A mi querido tío Luis, porque nunca dejó de apretarme firmemente el antebrazo para repetirme con los ojos inundados: escribe, escribe, escribe…

Me llamo Alma María Sullivan Reed, sí, la amante norteamericana de Felipe Carrillo Puerto, la gringuita rubia, la que pasó a la historia de Yucatán, entre otras razones, gracias, mil veces gracias, a la música de Peregrina, compuesta por nuestro inmortal Ricardo Palmerín. ¿Cómo olvidar la letra de mi canción favorita con la que deseo ser enterrada?

Peregrina que dejaste tus lugares,

los abetos y la nieve,

y la nieve virginal

y viniste a refugiarte en mis palmares,

bajo el cielo de mi tierra,

de mi tierra tropical.

Nunca, a lo largo de las ya casi tres cuartas partes de un siglo de mi vida, conocí a un pueblo tan generoso, cándido y noble como el yucateco; entre todos los generosos, cándidos, nobles y bien intencionados de sus pobladores, sin duda se encuentra mi adorado Felipe, mi Dragón Rojo, el gobernador asesinado por pretender la superación material, política y espiritual de los suyos.

Mis vínculos y mi historia con México comenzaron cuando, una vez divorciada e independizada también de mis padres, ingresé como periodista en el San Francisco Call Bulletin, en donde escribía una columna diaria todavía con mi apellido de casada, Reed. Corría en aquel entonces el año 1921. Álvaro Obregón, un criminal despiadado de quien me ocuparé más tarde, acababa de tomar posesión como presidente de la República, después de haber mandado matar a Venustiano Carranza en Tlaxcalantongo para instalarse como un golpista más de los tantos que han existido en México. ¿Suenan muy fuertes los cargos? ¿Sí…? ¿Por qué los mexicanos dirán “a la muerte de Madero”, en lugar de “cuando Madero fue asesinado” a manos de Victoriano Huerta y de nuestro demoniaco embajador Lane Wilson, de la misma manera en que Zapata también fue asesinado por el propio Carranza, asesinado, sí, asesinado con todas sus letras, al igual que Villa, Francisco Serrano y Arnulfo Gómez fueron arteramente asesinados por Obregón, entre otros cientos de víctimas propias del indeseable despertar del México bronco? Los mexicanos siempre evitarán las palabras rasposas y agresivas, le darán la vuelta, como ellos mismos dicen, a las confrontaciones, pero eso sí, una vez agotada la cortesía a la que son tan proclives, instalados en la arena del irremediable enfrentamiento, desprendidos de las máscaras, surgirá la sanguinaria personalidad labrada durante siglos, tanto en la piedra de los sacrificios como en la pira de la Santa Inquisición, las fuentes de rencor y de resentimiento que hará de ellos individuos violentos e irreconocibles como sus verdugos precolombinos y novohispanos. Nunca amenaces a un mexicano y menos, mucho menos, en su propia tierra. De la misma manera que son exquisitos y corteses, pueden llegar a ser absolutamente salvajes si se les tocan las fibras de su pasado bárbaro.

Si algo me sorprendió al pisar este país fue el poco apego que se tiene a la verdad. No hay quien no se queje de las mentiras de los políticos o las mujeres de los engaños de los hombres o de los embustes de los comerciantes, pero al final de cuentas todos viven en una farsa feliz, unas magníficas fantasías particularmente útiles para huir de la realidad, de la misma manera en que huyen de ella después de varios cruzaditos de tequila. Basta con oír sus canciones populares para poder entender cabalmente a nuestros pintorescos vecinos. Cualquiera que escuche la trova yucateca en una noche de estío quedará tocado para siempre. Touché… Como este pequeño relato no tiene por objetivo describir lo mexicano a través de su música, sino revelar secretos, hasta ahora escrupulosamente guardados en torno al vil asesinato de mi amado, un líder político de esos que nacen cada mil años, solo quisiera recordar una tonada más que refleja el “claro apego a la vida” de los ejemplares habitantes de este “valle de lágrimas”, como bien los llamara uno de sus tantos poetas que ya soñaríamos tener en Estados Unidos para enseñarnos otro concepto de la existencia, divorciado del apetito concupiscente, el material, el que llama al estúpido acaparamiento de bienes del que no pueden prescindir los yanquis.

No vale nada la vida

la vida no vale nada

comienza siempre llorando

y así llorando se acaba

por eso es que en este mundo

la vida no vale nada…

¿De verdad no vale nada la vida? ¿Comienza siempre llorando y así, llorando, se acaba? ¿Estamos frente a una convicción popular? ¿Todos los mexicanos van entonces de luto por las calles? ¿Visten de negro permanentemente? ¿Están condenados al dolor eterno y subsisten penosamente integrando una procesión luctuosa solemne, dolorida, rígida y resignada, en la que está prohibido sonreír, beber, amar, tirar cuetes, chiflar, engañar y bailar? ¡Falso, absolutamente falso! Si los mexicanos nos admiran en algunos aspectos, los yanquis envidiamos su manera de ser. ¿Quién de nosotros puede lanzar un grito doloroso al aire, eterno y desgarrador, íntimamente contagioso con tan solo escuchar la melodía interpretada por un nutrido grupo de mariachis, que le recuerde la pérdida del ser amado, y acto seguido soltar una sonora carcajada o caer presa de un ataque de llanto entre amigos que lo consuelan? Un país en el que se encuentran conjuntos de mariachis por doquier y que pueden encender el entusiasmo popular al primer guitarrazo, aliento de trompeta o rasguño del tololoche, ya es diferente por ese solo hecho. México lindo y querido… I really love you!

Desde un principio y con el nombre de “Señora Goodfellow”, comencé a ocuparme del sufrimiento de las familias mexicanas pobres de San Francisco. Una inercia inentendible me orientaba diariamente en dirección al sur de la frontera. Se trataba de una fuerza superior incontrolable, imponente, inconsciente, que me atrapaba y me enganchaba sin entender las razones de mi atracción. Todo comenzó con el sonado caso de Simón Ruiz, un chamaco mexicano que conocí a raíz de mis visitas recurrentes a la penitenciaría de San Quentin, California, en donde cada miércoles teníamos conversaciones de “misericordia última” con hombres sentenciados a morir la mañana del viernes siguiente. Los reos me conocían como la Rosa de la Fila de los Asesinos. Durante mi visita semanal, el 19 de enero de 1921, vi por accidente una invitación dirigida al jefe de la prisión para presenciar el ahorcamiento de un muchacho de 17 años llamado Simón Ruiz, quien no solo no hablaba inglés, sino que ninguna persona le había dirigido la palabra durante sus dos meses de encarcelamiento. En su expediente constaba que un año antes había viajado desde su hogar, en Sonora, a trabajar en Bakersfield como ayudante de carpintero y, desde entonces, su residencia había sido intachable. Como consecuencia de un altercado con el dueño del taller, este había fallecido tres semanas después por las supuestas heridas recibidas. Una vez concluidos dos juicios muy breves, Simón había sido sentenciado a muerte, de lo cual el condenado no estaba enterado porque su abogado de oficio no se había molestado en informarle del contenido del veredicto ni, mucho menos, en traducírselo. A unos días de su ejecución, el sonorense, menor de edad, conoció su suerte desplomándose en un espantoso ataque de llanto. No pude consolarlo ni impedir que golpeara el piso con cabeza y manos en tanto gritaba enloquecido:

—Yo no fui, no, por favor, yo no fui, ayúdeme por lo que más quiera…

—Pero entonces, ¿quién fue? —cuestioné intrigada.

—Le juro que yo no fui, miss, cuando llegué al taller el patrón tenía encajado un formón en el mero pescuezo y me acusaron a mí, cabrones, cabrones, cabrones…

A través del San Francisco Call armé un escándalo mayúsculo para diferir el ajusticiamiento. El periódico apenas había salido a las calles cuando telegramas, cartas y llamadas telefónicas empezaron a inundar las salas de redacción, así como la oficina del gobernador, en Sacramento. A última hora logré retrasar 30 preciosos días el destino del muchacho rumbo al cadalso y no solo eso, gracias al poder de la prensa, en un plazo tan perentorio, también tuve éxito y se pudo cambiar la ley que establecía la pena de muerte a partir de los 14 años de edad. Simón salvó la vida gracias a mí, hecho que no escapó a la atención de Obregón, quien, junto con su esposa, María Tapia, a través del cónsul general, Alejandro Lubbert, me propuso visitar México como invitada semioficial. Simón Ruiz fue liberado. Hasta la fecha, gracias a mi gestión, la legislación de California prohíbe la ejecución de menores.

En agosto de 1922, a sabiendas del odio del que hacían gala los porfiristas en contra del nuevo orden revolucionario y de la feroz oposición de mis padres, quienes tenían la idea de que México era un país de salvajes violentos, decidí finalmente visitar ese país no sin antes haber leído el libro de John Kenneth Turner, México bárbaro, donde el autor hacía constar las inhumanas condiciones de auténtica esclavitud sufrida por los indígenas mayas y yaquis a manos de los latifundistas cultivadores de henequén en Yucatán, durante la dictadura de Díaz. Turner alegaba que México era un país con una Constitución y leyes; sin embargo, la ilegalidad dominaba por excelencia partiendo del propio gobierno que impedía la libertad política, la de palabra, el ejercicio de la prensa libre y la ejecución de elecciones creíbles y efectivas. Hacía constar la inexistencia de partidos políticos independientes, así como de un sistema judicial que impartiera realmente justicia sin recibir consignas e hiciera valer las garantías individuales indispensables para respetar la más elemental dignidad humana. La lectura de dicha obra me permitió tener contacto, a la distancia, con los 50 reyes del henequén que vivían en ricos palacios en Mérida, sin olvidar sus ostentosas casas ni sus voluminosas cuentas de cheques en el extranjero, particularmente en Nueva Orleans y La Habana. ¿Cómo no escandalizarme al descubrir el precio corriente de cada esclavo en pleno siglo XX, valuado en 400 pesos dependiendo de su fortaleza física y de su edad, variables que podían hacer descender el valor hasta los 65 pesos? ¿Sería posible, si todos eran supuestamente tan católicos…?

