federativas, donde pusieron en libertad a los presos políticos, en particular en la efectiva prisión de San Juan de Ulúa, en el puerto de Veracruz, en el cual se enfrentaron a las fuerzas del gobierno, cortaron los cables conductores de energía eléctrica, incendiaron fábricas y se remontaron a la sierra como auténticos cobardes. Lo mismo aconteció en Durango, en los centros mineros del Bajío, en Tlaxcala y Zacatecas. Surgieron pequeños grupos violentos de 40 o más hombres con carabinas, acaso con pistolas, también en Saltillo, en la tierra de Madero, así como en otros lugares del país. ¿Qué pasaba? ¿Por qué tanta violencia y malestar?

Derrotado en las elecciones para gobernador de Coahuila, Venustiano Carranza, con ánimo de guardar las apariencias y temiendo represalias de don Porfirio por no haber acudido a su llamado al gabinete, se exilió en San Antonio, Texas, en el número 140 de North Street. En febrero de 1911 Madero lo nombró comandante en jefe de la Revolución en Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas, con la condición de que abandonara Estados Unidos y se internara en dicha zona a proseguir la revuelta que ya muchos otros habían iniciado valientemente. Pero claro está, la celeridad y la prisa nunca fueron virtudes de Carranza, quien jamás estuvo cerca de donde estallaban los cañones, olía a pólvora y detonaban los 30-30: el peligro de ser herido o morir en campaña no era lo suyo. Cuidaba su delicada piel como un príncipe europeo. Siempre encontraría un pretexto útil para no estar en el frente, como lo demostraré posteriormente.

¿Quién, como siempre, se adelantaba a los acontecimientos…? Sin duda, el verdadero político de la familia, por más que me choque reconocerlo: ¡Gustavo A. Madero! Gustavo informó a su hermano Pancho que Carranza se resistía a volver al territorio nacional porque continuaba entendiéndose en secreto con Bernardo Reyes, de quien había recibido instrucciones de permanecer en Estados Unidos hasta nuevo aviso. Gustavo tenía información fidedigna: Carranza traicionaba al movimiento y por esa razón no hacía uso de los recursos que se le habían concedido para cruzar la frontera y batirse al lado de los demás revoltosos. Al sentirse engañado, Madero empezó a pensar, solo a pensar, en la posibilidad de retirarle su confianza a Venustiano. Sin embargo, no actuó en consecuencia. Menudo líder revolucionario que no se da cuenta de nada, y cuando se da cuenta, tarda siglos en reaccionar, y cuando reacciona, se equivoca. ¡Pobre México! La debilidad debería ser castigada como pecado mortal. ¿Y el candor y la inocencia…?

Cuando Bernardo Reyes, exiliado en Europa por órdenes de Porfirio Díaz, empezó sigilosamente su regreso a México, Carranza no tuvo más remedio que internarse en el país después de 70 días de inacción, desesperantes para los Madero. ¿Qué pasaba con el viejo pachorrudo, de verdad era un traidor que recibía consignas del enemigo? En mayo de 1911, a días de la renuncia de Porfirio Díaz, cuando la parte más expuesta y compleja del plan revolucionario había sido ejecutada y de hecho se había decretado una amnistía, es decir, cuando ya se había obsequiado un alto al fuego, Carranza se incorporó finalmente, como todo buen oportunista, a las negociaciones de Ciudad Juárez en el ramo de guerra en el Consejo de Estado. ¡Claro que ya no corría peligro alguno y contaba, como siempre, con dos alternativas viables: la de don Bernardo y la de los Madero! Algún día se sabrá que, al mismo tiempo que Carranza aceptaba convertirse en el ministro de Guerra maderista, proponía a Vázquez Gómez, a través de una carta, convertirse en el verdadero jefe de la Revolución. ¿Qué tal…? Carranza la jugaba con Madero, con Vázquez Gómez y con Bernardo Reyes, su honorable mentor, quien se negó reiteradamente a organizar un cuartelazo en contra de don Porfirio, nuestro padre, la persona que tanto admiraba y por quien tenía pruritos y principios de nobleza y de lealtad. ¿Cómo comparar al uno con el otro? Hijo de la gran puta…

Yo observaba de cerca la conducta de Madero y comprobaba, día con día, la ingenuidad con que se desempeñaba este novedoso revolucionario, un auténtico ignorante del medio político y de los móviles e intenciones de los hombres. En un principio me pareció absurdo que llegara a creer que podía derrocar a Porfirio Díaz, el amo y señor de México y del ejército. ¿De dónde sacaría el enano la fuerza armada para llegar a la presidencia de la República? Creí que nadie podría disputarle el poder militar y político a don Porfirio, sin embargo, me equivocaba: alguien podría lanzarse contra Díaz, sobre todo después de 30 años de gobierno progresista. Madero, el iluso que se atrevió a proponerle al presidente Díaz la renuncia de Corral como compañero de fórmula electoral para 1910, ¿era el líder a seguir? ¿Quién se atrevía a darle órdenes o siquiera sugerencias a Díaz? ¿Quién era, finalmente, este advenedizo obnubilado que en los tratados de Ciudad Juárez aceptó que no se tocara al ejército, la piedra angular de la dictadura? ¿Cómo era posible que dejara íntegros los poderes que por décadas habían sostenido a Díaz? Cualquier persona sensata los hubiera desmantelado de inmediato. ¿No era obvio que el ejército intacto, integrado por porfiristas, podía atentar en contra del nuevo gobierno y de la vida de Madero? ¿Por qué no lo desarmó cuando, según él, era el feroz enemigo a vencer? Ni el espiritista ni su güija entendían el ABC de la política…

Si Madero hubiera sabido a lo que se enfrentaba, debería haber fusilado a Porfirio Díaz y a los nostálgicos de nuestro ancien régime; tenía que haber memorizado aquella sentencia de Villa, el carnicero simpático: “de la cárcel salen, del hoyo no…”, es decir, el lenguaje de los paredones, para adquirir dimensiones de gigante al acabar con las tentaciones golpistas y evidenciar que no jugaba a gobernar, sino que mandaba con el fuete en la mano. El hecho de haber autorizado a León de la Barra, un consumado porfirista, a ocupar la presidencia provisional en lo que se convocaba a elecciones a la salida de Díaz, equivalió a poner la Iglesia en manos de Lutero. Una auténtica locura, como si Díaz le hubiera encargado la presidencia a Madero en tanto aquel se iba a conferenciar con Taft… ¿Cuándo se ha visto…? Aquella decisión suicida estuvo a punto de descarrilar todo el movimiento maderista. ¡Claro que quien hace la revolución a medias cava su propia tumba! ¡Por algo Porfirio Díaz pudo mantenerse por más de 30 años en el poder y Madero tan solo 15 meses! ¿Razones? El enano creía en la verticalidad de las personas, confiaba en sus semejantes, en su dignidad y sentido de la lealtad, ya fueran políticos o militares, como un ilustre catedrático de filosofía y letras supone la honorabilidad de sus alumnos. ¡Cuánta desubicación!

Cuando Porfirio Díaz renunció, ayudado por Carmelita, su esposa, y Madero se presentó como el gran líder revolucionario en la capital de la República y se produjo un espantoso terremoto, entendí el movimiento telúrico como un mensaje de Dios, una señal divina de lo que sería su gobierno. Las masas de pelados, sin embargo, salieron jubilosas a las calles a celebrar el arribo del libertador, al grito jocoso de “Poco trabajo, mucho dinero, pulque barato, viva Madero”. Nunca antes en México se había visto una recepción tan multitudinaria como la que se vivió a la llegada de Madero cual campeón de la democracia. Lo aclamaban 85% de los analfabetos, el verdadero México huérfano de padre desde la aciaga Conquista, que celebraba tronando cuetes, explotando palomas, soltando globos, arrojando confeti, lanzando por doquier gritos, entonando porras, silbando desde los balcones adornados con banderas tricolores y flores que las mujeres lanzaban al paso de la caravana de la libertad. Se escuchaban mariachis, cantos, versos recitados por los poetas en diferentes esquinas, el sonido lejano de una que otra locomotora, las porras de los estudiantes, los chiflidos interminables de la plebe, los cantos del Himno Nacional en diferentes lugares, donde Madero se detenía poniéndose respetuosamente la mano en el pecho, en tanto se oían los organilleros perdidos en la muchedumbre, las muestras de júbilo de la juventud, los aplausos de los mayores, los vivas más entusiastas de la nación, sin faltar cautelosos repiques de campanas. Los mismos que hoy vitoreaban, mañana abuchearían, como acontece en los toros. Era la gran fiesta de la política, tal vez comparable con la entrada de Iturbide también a la ciudad de México en 1821 para consumar nuestra independencia. ¿Cuál habrá sido más estremecedora, la de Iturbide o la de Juárez cuando llegó al Distrito Federal como el gran triunfador de la guerra de Reforma? ¿Triunfador de la guerra de Reforma? ¿Qué he dicho? ¿Cómo que triunfador…? No, no nos confundamos, si Juárez tuvo éxito fue gracias al apoyo militar de Estados Unidos, porque de otra manera a esa maldita rata estercolera oaxaqueña la hubiéramos aplastado con cualquiera de los carruajes que machacaban a las ranas, ratas y otros bichos en la época de lluvias en la capital.

Mientras Madero se reunía con Emiliano Zapata para tratar de empezar a resolver los complejos problemas agrarios del estado de Morelos, por otro lado inexplicablemente invitaba a Bernardo Reyes, su enemigo natural, ya de regreso en México, a encabezar el Ministerio de Guerra, e instalaba por la fuerza, a partir de junio de 1911, a Venustiano Carranza como gobernador de Coahuila, en la inteligencia de que hasta los porfiristas locales se negaban a aceptarlo en su estado. Carranza creía que con la educación se podría construir el futuro de México, sin detenerse a pensar que al populacho solo le interesaban los toros, tronar cuetes, emborracharse con pulque y divertirse con las putas cuando había dinero para ello. ¡Resulta tan sencillo controlar a los idiotas, a los resignados, a los fanáticos religiosos y a los frívolos, y en México existían por millones…! A más y mejor educación, menor control sobre ellos… ¿Para qué educarlos entonces y picarse un ojo, como gobierno o Iglesia? Por todo ello prohibió las peleas de gallos, limitó la venta de alcohol y cerró las plazas de toros, entre otros espectáculos más.

Carranza, como gobernador, reemplazaba a los jueces porfirianos y a los administradores públicos con hombres que él pudiera dominar. Esa era su obligación. Brindó ayuda a la clase obrera, a los mineros, industriales, al extremo de que logró aprobar leyes que compensaban a los trabajadores por accidentes propios de su empleo. Para mi sorpresa, todavía en ese momento no había tenido reparo alguno en que se realizaran huelgas y los empleados subordinados pudieran protestar con la suspensión de actividades. Eliminó los impuestos de carácter personal, redujo los gravámenes a la minería para tratar de mejorar la situación financiera del estado. Se exhibía como un liberal a ultranza. No tardaría en darse a conocer con sus ambigüedades.

Una vez celebrados los comicios federales, ungido Madero como presidente de la República, no demoraron en presentarse, como era de esperar, las diferencias entre Carranza y el nuevo jefe del Estado mexicano, que se prolongarían hasta el asesinato de este en 1913. Al considerar desleales a las fuerzas militares porfiristas ubicadas en Coahuila, Carranza deseaba retener el mando de las milicias irregulares allí asentadas y lograr, además, que el gobierno maderista las financiara. Su intención oculta, según los consejeros presidenciales, no era otra sino mantener una gran cantidad de soldados a su servicio para levantarse en armas, en su momento, en contra del gobierno de la República. Lo veían venir. ¿Cómo creerle a Venustiano Carranza cuando declaró ante Madero que los hijos de su estado se sentían muy orgullosos porque los coahuilenses habían llegado a ocupar la primera magistratura nacional, y un breve tiempo después diseñaba la estrategia más discreta y eficiente para derrocar a su paisano, al que tanto decía admirar? ¿A quién le fue finalmente leal? ¡Claro que a Reyes, quien convencido por sus incondicionales de hacer uso del prestigio de que gozaba en el sector militar, desechó la invitación a incorporarse al gabinete maderista —que había aceptado efectivamente en un momento de ingenua confusión— y se levantó en armas!

1912 fue el año del gobierno de Madero, sí, pero también el de las conspiraciones para derrocarlo. ¿Quién no iba a convertirse en golpista ante el imbécil enano de Coahuila, a pesar de que ni siquiera se le había concedido, justo es reconocerlo, ese periodo de gracia con que la nación obsequia a sus nuevos gobernantes? Los científicos, abiertamente impacientes, se pronunciaron como golpistas. Hasta Victoriano Huerta se proyectó también como golpista, todos golpistas… ¿Más golpistas? Imposible ignorar a Félix Díaz y a los suyos, sin olvidar a Lane Wilson, el embajador frustrado porque Madero le había comunicado dos posturas inamovibles desde un principio: la primera, “México ya no sería gobernado desde la embajada de Estados Unidos”, y la segunda, que “de ninguna manera seguiría cobrando las espléndidas gratificaciones económicas valuadas en 50 mil dólares anuales” con que Díaz lo distinguía para asegurarse excelentes reportes, las pruebas de buena conducta necesarias para tranquilizar al presidente Taft y a Wall Street, que no ignoraban que 78% de la industria minera, 58% de la petrolera, 70% de los ferrocarriles y 68% del caucho, entre otros latifundios y diversas inversiones, estaban en manos norteamericanas. Madero no solo se negó en términos absolutos a concederle o solicitarle cualquier tipo de ayuda económica, sino que además canceló las entrevistas con él, le impidió seguirle dando “consejos a su gobierno” y solicitó su remoción como representante diplomático. Un tiro disparado en el centro del paladar. Cualquier buen político, a sabiendas de la influencia que Lane Wilson tenía en Washington y entre sus colegas diplomáticos del mundo aquí acreditados, tendría que haber aprendido a coger con pinzas a un bicho ponzoñoso como él: continuar “integrando” su sueldo amañadamente, sin dejar de enviar al mismo tiempo representantes a la Casa Blanca para hacerle saber a Taft la calidad moral de su representante en México. ¿Dónde quedaba el arte exquisito de la diplomacia? A Henry Lane Wilson no le bastaba su sueldo como representante de la Casa Blanca ni los cuantiosos sobornos que percibía de las compañías norteamericanas ni cualquier otro ingreso obtenido de donde fuera: había venido a México a enriquecerse, y por lo mismo había que aventarle carne fresca ensangrentada a la fiera para tenerla satisfecha. Díaz lo entendió; Madero, ajustado a principios de moralidad, lo invitó a comportarse de acuerdo a criterios éticos de universal observancia… ¿Entonces…? ¡Adiós, Madero, y de pasada, adiós, México entero! A nosotros nos convenía que don Pancho rompiera lanzas con el imperio y Madero lo hizo, como buen suicida. Los buenos mexicanos nos frotamos las manos.

El espiritista se quedaba solo, absolutamente solo con su hermano Gustavo. A diario se estrechaba su espacio político de maniobra. Todos conjuraban en su contra. Su derrocamiento y muerte era una cuestión de tiempo. Del hoyo jamás saldría, como jamás salió: Villa dixit… En octubre de 1912, precisamente el 7, Rodolfo Reyes, el hijo de don Bernardo, visitó a Victoriano Huerta en su casa de la colonia Popotla para invitarlo a encabezar el golpe de Estado. Contestó: “Miren, yo quiero a mi general Reyes y lo respeto. Yo jalo si otros jalan, porque la verdad no quiero meterme entre las patas de los caballos”. Suelta una carcajada y añade: “Las pezuñas del chaparro me parecen blandas pero Ojo Parado [su hermano Gustavo] las tiene muy duras”. El presidente estaba totalmente rodeado de fuego prendido por los científicos o por los reyistas, los huertistas, los felicistas o los zapatistas. ¿Quién faltaba además de Victoriano Huerta, Bernardo Reyes y Félix Díaz? Nada más y nada menos que Venustiano Carranza, quien sentenció en privado, a dos meses del cuartelazo: “Coahuila debe ser el primer estado que levante su pendón en contra del inepto de Madero”. Fuego, fuego por todos lados. ¿Quién lo prendería primero…?

Tan pronto como en marzo de 1912, a cinco meses de haber iniciado Madero su gobierno, Pascual Orozco se levantó en armas al no haber recibido del presidente de la República la recompensa que él esperaba después de la caída de Ciudad Juárez y de la dictadura. ¿Qué jefe de Estado puede voltear a su país como un calcetín en tan poco tiempo? Nos importaba un pito y dos flautas: lo primordial era que se largara el enano.

Madero invitó a conversar entonces a los directores de los principales diarios del país para explicarles las dificultades por las que México atravesaba. No era conveniente inquietar al país con hechos irreales y en apariencia incontrolables, desvirtuando la realidad. Hacía una invitación a la paz, al respeto, al sosiego, para que los lectores no se hicieran una mala imagen de su gobierno. Subrayaba la importancia de haber conquistado la libertad, porque era la base del engrandecimiento de los pueblos que permitía a todos los ciudadanos cooperar y ayudar al bienestar de la patria. Para él la libertad resolvería por sí sola los problemas del municipio, de los estados y del país. Madero no pondría el territorio de Baja California en manos de extranjeros, como cuando Díaz les había entregado dos terceras partes de su extensión. Rechazaba el hecho de que compañías extranjeras fueran dueñas del estado de Chihuahua —al igual que lo era Terrazas— una superficie similar a la del reino de Inglaterra. Vería la forma de revocar títulos de propiedad porfiristas que implicaban la tenencia en manos extranjeras de 22 millones de hectáreas de territorio nacional. Se empezaba a enfrentar a los terratenientes y hablaba de la soberanía agrícola en materia de algodón, trigo y maíz, el alimento indispensable del pueblo mexicano. Se pronunciaba a favor de la creación de cajas de préstamos para que los terrenos que repartieran las grandes empresas a los pequeños propietarios contaran con ayuda financiera para resolver el problema del campo. Para él, el capital honrado, el que proporciona bienestar y orgullo a su poseedor, era el conquistado por el esfuerzo personal. Madero trataba de ayudar a cambiar la realidad y para comenzar intentaría desarmar al poderoso, como si este fuera a esperarlo cruzado de brazos hasta que acabara con él… Nunca entendió a su pueblo, ni a los políticos o los militares, ni a los embajadores ni a los empresarios prepotentes e intocables, no entendió nada, absolutamente nada. Así le fue y así nos fue…

Tenía que haber comprendido, forzosamente, que Porfirio Díaz se había convertido en una figura indeseable para Estados Unidos ya no solamente en razón de su edad, sino porque había invitado principalmente a Gran Bretaña a invertir importantes cantidades en México con el ánimo de compensar el predominio yanqui en el país. La creciente penetración europea envenenó la relación con Taft y con la mayoría de las grandes empresas estadounidenses. Después de la entrevista que sostuvieron Taft y Díaz en la frontera en 1909, nuestro Porfirio supo que sus días en la presidencia estaban contados: no estaba dispuesto a cancelar las inversiones europeas y Taft no estaba dispuesto a consentir que se privilegiara a otras corporaciones además de las de su país. Solo así es entendible que cuando Madero huyó de San Luis Potosí y se refugió en Texas durante cinco meses, hubiera podido permanecer libre sin ser acusado de violar las famosas leyes de neutralidad, muy a pesar de las protestas airadas del gobierno mexicano en ese sentido, y escuchadas en cuanto a otros opositores. Taft no iba a mover un dedo para arrestar a Madero porque Wall Street así se lo había ordenado. Este no solamente recibió entonces el apoyo político de la Casa Blanca, sino también el financiero de las empresas petroleras, ferrocarrileras y mineras que tenían inversiones en México. Díaz percibió que el candidato antirreeleccionista no estaba solo, y tan no lo estaba, que Taft mandó 20 mil hombres de la Guardia Nacional para que se ubicaran en la frontera sur, así como un número indeterminado de cruceros, dotados de una buena artillería, para que anclaran cerca de los puertos más importantes de la República. El mensaje para Porfirio Díaz era muy claro: “Lo que quieras con Madero o contra Madero, lo entendemos como una agresión en contra nuestra”. ¿Por qué iba a renunciar Porfirio Díaz con la toma de Ciudad Juárez, cuando era un punto muy lejano y escasamente se habían producido una serie de escaramuzas? ¿Cuál revolución, si el ejército federal estaba intacto? No había pasado nada. Cuando Porfirio Díaz, a bordo del Ypiranga, empezó a perder de vista el puerto de Veracruz, a donde lo había escoltado Victoriano Huerta, mientras se secaba las lágrimas con su pañuelo de seda blanco solo alcanzó a decir: “Pobre de mi país, pobre de México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”.

Tanto en la Casa Blanca como en Wall Street, en particular los petroleros yanquis, esperaban en justa reciprocidad la recepción de nuevas concesiones, nuevos territorios petroleros, la protección indiscriminada a sus gigantescas haciendas, y sobre todo una exención masiva de impuestos. Por esa razón la Standard Oil Company de Rockefeller, entre otras más, habían ayudado a Madero cuando se encontraba en Texas, a cambio de una serie de recompensas económicas cuando llegara al Castillo de Chapultepec. Extendían la mano para recibir el control de los ferrocarriles; demandaban que el petróleo mexicano no se compartiera con Inglaterra, al menos en un porcentaje tan elevado que implicaba la mitad de las reservas nacionales; solicitaban que se archivaran para siempre los proyectos de ley antitrust; que se concedieran todo género de facilidades a las empresas mineras sin privilegiar a las de la familia Madero. Esperaban la expropiación de empresas inglesas para ponerlas en manos norteamericanas, ¿y qué sucedió? Pues que el chaparro lunático comenzó por imponer gravámenes a la explotación del petróleo mexicano porque, según él, el país estaba siendo saqueado por dichas compañías insaciables sin recibir beneficio alguno. Apuñalaba a quienes les debía todo y más, mucho más.

