A Roberto Martínez Guerrero, el abogado y el amigo incondicional que todos quisiéramos tener en las noches de insomnio

Hay quien sostiene que la conquista militar de la Nueva España fue mucho más salvaje, cruel y devastadora que la así llamada “conquista espiritual”. Nada más falso, absolutamente falso, como lo demostraré a continuación, hecho por hecho, palabra por palabra, mutilación por mutilación, tortura por tortura, azote por azote, amuleto por amuleto, fetiche por fetiche, castigo por castigo hasta llegar a la pira, a la maldita hoguera de la Santa Inquisición, donde fueron quemados leño por leño, libro por libro, ídolo por ídolo, incontables indígenas, además de judíos y otros herejes, junto con las esperanzas, las creencias, las ilusiones y las promesas de los aborígenes de tener en el futuro una vida mejor.

Yo viví en silencio, muerta de pánico, la historia en carne propia y la escribí día a día, a sabiendas de los suplicios que me impondrían si mis cuadernos llegaban a dar a los ostentosos escritorios de los temidos y odiados inquisidores que castraron para siempre a los mexicanos de todos los tiempos, regiones y sexos. ¡Claro que me hubieran quemado en leña verde como bruja en la Plaza del Volador! Corrí grandes peligros como mujer, más aún porque se nos tenía prohibido aprender a leer y escribir para que no nos pudiéramos comunicar en secreto con nuestros pretendientes, sin que los morbosos ensotanados, viciosos y crueles, ávidos de oro, se percataran de que nosotras, las madres, somos quienes educamos a los hijos, y que sepultadas en la ignorancia, en lugar de forjar hombres de bien solo podríamos echar al mundo generaciones y más generaciones de iletrados llenos de supersticiones y prejuicios con los que construiríamos un país de fracasados, mediocres y resignados, el México que nadie desearía tener. A pesar de todos los riesgos, conseguí tinta, manguillos y cirios pascuales, como los utilizados en la vigilia, para redactar estas líneas durante las noches hasta perder casi la vista, con tal de escapar al constante escrutinio de mi padre; una vez escogido sigilosamente el escondrijo donde relataría la realidad de lo acontecido, empecé a narrar mi vida y la de mi familia para hacer saber lo que sentí y padecí al descubrir que yo era hija de un verdugo, sí, sí, uno de los brazos ejecutores del Tribunal del Santo Oficio, por más vergüenza y asco que me produzca revelar un secreto de semejante naturaleza. Si en otros tiempos se identificaba a los verdugos, a quienes se obligaba a pintar sus casas de rojo y eran apartados de la sociedad como leprosos, en nuestros días esos sanguinarios martirizadores, esos criminales carniceros al servicio de la Iglesia católica, esos castigadores inmisericordes que debían ocultarse para no perecer apuñalados, envenenados o ahorcados por el pueblo, aquí y en algunos otros lugares de la Nueva España no convenía su identificación personal ni la de los suyos y menos conocer su domicilio porque las terribles consecuencias no se harían esperar. Todos correríamos, sin la menor piedad, su misma suerte. Muy tarde entendí por qué mi padre nos había confesado en una ocasión el placer que le producía decapitar gatos y perros y cortarles las patas a los gallos cuando apenas era un niño.

Tal vez debería comenzar la narración desde el momento mismo en que, contando apenas 16 años de edad, me atreví a bajar en contra de todas las prohibiciones y advertencias paternas al sótano de nuestra casa ubicada en Texcoco, en las afueras de la capital de la Nueva España. Pudiendo controlar el terror como Dios me dio a entender y sosteniendo un pequeño candelabro en la mano temblorosa, pasé por un diminuto subterráneo hasta dar con una puerta de metal enmohecida que rechinó al abrirla para encontrar el lugar que mi padre utilizaba para guardar sus vinos y aguardientes, entre otros objetos que no tardaría yo en descubrir y que cambiarían para siempre mi existencia. Entre los parpadeos de horror de la vela que parecía llorar por la cantidad de cera derretida, distinguí un baúl viejo de madera roja extraviado en esa auténtica catacumba de la que bien podrían haber salido volando innumerables murciélagos, mucho más asustados que yo.

Mi hermano gemelo y yo nacimos el 14 de diciembre de 1788, el mismo día de la coronación de Carlos IV, otro Borbón, uno más imbécil que el otro, para ya ni hablar de su hijo, el tal Fernando VII, Narizotas, en realidad un borrico, un papanatas como todos los de su estirpe, que desquició al país y a su imperio allende los mares. ¡Qué poco aprendieron los españoles, la aristocracia incluida, de la Revolución francesa que estalló medio año después! ¡Qué maravilla cuando Napoleón se apoderó de España en 1808 y, después de deponer de su cargo a Carlos IV, acabó de un plumazo con los horrores de la Inquisición, según él una institución demoniaca que, entre otros dramas, no era sino un agente eficiente de atraso social, educativo, económico y político! Nuestra madre murió desangrada en el parto por la catastrófica ignorancia de los médicos, impedidos de capacitarse ni practicar necropsias en cadáveres desnudos porque la Iglesia consideraba una herejía, un pecado mortal, la exhibición en público del cuerpo humano, conducta reprobable que bien podía conducir a los practicantes a enfrentarse al Santo Oficio con todas sus desastrosas consecuencias. Nos quedamos huérfanos desde recién nacidos sin saber que nuestro padre purgaba una pena corporal por homicidio, era un reincidente, aunque tiempo después recuperaría su libertad con la condición de que se constituyera en un verdugo inquisitorial, pues era bien sabido que el clero reclutaba a sus brazos ejecutores entre criminales o personas de muy escasos recursos, a quienes recompensaba espléndidamente por sus servicios en las oscuras mazmorras donde castigaban a los supuestos herejes.

Jamás olvidaré el momento en que con irresponsable curiosidad abrí, muerta de pánico, el baúl para encontrar, en mi inaudita sorpresa, una máscara de cuero negro que cubría toda la cabeza y que se ajustaba por atrás con unas agujetas del mismo color. De dicha prenda siniestra, que en su momento entendí como indumentaria para una fiesta de disfraces, se desprendía una larga capa que arrastraría quien la usara, en razón de las huellas de polvo que advertí en la parte más baja. De pronto sufrí un espantoso estremecimiento al descubrir manchas de sangre seca en unos pantalones que hacían juego con la toga, igualmente salpicada y teñida de rojo oscuro. Nunca sabré por qué razón no salí corriendo de esa horrenda catacumba, oscura y llena de aire viciado de mil siglos, y todavía, en lugar de aventar el candelabro, tuve la entereza de seguir hurgando hasta dar con un enorme látigo con puntas de acero que permanecía enredado como una serpiente en el fondo del arcón. No pude más. Aventé como pude todo de regreso en el maldito cofre y salí corriendo con ganas de llorar y de gritar en busca de una madre, un consuelo que ya no tenía. En mi desesperación me escondí debajo de la cama en lo que recuperaba la respiración, el habla, la paz y trataba de olvidar lo vivido. Esa tarde me quedé dormida ahí, en mi escondite favorito, sin suponer que mi padre me buscaría por doquier imaginando que algún familiar resentido de cualquiera de sus cientos de torturados o quemados me había identificado y desaparecido para siempre a título de venganza. Cuando bajé a merendar, ajena a la angustia que propiciara, recibí una reprimenda severísima acompañada de varios golpes, la suspensión de alimentos por varios días y la prohibición de salir de mi habitación por otros tantos. Si ese fue el castigo que me impusieron por estar escondida debajo de mi cama, ¿qué me hubiera ocurrido si se supiera que descubrí tanto la auténtica profesión de mi padre como su indumentaria de verdugo para torturar y quemar vivos a los apóstatas, a los renegados, a los herejes y a los blasfemos, supuestos enemigos del Señor?

Él, mi padre, torturó o quemó, en acatamiento de sentencias dictadas por la Santa Madre Iglesia Católica Apostólica y Romana, a quienes se decía habían tenido un pacto implícito o explícito con el Demonio o conspiraron en contra del rey, su señor, o eran herejes sectarios de Calvino, Pelagio, Jan Hus o Lutero, y de los alumbrados y otros heresiarcas, dogmatistas e inventores de nuevas herejías, fautores y defensores de herejes. O bien los quemaba vivos o les chamuscaba las carnes en el brasero, les marcaba la cara con un hierro incandescente al rojo blanco o les daba garrote para ayudarlos, según el Santo Tribunal, a no pasar la eternidad en el infierno. ¡Cuántas veces tiró la antorcha sobre la leña verde para encender la espantosa hoguera, produciéndose una densa nube blanca entre terroríficos gritos de dolor, hasta que los cuerpos de esos miserables, devorados por las llamas, se convertían en parte en humo que escalaba a las nubes, para que solo quedaran cenizas aisladas antes de que el viento juguetón las esparciera por la historia! Ahí estaba la divina justicia triunfando sobre la herejía por órdenes del Tribunal Sagrado de la Fe, que tomaba justa venganza en contra de las supuestas injurias a Cristo y su santísima ley.

Con el tiempo descubrí que en el antiguo Santo Oficio dos inquisidores eran los encargados de aplicar el tormento, y “no el uno sin el otro” hasta que recurrieron a un verdugo que actuaría en presencia de representantes del Santo Oficio y de un notario que registraría en actas lo sucedido en la sesión. Estos seres macabros, los sacrificadores extraídos del inframundo, eternamente amenazados de las penas que sufrirían si se llegaba a descubrir que aceptaban sobornos para suministrar drogas a los atormentados de modo que aliviaran el dolor a la hora de la tortura, se encontraban desamparados por las leyes y excluidos de cualquier contacto social al modo de los leprosos. ¿Cómo podrían acabar sus días quienes marcaban el rostro de los acusados, una infamia, con hierros incandescentes al rojo vivo, les mutilaban los dedos, las orejas o los genitales, decapitaban, aplicaban el garrote, ahorcaban con las manos, colgaban a los reos, quebraban a los pecadores en la rueda, los desmembraban o los quemaban en la hoguera? ¡Claro que mi padre tuvo un final trágico al buscar, al final de sus días, refugio en el alcohol y en las prostitutas que se quejaban de su salvajismo, hasta que optó por colgarse del balcón de nuestra casa, donde fue encontrado por los vecinos que no tardaron en conocer su identidad y su empleo satánico que, por otro lado, nos permitió vivir como intocables, y además con muchas comodidades!

Cuando mi padre llegaba a cenar con nosotros antes de retirarse a trabajar en sus misteriosas actividades, si acaso pronunciaba una palabra, lo hacía en los siguientes términos:

—¡Agua! ¡Sopa! ¡Pan! ¡Vino! ¡Y a callar…!

No había conversación posible ni bromas ni sonrisas ni comentarios en torno a la vida diaria, los planes, las expectativas o los recuerdos. Era evidente que el sadismo inicial se había convertido en veneno y en amargura. Podía negar lo que le viniera en gana, pero a la larga no tendría modo de engañarse. A un asesino vulgar le asistirían más justificaciones que a él. La merienda transcurría en absoluto silencio, en una atmósfera oscura y densa, hasta que de pronto se limpiaba la boca con la manga de la camisa y se levantaba de la mesa, la misma mesa de siempre, apolillada, vieja y llena de astillas, sin despedirse siquiera ni pronunciar palabra alguna. A saber cuándo nos volveríamos a ver. Así había sido siempre, no había de qué sorprenderse.

Como las niñas no teníamos autorizada la educación ni la convivencia libre y sin prejuicios con los niños varones salvo que lo hiciéramos a escondidas, como siempre fue mi caso, mi hermano Patricio, claro, por tratarse de un hombre, se fue a Valladolid a vivir con una tía, quien lo adoptó para que pudiera estudiar en un seminario y graduarse como sacerdote. Su carrera, bien escogida, lo llenaría de canonjías, dinero, privilegios, de vástagos camuflados que siempre tendrían grandes oportunidades en la colonia, de viajes a España y en general a Europa, todo permitiéndole hacerse rico y poderoso sin importarle que la Inquisición se convirtiera en una casa de comercio, llena de pleitos y enredos. Tendría acceso a mujeres, a lujos, a influencia en el gobierno, a ropajes caros, sedas, vinos, grandes residencias si no es que a espléndidos palacios repletos de hermosas obras de arte, personal a su servicio, deslumbrantes carrozas, además de delicados secretos de Estado conocidos a través de la confesión o de la información de la administración virreinal. ¿Qué más daba creer en Dios o no ante un nivel de vida tan apabullante si no se le dejaba de comparar con los millones de indígenas vestidos con raídos trajes de manta que, si acaso, tenían por alimento una tortilla dura y un poco de agua, y que subsistían patéticamente a la intemperie o tal vez en una humilde choza envueltos en petates desgastados usados por sus abuelos, por sus padres, y que heredarían a sus hijos y nietos? ¿Cómo no incursionar en la carrera clerical o en la militar y escalar hasta la máxima jerarquía? ¿Y las mujeres? ¿Por qué las mujeres no podíamos ser “arzobispas” y enriquecernos al igual que los hombres con las limosnas, donaciones, diezmos y otros ingresos provenientes de los fieles? ¿Por qué la discriminación? ¿Por qué no podíamos ordenarnos y cantar la misa y administrar los santos sacramentos? ¿Por qué nosotras no podíamos disfrutar de las canonjías, es decir, de una cuarta parte de los diezmos cobrados a los fieles, el 10% de sus ingresos brutos, ni se nos repartían los censos, aquellos intereses obtenidos de la colocación leonina de créditos con garantía hipotecaria, o la gran cantidad de bienes confiscados y las jugosas multas que imponían los inquisidores en proporción a la fortuna del reo y a sus faltas, las donaciones pagadas por los creyentes o el alquiler de propiedades? ¿Por qué solo los curas y no las monjas podían enriquecerse hasta llegar al absurdo? ¿Por qué no podíamos participar de los legados para obras pías ni se nos permitía penetrar en la cámara del secreto, atestada de joyas y objetos de gran valor? A nosotras, en cambio, según decía fray Luis de León: “El mejor consejo que les podemos dar a las tales mugeres, es rogarles que callen, y que, ya que son poco sabias, se esfuercen a ser mucho calladas… Mas como quiera que sea, es justo que se precien de callar todas, así, a quienes les conviene encubrir su poco saber, como aquellas que pueden sin vergüenza descubrir lo que saben; porque en todas es no solo condición agradable, sino virtud debida el silencio y el hablar poco”.

¿Qué hubiera sido de mí si mi padrino de bautizo, apartado de alguna manera de los prejuicios contra lo femenino, no me hubiera enseñado el alfabeto y a leer desde los cinco años de edad, sobre la base de que mi padre jamás se enterara? Pasé la mayor parte de mi infancia en su casa, más concretamente en su biblioteca, leyendo cuentos, en un principio, de hadas y de príncipes encantados, hasta que abordamos, con el paso del tiempo, la vida de personajes como el arzobispo Aguiar y Seixas, el asesino intelectual de sor Juana Inés de la Cruz, quien además como medida de higiene social encerraba a mujeres supuestamente confundidas. Su ilustrísima decía que la lujuria era la gran flota del infierno, por lo que impedía la visita de mujeres sin grande causa a su palacio, y que aun entonces, cuando era necesaria la visita, prohibía que ellas lo miraran a la cara… “De llegar a saber que algunas mugeres habían entrado en su casa, mandaba arrancar los ladrillos que ellas avían pisado. No quería cocineras en casa suya ni permitía que metiesen mano en su ropa ni que le guisasen ni oyrlas cantar, ni aun oyrlas hablar consentía.” ¿Qué hacer con los recurrentes encuentros con la señora virreina? ¿Cómo explicarle, sin que ella lo mirase a los ojos, que en la cárcel de Belén, en realidad una casa de asistencia para mujeres, hermosas muchachas pobres sumidas en el desamparo, maromeras, cómicas de baja estofa, mulatas lujuriosas, hembras amancebadas, altaneras y rebeldes, o ancianas duramente castigadas por la vida, se les sometía a leyes draconianas ni siquiera aplicables a los conventos de monjas? Esas infelices tenían la obligación de levantarse a las cinco de la mañana, entrar al adoratorio, besar el suelo, adorar el Misterio Altísimo de la Beatísima Trinidad, rezar tres credos y darle gracias a Dios por haberlas retirado del mundo y de sus peligros, llorar sus culpas y ponerse en el camino de salvación. Después escuchaban la lectura del libro del Año Virgíneo, oían misa, trabajaban en sus aposentos y a las 12 volvían al oratorio; se entregaban a la meditación, rezaban el rosario de las Llagas, hacían examen de conciencia y de nuevo daban gracias a Dios por los beneficios recibidos y pedían perdón por su faltas pasadas y presentes. A las dos y media rezaban el rosario de las Aleluyas; en la noche se les leía un libro piadoso; debían tener media hora de oración mental, rezar y finalmente recogerse, sin olvidar los azotes y ayunos de los lunes, miércoles y viernes. ¡Pobrecitas! ¿Y cómo no hacerlo si eran las culpables del pecado original?

Para la mayoría de los sacerdotes, Patricio incluido, el mal y la fealdad eran lo mismo. Dentro de esta teología, la bruja era una mujer vieja, desastrada y de aspecto repugnante. Imposible concebir la existencia de una bruja hermosa. O somos vírgenes o ángeles custodios, eternamente jóvenes y núbiles o madres, o bien éramos putas, viejas o busconas, aun en sus expresiones más simples y cotidianas. ¿Y todavía hay quien niegue la existencia privilegiada de los hombres en nuestra sociedad? “Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón, sin ver que sois la ocasión de lo mismo que culpáis…”

Mi hermano y yo nos reuníamos cuando después de trámites, explicaciones y pretextos interminables le permitían visitarnos, oportunidades que aprovechábamos para intercambiar información, hechos, datos, noticias, chismes, en fin, nos actualizábamos, nos arrebatábamos la palabra sin temor a una delación, las que tan bien recompensaba la Inquisición. ¡Cuántos casos me hizo saber de hijos que denunciaban a sus padres por una supuesta herejía, como tener la escultura de un Cristo de mármol negro con polvo en los hombros, injuria que podía producir penas corporales siempre y cuando el jefe de familia gozara de una espléndida posición económica! Las multas podrían comprometer el patrimonio familiar o llegar hasta la confiscación de todos los bienes, en el entendido de que el denunciante recibiría indulgencia plenaria y con ello un espacio garantizado en el paraíso por toda la eternidad, en tanto la Iglesia se enriquecía sin limitación alguna. Entre Patricio y yo hicimos un pequeño inventario de herejías severamente castigadas hasta llegar a ser quemado en la hoguera, en medio de un público sádico dispuesto a disfrutar intensamente el dolor ajeno. Empecé a entender cómo nos convertíamos en un país de traidores a cambio de dinero o de un espacio en el paraíso obsequiado por la Iglesia, así como a comprender dónde radicaba la crueldad de nuestra gente que peleaba por conseguir un lugar los días en que se llevaban a cabo los autos de fe, cuando quemaban o torturaban a los herejes en vistosas ceremonias ambientadas por sonoras fanfarrias y macabros sonidos de tambores, además de llantos desaforados de las lloronas.