Cuando llegué en tren a la estación de Buenavista tuve un primer contacto con los mexicanos que me marcó para siempre. En la estación creí ser recibida por un grupo de mariachis que cantaba “Alma de mi alma” con una fuerza y una convicción conmovedoras. En un país mecanizado como el mío es imposible la existencia de músicos contratados para brindarle una recepción a cualquier viajero. En Nueva York se hubieran perdido en la marea humana o hubieran sido empujados hasta caer en los rieles por las muchedumbres enloquecidas que se dirigen compulsivamente a sus centros de trabajo. En México se canta, se vive, se disfruta, sin esa fiebre espantosa que surge cuando la gente se obsesiona con el acaparamiento de dinero, para lo cual vive, mata y muere; si no, basta preguntarle a Al Capone o a cualquier magnate petrolero o henequenero de Wall Street, que es lo mismo… ¡Claro que al escuchar Alma, mi nombre, seguido de un “de mi alma”, empecé a llorar convertida en sensible mujer mexicana, sin saber en ese momento que la recepción se había organizado para homenajear a un empresario que regresaba de una gira exitosa! De cualquier manera, ¡cuál no sería mi sorpresa al distinguir la figura de Álvaro Obregón y de su esposa que estaban ahí para recibirme, no por haber salvado la vida de un joven compatriota, sino porque sabían de un contrato firmado por mí con el New York Times para llevar a cabo unos reportajes en Yucatán meses más tarde! Sin dejar de gimotear abracé a la señora Obregón y le extendí la mano izquierda al Manco, quien me lanzó una mirada paternal y cariñosa impropia de un hombre con sus inclinaciones criminales, según descubrí posteriormente. A continuación saludé uno a uno a los mariachis sin dejar de limpiarme las lágrimas con un pañuelo bordado que llevaba en la bolsa.

En aquellos días visité el esplendoroso centro de la ciudad de México, una capital deslumbrante llena de palacios, como el Nacional, en donde me retrataron en el despacho presidencial; estuve en el castillo y en el bosque de Chapultepec para conocer los famosos baños de Motecuhzoma, además del acueducto construido por Nezahualcóyotl. Descubrí los floating gardens de Xochimilco, las pirámides de Teotihuacan, la catedral de México, la impresionante Casa de los Azulejos, el templo de La Profesa, el Palacio de Iturbide y el de Correos, entre otros tesoros más. Pasé buen tiempo en diferentes sitios para conocer los tesoros del México precolombino; disfruté la cerveza y el tequila, el mole, la sopa de fideos secos con queso y chile pasilla en la Posada de Santo Domingo y las enchiladas, los huevos rancheros, la fruta jugosa del trópico en el Café de Tacuba, además de la calidez hospitalaria de los mexicanos; me admiré al presenciar sus bailes, asombrarme ante el vuelo de los indios de Papantla y escuchar el interminable repertorio de canciones que solo pude oír desde afuera del Tenampa, una cantina reservada para hombres, en donde cantaba sin parar el mariachi Coculense, uno de los más conocidos. Descubrí, en fin, que los mexicanos habían decidido que me enamorara de su país y lo lograron. México me dejó tocada para siempre. Si llegué llorando, regresé en la misma condición, embelesada y deseosa de conocer la verdad oculta en esta pintoresca y no menos compleja personalidad nacional que confunde a propios y extraños. Muy pronto habría de volver a este enigmático país del que tanto teníamos que aprender los “carapálidas”, como ellos me decían entre jocosas carcajadas.

De regreso a Estados Unidos logré una licencia de tres meses por parte de mis editores, además de entregas adicionales para ser publicadas por el New York Times Magazine, con el propósito de recoger una serie de expresiones culturales, sociales y económicas de la nación, en particular las de Yucatán. Algo me decía que mi vida daría un giro espectacular. ¡Y pensar que creía que jamás volvería a enamorarme, sobre todo después de la decepción amorosa sufrida a raíz del descubrimiento de una relación extraconyugal de mi exmarido con mi mejor amiga…!

Como bien dicen en México, no hay fecha que no se cumpla ni plazo que no se venza ni deuda que no se pague, otra mentira más de aquellas que “me hacen tu maldad feliz”. El 8 de febrero de 1923 inicié mi segundo viaje a México, durante el cual conocí a una inmensa cantidad de políticos, hombres de negocios, líderes sindicales, directores de periódicos, escritores, poetas y pintores, como el famoso Dr. Atl, el verdadero pionero del movimiento mural, quien me hizo saber que dormía diariamente en un ataúd para acostumbrarse a “sentir la muerte…”. También me encontré, tiempo después, con José Clemente Orozco, con José Vasconcelos, el secretario de Instrucción Pública obregonista, el constructor de mil escuelas al año, una proeza para rescatar a México del analfabetismo y del atraso. Vasconcelos había convocado a los pintores sobresalientes de la nación, incluido Diego Rivera, para que pintaran paredes de nuevos edificios públicos y de algunas iglesias coloniales, que habían sido convertidas en librerías y salones de clases. Rivera me aterrorizó al confesarme no solo que era caníbal, sino que devoraba muslos de niños… ¡Qué atractivo era ese hombre con cara de sapo y más de 100 kilos de peso! No sé todavía cómo pude escapar antes de caer en sus manos y de descubrir que si algo devoraba era gringuitas como yo… En una ocasión, cuando visitaba el patio de la Escuela Nacional Preparatoria, en donde José Clemente Orozco estaba pintando sus poderosos frescos, escuché los términos en que Vasconcelos se dirigía al famoso muralista: “De corazón que me disgusta lo que estás haciendo. ¡Es terrible! Pero la pared es tuya, ¡adelante!”.

Días después me vi zarpando de Veracruz a Puerto Progreso acompañada de reporteros y sus respectivos hombres de cámara, varios científicos distinguidos representando museos americanos, universidades y sociedades intelectuales que habían sido invitados para asistir a un apetitoso intento por explorar Chichén Itzá, la más emblemática de las ciudades mayas, gracias al patrocinio de la Carnegie Institution. Yo acompañaba a este grupo no únicamente como corresponsal del New York Times, sino también de Collier’s Magazine, para hacer un perfil personal del gobernador socialista de Yucatán, Felipe Carrillo Puerto, cuya administración radical estaba causando controvertidas polémicas. ¿Quién era ese demonio de Carrillo Puerto que unos condenaban y otros santificaban?

Nuestra llegada a Mérida fue ceremoniosamente organizada para halagarnos con bandas musicales nativas, además de grupos de bailarines locales y de niños que agitaban rítmicamente banderas de Estados Unidos y de México, al tiempo que arrojaban flores a nuestro paso. El representante personal del gobernador Carrillo, Manuel Cicerol, nos condujo de inmediato a los cuarteles generales del gobierno socialista del estado de Yucatán, mientras nos sorprendía con su dominio del inglés. No obstante su título de gobernador del estado, Felipe despachaba en unas oficinas austeras, verdaderamente humildes, sin decoración alguna, propiedad de la Liga Central de Resistencia del Partido Socialista, puesto que el Palacio de Gobierno había sido convertido en una enorme librería pública, así como también en un centro de información arqueológica. No despachaba en donde tantos de los jefes ejecutivos explotadores de Yucatán, financiados por los hacendados multimillonarios y latifundistas, habían gobernado o, mejor dicho, se habían enriquecido gracias a sus alianzas inmorales con los potentados del henequén, el oro verde de la península. En el modesto edificio de la Liga, hecho de madera y de dos pisos, después de dos buenos tragos de Xtabentún, servidos por jóvenes muchachas mayas vestidas con huipiles blancos decorados con grandes flores multicolores como si fueran a empezar a bailar en cualquier momento la jarana yucateca, apareció finalmente Felipe Carrillo Puerto. El gobernador, de aproximadamente 45 años de edad, unos 15 más que yo, nos recibió con frases cálidas y simples que venían de un hombre con un magnetismo excepcional y belleza física inusual. Vestido con un fresco traje de lino blanco y midiendo más de 1 metro 80, extendió su mano a los 14 miembros de nuestro grupo. El fideicomisario del Carnegie, el de más edad de los nuestros, me mencionó al oído:

—Este es el Dragón Rojo más agradable con el que me he encontrado de todos mis safaris… ¿Qué piensa usted, jovencita?

—Él es mi idea de un dios griego —repuse fascinada sin retirar la mirada del rostro de esta deidad maya cuya sola visión me había producido un estremecedor vacío en el estómago.

Afortunadamente el factor sorpresa jugó a mi favor, porque lo había visto mucho antes de que él pudiera fijarse en mí. Mientras saludaba de mano a los distinguidos arqueólogos estadounidenses que integraban la comitiva, como el doctor John C. Merriam, presidente de la Carnegie Institution, al general William Barclay Parsons, entre otros, me di el tiempo suficiente para guardar la debida compostura y esconder mis emociones.

Cuando finalmente llegó a mi lado y me saludó, pude leer en su mirada inquieta y nerviosa que compartíamos los mismos sentimientos. La atracción mutua fue instantánea e intensa desde la primera vez que nos vimos. Felipe no me soltaba la mano ni yo deseaba que lo hiciera. Era Carrillo Puerto un hombre alto, como ya dije, bien parecido, tez blanca bronceada por el sol y cabello castaño, ojos verdes penetrantes y elocuentes, dueño de una simpatía irresistible. Su porte irradiaba gran magnetismo, de conductor de multitudes, y su palabra era convincente y subyugadora. Tenía una seguridad natural, espontánea, que conquistaba a quienes tenían ocasión de tratarlo y su sonrisa era el puente de enlace para ganar amigos en todas partes. Su rostro y hablar juvenil —él jamás envejecería—, su humildad, su facilidad de palabra, su simpatía natural, su deseo de halagar a propios y extraños, su estilo de seductor profesional conocedor de sus poderes, la elegancia de su indumentaria, su aliento cuidado, al igual que su arreglo personal, me cautivaron desde un principio.

—Mucho gusto en conocerlo —aduje en mi español tembloroso.

Felipe no me contestó y continuó con el protocolo para saludar a Claudette Martin, la directora del Comité Financiero de Investigaciones de la Carnegie. Solo en ese momento el gobernador dejó de mirarme. ¿Acaso me faltaba más información? Nos lo habíamos dicho todo con un mero intercambio de miradas.

Después de un corto discurso de rigor pronunciado por Carrillo Puerto deseándonos éxito en nuestros trabajos, momento que aprovechó para denunciar el escandaloso robo de reliquias mayas llevado a cabo por investigadores principalmente norteamericanos, quienes sacaban los objetos en valija diplomática y los vendían luego a la Universidad de Harvard (un delito que perseguiría hasta sus últimas consecuencias), el doctor Merriam extendió las debidas garantías de respeto hacia el acervo cultural maya, un auténtico tesoro que debería conocer el mundo entero, en la inteligencia de que estábamos en Yucatán para tratar de preservarlo y, en ningún caso, para demeritarlo o saquearlo.

Acto seguido, fui escoltada personalmente por el señor Cicerol hasta la mansión de Felipe G. Cantón, un rico hacendado y notable académico, presidente de la Sociedad de Arqueología de Yucatán. No pasó más de media hora cuando de pronto, mientras empezaba a sacar mi ropa del baúl, tres sirvientas mayas subieron corriendo por las escaleras exclamando clamorosamente:

—Señorita, señorita, el gobernador está aquí en la casa y desea verla, ¿qué respuesta ordena usted que le llevemos? —me preguntaron con un nerviosismo desbordado. Entendí a esas muchachas pueblerinas, porque si a mí me había impresionado Felipe, muy a pesar de mi trayectoria internacional, ¿qué no les habría ocurrido a ellas, que lo contemplarían mucho más que a un semidiós?