¿Quién era el principal representante de las empresas norteamericanas en México? ¡Henry Lane Wilson! ¿Quién cobraba caras sus gestiones políticas para cumplir con sus encargos económicos? ¡Henry Lane Wilson! ¿Quién lo había impuesto en la embajada en México cuando en Wall Street se dieron cuenta del viraje de Porfirio Díaz para beneficiar a las firmas inglesas? Guggenheim, el titular de la American Smelting and Refining Company, con plantas en México y en Estados Unidos, un consorcio minero invencible. Guggenheim lo nombró para defender no solo sus propios intereses, sino los de su país. El cónclave había sido armado con mucho talento y oportunidad. ¿Entonces? Madero tocó intereses de los petroleros, de los mineros, la competencia industrial de su familia, afectó a Wall Street; Rockefeller, Pierce y Guggenheim se sintieron traicionados, y para rematar le quitó su subvención a Lane Wilson, además de declarar que desde la embajada estadounidense ya no se seguiría gobernando a México. ¿Estaba claro? Solo faltaba jalar el gatillo.

Lane Wilson se convirtió entonces en el primer sostén y cómplice de Félix Díaz, a quien impulsaba como el sucesor de Madero. Wilson, y solo Wilson, organizó un levantamiento armado en Veracruz en octubre de 1912; decía que ninguna rebelión contra Madero había tenido un jefe tan destacado como el propio Félix Díaz. Lane Wilson, ignorado y resentido, me invitó a mí, en lo personal, a conjurar, junto con otros militares y miembros del clero, para buscar la mejor manera de acabar con el gobierno maderista. Wilson se reunía como una fiera herida con la prensa y la agitaba, la sobornaba disponiendo de enormes recursos de las corporaciones de sus paisanos. Wilson conspiraba con los enemigos naturales de Madero y con la alta jerarquía militar y católica. La embajada de Estados Unidos se había convertido, ya desde mediados de 1912, a ocho meses de su toma de posesión, en un conocido cuartel del que salían los chantajes y sabotajes para acabar con el gobierno del maniático Madero, quien sin carrera política ni conocimiento del medio ni de su gente, ni del pueblo ni de las relaciones internacionales, pensaba conducir al país guiado por las voces de los espíritus.

Claro que yo organizaba reuniones secretas tanto en mi propia casa como en el templo de la Profesa, a las que asistía el señor arzobispo José Mora y del Río, sin faltar Lane Wilson, León de la Barra y Victoriano Huerta, entre otros tantos, para acordar la estrategia más segura y eficiente para derrocar al gobierno del espiritista. Wilson nos ofreció y garantizó una y otra vez abundantes recursos económicos de las compañías norteamericanas para destinarlos a la compra de armamento y al pago de la tropa, además de otros gastos para ejecutar lo más pronto posible el golpe de Estado. Taft se hacía el desentendido mientras los poderosos hombres de negocios deliberaban. Nuestros socios y cómplices eran los amos del mundo. No estaba mal, ¿verdad…?

La vida del gobierno maderista se acortó radicalmente cuando conocimos, en noviembre de 1912, la terrible noticia de que Woodrow Wilson había ganado las elecciones presidenciales. Para nuestra tragedia, Taft había sido derrotado. Wilson había hecho saber, como candidato demócrata a la Casa Blanca, el orgullo que le inspiraba la democracia maderista, un ejemplar modelo político y económico que pensaba apoyar en América Latina, donde deseaba desterrar cualquier tentación totalitaria, erradicar las dictaduras, regresar a los militares a sus respectivos cuarteles y al clero a las sacristías. ¿Estaría enloqueciendo, al igual que el enano…? Tomaría posesión el 4 de marzo de 1913, por lo que contábamos con escasos cuatro meses para acabar con el gobierno de Madero antes de que el nuevo inquilino de la Casa Blanca nos amarrara las manos. Para uno que madruga, decíamos en mi tierra, uno que no se acuesta. Wall Street jamás toleraría una mancuerna Wilson-Madero, porque en ese caso el daño que sufrirían las empresas norteamericanas no se reduciría, sino que sus inversiones al sur del río Bravo también se verían severamente afectadas. Adiós democracia; era más fácil entenderse con un gorila corrupto que con un congreso, algo impensable. Teníamos que derrocar forzosamente a Madero antes del 4 de marzo y, de ser posible, asesinarlo, para evitar que pudiera exiliarse en Estados Unidos y contar con el apoyo de la Casa Blanca. Huertistas, felicistas, reyistas, científicos resentidos, carrancistas, orozquistas, todos estimulados por Henry Lane Wilson, no lo consentiríamos. Nosotros no haríamos la revolución a medias…

El propio Villa, encarcelado en la ciudad de México después de un conflicto con Victoriano Huerta, quien había intentado fusilarlo, supo cómo se conjuraba dentro de la prisión en contra de Madero, su querido héroe. En ese momento se arrepentía de haber confesado su deseo de mandar fusilar a todos los políticos. El presidente pensaba que al tener encerrados en la cárcel y bien vigilados tanto a Félix Díaz como a Bernardo Reyes, las conjuras en su contra habían sido desmanteladas porque, además, ambos personajes no contaban con el apoyo del pueblo. ¿El pueblo…? ¿De cuándo acá el pueblo mexicano opina o se le permite siquiera intentar hacerlo? La güija se equivocaba y Madero también: las visitas de los militares eran recurrentes y los planes se acordaban fundamentalmente a través de Gregorio Ruiz, un incondicional soldado reyista que hacía saber a Félix Díaz, Victoriano Huerta y Venustiano Carranza las instrucciones y los deseos de don Bernardo Reyes. ¡Claro que Barbas de Chivo sabía, a ciencia cierta, todos y cada uno de los planes de Reyes! Imposible negarlo de cara a la historia: ¡que se sepa!

Por supuesto que existían individuos supuestamente liberales que coincidían con las políticas maderistas y rechazaban cualquier posibilidad de que el ejército se manchara las manos con la sangre del presidente de la República. Para eso no estaban las fuerzas armadas, sino para hacer prevalecer el orden y acatar las instrucciones del jefe del Estado mexicano, sin chistar y sin cuestionar. Alegaban que las políticas de Madero, orientadas a educar, a distribuir la riqueza agrícola, a cobrar impuestos a las empresas extranjeras que saqueaban al país, su proyecto en contra de los gigantescos latifundios porfiristas, su objetivo de evitar que tan solo 800 familias fueran dueñas del país, debería apoyarse para mejorar la vida de 11 millones de mexicanos, la inmensa mayoría de ellos sepultados en la miseria.

¿Los pobres? ¡Que se jodan, más aún si jamás han entendido la importancia del dinero y tal vez ni les interese! ¿Es muy difícil comprender que no se deben arrojar margaritas a los cerdos porque no las saben apreciar? ¿Quién les dijo a los maderistas que la gente que come en cuclillas frente a un tecuil o un comal desea hacerlo sentado a la mesa, con manteles largos, copas de vino de Baccarat, vajillas de Sèvres y cuchillería Christofle? ¿Quién les dijo que quieren cambiar su sombrero de paja por uno de fieltro, o que prefieren beber whisky añejado 20 años en lugar de pulque, o que desean cambiar sus trajes de manta por telas de seda manufacturadas en Europa? Ellos se limpian el hocico con la manga de la camisa y nosotros con servilletas bordadas en Brujas, de la misma manera que les tiene sin cuidado usar huaraches cubiertos por costras de lodo en lugar de zapatos italianos manufacturados con piel de cocodrilo y calcetines escoceses de cachemira. ¿Por qué cambiar estas costumbres si ni siquiera saben ni aspiran ni les importa nada mejor? ¿Vamos a becar a un indio zapoteca en Harvard? Tienen razón los empresarios metalúrgicos de Guggenheim cuando dicen que llenan de altares sus empresas en México, así como sus talleres y fábricas, para que los obreros le soliciten a la Virgen de Guadalupe los aumentos de sueldo e incrementos en prestaciones, en lugar de pedírselos a ellos. Si el Señor no les hace caso, Él sabrá por qué, para eso es infalible y sus decisiones incuestionables, ¿no…? Cuando algún empleado mexicano se acerca a Guggenheim o a los suyos para gestionar un permiso o una solicitud económica, ellos siempre responden: Primero pídeselo a la Virgen, ella es tu patrona, ella te dará una respuesta y a mí me iluminará el camino. Hagamos lo que ella ordene…

Todos sabíamos, a principios de 1913, que Carranza ya se había reunido con los gobernadores de San Luis Potosí, Sonora y Aguascalientes en Saltillo, supuestamente para llevar a cabo una cacería de venado, cuando en realidad estaba solicitando su colaboración militar en relación con el derrocamiento. Por todo ello, cuando Madero le ordenó que las tropas federales debían permanecer en Chihuahua combatiendo a Pascual Orozco en lugar de devolverlas a Saltillo, como había solicitado Carranza, este enfureció y se enfrentó con el presidente haciéndole saber que dichas fuerzas, al mando de Pablo González, regresarían a la capital coahuilense con o sin su autorización. El desafío ya era abierto. ¡Claro que estaba a la espera de que Reyes fuera liberado! Carranza quería tener a toda su tropa en el estado antes del cuartelazo del 9 de febrero, una evidencia adicional de su participación en los hechos. El 11 de febrero, en plena Decena Trágica, cuando Madero continuaba siendo presidente, el tal Pablo González, carrancista con tropas carrancistas, combatía en el norte al gobierno federal, colaboraba con nosotros en el cuartelazo.

Como Venustiano Carranza siempre jugaba un doble papel, no es de extrañar que al mismo tiempo que organizaba la conjura en Saltillo, informara a Gustavo A. Madero de la posibilidad de un golpe militar en contra de su hermano. Invitaba a ambos a visitar Coahuila, desde donde podrían organizar, juntos, la defensa de la República antes de que cayera en manos de los porfiristas y de los reyistas resentidos.

¿Doble juego de don Venustiano solo en política? Para refutar este argumento bien vale la pena traer a colación a dos mujeres: Virginia, su primera esposa, y Ernestina, su amante, el verdadero amor de su vida. Carranza tenía tendida siempre, por lo visto, una red de protección por si alguno de sus proyectos fracasaba. Jugaba con Díaz, si fallaba tendría a un Bernardo Reyes y si este no alcanzaba a llenar sus expectativas, ahí estaría entonces un Madero. Si Virginia ya no lo llenaba, ahí estaría siempre Ernestina Hernández Garza, y si esta última se encontraba indispuesta, pues se consolaría con una ilustre queretana u otra dama, invariablemente dispuesta, que vivía en Celaya, sin olvidar a otra hermosa paisana con la que se entrevistaba esporádicamente en Cuatro Ciénegas sin que los uniera una pasión desbordada ni nada parecido.

Venustiano había nacido a finales de 1859, un momento de gran traumatismo histórico para todos los mexicanos porque apenas habían transcurrido 11 años de la salida de los norteamericanos, quienes con una pistola en la cabeza nos habían arrebatado la mitad del territorio nacional. Carranza, como otros tantos chiquillos de la época, creció lleno de rencor y coraje hacia los gringos, los malditos gringos, unos ladrones ventajosos con los que en algún momento se entendería si es que llegaba a abrazar una carrera política importante y las condiciones se lo permitían. Por otro lado, la guerra de Reforma había estallado en enero de 1858 y dejaría huellas confusas en su personalidad por las divisiones ideológicas existentes en su familia y en el país. Al terminar en 1861 este conflicto armado entre mexicanos, financiado por la Iglesia católica, cuando apenas la nación recuperaba el aliento, Carranza conoció de la invasión francesa, de la heroica batalla de Puebla y de la instauración del imperio de Maximiliano y su consecuente y afortunado fusilamiento. En 1872 supo de la muerte de Juárez, su supuesto ídolo, y cuatro años más tarde asistió al golpe de Estado de Porfirio Díaz en contra de Sebastián Lerdo de Tejada y al fallecimiento, también en 1876, del gran traidor Antonio López de Santa Anna, de modo que se desarrolló pleno de experiencias políticas impactantes que lo marcaron, como a la juventud de aquellos tiempos. Además de lo anterior, había sido un estudiante exitoso, un auténtico curioso del latín, las matemáticas y, sobre todo, de la historia, en particular de pasajes de Roma como las luchas de Tiberio Graco y de Cayo Graco contra la oligarquía del Senado. En su biblioteca llegaría a tener cuadros y efigies de Juárez, Hidalgo, Jefferson, Washington y Napoleón, así como obras clásicas de Plutarco y Cromwell, entre otros más. Como la vida es búsqueda, después de la preparatoria empezó la carrera de medicina, cuando ya había cursado un año de francés y otro de dibujo. Sus inquietudes intelectuales eran más que manifiestas, de ahí que estudiara medicina y se decepcionara, ingeniería y la abandonara, física y no le encontrara mayor sentido, al igual que a las raíces griegas. Una enfermedad de los ojos lo obligó a abandonar para siempre la academia y dedicarse a la ganadería, y más tarde a la política, donde encontró la justificación de su existencia. Tenía buena memoria, sabía escuchar, era culto en historia, ecuánime, tenaz, impasible, sereno, muy formal, serio, hablaba en voz muy baja, odiaba comprometerse o discutir, lo ofendían los enfrentamientos verbales desde muy joven y no se alegraba ni desesperaba ante nada, parecía más bien un ídolo azteca de piedra que no reflejaba emoción alguna.

Como a García Granados no le alcanzó la vida para contar algunos pasajes personales y fundamentales de la vida de Carranza, por más que se haya apurado a escribirlos antes de ser fusilado, me he permitido agregarlos: su primer amor platónico fue, sin duda, Mariana Matilde “Ana” Martí y Pérez, hermana del poeta José Martí, con quien compartió días muy felices en la ciudad de México hasta que ella empezó a sufrir de toses feroces acompañadas de sangre, la señal inequívoca de la tuberculosis, enfermedad que acabó con su vida a los 18 años de edad. Venustiano asistió destrozado al entierro, sin embargo, había vivido su primera gran experiencia con el amor sin llegar, en ningún caso, a disfrutar un arrebato con la cubana. No era el momento. Llegaría, ya llegaría.

Carranza tenía una constitución vigorosa, una sólida musculatura que se consolidó a lo largo de su vida en el campo. Algo obeso, alto, mucho más que la media mexicana, barba florida y espeso bigote, usaba espejuelos de manera permanente, a través de los cuales tal vez no pudo captar en su máxima expresión el físico desagradable de Virginia, “una mujer enjuta y fea, originaria también de Cuatro Ciénegas, Coahuila, hija de una respetable familia de terratenientes, que tenía entonces 20 años de edad y era considerada como un buen partido”. Que con Virginia también practicó el doble discurso, los dobleces, las deslealtades y las mentiras, no me cabe la menor duda, porque salió con ella por interés, por su dinero, para garantizarse una vida cómoda y con lujos, pero aburrida y sin emociones. Ella tenía cuatro años menos que él. Había nacido en 1862 en sábanas de seda, como bien decía su padre, pero como puedes tenerlo todo en la vida, y nada más, la naturaleza compensó el exceso de gratificaciones materiales concediéndole una estatura insignificante comparada con la de su galán, Carranza, el ganadero. Cuando ambos estaban de pie, ella escasamente le llegaba al hombro, y eso parándose de puntitas… Menudita, pequeñita, dueña de una nariz escandalosa por su tamaño, desproporcionada con relación a su rostro, los labios sobresalientes sin que pudiera encontrarse su mentón por algún lado, el cuello reducido, casi inexistente y el pelo corto, como el utilizado por los hombres, hacían de ella una candidata poco atractiva salvo por la fortuna de la familia, que ni así la hacía parecer siquiera un poco menos mona, si es que hablamos de primates. La pareja se veía ridícula, más aún con la personalidad altiva y prepotente de Venustiano, en el entendido de que Virginia pronunciaba las palabras estrictamente indispensables y estas por lo general estaban destinadas a criticar o denostar a alguien porque, como bien se mencionaba en los corrillos de Coahuila, el esperpento, además, estaba lleno de resentimientos y rencores, razón de más por la que nunca se le vio sonreír.

Cuando se cansaban de dar vueltas alrededor del reducido zócalo de Cuatro Ciénegas y se sentaban en el kiosco a comer helado, Venustiano se quedaba muy pronto sin conversación, ya que ella no había estudiado ni pasado cerca siquiera de alguna institución académica, porque las “niñas de familia” tenían que ser hacendosas y prepararse para cumplir a la perfección con las labores del hogar y las obligaciones inherentes a la maternidad. De leer y capacitarse, nada, mejor ni hablemos. A la hora de los arrumacos y los besos, resultaba que o para Virginia todo estaba prohibido por la moral y la religión, o se resistía a las caricias propias de un noviazgo normal porque sus senos jamás se habían desarrollado y estaba plana, más plana que una tabla, a lo que había que agregar un severo problema de halitosis que su madre adjudicaba a los malos pensamientos que tenía acerca de la gente, porque para ella todos eran malévolos, perversos o tramposos o ingratos o hipócritas. Nunca se supo que se expresara bien de alguien, salvo acaso de su novio. ¿Quién podía resistir a una mujer así? Únicamente José Venustiano Carranza Garza, el undécimo hijo de una familia “liberal” coahuilense. Resultaba imposible tocarla, y cuando lo lograba después de vencer un número indeterminado de prejuicios, Venustiano no solo se decepcionaba al no sentir a una mujer plena a su lado, sino que ambos se separaban de inmediato en el feliz acercamiento de los besos porque a Virginia le daban cosquillas las barbas y el bigote de su pretendiente, o él se retiraba tratando de llevarse los dedos índice y pulgar a la nariz para escapar al aliento mefítico que le producía un impulso natural al vómito.

Como poderoso caballero es don dinero, Venustiano y Virginia, aunque el lector no lo crea, se casaron en 1882. Me encantaría relatar el arrebato más sensacional de la historia erótica de la humanidad, sin embargo, los hechos se sucedieron como sigue: al acabar la celebración, una vez bailadas las piezas de rigor y después de haber cortado el pastel de bodas en el que el repostero parecía burlarse de la diferencia de estaturas, ya que de los muñecos que colocó hasta arriba del merengue blanco una era disparatadamente más chaparra que el otro, los dos cónyuges se retiraron con la debida discreción, como si desearan apartarse del escrutinio de los invitados. En la mesa reservada para los novios alguien distinguió un cojín en el asiento de Virginia, seguramente empleado para que su aspecto no fuera lastimoso, tomando en cuenta el tamaño de hombrón que era Venustiano si se comparaba con su mujer. Al cerrarse la puerta de la habitación nupcial se hizo un pesado silencio. ¿Cómo comenzar? ¿Qué hacer? Para abrazarla tenía que subirla de pie a la cama, porque no alcanzaba los labios de su adorado tormento ni haciendo una pronunciada genuflexión. ¿Solo eso? No, claro que no, en el caso de llegar a besarla todavía tenía que superar el efecto del aliento y, por si fuera poco, vencer otro desagradable detalle del que se había percatado apenas unos días previos al enlace: Virginia tenía una pelusa ingrata y desmotivadora alrededor de los labios, la que Venustiano esperaba ignorar con su barba y bigote muy bien poblados. Sí, sí, lo que fuera, pero el hecho era que ahí estaba el señor mostacho…

Virginia se encontraba permanentemente de mal humor y con el rostro contrito, a lo que había que agregar su rígida formación religiosa. Por supuesto que no hubo intercambio de besos, ni atrevidos ni de ningunos otros, para ya ni hablar de las caricias previas, imprescindibles para perder el pudor e incentivar el arrojo, es más, ni siquiera se dieron los arrumacos que esperan las parejas de enamorados, quienes al sentirse en su dichosa soledad, se desnudan el uno a la otra lo más rápidamente posible, como si la ropa estuviera incendiada y tuvieran que quitársela sin tardanza alguna entre carcajadas contagiosas y sonrisas socarronas. Cuando don Venustiano iba a cumplir con sus obligaciones de hombre, pensando, eso sí, en las dimensiones de la herencia de Virginia —gratis ni madres—, y cuando digo obligaciones lo expreso en la más precisa acepción de la palabra, en ese momento la abnegada esposa levantó los brazos invitando al príncipe azul a la contención porque tenía que recluirse unos momentos en la sala de baño de la hacienda coahuilense en la que pernoctarían. Como corresponde a todo un caballero norteño, se detuvo a esperar sentado sobre un viejo arcón que decoraba la estancia. La sorpresa fue mayúscula cuando después de un buen tiempo, en el que Venustiano se sentía envejecer, apareció la radiante esposa enfundada en una bata de satén blanco y un rollo de tela debajo del brazo. El esposo creía estar asistiendo a una obra de teatro, más aún cuando ella, haciendo un esfuerzo sublime, se subió como pudo a la cama, quitó los pétalos de rosa con forma de corazón que alguien había puesto sobre los cobertores en un alarde de romanticismo, y pidió al joven Carranza que le diera la espalda en lo que ella se acomodaba. Cuando todo estuvo listo de acuerdo a las instrucciones —Virginia nunca se cansaba de dar instrucciones para compensar sus vacíos—, le ordenó a su esposo que girara para encontrarse a su mujer acostada boca arriba y cubierta por una gran sábana blanca de la que no salían los pies. En el centro de la tela, muy bien bordada, por cierto, se encontraba un agujero por el que tendría que penetrar el galán sin descubrirla en ningún caso, según había ordenado el señor arzobispo para no cometer pecado alguno.

—Ven, Venus; ven, Venustiano. Si quieres puedes quitarte la ropa o dejártela, como tú te sientas mejor, siempre y cuando apagues las linternas y yo no te pueda ver desnudo.

—¿Qué…? ¿Vamos a hacer el amor con la pecadora? —preguntó aquel sin salir de su asombro.