Si bien pude entender la existencia de edictos que prohibían la tenencia y la lectura de libros contrarios a la buena fama del clero secular, por heréticos, impíos e injuriosos a la Santa Iglesia Católica, al Sumo Pontífice, a los santos padres y a los autores eclesiásticos, y se ordenaba la denuncia ante el Santo Oficio de quienes tuvieran en su poder textos de semejante naturaleza, jamás acepté, por más que las discutí con Patricio, las razones por las que se impidió en la Nueva España la lectura de la Biblia.

En la Nueva España se consideraban herejías punibles los siguientes hechos: tomar baños calientes sin estar enfermos; afirmar que no existía el infierno y que solo tres almas se habían condenado, la de Caín, la del rico avariento y la de Judas; murmurar de los inquisidores; negar que la simple fornicación era pecado mortal; asegurar que no era una vileza tener relaciones sexuales con una india; afirmar que en el infierno muchísimas ánimas no tenían pena; decir que Dios muchas veces quería hacer bien a los hombres y no podía; divulgar que el infierno y las excomuniones se habían inventado para causar temor; declarar “aquí estamos Padre, Hijo y Espíritu Santo” al hallarse con otras dos personas; desconfiar de la misericordia de Dios cuando alguien era incinerado en la pira; proponer que los diezmos no debían pagarse; sugerir que era un gran necio quien mandaba prohibir ciertos libros; expresar que no existía justicia en la tierra ni Dios en el cielo; insinuar que no haría ciertas cosas aunque se lo mandara Dios; alegar que “no era justo descomulgar a los que tratan con descomulgados”; exclamar “malhaya Dios”; blasfemar al manifestar que “ya no me puede Dios hacer más mal que el que me ha hecho”, aducir que “no hay poder en Dios para ciertas causas” u opinar que en la hostia no estaba Jesucristo, haber comulgado sin confesarse, poseer libros prohibidos, haber dicho “Asnos Dei” en vez de “Agnus Dei”, o proponer la simple fornicación.

Patricio agregó otras causales de herejía aprendidas en el seminario. Según él, la Inquisición castigaba a los bígamos, a los ladrones de iglesias, a los blasfemos, a los sacerdotes que se casaban, a quienes seducían mujeres y las incitaban a no confesar sus pecados; a los fabricantes de filtros de amor, a los carceleros que violaban en las prisiones a mujeres inculpadas, a los pretendidos santos y místicos, a quienes ocultaban su filiación judía, islámica, luterana o ejercían la brujería; a quienes hacían uso ilícito y profanaban los sacramentos, ritos y símbolos sagrados o atentaban con palabras u obras en contra de los artículos del dogma o a quienes proferían expresiones insultantes en contra de la Iglesia, la Virgen o los santos o profanaban un crucifijo o la hostia consagrada o no cumplían con el precepto de comulgar y confesar una vez al año, u ocultaban la identidad de personas vivas o muertas que hubieran dicho o hecho algo contra la santa fe católica o cultivado y observado la ley de Moisés o la secta mahometana o los ritos y ceremonias de los mismos; o a quienes comían pan sin levadura y apio y hierbas amargas o rezaban plegarias de pie ante la pared, balanceándose hacia atrás y hacia adelante y dando unos cuantos pasos hacia atrás o no comían cerdo salado, liebres, conejos, caracoles o pescado sin escamas, o estaban circuncidados o escondían los nombres de otros que lo estaban o decían que Nuestro Señor Jesucristo no fue el verdadero Mesías a que se referían las Escrituras, ni el verdadero Dios ni el hijo de Dios o negaban que murió para salvar a la raza humana o rechazaban la resurrección y su ascensión al cielo o sostenían que Nuestra Señora, la Virgen María, no había sido la madre de Dios ni virgen antes de la Natividad y después de ella, o influían en cualquier infiel que pudiera verse atraído hacia el catolicismo o impedían que se convirtiera o afirmara que el sagrado sacramento del altar no era el verdadero cuerpo y sangre de Jesucristo, Nuestro Redentor, o que Dios no era omnipresente o afirmaran que la vida no era más que nacimiento y muerte sin paraíso ni infierno, manifestaran que ejercer la usura no era pecado, o a quienes supieran de personas que tuvieran bienes confiscados, muebles, dinero, oro, plata u otras joyas pertenecientes a los condenados por herejía y que no hubieren sido depositados en los caudales de la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana. ¿Causales de herejía? Todas. La inmovilidad social inspirada en el terror era total.

Con el paso del tiempo, según me iba yo convirtiendo en mujer hasta llegar a serlo, Patricio me contaba detalles de su vida, del mundo clerical tan desconocido para mí, en tanto yo, en un principio, le abría mi juego hasta hacerle saber que nuestro padre fungía como verdugo, descubrimiento que lo conmovió y lo destruyó por dentro. Jamás olvidaré la expresión de horror en su rostro cuando conoció la verdad. No podía creerlo, casi me golpea, víctima de una furia repentina.

—No me cabe la menor duda —le confesé gimoteando y con palabras entrecortadas por la emoción—, aquí mismo, en nuestra casa, en la parte más baja del sótano, está su máscara, su capa negra que apesta a sudor rancio, sus guantes malolientes, llenos de sangre, además de varios ejemplares intitulados Manual del inquisidor, su látigo para azotar a los supuestos herejes, junto con varios dibujos de instrumentos de hierro hechos para atormentar a los infelices que llegan a caer en sus manos.

Le expliqué, para su insufrible sorpresa, que también había localizado planos para construir diferentes aparatos de tortura, mandados a forjar con diversos herreros de la región y así trabajar las piezas por separado, de modo que nadie supiera o imaginara su uso. ¿Qué podrían pensar dos jóvenes de su padre al descubrir que era verdugo de profesión? Cuando subimos del sótano después de demostrar mi dicho, mi hermano escupió, hasta quedarse sin saliva, sobre un dibujo del autor de nuestros días hecho con carbón y sanguina por un artista poblano, ignorante, claro está, de la identidad de quien posaba para él. A partir de ese día Patricio entendió su historia personal y cambió radicalmente su estructura ética: al regresar ya como diácono a la catedral de Valladolid, el primer grado del sacramento del orden sagrado, emitió una frase que me dejó pensativa por mucho tiempo:

—Si Dios no existe, todo está permitido, querida Matilde…

Una afirmación de tal naturaleza en boca de un sacerdote tenía connotaciones muy impactantes de cara a su futuro. La decepción había sido mayúscula, pero más aún lo eran los cambios radicales que observaría en su conducta. El funesto descubrimiento de la máscara ensangrentada de verdugo en sus manos lo invitó a abandonar cualquier tipo de escrúpulo o principio moral, contenciones que le restaban, según él, diversión y felicidad a la existencia. La fractura interna había sido total e irreparable, a saber las consecuencias que ello provocaría en el futuro. Él, quien soñara con ingresar a las filas de la Iglesia para cambiarla de adentro para fuera, ahora estaba decidido a escalar hasta la máxima altura establecida por la jerarquía católica y defenderla con todas las herramientas a su alcance para disfrutar los privilegios del poder espiritual, político y económico, los tres juntos y a su máxima expresión, al fin y al cabo siempre lograría indulgencia plenaria y la extremaunción antes de ir al Juicio Final, adonde llegaría ya perdonado por sus excesos y confiado en la misericordia divina. Patricio seguiría su camino meteórico hacia la conquista de las estrellas y yo conocería de sus éxitos por medio de cartas o de visitas recíprocas que nos hacíamos cuando las circunstancias lo permitían. ¿Todo había sido mentira, consejos, ejemplos y actitudes? ¿Todo era falso? ¿La vida era una gran farsa, un baile de disfraces? Él entonces entraría al juego con sus condiciones y sin respetar fronteras ni reglas hasta alcanzar sus objetivos: si tienes un marro en la mano, úsalo de manera piadosa, rompe caritativamente cráneos y esqueletos, aprópiate con la debida compasión de cuantos bienes tengas al alcance y esconde con devota religiosidad tu patrimonio de modo que seas un ejemplo de clemencia y altruismo para tu sagrado rebaño… Hijos de puta, me han de conocer…

Al igual que en el caso de Patricio, fue tan traumática mi experiencia que por mi parte decidí investigar a fondo el origen y evolución de la Santa Inquisición no solo en la Nueva, sino en la vieja España, para lo cual comencé por estudiar los libros prohibidos que se encontraban, curiosamente, en lo que en mi inocencia llamé “la caverna del baúl”, que escondía muchos más secretos de lo que jamás llegué a suponer. No di únicamente con planos y dibujos de diferentes e inimaginables instrumentos y aparatos de tortura, sino con compendios, manuales, raros ejemplares y apuntes que explicaban la historia del Santo Oficio, así como las razones perversas de su existencia. Según me iba adentrando en el tema, haciéndome como pude de documentos, un atrevimiento imperdonable porque el descubrimiento de estos me hubiera costado la vida después de sufrir torturas inenarrables, logré entender que detrás de todo este proyecto clerical diseñado supuestamente para expiar culpas y llegar limpio de pecados al paraíso eterno, no se encontraba el deseo de salvar a las almas, sino que el gran móvil de la Inquisición era la avaricia, la fiebre de poder económico y político vacía de cualquier contenido espiritual, por extrañas y falsas que parezcan mis aseveraciones.

¡Cómo puede cambiar la vida de una persona con el solo hecho de saber leer y escribir! Me faltará tiempo en la existencia para agradecerle a mi padrino del alma, ese viejo bigotón tan cálido y dadivoso, la ayuda que me dio, la luz que me regaló, con la que conseguí iluminar mi camino y el horizonte al poder devorar libro tras libro que él generosamente ponía en mis manos al comprobar en todo momento mi apetito por la cultura y por el saber. Entendí que la curiosidad mueve al mundo al ser el verdadero origen del progreso. Cuando se amputa la necesidad de saber, se cancela el futuro de una sociedad o de un país. ¿Cómo agradecerle a ese hombre tan querido las pacientes horas que me regaló con comprensión y risas en su biblioteca?

Jamás olvidaré cómo me obligaron a repetir en mis clases privadas de catecismo: “Júrame ante ese Cristo que está ahí, bañado en la sangre que derramó por ti, júrame que perseguirás con la espada y con el fuego a todos los descreídos y a todos los renegados, a los relapsos y a los herejes, a los promovedores de desórdenes y a los locos que pretenden criticar los misterios de nuestra santa religión”. “¿Para qué la violencia?”, empecé a preguntarme con el tiempo. ¿Por salvar a las almas o para consolidar el poder eclesiástico manteniéndolo sin fisuras? ¿Dónde quedaba en ese caso la dulzura y la benevolencia con que vivió Jesús y educó a sus discípulos? ¿Y la palabra y la ternura y la comprensión? ¿Por qué hablar del fuego y de la espada y de torturar y matar a quienes criticaran al catolicismo? ¿Por qué las Cruzadas para crucificar infieles, cortarles los labios y la lengua para que no dijeran blasfemias, las narices para que no respiraran y vaciarles los ojos para que ya no vieran al diablo? ¡Cuántas contradicciones! La religión católica, concluí, se dio al mundo con sangre y no con razones ni fe ni amor ni piedad ni convicciones ni esperanza ni tolerancia ni comprensión ni bondad ni gracia ni indulgencia, no, lo peor del ser humano se empleó para imponer con crucifixiones, mutilaciones, persecuciones y ejecuciones, dogmas y principios que no resisten el menor análisis de la razón.

¿Hay quien piense todavía que los papas promovieron, siglos atrás, las Cruzadas para salvar a los infieles de los horrores del infierno? Con el ofrecimiento de otorgar la indulgencia plenaria a todo aquel que se convirtiera en guerrero de la Iglesia católica, llevaron a sangre y fuego la Santa Cruz por Europa y Tierra Santa solo para obtener riquezas, robando y saqueando a los “infieles” en su propia tierra.

Al modo de los bárbaros, los cruzados se dedicaron al saqueo, al pillaje, a las violaciones de mujeres, a la matanza de la gente, a la mutilación de narices, manos y orejas, al incendio de ciudades, pueblos y campos hasta convertirlos en cenizas, sin olvidar el descuartizamiento de sus habitantes, pasar a cuchillo o quemar en la hoguera sin distinción de edad o sexo a quienes consideraban herejes. ¿Cuál cruzada espiritual? ¿Cuál voluntad suprema e indiscutible de Dios? El único objetivo de los pontífices era adueñarse de áreas estratégicas como Israel y Palestina, que geográficamente eran punto de conexión entre Europa, Asia y África, lo que para cualquier imperio que tuviera ansias de expansión era entonces irresistible. Las riquezas ajenas volvieron a despertar la codicia de la Iglesia.

Los católicos siempre consideraron un derecho infligir castigos mortales a quienes admitían como sus adversarios. Las Cruzadas, auténticas carnicerías, verdaderas matanzas, fueron sostenidas en contra de musulmanes, eslavos, judíos, cristianos ortodoxos, griegos, rusos, mongoles, cátaros, husitas, valdenses y prusianos. Las guerras despiadadas dirigidas fundamentalmente hacia los enemigos políticos de los papas, en apariencia para recuperar el Santo Sepulcro, sirvieron, sin que Europa se percatara en un principio, para absorber los beneficios de la cultura de los árabes, sus bibliotecas y observatorios, sus universidades, hospitales y farmacias, sus grandes bazares, el ágil comercio organizado, sus tecnologías venidas de Oriente, como la pólvora, la brújula, el astrolabio, el papel, la imprenta, que impulsaron a la Europa del Medievo, la cual después adquiriría una poderosa dinámica con la que sorprendería al mundo entero. La imposición de la Santa Inquisición y en particular de la Inquisición española, poco después, determinaron un nuevo tipo de cruzada, más moderna, que revolucionó y sofisticó el salvajismo católico, dando a luz a un nuevo tipo de bárbaro. El mismo que se presentaría ante el gran Motecuhzoma.

Ávida de conocimientos para entender cómo habíamos llegado a estos niveles de tragedia social, descubrí que en noviembre de 1478 Satanás, en una noche de insomnio, fundó el Santo Oficio en Castilla y Aragón por una bula del papa Sixto IV. Si alguien desquició a España, los culpables del atraso centenario en que la hundieron, esos fueron los Reyes Católicos y sus fanatismos criminales: en 1492 firmaron el edicto que expulsaba a todos los judíos de la península aun cuando la reina, a pesar de su acendrado catolicismo, se ocupó de esconder con buen éxito sus arrebatos carnales nada menos que con el almirante Cristóbal Colón, quien a no dudarlo era judío.

¿Pero solo los Reyes Católicos fueron los responsables de la debacle española? Hay que recordar a Felipe II cuando asistió a un auto de fe en el que serían incinerados vivos unos protestantes que le pidieron clemencia:

—Yo mismo traería la leña para quemar a mi propio hijo si fuese tan perverso como vos —respondió el monarca, ordenando al verdugo el inicio de la fiesta religiosa.

La intolerancia de Felipe II llegó a extremos fanáticos cuando en Aranjuez, en 1559, amuralló a España para protegerla del protestantismo al promulgar un edicto por medio del cual mandaba “bajo penas severas, que ningunos naturales o súbditos del reino, de cualquier estado, condición o calidad que fuesen, no puedan ir ni salir destos reinos e estudiar, ni enseñar, ni aprender, ni estar ni residir en universidades, ni estudios ni colegios fuera destos reinos”. ¡Claro que fue el golpe de gracia al progreso intelectual de España, ya de por sí moribundo en razón de la Inquisición, del papel involutivo que desempeñaba la Iglesia católica, que impidió el surgimiento de científicos como Galileo, Kepler, Descartes y tantos otros grandes forjadores de la humanidad…! Muerta la evolución intelectual en España tras la expulsión de Moisés Maimónides, Averroes y los grandes pensadores del Al-Andalus, el militarismo clerical, el furioso Estado eclesiástico, acabó hasta con las últimas simientes de esperanza, prosperidad y florecimiento propios de las verdaderas civilizaciones.

La instalación de la Inquisición contribuyó con eficiencia suicida a la despoblación del suelo español al expulsar a judíos, moros y moriscos, miles de familias industriosas, y sacrificar en tres siglos cerca de dos millones de almas imprescindibles para construir un país avanzado a la altura de Europa, en lugar de una nación de granjeros y aristócratas que después construiría un imperio mundial gracias al oro mexicano y al peruano. ¿Por qué el odio y el desprecio por los judíos, cuya expulsión y sacrificio condujeron al empobrecimiento masivo de la población, además de las restricciones económicas de la Corona? Muy simple: los judíos se habían convertido en dueños de las finanzas hispanas y por ende coloniales, sin perder de vista a los prestamistas clericales. Los créditos con intereses se consideraban moralmente cuestionables por implicar la comisión de un pecado de usura, mientras que los judíos los consideraban perfectamente lícitos moral y religiosamente. Estos eran considerados como un Estado dentro del Estado, pues antes que buenos y leales súbditos de la Corona, eran, por sobre todo, judíos: una nación sin territorio y por ende en busca de uno propio, objetivo incompatible con los del reino.

Los españoles suprimieron todo rastro de la cultura, “borraron la memoria” de los pueblos sometidos, operación tan cruel y devastadora como la que padecieron los indígenas aniquilados al ejecutar los trabajos forzados en las encomiendas, en los repartimientos y en las minas, sin olvidar la construcción de las catedrales, las iglesias, los monasterios y los conventos. ¿Por qué los españoles no aprendieron nada de los árabes que ocuparon la península durante ocho siglos? “Empero, nada tuvo que sufrir el catolicismo español de la dominación de los árabes, porque siendo tanto o más liberales que los godos, dejaron al pueblo conquistado el libre y pleno ejercicio de su culto. Merced a esta generosa tolerancia pudo España no solo construir nuevas y numerosas iglesias, sino continuar celebrando sus concilios, como el de Sevilla en 782 y el de Córdoba en 852. Alejandro Magno impulsó en sus dominios una especie de multiculturalismo que culminó en el helenismo, en tanto Roma fue condescendiente con otros hasta la llegada, claro está, de los cristianos, que nunca aceptaron los cultos politeístas.” ¿Por qué destruirlo todo, quemarlo todo, incluidos los hombres?