Felipe venía por mí. No deseba perder tiempo. Había organizado una comida hecha a base de faisán y venado en una aldea socialista ubicada a dos horas de Mérida, era una oportunidad única para comprobar los alcances de su gobierno y la realidad yucateca en su máxima expresión.

—Ningún guía de turistas mejor que yo —me dijo sonriente exhibiendo una mirada juvenil, llena de esperanza e ilusión que me contagió de inmediato. ¿Cómo entender que me encontraba frente al gobernador del estado, si este resultaba ser un chamaco juguetón?

—No me he arreglado, quisiera al menos tomar un baño —repuse para darme algo de tiempo para acicalarme.

—A su regreso, Alma —respondió con familiaridad, tratando de romper el hielo—. Los dramas sociales que debe conocer no pueden aguardar, las duchas de agua caliente, sí… Además, la comitiva nos esperará a partir de la una de la tarde en el Palacio de Gobierno. En invierno anochece más temprano y sin luz habremos perdido una oportunidad dorada de contemplar un momento inolvidable.

Tal pareciera que el mundo se fuera a acabar mañana y resultaba imperativo salir de inmediato antes de que nos tragara la tierra en Mérida. Imposible decepcionar a nuestro anfitrión. Subí a mi habitación, me cambié el vestido, busqué uno que pudiera agradarle y escogí el más adecuado, uno azul con un breve escote, una exquisita insinuación, me amarré el pelo con una horquilla para colocarme un hermoso sombrero stetson de ala ancha, me lo sujeté con una pañoleta, me di un par de toques estratégicos de perfume y bajé la escalera dándome cuenta de que solo pensaba ya en Felipe. Se había hecho dueño en un santiamén de mis pensamientos y, ¿por qué no decirlo?, de mi mundo.

Me senté a un lado del gobernador de Yucatán en su gran carro rojo oficial. Con ánimo contagioso admitimos libremente que congeniábamos más de lo que teníamos razón para esperar… Le aseguré al bien parecido y dinámico don Felipe que el proyecto de entrevistar a “un dragón carmesí con ojos verdes” me había causado momentos ansiosos… De su parte, él estaba encantado de descubrir que Alma Reed no era una versión femenina de aquellos mañosos y malintencionados periodistas americanos que uno encontraba durante la Revolución tan solo unos años atrás. Un número de ellos, él confesó, resultaron ser genuinos, verdaderos, monstruos del norte…

Al abandonar Mérida y salir a campo abierto en su automóvil descapotable, Felipe me dijo abruptamente:

—Desde el momento que entraste a la Liga, estaba desesperado por hablar contigo… Estoy solo… solo… ¡solo!

Me quedé muda sin saber qué contestar. Sentía muy apresurado su comportamiento, pero al mismo tiempo me encantaba su naturalidad. No tenía la sensación de un acercamiento vulgar e indeseable, sino todo lo contrario.

—¿Está usted casada, Almita? —preguntó sencillamente.

—No —respondí—. Ya no… hace algunos meses que me divorcié de mi marido.

—Pero usted es joven. Se casará de nuevo.

Sentí que su propio estatus civil estaba en terreno delicado… Por lo menos una docena de chismes, a bordo del vapor México y desde mi llegada, habían esparcido la noticia de que ya no vivía con su esposa. Él mismo me confesó que estaba casado legalmente, pero se había separado desde hacía tres años de la señora Isabel Palma, quien vivía en Cuba. Sin pedirme autorización y restando importancia a su comentario, tomó mi bloc de notas y escribió con su pluma fuente cargada con tinta roja, “H’pil”, su nombre en maya. Con una sonrisa melancólica, me explicó por qué lo había hecho:

—Cuando estés de regreso en tu enorme Nueva York y yo, maya infeliz, te escriba desde mi infinita soledad, sabrás que esta carta es mía, de Felipe, aunque te la firme de este modo.

Yo tenía una enorme lista de preguntas que había preparado a bordo del barco, sí, pero él contaba con un arsenal de temas que hubiera deseado tratar simultáneamente. Su ansiedad era patente y contagiosa. Sin dejarme buscar siquiera mi cuestionario mecanografiado, disparó a quemarropa para hacerme saber los avances de su gobierno, sus objetivos centrales, su ideología socialista, las necesidades de rescatar de la miseria, del analfabetismo y de la superstición religiosa a cientos de miles de indios, sus “inditos”, que habían construido un impresionante imperio, una esplendorosa civilización que se remontaba 3 mil años en el tiempo y que abarcaba cinco estados del sureste mexicano como Campeche, Chiapas, Quintana Roo, Tabasco y Yucatán, además de los territorios actuales de Belice, Guatemala, Honduras y El Salvador, y que después de sorprender al mundo con sus avances, ahora se habían convertido en esclavos de los hacendados y de las empresas norteamericanas, tales eran los explotadores de los mayas resignados de nuestros días. Entendí que no solo deseaba enamorarme con su obra grandiosa, sino con su manera de ser y de contar su historia con orgullo desbordado. Sí que había encontrado la justificación de su existencia.

Me dijo que en la Liga el tema de su vida, la justificación de su proyecto político, era “Tierra y Libertad”, el mismo de Zapata, que habían llevado en el corazón por varios años, a través de luchas amargas e incontables sacrificios: “¡Son objetivos que no nos darán descanso ni paz hasta que sean logrados!”.

Mi incredulidad con relación a las panaceas, dada mi experiencia como periodista, no hubiera influido en mi juicio acerca de su programa socialista hasta que lo hubiera investigado personalmente. Pero ya había entendido la calidad del hombre que lo había concebido y ejecutado. Mi intuición femenina me decía que era inexorablemente sincero. Ahora era consciente de la presencia de un personaje que había nacido grandioso…

—Nuestros indígenas, pobrecitos —agregó Felipe—, aun siendo nominalmente libres, fueron poseídos en cuerpo y alma, primero por los encomenderos españoles y, en la actualidad, por los hacendados, sus nuevos amos. ¿De qué les ha servido la independencia de España si después de tantos años siguen en indignante condición de esclavos? Sobreviven en vastas plantaciones de henequén bajo el ojo siempre vigilante del mayordomo armado con un feroz látigo. Trabajan inhumanamente durante largas horas bajo el sol a cambio de la humillación, la miseria y la crueldad… Como árboles están enraizados a la tierra que trabajan. Como árboles se van con la tierra cuando esta es vendida.

Mencioné que algunos yucatecos de clase aristocrática, que habían zarpado con nuestro grupo de Nueva York, hablaban de escuelas para indígenas, dibujando un retrato más favorable de la vida en las haciendas.

Sí, existían escuelas, me explicó Felipe, pero para el indígena ninguna digna de tal nombre. Cualquier esfuerzo se hacía con el fin de evitar que el conocimiento le ayudara a desarrollarse. La Iglesia fomentaba su ignorancia. Los sacerdotes de las haciendas llenaban sus mentes con miedo supersticioso. El indígena estaba atrapado en una astuta y perversa organización de explotación extrema. De ahí que el socialismo fuera la fórmula idónea para destruir para siempre este inhumano estado de cosas.

La palabra “comunista” tenía para mí vagas implicaciones siniestras y rechazaba su énfasis en la reglamentación mecánica de la vida. Pero, como otras mujeres jóvenes del periodo de posguerra, leí con aceptación conmovedora a Bernard Shaw, a Tolstói, a Ibsen, a Carlyle, a John Stuart Mill, Havelock Ellis y Olive Schreiner, a nuestros Emerson, Jefferson y Thomas Paine. Influida por mi padre, era una ardiente defensora del single tax —en el entendido de que el impuesto de buena voluntad debía servir a los más desposeídos— y de Progress and Poverty, de Henry George, considerado una biblia familiar en nuestro hogar… A pesar de esto, todavía era una “católica biológica”.

Felipe me explicó su reforma penitenciaria, sus sanas leyes de matrimonio y divorcio, el sufragio, el respeto a la voluntad popular, la justicia económica, la promoción del arte, el control de los nacimientos, la educación racionalista. Precisó que desde los virreyes y los grandes señores de la Colonia, los rurales de Díaz, los actuales presidentes municipales, los caciques, los jefes políticos, el ejército, los distintos gobiernos de todos los niveles, el clero voraz y los jueces corruptos, todos habían estado en contra de los indios, sus pobrecitos indígenas que ya no tenían fuerza ni para levantar la cabeza. Ahí estaba el derecho de pernada de los hacendados para pasar la primera noche de bodas con la futura esposa de un peón, los castigos en las cárceles de las fincas, las eternas deudas impagables, los peligros de un intento de fuga, las condiciones sanitarias y de trabajo que ignoraban lo dispuesto por la recién promulgada Constitución de 1917, la suerte de los hijos, la mortandad insufrible, los horrores de la ignorancia, su irritante comparación con las condiciones en que vivían los animales sin atención alguna, la obligación de callar a la que se sumaba el clero católico, aliado de los poderosos, informados de todo cuanto acontecía a través de los confesionarios…

La experiencia en la comunidad socialista fue estremecedora porque los peones y sus familias se distribuían, como en una gran cooperativa, las ganancias colectivas del trabajo en conjunto. Él había iniciado el reparto agrario en Yucatán antes que ningún líder de la Revolución, con excepción de Zapata y de Salvador Alvarado; había empezado a dotar de tierras a sus indios, había creado tecnológicos agrícolas y escuelas para enseñar técnicas de cultivo y alfabetizar a los niños, así como normales para capacitar a los maestros, había construido carreteras para unir centros de producción con los de consumo y con los puertos exportadores, había traducido al maya la Constitución de la República para difundir los derechos de los indígenas, había establecido los “lunes culturales” para orientar a los trabajadores y mostrarles las posibilidades de acceder a un nuevo mundo, había fundado una universidad para crear expertos y acabar con las dependencias nacionales o internacionales y permitido el acceso de las mujeres al servicio público para que entre todos se edificara un Yucatán más próspero. Felipe Carrillo Puerto estaba rescatando del Medievo a los suyos…

Durante la comida en la comunidad nos sirvieron antojitos como panuchos, vaporcitos, horoches, tocxeles, siquipaques y tamales colados. Continuaron la gran fiesta gastronómica con zic de venado, pollo pibil, pipián de res y pescado Tikinxic, para rematar, antes de que muriéramos por una indigestión, con los postres. Circuló la torta de cielo, el atropellado de coco y el dulce de papaya, sin faltar el tanchucuá y la horchata. Sobra decir que la inmensa mayoría de la comitiva no pudo dormir el resto del viaje, de la misma manera en que no dejé de hacerlo al sentir implacable la pierna de Felipe rozando la mía durante toda la velada. ¡Qué hombre! ¡Qué impaciencia que yo debía disimular! La verdad, sus convicciones sociales, su carácter emprendedor y su vocación reformista para construir el México nuevo me habían convencido y ahora, como todos los presentes, experimentaba una poderosa atracción hacia ese hombre llamado a cambiar el rumbo de su país con un golpe de timón. Me encontraba frente a un mexicano del siglo xxi