—No le digas así a la sábana, que recibió todas las bendiciones divinas —contestó Virginia con sequedad, abriendo las piernas en compás—. Esto no puede llevarnos más de 10 minutos. Hagámoslo, acabemos con el trámite y que Dios nuestro Señor nos premie con un retoño lo más pronto posible, que sacralice nuestra unión con un Venustianito, ¿no, Venus?

Carranza no se movía. ¿De dónde sacaría la fuerza para cumplir con su mujer, sí, cumplir y salir airoso del trance? ¿Desvestirse a medias y subirse encima de Virginia, así y ya…? ¿A oscuras y a ciegas? ¿Y si ella no cooperaba a la hora de penetrar por la sábana y dirigir a su orgullo del universo, al gran capitán general, campeón de mil batallas, a un recinto cálido y seguro desde el que pudiera abrir fuego? ¿Qué tal que el cura también hubiera prohibido tocar el joven cañón totalmente cargado y lleno de pólvora? Además de aplastar a la doncella y jamás encontrar la entrada al laberinto, bien podría estallar en carcajadas al parecer aquello la representación de una ópera bufa. A ver, sí, ¿cómo…?, díganme cómo… A oscuras, sin encontrar nada, sin inspiración ni fantasías, sin palabras sensuales y sin colaboración de Virginia para no caer en pecado. ¿Jugamos a la gallina ciega, pero en la cama, a nuestra edad y en este momento?

Mientras Virginia cerraba los ojos y Venustiano recordaba el origen del nombre de su mujer, obviamente proveniente de la palabra virgen, con todo su contenido religioso, se descalzó y empezó a desprenderse de los tirantes que le detenían los pantalones del chaqué en tanto veía con cierta nostalgia su sombrero de copa colocado sobre una silla. Se quitó el saco con cola de golondrina, el corbatín y la camisa sin dejar de lamentar su suerte, o mejor dicho, la decisión que había tomado. Bien pronto se encontró en calzoncillos, largos, muy largos y sueltos, que le llegaban a la altura de la rodilla, donde se encontraban los ligueros que sostenían los calcetines. Metió entonces los dedos de la mano izquierda por debajo de la barba y se la alisó, como era su costumbre. ¿Qué hacer? Apagar la luz y disponerse a montar a esa potranca salvaje, sujetándola por las crines y apretando con fuerza la montura con las piernas para no salir despedido por los aires. Se trataba de domar a esa hermosa yegua negra, una purasangre que nunca nadie había logrado someter y dominar. El desafío era tremendo, sobre todo en el momento en que ella tuviera que aceptar el mando y la autoridad del jinete. Venustiano salió de sus fantasías cuando apagó la luz y se dirigió a la cama y montó no a la yegua embravecida sino a Virginia, quien ya había escondido hasta las manos para evitar hasta lo posible el contacto entre las pieles. Ella se resistía a ayudar por el pánico a tocarlo y tener que pasar la eternidad en el infierno, y él no respondía como hombre a falta del más elemental de los estímulos femeninos. ¿Así cómo iba a llegar al mundo el pequeño Venustianito, amor?

Carranza no pudo, desesperó. ¿Cuál arrebato, cuál maldito arrebato? Virginia no cooperó en nada, ni dirigió ni tocó ni contribuyó ni orientó ni animó ni encarriló ni encauzó ni mucho menos enderezó ni ayudó a lograrlo, ni encabezó ni capitaneó ni gobernó ni guió ni asistió en las maniobras de arribo ni encaminó ni encañonó ni piloteó ni timoneó, en resumen, no colaboró en nada y dejó el éxito de la empresa en manos del Señor, quien tampoco está precisamente muy informado de esos menesteres. Venustiano entonces se dirigió al baño con sus armas menguadas en busca de una de las cremas para desmaquillar de su mujer. De regreso, untándosela en abundancia, como el soldado raso que carga su fusil con balas que, bien sabe, son de otro calibre, escéptico y frustrado, volvió a montar a la pinche bigotona, ¿cuál yegua ni potranca salvaje?, quien protestó, pataleó y arañó al sentir profanadas sus carnes sin poder distinguir qué le producía más malestar, si el peso mortal del hombre sobre ella y el sentimiento de asfixia, o el calvario sufrido al sentir a su marido en su interior por primera vez. Ella solo pensaba en el día de la crucifixión de Cristo y deseaba obsequiarle su tormento como una compensación al suyo, al final una prueba de su amor…

De esta “feliz” unión nacieron tres hijos: Leopoldo, quien falleció a los cuatro años de edad; Virginia y Julia Carranza Salinas.

Pero dejemos aquí esta parte de la narración para continuar con la historia contada por Alberto García Granados.

En la capital de la República existía un rumor, un secreto a voces que ignoraban solamente dos personas: Francisco I. Madero y su hermosa esposa, Sarita. En cafés, restaurantes, merenderos, parques, sobremesas domésticas; en atrios, sacristías, escuelas, universidades y en los diversos círculos sociales de todos los niveles solo se hablaba de que en el muy corto plazo el presidente demócrata, la gran promesa mexicana después de la presidencia de Porfirio Díaz, ¿cuál dictadura?, sería finalmente derrocado después de 15 meses de anarquía, desorden y atraso. Los espíritus confundían a Madero en las noches de luna inmóvil sin aportar soluciones en torno a su futuro. Las voces de ultratumba guardaban silencio. El presidente pensaba que el pueblo lo apoyaría ante un levantamiento armado, que ningún ciudadano que hubiera votado por él permitiría que se volviera a asfixiar la democracia en un charco de sangre. Madero soñaba, idealizaba, de alguna manera se sentía intocable o inalcanzable por la maldad. Se olvidaba de que el pueblo de México no tenía memoria y que la santa pira de la Inquisición lo había enseñado a callar y a aceptar resignadamente su suerte. Perdía de vista que los mexicanos se preocupan exclusivamente de la puerta del zaguán de su casa para adentro. Había pedido tibiamente la remoción de Lane Wilson a Taft en lugar de concederle al embajador 24 horas para abandonar el país; era preferible el destierro del representante de la Casa Blanca que permitirle a Henry seguir armando, a ojos vistas, una sanguinaria conjura.

Gustavo, su hermano, entendía con claridad meridiana lo que estaba aconteciendo. Siempre pensé que el presidente tenía que haber sido él y en ningún caso Francisco. El hombre agudo, perspicaz, conocedor, dotado de una malicia precoz, era Gustavo, sin embargo, día con día el hermano menor irritaba aún más al jefe de la nación con comentarios que este último consideraba fuera de lugar, producto de una alucinación desequilibrada o de unas emociones descontroladas. Gustavo era el que repetía, presa de una justificada angustia:

—Te van a matar, Pancho. Me van a matar, Pancho. Nos van a matar, Pancho. Van a acabar con tu gobierno, Pancho. Van a aplastar la democracia, Pancho. Los porfiristas van a destruir las libertades que tú deseas construir, Pancho. Encierra a los militares, Pancho. Fusila a los cabecillas, Pancho, yo los conozco, hermano: fusílalos, fusílalos, fusílalos a todos, Pancho.

Los militares sesionaban en los cuarteles y recibían instrucciones de Bernardo Reyes, quien enunciaba desde la cárcel los pasos a seguir al igual que lo hacía el propio Félix Díaz, también en prisión. Los líderes de nuestra Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana también deliberaban, como siempre, buscando lo mejor para México. Soñaban, con justa razón, con el regreso de un Porfirio Díaz que bien podría llamarse Bernardo Reyes, Félix Díaz o Victoriano Huerta, uno de sus hombres, un porfirista consumado que impidiera la destrucción del viejo régimen. Ni los zapatistas ni los orozquistas estaban conformes con el gobierno de Madero. Sí, solo que la prensa, también agitada por Henry Lane Wilson, expresaba una realidad desconocida. ¡Claro que magnificábamos los problemas para provocar la desesperación de la sociedad! ¡Claro que el país no se encontraba en el estado ruinoso que se publicaba, ese era nuestro trabajo, confundir, desorientar para justificar el golpe de Estado y la imposición de uno de los nuestros en el más alto cargo de la República! ¡Claro que la prensa nacional jamás había conocido un derecho de imprenta como el que les había concedido el presidente Madero, por imbécil! ¿Nosotros, acaso, teníamos la culpa de que les hubiera otorgado tantas libertades a los periodistas para que distorsionaran su imagen con caricaturas y editoriales sin que fueran a dar a una de las galeras de San Juan de Ulúa? Nosotros éramos inocentes, pero teníamos que aprovechar la apertura periodística para alcanzar nuestros fines. Ni Rockefeller ni Guggenheim, ni Aldrich ni Taft ni el propio Cowdray y sus 75 mil hectáreas de concesiones petroleras, otorgadas por Díaz en la última década de su gobierno, estaban dispuestos a permitir, ni un día más, la supervivencia del gobierno democrático de Francisco I. Madero: que le cobrara impuestos a quien se dejara. Ninguno de ellos aceptaría condición alguna para explotar el subsuelo mexicano. Madero tenía que largarse y si no, lo largarían o lo largaríamos, y si no, Wall Street lo asesinaría, como en realidad lo hizo. Esa era la mano que movía la cuna. Si los empresarios estadounidenses estaban hartos de Díaz y por eso lo echaron de México, los mismos capitalistas ahora estaban hartos de Madero y volverían a asestar otro golpe de Estado en menos de dos años.

De nada servía que Madero estuviera en contra de la persecución, el encarcelamiento y la desaparición ilegal de personas. No impactaba que se opusiera a la concentración de riqueza en un par de manos ni que este coahuilense, física y mentalmente pequeñito, hablara de la construcción de instituciones para escapar a los caprichos de un solo hombre. ¿Un solo hombre? ¿Acaso hay otra manera de gobernar un país de analfabetos, apáticos, somnolientos e indolentes? Madero se oponía al “mátenlos en caliente”, sí, pero la fórmula era eficaz, muy eficaz para pacificar al país. ¿De cuándo acá una mano fuerte, implacable y sabia, iba a conceder derechos a los opositores de un sistema, a los líderes sindicales, que decían luchar por el bienestar de la clase obrera, cuando en realidad vendían la causa de los suyos a cambio de unas monedas de oro o plata? A quien se oponga, la bala. Pero no, Madero llegó a decir, el muy imbécil: “Antes de cometer un asesinato prefiero dimitir”. Todos advertimos entonces que aquello había llegado demasiado lejos y no podía durar más tiempo. ¿Cuáles instituciones, don Panchito? ¿Pues dónde vive usted? ¿No conoce su país ni a su gente? La bala, la bala, solo la bala. Aquí en México no hay más ley, ni puede haberla, que los estados de ánimo de un hombre todopoderoso como los tlahtoanis, los caudillos o los caciques que saben dirigir a los suyos. Los mexicanos somos hijos de la mala vida y por ello un tercero debe resolver invariablemente en nuestro lugar. La libertad en México equivale al caos. Que no se olvide que hemos sobrevivido siempre en un ambiente autoritario donde alguien debe decidir por nosotros. Por esa razón, porque no sabemos autogobernarnos, Santa Anna regresó 11 veces al poder y Maximiliano vino a dirigirnos hasta que el maldito indio oaxaqueño, de cuyo nombre no quiero acordarme, lo pasó por las armas; por la misma razón Porfirio Díaz, el gran intérprete de la voluntad popular, pudo mantenerse más de tres décadas en el cargo.

Henry Lane Wilson, Bernardo Reyes, Aureliano Blanquet y yo hacíamos saber que Madero no había logrado satisfacer las aspiraciones de las clases campesinas y obreras; había perdido el apoyo de los intelectuales radicales que tanto colaboraron para filtrar la importancia del derrocamiento de Díaz. No había alcanzado la pacificación en el campo ni en los pueblos ni en las ciudades; no podía satisfacer los deseos de los inversionistas extranjeros ni los de las cúpulas empresariales mexicanas, ni los de los grandes terratenientes de todas las nacionalidades. Se hablaba de su incapacidad para proteger las propiedades de los capitalistas foráneos y domésticos. Los militares lo consideraban un advenedizo y débil que no lograba obtener el respeto ni de su propia esposa. Madero no convencía. No podíamos permitir que se arraigara en el poder, porque su consolidación en el cargo nos hubiera complicado a todos la existencia. Era nuestra obligación exhibirlo como un demente, un loco, un maniático, un incapaz, para que la sociedad aceptara los hechos y los plazos no nos atropellaran. Los despachos tan alarmantes de Wilson a Washington, más las presiones de Wall Street, convencieron a Taft de la necesidad de invadir México, solo que Knox hizo valer argumentos para simplemente derrocar a Madero. La acción era menos costosa en todos los órdenes y además implicaría menos daño a la imagen de Estados Unidos en el mundo. ¿No era más barato dar un cuartelazo y matar al presidente, que mandar 100 barcos a las costas mexicanas para facilitar el desembarco de por lo menos 100 mil soldados norteamericanos, manchando, además, otra vez las fachadas impolutas de la Casa Blanca? Mejor liquidar a Madero.

Finalmente, el 9 de febrero de 1913, tal como estaba previsto —entre otros por don Venustiano—, 300 dragones del primer regimiento y 400 del segundo y quinto de artillería liberaron a Bernardo Reyes, quien los esperaba resplandeciente de optimismo. Acto seguido, rescataron a Félix Díaz de la penitenciaría. Una vez libres los cabecillas se dirigieron a Palacio Nacional donde Bernardo Reyes, montado en su hermosísimo caballo Lucero, recibió una descarga que acabó con su vida. Fue el primer muerto ilustre del cuartelazo. Cuando detuvieron a Gregorio Ruiz, nuestro enlace con Félix Díaz, Victoriano Huerta lo mandó fusilar sin previo juicio y sin explicación alguna. De haber hablado Gregorio, nos hubiera exhibido a todos y se hubiera frustrado el plan. Madero jamás entendió la prisa por privar de la vida a Gregorio, el buen Gregorio.

Las pesadas descargas de la artillería disparadas desde la Ciudadela produjeron el pánico en la capital del país, además de una gran cantidad de muertos civiles. El tiempo pasaba, las armas financiadas por los inversionistas norteamericanos llegaban puntualmente al bastión. Todos cumplíamos nuestros compromisos. Gustavo descubrió desde el principio que el ejército traicionaba la causa de la República y que los días del gobierno de su hermano estaban contados. Al saber demasiado, sería el primero en morir. Se atrevió a detener a Victoriano Huerta una vez comprobada su complicidad en los hechos y lo condujo esposado y desarmado, como si fuera un forajido, hasta la oficina presidencial en Palacio Nacional. En un arranque de furia, Madero, el afortunadamente iluso, le devolvió su espada y la libertad concediéndole 24 horas de plazo a mi general Huerta para que demostrara su lealtad a las instituciones mexicanas. Si el susto fue grande, nuestras carcajadas también. Muerto don Bernardo, nos quedaba Victoriano y a él lo necesitábamos con las manos sueltas. Los informes de Wilson provenientes de Washington nos llenaban de entusiasmo: Taft aceptaría de inmediato al gobierno surgido en sustitución del de Madero. Lo que sufrió el pobre de don Henry cuando jamás obtuvo ni de Taft ni de su sucesor el reconocimiento diplomático de Victoriano, a sabiendas de las tremendas consecuencias de no lograrlo. ¡Qué decepción!

Cuando Carranza fue informado de la muerte de Bernardo Reyes, su jefe, invitó a Madero a trasladarse a Coahuila para controlar desde ahí la revuelta. Ahí estaba el hombre leal y solidario en los momentos difíciles, sí, pero días después negociaba conmigo una posición preponderante en el nuevo gobierno ante la pérdida irreparable de don Bernardo. ¿Dónde quedaría él en este abrupto cambio? Se había quedado repentinamente solo. ¿Qué le tocaría cuando finalmente muriera Madero? Jugaba como los avestruces, creyendo que al meter la cabeza en un agujero nadie lo veía: otro iluso. A mí no me iba a engañar a pesar de que Pablo González cumplía órdenes superiores de Carranza de combatir a los federales comandados por Rábago entre Lampazos y Bustamante, Nuevo León. ¿No era un traidor? ¡Carajo, el chaparro seguía siendo presidente y por lo tanto su jefe, y aquel ya levantado en armas…! ¡Con las mismas armas que Madero le dio!

Finalmente, el 19 de febrero, mientras continuaba la batalla en las calles de la ciudad de México, hicimos prisioneros a Madero, a José María Pino Suárez y a Gustavo. En la noche convencimos al presidente de la importancia de su renuncia, a cambio de la cual le concederíamos un salvoconducto para que saliera del país junto con su familia. Por supuesto que no debía haber renunciado jamás y tenía que habernos mandado decir: No van ustedes a asesinar a un ciudadano, a un presidente prófugo de sus poderes, sino que tendrán que asesinar al presidente de la República y llenarse las manos de sangre de un inocente. Sí, evidentemente esa hubiera sido la postura de un líder, de un estadista, pero no la de un enano ciertamente apremiado por la inminencia de una intervención armada estadounidense que caería toda sobre su conciencia y responsabilidad, con los resultados que fueran. Mientras el jefe del Estado mexicano dimitía de su elevado cargo como corresponde a un cobarde, nuestro Victoriano se deshacía de Gustavo, un severo estorbo. No, no lo mandaba matar de 27 puñaladas y le sacaba el ojo parado con un picahielo, simplemente se deshacía de él, ¿estamos? Nosotros no éramos unos imbéciles ingenuos como Madero, quien nunca supo nada de política. ¡Cuidado con el lenguaje! ¿Qué tal el Congreso mexicano, que admitió la dimisión de Madero con 123 votos contra 8? He ahí otra muestra de genuino patriotismo.

¡Qué coraje le habría dado a Carranza saber que nosotros ya teníamos al presidente de la República en nuestro poder, en una pocilga en Palacio Nacional! Lo habíamos madrugado. La muerte de don Bernardo lo había dejado como perro sin dueño. Yo estaba presente en la embajada de Estados Unidos cuando Sara Madero visitó a Lane Wilson para solicitarle la libertad de su marido. Wilson le dijo:

—Seré franco con usted, señora, la caída de su esposo se debe a que no sabía gobernar y nunca quiso consultarme. En realidad debería estar encerrado en un manicomio.

¡Las carcajadas que soltamos cuando se fue la señora Madero! Solo alcancé a decirle a Henry:

—¿No crees que te pasas de cínico exigiéndole al presidente de un país que venga a consultarte para saber cómo gobernar? Lo del manicomio fue genial.

—Cierto —me contestó—, pero en México todo se vale y nunca hay consecuencias para nadie. Apréndetelo de memoria.

Momentos después de que la señora Madero gimoteando abandonara la residencia del embajador, llevamos a cabo una reunión histórica en el magnífico salón de recepciones ubicado en la planta baja, con vista a los jardines. En ese momento nuestro querido don Henry acordó con Huerta, enfrente de Félix Díaz, que Victoriano sería el presidente provisional, el mismo que convocaría a elecciones que por supuesto ganaría Félix. El sobrino de don Porfirio, que no era más que eso, el sobrino de don Porfirio, otro iluso, otro imbécil, le creyó a Victoriano Huerta y aceptó que este se convirtiera en el presidente provisional, en la inteligencia de que después le entregaría el poder. ¡Sí, cómo no, claro que se lo entregaría…!

Si algo me llamó la atención de esa histórica reunión, que seguro pasará a la historia como el Pacto de la Embajada, fue el rostro de todos los embajadores extranjeros acreditados en México cuando se corrió una cortina y aparecieron don Henry, Victoriano y el idiota de Félix, los tres personajes de pie, debo confesarlo, perdidos de borrachos. En aquel histórico momento que nunca olvidaré, Wilson hizo uso de la palabra, guardando el equilibrio como Dios le dio a entender: “Tengo mucho gusto en presentarles a todos ustedes al nuevo presidente de México”.

Dado que ninguno de los dos militares se movía, de repente, trastabillando, Victoriano dio un paso al frente. Con una breve genuflexión, peligrosa por cierto porque bien pudo caer al piso de duela perfectamente barnizado, hizo saber a la ilustre audiencia en quién había recaído el honor de ocupar la presidencia de México. Claro que para algunos podría parecer exagerado que al jefe de la nación mexicana lo presentaran en la representación de Estados Unidos, sí, ¿pero qué más daba? ¿A quién no le convenía tener un socio semejante? Si éramos dependientes, bien lo sabía Dios nuestro Señor, ¿qué más daba que lo supiera el mundo entero?

¿Cuál fue la respuesta de Venustiano Carranza cuando supo que Victoriano Huerta era el nuevo presidente de México? Se comunicó con el cónsul estadounidense, Mr. Holland, para informarle su conformidad con la nueva administración de México. Le hizo saber que toda oposición quedaba abandonada a partir de ese momento. Reconocía abiertamente al nuevo gobierno de la República. Al día siguiente en la mañana confesó que se había equivocado, por lo que solicitó a la legislatura ignorar a Huerta como presidente. Horas más tarde volvió a aceptar la legitimidad de Victoriano. Un día después, según consta en los despachos del diplomático, volvió a negarlo y así sucesivamente. Knox, el secretario de Estado de Taft, había declarado en una conferencia en Pittsburgh que el propio Carranza le había manifestado su adhesión a Huerta. ¿Con quién quería jugar o a qué quería jugar el Barbas de Chivo? Su doble juego y su confusión volvían a ser notables: al mismo tiempo que se comunicaba con los gobernadores del norte del país para anunciarles su rebeldía y solicitarles su adhesión a la causa, le comunicaba a Knox, en Washington, que se sometía a la nueva administración de México. Ese era Venustiano Carranza, y no otro. ¿Que hacía tiempo para ver si lograba mantenerse como gobernador de Coahuila? ¿Que deseaba que le respetaran las fuerzas federales acantonadas en el estado? ¿Que esperaba ser reconocido? Era evidente que buscaba acuerdos con gobernadores para levantarse en contra de Huerta y logró que el Congreso del Estado desconociera a Victoriano por medio del decreto 1421, llamándolo “asesino y traidor”, mientras al mismo tiempo nos hacía propuestas para mejorar su posición política. ¿A quién quería engañar este mequetrefe? Porfirio Díaz no confiaba en él, por ello no lo nombró gobernador de Coahuila; Madero jamás confió en él, por ello tampoco lo nombró secretario de Gobernación. Francisco Villa no confió en Venustiano Carranza, como tampoco lo hizo, obviamente, el propio Huerta. ¿Quién confiaba, al final de cuentas, en Venustiano Carranza?