Muchos de los judíos conversos, llamados “marranos”, nunca imaginaron que el Santo Oficio buscaría hasta pretextos nimios para arrestarlos, confiscar sus bienes y quemarlos vivos para no dejar huella de su paso por la vida. ¿Cuáles prácticas judaizantes? Lo que le importaba a la Iglesia era la posición económica de los reos, el dinero que el acusado o sus herederos debían entregar a los inquisidores, quienes continuaban cobrando deudas supuestamente contraídas por el acusado, ya quemado en la pira por hereje o por bruja, todo ello al amparo de las bulas emitidas por el papa Alejandro VI, nada más ni nada menos que Rodrigo Borgia, el pontífice más corrupto y depravado que jamás haya producido Roma, según me dice mi memoria privilegiada.

La Inquisición no discutía ni trataba de convencer ni dialogaba, sino que imponía brutalmente sus determinaciones en una atmósfera de terror, delaciones y absoluta arbitrariedad mientras era defendida por la alta jerarquía, que no tenía por qué rendir cuentas de sus acciones a los representantes de la autoridad civil, los cuales bien podían ir a dar al cadalso si medían fuerzas con el gran poder clerical. ¿Cómo los inquisidores no iban a tener un fundado interés en recurrir a diario a la hoguera si recibían la tercera parte de los bienes confiscados de quienes, a su juicio, hubiesen incurrido en herejía? ¿Cómo no se iban a sentir apoyados si el propio Papa, el representante de Dios en la tierra, Sixto IV, había expedido una bula que permitía proceder contra los herejes condenándolos a la hoguera?

¿La hoguera? Bueno, hablemos de ella, de la pira, del quemadero, ingenio macabro de los inquisidores y de sus geniales verdugos pues tenía diversas variables, entre las que se encontraba la existencia de cuatro estatuas huecas de yeso, imágenes de los grandes profetas bíblicos, Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel, en cuyo interior se encerraban con exceso de fuerza los cuerpos vivos de los impenitentes, quienes morían lentamente sufriendo, por anticipado, los tormentos del infierno. ¿Cómo imaginar los horrores indecibles padecidos durante la agonía de esos desgraciados que fallecían asfixiados y al mismo tiempo víctimas de la combustión que los consumiría lentamente? Solo Belcebú podía tener semejante imaginación y capacidad para producir tanto dolor y angustia. ¿Dónde quedaban aquellas sagradas enseñanzas de Jesús de “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”, “Misericordia quiero, y no sacrificio”, “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra”, “Cualquiera que se enoje contra su hermano será culpable de juicio, y cualquiera que le diga necio será culpable ante el concilio y quedará expuesto al infierno de fuego”? ¿Quemar vivo a un semejante encerrado en una caja sin poder respirar, estrangularlo a garrote o mutilarlo era acatar el mandamiento divino de amaos los unos a los otros? ¿Yo por qué iba a creer en los curas y en su religión si ellos mismos ignoraban, sin remordimiento ni temor alguno, sus más elementales principios? Si se atrevían a torturar a los fieles era porque contaban con un permiso previo extendido por la divinidad o porque no creían en Dios ni en el Juicio Final ni en el infierno ni en el paraíso ni temían, por ende, castigo alguno…

En esta parte del relato debo apoyarme en un cuaderno de apuntes de mi padre donde dejaba descritas no solo las técnicas más sofisticadas de tortura, sino el diseño de los aparatos para ejecutar tormentos de modo que los reos confesaran al primer giro de las manivelas o después de inyectarles en la boca un par de enormes jarras de agua por medio de un embudo —lo que producía terribles calambres—, entre otras posibilidades no menos efectivas para declarar hasta el último detalle de su existencia. Mi padre apuntó: “El interrogatorio debe ser repentino, tratando de tomar desprevenido al hereje. De esta manera, asombrado, confesará todo, ya que se creerá abandonado por el demonio. Si metemos primero al hereje en prisión, el demonio tendrá tiempo de decirle qué es lo que debe hacer y decir. En caso de que el hereje no confiese a pesar de las torturas, habrá que clavarle instrumentos afilados en las uñas de pies y manos. El lugar de las torturas debe tener un ambiente de pena y dolor para atemorizar a la víctima. Se debe procurar que estén a la vista toda clase de instrumentos de tortura, cuerdas, cadenas, grilletes, clavos, martillos, pinzas, ganchos. En fin, todo aquello que pueda asustar al malvado…”.

La tortura era una técnica interrogatoria, según entiendo ahora de la lectura, empleada al término de la fase probatoria del proceso, debía tener lugar cuando el reo entrara en contradicciones, realizara una confesión parcial o reconociera una acción torpe negando su intención herética. Para estos efectos era menester aplicar tres procedimientos: la garrucha, el potro o la rueda, entre otros tantos más. El primero consistía en sujetar los brazos de la víctima detrás de la espalda, alzándole desde ellos con una soga por medio de una polea, de ahí su nombre; a la víctima se le colocaban pesos en los pies para después dejarlo caer de golpe contra el suelo; esto se repetía varias veces. Al izado se le descoyuntaban las articulaciones de hombros, codos y muñecas, además de las fracturas y magulladuras en cuerpo y piernas resultado de las múltiples caídas.

En el potro, el preso era acostado y atado de pies y manos con unas cuerdas de cuero unidas a dos extremos del aparato, por medio del cual se estiraban lentamente las extremidades hasta luxar muñecas, tobillos, codos, rodillas, hombros y caderas, en fin, todas las articulaciones.

Por medio de la rueda, el aparato más versátil de la Edad Media, el torturador colocaba un miembro de la víctima o todo el cuerpo entre los radios de la pesada circunferencia de madera y, al hacerla girar, rompía poco a poco los huesos del hereje, al que, en caso de resistencia inexplicable, todavía se le quemaba con hierros candentes, además de practicarle cortes y mutilaciones para realmente obligarlo a confesar las razones de su herejía y de su comportamiento anticatólico. Como remate se sugería dejar al reo atado en el aparato a la intemperie, para que los animales carroñeros lo devoraran poco a poco. Una obra maestra de Lucifer, ¿no…?

El “borceguí”, un calzado de hierro, o un casco que actuaba como una prensa, cubría el tobillo de la víctima o su cabeza por medio de varias maderas enlazadas por unas correas o gatos de hierro, para administrar presión hasta quebrantar los huesos o los dientes, la mandíbula o los huesos del cráneo según las instrucciones de los inquisidores, que fungían como testigos en los interrogatorios. La “doncella de hierro” era una especie de sarcófago provisto de estacas metálicas muy afiladas en su interior, de este modo, a medida que se iba cerrando la tapa se clavaban en la carne de la víctima que se encontrara dentro, provocándole una muerte lenta y sangrienta. Las más complejas disponían de estacas móviles, regulables en altura y número, para acomodar la tortura a la medida del “delito” cometido por el indiciado. Además, era posible encontrar desde el tipo más básico, un sarcófago de hierro puro y duro, hasta las más refinadas obras de arte, ricamente decoradas con relieves. “Debo dejar constancia de mi sorpresa”, apuntó mi padre en una esquina del manual, “de una chiquilla de 12 años, Isabel Magdalena, que resistió inexplicablemente el suplicio, por lo que ya solo fue condenada a 100 azotes. De la misma suerte, debo confesar que muchos otros niños herejes, hijos de Lucifer, no demostraron la misma fortaleza y perecieron traspasados”.

Dios, decía él, no nos da la misma fuerza a todos, por lo que además de las penas corporales como “la pera” —instrumento para la tortura de mujeres y sodomitas, que se introducía en la vagina o el ano y una vez dentro era abierto para destruir órganos internos—, las “garras de gato”, la crucifixión, la flagelación, la sierra, las jaulas colgantes, los grilletes, el cepo, la cigüeña, la horca, el garrote vil y la cuerda, entre otros cientos de aparatos de tortura, muchos de ellos perfeccionados por mi padre, también existían castigos como las confiscaciones, el destierro, los azotes, las multas impuestas a los penitenciados, quienes subidos en asnos y desnudos hasta la cintura recorrían las calles con una capucha en la cabeza para que se divulgara la magnitud de su delito, mientras el verdugo iba propinando los azotes con la penca o látigo de cuero. Imposible olvidar el uso del sambenito, o saco bendito, que no solo fue un castigo para la víctima sino también para su familia e incluso para sus descendientes, un hábito penitencial cuyo uso se remontaba a la Inquisición medieval. En los primeros tiempos se condenó a llevar el sambenito de por vida, lo que acarreaba el escarnio y mofa de los vecinos. Quitárselo constituía una falta grave.

Si bien la cantidad de ejecutados es incontable, se ha ocultado a lo largo de la historia el número de presos que murieron o perdieron la razón encerrados en las mazmorras inquisitoriales secretas antes o durante el proceso. Las cárceles se anegaban en tiempo de lluvias, y en invierno eran inhabitables “por el frío que en días hay; además desto las tarimas en que los presos duermen y la ropa que hay para los pobres que no traen cama porque no la tienen, se pudre toda”, pero a pesar de eso no se repararon jamás. ¿Qué tal los casos de reos encarcelados indefinidamente, sin conocer el motivo de su reclusión ni la identidad del denunciante? Cuando gritaban y pateaban las puertas de la cárcel sin ventanas ni aseos ni velas ni baños, sin olvidar la pestilencia ni el contagio de enfermedades ni las tarántulas, además de cualquier familia de roedores; cuando suplicaban explicaciones solo se escuchaba una voz lúgubre que los conminaba a buscar en su memoria en qué, cuándo y cómo habían actuado contra la fe. Ante la ausencia de respuestas, el Santo Oficio provocaba su rápida y profunda destrucción moral y mental, por lo que enloquecían gradualmente, razón de más para confiscar sus bienes ante la imposibilidad de administrarlos. Según lo establece el Manual del inquisidor, “entre las 10 argucias de los herejes para responder sin confesar, la novena consiste en simular estupidez o locura fingida, por lo que el inquisidor, para tener la conciencia limpia, someterá a tormento al loco, verdadero o falso, y así conocerá la realidad”. Eso sí, Inocencio IV, quien igualmente había autorizado el uso de las torturas, dejó muy en claro que se podía lograr el “rescate” de algunos castigos mediante la entrega de generosas limosnas que se destinarían a la salvación y a la purificación de las almas de nuestros semejantes, los doloridos penitentes.

¿Y mi querido hermano Patricio? Él había hecho una carrera eclesiástica ciertamente meteórica y tenía un futuro espléndido en la institución. A sus 30 años de edad había ascendido de simple diácono a presbítero, párroco, vicario episcopal, obispo coadjutor y estaba a punto de convertirse en obispo titular de Valladolid. Su fortaleza espiritual, su compromiso con la Iglesia, su sorprendente capacidad recaudatoria, su arrastre con los feligreses, su imagen intachable, la profundidad y poder de convencimiento de sus homilías, su credibilidad, el respeto que inspiraba, la transparencia de su administración, la entrega puntual de las limosnas y de otros ingresos parroquiales, su conocimiento del Evangelio y la calidad ilustrativa y luminosa de sus publicaciones hicieron de él, en el corto plazo, un joven y envidiado representante de Dios en la tierra.

Me contó cómo era siempre el primero en los oficios, cómo podía rezar durante horas, de rodillas, sin proferir la menor queja o lamento, de la misma manera en que tampoco lo había hecho Jesús cuando lo encaminaban a latigazos rumbo al Gólgota. Podía orar con los brazos en cruz durante toda la noche como si en su frenesí quisiera fundirse con Dios y se flagelaba en público, desnudo de la cintura para arriba, sangrándose la espalda con terribles disciplinas para castigarse por los pecados cometidos y los malos pensamientos que atravesaran por su mente. Patricio, bien lo sabía yo, era ambicioso, calculador, frío, metódico, enemigo de vicios salvo los que le deparaban mucho placer, casto cuando no se le antojaba ninguna feligresa durante las misas, todo un ejemplo de pureza en materia de convicciones religiosas dentro de su parroquia y a veces en el interior de la sacristía, un ejemplo a imitar cuando se hablaba de las virtudes sacerdotales, siempre y cuando las muchas mujeres que pasaron por sus manos guardaran silencio y el arzobispo no hallara el pequeño tesoro que Patricio guardaba en diminutas bóvedas, todas ubicadas en diferentes lugares, donde escondía las obvenciones parroquiales sustraídas a su Santa Madre Iglesia muy a pesar de que, como proclamaba, Dios Nuestro Señor todo lo sabía. Como cura era conocido por la rigidez con que juzgaba a los demás, sin embargo, se sabía que era mucho más estricto consigo mismo cuando, claro está, su conducta podía ser escrutada por el público: no comía carne si estaba acompañado, y dormía sobre una tabla rasa cuando contrataba nuevos sirvientes y necesitaba que se divulgara su conducta entre su adorado rebaño. Era reconocido como un obispo incorruptible, inaccesible a toda lisonja o promesa, sin que se supiera cómo apartaba para sí el dinero recaudado de las limosnas, y le entregaba su parte al Señor cuando no era visto por nadie. El dinero era un azote para el hombre siempre y cuando jamás se conocieran sus ahorros, por supuesto mal habidos, por lo que gastaba cuanto podía en obras piadosas y caritativas en el entendido de que siempre alguien cobraba comisiones a cambio de otorgar los trabajos. Nadie como él para castigar a todos aquellos que especulaban con la credulidad pública o atentaban de una forma u otra en contra de la Iglesia, su generosísima fuente de poder social, económico y político.

En razón de sus comentarios, anécdotas jocosas, peripecias, estrategias y visiones para alcanzar la gloria aquí en la tierra como en el cielo, tal y como él se jactaba antes de estallar en carcajadas en nuestra dorada y silenciosa intimidad, pude conocer, gracias al vino, lo que acontecía en las tripas de la jerarquía católica, no solo en lo relativo a su estructura y políticas, sino muy en particular en lo que hacía a las relaciones de mi hermano con las mujeres devotas, apostólicas y romanas que iban al templo en busca de paz espiritual, aun cuando otras se presentaban en plan abiertamente provocativo. Por supuesto que los curas constituían el fruto prohibido por el Señor, limitación que las enloquecía, llegando en sus apetitos y fantasías eróticas a extremos inenarrables, en los cuales se encontraban a un cura receptivo, bien parecido y comprensivo, como sin duda lo era Patricio, un libro abierto conmigo cuando conversábamos a solas, hasta que con ellas repentinamente se quitaba la piel de cordero para mostrarse como un hombre hecho y derecho.

—Yo barro las impurezas, mando al fuego las inmundicias y salvo las almas, como lo exige la sacratísima voluntad del Señor —me dijo en una de sus visitas pastorales a nuestra casa en Texcoco, mientras yo lo veía vestido con una simple sotana, su alzacuellos blanco e impecable y, eso sí, una cruz pectoral con su respectiva cadena de oro con rubíes y esmeraldas que hacía juego con un ostentoso anillo que lo distinguía como un destacado pastor de la Iglesia.

—¿Sabes cómo extirpo la herejía en las mujeres de no muy aprobadas costumbres, Mati? —me cuestionó una mañana mientras conversábamos, en voz baja, en el pequeño jardín del hogar paterno; mi padre otra vez no se encontraba pues había salido a un “compromiso”, que curiosamente coincidía con uno de los espantosos autos de fe en la capital de la Nueva España.

—No —repuse llena de curiosidad—. ¿Cómo les espantas al diablo?

Antes de estallar en una carcajada, me hizo asegurarle que jamás se lo haría saber a nadie, menos aún a mi confesor, a nadie era a nadie… Una vez extendidas las debidas garantías de seguridad, soltó una señora risotada al tiempo que me decía enjugándose las lágrimas:

—Le extirpo las herejías con el pene, el instrumento creado por Dios para perpetuar la especie. ¿Qué haría el género humano sin esa varita mágica, Mati? —insistía extraviado en una contagiosa hilaridad.

—¿Pero cómo haces para convencerlas? —cuestioné candorosamente mientras recuperaba el habla—. Cualquier mujer al ver tus intenciones saldría corriendo despavorida.

—No, mi Mati, no —agregó recobrando, como pudo, la serenidad—, es claro que antes debes saber trabajarlas muy bien, primero en el confesionario, a fuego lento, como la buena comida, luego en la sacristía y más tarde en una casa de campo dedicada a trabajos apostólicos de los sacerdotes.

—Pues sí que lo tienes bien montadito, Patricio…

—Pero eso sí, Mati, no te llevas a cualquiera porque la discreción es la reina de las artes de la seducción: yo prefiero a las muy brutas, pendejas, bien pendejas, muy religiosas, muy ignorantes y supersticiosas pero muy gozables de cuerpo, o a las aristócratas enamoradas de mí que saben que nos lo jugamos todo y a nadie le interesa por ningún concepto la divulgación del secreto.

Fue entonces cuando me hizo saber cómo después de confesar una y otra vez a una chiquilla de apenas 17 años, le comentó a través de la rejilla del confesionario: “Cuídate de tener mucho vello púbico, hija mía, porque mientras más tengas, más evidencia habrá de que se te está metiendo el diablo en el cuerpo”.

—Eres un malvado, Patricio —agregué irritada, pero de forma que no suspendiera la narración—. ¿Pero por qué te había ido a ver? —cuestioné llena de curiosidad.

—Porque se había robado unas piezas de pan de su abuela para llevárselas a una amiga castigada por mentirosa, a la que se le había privado por tres días de alimento alguno.

—Y claro está, se encontraba llena de culpas.

—Así es, y la culpa y el miedo, no lo olvides —sentí que hablaba con la personificación del demonio—, son dos de las mejores herramientas para manipular la conducta, sobre todo de las mujeres, y por ello al advertirle del peligro que corría de no salvarse el día del Juicio Final, la convencí de la importancia de mostrarme sus partes deshonestas en la sacristía para explorarla a placer y constatar hasta qué punto el diablo ya se había metido a su cuerpo, al extremo de atreverse a robar a una pobre anciana.

—¿Y entonces?

—Me desnudé, recordándole que Dios todo lo sabía, y que no temiera porque estábamos en su casa y yo era el consentido del Señor.

—¿Y accedió…?

—Por supuesto —aclaró ufano—, y fue cuando yo la purifiqué con mi pene recorriendo su cuerpo virginal con lujo de detalle hasta extirpar todo signo de herejía mientras ella apretaba las quijadas y cerraba los párpados como si no quisiera volver a abrirlos jamás. ¡Claro que repetimos la sesión durante muchos días para dejarla bien purgada y limpia de cualquier mal…! Quedó encantada, Mati, hasta volvía a buscarme para continuar el proceso de saneamiento… ¡El Diablo es muy pertinaz!

Yo negaba con la cabeza. No podía creer lo que escuchaba. Menuda combinación la de una bruta con un maldito, y cuántos había de ambos casos. Me llamaba particularmente la atención la inexistencia total de remordimientos de parte de mi hermano; en cambio parecía disfrutar intensamente sus aventuras, con las que, era claro, podía hacer un libro. No solo no se reprochaba nada, sino que tampoco le importaba el Juicio Final ni pasar encima de sus juramentos de castidad y de pobreza ni haber violado deliberada y descaradamente todos los mandamientos.