De regreso a Mérida, contemplando el cielo estrellado de la península, Felipe no dejaba de hablar apasionadamente de sus planes y proyectos, oportunidad que aprovechaba para poner su mano distraídamente en mi rodilla, cuando no me acariciaba la mano o me arreglaba el cabello para que no se metiera en mis ojos. Me tocaba, me miraba, me devoraba, en tanto yo ponía lo mejor de mi atención para seguir su conversación atropellada, dejándolo hacer, sin evitar cuestionar, con breves intervenciones, la justificación y factibilidad de sus decisiones. No deseaba ser ante sus ojos una pobre gringuita idiota con una cara y un cuerpo bonitos. Subía el listón a cada instante: lo cuestionaba, le rebatía, le preguntaba detalles desconocidos para mí, con el propósito de hacerme de más argumentos y entender cabalmente la situación para tener mejores oportunidades de opinar y de escribir con más sustancia mis reportajes para el New York Times. Él callaba a ratos, reconstruía su discurso, lo vertebraba de otra manera sin dejar de lucirse y exhibirse como un maestro conocedor como nadie de su tierra, hasta que llegamos a la residencia, en realidad al palacete del hacendado en busca de algo de descanso que Felipe, por lo visto, nunca había necesitado. Nos despedimos con la debida cortesía y él retuvo mi mano de modo que no me quedara la menor duda de sus intenciones. ¿Me quedaba…? El día siguiente estaba llamado a ser muy pesado: visitaría una finca henequenera propiedad de la familia Molina, la más poderosa del estado y que había forjado una escandalosa fortuna durante el porfiriato asociado a la International Harvester, alianza celosamente protegida por Díaz y por el clero católico, que como siempre había ayudado a la resignación de los peones en tanto eran explotados en vida con la esperanza de una recompensa divina en el más allá. A escasas horas de haber conocido a Felipe, ya era yo una carrillista…

Cuando finalmente me despedí, me dijo al oído:

—Doña Alma, la semana entrante habrá luna nueva, luna negra en Chichén Itzá. Un espectáculo que toda persona sensible debe presenciar antes de morir.

Acto seguido se retiró sonriente, dejándome intrigada con aquello de la luna negra…

Pasé buena parte de la noche redactando pasajes de mis conversaciones con Felipe, así como anotando mis impresiones respecto a nuestra visita a la comunidad socialista, un experimento político y económico digno de ser imitado no solo en otras partes de México, sino también en aquellas latitudes en donde se dan tan patéticos programas de miseria y desesperación. En lugar de que el gobierno mexicano se hubiera sometido a las presiones de la International Harvester en Nueva York y se hubiera entregado a los malos hombres de negocios de Wall Street en contra de la prosperidad y bienestar de los indígenas mexicanos, todo ello para lograr el apoyo político y militar de la Casa Blanca, hubiera resultado mucho más conveniente, desde el punto de vista social, crear cooperativas propiedad de los indios mayas, para encaminarlos a la superación material, cultural y educativa sin dejar de ver por su desempeño y crecimiento moral. Los niños aborígenes debían estar en la escuela y no en los surcos en donde se cultivaba el henequén, de otra manera jamás se rompería el círculo perverso de la explotación y de la marginación. Felipe tenía razón: únicamente la escuela laica y el sometimiento del clero católico al liberalismo juarista y a las normas constitucionales, podrían ayudar a rescatar a los suyos de la pobreza centenaria en la que se encontraban postrados. Solo el tiempo me daría la posibilidad de entender esos conceptos.

Tal vez alteré el orden de mis visitas a Yucatán. Mi primer objetivo para entender el mundo maya debería haber sido conocer una hacienda henequenera para poder palpar una dolorosa realidad inocultable y vergonzosa y, a continuación, asistir a una comunidad socialista para constatar las estrategias orientadas a cambiar ese catastrófico estado de cosas imposible de soportar en pleno siglo XX. La verdad es que yo ya estaba en Mérida en ese 20 de febrero de 1923, amanecía y en poco tiempo pasarían por mí para ir a la hacienda de Chunchucmil, de la familia Peón de Aranda, ubicada a un par de horas de la capital. Felipe no me acompañaría por atender “asuntos públicos”, según me hizo saber, cuando en realidad era por el odio y el asco que sentía por los grandes hacendados —sentimientos de furia y venganza con los que ellos también le correspondían—, lo cual hubiera complicado mi investigación, al extremo de haber podido caer en la violencia. El gobernador Carrillo Puerto no soportaba asistir, una vez más, a la vejatoria explotación de los indios, a su salvaje utilización, al abuso de su ignorancia y su nobleza, a su concepción como animales de carga o de trabajo, a su cruel sumisión apartada de cualquier garantía constitucional. Saber que su gente estaba sometida a la esclavitud, sin derechos ni posibilidad de protestar; que los indios vivían sujetos a un yugo que solo les sería retirado el día de su muerte; que la gloriosa civilización maya subsistía penosamente dominada por unos patrones carentes del menor sentimiento de respeto y consideración con relación al ser humano y él, titular del Poder Ejecutivo del estado, permanecía con los brazos cruzados, lo que le resultaba una carga mucho más que insoportable. Con gusto les hubiera sacado los ojos con los pulgares a los dueños de Chunchucmil; por ello y solo por ello, era mucho mejor que atendiera sus supuestos “asuntos públicos”.

El calor era de tal manera agresivo que resultaba obligatorio comenzar cualquier actividad al alba. Antes de las nueve de la mañana, con la blusa y la ropa empapadas de sudor, llegamos a la hacienda henequenera. Había leído que Porfirio Díaz, el tirano, la había visitado casi al final de su dictadura para comprobar la falsedad de las declaraciones propagadas en México y en el extranjero, en el sentido de que se cometían crímenes en contra de los mayas, que eran sometidos a condiciones inhumanas de trabajo. Él viajaría hasta el corazón de la península yucateca para “ver con sus propios ojos” la realidad y demostrar que en su gobierno democrático no se daban semejantes barbaridades propias de países africanos y que todo respondía a rumores vertidos por los mismos deslenguados de siempre. La crónica a la que tuve acceso decía así:

Nunca se habían visto tales festejos; la noche se convirtió en día […] Un almuerzo costó 50 mil dólares; una cena, 60 mil. Parecía un cuento de Las mil y una noches […] El camino de la estación de ferrocarril a la hacienda estaba cubierto de flores y a trechos se levantaban arcos triunfales […] Los trabajadores de la hacienda, alineados a lo largo de casi dos millas de camino, agitaban banderitas y arrojaban flores al paso del carruaje […] El presidente recorrió la finca, inspeccionó la maquinaria desfibradora, visitó el hospital y la gran capilla donde rendían culto los pobladores católicos […] Díaz honró a varios trabajadores visitando sus chozas de techo de palma construidas en los bien cultivados terrenos de sus ocupantes. Más de 200 de esas casitas constituían la hermosa aldea de esta hacienda que respira una atmósfera de felicidad general. Sin duda es un bello espectáculo el que se ofrece al visitante de esta finca con sus caminos rectos, su bonita aldea agrupada alrededor del edificio central rodeado de jardines de flores y de huertos frutales. Durante el almuerzo, el presidente dijo que solamente viéndolo se podía tener idea de lo que años de energía y perseverancia pueden lograr: “Algunos escritores que no conocen el país, que no han visto, como veo a los trabajadores, han declarado que Yucatán está mancillado con la esclavitud. Sus afirmaciones son una burda calumnia, como lo demuestran los mismos rostros de los trabajadores, su felicidad tranquila. El esclavo necesariamente se ve muy distinto de los trabajadores que he visto en Yucatán”. Los vivas prolongados y el desmedido entusiasmo que provocaron estas palabras […] fueron agradablemente interrumpidos por un viejo indígena que pronunció un discurso en su propia lengua y ofreció al presidente un ramo de flores y un álbum lleno de fotografías de la finca…32

Terminaba el mensaje del indígena con estas palabras:

Besamos a usted la mano, deseando que viva largos años para bien de México y de sus estados, a los cuales se honra en pertenecer el antiguo e indómito territorio de los mayas…33

Hay que señalar que las chozas de los trabajadores indígenas que el presidente visitó eran falsas, las amueblaron con muebles norteamericanos de madera. A cada madre de familia le dieron una máquina de coser; a las jóvenes indígenas les proporcionaron elegantes atuendos y, según se dice, algunas tuvieron sombreros europeos… no bien les volvió la espalda cuando máquinas de coser, muebles y sombreros regresaron a las tiendas de Mérida y los indios volvieron a los horrores de su vida.

Según Felipe:

Díaz se valió de los periodistas para que defendiesen su política, santificasen sus errores, legitimaran sus atentados, escarneciesen a sus enemigos y entonaran himnos constantes a su gloria. En lo personal y de corazón, les profesaba el más profundo desprecio. Los juzgaba como gente sin pudor ni conciencia, baja y servil, capaz de patrocinar todas las causas y arrastrarse a los pies de todos los poderosos […] Tenía a los periodistas a su servicio como a perros dogos, listos para saltar al cuello de la persona que él designara […] Cuando bajaba de palacio la consigna de destrozar una reputación, hacían las plumas su oficio….

¡Claro que los patrones quisieron mentirme por igual y enseñarle a mi fotógrafo lo que ellos deseban exhibir en el New York Times! No era Porfirio, pero sí algo parecido para ellos, solo que yo contaba con información privilegiada, la que Felipe me había dado en las últimas 24 horas, sin olvidar el libro México bárbaro, además de otras obras. No me engañarían, no lo lograrían. Mientras me regalaban un huipil de gala, me servían un gran banquete y me obsequiaban vinos exquisitos servidos en cristalería europea, me mostraban sus ostentosas obras de arte y me enseñaban las instalaciones preparadas especialmente para impresionar a los turistas, ordené a mis fotógrafos que se perdieran en la hacienda y retrataran todo aquello que se ocultaba tras bambalinas. El plan resultó de maravilla, porque después de la comida solicité que fuera fotografiado todo el escenario y que se me permitiera hablar a solas con algunos de los peones en los campos de cultivo. Mi español era lo suficientemente bueno para expresarme puntualmente y para entender las respuestas y poder leer las entrelíneas.