Carranza le confesó al propio cónsul Philippe Holland que había decidido conformarse con el gobierno huertista tras haber recibido los detalles de la ascensión de mi general Huerta a la oficina presidencial y las recomendaciones de Lane Wilson de aceptar al nuevo Ejecutivo. Las renuncias de Madero y de Pino Suárez habían hecho de Huerta el presidente legal. Por todo ello, Venustiano mandó una delegación a la ciudad de México el mismo 22 de febrero, para negociar con Victoriano. El 23, Carranza le volvió a comunicar a Holland que otra vez se encontraba en rebelión en contra de Huerta, sin justificar su nuevo cambio de decisión en la muerte del presidente y el vicepresidente. Y es que sin Madero y sin Pino Suárez, el movimiento revolucionario quedaba decapitado, lo cual constituía una oportunidad maravillosa, única, de ponerse al frente de la misma y de pasar a ocupar, ahora sí, el sitio histórico que le correspondía. Nosotros creíamos que en ese hecho, en ese supuesto atropello, se apoyaría su rebeldía, pero no, su frustración se debió a que nadie lo había tomado en cuenta ni se le abrían las puertas para recibirlo en la nueva administración. Estaba fuera de la jugada. Esas eran sus razones para levantarse en armas, y no la protesta por la muerte de Madero. ¿Quién iba a creer que le importaba el enano? Ahí está una catarata de evidencias en contra.

Yo, recién nombrado secretario de Gobernación en el ilustre gabinete de Victoriano, recibí una y otra carta de Venustiano Carranza desde Coahuila, en las cuales se dirigía al general Victoriano Huerta como presidente de la República. Recibí telegramas y diversos comunicados para anunciarnos que el licenciado Eliseo Arredondo y el ingeniero Rafael Arizpe y Ramos eran los representantes del gobierno del estado para entrevistarse con el nuevo titular del Poder Ejecutivo. Estos comunicados en los que Carranza negociaba un cargo en el ilustre gabinete o su confirmación como gobernador, con el tiempo no solo lo exhibirán como un falsario, sino que me costarán la vida. De ahí la importancia de sacarlos del país y ponerlos a buen resguardo en algún lugar del extranjero, fuera de su alcance y el de los suyos, para que con el tiempo se conozca la verdad y se haga justicia.

Mientras tanto Madero, encerrado en la intendencia de Palacio Nacional, recibió la visita de su madre, quien le confirmó, entre lloriqueos, la muerte de Gustavo. El expresidente se puso a llorar entonces como un niño, y de rodillas comenzó a pedirle perdón. El derrocamiento de don Porfirio, sí, de don Porfirio y el supuesto arribo de la democracia se convertían en fantasías que concluirían en una tragedia de dimensiones históricas. Shakespeare era un imbécil al lado de este drama nacional. Ni modo: el fin justifica los medios. Yo, por lo pronto, volvía a recordar y criticaba las declaraciones de Díaz a Creelman: México no estaba listo para la democracia y tal vez jamás lo estaría hasta que se eliminara a millones de analfabetos que utilizaban su voto de la misma manera en que un niño juega con una pistola .45 cargada.

Yo podía escuchar, a la distancia, los razonamientos de Madero cuando su final era inminente y él lo sabía. Se arrepentiría de no haber sabido contentar a todos y no confiar en sus verdaderos amigos. Le dolería su incapacidad para descubrir las intenciones ocultas de sus semejantes, su desconocimiento de los hombres y su ausencia de malicia. Se lamentaría de no haber mandado fusilar a Huerta, Félix Díaz, Bernardo Reyes y Porfirio Díaz, quien tal vez habría ayudado al golpe de Estado desde el París de sus sueños. Lo agobiarían las visiones equivocadas de la güija y creer en las instrucciones de los espíritus de haber nacido para una misión superior como lo era acabar con el gobierno y el poderoso ejército de Díaz, y encauzar al país hacia un nuevo derrotero que jamás alcanzaría. Le corroería las entrañas haberse puesto en manos de los hermanos Vázquez Gómez, haber designado a Carranza comandante en jefe de la Revolución en Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas, creyendo que proseguiría la lucha iniciada dos meses atrás, y después nombrarlo gobernador de su estado en 1912. ¿Por qué lo promovió si lo consideraba vengativo, rencoroso y autoritario? Al menos se había negado a nombrarlo ministro de Gobernación porque lo consideraba un viejo pachorrudo que le pedía permiso a un pie para adelantar el otro. Su lentitud no solo era física y política, sino también verbal. Era muy mal orador porque no era un hombre inteligente. “Los enamorados de Carranza se arrepentirán”, concluyó en sus escasos momentos de lucidez. Se compungía por licenciar a los soldados revolucionarios, dejando incólume al ejército porfirista que jamás le perdonaría el hecho de haberlo vencido, y por dejar en pie la estructura política de la dictadura, además de permitir al traidor Francisco León de la Barra convertirse en presidente provisional mientras se convocaba a elecciones. ¿Cómo fue a tolerar que yo, Alberto García Granados, fuera gobernador del Distrito Federal y posteriormente secretario de Gobernación bajo el gobierno interino de De la Barra, cuando la Revolución ya había triunfado? ¿En dónde estaba cuando le ofreció a Bernardo Reyes la Secretaría de Guerra en su futuro gobierno? ¿Por qué no sobornó a la prensa y en cambio aceptó que mordieran su mano a quienes les había quitado el bozal? ¿Cómo había ido a decirle a Wilson en su cara que ya no gobernaría en México y que no le integraría su sueldo como lo hacía don Porfirio? ¿Se habría vuelto loco Madero peleándose con el representante del imperio en lugar de darle de comer en su mano?

¡Claro que la libertad por sí sola jamás resolvería los demás problemas del país! ¡Claro que había sido un error gravísimo permitir el libre ejercicio de la conspiración durante su gobierno, error en el que también había caído Lerdo de Tejada en su momento! ¡Claro que jamás debería haber financiado las fuerzas militares de quienes se iban a levantar contra él, como en el patético caso de Carranza! ¡Claro que nunca debió mandar a Victoriano a combatir a Orozco ni mucho menos ascenderlo al rango de general de división ni devolverle la espada en Palacio Nacional cuando su hermano Gustavo, ay, querido Gustavo, ya había descubierto la conjura! ¡Claro que tenía que haberlo fusilado, en lugar de encargarle las operaciones de defensa en la capital de la República! ¡Claro que no debió conmutarle a Félix Díaz la pena capital y menos trasladarlo a la ciudad de México para ayudar al estallido del cuartelazo! ¡Claro que estaba pagando muy caro el hecho de desoír a quienes le advertían de los peligros que corría su gobierno, alegando “No tengan ustedes cuidado; no hacen nada, y si lo intentan irán al fracaso, porque no cuentan con el pueblo”! ¡Claro que debió ordenar la aprehensión de Venustiano Carranza cinco días antes del cuartelazo, cuando aquel se declaró rebelde y ordenó a Pablo González el regreso de las fuerzas armadas federales a Coahuila, otra señal que demuestra que estaba al tanto respecto del levantamiento! ¡Claro que tenía que haberse entrevistado con el general Gregorio Ruiz ante la sospechosa urgencia de Huerta por fusilarlo, porque de no haber sido tan cándido hubiera tenido los elementos de la conspiración! ¡Claro que debió haber escuchado y respetado la voz y la opinión de Gustavo, él sí sabía de qué iba todo aquello, y también negarse a firmar su renuncia a la presidencia, creyendo todavía en la palabra de Victoriano, quien le había ofrecido a cambio un salvoconducto para desterrarlo en Cuba!

Por último, el 22 de febrero de 1913, a las ocho y media de la noche, Madero y Pino Suárez fueron afortunadamente ejecutados y rematados en una caballeriza a espaldas de Palacio Nacional. Al estúpido espiritista se le tomó por el cuello, se le estrelló contra la pared y se le disparó un tiro en la cara, cayendo en seguida pesadamente al suelo junto con su gobierno de alucinados. La alta jerarquía católica, que nunca nos abandonó, declaró antes de cantar la misa de Te Deum en honor de Victoriano: “Bendita, mil veces bendita la bala que segó la vida de este loco que hubiera torcido para siempre el destino de México”. Tenía, como siempre, razón, por lo mismo Huerta agradeció al papa Pío X sus preces y ardientes votos por el éxito de su gobierno.

¿El pueblo de México protestó? ¿El qué…? El pueblo no es más que un fantasma que nunca ha existido. ¿Acaso Santa Anna o Porfirio Díaz vivieron preocupados por el pueblo? No nos deben asustar con un ente intangible y que si alguna presencia tiene, solo ha sido en la mente calenturienta de idiotas como Madero. ¿Esperaba acaso que alguien lo fuera a ayudar? ¿El pepenador, el vendedor de lotería, el bolero, el empresario, el hacendado, el latifundista, un diputado, un senador, un periodista? Nadie nunca movería un dedo por Madero, de la misma manera que nunca ningún mexicano moverá un dedo por otro, si no es para hundirlo aún más. ¿Cuál fraternidad, cuál solidaridad, cuál comunidad? Madero era un iluso, todos lo sabíamos, por lo mismo no administraría las medidas necesarias para velar por su seguridad personal como jefe de Estado, y al no hacerlo nos facilitaría sensiblemente la tarea. Derrocar a Madero y matarlo era igual de sencillo que asaltar a una borracha en plena vía pública. ¿Cuál resistencia? Cuando Victoriano salió a dar un discurso desde el balcón central de Palacio Nacional, la ovación fue conmovedora al decir: “Desde hoy habrá pan, en lugar de balas”.

Pocos levantaron la mano para defender a su presidente y menos se organizaron para volver a imponer su supuesta democracia y libertad. ¿A quién carajos le iba a importar que Madero hubiera sido electo constitucionalmente en acatamiento de la suprema voluntad de la nación? ¿La voluntad popular? Acabemos con los cuentos en un país de huarachudos, desnalgados, sombrerudos, resignados y apáticos. ¿Cuál voluntad popular? ¿Dónde está la voluntad popular? ¿A quién le importa más allá de un bledo? El presidente ha muerto, pues que viva el presidente, por todo ello se ofreció a Victoriano un Te Deum en el interior de la Catedral Metropolitana, decorada como nunca. Ahí estaba nuestro glorioso príncipe, sentado sobre una silla verde de respaldo elevado, a un lado del altar perfectamente iluminado, vestido regiamente en traje de gala y condecorado, en tanto escuchaba devotamente la misa e hincado elevaba sus plegarias cuando así lo ordenaba la liturgia católica. Su rostro reflejaba que era el mejor de los cristianos, el más respetuoso de los mexicanos. Un hijo privilegiado de Dios, como sin duda lo fue Iturbide, nuestro amado Agustín, el día de su coronación.

Pero no tengo tiempo, no puedo detenerme más. Podría garrapatear muchas páginas más, pero sé que en cualquier momento me conducirán al paredón. No, ya no debo detenerme, no, no debo hacerlo. Es evidente que cuando Woodrow Wilson supo de la muerte repentina de Madero, golpeó la palma de su mano izquierda con el puño derecho. Al llegar a la Casa Blanca el 4 de marzo de 1913, sabía que había perdido a su gran aliado mexicano. Era evidente que Wilson también era otro iluso. Si bien no era espiritista como Madero, sí ostentaba el comportamiento de un pastor protestante, adorador de las moralinas y lleno de prejuicios éticos. Al verse obligado a olvidar su alianza Wilson-Madero, solo le quedaba aceptar a nuestro Victoriano y reconocer las ventajas y beneficios de tratar con un neoporfirista dispuesto a hacer múltiples negocios con Wall Street sin provocar conflicto alguno con la Casa Blanca. La lección estaba tan bien aprendida, como la docilidad garantizada. Huerta derogaría los impuestos petroleros, así como todas las restricciones impuestas por Madero en contra de las empresas norteamericanas. Estábamos para ayudarnos recíprocamente, como buenos socios.

Los problemas comenzaron, por un lado, cuando Woodrow Wilson nos hizo saber que “un gobierno justo también ha de descansar en el consentimiento de los gobernados… No podemos tener simpatía con aquellos que buscan tomar el poder de un gobierno para satisfacer tan solo intereses personales” y, acto seguido, decidió no reconocer la presidencia de Victoriano Huerta; y, por el otro, cuando Carranza decidió levantarse en armas, una vez convencido de que ni se le toleraría como gobernador ni se le concedería el cargo de secretario de Gobernación. Dos estallidos: uno interno y otro externo.

¿Por qué Carranza publicó el Plan de Guadalupe, una abierta declaración de guerra en contra de Victoriano, hasta el 26 de marzo de 1913, un mes y cuatro días después del asesinato de Madero? ¡Que nadie se confunda: durante esos días negociaba con nosotros sin que le importara un pito la suerte del estúpido espiritista! Es importante subrayar que dicho plan, carente de cualquier contenido social, solo tenía por objetivo acabar con el gobierno sin aprovechar la ocasión para atacar algunos errores de Díaz, por ejemplo exigiendo el fin de las tiendas de raya, la cancelación de deudas de los peones, el fraccionamiento de los latifundios, la conquista de derechos obreros, entre otras libertades que ya veríamos nosotros si las concedíamos. No, simple y sencillamente Carranza desconocía a Huerta como presidente, al Poder Legislativo, al Judicial, a los gobernadores de los estados y organizaba un ejército denominado Constitucionalista que él encabezaría. ¿No era claro que se trataba de una lucha de poder por el poder? Era más claro aún que Holland le había confesado a Carranza que el presidente Wilson jamás apoyaría a Huerta y que, sin el respaldo de la Casa Blanca, Victoriano se desplomaría en el corto plazo, por lo que Estados Unidos solo necesitaba de un líder mexicano que se opusiera al supuesto Chacal para volver a imponer el orden constitucional. ¿Carranza iba a organizar un movimiento armado en contra del poderoso ejército federal con una mano atrás y la otra adelante, si no fuera porque contaba con la bendición de Wilson?

Y mientras Carranza afinaba las negociaciones para levantarse en armas, también decidió que su vida personal debía tomar un giro. ¿Acaso Venustiano Carranza se iba a quedar con los brazos cruzados para ver y comprobar si Virginia se convertía, con el paso del tiempo, en una Dulcinea, en la sílfide que siempre soñó? Por supuesto que no. La única fórmula que encontró para no divorciarse, ciertamente muy eficiente y altamente recomendable, consistió en buscar relaciones con otras mujeres. Oportunidades no le faltaban como gobernador del estado de Coahuila ni por su estilo exquisito para abordar a las damas, que caían seducidas por su imagen pública y por su voz, que parecía haber sido educada en el teatro de La Scala de Milán. En esas condiciones, solo que en su carácter de senador, un año antes de la penúltima reelección de Porfirio Díaz conoció a Ernestina Hernández Garza en una de sus tantas visitas a Piedras Negras. Cualquiera podría pensar que don Venustiano iba a buscar una pareja de clase más baja que Virginia, de mejor trato, menos impulsiva y violenta, menos respondona y enojona, pero no, no fue el caso porque Ernestina, si bien era rubia y hermosa, al menos en los años en que empezó a tratarla tenía un temperamento irascible cuando perdía la paciencia. No podía con ella misma ni con su intolerancia ante las debilidades ajenas. ¿Cómo era la madre de Carranza en lo que hacía a su temperamento? Igual que Virginia y Ernestina. Sin percatarse, el coahuilense buscaba figuras femeninas parecidas, en carácter, a la autora de sus días. En la última encontraba un oasis de ternura y de amor, al menos mientras un evento exterior no la desequilibrara. Ella le obsequiaba paz y comprensión, risa espontánea y generosa, hasta que explotaba como un polvorín, ocasión que aprovechaba don Venustiano para retirarse a estudiar complejos asuntos de Estado.

Venustiano conoció a Ernestina en una recepción porfirista en 1904, cuando ella acababa de cumplir 30 años de edad, y aunque era bajilla y menudita, no dejaba de ser una belleza que impactó al senador de la República, quien no le retiró la mirada a lo largo de toda la reunión ni dejó de hacer preguntas discretas respecto a su identidad y estado civil. Era soltera, afortunadamente, por más que don Venustiano siempre sostuviera aquello de que “casados con casados y solteros con solteros…”. Conversaron animadamente hasta la conclusión del convivio, oportunidad que aprovechó para acompañarla a su casa con el ánimo de invitarla al día siguiente, y al siguiente, con cualquier pretexto insignificante, atraído por la cautivadora personalidad, recia, por cierto, de aquella paisana enojona, sí, pero hermosa, altiva, buena conversadora, volcánica, en efecto, que así, apasionada, exaltada, conmovedora y desbocada sería en la cama, sin necesidad de padecer los horrores de la “pecadora”. Con Ernestina los intercambios amorosos serían abiertos, francos, alborotados, con ella experimentaría los verdaderos arrebatos carnales por los que valía la pena vivir. Cuando te vayas de este mundo no te podrás llevar contigo nada material, apenas los recuerdos que habrán de acompañarte por toda la eternidad. ¡Pobre de aquella persona que en vida no ha disfrutado de un auténtico arrebato ni ha podido llegar hasta el delirio carnal con la mujer de sus sueños, pobre, pobre, pobre…!

A lo largo de una gira por la ciudad de Monclova, los tórtolos encontraron la feliz oportunidad del esparcimiento íntimo. Ya no se trataba de caminar en la plaza pública mientras la banda del pueblo tocaba canciones norteñas ni de comer helado en el kiosco, cruzar miradas saturadas de deseo e insinuaciones con alguno que otro roce de las manos, no, aquí, en la Posada del Caminante, después de una cena en la que disfrutaron unas agujas con mucha salsa picante, frijoles de la olla y tortillas de harina, no pudieron contener sus impulsos ni sus ímpetus cuando don Venustiano cerró finalmente la puerta de la pequeña habitación alquilada por Ernestina. Ambos se desprendieron no solo de la ropa, sino de todos los prejuicios conservadores. Ella no se quejó de las cosquillas que le producía la barba, ni de los largos calzoncillos ni de los ligueros para sostener los calcetines del pretendiente, en tanto que a él no le preocupó la estatura de su pareja ni extrañó la pelusa alrededor de los labios de Virginia ni su mal aliento ni su eterna indisposición hacia todo y sí, por el contrario, gozó la rabiosa entrega de Ernestina, su alegría por el amor, su fascinación por las caricias cuando Venustiano recorría delicadamente la piel de su espalda con las yemas tibias de sus dedos, después de haberle quitado el corsé y dejarla expuesta sin fondo ni bragas ni nada a sus ojos curiosos, que podían todavía deleitarse a la luz parpadeante de unas velas.

Venustiano no se enfrentó a una esposa consagrada al Señor, una monja como cualquiera otra de sus novias, púdica, conservadora, casta, pudorosa, reservada, cautelosa, precavida, discreta y recatada, ¡qué va!, no, nada de eso, dio con una hembra viva, entera, briosa, revoltosa, intensa, ansiosa, rebelde, deseosa, codiciosa, receptiva, apetente, hambrienta, voraz, glotona, insaciable, avariciosa y vehemente. Después de unos arrumacos y unos besos sentidos, en los que el senador tomó la cabeza de Ernestina animado de hacer más contacto con su boca, deseoso de devorarla, una vez recorrido su cuerpo de mujer lleno de fuego y de recibir inesperadas respuestas, vigorosas, desafiantes, irrespetuosas para una pueblerina, se estrellaron entrepiernados en abrazos fogosos hasta chocar contra la puerta de entrada al haber perdido repentinamente el equilibrio. Las carcajadas furtivas no los detuvieron, por supuesto que no: continuaron tocándose, recorriéndose febrilmente, ejecutaban un concierto a cuatro manos en el que desvariaban, deliraban, alucinaban y se enajenaban el uno a la otra, con la respiración perdida, embebiéndose, enervándose con sus respectivas salivas. De pronto, Ernestina le arrebató a Carranza las iniciativas:

—Quítate, siéntate, estira la pata, dame una bota, ahora la otra —lo desprendió de los calcetines—; ponte de pie —tronó sofocada; le zafó los botones de la camisa hechos de hueso de borrego hasta dejar su torso desnudo. Obviamente no le permitió al galán la menor ayuda. Era la labor de una dama obsesionada, quien por lo visto había soñado mucho tiempo con ese feliz momento. Cuando le desabotonó la bragueta, Venustiano levantó la cabeza con los ojos crispados sin haber podido imaginar los alcances de este encuentro. Ernestina no se preocupaba por lo que pudiera pensar la Virgen de Guadalupe. Ahí tenía al corcel, al rocín, al semental, al garañón a su disposición, que todavía tenía prohibido intervenir sin que Carranza entendiera, en dicha coyuntura, que había comenzado una lucha de poderes. ¿Provincianita? Tu madre…

Cuando Venustiano se vio desnudo y con la lanza en ristre, desprotegido, sin casco ni peto ni escudo ni árbol u objeto para guarecerse, entendió que la mejor defensa era el ataque, y por esa razón levantó en vilo a Ernestina, una prueba inequívoca de superioridad física, de vigor masculino, una dulce invitación al sometimiento ante el más fuerte, la evidencia biológica, la fortaleza del instinto. La besó sosteniéndola para que no se precipitara en el vacío. La sujetaba firmemente sin mostrar fatiga ni debilidad. Así podía haber permanecido el resto de la existencia y mucho más allá de la eternidad. Se trataba de un hombre fuerte, capaz de montar cinco días a caballo y de dormir en laderas a cielo abierto, sin siquiera una frazada. Tras depositarla gentilmente en el lecho y fundirse en un abrazo que podría explicar las dimensiones del infinito, se poseyeron, se apretaron el uno al otro, se presionaron, se tuvieron, se aplastaron, se estrujaron, se exprimieron, se apisonaron, se condensaron en una sola persona, se estamparon y agarrotaron sudorosos y bramaron, exhalaron, se suplicaron, se lamentaron y explotaron entre risas, arañazos, suspiros, ruegos, demandas e imploraciones para que nunca se acabara, ambos se habían convertido en seres interdependientes. Cuando empezaban a recuperar el aliento, el pulso cardiaco y salían gradualmente del trance, los dos entendieron la importancia del hallazgo, de la fuente de felicidad y de placer que habían encontrado, el privilegio de haber dado con ella si no se perdía de vista que la inmensa mayoría de la humanidad jamás había conocido la trascendencia de un arrebato como el que ellos habían experimentado. Gracias a Dios por haber creado a la mujer y al hombre y haberlos integrado tan genialmente con esa magia complementaria. Quedó muy claro que, por más que Carranza estuviera casado, ya no podría vivir sin Ernestina porque se parecía a su madre en la voz, en la estatura y en el temperamento. Así se volvía a sentir en casa, más aún cuando procrearon a cuatro hijos varones, con los nombres de Venustiano, Jesús, Rafael y Emilio, todos ellos asentados valientemente en el registro civil de modo que nunca hubiera duda de su augusta paternidad, por más que hubieran nacido fuera de matrimonio. ¿A quién le importaba? Lo trascendente era el amor y este lo recibieron a raudales, con la debida dignidad y respeto. Eso sí, ¿cuándo moriría Virginia? ¡Demonios!