¿Qué remedio se tenía al alcance para saciar a la fiera que todos llevamos adentro, alegaba Patricio en su defensa, si estaba prohibida la masturbación, hacer el amor y hasta tener malos pensamientos, y no estaba dispuesto a formar parte del clero homosexual, con una pequeña aunque verdadera red de sodomitas que ejercían la prostitución, con todo el sistema de complicidades, compromisos y corrupción que tal actividad supone?

¿A quién le temían entonces los sacerdotes si no les alarmaba la eterna condena? ¿A la autoridad civil? ¡Pamplinas! Esa no estaba en su esquema de preocupaciones. ¿A la religiosa? Menos, mucho menos, ahí estaban las evidencias. ¿A la divina, a la supuesta ira del Señor? ¡Qué va! Si temieran la furia de Dios, desde luego no estarían cometiendo esos abusos ni engañando a la gente inocente o idiota que creía que el vello púbico era una señal inequívoca de la presencia del diablo en el cuerpo…

Patricio me contó entonces, después de jurarle guardar, como siempre, el secreto, con lo cual me llenaba de odios y venenos sin que él lo supiera, cómo obligaba a las mujeres pecadoras a flagelarse desnudas en su presencia hasta sangrarse las carnes con los latigazos; cuando acariciaba los senos de las devotas alumbradas, dándoles a entender que los tocamientos no eran pecado sino una ayuda para alegrarlas, consolarlas y ayudarlas, y que de llegar a sentirse preñadas le avisasen porque él les daría con qué echasen a las criaturas o les conseguiría a alguien para unirlas en matrimonio para toda la eternidad; solo confesaba a las mozas de buen ver y obligaba a las tales beatas que le prestasen obediencia prohibiéndoles que se confesasen con otro, so pena de ser víctimas de mil calamidades; nada más en una ocasión sufrió la vergüenza de un “destierro temporal” por haberse entendido con una monja que, embarazada, reveló la identidad del padre, claro, mi hermano, entre otras tantas novias de Dios a quienes sedujo diciéndoles que “todas y cada una estaban muy avanzadas en la vida espiritual, pero les faltaba superar la sensualidad debido a su juventud, robustez y gracias naturales…”. Después volvió a la parroquia porque ningún otro sacerdote entregaba tanto dinero a la arquidiócesis como Patricio. Menudo castigo, ¿no…? A saber a cuántas otras dejaría embarazadas en su “destierro” ordenado para meditar y purgarse de todo pecado. Otras tantas lo buscaban por ser sacerdote y además bien parecido al ser alto, mucho más que la estatura media de la población, de piel blanca, abundante pelo negro, ojos azules, buena figura y mucha labia con los pretextos de la salvación, el purgatorio y el paraíso.

Un pasaje de la vida de mi hermano que realmente lo pinta de verde y oro lo conocí cuando él mismo me contó que supo de unos indios renegados alzados en armas contra el virrey; siendo su propio objetivo hacerse de méritos ante el señor arzobispo, para hacerlos desistir de sus planes les pidió que se rindieran, “ofreciéndoles mis bienes —dijo—, mis pontificales, mis ornamentos para celebrar los oficios divinos, y mis lágrimas en remuneración de tan fiel y leal demostración como la que esperaba de sus humildes y rendidos corazones”. Al convencerlos con tan piadosa y caritativa demostración, dejó abierto el camino para que el oidor pudiera aprehender a los líderes de la rebelión y sentenciarlos, según el caso, a la muerte con descuartizamiento, azotes, trabajos forzados o mutilación corporal, amputación de las orejas y la mano derecha. “Su Majestad, en premio por sus grandes servicios y celo de tener pacificada esta parte de la Nueva España, le dio las gracias en cédula especial que le remitió de Madrid con fecha 2 de octubre de 1807, donde lo nombró obispo de México.” Eso era amor al prójimo, lo demás eran cuentos con los que nos dormían desde niños.

¿De Socorro? Es hora de hablar de ella: Patricio solo me reveló su nombre en un principio, cuando todo era alegría, placer y dicha por haberla conquistado después de recurrir a diferentes estrategias, una más audaz e ingeniosa que la otra. Las furtivas entrevistas amorosas, las visitas injustificadas, el pánico a ser descubiertos, la febril curiosidad por conocer las formas idealizadas que esa santa mujer, perteneciente a la orden de las carmelitas descalzas, escondía bajo sus hábitos; el encantador despertar del cuerpo bajo la sotana al imaginar los tesoros intocados de la monja, el surgimiento de una sexualidad reprimida por siglos, las confesiones de los deseos prohibidos, el lenguaje mudo de la carne, cada vez más explícito, los pretextos interminables para salvarla de las espantosas tinieblas del purgatorio ante la escéptica actitud de la madre superiora, quien no dejaba de levantar la ceja ante tantas solicitudes, los encuentros arrebatados y precipitados en los túneles que comunicaban el monasterio con el convento, se convirtieron de la noche a la mañana en una terrible pesadilla.

Patricio no dejaba de sorprenderse ante las facciones virginales de Socorro, María del Socorro del Sagrado Corazón de Jesús, mejor conocida como la hermana Socorro, cuando la vio por primera vez, con el rostro estrictamente enmarcado por un tocado muy ajustado, y la confesó en el patio de los naranjos del convento, prosternada ante él con ambas rodillas en el piso, suplicando una bendición, comprensión divina, apoyo y perdón mientras se persignaba. Su cara, pálida y sin afeites, era de piel tan blanca como la conciencia de esa doncella milagrosamente inocente como la soñara Patricio después de conocer a tantas beatas idiotas o hipócritas. La novicia le despertaba un especial hechizo: vestida eternamente de bodas para no perder jamás de vista que para siempre sería la novia de Cristo, le revivía un morbo exquisito, la atracción era total. ¡Cuánta tentación le producía no poder desprenderla del velo, el símbolo de humildad y modestia a través del cual podía advertir las hermosas líneas de esa hembra divina! Su voz no podía ser más sensual y atractiva. María del Socorro, como todas las de la orden, había sacrificado su cabello, la gloria de una mujer, uno de los depósitos de su vanidad, para pertenecer a Cristo y vivir solo para Él y en Él. Ahí, en el anillo colocado por un obispo en el cuarto dedo de su mano izquierda, en una simple argolla, con la siguiente inscripción, estaba la evidencia de su compromiso espiritual: “Para Jesús, mi corazón, mi todo, por siempre”. De una simple cuerda azul colgaba del cuello de la profesa una medalla con la efigie de la Inmaculada Concepción, imagen milagrosa, así como un rosario, copia del que le entregara la Santísima Virgen a santo Domingo como arma que la Santísima Trinidad utilizaría para reformar el mundo, obtener la paz y consolar a los pecadores. Finalmente no podía faltar la cruz pectoral, un crucifijo de oro macizo, recuerdo de que Jesús nos amó tanto que dio su vida por nosotros, y un escapulario en señal de consagración a Nuestra Señora.

Más señales de pureza y convicción espiritual no podía ostentar la hermosa profesa, devota y entregada a la causa divina, fervor religioso que detonó la atracción de Patricio por ella. ¡Cómo disfrutaba derrumbar las barreras ajenas para demostrar de qué estaba hecha la gente, el prójimo, según su punto de vista, del mismo material corrompido que él! Mi hermano no podía sentirse solo en su podredumbre ni en su maloliente purulencia moral, tenía que destruir cuanto encontrara a su paso para reconciliarse con su existencia. ¡Ay de aquel, y sobre todo de aquella que llegaba a cruzarse en su camino y mostraba una tenaz resistencia a aceptar sus sugerencias, mandatos, amenazas o hasta acatar sus imposiciones! María del Socorro fue el caso: estaba firmemente convencida de su vocación, tan era así que también podía rezar horas enteras en cruz, o amarrada y tirada en el piso boca abajo sobre las lajas heladas del convento donde inició su noviciado. Se sangraba la piel con cadenas o cinturones metálicos dotados de puntas atados fuertemente al muslo o a la axila; se quemaba el pecho y los brazos con sellos ardientes con la santa figura de Jesús o hacía que la colgaran en la noche de una cruz de madera a pesar de los riesgos de morir asfixiada, sacrificios obsequiados en el nombre de Dios, para combatir así las tentaciones de la carne con mortificaciones corporales.

Patricio intuyó que la feroz oposición de la monja a tener siquiera fantasías eróticas, la lucha interna que sostenía para no solo apartarse de ellas sino para no sentirse culpable al dejar entrar a su mente, ya no se diga a su cuerpo, a Satanás, era prueba más que suficiente de la intensidad con que vivía los apetitos sexuales que atacaba con cilicios, sangre, fuego y dolor. Él únicamente tendría que liberarla, convencerla de que si Dios le había concedido tanta belleza y pasión era la hora de dejar aflorar sus sentimientos como algo natural, evidentemente solo frente a él, porque para algo el Señor creó al ser humano a Su imagen y semejanza y no para que renunciáramos a las bendiciones corporales con que nos había premiado; eran para gozarlas aquí, en este valle de lágrimas, en tanto las condiciones nos lo permitieran. Una mujer como ella, tan guapa, que debería tener unos senos hermosos, unas caderas maravillosas, una piel mágica, una cabellera inspiradora, unos dientes como perlas, ¿el Señor la había dotado con tantas gracias para que se desperdiciaran miserablemente, escondidas bajo sus negros hábitos, o para sacarles provecho a su lado…?

—Disfruta tus sagradas prendas, hija mía, con las que te benefició el Señor con Su inmensa sabiduría y virtud… Yo te concedo permiso, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo… Ven, ven, vayamos a la sacristía…

Cuando Patricio se desplazaba entre las bancas de la iglesia acompañado de María del Socorro, recordó las explicaciones vertidas por los maestros del seminario relativas a la belleza femenina, misma que no debían gozar los hombres comunes porque las mujeres hermosas estaban reservadas a Jesucristo, en el claro entendido que estos, en el mejor de los casos, debían conformarse con las feas. ¡Qué equivocados estaban sus maestros! Si Dios hizo al hombre a Su imagen y semejanza, bien podría disfrutar de los bienes terrenales que Él mismo creara en Su inmensa sabiduría; lo otro era un desperdicio injustificado. La fruta se debía comer cuando estaba madura, en su punto, mucho antes de empezar a podrirse o convertirse en un mero conjunto de pellejos despreciables… ¡Claro que las guapas eran para el Altísimo y mientras más, mejor, mil veces mejor…! ¿Por qué no poder compartir los bienes del Creador…?

Cuando comenzó el proceso de seducción ella se negó rotundamente, pero Patricio alegó ante la superiora que Socorro debía confesarse una y otra vez porque Belcebú la estaba invadiendo día con día y muy pronto podía contagiar a todas sus hermanas.

—Regrésela al redil, madre, antes de que la perdamos…

Con el tiempo ella volvió y en cada ocasión le exigía más detalles en lo que hacía a las fantasías carnales que la asaltaban, sobre todo de noche, y que la conducían a acariciarse la entrepierna para liberarse de Satán o acercarse mucho más a él. Los tocamientos de sus partes deshonestas no eran permitidos por la Iglesia, salvo que estos fueran llevados dulcemente a cabo por un representante de Dios, como era su caso personal, y siempre y cuando lo hiciera después de lavarse las manos con agua bendita.

—Nadie mejor que yo, hija mía, para espantar al demonio de tus santas carnes…

María del Socorro se flagelaba después de cada confesión con Patricio. Se sentía más propensa a caer en la tentación después de sus interminables entrevistas, que la dejaban más inquieta que nunca. Él la consolaba y la invitaba a aceptar su error: Dios castigaba los sacrificios inútiles, más aún cuando Él mismo había creado el cuerpo para disfrutarlo y no para renunciar a él, actitud que equivalía a rechazar las virtudes y méritos del Creador.

—¿De eso se trata, de desafiar a Dios? Cuidémonos de despreciarlo, hija mía… recuerda que la incredulidad es una gravísima herejía.

Todo comenzó cuando la consoló con unas breves palmaditas en las manos. Más tarde le acarició las mejillas con las yemas de los dedos. Después rozó su tocado hasta atreverse a besar piadosamente sus párpados para que pudiera, según él, dormir en paz… Ella huía, pero volvía, al principio acatando las instrucciones incuestionables de la madre superiora, apercibida de que el incumplimiento traería aparejadas penas como pasar varios días en cuclillas encerrada en un calabozo y sin alimentos. Imposible olvidar que Patricio había donado importantes cantidades de dinero para arreglar la capilla del convento, que goteaba durante la temporada de lluvias. A continuación, convencida de que le hablaba un representante del Señor aquí en la tierra, María del Socorro empezó a ceder a las pretensiones de Patricio en la habitación adyacente al refectorio donde se guardaban las hostias sin consagrar, los cálices, las casullas, entre otros elementos imprescindibles para la misa, un espacio reservado al propio padre o las hermanas que requerían más auxilio espiritual. Grandes trabajos tuvo que llevar a cabo mi hermano para evitar el sentimiento de culpa o la idea del pecado en María del Socorro. Día con día la exorcizaba, llevaba a cabo ritos complejos para conjurar la acción de Mefistófeles, que siempre estaba oculto y presente. Desdemoniaba la estancia, a ella la bendecía pasando la Santa Cruz por encima de su pelo, de su rostro, de sus senos, de su espalda y de sus caderas, hasta convencerla de la necesidad de ponerse de pie para bendecirla de cuerpo completo, solo que para deshechizarla requería que se desprendiera de la ropa, de tal suerte que los efluvios divinos pudieran alcanzar sus partes más profundas y ocultas, las nobles, donde sin duda se alojaba el diablo con sus cuernos endemoniados…

Patricio le pidió guardar silencio y la desprendió de los hábitos después de cerrar muy bien la puerta. Sabía que la tenía en sus manos cuando no se quejó al momento en que él corrió el pestillo y ambos se quedaron a solas, iluminados por la luz de una vela con una llama amarilla, azul y café muy intensa. Mientras la desprendía de sus hábitos, ella cerraba los ojos con crispación y Patricio rezaba: “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor. Por tu inmensa gloria te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos, te damos gracias, Señor Dios, rey celestial, Dios Padre todopoderoso; Señor, Hijo único, Jesucristo. Señor Dios, Cordero de Dios, Hijo del Padre; tú que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros; tú que quitas el pecado del mundo, atiende nuestra súplica; tú que estás sentado a la derecha del Padre, ten piedad de nosotros; porque solo tú eres Santo, solo tú Señor, solo tú Altísimo, Jesucristo, con el Espíritu Santo en la gloria de Dios Padre”.

—No te muevas, Soco, quédate quieta —agregó Patricio al tenerla completamente desnuda, en tanto sus prendas yacían en el piso como rotas partituras de un gran músico—. Estoy muy cerca de Satanás, en cualquier momento lo expulsaré de tu cuerpo y de tu mente, aunque debes saber que el rey de las tinieblas es muy terco y tenaz y volverá solo para que lo combatamos de nueva cuenta…

Cruz pectoral en mano, la abrazó por atrás, acariciándola furtivamente en tanto le suplicaba a María del Socorro que rezara, una y otra vez, el padrenuestro. Como Lucifer, irremediablemente necio, no se apartaba, él lo sentía, constataba su indeseable presencia, Patricio se desprendió de la sotana y del crucifijo, en realidad de toda la ropa, para exorcizarla, como era su costumbre, con el pene, la herramienta divina. Primero practicó una aspersión con agua bendita; acto seguido, interpretó letanías, recitó salmos para implorar la intercesión del Altísimo, de los santos y alabar la victoria de Cristo sobre el maligno. Proclamó el Evangelio como signo de la presencia de Cristo, e impuso entonces sus santas manos sobre los senos de la obsesa, el depósito de todo mal. Recitó el credo y el padrenuestro rogando a Dios la liberación de todo lo perverso, en tanto le presentaba a María del Socorro la cruz del Señor y bendecía, una y otra vez, su cuerpo entero con el dorado crucifijo en la mano. Oró y suplicó en nombre de la Santísima Trinidad para que el diablo se apartara de ella, de la atormentada, y quedara libre de la posesión diabólica.

Él sabía mejor que nadie cómo expulsar los demonios del alma y del cuerpo del energúmeno. Cuando tomó a María del Socorro por atrás, ella estuvo a punto de gritar como si le hubieran quemado el rostro con un hierro incandescente, tal como los inquisidores castigaban a los herejes. Patricio le cubrió la boca y le ordenó que continuara elevando todas las plegarias imaginables, porque para ese momento él ya las había olvidado todas. En esta nueva batalla entre Dios y el maligno, ese maldito ángel caído, sin duda tendría que salir airoso el Señor, todo bondad y generosidad…

—Acuérdate, hija mía, que cualquiera que ceda ante las tentaciones del negrísimo se separa de Cristo y jamás volverá a salir del infierno.

Patricio la besó en la boca para purificar sus expresiones, introdujo la lengua en sus oídos de modo que el demonio no pudiera darle malos consejos ni invitarla a hacer algo indebido, se trataba de apartarla del mal; la abrazó desnudo para sanearla y apartarla de toda tentación. Jamás habría ya el menor espacio para la maldad. Volvió a santificar su cuerpo en tanto le pedía que se recostara sobre un camastro para administrarle los santos óleos, el aceite santo, bendecido, el mismo que utilizaba en las ceremonias religiosas, el que se usaba en el sacramento de la unción de los enfermos, ya debidamente consagrado por él en su carácter de obispo en la misa crismal celebrada el Jueves Santo. Con sus manos llenas de ese exquisito lubricante, debidamente calentado hasta quedar tibio, recorrió todo su cuerpo, palmo a palmo, pliegue por pliegue, parte por parte, fragmento por fragmento, en tanto María del Socorro se retorcía y gemía de placer alegando que ese sentimiento, esa sensación estaba prohibida por la Iglesia, que siempre la había preparado para el dolor.

—¿Crees acaso que Dios nos entregó un cuerpo tan hermoso solo para sufrir? —cuestionó Patricio mientras introducía en el cuerpo virgen de la doncella el instrumento de Dios para perpetuar a la especie y ella se quejaba del dolor, sin ocultar su fascinación—. Ves cómo Dios está con nosotros, Soco, primero nos hace padecer antes de alcanzar la gloria —alcanzó a decir en el momento en que “le vino una polución”, es decir, se estremeció, se convulsionó, gimió, balbuceó, se lamentó como si quisiera llorar, se quejó entre palabras incomprensibles, vociferó sin que nadie pudiera entenderlo, suspiró, se sujetó de María del Socorro sin que ella entendiera lo que estaba aconteciendo, se estiró, tembló, se sacudió hasta llegar a un tremendo estremecimiento que la arrastró también a ella hasta conocer un sentimiento de gratitud y paz que ambos ni siquiera habían imaginado. No cabía duda, Dios estaba en todas partes.