De esta suerte me hicieron saber que en la hacienda el día comenzaba cuando todavía era de noche, a las tres de la mañana, el momento mismo en que el capataz, llamado “mayocol” por los esclavos, tocaba una campana similar a la que se usaba para convocar a la misa en las parroquias. Era algo así como un llamado de Dios, a quien se le debía obedecer sin pretexto alguno, so pena de recibir un castigo terrenal que se remontaría por toda la eternidad. Lo primero era la fajina, la limpieza del casco y la casa del patrón sin remuneración alguna. Los peones salían al campo con una jícara llena de un agua caliente parecida al café y unos bizcochos, en realidad una bola de masa de maíz medio fermentada que comían a lo largo del día. La jornada terminaba con la puesta del sol, cuando resultaba imposible intentar siquiera levantar los brazos para dar un machetazo y cortar una hoja más.

Quien no se presentaba a trabajar por haberse emborrachado o no cumplía con su cuota de trabajo, recibía 12 azotes con soga vaquera remojada, además de varios días de encarcelamiento en el calabozo, porque el capataz invariablemente gritaba: “Los indios no oyen sino por las nalgas…”.

Dado que la cuota de hojas a cortar impuesta por el patrón, conocido como “papá”, resultaba imposible de alcanzar, el esclavo, su mujer y sus hijos ayudaban como jornaleros en el campo para cumplir la tarea y evitar las consecuencias de la falta de rendimiento. Los muchachos de 12 años eran considerados hombres de trabajo sujetos a todas las obligaciones propias de los adultos de la finca y debían contraer nupcias, en su momento, con quien el patrón indicara, sin poder hacerlo con mujeres de otras haciendas, las que tenían que ser compradas con el incremento indeseable de costos.

En la tierra quebrada y rocosa, que acababa con los pies, los hombres, mujeres y niños, y a veces niñas de ocho o 10 años, andrajosos y descalzos, trabajaban sin descanso para librarse del látigo. Bastaba con ver las manos y las espaldas de un cortador para entender por qué se decía que el cultivo del henequén era un trabajo de esclavos. Mientras unos muchachos chaponaban las malas hierbas que crecían entre los agaves, otros cortaban con machetes las enormes hojas de henequén que cargaban hasta la desfibradora, de donde salía la fibra procesada rumbo a Progreso, para su exportación. Si el esclavo no llegaba a cortar 2 mil hojas erizadas de espinas, se le azotaba; si no recortaba bien la orilla de las hojas, se le azotaba; si llegaba tarde a la revista, se le azotaba; se le azotaba por cualquier otra falta que alguno de los jefes imaginara haber descubierto en su carácter o en su aspecto.

Los peones temporales estaban obligados a trabajar más de la mitad del año, sin permitírseles buscar empleo en otro lugar ni visitar a sus familias, a las que se les entregaban diariamente 12 centavos y medio para que no murieran de hambre. Los enfermos trabajaban en el patio de secado, desarrollando un trabajo menos rudo pero bajo un sol igual de inclemente y cobrando solo media paga por su evidente bajo rendimiento. Quien intentaba fugarse era devuelto a la hacienda por las autoridades municipales o por las guardias blancas o por los cazadores de hombres para ser sometido a castigos corporales brutales, en la inteligencia de que los gastos de captura incrementarían su deuda con “papá”. Las autoridades políticas colaboraban eficientemente a cambio de dinero. ¡El círculo perfecto!

¡Pobre de aquel indio maya que se resistiera a ser devuelto a la hacienda porque, una vez inmovilizado con grillos y azotado con alambres, podía ser colgado de un árbol a la vista de todos y posteriormente decapitado como escarmiento a los demás por órdenes del patrón! Me informaron de un infeliz cuyo cuerpo fue arrojado a un lado del camino y la cabeza al otro. Se salvó de la última humillación de que le comieran la cabeza los zopilotes porque un perro la encontró y la llevó a Tekax. Un escalofrío me recorrió cuando me mostraron los árboles de los que colgaban a los rebeldes para que nadie perdiera de vista la satánica medida ejemplar ejecutada por los dueños de sus vidas y las de sus familias. Me imaginé a los “inditos” de Felipe, bajos de estatura, pendiendo de la rama del laurel de la India ubicado en el centro del patio de la hacienda, vestidos con sus humildes trajes de manta, sin huaraches y con los pies llenos de costras de lodo. Un marrano o una mula valía más que ellos.

El castigo era severo, frecuente y fríamente calculado de modo que los peones no fallecieran ni por los golpes ni por los latigazos ni por las infecciones o las hemorragias.

“Son demasiado valiosos para despacharlos irreflexivamente —me dijo un mayordomo cuando sintió que nadie lo escuchaba—. Si bien —agregó ufano y satisfecho— la Constitución prohíbe la pena de azotes, los palos y los tormentos de cualquier especie, esa limitación legal está dirigida exclusivamente a las autoridades civiles y militares impedidas de torturar supuestamente, pero de ningún modo es aplicable a los padres, a los amos o a los mayordomos, a nosotros, quienes podemos utilizar correctivos más eficaces para evitar las faltas domésticas…”

¿Qué cara hubiera puesto cualquiera de las hijas del hacendado si las hubieran latigueado desnudas ante el pueblo y luego las hubieran ahorcado entre gritos de horror? ¡Miserables!

En la tienda de raya se endeudaban los peones de por vida. Si algo le interesaba vender al patrón era precisamente alcohol, porque se trataba del consumo más requerido y el que más nutría la cuenta que jamás se lograría saldar. Nunca alcanzaban a pagar porque no sabían ni cuánto debían y, además, se les pagaba con fichas canjeables por bienes o víveres. Si se evidenciaba que alguien estaba ahorrando para reunir la suma adeudada, se falsificaban deliberadamente los libros de la hacienda, de manera que cuando el indio se presentara ante el magistrado a pagar y obtener su libertad, el hacendado presentaría pruebas apócrifas que acreditarían el doble o el triple de la deuda. Los libros valían más que la palabra del indio, quien tenía que volver a su esclavitud en la hacienda, donde se le enseñaba con crueles azotes que la libertad no era para gente como él.

Más tarde me dijo Felipe que la Constitución mexicana establecía, en su artículo segundo, que la esclavitud estaba prohibida en México y que los esclavos del extranjero que se introdujeran en el país, por ese solo hecho, alcanzarían su libertad y recibirían la protección de las leyes, y que nadie podía ser obligado a prestar trabajos personales sin la justa retribución y sin su pleno consentimiento. ¿Por qué el atraso mexicano?, me pregunté entonces, pues porque nadie en este país respeta la ley y, como bien decía Obregón, las cárceles estaban llenas de puros pendejos…

Llegada la hora de dormir, más de 300 esclavos descansaban en hamacas casi tocándose unas a otras dentro de una gran construcción de piedra y argamasa, rodeada de un sólido muro de cuatro metros de alto, con bardas rematadas por trozos de vidrio. A este recinto se entraba tan solo por una puerta, en la que había un guardián armado de porra, sable y pistola. Tal era el dormitorio de los hombres solteros de la finca, mayas, yaquis y chinos, y también de los que trabajaban medio tiempo, esclavos a quienes se empleaba solo medio año, algunos de ellos casados, cuyas familias vivían en pequeños poblados en los alrededores de la finca.

Detrás del dormitorio había media docena de mujeres que cocinaban en unas hornillas primitivas. Los peones hacían círculo alrededor de la cocina sencilla y extendían las manos sucias para recibir la cena que comían de pie: dos grandes tortillas de maíz, una taza de frijoles cocidos, sin condimento, y un plato de pescado rancio que despedía un gran hedor vomitivo. La hacienda contaba con un “hospital” en el sótano, donde existía una hilera de estancias sin ventanas y con el piso de tierra, parecidas a calabozos. En lugar de camas acolchonadas cubiertas por edredones de seda, como las de los hacendados, existían tablas sin sábanas para cubrir el cuerpo o mitigar la aspereza o la incomodidad.

En fin, “así lo quería Dios”, según les decían los sacerdotes para apagar cualquier chispa de rebeldía. El clero se sumaba, como siempre, a la inmovilización de la víctima. Por eso aumentaban repentinamente los aranceles parroquiales y se acababa de revocar el privilegio de los indios de no pagar impuestos y obvenciones. La fiesta mayor duraba nueve días en honor de la patrona de la hacienda, la Virgen María. En dicha ocasión, una gran oportunidad de negocio, se vendían, al por mayor, esculturas, escapularios, rosarios, pinturas o simples ilustraciones de ella, en el entendido de que la compra era obligatoria por decreto del arzobispo que mandaba a “adquirirla dedicándole, si posible fuere, un altar”. Es por ello que se puede ver “en humildes hogares, adoratorios de elevado costo”, dedicados a esta deidad milagrosa.

¿Qué decir de los peones que se casaban sin conocerse, porque el papá-patrón había decidido con quién unirlos, siempre y cuando él hubiera probado a la novia la noche anterior?

¿Para qué decir el estado de depresión y furia con el que abandoné la finca de Chunchucmil? Y yo jugándome mi prestigio en San Francisco para salvar la vida de ese joven muchacho llamado Simón Ruiz a quien evité la horca, cuando aquí constituía una rutina el exterminio de los mayas… ¿Por qué Obregón no se enfrentaba a los hacendados henequeneros como lo hacía Felipe? Porque implicaba desafiar a la International Harvester y confrontar a esta última equivalía a golpear a Wall Street y golpear a sus malos hombres de negocios significaba chocar con la Casa Blanca, de la que dependía su reconocimiento diplomático, el que requería para poder comprar armas y tener acceso a préstamos indispensables para poder imponer, en su momento, a Plutarco Elías Calles, su paisano, en la presidencia de la República. La fibra del henequén, adicionalmente, era vista en mi país como una materia prima de primera importancia y un asunto de seguridad nacional, por lo que el Departamento de Estado manifestó, siempre que fue preciso, a lo largo de la Revolución, su mejor disposición a estacionar barcos de guerra y desembarcar marines, antes que prescindir de la fibra. De modo que los mayas podían seguirse jodiendo…

Los días siguientes no me separé de Felipe. Nos tomábamos de la mano cuando podíamos escapar al escrutinio de los curiosos, jugábamos con nuestros pies debajo de la mesa, cruzábamos miradas cargadas de picardía en cualquier momento del día, confesábamos nuestro hechizo en silencio, nos sentábamos juntos en los banquetes de forma que nuestros cuerpos tuvieran contacto indirecto, asistimos a tantos bares, cantinas y parques en donde pudiéramos escuchar la trova yucateca, íbamos a ágapes generosamente servidos por los indios beneficiados por sus políticas, recorrimos la legendaria tierra del Mayab, el nombre indígena de Yucatán, el lugar en donde hay gente escogida; caminamos una y otra vez el famoso paseo de Montejo, así llamado en honor al conquistador que aniquiló mayas para apoderarse de esa región en representación del rey de España y que a Felipe ya no le dio tiempo de cambiarle el nombre… ¡Una vergüenza para el pueblo yucateco! En su palacio, a la entrada, ¿no se encontraba la escultura de un español aplastando la cabeza de un maya? Vimos con horror los auténticos palacetes construidos por los hacendados en dicha avenida, similares a los apestosos jacales en que perecían los indígenas… Recorrimos diferentes sitios arqueológicos, la mayor parte ocultos bajo tierra y maleza que serían descubiertos por su gobierno para demostrar que la cultura maya había sido portentosa y sus alcances universales. Me llevó a ciudades señoriales llenas de historia, a puertos como Sisal y Progreso, de donde se exportaba el henequén cuando los precios habían alcanzado el estrellato durante la Primera Guerra Mundial, a grutas, cenotes, playas configuradas por auténtico talco celestial y a muchas más comunidades mayas que él estaba rescatando del atraso centenario. Felipe era un profesional de la sorpresa, sobre todo cuando en las noches, un par de horas después de despedirnos, llegaba a la casona del hacendado para obsequiarme una serenata cuando yo ya descansaba después de jornadas demoledoras. El orgullo por su tierra era contagioso. Amaba la gastronomía, su música, su gente, sus costumbres, sus fiestas, su porvenir, sus paisajes, las ruinas que le concedían la esperanza necesaria para aspirar a construir un futuro mejor. ¿Cómo teniendo tanto, tenían tan poco?, me preguntaba una y otra vez.