Sí, yo, Alberto García Granados, podría narrar paso a paso lo acontecido durante la revolución que hizo estallar Venustiano Carranza con la discreta benevolencia de Wilson, sí, batalla por batalla, pleito por pleito, decreto por decreto, pero no tengo tiempo, la mente me hace escuchar los pasos del pelotón que se acerca a mi crujía, por lo que debo obviar el relato con el ánimo de llegar a lo sustancial. La fuerza abandona los dedos de mi mano. Apenas y puedo detener el manguillo en uno y otro de sus repetidos viajes al tintero. Mi corazón late y si acaso lo escucho como una voz lejana que se pierde en la inmensidad del infinito. Me voy, sé que me voy, pero me gustaría morir antes de que mis asesinos abran la cerradura.

¿Qué más da relatar todas las contiendas que al final condujeron de manera increíble a la derrota de las tropas federales comandadas por Victoriano? ¿Un humilde gobernador de Coahuila, con sus evidentes limitaciones presupuestales, iba a oponerse al ejército mexicano en pleno si no hubiera contado con el formidable apoyo de Woodrow Wilson, nuestro feroz enemigo, y sus agentes secretos infiltrados por todos lados? Benito Juárez, el mugroso indio zapoteca, ganó la guerra de Reforma con el apoyo final de Estados Unidos en la escaramuza naval de Antón Lizardo. Díaz gobernó con la anuencia estadounidense hasta que este país se cansó de él sintiéndolo viejo y proclive a Europa y decidió su decapitación. Madero llegó al poder financiado por las empresas norteamericanas, en particular las de Rockefeller, porque estaban hartas de la preferencia porfirista hacia las inglesas, principalmente. Ahora nos tocaba el turno a nosotros los huertistas, la gran promesa de México, quienes habíamos integrado un gabinete de notables y el futuro de nuestro país parecía no solo promisorio, sino insuperable. La mano dura, tan necesaria, finalmente se iba a imponer, ahora sí con resultados espléndidos. Los mexicanos somos hijos de la mala vida: somos menores de edad y, por lo tanto, requerimos de alguien que presida nuestra existencia y dicte las decisiones por tomar. Nosotros éramos la mejor opción porque ningún intérprete más idóneo de la voluntad popular que el gran Victoriano. Carranza era otro porfirista como nosotros, pertenecía a nuestra generación y compartía las convicciones respecto a la imposibilidad de la democracia en un país de analfabetos que, en su lugar, requería la presencia de un líder severo que supiera como nadie lo que más conviniera para México y sus habitantes.

¿Carranza era ese líder? Lo fuera o no, él y Wilson acabaron con el régimen huertista en 15 meses. ¿Qué dije, qué…? El Barbas de Chivo no nos ganó, quienes nos derrotaron, al frente del movimiento, fueron Álvaro Obregón, Pancho Villa, ese brutal asesino, y Pablo González. Carranza, instalado cómodamente en Sonora hasta marzo de 1914, fue informado de las primeras, centellantes victorias de Villa, así como de los avances de González y Obregón. En Chihuahua supo del triunfo completo de su hipócrita constitucionalismo y del exilio de Victoriano a Europa, sin haber escuchado siquiera el zumbido de una bala ni estar cerca de donde tronaban los cañones, ni correr peligro alguno, ya no se diga de morir, sino de resultar herido. ¿No es claro que era un cobarde? ¿Cuándo se ha visto a un líder militar que jamás pisó el campo del honor? ¿Cuándo? A ver, sí, ¿cuándo?

Por otro lado, es absolutamente falso que nosotros hubiéramos sido los culpables de la muerte de un millón de mexicanos a lo largo de la Revolución. En primer lugar, de haber responsables, el único fue Carranza al sublevarse en contra de un gobierno constitucional, pero además, ¿de dónde iba a salir un millón de muertos? ¡Por Dios! ¿De dónde? En la toma de Ciudad Juárez cayeron 71 personas; en Zacatecas, 8 mil 200; en la Decena Trágica perdieron la vida 3 mil; en la batalla de Torreón, 5 mil; en la de Orendáin, 2 mil 300; en la de Celaya, 10 mil; en la de Trinidad, 5 mil 700. ¿De dónde, insisto, de dónde sacan un millón de muertos? Se debe aclarar que la principal causa de muerte en nuestro país jamás fueron las balas, sino el virus de la influenza española que mató, eso sí, a cerca de 500 mil personas, a lo cual debe agregarse la pavorosa hambruna de este 1915, así como las decenas de miles de mexicanos que huyeron hacia Estados Unidos cuando estalló la violencia. Basta ya de inventar cifras. Cualquier militar que las estudie podrá darse cuenta del número de combatientes en cada uno de los enfrentamientos armados y comprobará que a pesar de que el ejército ocultó sus números hasta la caída de Victoriano, no perdieron la vida, entre ambos bandos, más de 80 mil personas. Mienten, mienten para denigrarnos, mienten para humillarnos y mienten para insistir en el salvajismo de Huerta, que jamás existió.

Hablemos de realidades: Carranza nos ganó gracias a Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles y Adolfo de la Huerta, los sonorenses. En Coahuila hubiera muerto de hambre. Nos venció en razón de los dólares que aportaban algunas empresas norteamericanas para financiar la revuelta, obtenidos a través de Félix Sommerfeld y Sherburne Hopkins, sus agentes secretos. Nos derrotó con la ayuda de los recursos de petroleros como Henry Clay Pierce, la Standard Oil de Rockefeller y los apoyos financieros de Edward Doheny, de la Huasteca Petroleum Co., quien anticipaba pagos importantes de impuestos a cambio de franquicias y territorios; pudo en contra nuestra gracias a la intervención de John Lind, un infiltrado especialmente útil en la adquisición de armas en el extranjero. Nos destruyó militarmente por el soporte obsequiado desde la Casa Blanca, como si el embargo de armas decretado por el presidente Wilson no hubiera sido mucho más que suficiente para dejarnos indefensos ante el poder creciente de Venustiano, quien chantajeaba hábilmente al pastorcito protestante para que no apoyara a un “gobierno ilegítimo producto de una asonada militar”. Pero no nos confundamos, si logró atraer la simpatía de una gran cantidad de naciones al integrar un ejército “constitucionalista”, debe saberse que dicha estrategia fue producto de una genial sugerencia de Sherburne Hopkins, quien le propuso adoptar dicho nombre para atraer la conformidad y confianza no solo de los mexicanos, también del extranjero. ¿Cuál constitucionalismo? Carranza jamás pensó en promulgar una nueva Carta Magna, pero sí en atraer militantes a su causa con un título muy atractivo, más aún cuando se nos etiquetaba como asesinos de la democracia y a él como el gran resucitador de la libertad y la legalidad.

¡Claro que los ingleses nos ayudaban a cambio de concesiones petroleras y comprábamos rifles alemanes y armamento de aquel país con libras esterlinas, pero la distancia y las complejidades de la guerra europea nos complicaron la existencia! Bien pronto Alemania dejó de abastecernos por razones obvias, cuando Carranza ya había acordado con los alemanes, a principios de 1915, promover el Plan de San Diego, por medio del cual instaba a los mexicanos radicados en Estados Unidos a unirse a negros, sudamericanos y hasta pieles rojas y apaches para restituirles sus tierras de Arizona y formar así la República del Sur de Tejas en los territorios perdidos por México en 1848. ¿Cuándo se hablará del Plan de San Diego…?

Recibíamos golpes mortales todos los días. No bastaba con que muchos países europeos nos reconocieran diplomáticamente. Perdíamos batallas de manera inconcebible, los supuestos constitucionalistas ganaban terreno a diario, en tanto Wilson se negaba siquiera a hablar y a entenderse con nosotros. Las puertas de la Casa Blanca estaban cerradas para Victoriano. Una tragedia. ¿Otra más? Sí, claro: el pastorcito Wilson le pidió su renuncia a Henry Lane Wilson, según un cable que recibimos de Nueva York. Perdíamos a un aliado imponente. Desarmaban nuestro movimiento, además de la falta de dinero y de apoyo político internacional, por más que tuviéramos tratos con Gran Bretaña y otras naciones. El nuevo representante de la Casa Blanca, consejero de la embajada, llegó a México con las siguientes proposiciones: uno, el cese inmediato de las hostilidades; dos, seguridades de una pronta y libre elección en la que todos tomarían parte de mutuo consentimiento; tres, la garantía de que Victoriano Huerta no participaría en las elecciones de presidente de la República y el compromiso de respetar el resultado de los comicios, así como la intención de organizar de manera leal la nueva administración. ¿Qué…? ¿A quién se le ocurre el armisticio y sobre todo condicionar las elecciones a que mi general Huerta no participara en ellas, después de todo lo acontecido? Estábamos hartos de las intervenciones norteamericanas abiertas o encubiertas. ¿Cómo se atrevían? ¿O sea que nuestros esfuerzos por construir un mejor país no habían servido de nada? ¿Ahora tendríamos que convocar a elecciones para que ganara cualquier patán traidor como el Barbas de Chivo, o un ilusionista o un nuevo espiritista, en lugar de nuestro Victoriano? Claro que Huerta rechazó la petición de Wilson de manera airada, alegando que buena parte del movimiento en contra nuestra se orquestaba en territorio norteamericano, violando las leyes de neutralidad. Esto era imposible de sostener y también de justificar. ¿Por qué a Bernardo Reyes, Pascual Orozco, Vázquez Gómez y a Huerta, tiempo después, sí les aplicaron las leyes de neutralidad en su estancia en Estados Unidos, y a Madero no? ¿Por qué la subjetividad y los privilegios? ¿Por qué a Carranza sí le vendían armas y a nosotros no? ¿Por qué a Villa le vendieron municiones de palo, las cebadas, para que pudiera vencerlo Obregón un tiempo después?

Los problemas de salud que me aquejaban me obligaron a presentar mi renuncia como secretario de Gobernación a los tres meses de iniciado el movimiento carrancista, ¿cuál constitucionalista? Urrutia, mi sucesor, no tuvo opción más que mandar liquidar a quienes se oponían a la marcha de los asuntos huertistas, orientados a rescatar lo mejor de México. Por todo ello no tuvo otro remedio que mandar matar al diputado Adolfo Gurrión, un necio intratable, quien no nos dejaba en paz y todo criticaba. El fin justifica los medios, y a cambio de la democracia había que deshacernos de ciertos forajidos políticos, como fue el caso de Serapio Rendón, al igual que del senador Belisario Domínguez, enemigo feroz de nuestra causa. Los muertos no hablan, como tampoco nunca hablarán el diputado Pastelín ni Adame Macías.

Victoriano escapaba de la tensión diaria, es cierto, acordando en el Teatro Lírico con su gabinete. No podía prescindir de la compañía de María Caballé, la actriz de moda, una auténtica belleza que había materialmente enloquecido al presidente de la República, quien recibía a su gabinete, lo confieso, en el camerino de aquella únicamente durante los intermedios, con su acostumbrada botella de Hennessy X.O al lado. Cuando la muy bruta supo de la suerte de los legisladores, una noche desapareció de México dejando muy lastimado a mi general Huerta. ¡Nunca supo esa idiota lo que se perdió…! Sí que la buscamos, sin olvidar que el novio de María mostraba inequívocas señales de preocupación, para nosotros infundadas. ¡Ay, el amor, el amor, el amor…!

Según avanzaba la Revolución empezamos a conocer el verdadero rostro de los constitucionalistas, en particular de los obregonistas, quienes, movidos por Satanás, cometían a diario actos de verdadero sacrilegio en contra de nuestra amada y reverenciada religión, atentados contra la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana, que tanto había hecho por nosotros. Si asistimos devotos a la misa de Te Deum que cantó el arzobispo de México en la catedral en honor de Victoriano cuando llegó al poder, no pudimos soportar cuando supimos que estos maleantes, revolucionarios en aspecto, bebían cerveza o vino en cálices sagrados o se orinaban en ellos, o robaban los ornamentos de las parroquias y desfilaban perdidos de borrachos por las calles, ensuciándolos e insultándolos. No podíamos contener nuestra furia cuando las tropas de herejes hicieron hogueras, chimeneas o fogatas con los confesionarios, o fusilaban entre trago y trago de aguardiente las imágenes sacras de los templos, ejecutaban a los santos ante los cuales nosotros nos arrodillábamos, y convirtieron las iglesias en cuarteles, caballerizas y hasta prostíbulos. Cuando saquearon las casas del obispado, destruyeron la biblioteca y quemaron sacristías, capillas y parroquias en Guadalajara y Monterrey, pensamos que el público, la grey, los fieles, se pasarían a nuestro lado, y ni así logramos su apoyo. Parecía que el pueblo se había vuelto en contra nuestra a pesar de todos los excesos. En el Estado de México prohibieron los sermones, los ayunos, los bautizos, las misas, las confesiones y hasta los gestos del debido respeto hacia los curas. ¿A cuántos condujeron al paredón por haber besado las santas manos de un prelado? En los templos se instalaron linotipos para imprimir periódicos de oposición contra el gobierno y la Iglesia; los altares fueron despedazados y utilizados como leña por las mujeres para calentar los comales enfrente de Nuestro Señor del Santo Poder.

Imagínense ver a estos salvajes degenerados, que salían con las cananas llenas de rosarios, medallas y escapularios arrancados a nuestros santos, a nuestras vírgenes, a nuestros beatos. ¿Ese era el gobierno del futuro? ¿Eso era lo que deberíamos esperar de los revolucionarios, que pisoteaban nuestras convicciones espirituales? ¿Por qué denigrar a la divinidad que rige los destinos de México y ve por todos aquellos que nada o poco tienen? Justo es decir que los zapatistas ostentaban estandartes con la imagen de la Virgen de Guadalupe y guardaban generalmente cierta distancia y respeto por la vida religiosa. Nunca se les vio entrando a caballo a la casa de Dios, escupiendo ni violando a cuantas mujeres se encontraban a su paso. También eran unos bárbaros, pero de otro corte.

La desesperación de Wilson se desbordó cuando ordenó la invasión naval a Veracruz en abril de 1914. Pensaba que los carrancistas le estarían profundamente agradecidos por su gesto de apoyo contra nosotros. Su sorpresa fue mayúscula cuando, a pesar de que había decretado el embargo de armas, se encontró con que Carranza, en ese momento instalado en Chihuahua, reclamaba el legítimo derecho del pueblo de México de arreglar sus asuntos domésticos por sus propios medios, y evitar la posibilidad de que dos naciones honradas, la estadounidense y la mexicana, rompieran las relaciones pacíficas que todavía los unían. Es decir, amenazaba a la Casa Blanca nada menos que con la guerra, cuando México se encontraba atenazado por la Revolución. ¿Cómo no iban a enloquecer Wilson y Knox, el secretario de Estado, con estas respuestas inentendibles por parte de Carranza? Wilson tal vez soñaba encontrarse con un sujeto dócil, maleable y obsecuente, y sin embargo se topó con un individuo inasible, inabordable, intratable. Por eso alegaba que era imposible comprender a sus vecinos del sur de la frontera. Ni eran agradecidos ni leales, ni aceptaban ni reconocían su ayuda. Si los huertistas hubiéramos estado en la posición de Carranza, recibiríamos con todos los honores no solo a los marinos norteamericanos, sino al ejército entero si venían a ayudarnos a derrocar a Carranza. Era claro que ni Victoriano ni yo, ni Urrutia ni nadie de nosotros entendíamos por qué desaprovechaba una bellísima ocasión para aplastarnos. Si Madero era un iluso, Carranza estaba rematadamente loco. ¿A quién irle de los dos?

El bombardeo a Veracruz produjo que la turba derribara la estatua de Washington en la calle Dinamarca y la arrastrara por toda la capital hasta despedazarla por completo. Las divisiones entre Villa y Carranza continuaban, no solo porque el primero rechazaba la injerencia del otro en áreas de su propia responsabilidad, sino porque Villa abiertamente aprobó la invasión norteamericana, siempre y cuando se hubiera producido para precipitar la derrota del huertismo. Ese sí sabía… Las discrepancias entre ambos aumentaban y seguirían haciéndolo hasta el rompimiento total. Wilson decía: “No tenemos otra idea ni otro ideal que ayudar a los mexicanos a que arreglen sus diferencias, ponerlos en el camino de la paz continuada y de la renovada prosperidad, para que ellos labren su propio destino, pero vigilándolos estrechamente e insistiendo en ayudarlos cuando la ayuda sea necesaria”. Sin embargo, Carranza fingía rechazar el apoyo militar de Wilson, cuando en realidad lo aprovechaba cabalmente, en tanto nosotros no avanzábamos sino que perdíamos territorios día con día, sin que nos beneficiaran los enfrentamientos internos entre los constitucionalistas.

Cuando Carranza intentó fraccionar amañadamente a la tropa del Centauro del Norte, una ridiculez de nombre, para enviar auxilio militar en la toma de Zacatecas, Villa se negó obviamente a dividir sus fuerzas y llegó al extremo de presentar su renuncia. El Barbas no iba a desperdiciar la oportunidad ni los impulsos rabiosos de Villa y propuso que entre los 18 jefes subordinados de este último designaran a quien desearan para sustituirlo. ¿Resultado? Las renuncias de los asquerosos sombrerudos se presentaron en masa, por lo cual, contra nuestros deseos, ese criminal degenerado de Villa, a quien Victoriano le mandó matar a un hijo para que escarmentara, se mantuvo en el cargo y continuó siendo el líder más destacado del norte, ¿cuál norte?, mejor dicho, del centro de México, dado que ya también Guadalajara había caído en manos de Obregón. Bien pronto tendríamos que encaminarnos rumbo al mar porque el carrancismo, a pesar de nuestra rabia incontrolada, nos lanzaría del territorio. ¿Quién iba a decir que un mediocre y traidor gobernador de Coahuila, un don nadie de la política a quien nadie quería, iba a acabar con este gobierno que había llegado legítimamente al poder después de la renuncia de Madero? ¿O no renunció el muy cobarde? Con el dinero a borbotones que recibió Carranza de los petroleros, mineros e inversionistas yanquis, nuestro amado Victoriano Huerta, que Dios lo bendiga, tuvo que renunciar en julio de 1914 y abandonar el país como consecuencia de la persecución de esos criminales que lo hubieran colgado de cualquier ahuehuete, ignorando su probada calidad de estadista. Cuando se embarcó en Puerto México en el Dresden, un barco alemán, es cierto que Victoriano, ese varón humilde y probo, se llevó 16 millones de oro del tesoro nacional, además de ropa, tapicería, vajilla, un piano, cubiertos y uno que otro cuadro y obras de arte, como recompensa a sus servicios prestados modesta y eficientemente a la patria que con nada compensaría los esfuerzos de ese gran héroe, quien se despidió con estas históricas palabras: “Que Dios los bendiga a ustedes y a mí también…”.