Mi hermano alegaba que Pedro, el primer papa, y los apóstoles escogidos por Jesús eran en su gran mayoría hombres casados. Que el celibato no estaba contenido en ningún documento de la Iglesia. Que san Agustín se equivocaba totalmente cuando escribió aquello de que “nada hay tan poderoso para envilecer el espíritu de un hombre como las caricias de una mujer”. El de Hipona era un amargado, y pensar que antes se decía que todo sacerdote que durmiera con su esposa la noche antes de dar misa perdería su trabajo, sería excomulgado por un año y reducido al estado laico… ¡Cuánta estupidez, Dios mío, cuando el Creador decretara como primer mandato y sin limitación alguna aquello de “creced y multiplicaos” y él, Patricio, no podía desobedecerlo! ¿Cómo estar de acuerdo con el papa Gregorio Magno cuando sentenció que “todo deseo sexual es malo en sí mismo por ser intrínsecamente diabólico”? ¿Para qué Dios había creado al hombre y a la mujer, dos seres complementarios y, sin embargo, se les prohibía disfrutar de los placeres de la carne con que el Señor bendijera el cuerpo de los mortales? ¡Toda una contradicción! Ahí estaban los papas que fueron hijos de otros papas como san Damasco I, san Inocencio I, Anastasio I, san Félix, Marino, san Silverio, san Hormidas y Sergio, entre otros tantos más, para ya ni hablar de los pontífices que tuvieron hijos ilegítimos. ¡Qué bueno que existían tribunales eclesiásticos especiales, porque era mucho mejor caer en manos de un obispo misericordioso y fraterno, lleno de piedad cristiana, que en un juzgado civil…!

Patricio hizo mucho dinero como obispo auxiliar durante varios años porque recibía bienes “adquiridos por patrimonio”, o “por merced del rey”, y otros “por la industria y trabajo de personas y por las oblaciones y limosnas de los fieles, además de los generosos donativos entregados por personajes muy ricos, deseosos de que se les cantaran misas de muerto por los próximos 100 años, de modo que se garantizara su eterno descanso en el más allá”. “En esta santa casa, la casa de Dios, no se regala nada”, afirmaba sonriente, por ello cobraba diferente un bautismo simple y uno solemne con pila adornada, más aún en los que participara el Ilustrísimo señor obispo. Fijaba aranceles por los repiques en la catedral, en las parroquias, por un certificado de nacimiento simple, por uno legalizado, por tocar el órgano en cualquier ceremonia, sobre todo en las de matrimonio; por una misa rezada en cualquier iglesia, con un incremento en el precio si era con responso y otro adicional si era cantada y además con revestidos, haciendo uso de adornos; por inhumaciones de restos en matines o vespertinos, sin olvidar los cobros por funerales, bautizos o matrimonios en las capillas de las fincas o en las filiales de la iglesia, en cuyo caso habría una cuota adicional por cada tres leguas a recorrer… lo cual no los excluía de los más espantosos castigos. El comercio espiritual era muy lucrativo. Siempre me vi obligada a disimular mis sentimientos con Patricio, de modo que no me perdiera la confianza y cancelara sus conversaciones conmigo. Él no hubiera soportado la menor crítica ni aceptado rechazo alguno de mi parte, por lo que tenía que mostrarme invariablemente receptiva y festiva, celebrar sus “hazañas y heroicidades” por más que sus comentarios me produjeran una náusea infinita. Mi hermano, invariablemente satisfecho y gozoso, se había convertido en otro encumbrado jerarca eclesiástico, tan corrupto y podrido como los demás. Dinero, mujeres, poder político y espiritual, privilegios jurídicos e impunidad garantizada, ¿qué más le podía pedir a la vida el hijo del verdugo? Por todo ello, Patricio inventó diversos negocios que administraba desde el más oscuro y denso anonimato. Uno de ellos, sin duda de los más rentables, consistía en el contrabando y venta de libros prohibidos, muy cotizados en el mercado. Tenía amenazado de muerte a su agente vendedor, el mismo que traía los textos a escondidas desde Veracruz, donde sobornaba a los agentes empleados en las garitas del puerto, o bien se las arreglaba para robarlos de las bodegas del Tribunal del Santo Oficio, cuyos jueces tenían que leer los impresos para prohibirlos, o los mandaba copiar en una imprenta clandestina. Nadie como él más interesado en publicar edictos para denunciar a quienes poseyeran libros prohibidos y así pagaran la pena impuesta. Lo mejor, como él me explicaba, es que conocía como nadie los nombres de quienes compraban los volúmenes, sus propios clientes, a los que amenazaba a través de interpósitas personas con denunciarlos salvo que le pagaran cantidades de dinero para comprar su silencio: una doble transacción económica. Por un lado la venta de los ejemplares, y por el otro los jugosos ingresos derivados de los chantajes y por la imposición de multas.

¿Qué ventaja indirecta representó para mí el mercado negro de libros que controlaba Patricio Cervantes, mi hermano, en la Nueva España? Pues que escondía cajas enteras de libros prohibidos en nuestra casa en Texcoco, de modo que nadie los descubriera y pudiera venderlos a su paso a lo largo y ancho de la colonia. El acceso a dichos textos cambió para siempre mi vida y me dio una visión moderna del mundo, de la que quise dejar constancia en estas páginas llenas de historia negra de México. No hay mejor escuela para un escritor respetable que la lectura. El libro es el gran maestro de todo autor, y su imaginación la gran aliada para encender las antorchas que conducen a la evolución y al progreso.

Los autos de fe, según pude rescatar del Manual del inquisidor que mi padre tenía guardado en un baúl en la catacumba de nuestra casa, constituían la cara pública del Santo Oficio y tenían como objeto imponer ciertos códigos de comportamiento ortodoxo sobre el público tanto como sobre el individuo. La finalidad primera de los procesos y de la condena a muerte no era salvar el alma del acusado, qué va, sino aterrorizar a la gente para tenerla controlada en el puño. “Los autos de fe eran las manifestaciones más grandiosas del poder del Santo Oficio. En los autos generales se decretaba un día de fiesta, con la asistencia obligatoria de prácticamente toda la población local y aledaña, y la participación activa de todos los oficiales religiosos tanto como seculares de la colonia… Era la ceremonia que acompañaba la celebración del juicio de la Inquisición, y estaba seguida por la ejecución de las sentencias por las autoridades seculares… Primero había la llamada procesión de la Cruz Verde, el lema del Santo Oficio, donde participaban los frailes, los oficiales reales y los reos. Después había la presentación pública de los reos, quienes tenían la oportunidad de ‘reconciliarse’, o sea de confesar sus errores y recibir el perdón y un castigo que incluía desde las penas espirituales como oraciones, misas y limosnas, hasta la imposición de llevar el sambenito, la confiscación de bienes, los castigos corporales, las multas y el destierro. En caso de no confesar o de no arrepentirse, o si el reo había reincidido en la herejía, el penitente era ‘relajado’, o entregado a las autoridades seculares para ser quemado en una de las hogueras… Nadie podía faltar al auto general porque era castigado.”

Mientras en Europa se inauguraba la Edad de la Razón, la Nueva España permanecía sumergida en oscuras tinieblas; en tanto en Francia el pueblo se había levantado en armas contra los anacronismos de la antigua sociedad, en la Nueva España las masas se movían nada más cuando el hambre las llevaba al umbral de la tumba. Las ideas modernas llegaban a la Nueva España de contrabando. Solo en cenáculos de iniciados circulaban las obras prohibidas por la Santa Inquisición. A cuentagotas llegaron a este territorio las ideas de la Ilustración, los avances científicos y menos todavía los tecnológicos. Nos asfixiábamos bajo el yugo del incoherente imperio hispánico, que arrastraba a sus colonias en su inevitable decadencia. Tres siglos de dominación colonial habían destruido la vieja sociedad indígena, de cuyas ruinas emergía difícilmente la nueva. Tres siglos de prohibiciones, de proteccionismos, de monopolios, de absolutismo político, de sufrido catolicismo y racismo, habían producido estancamiento económico y atraso, inferioridad mental y marginación social. Un horror.

Y cómo no iba a haber marginación social si los españoles, los invasores, no solo habían destruido con peste, pólvora y el fuego de la hoguera toda una civilización precolombina que habría sorprendido al mundo con sus adelantos, sino que todavía pensaban así: “Soy del sentir que los indios han nacido para la esclavitud y solo en ella los podremos hacer buenos. No nos lisonjeemos; es preciso renunciar sin remedio a la conquista de las Indias y a los provechos del Nuevo Mundo si se deja a los indios bárbaros una libertad que nos sería funesta… Si en algún tiempo merecieron algunos pueblos ser tratados con dureza, es en el presente, porque los indios son más semejantes a bestias feroces que a criaturas racionales. Se pretende hacerlos cristianos, casi no siendo hombres. Sostengo que la esclavitud es el medio más eficaz y añado que es el único que se puede emplear. Sin esta diligencia, en vano se trabajaría en reducirlos a la vida racional de hombres y jamás se lograría hacerlos buenos cristianos”, según insistían en la Madre Patria, y aun las propias autoridades virreinales.

En lugar del sentimiento de invencibilidad de los tenochcas, la grandeza imperial mexica, la deslumbrante civilización del Anáhuac, aparecieron los injustificados sentimientos de inferioridad, la subordinación obligatoria, la imposición del silencio, el acatamiento incondicional de las órdenes del invasor, el traumático sometimiento, la tristeza masiva, los miedos endémicos, el escepticismo crónico, la inseguridad incontrolable y la castración del intelecto. Se prohibió el uso de muchas de nuestras plantas medicinales, como los hongos alucinógenos, el ololiuhqui y el peyote, una fuente de revelaciones, de conocimiento, de comunicación con los dioses que no solo fue rechazada al ser vista como una locura, sino llegó a convertirse en una sangrienta causal de herejía. ¿Su Dios, acaso, era mejor que todos los nuestros? ¿Un dios que quemaba vivas a las personas y ordenaba su mutilación y tortura, era o podía ser bueno? Se le extraía el corazón a los guerreros, doncellas y elegidos como una ofrenda a los dioses, pero jamás como un castigo. El nombre de “sacrificios humanos” fue otro invento pérfido de los españoles, los vencedores, quienes como siempre escribieron la historia hasta que algún día los larguen de este territorio mágico y surjan nuevos investigadores del pasado que divulguen el grito desgarrador contenido en estas páginas.

Los franciscanos, los dominicos y los agustinos, las llamadas órdenes mendicantes, mantenidas supuestamente solo por la caridad, los Milites Dei, es decir, los salvajes soldados de Dios, vinieron a convertir a los vencidos a sangre y fuego. La conquista espiritual fue la continuación ideológica de la obra militar y mucho más brutal que esta, ya que derribó templos, destruyó estatuas, quemó manuscritos, bibliotecas, archivos y personas, atavíos, vestimentas y adornos, además de todo tipo de documento cultural de la antigua civilización a la vez que eliminó a los detractores de la nueva religión, acusados de apostasía y de reincidencia idolátrica. Según la Iglesia, en realidad un aparato represivo e ideológico al servicio del rey, la historia de México empezaría con la Conquista, los otros 2 mil 500 años habría que olvidarlos. Antes no había ocurrido nada. Salvo actos infinitos de barbarie, impiedad y atraso que más valía la pena olvidar.

Quién se negaba a recordar que Hernando Alonso, un joven y próspero ganadero, fue quemado vivo en la hoguera en 1528, convirtiéndose en el primer mártir judío. Quién, por otro lado, podría olvidar que Caltzontzin, jefe de los purépechas que ocultaba la ubicación del tesoro formado por varias generaciones de los suyos, fue sentenciado a muerte por garrote, estrangulación y posterior quema del cuerpo. ¿Eso deberían entender los indios por catequizar? ¿Así se abría paso la palabra de Dios? ¡Claro que también “quemáronse gran número de libros de estas sus letras, y porque no tenían cosa en que no hubiese superstición y falsedades del demonio”! De la misma manera fueron “destrozados unos a golpe de mazo y quemados otros ídolos de distintas formas y tamaños, piedras grandes que servían de altares, pequeñas de varias formas, rollos de signos y jeroglíficos en piel de venado, vasos de todas dimensiones y figuras”, sí, así fue, pero los ídolos de oro macizo, plata y piedras preciosas, idolatría o no, los sacerdotes se abstenían de destruirlos a marrazos y, en cambio, decían guardarlos “como recuerdo a ciertas convicciones espirituales o como obras de arte, muestras escasas de belleza impropias de una civilización en decadencia…”. Alabado sea el Señor que iluminaba con tanta sabiduría nuestros pasos a seguir…

Imposible olvidar a fray Diego de Landa, otro de los sacerdotes salvajes, que azotaba “al indio si no confesaba tener ídolos. Lo colgaban públicamente en la ramada de la iglesia por las muñecas y echábanle mucho peso a los pies, y quemábanle las espaldas y barrigas con hachas de cera encendidas hasta que confesaban los ídolos y de estos fueron más de 10 mil, y muchos no tenían ídolos; y otros, iban 20 y 30 leguas a buscar ídolos por los campos y milpas viejas y los traían. Otros los hurtaban a los que los tenían. Otros los hicieron de nuevo. Fue tanto el exceso que andaban atónitos los indios que no sabían qué se hacer. Y más hizo desenterrar muchos muertos sin averiguar bien si murieron idólatras y los huesos con sus estatuas los hizo quemar más de 70. Prendió a muchos señores y principales que los colgados encartaron e hízoles procesos… Lo que de aquí resultó de estos castigos sin discreción fue que muchos se huyeron a los montes de miedo de los tormentos. Otros murieron de estos en las cárceles. Otros se ahorcaron; otros se mataron a sí mismos de ver que habían levantado muchos testimonios a sí y a los demás principales”. ¿A quién se le iba ocurrir participar en las ceremonias relacionadas con la cosecha del maíz y con la sequía, si los que danzaran desvestidos y pintados sus cuerpos con formas de tigres serían quemados al descubrirse los hechos? “Los indios trayendo ydolos a cargas y montones, y diciendo que allí estavan, que los quemassen todos y no a ellos, aprendieron a ser sumisos al ver que a aquellos que se habían resistido o que habían intentado resistirse, sin misericordia los esclavizaban y les marcaban el rostro con un hierro al rojo vivo. Si bien los americanos tal vez eran humanos para ellos, su cultura y religión propias los reducían a la condición de bestias, siervos del demonio, estúpidos, perdidos, perversos: su existencia, en suma, era apenas un inconmensurable error. Por todo ello no debían estudiar, porque ningún fruto se esperaría de su estudio, porque son viciosos, imposibles de confiar la predicación del evangelio y carecen de habilidad para entender.”

“¿Qué futuro le espera a este país en semejantes circunstancias…?”, me preguntaba a cada paso, según aprendía y aprendía, leía y leía para convencerme de mi realidad.

La crueldad no puede tener jamás justificación alguna, sobre todo no una justificación moral. La “evangelización” no era sino una política de sometimiento, el aniquilamiento mental y cultural de una población ya de suyo masacrada. Resultó falso que la obra esencial, el fin único que buscaban los apasionados religiosos era evangelizar a los indios para crear un mundo cristiano ideal y así preparar el Millennium, que antecede al reino de Dios. Mentiras, embustes, patrañas: solo buscaban el poder, los privilegios y la riqueza al costo que fuera. Los disfraces eran evidentes y descarados.

Su Dios todopoderoso, eterno, único, absoluto y obligatorio, todo Él sabiduría y bondad infinitas, Creador de todas las cosas buenas que descendía del altar para derramar las gracias necesarias sobre sus siervos, el Gran Velador de la inmortalidad del alma, ¿por qué permitía que quemaran y torturaran a los indios indefensos, supuestamente atrasados, salvo que quemar vivas a las personas fuera una señal de progreso? ¿Cómo entender al Señor…?

Yo copiaba y copiaba citas, fuentes, notas y párrafos para dar credibilidad a mi relato, hechos descritos por personas que habían conocido o padecido los acontecimientos o habían sido testigos de ellos:

Al pueblo español nada podía importar que hubiesen muerto millones de indígenas. Estos eran idólatras y debían morir. Satanás no se desterraría de la América sino cuando cesase y acabase la vida a los más de los indios. Dios mismo les aborrecía: Su voluntad era que estas gentes de indios se acaben totalmente, o por los pecados de sus pasados o suyos o por otra causa… de otra forma no habría bajado a las Indias la Virgen María, ya sola, ya acompañada del apóstol Santiago, a auxiliar a los españoles en su obra de exterminio, dando aquel a los indígenas terribles cuchilladas y echándoles Nuestra Señora “polvo por las caras para cegarlos”. En Caxamalca, a los inermes muy numerosos acompañantes de Atahualpa, el propio apóstol se enardeció tanto, que él solo mató “más indios… que todos los españoles juntos”. La guerra que se hizo a los yndios fue toda hecha por Dios…28

Pero había otras formas muy eficaces para destroncar, para desmantelar a la gran familia mexica, a la anahuaquense, como la de recoger, secuestrar y enclaustrar a niños nobles, descendientes de los reinos conquistados, para ayudar a catequizar a sus padres y parientes: “Al principio se les hizo tan cuesta arriba que algunos señores escondían sus hijos y en su lugar ataviaban y componían algún hijo de su criado o vasallo o esclavillo, y enviábanle acompañado con otros que le sirviesen por mejor disimular, y por no dar el hijo propio”. ¿Resultado? Los niños mexicas catequizadores, con el tiempo, mataron a pedradas a los antiguos sacerdotes prehispánicos al estar convencidos de que asesinaban al diablo, la encarnación del mal. Estos niños debidamente “cristianizados” dejaron de asistir a las escuelas existentes en los calpullis, mismas que fueron sustituidas por iglesias construidas en el interior de las encomiendas, la nueva organización agrícola de la que surgieron los analfabetos y los esclavos, el gran lastre para el futuro. ¿Quién iba a educar entonces a la población indígena que antes sí podía asistir a las escuelas, el origen de la fortaleza del imperio azteca?