—¿Por qué hemos visto casi todo y no me has llevado a Chichén Itzá? —le pregunté en una ocasión, llena de curiosidad—. ¿Acaso es más impresionante que Uxmal? —continué mi interrogatorio, dicho sea con toda sinceridad, sin lograr entender en ese momento por qué no me había tomado después de besarnos tantas veces en las calles aledañas al palacete de los Peón. Felipe había desaprovechado increíbles oportunidades de hacerme suya; por alguna extraña razón, se había resistido. ¿Sería tímido? ¿No habría superado su separación matrimonial? No podía insinuarme más, ni dejarlo hacer más, ni facilitarle más el camino, a pesar de que llevábamos escasos días de habernos conocido. El hechizo ahí estaba y no podíamos desperdiciarlo ni ignorarlo. ¿Qué acontecía…?

—Chichén es distinto, Almita —respondió acariciándome las mejillas—. A la pirámide de Kukulcán, la representación maya del refinado Quetzalcóatl, debemos ir de noche, como te lo había dicho —agregó clavándome una mirada llena de brillo que nunca había advertido en él—. El martes entrante habrá luna negra, la nueva, la que ya te había contado, en la Boca del Pozo, de los brujos de agua, según se traduce “Chichén” del maya, y entonces te regalaremos un cielo estrellado como jamás lo has visto en tu existencia.

El comité de hospitalidad yucateca, que no me dejaba ni a sol ni a sombra, curiosamente no hizo acto de presencia el martes en la noche, su lugar lo ocupó el propio gobernador Carrillo Puerto, quien me esperaba en la puerta de la casona, vestido con una espléndida filipina blanca con pliegues a ambos lados y zapatos y pantalones del mismo color, además de un sombrero estilo Panamá. Yo iba vestida con mi huipil blanco de seda, el mismo que me había obsequiado a días de conocerme. Deseaba halagarlo. De camino a la ciudad de los itzaes, Felipe cantó todo el repertorio de canciones de su tierra, como si en alguna ocasión se hubiera integrado a un trío de trovadores que dominaran el bambuco. Hablaba maya a la perfección, según él, la única forma de comunicarse con los desamparados. Me explicó las razones de su amor a los indios, que se remontaban a su infancia. No dejó de reír al recordar cómo había sido regañado cuando todavía muy niño le regaló a un indígena una vaca propiedad de su padre. No podía tolerar la miseria ajena.

—No me mates, papacito —adujo en medio de los gritos y de los golpes—, porque voy a inmortalizar tu nombre…

Me hizo saber el tamaño de su familia integrada por 14 hermanos, todos nacidos en Motul, el más próspero de los centros de producción de agave y semillero fértil de millonarios. Ahí había tenido contacto por primera vez con la explotación de los indígenas. Esa experiencia había cambiado su vida. Había tratado no solo con indios mayas, sino con yaquis traídos de Sonora por impedir la privación de sus tierras a manos de latifundistas apoyados igualmente por la dictadura porfirista. Díaz los había mandado por la fuerza a Yucatán para tratar de matar de raíz el problema, a sabiendas, de acuerdo a la experiencia, de que dos terceras partes de ellos perderían la vida en medio de los surcos henequeneros en el primer año, la misma suerte que compartirían miles de chinos importados también durante la dictadura, ante la falta de mano de obra mexicana en la península. Felipe había estado en la cárcel en cuatro ocasiones por defender intereses de los indígenas, más las que le faltaran, como él decía. Le habían dado series de 50 azotes hasta dejarle la espalda marcada con largas cicatrices que jamás desaparecerían, solo por alebrestar a los indios. Se había fugado del hogar paterno con la hija de un cirquero cuando ambos no rebasaban los 16 años. Había decidido ser trapecista. La reprimenda, de nueva cuenta, fue terrible cuando su padre lo regresó al seno de la familia a bordo de su famoso bolán. ¿Pero qué se podía hacer cuando el amor tocaba a la puerta? Lo mismo había acontecido cuando cayó a los pies de Mercedes Pachón, una mujer de 30 y tantos años de edad quien, de acuerdo a sus padres, nada tenía que hacer con un menor que estaba naciendo al mundo de los arrebatos carnales. Su vida sentimental se había resuelto al casarse con Isabel Palma, motuleña por la que había perdido, en su momento, la razón asegurando: “Si me debo arrojar a un pozo para casarme con ella lo haré”. Contrajo matrimonio con Isabel y procreó seis hijos de los que sobrevivieron tan solo cuatro, a los que adoraba.

Reíamos, reíamos gozosos contándonos nuestras historias juveniles, aun cuando, justo es decirlo, las mías eran ciertamente aburridas si las comparaba con las de Felipe. Él había sido carretillero, chalán, vaquero —nadie lazaba reses y caballos como él—, leñador, cartero rural, además de carpintero, operador de vías de ferrocarril, comerciante, periodista, agrónomo, diputado y gobernador de su estado, todo menos estudiante… Al escucharlo sonreía sin atreverme a preguntarle si después de ejercer tantos oficios, sabía el de amante: la pregunta constituía toda una imprudencia. Esa noche Carrillo Puerto estaba exultante. Pasaba de un tema al otro con una festividad contagiosa sin soltarme la mano, salvo cuando resultaba imprescindible para conducir y acariciando mi rodilla cuando las circunstancias lo permitían, hasta que dio un giro al volante y entramos por un camino de terracería, más oscuro que el hocico de un lobo, que desembocó hasta la pirámide de Kukulcán, el famoso Castillo, según era conocida popularmente.

No creo que nunca nadie hubiera escuchado un silencio parecido al de Chichén Itzá, solo interrumpido por los insectos y los animales de la selva. La temperatura no podía ser más gratificante en febrero, en los últimos días del invierno yucateco. La bóveda celeste, en efecto, integraba un espectáculo nunca visto. Felipe me observaba emocionado. Yo imaginaba ver descender por los 91 escalones ubicados a cada uno de los cuatro lados de la pirámide, y uno más que conduce al templo superior para llegar a un total de 365, a Isadora Duncan, cubierta por una de sus gasas transparentes, hasta llegar a la base del templo, y después de dar unos breves saltos de gacela, contemplar cómo era absorbida por el viento.

Pude tocar con mis manos las colosales cabezas de serpientes emplumadas, las efigies del dios Kukulcán, el cuerpo de la serpiente-dios que bajaba a la tierra para anunciar el inicio de la temporada de lluvias y de siembra de las milpas con el que comienza otro ciclo de vida. En ese momento de éxtasis, Felipe, con una frazada al hombro, me abrazaba por atrás y me encaminaba lentamente hacia la escalinata, mientras me besaba la nuca y se envolvía en mi cabellera, mi amoroso Dragón Rojo con ojos de jade. Lo dejé hacer porque ambos estábamos esperando este feliz momento que no requería solicitudes ni licencias ni autorización alguna. Nuestro entendido era evidente, impostergable, necesario y profundamente deseado. Ya no se trataba de insinuaciones ni de provocaciones. Estábamos finalmente solos en Chichén Itzá con decenas de miles de testigos llamados estrellas, cometas y meteoros que cruzaban el firmamento sin que nada ni nadie pudiera alcanzarlos. Al ascender adiviné sus intenciones: haríamos el amor en la cúspide del templo. Nuestra habitación sería la selva; las paredes, las ceibas, los laureles de la India, el piso del templo sagrado de Kukulcán, y el techo, la bóveda celeste, inmensa y nuestra, infinita y luminosa.

Al llegar a la cima y girar para ver el horizonte, en una oscuridad misteriosa y estimulante, sentí en mi garganta y en mis ojos el privilegio de la existencia. Estados Unidos era una civilización que no tenía más de 300 años, en tanto las culturas mesoamericanas podían alcanzar hasta 3 mil años o más de antigüedad. Y ahí estábamos Felipe y yo como si los mayas de todos los tiempos hubieran construido ese escenario, el espacio mágico para nuestro exclusivo deleite que el resto de la humanidad nos hubiera envidiado. De pie sobre la plataforma ceremonial del templo nos dispusimos a estar, a oír, a oler, a percibir, a sentir el peso de la historia sobre nuestros hombros. La selva, los perfumes de la maleza, el paso errático de las luciérnagas, los grillos, la presencia oculta de los dioses, la temperatura del paraíso, la oscuridad, el lenguaje de la naturaleza, el silencioso hablar de la noche, la complicidad de millares de estrellas, la seducción nocturna, la ausencia de la luz de luna, los colores extraviados y el amor todavía inconfeso de los amantes, nos invitaron a acercarnos, unirnos, desafiarnos y finalmente entregarnos.

Felipe se acercó a mí y juntó sus manos como si las uniera para recoger agua de un río y así las subió hasta rodear mis mejillas con sus dedos. Tal pareciera que estaba enmarcando mi rostro. Un estremecimiento me recorrió el cuerpo, despertando hasta el último de mis poros. El beso tan esperado de mi Dragón Rojo finalmente se dio. ¡Cuántas noches me había ido a la cama escuchando solo el ritmo de su respiración tropical, percibiendo su emoción contenida, sintiendo en el íntimo abrazo del adiós temporal los latidos de su corazón pero sin llegar a nada más, ya fuera por timidez o cualquiera otra razón inentendible para mí! Cuando mordió mi labio con ternura infinita comprendí que todas las emociones habían sido contenidas para poder expresarlas esa noche en Chichén Itzá, en lo alto del templo de Kukulcán, en plena noche negra únicamente dedicada a nosotros. Felipe había esperado a que desapareciera por completo la luna para que nuestro encuentro bajo la luz de las estrellas fuera único e inolvidable, en lugar de haberlo consumado en el palacete de los Peón o en cualquier fonda de Motul, su tierra, en donde estuvimos a punto de caer en la tentación sin poder contener la fuerza de la sangre. Ahora, ante la presencia invisible de los dioses mayas, como Hunab o Hunab Ku, Itzam Ná, Ix Chel, Ix Tab, Chaac, Yum Kax, Xaman Ek, Ek Chuah, Ah Puch, Felipe me besaba en tanto yo agradecía su paciencia para podernos obsequiar este momento.