¿Por qué demonios no se sabe que cuando Carranza incautaba bienes de la familia Madero en Coahuila, al mismo tiempo brindaba con el cónsul Silliman y Sherburne Hopkins por la caída de Huerta y, copa en mano, prometía los castigos más severos para los cómplices en el asesinato del presidente? ¿Cómo entender aquel despojo? Hopkins tenía que formar parte obligatoriamente de los festejos al haber sido la cabeza financiera y política de la Revolución, haber acuñado el nombre del Ejército Constitucionalista y filtrado cantidades inmensas de dinero destinadas a la compra de armas, actividad con que se hizo absurdamente millonario. Yo ya no tendré vida para leerlo, pero espero y deseo que, con el paso del tiempo, un historiador o un novelista escarben en el protagonismo, hoy desconocido, de dicha figura ignorada de la Revolución mexicana, que jugó un papel tan predominante. ¡Que se conozca quién fue Sherburne Hopkins y el papel que desempeñó al lado de Venustiano Carranza, entre otros tantos líderes revolucionarios! ¡Que se sepa de dónde salió el dinero para que nos matáramos entre todos los mexicanos! ¿Quién financió el movimiento armado? ¿Es un traidor o no el personaje que aceptó fondos de las compañías norteamericanas para la compra de armamento y aceptó el apoyo político y militar de la Casa Blanca, y sobre todo a cambio de qué…? ¿Qué dieron por dicha ayuda? ¿Vendieron a la patria? Bandidos, hijos de puta: ¡que se haga justicia! Que se diga, por ejemplo, que Manuel Peláez, cacique de la Huasteca, sustrajo una buena parte de la zona petrolera de la jurisdicción del gobierno central por consejos del propio Hopkins, otro hombre de dos caras, dos perfiles, dos objetivos, dos personalidades, quien impidió el cobro de los impuestos carrancistas a las compañías extractoras, las cuales entregaron dichos recursos a Peláez, el que se enriqueció a manos llenas con su supuesta “rebeldía” en contra de la nación. Peláez disfrutaba el control total de la zona petrolera de Tampico y llegó a contar con el respaldo de otros 11 caciques que comandaban tropas entre Veracruz y Oaxaca. Que se diga y se repita que Peláez, el patriota, aliado al infausto senador norteamericano Albert Fall y un grupo de petroleros, pretendió separar de México los estados de Baja California, Sonora, Chihuahua, Coahuila, Nuevo León, Tamaulipas y Veracruz, con la finalidad de “formar una nueva República”. Gran mexicano, ¿no? ¿Verdad que nunca conoció el significado de la palabra traición? Los ejércitos carrancistas, eso sí, evitaron que el territorio nacional fuera nuevamente mutilado, por lo pronto, y anexado, tal vez en un futuro cercano, a nuestro vecino país del norte. Las compañías petroleras, el Foreign Office y el Departamento de Estado norteamericanos siguieron apoyando y defendiendo a Peláez como jefe de la “rebelión en la zona petrolera”. ¿Se sabrá algún día algo de Peláez? ¡Que vengan los historiadores a escombrar la verdad!

Cuando el 15 de agosto de 1914 las fuerzas de Álvaro Obregón y Pablo González entraron en la ciudad de México, secundados por Carranza el día 20, se escucharon repiques de campanas en todos los templos, así como silbatos de trenes y la música de las bandas de guerra que no cesaban de inundar el aire con sus notas marciales. Los tratados de Teoloyucan legalizaron la muerte del huertismo, de la misma manera que la batalla de Calpulalpan significó el éxito de Juárez sobre las tropas clericales en la guerra de Reforma. Por supuesto que quienes habíamos trabajado en o apoyado al régimen de Victoriano, nos escondimos y algunos huyeron de la ciudad. Nos habíamos convertido en auténticos apestados y objetivo de las más encarnizadas persecuciones. Hubieran visto ustedes cómo los grandes militares carrancistas se apoderaron de las inmensas residencias de Alberto Braniff, Joaquín Casasús y Tomás Braniff, entre otros tantos más. Jamás estos pelados habían dormido en colchones ni se habían emborrachado con vinos franceses, ni entrechocado las copas de Baccarat que tenían estos destacados hombres que habían hecho su fortuna legítimamente en los años del porfirismo. Me imaginé muchas veces a estos criminales, destructores de nuestra religión y nuestro país, quienes habían dormido únicamente en petate y jamás habían comido caliente, sentarse en los muebles franceses y comer en los salones de estilo napoleónico que vestían las casas de estos potentados. Ese era el futuro de México, los ricos se harían pobres y los pobres se harían más pobres. De nada servía quitarle a quien tenía, si no se sustituía el patrimonio confiscado o robado por bienes productivos que tuvieran otro destino social. Las propiedades solo cambiaron de dueño, pero los nuevos dueños, los constitucionalistas, o Consusuñaslistas, según decía mi querido arzobispo de Guadalajara, monseñor Francisco Orozco y Jiménez, eran unos ladrones.

Cuando Carranza asumió legalmente todos los poderes del país, incluidos el político y el militar, desconociendo lo que él llamaba la dictadura de Victoriano Huerta, y se afirmaba como el primer jefe del movimiento, ya consumado, jamás imaginó que al convocar semanas más tarde a una convención de gobernadores y generales para formular un programa de gobierno, le sería pedida, ¡oh, sorpresa de sorpresas!, su renuncia y sería así, democráticamente, cesado de su elevado cargo, a pesar de todos sus méritos de campaña, que indudablemente le debía a Obregón. La idea de dicha convención no era otra que la consolidación de Carranza en el poder, sin embargo, a pesar de haber ascendido a Francisco Villa al rango de general de división y de haber sostenido conversaciones con Emiliano Zapata, este se percató de que Carranza jamás sustituiría el Plan de Guadalupe por el Plan de Ayala y, como siempre, perdió la paciencia y rompió relaciones con el carrancismo, al igual que Villa lo haría al poco tiempo. Los bandidos, los Consusuñaslistas, no se ponían de acuerdo para repartirse el botín. En razón de estas marcadas diferencias, ciertamente irreconciliables, empezaría la tercera parte de la Revolución, es decir, la tercera y última parte de la matanza entre los mexicanos.

El 25 de septiembre, días antes de la inauguración de la convención, Pancho Villa desconoció a Carranza en su carácter de encargado del Poder Ejecutivo y Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, en el entendido de que este le había impedido abastecerse de carbón y utilizar los ferrocarriles, según lo obligaban las circunstancias. En esas condiciones, cómo poder viajar a la ciudad de México. Villa se negó, a título de represalia, a cumplir con el Plan de Guadalupe y se opuso a que Carranza, un civil disfrazado de militar, ocupara provisionalmente la presidencia de la República, aunque solo fuera para convocar a elecciones con la idea de establecer un nuevo orden en el país. ¿A dónde iba Carranza en su discurso de inauguración de la convención cuando calificó a Villa de “bandido” y etiquetó a sus seguidores de “jefes descarriados”? En una maniobra política muy propia de él, amagó con renunciar a la jefatura del Ejército Constitucionalista a fin de que Villa hiciera lo propio con su División. ¡Cómo disfruté cuando en Aguascalientes, el 15 de octubre de 1914, Venustiano Carranza, con todos sus deslumbrantes y altisonantes títulos a cuestas, fue cesado por más de 90 votos contra 20! ¡Cuánta alegría! A cada iglesita le llega su fiestecita… ¿Creía el estúpido Barbas de Chivo que todos los convencionistas llegarían de rodillas a aplaudirle e instalarlo como dictador, ya que en el fondo, bien lo sabía yo, no perseguía otro propósito? Se equivocaba, siempre se equivocó: fue cesado.

¡Qué bien le hubiera hecho a México seguir la propuesta de Pancho Villa cuando este sugirió que tanto él como Carranza fueran pasados por las armas, para que los que quedaran pudieran salvar a la República y conocieran los sentimientos de sus verdaderos hijos! Lamentablemente nadie siguió esta moción, pero México se habría ahorrado muchos contratiempos si hubieran fusilado a ese par de malhechores.

Cuando Carranza conoció el nombramiento de Eulalio Gutiérrez como presidente de la República, votado por la mayoría de los convencionistas, rechazó, no faltaba más, la jurisdicción de la convención que él mismo había propuesto, ¡cuántas incongruencias, Dios mío!, y se retiró a Veracruz, donde haría estallar la tercera parte de la revuelta. Porfirio Díaz y Huerta contemplaban desde Europa los acontecimientos como quien asiste a una obra de teatro. Los mexicanos, incapaces de parlamentar y de llegar a acuerdos políticos, trataban de dirimir sus diferencias con las manos de nueva cuenta. Esta vez se pelearían unos Consusuñaslistas en contra de otros Consusuñaslistas. Rateros contra rateros. Villa contra Carranza. A ver cuál de los dos ganaba. Por supuesto que lo primero que hizo este al llegar a Veracruz fue echar mano de todos los impuestos al comercio exterior para financiar la creación de un nuevo ejército, oponible a la naciente y poderosa División del Norte de Villa. Para adquirir más personalidad política y arraigo popular, introdujo reformas al Plan de Guadalupe que haría efectivas, claro está, hasta la conclusión del movimiento armado y una vez que se iniciara el proceso de pacificación del país. Siempre tendría un pretexto para no aplicar la ley, ni siquiera las normas contenidas en su propio Plan de Guadalupe.

Propuso reformas como la libertad municipal, la reorganización del ejército y del Poder Judicial, que contaba con facultades para decretar expropiaciones por causas de utilidad pública. Con el ánimo de ganar adeptos y restar simpatizantes al movimiento zapatista, en enero de 1915 propondría su solución al conflicto agrario mediante la emisión de una ridícula ley, además de una ley reglamentaria para la expropiación del petróleo bajo el control de las empresas extranjeras, así como la Ley del Municipio Libre, con el objeto de que dichas entidades pudieran administrar sus propios recursos y votar a sus propias autoridades. Las petroleras empezaron a levantar la ceja. ¿Ley reglamentaria para la expropiación…? ¡Caray! ¿Eso era para Rockefeller y Hopkins agradecimiento? ¿Quién podía entender a los mexicanos…? ¿Otro Maderito camuflado?

¿Cómo era posible que si a Carranza le urgía el reconocimiento diplomático de Estados Unidos, al mismo tiempo le pidiera a Woodrow Wilson que sacara sus manos de México, en el entendido de que no tenía ningún derecho para intervenir en los asuntos internos del país y, además, se hablara de expropiaciones que bien podrían afectar a los inversionistas norteamericanos? ¿Hasta dónde podía llegar la gratitud de un político…? Desde luego que Wilson no podía creer lo que estaba aconteciendo y llamaba a Carranza desleal y malagradecido, por lo que decidió convocar a una convención integrada por Argentina, Brasil y Chile, la ABC, para resolver el entuerto mexicano. Mientras Carranza seguía discutiendo con Wilson, y lo haría eternamente, la hambruna en México llegaba a niveles insoportables. La basura se acumulaba en todas las calles, los puestos de los mercados estaban vacíos porque el campo estaba quebrado y la gente cortaba árboles y arbustos de los parques para convertirlos en leña y calentar su comida, cuando finalmente tenían acceso a ella. La influenza, por otro lado, hacía verdaderos estragos, sin que se pudiera contener a falta de medicinas y de presupuesto para comprarlas.

Mientras Victoriano Huerta llegaba a España y se instalaba en Barcelona para disfrutar un poco de paz y de los recursos que se había llevado del tesoro mexicano, un patrimonio que nadie podía discutirle ni arrebatarle, al mismo tiempo que buscaba una señora residencia para instalarse de acuerdo a su jerarquía, Villa era derrotado en Celaya. El muy iluso descubrió muy tarde que las municiones que le había vendido Woodrow Wilson, tanto las bombas como las balas que apenas podían volar si acaso 30, 40 metros sin provocar estallido alguno, eran de salva. Álvaro Obregón, el general invicto, quien perdiera un brazo en dicha batalla, quedó en absoluta desventaja respecto al resto de sus colegas porque ya solo podría robar la mitad, es decir, tendría que jalar el dinero mal habido con una sola mano.

¿Estuvo presente Carranza en la batalla de Celaya? ¡No, por supuesto que no! Mientras se daban las más fieras batallas de la Revolución, Venustiano Carranza se había instalado cómodamente en Veracruz, en una majestuosa residencia donde ocupaba las oficinas de Primer Jefe del Ejército Constitucionalista y encargado del Poder Ejecutivo de la Nación, según el Plan de Guadalupe. ¡Por supuesto que no estaba en el campo de batalla, donde Villa y Obregón hacían el trabajo por él, exponiéndose en cada combate! Era mucho mejor esperar los partes de guerra bebiendo mojitos helados en Los Portales, devorando camarones, pescado a la diabla, asistiendo a los bailes, fumando puros de San Andrés Tuxtla, sus favoritos, recreando el ojo al admirar a mujeres con su cabello negro trenzado con moños de colores, disfrutando el humor del trópico, que asistir a la feria de las balas en casi todo el resto del país. Era claro que la metralla le producía conflictos insuperables.

En la primera parte de la Revolución, Taft le había retirado su apoyo a Porfirio Díaz. Al estallar la segunda etapa, Wilson estuvo en contra de Victoriano Huerta y a favor de los Consusuñaslistas. Al detonar el tercero y último periodo de la revuelta, a raíz de la Convención de Aguascalientes, el pastorcito tendría que decidir entre un bandolero y rufián analfabeto, asesino y ladrón, o un tipejo con el que no se podía entender, traidor por definición, alevoso por costumbre e inentendible por tradición. Menudo conflicto para la Casa Blanca. Finalmente se decidió por los constitucionalistas porque de alguna manera esperaba que, a través de ellos, se pudieran volver a imponer el orden y el respeto en México honrando su nombre, en la ignorancia de que, en el corto plazo, el verbo carrancear, un neologismo, se traduciría en robar…

Disfruté como nadie los comentarios de los villistas cuando se quejaban de que les habían dado “puras balas de palo recubiertas con plomo, pero muy bien hechas las desgraciadas”, o bien, “el parque de remesas anteriores era bueno, pero todos los que se municionaron con el parque nuevo no mataban porque traían balas de madera, con el casquillo de cobre niquelado”, o “era parque que no caminaba más de 20 metros”, o “las balas solamente traían una cuarta parte de la carga de pólvora que debían tener…”. Cómo les dolió que Wilson les mandara parque de palo pero no había otra manera de consolidar al carrancismo, que después lo haría casi perder la razón. Villa fue destruido para siempre. Todos volvían a brindar, Wilson tomó un simple chupito de jerez. El pastor no bebía, pero no ocultaba su felicidad.

En otro orden de ideas, ¿cuando se desterró Victoriano a Europa se le perdió de vista para siempre? ¡Por supuesto que no! Carranza desconfiaba profundamente de él y por lo mismo, aun alejado del país, al otro lado del Atlántico, no dejaba de observar todos y cada uno de sus movimientos. Como lo mandó espiar de día y de noche, no tardó en descubrir que diferentes militares y agentes alemanes se reunían sospechosamente con él en su casa en Barcelona. A través de un marcado sistema de espionaje supo que el káiser alemán le había ofrecido dinero para que regresara ese mismo año, 1915, al país, para que con su apoyo militar y financiero acabara con las fuerzas e influencia de Venustiano Carranza. Villa se encontraba severamente lastimado después de la derrota de Celaya y no podría, por lo pronto, sumarse al ataque; esa era la mejor coyuntura para volver al poder, aprovechar la debilidad de los agotados beligerantes. ¿Cuál podría ser el interés del káiser alemán en intervenir en los asuntos de México? Muy sencillo, Guillermo II deseaba diferir el ingreso estadounidense en la guerra europea que había estallado en agosto de 1914. Requería de tiempo para acabar con Inglaterra y Francia, por lo que le urgía crear un conflicto militar de gran envergadura entre Estados Unidos y México, distraer al ejército yanqui con el objetivo de que dicha nación no pudiera enviar hombres al frente europeo, al lado de Francia y de Inglaterra, por tenerlos comprometidos en una batalla campal contra México. Para ello, nada mejor que Huerta acabara con Carranza para que aquel, una vez recuperada la presidencia de la República, buscara los pretextos necesarios para declararle la guerra a Estados Unidos con el velado apoyo teutón, todo ello a cambio de cientos de miles de marcos en oro, obviamente para comenzar…

Mientras Woodrow Wilson ordenaba, a finales de 1915, el desalojo de Veracruz después de más de un año y medio de estancia y de haber cobrado injustificados tributos a los comerciantes del puerto para pagar el costo de la intervención armada que México nunca solicitó, en el país estallaban huelgas que paralizaban a la menguada economía nacional. Envidiando la mano dura de don Porfirio cuando resolvió a balazos la suspensión de labores en Cananea y Río Blanco, incapaz de negociar por el profundo desprecio que sentía hacia la clase obrera, Carranza decidió, en su lugar, imponer la pena de muerte a los líderes sindicales que impidieran la marcha de las empresas, con todas sus consecuencias. Acto seguido militarizó a los trabajadores ferrocarrileros, limitó a la prensa al prohibir que esta promoviera campañas políticas a favor de partido o de personalidad alguna, seguramente para no incurrir en los mismos errores de Madero sin percatarse de que, día con día, se convertía en un nuevo dictador. ¿Cuál democracia, cuál libertad, cuál constitucionalismo? Tarde o temprano Venustiano caería en la tentación de la tiranía o México jamás avanzaría. Añorando las ventajas de la dictadura, llegó a sus manos un telegrama de Biarritz, fechado el 15 de julio de 1915, en el que se le anunciaba la muerte de Porfirio Díaz a los 85 años de edad. Nuestro Porfirio se había ido para siempre.

Finalmente hoy, el 8 de octubre de 1915, escuché cómo abrían la puerta de mi celda, donde garrapateo este, mi testamento político. El capitán del piquete de soldados pidió que me pusiera de pie. Imposible hacerlo. Me preguntaron si yo era Alberto García Granados, el antiguo secretario de Gobernación de Victoriano Huerta. Sin poderme mover y viendo a mis victimarios a los ojos, confirmé mi identidad. El encargado del pelotón ordenó con voz estentórea que me levantara, a lo que aduje una imposibilidad manifiesta. Expuse que se apiadara de mi vejez, mi ancianidad y mi decrepitud. Me dijo que yo era un asesino y un viejo pendejo y además cobarde, y que si no cumplía sus instrucciones, ahí mismo me mataría. Dándose cuenta de mi situación, trataron de arrebatarme el manguillo, por lo que solicité, como última gracia, que me permitieran concluir el párrafo que estaba redactando, muerto de miedo, y que todas las cuartillas escritas se las pudiera llevar Francisco Serralde, mi abogado, ahí presente. Los matones accedieron inexplicablemente a mi petición. Aproveché su inesperada paciencia y generosidad para redactar, como pude, este último párrafo en el que me repito, pero siento que no he dejado suficientes testimonios, por lo que mi insistencia compulsiva en semejante coyuntura debe ser perdonada por el lector:

A raíz de mi salida del gabinete del general Huerta, entregué al embajador de Alemania en México, Heinrich von Eckardt, un importante paquete cerrado con documentos muy comprometedores para Carranza. Contenía cartas y telegramas enviados por él tanto a Victoriano Huerta como a quien suscribe la presente. En dicha correspondencia, además de comunicaciones verbales, no solo reconocía a Victoriano como presidente de la República, sino que solicitaba que lo confirmara como gobernador del estado de Coahuila y, más tarde, como su secretario de Gobernación, a lo cual Huerta no accedió, en un principio al menos. Como respuesta a las negativas del gobierno federal, Carranza se levantó en armas, no porque protestara por el asesinato de Madero, sino porque deseaba el máximo poder a toda costa. Von Eckardt hizo llegar estos documentos a Alemania para que fueran archivados en la Secretaría de Relaciones Exteriores con el debido cuidado y secreto. Es verdad que con semejante información el gobierno alemán podrá manipular a Carranza a su antojo, según avance la guerra europea. Carranza me manda asesinar no por haber sido secretario de Gobernación con Huerta, sino porque me negué a regresarle las cartas que lo comprometían de cara a la historia patria. Viva México. Adiós a los que tanto quise. Adiós, amado Victoriano. Espero que mi sangre sea la última que se derrame en el país. Muero sin rencores.

Estoy a sus órdenes, señores.

Hasta aquí el texto redactado por Alberto García Granados que encontré en el viejo cartapacio y que terminé de leer sentado a la sombra de un antiguo ahuehuete. ¿No constituye tan feliz hallazgo una formidable revelación? Tan importante fue el descubrimiento que no tuve más remedio que dedicar un tiempo importante de mi vida a la investigación de los acontecimientos que se sucedieron en México de octubre de 1915 al asesinato de Carranza, para no dejar inconclusa la narración de don Alberto. ¿Don Alberto…? Yo me forjé en el seno de las más puras esencias liberales, por lo que soy un adorador de las figuras de Juárez, Ocampo, el Nigromante Ramírez, Guillermo Prieto, Zarco y toda aquella generación de próceres amantes de la libertad y la democracia, como lo fueron igualmente Madero y Pino Suárez, por lo que me resulta imposible compartir los puntos de vista políticos de García Granados. Yo creo en las tesis maderistas y pienso que la democracia es un vivero donde se desarrolla lo mejor del género humano. ¿Cuándo se ha visto una dictadura que estimule las ideas revolucionarias y de vanguardia, las necesarias para construir el país con el que todos soñamos y creemos merecernos? El tirano es un déspota por definición y en una atmósfera de despotismo e intolerancia solo se produce el estancamiento, se provoca el atraso y se proyecta la involución. ¿En qué acabó la tiranía porfirista? En la exclusión del 90% de los mexicanos de cualquier posibilidad educativa o de mejoramiento social, económico y cultural. Si a Madero no lo hubieran asesinado los militares reaccionarios que torcieron para siempre el destino de México, el sistema democrático y liberal habría abierto espacios para la inmensa mayoría de nuestros compatriotas en las aulas, los centros de trabajo, las instituciones académicas, en el campo, la industria, el comercio, en la banca y el gobierno. En las sociedades abiertas el progreso es evidente y palpable, de la misma manera que en las cerradas son comprobables la depresión, el atraso y la resignación, es decir, la pérdida de toda esperanza, sin la cual es imposible colocar un tabique encima del otro.

¿México se convirtió en una nación democrática después de haber padecido los horrores de la Revolución, la destrucción masiva del país, la muerte de cientos de miles de personas, la fuga de otros tantos desterrados que huyeron a Estados Unidos en busca de empleo y paz, de crédito y de respeto internacional? No, la realidad fue evidente: Carranza siguió teniendo conflictos con los trabajadores, con la casa del Obrero Mundial, de la misma manera que los había tenido Huerta en su momento. Los encaraba alegando que ellos tenían pretensiones económicas injustificadas, en la inteligencia de que el ejército era mucho más moderado en sus demandas a pesar de haberse jugado la vida en el campo de batalla. En tanto trataba de acomodarse a las circunstancias políticas como vencedor indiscutible en la contienda armada, continuaba teniendo acuerdos con sus agentes secretos: Félix Sommerfeld, Jack Dacinger y, claro está, Sherburne Hopkins, entre otros tantos más. Su agradecimiento hacia ellos era ilimitado sin que supiera que, por otro lado, Von Eckardt, embajador alemán, tenía en la nómina a Mario Méndez, el secretario de Comunicaciones, para que le informara puntualmente de todos los acuerdos privados y de gabinete; de la misma manera el diplomático se reunía con militares y arzobispos opuestos a Carranza, para dominar todos los espectros políticos en caso de una revuelta o un repentino magnicidio.