Después de investigar y de estudiar a fondo las estrategias de los curas españoles con relación a los aborígenes, entendí que la severa fractura en los lazos familiares había tenido consecuencias muy graves. Privar a los progenitores del derecho natural de educar a sus hijos; separar a niños y niñas de toda actividad en común que no estuviera estrictamente vigilada, marcando una diferencia entre géneros, y la concepción cristiana medieval de la honra femenina, perturbaron a las nuevas generaciones de mestizos. La mujer fue contemplada como un sujeto siempre proclive a caer en la tentación sexual. Por otro lado, los menores fueron simbólicamente castrados: es decir, se les cortó el pelo y se les vistió a la usanza española. Desaparecieron los colores, penachos, plumas, tilmas, huaraches, mantos y el pelo largo. Esta represión corporal fue señal de un rasgo ideológico hispano de la época que ingresó en la cultura de los vencidos: la vergüenza ante su propio cuerpo y la idea del pecado de la desnudez. Inmediatamente después apareció también el diablo. A los niños que recibían fundamentalmente instrucción religiosa se les habló de los pecados, las tentaciones y los castigos infernales como parte integral de su educación; después se les utilizó para transmitir este conocimiento a los macehuales, personas de la clase humilde, así como para vigilar a sus familias y denunciarlas en caso de reincidencia en la “idolatría”, práctica religiosa perteneciente al demonio, por lo que se le debía “extirpar”. La devastación social fue pavorosa, más aún si “diablos” como Pedro Cabeza de Vaca se jactaban, como el propio Hernán Cortés, de haber tenido más de 300 hijos. ¿Qué quedó de la unidad familiar en los tiempos de la grandeza del Anáhuac? Cada mestizo nació y creció con más resentimientos y rencor que otro. Nos llenamos de odios y de venenos que llevará años, tal vez siglos excretar a partir, claro está, del momento en que alguien comience a hacerlo…

¿Y cómo no crecer en un ambiente de inquina, aversión y rabia, cómo no tratar de ejercer una venganza anónima si por ejemplo, fray Juan de Zumárraga, el inquisidor apostólico en 1542, tal y como me lo explicó mi padrino a escondidas cuando dejé de ser una niña y me convertí en mujer, ante quien supuestamente se presentó Juan Diego para anunciarle que se le apareció una Virgen, la de Guadalupe, mandó quemar vivo en la plaza principal de la ciudad de México al gobernante de Texcoco Chichimecatecuhtli, nieto del gran Netzahualcóyotl e hijo natural de Netzahualpilli, con asistencia obligatoria, bajo pena de excomunión, de todos los habitantes de la capital? Este acontecimiento histórico que jamás consignó en sus muy abundantes escritos como si hubiera sido un hecho irrelevante, en realidad constituyó la columna vertebral de la conquista espiritual de México. ¿Eso era un principio de reconciliación y encuentro? Entre los delitos que cometió el gran Chichimecatecuhtli se encontraba no haber demostrado respeto por la religión de los españoles, sosteniendo el derecho de los mexicanos a conservar la propia, así como negar el derecho de los invasores para gobernarlos. Evidentemente que Zumárraga se quedó con los abundantes bienes del ajusticiado, según había dispuesto el rey de España.

Y ya que hablamos de reconciliación y encuentro para crear un ambiente de confianza y certeza en la comunidad, según encontré en los archivos secretos de mi padre, no debo ignorar a Aldonza de Vargas, quien fue denunciada por sonreír equívocamente cuando la Virgen María fue mencionada en su presencia, ni a otra muchacha de singular belleza llamada Manchita, encarcelada por la Inquisición al afirmar que no era pecado mortal tener cuenta carnal con una mujer, ni a Juan Fino, encomendero, residente de Michoacán, preso por declarar en el íntimo círculo de su familia que teniendo un libro de los Evangelios no había necesidad de ir a misa, ni a los reos penitenciados que hicieron saber que la simple fornicación no era pecado mortal, por lo que fueron castigados con vela, soga y mordaza, ni a Gaspar de los Reyes, boticario mestizo, porque hizo que su mujer se comenzase a confesar con él, ni a María de Arteaga, por ofrecerse a enseñar oraciones que debían decirse en misa para que el galán volviese, ni a Fructuoso García, licenciado en Artes, natural de Valladolid, confesor del Monasterio de las Vizcaínas, por solicitar favores a las monjas… ¿Más? ¿Qué tal recordar a un tal Federico Ponce, obispo, que yendo de camino para su diócesis por tierra, pretendió hacer visita en Toluca con título de inquisidor sin serlo, “usando de excomuniones y censuras en cosas leves y el haberse partido de esa provincia sin pagar algunas cosas que quedó debiendo, por lo que murió en la pira sin proferir un solo lamento, como mueren los hombres de verdad”? ¿Y cuando Rodrigo de Évora, “escribano de su magestad, residente en la Nueva España, fue quemado por ridiculizar a un prelado, habiendo sido previamente descoyuntado en la garrucha, como lo fueron quienes esperaban la venida del Mesías, que les habría de dar riquezas y llevarles a la gloria”?

Bueno, pero si de anécdotas hablamos, ¿por qué entonces no traer a colación el caso de los tres borrachos que se reunían una vez al mes a decir que podían hablar directamente con Dios sin confesarse y alegaban que si no hubiere Inquisición en estos reinos, contarían ellos con los dedos de sus manos los católicos cristianos, y que no podían aceptar como verdaderas todas las enseñanzas de la Santa Iglesia ni creer que el hombre debía adorar y reverenciar las imágenes religiosas, ni conceder que el pontífice romano tuviera poder para perdonar los pecados ni mucho menos tragarse sin procesar los dogmas del catolicismo romano, puesto que ellos confesaban en secreto su calvinismo, a más de otras creencias protestantes que tenían mucho que ofrecerle al hombre en su camino de la salvación? Un día que uno acusó a los otros dos, los otros se acusaron entre sí para lograr la absolución total, con lo cual los tres fueron condenados al mismo tiempo a la hoguera. ¿Y Gregoria de Silva, sevillana, por haber usado de hechicerías, sortilegios e invocación de demonios para traer hombres a su amistad? ¿E Inés Osorno, que rezaba muchas oraciones para saber el porvenir y atraerse a los hombres? ¿Y doña Juana de Aguirre, mujer casada, que dijo que no era pecado tener acceso carnal con una comadre? ¿Y Juanes de Arrieta, porque reprendido de su mujer de que andaba con otras hembras, respondió que no era pecado tratar con ellas? ¿Y Miguel Redelic, bohemio, hombre maldiciente, colérico y entrometido que dijo que en la hostia consagrada no estaba la Santísima Trinidad y que el diablo se solía meter en el cáliz y estar al pie del altar? ¿Y Alberto Navarro, arrestado y torturado porque los sábados no quería vender y se le presumió judío? Y Carlos Obert, natural de Iguala, de edad de 30 años, cristiano bautizado, hereje luterano, revocante, ficto y simulado confitente, ¿no fue condenado por cuestionar el santísimo sacramento del altar y alegó que el clérigo no consagraba el verdadero cuerpo de Cristo, sino que lo hacía por beberse aquel vino? ¿No es cierto entonces que todo podía ser causal de herejía y por ende se estaba en manos de la Iglesia, que escapaba a cualquier ordenamiento legal? ¿No había motivos para el resentimiento?

¿Acusaciones ante el rey de España por los abusos de los sacerdotes? Las hubo, claro que las hubo, como la siguiente misiva que llegó a Madrid con eficacia sorprendente y que mi hermano Patricio me leyó en voz alta, dejándome absolutamente atónita y muda:

Muy Soberano Señor: Con mucha lástima y dolor nuestro damos cuenta a Vuestra Alteza de la frecuencia que hemos experimentado en cometer el nefando crimen en esta ciudad y reino, donde parece que un alto prelado llamado Patricio Cervantes, saciado del apetito sensual de las mujeres, las busca y abusa de ellas, como todo solicitante, con no pocos artilugios y sin castigo ni temor que los refrene, como vemos sucede en esta ciudad. Vemos de tres o cuatro años a esta parte en las causas que han ocurrido, principalmente de religiosos, que se halla comprehendido en este crimen mucho número de personas eclesiásticas y seculares y además pasan al crimen de la bestialidad, con tanto desorden que por las confesiones de Alberto Henríquez, preso en cárceles secretas y que dice ser religioso de los descalzos del señor San Francisco, consta haber cometido ambos crímenes nefando y bestial con 40 personas, poco más o menos, y con tres o cuatro mulas y dos o tres gallinas; y lo mesmo consta de la causa de Diego Romero, vecino del Nuevo México, asimesmo preso en cárceles secretas. Y hallamos en otras muchas testificaciones de delictos tocantes a nuestro fuero, muchas personas testificadas del crimen dicho, como el tal Patricio Cervantes, de que nos ha parecido dar cuenta, porque si a este cáncer no se pone remedio, según cunde, parece muy dificultoso que después lo pueda detener. Y así lo decimos a Vuestra Alteza por parecernos convenir para el descargo de nuestra conciencia, y que si en Santo Oficio no lo remedia, la justicia seglar no parece que ha de ser suficiente. Vuestra Alteza mandará lo que fuere servido. Guarde Dios a Vuestra Alteza.

Patricio se quejó de la traición e invirtió tiempo y dinero para descubrir al autor de la terrible felonía de la que, por supuesto, salió nuevamente airoso al llenar de oro y plata los bolsillos de sus juzgadores, que le otorgaron de inmediato la indulgencia plenaria, la remisión extrasacramental de la pena temporal debida, según la justicia de Dios, por el pecado que ha sido ya perdonado. Patricio convenció al jurado eclesiástico de que jamás cometió el dicho pecado, por lo que no requería de perdón alguno, sino para quienes lo habían denunciado asestándole injustamente una puñalada por la espalda. Cuando tuvo el expediente en sus manos y conoció la identidad de los delatores, uno por uno fueron arrestados por el Tribunal del Santo Oficio con arreglo a diferentes cargos, unos más ingrávidos que los otros, hasta que no se volvió a saber de ellos nunca jamás… A los obispos de su diócesis que ante su fe eran acusados de sodomía, los enviaba “castigados” temporalmente a otras parroquias en lo que se disminuía la furia social, y un tiempo razonable después les permitía volver a sus sedes con la súplica justificada de comportarse en el futuro con la debida discreción, previa multa insignificante de 100 pesos, sanción incomparable con la que se impondría a un civil.

¡Qué difícil resulta en la vida controlar los impulsos a cambio de alcanzar un objetivo determinado! ¿Que a los curas degenerados solo se les cambiara de adscripción temporalmente para que siguieran causando daño, mientras yo tenía que permanecer sonriente y complaciente ante el monstruo de mi hermano mientras me contaba sus depravadas aventuras? Con cuánto gusto lo habría arañado y escupido en el rostro, además de calificarlo como la encarnación misma de la maldad. Por el momento me resignaba pensando que buscaría la forma de exhibir su conducta envilecida, corrupta y viciosa, como la de la inmensa mayoría de los delincuentes integrantes de la jerarquía católica. En el momento más oportuno asestaría la puñalada y publicaría mi obra de modo que se supiera lo que acontece en la institución favorita del demonio, su Santa Inquisición. Quien ríe al último ríe mejor y yo reiría a carcajadas, nadie mejor para reír que yo. Al tiempo…

Si en algún momento entendí las dimensiones diabólicas de Patricio, con las cuales accedería hasta la cúspide de su carrera, fue cuando apuñalaron a uno de los inquisidores de su diócesis mientras rezaba de rodillas ante el altar mayor. Antes de morir, en tanto agonizaba, pudo delatar la identidad de los asesinos. Durante la localización de los culpables para propinarles un castigo proporcional a su fechoría, Patricio ordenó que no dejaran de doblar todas las campanas de día y de noche y se dijera que ya nadie les daba vuelo porque el espíritu del inquisidor muerto era quien lo hacía desde el cielo. Acto seguido, pidió al pueblo que limpiara con sus pañuelos la sangre del difunto derramada en las losas, que mojaran paños y escapularios y así obtendrían indulgencia plenaria. El sacerdote muerto bien pronto sería santo, por lo que había que depositar muchas limosnas en las urnas abajo de un nicho especialmente dedicado a él, mismo que debería estar cubierto de flores y veladoras de modo permanente. Cuando hallaron a los criminales y confesaron el proditorio delito, mi padre les extrajo lentamente la lengua hasta arrancárselas por completo y murieron desangrados en la Plaza del Volador ante la vista de miles de personas que disfrutaron la ejecución, sobre todo cuando a los asesinos les cortaron las manos, los instrumentos del delito. La voz popular proclamó la santidad del inquisidor, quien muy pronto fue elevado a todos los altares.

Solo supe de un sacerdote que fue a dar a las salas de tortura de la Inquisición, y ello porque mi hermano descubrió una carta enviada nada menos que al rey en los siguientes términos:

Muchos de los sacerdotes e inclusive los prebendados tienen relaciones ilícitas con mujeres e inclusive tienen hijos con ellas… el decano de la capilla no va a las juntas, en vez de eso fornica con cuatro mujeres y les da pensiones… el archidiácono también tiene una amante con quien fornica… el maestrescuela también tiene una amante con quien fornica, una mujer mestiza llamada Josefa Montalvo, a quien él ofreció informalmente como prostituta a un miembro del cabildo secular. Todos ellos fornican con mestizas e indias… pero ya no debería decir más pues no quiero ofender los castos oídos de Su Majestad.29

P.D.: Solo los curas pueden fornicar sin que una sola palabra se diga al respecto. Si cualquier otra persona hace eso, los curas siempre le castigan inmediatamente. Dios quiera que la varicela ataque a sus penes. Amén. Yo, el informador de la verdad.

—La gente debe entender, Mati, lo que implica meterse conmigo, por las buenas o por las malas, con razón o sin ella, me es igual —se desahogaba conmigo, haciéndome saber cada vez más verdades y realidades que invitaban a vomitarle en pleno rostro.

¿Y qué suerte corrió Soco, la famosa sor María del Socorro? Pues bien, María del Socorro resultó, claro está, preñada. ¿Acaso podía haber sucedido algo diferente? Esa infeliz novicia tardó en embarazarse a pesar de un innumerable intercambio de arrebatos carnales a los que ella se entregaba feliz de contenta en los sótanos del convento o en los pasillos que lo comunicaban con el monasterio, que mi hermano visitaba de manera recurrente para salvar las almas de las hermanas. ¡Claro que para aquel entonces Patricio ya no recurría al truco del exorcismo! Simplemente la poseía de manera apresurada con tal de evitar, en la medida de lo posible, el riesgo de encontrar a otros religiosos en busca de un lugar idóneo para tener relaciones amorosas, ya fueran sacerdotes y monjas o entre ellos o ellas mismas. ¿Hasta dónde podía llegar el obligado celibato? ¿Por qué no cancelarlo para que hombres y mujeres gozaran libremente de su sexualidad en lugar de caer en desviaciones o depravaciones, y todo por dinero, por preservar el patrimonio de la Iglesia de modo que los religiosos no tuvieran familia a la cual heredarle sus bienes? ¿Que no tenían familia? ¿A quién trataban de engañar…? ¿Cómo supe el desenlace de la relación entre Patricio y María del Socorro? Al igual que mi padre, Patricio cayó en el alcoholismo al extremo de que en ocasiones ni siquiera recordaba lo que dijera el día anterior en nuestra casa.

El embarazo de Socorro hizo que Patricio perdiera los estribos. La reprendió, la golpeó, la insultó mientras la amenazaba con todo género de castigos y sanciones para su familia si alguien llegaba a enterarse o ella se atrevía a denunciarlo. Primero recurrieron a los rezos, a las plegarias, a las oraciones, a los más extraños rituales, hasta llegar a una misa negra. Nada. Más tarde procedieron a aplicar ungüentos, pociones y líquidos fabricados por herbolarios y hasta por brujas. Nada. Luego la obligó a saltar, a hacer ejercicios bruscos, a brincar del armario de su celda hasta caer bruscamente sobre el piso. Nada. Cuando Patricio sugirió la posibilidad del aborto a través de la introducción de instrumentos punzocortantes o de la misma pera inquisitorial, ella se opuso por el riesgo de contraer fiebres agónicas o morir desangrada, según escuchara de otros casos. Mi hermano creía perder la razón cuando alguien se atrevía a contradecirlo; ella lo hizo. Para suavizar la conversación adujo que la opción más viable consistía en permitir el nacimiento del niño y luego darlo en adopción. Patricio lo sacaría a través de los túneles subterráneos y lo entregaría a una casa de asistencia. Sobra decir que ya para entonces las palabras dulces, tiernas, comprensivas y seductoras con que Patricio se dirigía a María del Socorro habían desparecido para siempre. Ahora ella descubría a un hombre violento, enervado y grosero, dispuesto a todo con tal de salvar su nombre, su carrera y su imagen, lo único importante en su existencia. Disimularía su estado de gravidez gracias a la indumentaria de las profesas, diseñada especialmente para ocultar las formas del cuerpo. Nadie lo sabría, se fajaría bien la ropa, se oprimiría el vientre, se ajustaría bien el tocado, comería con más moderación que nunca para aumentar su volumen corporal lo menos posible. En fin, sabría cuidar bien el secreto para que su hijo naciera bien y ella no incumpliera con el quinto santísimo mandamiento: No matarás… Ella no mataría, menos, mucho menos a un ser nacido de sus propias entrañas.

—Júrame que mi nombre jamás saldrá a colación como padre de la criatura —exigió mi hermano dejándose convencer en apariencia, ocultando la existencia, como siempre, de otro juego—. Si incumples veré la manera de quemarte viva como bruja y hechicera en la hoguera —amenazó furioso.

María del Socorro aceptó todas las condiciones sin mostrar sorpresa alguna al contemplar y oír la calidad del monstruo que tenía frente a sí. Todas las personas invariablemente se presentaban con un antifaz en el rostro. La vida era un baile de máscaras.

El alumbramiento se dio una mañana en el baño del convento, de manera inesperada. Patricio estaba de visita con la madre superiora para analizar aspectos financieros. Ambos intercambiaban puntos de vista en el refectorio cuando María del Socorro interrumpió la conversación para solicitar la bendición del señor obispo antes de que se retirara, a lo que mi hermano, buen actor, accedió sin mostrar la menor emoción en su rostro. El niño vivía, era hombre. Ella se las arregló para cortar el cordón umbilical, limpiar cualquier rastro de sangre, y sobre todo, evitar que el llanto repentino y natural del recién nacido delatara toda la trama, para lo cual ahogó su grito envolviéndolo entre las humildes sábanas de su catre; la hubieran quemado viva. Patricio la buscó en su celda; ante la imposibilidad de violar su juramento de reclusión perpetua, la monja le pidió que lo bautizara con el nombre de Patricio, a lo que mi hermano contestó con frialdad diabólica:

—¿Dónde está el niño?

—Ahí, en mi lecho…

—¿Cómo me lo llevo a la casa de asistencia sin que haga ruido ni llore?

—Tengo lista esa bolsa de tela donde guardamos las naranjas que cortamos en el patio, llévatelo envuelto en ella, como si fueran alimentos de los que les regalamos a los confesores cuando nos visitan. Nadie sospechará.