Muy pronto improvisamos un lecho para consumar nuestro amor. Arrojé al piso la frazada y mi chal y me colgué de su cuello, uniendo mi cuerpo al de ese dios maya con ojos color de jade. Me estrechó como yo había soñado, mientras una suave y cálida brisa nos acercaba aún más y nos animaba a desprendernos del huipil y de la filipina, de mis broches y de su sombrero, de sus pantalones y de mi fondo, de mis sandalias y de sus botas, todo ello sin separar nuestros labios en ese beso eterno que solo concluiría cuando la muerte y solo la muerte nos apartara para siempre.

El viento recorría goloso nuestros cuerpos desnudos, nos tocaba sin pudor, nos quemaba, festejaba, reía a la distancia y volvía sobre nosotros para envolvernos como si intentara apagar una sed que nos incendiaba. Los dos lo dejábamos hacer a nuestro refrescante aliado.

Mientras Felipe empezaba a acariciarme, me murmuró al oído algo que nunca me había dicho hombre alguno:

—Sabes, Almita…

—¿Qué, dragón, mi dragón…?

—Al tocarte siento que tus senos resumen todos los frutos de la tierra…

Su comentario fue una chispa. Nos encendimos, abrimos las compuertas a la pasión contenida. Nuestras manos, nuestros labios, nuestras salivas, nuestros sudores, nuestras humedades, el rigor acerado de nuestros cuerpos nos delataba, solo que ninguna delación podía ya detenernos ni ningún prurito podía limitarnos: era el momento de la libertad, de la confesión abierta y genuina, de la espontaneidad, de la consumación de la magia, de la realización de las fantasías nocturnas, de los ayes agónicos, de las sonrisas traviesas, de la ensoñación declarada, de la imaginación desencadenada, de los suspiros reconciliadores, de la música muda, de las súplicas que impiden continuar y que animan a proseguir, de los delirios, de los sabores ahora también a selva, pero de los cuerpos.

Entre su frazada y mi chal, nuestros ímpetus sin brida, el fulgor y los perfumes de la noche, le concedí a Felipe el privilegio de contemplar las estrellas mientras me sentaba en un trono improvisado con sus piernas recogidas, como si fuera un fabuloso Chac Mool de nuestros días. Me veía, me tocaba los senos, aduciendo que nunca nada había llenado de manera tan perfecta y espléndida sus manos. Me acariciaba las mejillas, el pelo, la cabeza, hasta que me atrajo para besarnos como quien desea abrazar a alguien antes de partir de este mundo en una contagiosa convulsión previa a la expiración infinita. Movida por un impulso incontenible de euforia lo agité, lo aplasté, lo sentí, giré, intenté levantarme, grité, me sacudí, me empapé, oí cómo galopaba, galopamos al paso, al trote hasta desbocarnos, acicateé sin darme cuenta de que nos acercábamos en nuestra carrera despavorida hacia un abismo, a un despeñadero en el que caímos dominados por una sensación de vértigo, envueltos en lamentos, sujeciones y arrebatos interminables. Al caer desmayados uno sobre el otro, sin fuerza para sostenerme en mi cabalgadura imperial, solté una grandiosa carcajada compartida con Felipe y con Kukulcán, que nos contemplaba risueño y envidioso…

Esa fue la hora cuando me di cuenta por primera vez que no podía pedir mayor privilegio que adorar a Felipe todos los días que restaban, de trabajar a su lado en su labor mesiánica, servirlo mientras luchaba para ganar para los necesitados de la tierra su derecho tanto tiempo negado a la belleza, a la dignidad y a la alegría creativa […] Esa noche quise compartir con mi diario los sentimientos que me tomaban en la sombra de la inmensa pirámide de Chichén Itzá […] el 22 de febrero de 1923 […] registré en una oración breve toda la experiencia emocional […]: “¡El amor, más allá de cualquier esperanza o sueño, ha venido a mí al fin!”.

Felipe no dejaba de mirarme de perfil en tanto recuperaba la respiración. Sonreía, me acariciaba la frente, me acomodaba el pelo agitado por el estruendo interior de la batalla, me secaba el sudor de la comisura, tocaba mis mejillas con el dorso de su puño cerrado de modo que sus vellos me volvieran a recordar la presencia del hombre, del macho; me rozaba los párpados con las yemas tibias de sus dedos, cubría con su mano derecha todo mi cuello que hubiera podido romper con tan solo apretarlo levemente, me mostraba agradecimiento, confirmaba la esperanza de nuestra relación en el futuro, disfrutaba en silencio el hechizo, se felicitaba por haberme conocido, adoraba y odiaba al New York Times que me había puesto indirectamente en sus brazos; con su dedo índice jugaba con mi mentón, recorriéndolo de un lado al otro para bajar, acto seguido, haciendo breves círculos juguetones alrededor de mis aureolas y otros tantos, cada vez más lentos en torno a mis senos, en tanto se acomodaba subiendo su pierna derecha sobre mi vientre y apoyaba su cabeza sobre su brazo izquierdo en la inmensidad de la noche yucateca. Me hacía sentir una diosa del Mayab. Uno de los momentos estelares de la existencia consistía, sin duda alguna, en encontrar un amor intenso y correspondido con la misma fortaleza: era nuestro caso.

—¿Dónde habías estado todo este tiempo, gringuita horrible? —me preguntó acercándose a mi oído y murmurándome tan cerca que el vaho de su aliento me estremecía—. ¿Por qué no te conocí antes, güerita mía?

—¿Sabes cuándo se cae una manzana del árbol? —le pregunté para jugar con él.

—No…

—Cuando está madura. El proceso biológico determina el momento exacto en que la fruta se precipita al piso, y lo mismo acontece, a veces, en las relaciones humanas: antes tal vez ninguno de los dos estábamos listos para esta aventura.

—¿Aventura? ¿Quién te ha dicho que esta es una aventura? Salvo que el hecho de que vayas a ser mi mujer para siempre, lo entiendas como una simple aventura.

—No soy propiedad de nadie, Felipe, las estadounidenses somos independientes y no toleramos que nadie nos imponga nada —aduje para poner límites desde el principio.

—Pues aquí, en mi tierra, te chingas, gringuita, aquí mando yo y serás mi mujer para siempre, por las buenas o por las malas —agregó sonriente—. ¿Sabes lo que quiere decir, te chingas, mare…?

Como era obvio que esperaba una andanada me cubrió la boca con besos jamás sentidos. ¡Claro que sería suya para siempre, pero jamás se lo reconocería a ese monstruo de vanidad que ya adoraba!

—Sí, sé lo que quiere decir chingas, Felipe, pero me enseñaron a contestar que chingas tú…

—Pos sí —aclaró mi hombre—, y vaya que si ya chingué… —adujo, en tanto estallaba en una carcajada incomprensible para mí.

Mientras Felipe caía de espaldas nuevamente y ambos volvíamos a deleitarnos contemplando la bóveda celeste, sentimos cómo el viento nos recorría impúdico, sin respetar territorio alguno. Nos estimulaba, nos animaba, nos refrescaba, nos gratificaba. A pesar de la realidad incontestable, todavía me parecía increíble estar acostados, desnudos, de espaldas, en la noche, en Chichén Itzá, en lo alto del templo de Kukulcán y mirando las estrellas. Al tiempo que acomodaba mi cabeza sobre su pecho le dije que era un hombre admirable, que me encantaba su amor a los indígenas, que me fascinaba la lucha que había emprendido para devolverles la dignidad perdida, que su batalla era tan genuina como peligrosa porque se enfrentaba a intereses creados como los de los hacendados prepotentes y salvajes, los de la Iglesia católica eternamente aliada con los dueños del dinero y del poder político, los de la International Harvester y sus vínculos temerarios en Wall Street y el Departamento de Estado norteamericano, como los del gobierno federal encabezado por Obregón, quien había mostrado ya su proclividad hacia los grandes capitales y no en dirección a los desamparados, a pesar de ser uno de los grandes líderes de la Revolución.

Felipe guardó silencio y se sorprendió por mi capacidad de síntesis. En tres palabras había expresado una puntual composición del lugar. Apoyada mi cabeza en su brazo, colocados ambos de costado, viéndonos cara a cara, escasamente cubiertos por su frazada y mi chal, me explicó cómo desde 1823 Yucatán se había declarado independiente del resto de México y había hecho valer la libertad de cultos, de modo que pudieran venir protestantes a ayudar a la construcción de un nuevo país.

—Compara el crecimiento de un país católico con el de uno protestante, Almita, tú mejor que nadie lo puedes comprobar. Los yucatecos siempre hemos sido rebeldes, y por ello promovimos la inmigración de extranjeros laboriosos que vinieran a enriquecernos con sus ideas y sus conocimientos. ¿A dónde vamos hoy con 75% de la población maya, y de estos el 80% analfabeto? Entre los gobiernos que no educaron a la gente, la Iglesia que los ha embrutecido y los hacendados que los han esclavizado junto con el alcohol, estamos absolutamente perdidos.

—¿Por esa razón fundaste el Partido Socialista de Yucatán y adoptaste la bandera bolchevique de Lenin? —pregunté con la debida claridad, acariciando su frente. Existen hombres con los cuales se habla de amor, del futuro de una relación romántica, pero con Felipe, un ideólogo absolutamente politizado, solo cabía un monólogo: sus indios, más tarde llegaría el momento de hablar de nosotros.