Si de algo me sirvió el tiempo que pasé investigando la vida de Carranza, fue sin duda para descubrir su deseo de parecerse a Benito Juárez y emular al Benemérito. Lo imitaba, claro está que trataba de hacerlo y lo más importante era su deseo inocultable de ser acreditado históricamente en los mismos términos. El reconocimiento diplomático de Venustiano Carranza no estaba condicionado a obsequiar la exención de impuestos a las empresas petroleras ni a entregarles una carta en blanco para que la llenaran a su gusto. ¿Cómo no coincidir con él en esta afirmación? Carranza impuso gravámenes a la extracción de crudo. Lansing, el secretario de Estado, exigió a los inversionistas norteamericanos que se abstuvieran de pagarlos, con la seguridad de que los cañones de la Marina los protegerían. Los agentes le reclamaban discretamente a don Venustiano su actitud, alegando que gracias a aquellas había obtenido recursos para financiar y ganar la Revolución. Resultaba imperativo reciprocar la ayuda y el esfuerzo. Sí, pero había que contribuir al gasto público, impedir un saqueo indiscriminado del patrimonio público mexicano y revertir tres siglos de opresión y uno de luchas intestinas que habían desquiciado al país. La reciprocidad y el agradecimiento, por supuesto, tenían un límite. Los capitalistas extranjeros fruncían el ceño, arrugaban la frente y juntaban las cejas: ¿A quién fuimos a ayudar para que llegara al poder? Nos volvimos a equivocar como con Madero. ¿Pero de qué estarán hechos estos mexicanos intratables, impresentables, inabordables, inentendibles? Era evidente: no podían con nosotros, estábamos hechos de otra arcilla. Ellos matan, destruyen e invaden, invariablemente por dinero, sintiéndose protegidos por Dios; nosotros no tenemos semejantes visiones, por más que padecemos un conflicto muy claro con el dinero.

Si bien es cierto que Carranza descansó en enero de 1916 al saber de la muerte de Victoriano Huerta en un hospital de Texas, cuando este se dirigía a México para cumplir las instrucciones del káiser, no tardó en sobresaltarse dos meses después al ser abruptamente informado de que Pancho Villa, resentido por el reconocimiento diplomático estadounidense a Carranza, y además por haberle vendido balas de salva, con lo cual se había logrado la derrota irreversible de la División del Norte, esta vez el Centauro y las fuerzas restantes de sus queridos dorados habían ingresado a Estados Unidos el 9 de marzo para matar y secuestrar a los escasos pobladores de Columbus, un pueblo de Nuevo México que también fue incendiado. El káiser, quien había financiado a Villa para consumar la empresa a falta de Huerta, fracasó, volvió a fracasar porque en lugar de provocar una invasión de 500 mil estadounidenses a México, Wilson, sabedor de los planes del emperador alemán, fundamentalmente gracias a la inteligencia inglesa, solo envió la mañana del 15 de marzo una expedición encabezada por Pershing, integrada por unos 7 mil hombres que penetrarían casi 400 millas adentro del territorio nacional para tratar de encontrar a Villa a como diera lugar. Se trataba de una nueva invasión norteamericana en un plazo de dos años, después de la de Veracruz de 1914. En derecho internacional se seguía imponiendo la ley del más fuerte, la misma norma primitiva que derogaba convenciones, tratados y acuerdos. ¿Dónde estaba el todopoderoso verdugo capaz de imponer el orden entre las naciones? ¡Bah!

Para Wilson sería imposible encontrar a Pancho Villa, puesto que era un individuo muy querido en México. De la misma manera que se disfrazaba de campesino o de soldado o de peón o de chalán, lo hacía de maestro rural con bigote o sin él, de sacerdote, prostituta o de indígena. El pueblo lo arropaba, lo quería, lo patrocinaba. Si Wilson enfurecía de impotencia, sufrió un mayor arrebato de coraje cuando Venustiano Carranza se negó a aceptar el ingreso de Pershing en territorio nacional, por más que el jefe de la Casa Blanca amenazó con pulverizar a los gobernantes mexicanos que no fueran de su agrado, echando mano de toda la fuerza de su brazo y de la última onza de su poder. El pastorcito, como decía García Granados, cambiaba el tono. Si no mandó 500 mil hombres para aplastar a Carranza y hacerse de todo el país, era simplemente porque la inteligencia inglesa y la norteamericana le habían informado de la inminencia de la entrada de Estados Unidos en la guerra europea, con lo cual se convertiría en conflagración mundial. Imposible caer en las provocaciones del emperador de Alemania. Muy pronto tendría que llamar a Pershing, uno de sus militares más destacados, para enviarlo al frente europeo, sí, pero mientras tanto que encontrara al forajido de Villa buscando debajo de las piedras, a como diera lugar. Era más fácil que encontrara una aguja en un pajar…

Con el país invadido por la expedición Pershing, una auténtica basura en los ojos de Carranza, todavía ordenó a Obregón atacarlos cuando la ocasión fuera propicia… Carranza atiende huelgas generales, hambre, desempleo, caos institucional, quiebra de las finanzas públicas, parálisis económica, inflación galopante, la peste de la influenza, y además se ve obligado, por presiones del clero, a detener las expropiaciones en contra de su cuantioso patrimonio. Gobernar México en semejante coyuntura resultaba una tarea faraónica, pero a pesar de ello Carranza deseaba diferir lo más posible las elecciones en el entendido de que si lograba alargar los comicios por lo menos dos años irregulares, después tendría otros cuatro, el cuatrienio legal, según la Constitución, para disfrutar las mieles del poder. De ahí que inventara pretexto tras pretexto para demorar el proceso electoral que finalmente se llevaría a cabo hasta marzo de 1917, casi dos años después de la derrota de Villa. Carranza postergaba la elección de presidente de la República hasta que Obregón, consciente de la estrategia, puso un “hasta aquí” con un puñetazo sobre el escritorio. El famoso Manco tenía también, por supuesto, aspiraciones presidenciales. ¿Qué hacer? ¿Cómo retrasar los tiempos? Carranza resolvió convocar a un Congreso Constituyente únicamente para reformar la Constitución de 1857, de ninguna manera para redactar una nueva. Era innecesario. Pensaba que dicho proceso legislativo, ciertamente complejo, podría llevar más de un año, tiempo más que justificado para modificar la Carta Magna y permanecer, en forma irregular, en Palacio Nacional. Mientras tanto, se abstuvo de ejecutar la reforma agraria y de quitar a los porfiristas de puestos clave. El Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, encargado del Poder Ejecutivo, deseaba constituir empresas petroleras con capital 100% mexicano, intentaba construir fábricas de pertrechos militares con recursos enteramente nacionales. Quería originar una industria militar y otra petrolera, entre otras más, que no dependieran del extranjero. Se trataba de un asunto clave de soberanía nacional. Su patriotismo era tan contagioso como difíciles de alcanzar los objetivos. Mientras a él le interesaban la independencia energética y armamenticia, afuera del país se insistía en la subordinación en todos los órdenes de la vida económica y política. Se resistía a pedir prestado a los bancos foráneos y a aceptar ayuda financiera alguna, a pesar del desorden monetario doméstico que crecía por instantes en razón de la gran cantidad de papel moneda en circulación. Imposible olvidar que Carranza había autorizado a los militares de su confianza a imprimir billetes en sus diversas zonas de control, por lo que llegaron a existir 28 diferentes tipos de dinero en México, con lo cual la inflación, el caos económico y la insolvencia del país crecieron hasta extremos tan preocupantes como irresponsables. La devaluación se produjo de manera inevitable. Por todo ello, Carranza suspendió el funcionamiento de los bancos e incautó sus reservas. A continuación hizo saber el contenido de la Doctrina Carranza, en la que insistía que todas las naciones, empresas y personas, extranjeras o no, eran iguales ante el derecho y debían someterse a la soberanía del estado en que se encontraban. Ni la diplomacia ni el peso corporativo deberían servir para ejercer presión sobre los gobiernos débiles, a fin de obtener modificaciones a las leyes que no convinieran a los súbditos de regímenes poderosos. Se proponía imponer la justicia de modo que ningún país se pudiera sentir amenazado por otro, por cualquier razón o injerencia diplomática. Hermosa teoría, si no fuera por la cantidad de cañones y de soldados con que contaba sobre todo Estados Unidos para derogarla al primer capricho. Por aquellos días, cuando Carranza tenía alojada a Virginia nada menos que en el Castillo de Chapultepec, y a Ernestina en una hermosa casona en las calles de Lerma, también en la ciudad de México, el jefe del Ejecutivo en funciones visitó a esta última notablemente alterado, desubicado, extraviado y confundido. Rechazó la comida y la acostumbrada conversación con sus hijos. En esa ocasión no estaba para charlas ni para dormir su tradicional siesta vestido con el pijama, despojado de su sombrero de fieltro gris confeccionado con alas anchas al estilo de su tierra, de su saco de gabardina con botones dorados, pantalón de montar y botas de charol, como si se tratara de la indumentaria de gala de un militar, pero sin exhibir insignia alguna ni medallas o condecoraciones al estilo de Díaz. En lugar de expresarse con el debido reposo, muy a su estilo, con la voz baja para inspirar mucho respeto y distancia, Venustiano venía descompuesto: habían secuestrado a su hermano Jesús y a su sobrino Abelardo, y amenazaban con matarlos a los dos si los delincuentes no recibían el importe del rescate solicitado. Carranza no había estado dispuesto a ceder ante el chantaje para impedir el asesinato de sus queridos familiares. Jamás transigiría con criminales. El Estado mexicano no sería, por ningún concepto, rehén de una pandilla de bribones. Sin embargo, su fortaleza se derrumbó esa mañana, como quien recibe una puñalada en la yugular, cuando fue informado de que Chucho y su hijo habían sido alevosamente privados de la vida por sus captores. El sentimiento de culpa lo devoraba. Imposible sujetarse de algo para no caer en el fondo de un pozo sin contención alguna. Carranza se hundía y lloraba en los brazos de Ernestina sin que las palabras de consuelo de su amada pudieran aliviarlo. El precio por detentar el poder podía ser elevadísimo, como en esa terrible y dolorosa circunstancia. Si pudiera tener a los victimarios en sus manos, una soga para colgarlos, un mosquete para fusilarlos, unas piedras para lapidarlos o gasolina para quemarlos vivos. Nada, imposible vengarse ni traerlos atados a un palo, como animales salvajes, para encerrarlos en una prisión.

—Cobardes, son unos cobardes, Ernestina, y sin embargo, perdidos en la sierra difícilmente podría encontrarlos para darles su merecido.

En lugar de acariciarle la cabeza, enjugarle las lágrimas e invitarlo a la resignación con palabras perfectas que aligeraran el peso insoportable del dolor y evitaran que la culpa lo devorara, Ernestina lo animó a buscar a los homicidas y castigarlos, no descansar hasta pasarlos por las armas. Ella no era mujer que perdonara ni serenara, sino que invitaba en todo trance a luchar, a sacudir, a cobrar una a una las afrentas. Esa mujer tenía la magia de hacer y decir lo indicado en el momento indicado. Con el tiempo Venustiano también superaría la crisis siempre que no le faltara Ernestina, por más violenta e iracunda que fuera. Ahí siempre estaría ella.

Como no hay plazo que no se cumpla, Carranza convocó a elección de diputados para integrar el Congreso Constituyente que se reuniría en Querétaro, una ciudad que no lo recibiría con el entusiasmo esperado en razón del recuerdo que privaba de julio de 1914, cuando los carrancistas saquearon sus iglesias, conventos, haciendas, bibliotecas y casas particulares. No se puede gritar quedito, la revolución es la revolución. Las sesiones formales en el Teatro Iturbide no deberían extenderse más allá del 31 de enero de 1917, según se propusieron los jacobinos —los obregonistas— en contra de los liberales moderados —los carrancistas­—. En su proyecto de reforma a la Constitución y en su discurso inaugural del Congreso, el 1 de diciembre de 1916, Carranza dejó muy en claro que solo pretendía ligeras modificaciones a la Carta Magna de 1857.

Se respetará escrupulosamente el espíritu liberal de dicha Constitución, a la que solo se quiere purgar de los defectos que tiene ya por la contradicción u oscuridad de algunos de sus preceptos, ya por los huecos que hay en ella o por las reformas que con el deliberado propósito de desnaturalizar su espíritu original y democrático se le hicieron durante las dictaduras pasadas… Por todo lo anterior, vengo a poner en vuestras manos el proyecto de Constitución reformada…26

Muy pronto se evidenció que los radicales, manipulados por Obregón, impondrían su criterio sobre el proyecto presentado por Carranza. El Primer Jefe de la Revolución fue uno de los principales enemigos de la promulgación de la Constitución de 1917. Según sus propias palabras, era un reformista, no un revolucionario, al extremo de que ni siquiera creía en la educación pública: “Solo cuando se sustraiga la educación del gobierno se formarán caracteres independientes”, declaró en septiembre de 1914.

Carranza, claro está, se opuso a la laicidad del artículo tercero y a la exclusión de la Iglesia católica en la educación que impartiera el Estado. Se proyectaba como el gran conservador que en realidad era. Pero los conflictos entre los jacobinos y los carrancistas no se limitaron a la disputa por la educación y la conciencia de los mexicanos. La propuesta del artículo 123 desesperó a Carranza, un antiobrerista consumado que se resistió al conjunto de principios de protección al trabajo más avanzado del mundo en ese momento.

Lo mismo aconteció con el artículo 27, donde resultaron derrotadas las ideas de Carranza para que el país recuperara la propiedad de los recursos del subsuelo, se diera un paso adelante en materia de reforma agraria y se regresara al clero a las sacristías con las uñas recortadas que Porfirio Díaz, el gran enterrador del liberalismo mexicano del siglo XIX, les permitiera crecer temerariamente. Juárez volvía a nacer contra la voluntad de Carranza, que como decía muy bien García Granados, tenía un disfraz para cada ocasión. Estaba en contra de los privilegios de los petroleros, pero no estaba en contra de ellos; estaba en contra de algunos abusos del clero, pero no estaba en contra del clero; estaba a favor de la educación, pero se oponía a la educación pública… ¡Qué hombre tan complicado y contradictorio!

En el Senado estadounidense declararon que el artículo 27 de la Constitución era de extracción bolchevique y que había sido confeccionado en un estercolero. Carranza era un ladrón al quererse apropiar de los bienes ajenos con un viso de legalidad. Las empresas mineras, ferrocarrileras y petroleras protestaron airadamente, ¿y cómo no iban a hacerlo si el suelo y el subsuelo eran propiedad de la nación a partir de la entrada en vigor de nuestra Carta Magna? Las minas, los manantiales, los yacimientos, las vetas y la superficie del terreno donde descansaban los rieles y los durmientes pasaban a ser del dominio y del derecho exclusivo del pueblo de México. Únicamente las instalaciones quedaban a favor de los empresarios y corporaciones de la nacionalidad que fueran. ¿Qué tal? ¿Qué hubiera dicho Madero cuando apenas llevaba cuatro años de haber sido asesinado y tan solo había intentado imponer gravámenes a las compañías insaciables? ¿Y el clero? ¿Qué diría cuando todo su patrimonio volvía a ser expropiado y sus actividades reguladas por la ley? Carranza no estaba de acuerdo, pero estaba obligado a hacer valer las disposiciones constitucionales, objetivo que cumplió a su conveniencia y capricho. México podría volver a incendiarse en cualquier momento por haber afectado en forma tan directa y flagrante intereses foráneos y domésticos muy poderosos que habían acabado con varios jefes de Estado anteriores. Como sucedió por algún tiempo, los sucesivos gobiernos decidieron no aplicar, por lo pronto, la Constitución para asegurar transitoriamente la supervivencia del país. Eso sí, por alguna razón Carranza fue masacrado al intentar acercarse a una zona petrolera —curiosamente— en su huida en 1920, crimen alevoso del que me ocuparé más adelante. ¿Por qué no mencionar aquí, si el lector me lo permite, y antes de que la memoria me traicione, que en tan solo 15 años, de 1913 a 1928, asesinaron a balazos a tres presidentes mexicanos: Madero, Carranza y Obregón?

¿Cómo imaginar que Carranza hubiera dicho que la Constitución era “ilegal” y había sido redactada por un grupo insignificante del Congreso, que representaba a una pequeña minoría de la nación? Él había invitado a la Convención de Aguascalientes al Constituyente y ahora les quitaba toda jurisdicción. ¿Cómo entender que hubiera preparado dos iniciativas de reforma para desbaratar en el próximo Congreso lo que el de Querétaro había hecho contra su voluntad en 1917? Comonfort, en 1857, había declarado que con la Constitución no se podía gobernar y sin ella tampoco. Obviamente fue derrocado y estalló la violencia, la guerra de Reforma entre los mexicanos. ¿Qué suerte correría el país en manos de don Venustiano? Afortunadamente no nos esperaba otra guerra parecida.

Si el káiser alemán había fracasado en sus intentos de provocar un conflicto armado con Estados Unidos al recurrir a Huerta y después a Villa, tocaba ahora el turno a Carranza, un incuestionable germanófilo, quien había ofrecido a Alemania la posibilidad de instalar bases de submarinos en las costas del golfo de México. Fue entonces cuando Zimmermann, el ministro alemán de Relaciones Exteriores, propuso a Carranza y a Japón, a través de un telegrama secreto, una alianza tripartita para atacar a la potencia con la promesa de devolver a México los territorios de Texas, Nuevo México y Arizona, los dos últimos perdidos en 1848, en el entendido de que California y el canal de Panamá pasarían a ser propiedad del imperio del sol naciente si entre los tres países lograban derrotar a la potencia.

En ese momento nadie podía suponer que el Reino Unido, de la misma manera que había seguido en detalle los pasos de Huerta en Barcelona, también espiaba de cerca las actividades de los alemanes en México, ya que sabían el alto costo que pagaría la Corona inglesa si Estados Unidos se llegaba a involucrar en una guerra contra su vecino del sur. Cuando los ingleses lograron descifrar y desencriptar el mensaje que pasaría a la historia como “el telegrama Zimmermann”, lo enviaron de inmediato a Woodrow Wilson, quien furioso ordenó su publicación en todos los diarios de la Unión Americana para que cinco días después escalara la Primera Guerra Mundial al entrar ellos en la conflagración, antes principalmente europea. El káiser había fracasado en su tercer intento, en tanto Wilson no quería ni oír hablar de Carranza, quien evidentemente había coqueteado con los alemanes y jamás se enfrentaría a ellos militarmente muy a pesar de las presiones norteamericanas. México había sido, de modo indirecto, el detonador de su entrada en el enorme conflicto.

¡Claro que Carranza ganó las elecciones y claro, también, que protestó como presidente constitucional el 1 de mayo de 1917 con la idea de reorganizar la administración pública y tratar de rescatar al país de la catástrofe padecida! Antes de la toma de posesión, acompañado de Secundino Reyes, dio un paseo a caballo rumbo al Castillo de Chapultepec y desayunó su platillo favorito: cabeza de ternera tatemada al horno, muy picante, carne asada, tortillas de harina y café negro, muy cargado. El nuevo jefe de la nación estaba rodeado de enemigos internos y externos entre los que se encontraba, como siempre, el clero católico resentido y vengativo, al igual que las corporaciones extranjeras. El tesoro público estaba quebrado, tanto como el ánimo popular. El desastre era generalizado. A lo largo de su gobierno, Carranza convocó a establecer el respeto mutuo e implícito en las relaciones internacionales, la no intervención en asuntos internos, el rechazo al extraterritorialismo; deseó fomentar la riqueza nativa permitiendo la participación de los extranjeros sobre una base de igualdad y de justicia con los mexicanos. Estableció políticas proteccionistas de las industrias nacionales, se negó a pedir prestado y no suscribió créditos con el exterior, ya que deseaba hacer del gobierno mexicano una entidad financiera independiente. Creó el banco único de emisión, liquidó a los bancos nacionales y dejó muy en claro que las empresas de servicios públicos como los tranvías, los ferrocarriles, los telégrafos, los teléfonos, la provisión de agua potable, el abasto de luz y fuerza motriz debían ser propiedad de los gobiernos municipales, locales y el federal. Se convertía en un nacionalista a ultranza. Sin embargo, vivía con la obsesión de una intervención armada estadounidense. Lo dominaba una insuperable pesadilla en la que Inglaterra capitaneaba un golpe de Estado en su contra, ya que el Reino Unido dependía en un 75% del petróleo mexicano en plena guerra. No dejaba de pensar en un derrocamiento propiciado por Von Eckardt y los militares opuestos a su gobierno ni en los incendios repentinos de los pozos petroleros por parte de los alemanes, con lo cual Estados Unidos intervendría en México para proteger a sus aliados ingleses. ¿Cómo conciliar el sueño así?

La noche anterior Carranza le había dicho al oído a Ernestina que hasta ese día había sido el Primer Jefe y que mañana se levantaría con el presidente de la República.