Después de darle el pecho al menor para que no pasara hambres y llorara, lo envolvió amorosamente para que no tuviera frío, lo guardó con cuidado de manera que no se asfixiara, y se lo entregó a Patricio con los ojos llenos de lágrimas sin que el instinto materno la engañara: de sobra sabía que jamás volvería a saber de su hijo.

Patricio salió apresuradamente de la celda sin despedirse ni garantizarle nada ni enternecerse por llevar a alguien de su estirpe, de su sangre, en una bolsa, para salvarlo y que tuviera una vida decorosa y feliz. En el camino, a bordo de su diligencia, mi hermano asfixió al niño con una de las colchas cuando empezó a llorar y estuvo a punto de ser descubierto por el caballerango que conducía el vehículo. Momentos después, con el pretexto de apearse para satisfacer una repentina necesidad, lo arrojó sin más a un despeñadero y continuó el viaje después de santiguarse en repetidas ocasiones. Asunto terminado.

Con lo que no contó Patricio fue con la posibilidad de que María del Socorro lograra fugarse del convento y exclaustrándose violara todos sus juramentos con tal de volver a ver a su hijo y dedicar su vida a hacerlo un hombre productivo y responsable. Patricio se negó a recibirla en el Palacio del Arzobispado. Cuando después de varios días ella materialmente lo asaltó en la puerta para requerirle información de su vástago, Patricio la empujó, se limpió las manos como si hubiera tocado carroña y abordó su carruaje ignorándola como si se tratara de una loca más.

—Denle algo de comer —ordenó fastidiado—, tal vez tiene hambre y está perdiendo la razón…

En ese momento, tras tanto tiempo de infructuosa espera, sin nadie a quién recurrir, víctima de la desesperación, María del Socorro cometió un error imperdonable:

—No estoy loca, solo quiero que me digas dónde está nuestro hijo, por mí te puedes morir un millón de veces, pero ahora no niegues que eres el padre… Al menos llévale este muñequito para que nunca se olvide de mí…

El vehículo se detuvo de inmediato ante los gritos tan rabiosos como suplicantes de la mujer. Patricio descendió y la amordazó con furia incontrolable después de golpearla. Era ya de noche cuando ordenó a dos guardias del palacio que la llevaran presa a las mazmorras de la Inquisición. Ahora se acordaba, aclaró a los guardias a título de justificación, de que esa mujer estaba loca, era una bruja y el muñequito era un fetiche con el que producía grandes males y daños a quien lo tocaba. Mi hermano permaneció todavía de pie para contemplar cómo entre cuatro oficiales se llevaban a María del Socorro, la arrastraban entre empellones en tanto ella trataba de defenderse inútilmente gruñendo e intentando arañar o gritar sin poder pronunciar una sola palabra.

—Que no le quiten la mordaza ni le aflojen las sogas de las manos hasta mañana que yo la entreviste —alcanzó a decir cuando el grupo se perdió por la calle de Moneda rumbo al otro palacio negro, el de la Inquisición.

Años después, un buen día —¿buen día?—, Patricio fue invitado como integrante del Tribunal del Santo Oficio. Era el primer domingo de Cuaresma por la tarde, los funcionarios se presentaban en la morada del comisario en su indumentaria oficial, o sea el hábito de san Pedro Mártir, con sus veneras en forma de cinta negra colgada al cuello, de la cual pendía una medalla de plata dorada con una cruz verde sobre esmalte blanco y una corona real encima. Uno de los propósitos de los autos de fe era reivindicar los fueros, la autoridad, el prestigio y el temor por el Santo Oficio. Para tan solemne fiesta se invitó a los caballeros y a lo más distinguido de la ciudad, para que se presentaran adornados con sus mejores galas y ocuparan el anfiteatro decorado con pedestales y barandillas. Al fondo se encontraba un majestuoso altar en el que sobresalía una hermosísima cruz de verde y oro que podían admirar a la distancia más de 50 mil almas que habían acudido a la ciudad para asistir a la ceremonia de la hoguera. Don Manuel Paullada, el alguacil mayor, vestido de chamelote pardo de flores moradas, guarnecido con alamares y lentejuelas de plata, la capa adornada de lo mismo, con espada y cintillo de diamantes, precedido de dos alabarderos de librea imperial, verde y negra con galón de oro y plata y seguido de pajes y lacayos, esperaba a la entrada con un estandarte de la fe, acompañado de caballeros de órdenes militares y de la nobleza de México que arribaron también en sus carrozas…

Al ritmo del fúnebre tañido de las campanas de todas las iglesias de la ciudad, que duró el tiempo que tardó la procesión en llegar a su destino, empezaron a desfilar 12 alabarderos para despejar el paso, seguidos de los ministros de varas del Santo Oficio, luego los familiares y comisarios, todos con sus respectivas insignias y bastones dorados; luego la nobleza con la cruz de la Inquisición agregada a sus respectivos hábitos, y detrás de ellos, el conde de Santiago con el estandarte…

Inmediatamente después iban las comunidades religiosas seguidas de los principales ministros del tribunal, consultores y calificadores con sus insignias en las capas y veneras, y más atrás los frailes de Santo Domingo con velas de cera encendidas, acompañando al prior fray Gonzalo Madrazo que llevaba la cruz verde, de cuyos clavos pendía un velo negro en señal de luto, marchando todos al compás del cántico Vexilla Regis que entonaba la capilla de la catedral… Eran entonces las siete de la noche. El teatro estaba profusamente alumbrado y en el altar, donde se enarboló la cruz, ardían en blandones y candeleros de plata considerable número de cirios y velas de cera. Luego que el concurso acabó de tomar colocación en el teatro, puestos todos de rodillas oyeron cantar a la capilla la antífona y el versículo de la cruz y su oración a fray José de Legarrea…

A los reos, vestidos con sus sambenitos pintados con llamas y figuras de demonios, los condenados a morir en la hoguera, se les notificó su sentencia. A los 14, así hombres como mujeres, se les colocó en la boca, de la misma forma que se hace con el freno a los caballos, una barra de hierro atornillada ferozmente a la nuca de modo que no pudieran hablar ni protestar.

De los sentenciados, el que llamaba la atención de la gente era Alberto Buzali, el escritor e investigador, que a pesar de ir amordazado como una fiera salvaje no cesaba de articular las voces que podía, gesticulando de manera desesperada; muchos le dirigían denuestos, imprecaciones y consejos, si bien seguía fiero su camino. A él, precisamente a Buzali, lo habían declarado hereje judaizante, apóstata de la fe católica, protervo y pertinaz en la observancia de la ley de Moisés, fautor y encubridor de herejes judaizantes, maestro de dicha ley y pervertidor de personas católicas, por lo que fue condenado a ser relajado, con confiscación de bienes, por leer libros prohibidos y divulgarlos.

Patricio, elevado ya a su calidad de arzobispo antes de cumplir los 40 años de edad, se situó ceremoniosamente debajo de un baldaquín de terciopelo con cenefas y goteras de brocado de oro, amarillo y negro, con flecadura también de oro. A ambos lados los inquisidores con el fiscal, que seguía enarbolando el estandarte, observaban a otros reos al salir en forma de penitentes, en cuerpo sin cinto, sin bonete, con sambenito de media aspa y vela verde en las manos. Se trataba de individuos condenados al destierro perpetuo de las Indias Occidentales y los que tenían bienes en multas más o menos cuantiosas…

Puesto de pie con la debida solemnidad, mi ya santísimo hermano pronunció contra los reos las sentencias definitivas de muerte condenándolos al brasero, donde fuesen quemados después de haberles dado garrote excepto Alberto Buzali, escritor, coleccionista de libros prohibidos, relapso y rebelde, sentenciado a quemarlo vivo por la obstinación diabólica en su sacrilegio y perfidia, sin que para ablandarlo bastase el verse condenado a tan doloroso suplicio, ni los ruegos y exhortaciones que el mismo general y los circundantes le hacían. Había aprendido a leer y escribir y la gramática en su ciudad natal con un ayo, fraile agustino, que le puso su padre; enseguida pasó a Londres, en cuya universidad cursó matemáticas y lengua griega con Gabriel Sandoval; a la edad de 12 años escribió y publicó un folleto contra el rey de Inglaterra y por haberlo publicado salió huyendo porque no lo matasen. No puede dudarse que poseía una ilustración vastísima, como que conocía a fondo el inglés, el italiano, el francés, el castellano, el latín y el griego, y los poetas y filósofos de la antigüedad. Había llegado a la conclusión de que los soberanos españoles eran injustos detentadores de sus colonias de América en vista de que derivaban dicha posesión de una bula pontificia que debía considerarse nula, pues los papas carecían de potestad temporal. Pronunciadas que fueron las sentencias, pusieron a los ajusticiados caballeros en bestias de albarda y con la escolta de las compañías de milicia y acompañamiento de los ministros ejecutores y oficiales de la justicia seglar, con trompeta y voz de pregonero, pasearon a los condenados sacándolos por la calle de San Francisco que es la de la platería, la vuelta que sale a la de Tacuba, por la esquina del convento de religiosas de Santa Clara hasta la esquina de la caja maestra de agua en que remata la suntuosa arquería de los caños de esta ciudad, y por la vuelta de la Sequía y Alameda salieron a la plaza del convento de religiosos franciscanos descalzos de San Diego, donde estaba fabricado y para esta ocasión renovado el capacísimo brasero del Santo Oficio en un anchuroso cuadro de cal y canto, con sus cuatro remates esféricos de lo mismo… Juzgo haber en plaza, Alameda y arcos, de 30 mil personas para arriba, siendo más de quinientas las carrozas que hallaron comodidad. Habiéndose dado el último pregón, los fueron subiendo al brasero donde estaban clavados 14 palos. Como los iban subiendo les fueron dando garrote, ayudándolos los confesores con la última diligencia de persuadir a su arrepentimiento y actos de contrición, llegándoles el Santo Cristo de la Cofradía de la Misericordia, que vino con ellos y les andaba convidando con el remedio de su preciosísima sangre. Echaron la leña en el brasero y subieron el último al infeliz Buzali, a quien le aplicaron fuego a la barba y rostro para ver si la pena lo hacía cuerdo y el dolor desengañado, mas él con las palabras y acciones consumó su impenitencia final, y atrayendo leña y sus propios libros con los pies se dejó quemar vivo sin dar un solo indicio de arrepentimiento; desde la llama se le veía hacer muecas con la cabeza y manos, como quien decía que no a la voz común que le aclamaba su conversión…

Ahí, con él y sus ideas, ardieron sus adorados libros, la mayoría de los cuales le había vendido Patricio a través de sus agentes secretos, quienes le informaron del enorme patrimonio que detentaba don Alberto y que envidiaba mi hermano. Algunos de los ejemplares que se convirtieron junto con él en cenizas fueron: De ratione studii, de Erasmo; Obras, de Platón; Elementos, de Euclides; Opera omnia, de Arquímedes, además de las obras de Apolonio de Perga, Boecio, Niccolò Tartaglia, Pietro Cataneo, William Barley, Alfonso el Sabio, Sacrobosco, Copérnico, Pedro de Medina, Pedro de Rivas, Bartolomé Hidalgo, Francisco Hernández de Toledo, Nicolás Monardes, Miguel de Cervantes, el Palmerín de Oliva, Jerónimo Fernández, Alonso Álvarez de Soria, Quevedo, entre otros cientos más…

Ardió la espantosa hoguera y resolvió en pavesas y humo las estatuas, las cajas de huesos y los cuerpos miserables de los apóstatas, siendo la vengadora llama la ejecutora de la divina justicia y forja de los trofeos que el Tribunal Sagrado de la Fe levantaba aquel día en crédito de la persona de Cristo crucificado, y en honra y gloria de su eterno Padre y de su santísima Ley. En el impresionante auto de fe celebrado ese día fueron condenadas a larguísimas penas carcelarias 51 personas; quemadas vivas 11, post mortem una, y una joven que expió su alma durante la horripilante tortura inquisitorial por haber tenido un Cristo con telarañas. Entre las incineradas se encontraba una monja, sor Socorro, que perdiera la razón y se convirtiera en bruja, en hechicera que causaba males por doquier. Sus cenizas fueron quemadas de nueva cuenta junto con un muñequito, un fetiche, la herramienta del mal, para que no quedara huella de su paso por la tierra ni sus familiares pudieran conocer su paradero.

Gracias a que anunciaron los nombres de las herejes que serían ejecutadas logré identificar a María del Socorro, antes de que se extraviara entre las llamas y constatara cómo se incendiaba su humilde sambenito sin poder moverse por estar firmemente atada a un mástil de madera, ni gritar por tener colocado un freno de acero en la boca, de la que salía sangre por la fuerza con que se lo habían colocado. La angustia que viví me llevó al extremo de perder el sentido. Me desmayé sin poder oír su voz ni escuchar sus maldiciones. Si yo había vivido en carne propia el horror de la impotencia al saber quiénes eran mi padre y mi hermano sin poder protestar ni quejarme de sus abusos, todo sufrimiento era insignificante con tan solo ver el rostro desesperado de aquella pobre mujer al sentirse devorada por el fuego sin razón alguna. ¿Habría castigos aquí en la tierra como en el cielo para los culpables de semejante canallada? Por supuesto que no: la venta de indulgencias estaba a la orden del día, autorizada por la pandilla de purpurados que administraban y dirigían los destinos de la Nueva España.

Muchos meses después, con gran asco y repulsión, logré ser invitada, a través de mi hermano, al palacio tan negro como siniestro de la Santa Inquisición. ¿Cómo no hacerlo, para darle todo el realismo a mi relato? Desde el día anterior decidí no ingerir alimentos para tener controlado mi estómago durante la visita a las galeras terrenales construidas por Mefistófeles.

A la derecha de la escalera, en el corredor que mira al poniente, había una puerta que daba entrada a la sala de audiencia y demás departamentos de oficiales y de ministros. En la primera pieza estaban los retratos de los inquisidores, que llegaban a 40, con sendos rotulones en que se decía el lugar de su nacimiento, los años en que murieron y aun la enfermedad, año y día de su colocación en esta casa… En el extremo del salón que mira al sur había un altar bastante bien decorado, y en su centro, san Ildefonso recibiendo la casulla de la Santísima Virgen María. En el lado opuesto y después de una gradería de poco más de una vara de altura estaba la mesa de los inquisidores con sus tres sillones cubiertos de terciopelo carmesí, con franjas y recamos de oro y sus tres cojines o almohadones correspondientes aforrados en lo mismo. Un dosel clavado en la pared, también de terciopelo del mismo color con franjas y borlas de oro. En él estaban las armas reales y apoyado en el globo de la corona un crucifijo y alrededor: Exurge, Domine, et judica causam tuam. A su lado dos ángeles: uno tenía en una mano una oliva y con otra sostenía una cinta en que se leía: Nolo mortem impii, sed ut convertatur impius a via sua et vivat, “No quiero la muerte del impío, sino que regrese a su camino y viva”. En el otro lado había otro ángel con una espada en la mano derecha y en la izquierda otra cinta con este mote: Ad faciendam vindictam in nationibus, increpationes in populis, “Para ejecutar venganza entre las naciones y castigo a los pueblos”, todo lo cual está recamado de oro y seda. En la pared de dicho salón que miraba al sur había una puertecilla que conducía a las prisiones; otra en la que miraba al poniente con este título: “Mandan los señores inquisidores que ninguna persona entre de esta puerta para adentro aunque sean oficiales de esta Inquisición, si no lo fueran del Secreto, bajo pena de excomunión mayor”. Otra, junto al dosel, llena de escopleaduras circulares y oblicuas para que el delator y testigos pudiesen ver desde dentro al reo, sin ser vistos por él.

Sobra decir que salí deshecha y empezando a sentir un creciente rencor por mi hermano, quien nunca se pareció a fray Bartolomé de las Casas, a fray Bernardino de Sahagún o a fray Diego Durán. ¿Por qué no se habría convertido en un verdadero amante de los indios, en un ser respetuoso de sus votos de pobreza y castidad? ¿Pero qué podíamos esperar del hijo de un verdugo que, a su manera, decidió superar el oficio del padre? Ahora lucraba con la fe, el dolor ajeno y la esperanza, que lo hicieron absurdamente rico y poderoso.

El desastre económico de la Nueva España empezó a gestarse a partir de los sistemas de tenencia de la tierra predominantes en el siglo XVII. En las 13 colonias norteamericanas se privilegiaba la propiedad privada y la creación de pueblos nuevos con la condición de que en una comunidad de más mil personas se fundara obligatoriamente una escuela. En México, la tenencia de la tierra estaba reservada a los españoles, en la inteligencia de que los indios quedaban reducidos a la esclavitud y a la ignorancia. Ni consumían ni se ilustraban ni se capacitaban: comenzaba el atraso y el empantanamiento social. Con la sustitución de escuelas por iglesias inició la catástrofe humana, cuando la inmensa mayoría de nosotros nos convertimos intelectualmente apenas en algo más que animalitos de corral porque comíamos las sobras de los amos y vivíamos a la intemperie sin saber leer ni escribir, y sin haber lastimado a nadie empezamos a pedirle perdón llenos de culpa a un Dios que no conocíamos. ¿A cuántos pensadores destacados y científicos sobresalientes no mandó quemar vivos la Inquisición porque, según ella, sus conocimientos y descubrimientos eran heréticos? ¿Cómo evolucionar si asesinaban o incineraban a quien pensara peligrosamente o dudara de los dogmas?

¿Y el teatro? La Iglesia proscribió casi todo tipo de teatro como fuente de pecado y lascivia. Se preocupaba por los bailes de máscaras y por las coplas desvergonzadas interpretadas por coros que cantaban “deshonestidades muy ajenas al teatro, antes bien muy contrarias al decoro público”. La sana alegría como manifestación de la libertad humana se nos escapaba; el regocijo del cuerpo o la risa carnavalesca, el juego como expresión de distanciamiento, no solo en sus formas más directas de sátira, burla o caricatura, estaba ausente. Se silenció la risa. Sin embargo, la prosa libertina circuló clandestinamente por el virreinato, en tanto el clero insistía en congelar el júbilo de la nación y lo conseguía.

En los años posteriores a la así llamada Conquista, la población colonial disminuyó a causa de nuevas enfermedades, la desintegración de la economía nativa y las malas condiciones de vida. La peste era un fenómeno sanitario desconocido en estas tierras. De tarde en tarde las pavorosas epidemias, una consecuencia de la indolencia sanitaria, mataban literalmente a millares, cuyos cuerpos llenaban los camposantos, las calles y los caminos… Durante las pestilencias se organizaban procesiones de sangre. Las monjas enclaustradas, al no poder salir, organizaban procesiones en los claustros, flagelándose y cargando pesadas cruces. Se pedía misericordia a las Vírgenes y sobre todo a la Virgen de Guadalupe, madre de los indios.