—¿Crees que como presidente seré tan feliz contigo que como jefe? —le preguntó a la mujer de sus confianzas. Sus relaciones con Virginia eran distantes y frías. Su carácter conservador le impedía tramitar el divorcio, no obstante haber decretado una ley al respecto orientada a las personas que por la razón que fuera ya no deseaban vivir juntas. Estaba condenado a soportarla hasta que la muerte los separara, tal y como había sentenciado el cura el día en que unieron sus vidas ante la fe del Señor, su Señor…

Ernestina quería la compañía del hombre exitoso y triunfante. Lo demás la tenía sin cuidado. Su humor seco siempre sacaba a Carranza de balance. Aquella noche, precisamente la previa a su toma de posesión, fue cuando ella le sugirió mientras se abrazaban en la cama:

—Oye, Venus, ¿y si te quitaras la barba y el bigote y en la foto presidencial aparecieras bien rasuradito, amor?

—¿Estás loca? La gente me conoce así. Si cambio de aspecto sería como si a un pato le quitaran el pico, Erne…

—Chamba nueva, cara nueva, presi nuevo y amante nuevo…

Todo acabó en un ataque de cosquillas.

Unos meses más tarde, al concluir la Primera Guerra Mundial, Wilson se trasladó a Europa para suscribir los Acuerdos de Versalles y visitó al Papa en el Vaticano, quien le suplicó que ejerciera su influencia sobre Carranza para que se protegieran los intereses del clero mexicano de manera adecuada. Wilson le externó al Sumo Pontífice su punto de vista respecto al presidente de México, alegando que se trataba de un hombre incomprensible, errático, impredecible y ciertamente enloquecido. Resultaba imposible hablar con él, sin embargo, ofreció ejercer sus mejores oficios para reconciliar a las partes.

Para lograr la última etapa de la pacificación del país y ante la imposibilidad de entenderse con Emiliano Zapata, Venustiano Carranza decidió asesinarlo en abril de 1919. ¿El que a hierro mata, a hierro muere? No siempre. ¿El que la hace la paga? A veces, pero consuela el dicho. Nadie se va de este mundo sin pagar hasta la última cuenta. La tesis es inmejorable siempre y cuando no se le contraste ni compare con la realidad. En el caso de Carranza los refranes se aplicaron a la perfección. Por esa razón, Pablo González, el militar incondicional de Carranza hasta que dejó de serlo, contrató a Jesús Guajardo para hacerle creer al Atila morelense que estaba descontento con don Venustiano y deseaba convertirse en un furibundo zapatista. Como prueba de su lealtad fusiló a 50 de los suyos, 50 soldados federales, obsequiándole al Caudillo del Sur, acto seguido, armamento y municiones para continuar la lucha. Para celebrar la alianza acordaron reunirse en la Hacienda de Chinameca, Morelos, el día 10. Zapata llegó acompañado únicamente por una escolta de 300 hombres, quienes fueron sorprendidos por una lluvia de balas cuando cruzaban por una valla de honor integrada por los hombres de Guajardo. De poco le sirvió a Guajardo que Carranza lo hubiera ascendido a general brigadier y le obsequiara 50 mil pesos a título de recompensa por su alevoso crimen, porque el traidor moriría fusilado por Obregón un año más tarde, con lo cual apenas pudo disfrutar su nuevo grado militar y su dinero. ¿El que la hace la paga…? No, pero al mismo tiempo nadie sabe para quién trabaja: ¿quién disfrutó los 50 mil pesos, una fortuna para aquella época? Adiós Plan de Ayala, adiós proyectos para rescatar a los campesinos morelenses de la miseria, adiós esperanza de bienestar: bienvenidas las posibilidades de una nueva revolución en protesta contra el hambre y así no romper jamás este círculo vicioso diseñado por Mefistófeles en una noche de insomnio.

Cuando Obregón renunció el 1 de mayo de 1917 al gabinete carrancista como secretario de Guerra, don Venustiano entendió, con la debida claridad, que lo hacía para preparar su campaña a la presidencia de la República. La candidatura del Manco acabaría con la carrera política de Carranza; esto lo hubiera entendido un lactante. Obregón se había retirado de la contienda electoral de 1917 por sugerencia de Adolfo de la Huerta, pero en esta ocasión “iría por todas”. Con la debida discreción se dirigió a Estados Unidos con el pretexto de someterse a un tratamiento médico, cuando en realidad su único deseo consistía en entrevistarse con el presidente. Nunca se supo quién trató de envenenarlo en el hotel St. Francis, en San Francisco, donde pasó unos días como parte de su periplo diplomático. Una actriz que ocupaba la habitación anexa había prometido acabar con la vida del Manco de Celaya a cambio de 10 mil dólares. ¿Habría sido Carranza el autor de este atentado? A saber, lo que sí fue cierto es que Obregón tomó debida nota de las intenciones del exjefe del Ejército Constitucionalista. ¿Quién más podía haber tenido interés en matarlo sino Carranza, sola y únicamente él? Sin externar sospecha alguna continuó su viaje hacia Washington, donde visitó la tumba de Abraham Lincoln y se entrevistó con James Ryan, comandante de una base de entrenamiento, para dar a entender que sus visitas a las instalaciones militares norteamericanas tenían por objetivo contrarrestar el aparente sentimiento de simpatía del gobierno carrancista hacia Alemania. Obregón no tenía, desde luego, la menor proclividad germánica. Desde West Point viajó a Washington, donde finalmente pudo reunirse con el presidente Wilson y con Lansing. Se trataba de dejar muy claro el sentimiento de solidaridad que sentía hacia Estados Unidos y no hacia cualquier potencia europea. En realidad trataba de tranquilizar al gobierno yanqui para contar con el apoyo de la Casa Blanca cuando se lanzara el año siguiente a conquistar la presidencia de México. El Manco de Celaya hilaba muy fino. Bien sabía la suerte que habían corrido Porfirio Díaz, Pancho Madero y Victoriano Huerta por no haberse entendido oportunamente con ellos.

Al mismo tiempo que Obregón aceptaba el 1 de junio de 1919 su candidatura a la presidencia, Venustiano Carranza nombraba a Ignacio Bonillas, el embajador mexicano en Washington, como el opositor del Manco para ocupar un cargo tan distinguido. ¿Bonillas? ¿Quién era Bonillas sino un ilustre desconocido en la política nacional, que desde luego sería manipulado como una marioneta por el propio Venustiano? Se repetía la historia de Porfirio Díaz cuando nombró a Manuel González, de la misma manera que se repetiría cuando Obregón eligió a Calles y cuando este hizo lo propio con Portes Gil, Ortiz Rubio, Abelardo Rodríguez y Lázaro Cárdenas durante los años oprobiosos y vergonzantes del Maximato. ¿Acaso México no tenía derecho a la democracia después de haber padecido los horrores de la Revolución? No, no, las revoluciones o sirven para concentrar aún más el poder, o no sirven para nada. Ahí está el caso de la Revolución china, cuando en 1948 Mao Tse Tung derrocó a Chiang Kaishek, el tirano, para instalar a su vez una nueva tiranía en China que dura hasta nuestros días. La Revolución rusa también sirvió para concentrar aún más el poder, ya que después de acabar con generaciones y generaciones de zares, unos más déspotas que otros, se instaló la dictadura del proletariado, en la que por supuesto no existió jamás la democracia. ¿Más casos? La Revolución francesa y hasta la cubana, ya que cuando Fidel Castro echó a Fulgencio Batista, los cubanos pensaron que advendría sin duda alguna la democracia y esta nunca se presentó, igualmente hasta nuestros días. El caso de México no podía ser una excepción: después de la dictadura de Díaz, el asesinato de Madero, la llegada de Victoriano Huerta, el nuevo estallido de la Revolución y la llegada de Venustiano Carranza al poder, tampoco se dio la democracia, ni con todos los presidentes que lo sucedieron en el cargo. La Revolución mexicana tampoco trajo libertad, educación, riqueza compartida, evolución cultural, ni se cumplieron los viejos anhelos sociales del movimiento armado. El campo, hoy por hoy, está absolutamente quebrado, como lo estuvo cuando estalló la revuelta que condujo al derrocamiento de Porfirio Díaz. Si bien había haciendas muy productivas, el peonaje, la esclavitud, la desesperación rural, el hambre y la enfermedad existían como un infierno que por lo visto jamás se superaría.

¿Otra mala noticia además de conocer la candidatura de Álvaro Obregón a la presidencia de la República en aquel 1919, decisión que amenazaba abiertamente su futuro político? Sí, la muerte de Virginia Salinas, su legítima esposa, en la ciudad de Querétaro en noviembre de ese año. Después de todo, esa mujer le había sido leal en la adversidad y fiel como compañera después de 37 años de casados, durante los cuales el Varón de Cuatro Ciénegas no se divorció, a pesar de que su relación con Ernestina era un secreto a voces que conocían sus hijas Virginia y Julia, de quienes ya no habría nada más que agregar salvo en el caso de la mayor, la primera, que contrajo por aquellos años matrimonio con el general Cándido Águilar, quien fungiera en dos ocasiones como ministro de Relaciones Exteriores de su suegro. Mentira que Virginia Salinas no asistiera a eventos públicos en su carácter de primera dama: se presentó a muchos actos oficiales acompañando a su marido, o por su lado, en reuniones filantrópicas donde se distinguió principalmente por regalar ropa entre los pobres. Sobra decir que escogía vestidos y sombreros con los que lucía, según ella, muy emperifollada, pero que la hacían quedar en ridículo si no se perdía de vista su triste figura ni mucho menos su estatura. Si no fue homenajeada con ninguna honra fúnebre fue porque Ernestina se negó a hacerlo “para no hacerle ningún ruido a la difuntita”… Carranza, como siempre que ella solicitaba algún favor o servicio, sabía complacerla para que los gritos no se escucharan afuera de la lujosa casona de la calle de Lerma.

Carranza, como bien lo dijo Alberto García Granados —nada de don Alberto—, continuó con sus dobles juegos, amenazando a Wilson con defender la soberanía nacional de intereses extranjeros y al mismo tiempo protegiendo las inversiones norteamericanas. Apoyaba al clero, pero dejaba que sus fuerzas lo golpearan. Recibía soporte financiero de los petroleros, pero hablaba de cobrarles más impuestos y aun confiscar propiedades. A la Casa Blanca le hace saber que no había recibido el telegrama Zimmermann, cuando Wilson tenía evidencia de lo contrario, y por otro lado negociaba con Japón y Alemania. Las relaciones México-Estados Unidos se acercaban precipitadamente a la ruptura irreversible. Don Venustiano le comunica a Pablo González, su esbirro, que él será su sucesor en la presidencia, cuando tenía en la mente a Bonillas, Flor de Té. González no resistió el coraje ni el ridículo, al igual que Obregón, quien no solo rechazó a Bonillas sino que se levantaría en armas: con él no cabían los dobles juegos ni las dobles palabras ni las dobles caretas…

Bonillas, una vez convertido en el jefe de la nación, se encargaría de instrumentar una reforma constitucional para suprimir la no reelección del presidente de la República, de tal manera que al término de los cuatro años de su gobierno, sin ocultar que sería en todo caso un títere, Carranza se haría reelegir indefinidamente. ¿Y quién no quería verse en semejante posición? ¿Santa Anna, Juárez, Porfirio Díaz, Victoriano Huerta, Carranza, Obregón, Calles, Cárdenas, Miguel Alemán o Salinas de Gortari? ¿Quién no? ¿Echeverría tampoco? Los políticos mexicanos casi siempre han querido eternizarse en el poder. ¿En el fondo de cada funcionario público no existirá invariablemente un espíritu autoritario, caciquil y hasta cerril?

—Si no consigo que me elijan como presidente, será porque no quiere don Venustiano, pero antes de que el viejo barbón falsee las elecciones o me haga arrestar, me levantaré en armas en su contra —declaró Obregón dejando en evidencia la claridad con que contemplaba los acontecimientos.

Carranza buscaba cualquier pretexto para arrestar a Obregón, sin percatarse o sin confesarlo que el Manco de Celaya contaba con toda la popularidad y el respaldo del ejército así como el apoyo absoluto del Congreso, de innumerables gobernadores y funcionarios, además de los más influyentes representantes de la prensa. La ambición de don Venustiano le impidió ver con transparencia la posición desde la que jugaba. Antes, cuando inició el movimiento armado contra Huerta, contaba con Pancho Villa, Obregón y los indomables y agudos sonorenses. Cuando después de la Convención de Aguascalientes volvió a estallar la violencia, Carranza contó nuevamente con Álvaro Obregón, para acabar esta vez con la División del Norte. En aquel momento todavía disfrutaba, con sus debidas comillas, del apoyo del presidente Wilson, quien en esta coyuntura, sobre todo después de haber conocido las políticas liberales de Obregón y compararlas con las tendencias confiscatorias y nacionalizadoras de Carranza, además de sus hipócritas dobleces, jamás apoyaría un movimiento armado conducido por este último. Nunca volvería a estar de su lado. La Casa Blanca procedería a un embargo radical de armas y por supuesto que ni los petroleros, los mineros o los ferrocarrileros extranjeros le darían un quinto para financiar su defensa militar. ¿Apoyarse en la Iglesia? Ni pensarlo. Estaba absolutamente solo y se negaba a darse cuenta de ello. Cuando propuso a un civil como Ignacio Bonillas, ignoró que el ejército no deseaba, desde luego, sino a un militar, a un líder destacado que contara con todas las simpatías de las fuerzas armadas. En este evento no existía nadie con más merecimientos que Álvaro Obregón, y sin embargo Carranza continuó con su postura absolutamente suicida. En el momento que Díaz se dio cuenta de que había perdido el apoyo de Taft y de Wall Street decidió retirarse, caminar por los Campos Elíseos del brazo de Carmelita, vivir en paz, disfrutar su dinero, su prestigio y los últimos años de su vida. Sabiduría política pura.

Al primer intento de Carranza de arrestar a Obregón, este publicó el Plan de Agua Prieta en Sonora y lo desconoció como presidente. ¿Verdad que con el Manco no se jugaba? En el plan constaban las razones por las que había llegado el momento de revocar el poder que se había conferido a don Venustiano.

Después de la justificada defección de Pablo González, su viejo y leal colaborador, Carranza se quedó apoyado en la ciudad de México por una pequeñísima fuerza militar que en cualquier momento también lo abandonaría; estaba perdido y se suicidaba. De haber sido un hombre sabio y entregar el poder a Obregón en una gran fiesta popular y política, y luego retirarse tomando en cuenta su avanzada edad, sin duda alguna habría pasado a la historia como uno de los grandes líderes mexicanos de todos los tiempos. Sin embargo, al enfrentarse a Obregón, quien contaba con apoyo social y sobre todo militar, sin olvidar la simpatía que sentían por él en la Casa Blanca, don Venustiano se introducía el cañón de una pistola en el paladar, por lo que solamente faltaba apretar el gatillo, y esto ocurrió cuando decidió salir rumbo a Veracruz llevándose el tesoro público a bordo de unos trenes, en una comitiva integrada por 50 vagones. Ahí vemos a un Carranza absolutamente solo, un presidente prófugo de sus poderes que recogió lo que pudo del gobierno. Invitó a su fuga a algunos representantes de la Comisión Permanente del Congreso de la Unión y a algunos ministros de la Suprema Corte de Justicia. Empacó todo lo que consideró necesario para trabajar en Veracruz, incluidos los caudales públicos con que contaba y abordó un convoy preparado al efecto con una premura que no rebasaba las 12 horas de anticipación. Llevó una escasísima guarnición integrada por algunos leales, ignorantes de su posición y de los riesgos que corrían al acompañar al primer mandatario al cadalso. El gobernador de Veracruz le había confirmado su lealtad a la causa. ¿Y si lo traicionaba, como en realidad aconteció? Carranza se exhibió como una presa fácil y accesible, más aún cuando se enfrentaba a un militar de las dimensiones de Obregón y se dirigía solo, sin protección suficiente, al territorio petrolero dominado por Manuel Peláez. La ceguera era suicida.

El 5 de mayo de 1920 Carranza decidió casarse con Ernestina Hernández. Estarían unidos por la ley y por la Iglesia tan solo 15 días. Ella lo sabía con anticipación, su instinto femenino se lo advertía, y tal vez previendo la suerte de su marido, su destino irreversible, insistió por primera vez en el matrimonio después de tantos años de amasiato. No se equivocaba. Venustiano le prohibió acompañarlo. Por lo visto, todos podían anticiparse a su futuro.

—Quiero que sepas, Venustiano, que eres el hombre de mi vida, siempre fuiste generoso y comprensivo conmigo a pesar de mis arrebatos verbales, que siempre disculpaste. Sé que estuviste permanentemente presente y viste por mí, te preocupaste por mí y por nuestros hijos, a quienes nunca dejaste de procurar ni besar ni atender. Fuiste un padre pródigo, un amante caudaloso, un proveedor puntual, un compañero amoroso, leal y entregado, un cómplice confiable y un hombre inteligente que compartió conmigo su existencia. Sé que te ofendí en muchas ocasiones con mi manera violenta, a veces iracunda de hablar, pero siempre fuiste un caballero y nunca dejaste de amarme, al menos eso creo. No tengo nada que reclamarte. Sé que no te volveré a ver ni en esta vida ni en la otra, por más que tú digas lo contrario. Sábete respetado y querido, amado Venus, y que tu Dios y tus Vírgenes te salven. Yo solo puedo darte las gracias —le dijo Ernestina el último instante antes de despedirse—. Solo puedo decirte gracias, gracias, gracias, hombre, gracias, marido, gracias, compañero, gracias, padre: me quedo con cuatro frutos de nuestro amor…

Después de un abrazo que parecía no tener final, don Venustiano giró sobre los talones y abordó su automóvil rumbo a su destino.

¿En qué soñaba Carranza al dirigirse de nueva cuenta a Veracruz? En disponer de los fondos recaudados por la aduana, con los que adquiriría pertrechos del extranjero. Si todo fallaba, entonces tendría garantizada una ruta de escape hacia el exterior.

Don Venustiano no únicamente perdió de vista quién era Álvaro Obregón, también olvidó el viejo apotegma: Quien hace la revolución a medias, cava su propia tumba, con tanto acierto aplicado por Porfirio Díaz y Victoriano Huerta. Siguiendo lo anterior, el general Rodolfo Herrero, empleado de Peláez y suscriptor del Plan de Agua Prieta —¿quién no jugaba un doble juego?—, recibió órdenes de acabar con la vida de Carranza a través del general Alberto Basave y Piña, uno de los hombres de quienes se sirvió Obregón para adherir el mayor número de militares a su exitoso plan para derrocar a don Venustiano. Las instrucciones rezaban:

BATA USTED A VENUSTIANO CARRANZA Y

RINDA PARTE DE QUE MURIÓ EN COMBATE.27

Carranza aceptó pasar la noche del 20 de mayo de 1920 en una humilde choza de Tlaxcalantongo, en el estado de Puebla, de la que nunca más salió con vida. En la madrugada del día 21 fue ejecutado. Peláez y Herrero brindaron ruidosamente. Los petroleros lo hicieron por su lado al igual que Obregón, quien levantó dos veces su copa, una por la feliz muerte de Carranza y la otra por el próximo acribillamiento a balazos del general Basave, quien sabía demasiado… Su cuerpo fue encontrado sin vida en las afueras de la ciudad de México.

Álvaro Obregón no hizo la revolución a medias, mató más que nadie en su carrera al poder sobre la base de una fundada convicción: gobierna más quien mata más… Calles y la Iglesia católica, cada uno por su lado, aceptaban la validez de esta sentencia y por ello conjuraron exitosamente contra su vida el 17 de julio de 1928. Lo masacraron en La Bombilla.

Si Obregón no escapó al apotegma de el que a hierro mata a hierro muere, Calles sí lo logró. Plutarco Elías Calles, uno de los fundadores de la Dictadura Perfecta junto con Lázaro Cárdenas, que tantos daños y atraso acarrearían a México durante más de siete décadas, murió en la cama sin haber sido confortado con todos los auxilios espirituales. En eso fue congruente…

Cuando los asesinos de Carranza esculcaron el cadáver del Varón de Cuatro Ciénegas, encontraron en su cartera vacía una medalla grabada con la imagen de una Virgen y la siguiente inscripción al reverso: “¡Madre mía, sálvame!”. Es evidente que no lo salvó. ¿Dios estaba con Obregón? ¡Por supuesto que no! Obregón también fue asesinado. Imposible entender a la divinidad…

Por lo pronto, Ernestina renunció a la pensión del gobierno, alegando que no podía recibir dinero de Obregón, el asesino de su marido. Para subsistir con sus hijos rentaría cuartos en la casa donde vivía: eso era dignidad.

En cuanto a la Revolución y sus resultados, debe comprenderse que de principio a fin esta estuvo, si no dirigida (en el honroso caso de Madero, por ejemplo), sí limitada en sus alcances y vigilada en sus procedimientos por Washington y Wall Street, de modo que su resultado fuera siempre un mayor sometimiento del gobierno de México a sus directrices. Es cierto: Madero tuvo su apoyo político y por eso Porfirio se retiró de la escena antes de una previsible intervención militar. Madero esperó de pie esa tragedia cuando lo abandonaron y le hicieron la guerra a través de Lane Wilson. Huerta escapó como Porfirio cuando no pudo combatir a Carranza, quien apoyado por Wall Street y Washington escalaba la cima del poder. Cuando ese apoyo dejó de existir, huyó con éxito, sin saber que se dirigía directamente hacia el cadalso. Obregón, beneficiario ahora de ese respaldo militar, financiero y diplomático, escaló al poder creyéndose listo, esta vez sí, para emular la obra de don Porfirio, pero fue Wall Street, una vez más, quien a través de uno de sus directores, el tristemente célebre Dwight Morrow, habilitado al efecto como embajador en México de los Estados Unidos, se colocó, desde un principio, al lado de Calles para instrumentar una dictadura, quizá la más exitosa de toda la Revolución, pues así convenía, otra vez, a Wall Street y a la Casa Blanca, los eternos socios y amigos.

26 Tamayo, 1983: 157.

27 Manero/Paniagua, 1958: 146.