No se debe olvidar que las enfermedades mortales provocadas formaban parte de las estrategias guerreras del Medievo europeo, según aprendí de uno de los libros que Patricio había robado de las bodegas de libros prohibidos por la Inquisición. En 1422 el ejército lituano catapultaba cadáveres y excrementos a los defensores de Carolstein, Austria, para iniciar terribles procesos infecciosos. El ejército británico practicó sistemáticamente la propagación de viruela entre los indios desde 1755, a propósito del brote que diezmó en 1757 a los potawatomis, a la sazón aliados de los franceses, sus adversarios en la colonización de Norteamérica. Los españoles en 1495, a su vez, entregaban vino contaminado con sangre de leprosos a sus adversarios franceses. Por lo anterior, el traslado de estas tácticas al Nuevo Mundo no debería extrañarnos, pues los ibéricos se formaron en el arte de la guerra tratando de contaminar a sus vecinos.

En efecto, cuando los españoles arribaron a estas tierras en 1518, la población aborigen ascendía a unos 25 millones de habitantes; 10 años después había disminuido a menos de 17 millones; para 1568 a tres, y para 1618 a solo un millón y medio. Así, desde la llegada de Colón, los europeos, por medio de sus infecciones además de otros recursos no menos deleznables, exterminaron prácticamente a 95% de la población indígena y destruyeron sus culturas ancestrales.

Hace casi tres siglos arribaron al Nuevo Mundo los invasores europeos junto a los que serían sus mayores aliados en la conquista del continente: la viruela, el sarampión y la influenza. Los españoles primero, y luego los británicos, utilizaron fundamentalmente a la viruela para realizar una guerra biológica contra los indios americanos, lo que a la larga significó la mayor catástrofe poblacional que jamás haya sufrido América en toda su historia. He ahí la conclusión más dolorosa a que llegué en soledad y en secreto, después de años de estudio y de redactar a escondidas estas páginas que nunca saldrán a la luz, al menos mientras yo viva, salvo que se publiquen con un seudónimo, en la inteligencia de que mi editor me denunciará tan pronto lo acuesten en la rueda y lo aporreen, para luego descuartizarlo después de tres pavorosos tirones.

La población blanca contaba con un sinnúmero de sirvientes, criados indígenas que pululaban en las casas españolas, donde hasta el peninsular más pobre podía relevarse de las tareas domésticas. La población blanca y casi blanca habitaba en las ciudades españolas, sostenida por el trabajo y el tributo de los indios. Las labores manuales y aun muchos oficios eran considerados indignos de un europeo, de manera que los blancos urbanos, con un número relativamente pequeño de artesanos y esclavos negros, comían los alimentos cultivados por los indios, se vestían con tejidos producidos por los indios, habitaban en casas construidas por los indios y en parte amuebladas por ellos mismos, y remitían a Europa los metales extraídos y procesados en parte por los indios, que morían como moscas en las minas, en los campos o en las ciudades, víctimas de las epidemias. A los “yndios bajábanlos en las minas a unos sótanos profundos de 20 o 30 estados, oscuros, tenebrosos y humildísimos y a la luz de unas malas teas, con una gruesa barreta, cuñas y mazas en las manos y bajando y subiendo por unas malas escalerillas postizas de una mesa a otra en el centro… La mayoría salía desmayada de hambre, garleando de sed, traspirados de sudor, deslumbrados de la oscuridad y cargados de sacos llenos de metal, trepando por tan manifiestos peligros, que eran sinnúmero los que desfallecían y los que escapaban con vida la llegaban a perder en su choza…”. Las dificultades económicas de la Corona española la llevaron a exigir más a fondo a la colonia, y por ende a los indios. Aumentó los impuestos; vendió los cargos; recibió dinero por prebendas, favores y perdones de toda clase; mendigó préstamos y donaciones, introdujo las alcabalas, bulas de la cruzada, compensaciones de tierras, venta de cargos públicos, préstamos generales y forzosos, medias anatas, mesadas, papel sellado, extensiones y aumentos de contribuciones más antiguas, como el tributo y el almojarifazgo, y la creación de los monopolios de la sal, la pólvora y el mercurio para las minas, todo lo cual constituía una carga adicional para todos nosotros. ¿Y los piratas ingleses y franceses? Ellos se dieron cuenta de los altos precios de los productos importados de la metrópoli y recurrieron al contrabando para vender a mucho menos de la mitad sus bienes con el consecuente daño para la economía colonial. El vino, el aceite, los textiles de toda naturaleza, el tabaco, así como otras manufacturas europeas, se podían adquirir a valores muy inferiores en los mercados negros. La clausura, la absoluta cerrazón comercial y política, serían poderosos enemigos a vencer en el futuro si se comparaba con la apertura liberal en todos los órdenes prevaleciente en Estados Unidos.

¿Los indígenas soportaron pasivamente el terror y las persecuciones inquisitoriales, las muertes, las torturas y los encarcelamientos, además de las explotaciones laborales, las imposiciones autoritarias, sin protestar jamás ni levantarse en armas? ¿Se resignaron a su suerte? ¡Qué va! Hubo sublevaciones indígenas, brutalmente reprimidas, en la región del Pánuco, en Oaxaca, en Chiapas, en la ciudad de México, en Campeche, en Sinaloa, en Nayarit, en Zacatecas, en Mérida, en Nueva Galicia, en Durango, en Yucatán, en Sonora, en Chihuahua, en Nuevo México, en Nuevo Reino de León, en Guanajuato y en San Diego, California, a lo largo del los siglos XVI, XVII y XVIII. Todas fracasaron en su intento por restaurar la antigua organización. Punto y aparte requiere el año de 1692, cuando los aborígenes incendiaron Palacio Nacional a consecuencia de los desastres naturales, el hambre y las privaciones, y de la ineptitud de las autoridades virreinales.

“Con cuánta frecuencia vemos ponderar la influencia que tuvieron las ideas de la Ilustración y el triunfo de la Revolución francesa en la lucha por la independencia de México”, leí en unas hojas sueltas escritas con mano temblorosa que localicé en uno de los libros confiscados por mi hermano, seguro de un lector liberal que se jugó la vida, sin saberlo, a la hora de adquirirlo. ¿Cuál influencia? Todo un embuste más porque 1821, el año de su consumación, significó la derrota de los ideales ilustrados y republicanos, y por ende el triunfo de una contrarrevolución antiliberal, reaccionaria de punta a punta además de monárquica y clerical, que hubiera avergonzado sin duda alguna a Juan Jacobo Rousseau, Montesquieu, Voltaire, Diderot y D’Alembert, entre otros filósofos más. ¿Acaso el alto clero de México, retardatario, retrógrado y conservador, enemigo de la evolución y del progreso, feroz opositor a todo tipo de cambio, no combatió con las armas en la mano el nacimiento de los primeros brotes insurgentes a partir de 1808? ¿No torturó e hizo fusilar a Hidalgo y a Morelos, entre otros sacerdotes más, por sus ideas políticas de vanguardia con las que conminaban sus cuantiosos intereses y privilegios? Los Padres de la Patria, ¿no fueron acusados de herejes y apóstatas de la santa fe católica, así como excomulgados por sediciosos y cismáticos y comparecieron ante el Santo Oficio de la Inquisición, el cual ordenó su inmediata ejecución? ¿La Inquisición no intervino de manera definitiva en la degradación, fusilamiento y decapitación de Hidalgo? ¿El Santo Oficio no intentó detener el torrente ideológico progresista que amenazaba inundar a la Nueva España, imponiendo castigos tan vandálicos como crueles? ¡Cuántos negocios hizo mi hermano vendiendo obras literarias prohibidas y condenadas por el tribunal, pero que despertaban una viva curiosidad en el público lector! ¿Cuál debía ser la suerte de la colonia cuando Fernando VII, el imbécil Narizotas, fue capturado por Napoleón, quedando acéfala la monarquía española? Ahí estuvieron presentes el Santo Oficio y el alto clero colonial reprobando públicamente la doctrina de la soberanía del pueblo, declarándola herética y anatemizada. Los liberales mexicanos, sacerdotes o no, fueron pasados por las armas sin piedad alguna en tanto el papa Pío VII ordenaba a todos los católicos del mundo pelear contra Napoleón I, “la Bestia Apocalíptica”. Quisiera que la vida me alcanzara para saber cómo tratarán estos temas históricos tan reveladores y cruciales cuando yo ya no esté en el reino de los vivos. Apuesto a que la Iglesia católica, eternamente vinculada con el más fuerte, hará lo imposible por esconder su responsabilidad, de modo que humilde, pobre e indefensa, sea reconocida como una abnegada divulgadora del evangelio y feroz defensora de los desamparados: en el nombre del Padre, del Hijo… Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos será el Reino de los Cielos…

Me puedo imaginar con meridiana claridad la cara que habrían puesto Matías Monteagudo, la máxima autoridad clerical en la Nueva España, y mi hermano Patricio, su brazo derecho, cuando las Cortes de Cádiz resolvieron en 1813 que el Tribunal de la Inquisición era incompatible con la Constitución de Cádiz. Solo que Fernando VII no tardaría en volver a ocupar transitoriamente el trono de España con las consabidas consecuencias, entre ellas la indeseable reinstalación del maldito y perverso Santo Oficio —¿santo?—, que en dicha ocasión todavía pudo intervenir como jurisdicción unida con las autoridades virreinales para fusilar al cura José María Morelos y Pavón. El hombre que había prohibido la tortura en su Constitución de Apatzingán fue torturado por su propia Iglesia, según consta en la siguiente acta que habla de la vesania de los execrables purpurados, sus colegas:

Quiero suponer el hereje más obstinado, el más descarado apóstata… O es confeso o es convicto. En el primer caso se le sentencia después de mil preguntas misteriosas: mas en el segundo, además de la prisión… destituido de todo humano consuelo, se emplean con él horribles tormentos… Una garrucha colgada en el techo por donde pasa una gruesa soga es el primer espectáculo que se ofrece a los ojos de aquel infeliz. Los ministros lo cargan de grillos, le atan a las gargantas de los pies 100 libras de hierro, le vuelven los brazos a la espalda asegurados con un cordel y le sujetan con una soga las muñecas, lo levantan y dejan caer de golpe hasta 12 veces… Si no confiesa lo que quieren los inquisidores, ya le espera la tortura del potro, atándole los pies y las manos. Ocho garrotes sufría esta triste víctima y si se mantenía inconfeso, le hacían tragar gran porción de agua para que remedase a los ahogados… Completaba últimamente esta escena sangrienta el tormento del brasero, con cuyo fuego lento le freían cruelmente los pies desnudos, untados con grasa y asegurados en un cepo…30

Una vez declarado confeso, antes de ser fusilado, los magistrados del Santo Oficio dictaron la sentencia en contra de Morelos, que si bien sirvió para justificar de manera alevosa su ajusticiamiento, fue particularmente útil para condenar a sus verdugos, sus hermanos de profesión, los pastores de almas, de cara a la historia:

Considerando que incurrió notoriamente en gravísimos crímenes, confesados por él mismo, con los cuales ofendió “no solamente a Su Majestad Divina, sino que ha escandalizado, conmovido, trastornado y desolado este pacífico reino…” y cometió también el más escandaloso, enorme y calificado delito de alta traición, por haber querido sustraerse del gobierno y dominación de nuestro legítimo soberano, el señor don Fernando Séptimo… el Derecho “expresamente ha impuesto la pena de deposición perpetua y degradación real y solemne”.31

El regreso de Fernando VII y la restauración del régimen absolutista propiciaron que los partidarios del Santo Oficio volvieran a elogiarlo públicamente y a dar gracias al cielo por “el restablecimiento glorioso del Santo Oficio de la Inquisición”, alegría y reconciliación que les duró hasta 1820, cuando los liberales españoles volvieron a hacerse del poder y lo volvieron a suprimir. En México, el mismo día 31 de mayo cesó en sus funciones el Tribunal de la Inquisición, con la consecuente felicidad de la mayoría en la todavía Nueva España. ¿Por qué todavía? Pues porque cuatro meses después, al celebrarse las juntas de La Profesa, presididas, entre otros salvajes, por el propio Matías Monteagudo, el oidor Bataller y obviamente mi hermano Patricio, se acordó segregar a la Nueva España de la metrópoli. Para ello, sacaron de la chistera a un capitán tan ambicioso como cruel y corrupto llamado Agustín de Iturbide, por supuesto un fanático religioso, un déspota, una triste marioneta al servicio de la alta jerarquía eclesiástica, que lograría la independencia sobre la base de que el país naciente estuviera ferozmente sometido a los dictados de la Iglesia, institución que en ningún caso perdería el control de los acontecimientos. México se liberaría de España, sí, pero no del clero ni de sus militares ni de su aristocracia ni de sus sistemas de explotación ni tendría garantizados los derechos universales del hombre consignados por la Revolución francesa, como la libertad de expresión, de educación, la separación Iglesia y Estado, entre otras garantías individuales que elevan a las personas a la altura mínima exigida por la más elemental dignidad humana.

Cuando desapareció finalmente el Tribunal del Santo Oficio, había juzgado a 5 millones 300 mil individuos. Los archivos que contenían todas sus vilezas y atropellos se extraviaron en la noche de la historia para evitar que cayeran en manos perversas movidas por el demonio. ¡Claro que jamás dejarían pruebas de su salvajismo! El daño fue devastador. Aprendimos a delatar a lo largo de tres siglos a nuestro padre y a nuestra madre, a hermanos y amigos, para ya ni hablar de los enemigos. No nos dimos cuenta pero desconfiábamos hasta de nosotros mismos. He ahí uno de los grandes daños que sufrimos como nación a manos de la Iglesia católica durante los años interminables de la Colonia. ¿A dónde va un país que no cree en sí mismo ni se acepta indígena ni español, y escasamente se ve mestizo por más que la realidad así lo imponga? La Santa Inquisición nos rompió por dentro y destruyó hasta el sentimiento interior de la esperanza. La Iglesia, la responsable de la educación durante los 300 años de existencia de la Nueva España, produjo un escandaloso y no menos trágico 98% de analfabetos a la fecha en que Iturbide se convirtió en emperador de México. ¿A dónde íbamos con una gigantesca masa de ignorantes, además reprimidos y resignados, supersticiosos, escépticos y desconfiados? ¿Esa era la materia prima para construir un nuevo país? ¿De qué nos sirvió tener la primera imprenta de América en 1534, a menos de 20 años de la Conquista, antes que Lima, la Ciudad de los Reyes en el Perú, y 100 años antes que la de Harvard, en Cambridge, Massachusetts, si la Santa Sede, por ejemplo, prohibió la lectura nada menos que de El Quijote y de la propia Biblia, entre otros miles de títulos más, mientras no fueran bendecidos para permitir su lectura, donec corrigantur, hasta que fueran corregidos o expurgados y suprimidos determinados pasajes juzgados como peligrosos? La catástrofe no se hizo esperar.

Los españoles impusieron la censura, con la consecuente incapacidad de expresión; nos impidieron protestar, comunicarnos y denunciar. La represión fue brutal. Nos quemaron vivos junto con nuestra creatividad y visión de la vida, para enseñarnos un mundo salvaje y autoritario, intolerante e intransigente, aumentando los prejuicios y taras heredadas de las generaciones precolombinas que tampoco conocieron la libertad ni la democracia. Cerraron las puertas a las ideas refrescantes de la Ilustración, al Enciclopedismo, a los derechos universales del hombre y a las corrientes filosóficas de la Revolución francesa, en otras palabras, se cerraron a la razón y nos encerraron en la sinrazón. Nos llenaron de miedos paralizantes y de desconfianza y escepticismo acerca de nuestra existencia. Cancelaron la libertad de comercio y de industria, impusieron barreras aduanales para impedir el libre flujo de mercancías, controlado por un Estado opresor e inamovible, amante de monopolios reñidos con la evolución económica; persiguieron y quemaron a los judíos, eficientes generadores de empleos y de riqueza. Los españoles importaron la corrupción, la descomposición social desconocida entre los aborígenes. Los españoles nos impidieron forjarnos como nación en universidades y academias a las que pudiera acceder toda la población. Nos obligaron a pensar como ellos, a ser como ellos, a hablar como ellos, a vivir como ellos y hasta a hacer el amor como ellos…

Patricio murió años después que Monteagudo, precisamente el día en que las tropas norteamericanas abandonaron México después de arrebatarnos medio territorio nacional en 1848. ¿El que la hace la paga? ¡Pamplinas! Mi hermano murió en una cama y no en la pira ni descoyuntado después de ser torturado en la rueda ni colgado de la garrucha, y además ampliamente reconfortado con todos los auxilios espirituales, habiendo recibido la extremaunción y las bendiciones e indulgencias plenarias del caso para garantizar el eterno descanso de su alma. Yo tuve en mis manos el acuerdo que firmó con el ejército norteamericano en que constaba lo siguiente: “El ejército de Estados Unidos se compromete a respetar el patrimonio y la liturgia de la Iglesia católica siempre y cuando esta, a su vez, se comprometa a excomulgar a todo aquel mexicano que atente en contra de la vida de un soldado norteamericano”. Las razones del convenio eran muy sencillas: al clero católico le interesaba sobremanera que los yanquis abandonaran el país a la brevedad antes de que nos absorbieran por completo e impusieran la religión protestante, lo cual significaría el final del catolicismo mexicano. ¿No es claro por qué la alta jerarquía ha sido, es y será la peor enemiga de México a lo largo de su historia? ¿Quién quería más pruebas?

Yo heredé la mayor parte de los bienes ocultos de mi hermano, una riqueza asquerosa y excepcional que no se pudo llevar al otro mundo, así como todo el patrimonio de mi padre, ambos haberes secretos; los dediqué a construir escuelas, para hacer obras blancas con dinero negro.

Cuando las fuerzas de mi cuerpo agotado me abandonaron en tropel, todavía tuve la fortuna de saber que Juárez había ganado la guerra de Reforma y que sería el gran líder mexicano de todos los tiempos que regresaría a las sacristías —¿para siempre?— a la Iglesia católica, de modo que se dedicara únicamente a la divulgación del evangelio sin torturar ni quemar ni enriquecerse ni asestar golpes de Estado ni controlar a través de la culpa ni convertirse en el gran censor de la nación ni atreverse a volver a ser la gran maestra de México. Ahora podía morir en paz, sobre todo cuando supe que estas líneas ya se encontraban contenidas en un texto que muy pronto saldría a la luz pública. ¡Qué tranquilidad me proporcionó el hecho de que jamás me encontraría otra vez con Patricio! ¿Cómo creer en el paraíso o en el infierno? ¡Bendita sea la muerte con la pérdida total de conciencia!

28 García, 1990: 8.

29 Chuchiak, 2007: 95.

30 Torres, 2000: 49-50.

31 Herrera, 1985: 150.