—Claro, Alma, ¿acaso crees que los hacendados van a abrir el puño voluntariamente para repartir su riqueza entre los peones? ¿Crees que conocen la generosidad? ¿Crees que van a entregar sus tierras ociosas por su gusto? ¿Crees que los hombres de negocios de Wall Street se van a convertir en carmelitas descalzas de un día para otro, así porque sí, y que Obregón me va a apoyar ratificando todas las expropiaciones que ya he ejecutado en el estado para enfrentarse a los henequeneros que le pagan altos impuestos a su gobierno? ¿Crees que la Iglesia va a resignarse a perder las millonarias limosnas que recibe de los señores feudales y del pueblo solo porque yo lo digo? ¿Crees que la International Harvester y la Ward Line van a renunciar a sus ganancias solo porque un pinche maya iletrado se les pone enfrente y los cachetea? ¿Crees que van a dejar que les esculque los bolsillos y les quite el dinero malhabido para devolvérselo en parte justa a quien ayudó a generarlo con su sudor y agachado en los surcos? Por todo ello, nada más justo que crear un sistema de cooperativas…

Me percaté de que había dado una vez más en el centro de las angustias de Carrillo Puerto. Lanzaba ideas y respuestas con la intensidad de una ametralladora. Su desesperación era evidente, al igual que sus convicciones muy arraigadas. No tenía otra alternativa que ayudar a su gente al costo que fuera, exponiendo su vida, si ese llegaba a ser el caso, como, sin duda, ya lo era. ¿Qué podía hacer Felipe sino dedicarse a la política? ¿Continuar de carretillero o volver de cirquero? ¿Tener alcances tan limitados para ayudar? ¿Instalarse como periodista en un país en donde el crimen político no era sancionado? ¿Vender automóviles? ¡Ni hablar! Su enemigo no era uno e insignificante, sino muchos y muy poderosos y, además, dispuestos también a lo que fuera con tal de no ver menguado su patrimonio. Las posiciones eran muy claras, los jugadores ya estaban sentados a la mesa. Las cartas se habían distribuido. El juego había comenzado de buen tiempo atrás y los únicos perdedores, como siempre en la historia dolorida de México, habían sido los indios, sus indios, ahora ya nuestros.

—¿Y estás solo en todo esto? ¿Nadie te ayuda, amor? —me dirigí a él usando por primera vez esa expresión para llegarle al alma.

—Me hice gran amigo de Emiliano Zapata porque su propuesta de “Tierra y Libertad” me entusiasmó desde un principio. Los productores de caña se quedaron con todas las tierras de indios para alimentar sus ingenios, claro está, en contubernio con el gobernador porfirista y obviamente con el tirano, y por supuesto con la Iglesia. Las máquinas modernas productoras de azúcar devoraban cada día más materia prima y requerían, por lo tanto, más tierras, y en lugar de asociarse con los indios, sus propietarios, decidieron robárselas, tal y como acontece aquí en Yucatán, en donde los jueces sobornados también están a favor de los latifundistas.

En ese momento guardamos un breve silencio.

—Pasó un ángel —aduje sonriente.

—No se te olvide que en junio de 1910, cuando unos 4 mil indios mayas mataron a machetazos a un cacique político, asesino y corrupto, el malvado tirano del tal don Porfirio ordenó sofocar a balazos el levantamiento de esos muertos de hambre mandando al cañonero Morelos y a la corbeta Zaragoza llenos de soldados, además de movilizar a la guardia nacional para batir a los rebeldes de Valladolid. Finalmente todo se resolvió cuando fusilaron en caliente a los cabecillas, a nuestros líderes indígenas, en el patio de la excapilla de San Roque y los valientes cayeron muertos bajo una lluvia de plomo. ¡Cabrones!, Almita, son unos cabrones: que se jodan con mi socialismo, no hay otra opción, salvo la violencia…

La ley, me dije, la ley es la clave de una armónica y respetable convivencia. Mientras en México no se respeten las leyes y resuelvan con las manos sus diferencias, seguirán en el peligroso atraso, hasta caer en una nueva revolución, consecuencia de más protestas de insatisfacción social que producirán otra dictadura y otra revolución y así hasta el infinito, un círculo infernal pavoroso…

—¿Zapata fue tu mentor? —pregunté para saber mucho más de Felipe.

—Zapata fue mi mentor y acabó acribillado por defender a los suyos con ejemplar tenacidad.

—¿Y tú no crees que corres esa suerte? El zapatismo y el carrillismo persiguen lo mismo, con la diferencia de que en un caso se trata del azúcar y en el otro, del henequén.

—¿Cómo puedo detenerme? ¿Voy a renunciar por miedo a mis principios e ideales y regresar a Motul a poner un taller para manufacturar huipiles? ¿Voy a corromperme y aceptar los sobornos de los henequeneros para permitirles continuar con la explotación de mis indios? Si me traiciono por la razón que sea, me muero, y si no me traiciono y continúo con mi labor, entonces ellos me matarán. ¿Qué hago? Seguiré mi camino, Alma, a sabiendas de que acabaré como Zapata, pero habré impuesto un ejemplo: no, no puedo desviarme ni parar la marcha, me llamen o no bolchevique o socialista o lo que sea —agregó después de darme un último beso y de ponerse de pie para empezar a vestirse, ejemplo que seguí. Tratar desnudos semejantes temas resultaba francamente incómodo, además, la noche refrescaba cada vez más y la respiración de la selva me empezaba a helar.

—Pero Carranza estuvo de tu lado, ¿no…?

—Carranza fue un traidor, reaccionario, que se espantó con el avance del Partido Socialista en el sureste mexicano, ya no solo en Yucatán. Mis ideas permeaban en toda la región y pronto se podrían expandir por todo el país. Carranza no expropió ni distribuyó más allá de un milímetro cuadrado de tierra y no solo eso, decapitó los movimientos agrarios, junto con los que habían impulsado la Revolución y mandó a asesinar a mi amigo Zapata, además de ordenar el fusilamiento de líderes obreros. ¿Para eso fue el movimiento armado? ¿Para eso entregó su vida más de un millón de mexicanos? Yo mismo tuve que exiliarme en Estados Unidos durante su gobierno.

—Al menos reconoce que te mandó a Salvador Alvarado para ayudarte a materializar tu proyecto izquierdista —insistí, al empezar a ponerme lentamente la falda.

—¿Qué…? Si Carranza envió a Alvarado a Yucatán con una gran fuerza militar fue precisamente para tratar de desmantelar mi movimiento, solo que él era igual de socialista que yo y coincidimos en la conveniencia de ayudar a nuestra gente —repuso echando mano de su mejor paciencia, a sabiendas de que yo no era docta en cuestiones históricas mexicanas. Sin dejarme replicar, agregó—: No pierdas de vista, Almita, que en México a quien protesta lo matan, y eso que dicen que la Revolución se hizo para ayudar a los jodidos y, como ves, cada día hay más jodidos que ahogan sus gritos a balazos. Si no eras porfirista estabas muerto y por ello, desde entonces, me volví anarquista, contestatario y rebelde. ¿Cómo aceptar que o te callas o te mato, o haces lo que te digo o te mueres, o te sometes o te ahorco, o dejas de protestar o te mando a San Juan de Ulúa para que te mueras de tuberculosis o de hambre…? No, no, así no se puede, yo sí sé cómo…

—¿Entonces Salvador Alvarado desobedeció a Carranza cuando no cumplió con las instrucciones de someterte? —cuestioné, entendiendo cada vez más el origen de la indocilidad, la indomabilidad de Felipe, pero sin perder el hilo de la conversación.

—Cierto —respondió Felipe entusiasmado, sentándose en la orilla de la crestería del templo de Kukulcán, dispuesto a contemplar la selva y disfrutar sus aromas como si fuera parte de ella—. Salvador vino supuestamente a desmantelar el socialismo yucateco con 7 mil soldados constitucionalistas en 1915, sin que nadie pudiera suponer que llegaba a Yucatán para tratar, solo tratar, de liberarlo de sus males. ¿Qué tal, Alma? Tan fue así que pude regresar de mi breve exilio en Nueva Orleans porque, de otra manera, el gobernador militar carrancista me habría asesinado. Lo único que exigía el Barbas de Chivo a Alvarado era dinero a raudales, porque bien sabía que el henequén había alcanzado un precio estratosférico en la Primera Guerra Mundial debido a la manufactura de costales para transportar granos a los frentes militares y para fabricar cuerdas, cordelería en general, indispensables para la armada y la marina.

Después de arreglar sus pensamientos y de guardar un breve silencio, Felipe me detalló que Alvarado había ido a Yucatán de 1915 a 1918 a acabar con los privilegios del pasado, a concluir con la explotación de los indios, a aplicar las leyes de Reforma, a promulgar leyes de gran contenido social, precursoras de la Constitución de 1917, a fundar escuelas, a iniciar el reparto de tierras, a sentar las bases de lo que más tarde sería el Partido Socialista Obrero del Sureste, hermanándose políticamente con él para impulsar la libertad municipal como la base de una reorganización política nacional y a regresar al clero a las sacristías. ¿Cómo olvidar que Alvarado había hecho de Yucatán el primer estado seco de la República, había obligado a los estudiantes a elegir democráticamente a sus dirigentes y combatido la prostitución en todos los lupanares? ¿Suficiente? No, claro que no, por si fuera poco, había tenido tiempo para restaurar la Comisión Reguladora de Mercado del Henequén, de triste recuerdo, para garantizar un precio competitivo de la fibra en el mercado y poder, de esta suerte, mandar cuantiosos recursos a Carranza para ayudar al sostenimiento del constitucionalismo y también dotar de ingresos propios a Yucatán.

Alvarado y Felipe se habían tomado de la mano para proteger a los pueblos débiles del expansionismo salvaje y para demostrar que la ignorancia y la vagancia eran los caminos abiertos a la criminalidad, al caciquismo y al caudillismo. ¿Cómo había acabado sus días don Salvador? Pues como tantos constructores del México moderno: obviamente asesinado por la oligarquía obregonista, dispuesta a echar mano de cualquier recurso con tal de proteger sus intereses reñidos con las penurias populares. Curioso el pueblo mexicano que contempla y sabe cómo asesinan a quienes podrían rescatarlo y no se inmuta ni protesta…

¿Se podían tratar otros temas con Felipe Carrillo Puerto? ¡Por supuesto que no!

La noche yucateca había alcanzado su máxima oscuridad y hasta los insectos parecían haber desaparecido. A Felipe lo habían acusado de pertenecer al naciente régimen soviético, de instaurar el bolchevismo en Yucatán y de ser el hijo político de Lenin, sobre todo después de haber invadido Campeche con mil 500 elementos de sus ligas para establecer la hegemonía del Partido Socialista del Sureste. Lo confirmaban a diario como una creciente amenaza nacional en un país en el cual el 5% de la población acaparaba el 98% de la riqueza.

—Al igual que un grupo reducido de españoles había sido dueño prácticamente de toda la colonia, en detrimento del resto de la población indígena, en el porfiriato se había repetido el fenómeno porque 800 familias se habían apoderado de la economía del país. En nuestros días los latifundistas, ciertos industriales y banqueros son los dueños de México, en tanto el resto de la nación subsiste en el hambre y sepultada en la ignorancia —me insistió dolorido, subrayando cómo nada había cambiado en tantos siglos—. No tengo estudios, lo sabes, pero la mejor escuela ha sido mi propia experiencia, la que me abrió los ojos y me humanizó, salvo que exista una academia en donde te enseñen a tener rabia y desesperación —agregó sonriente, mientras me llamaba para sentarme a su lado.

—¿Y cómo te dejaron llegar a ser gobernador si te acusaban de bolchevique cuando organizabas los famosos “lunes rojos”?

Una sonrisa maligna apareció en su rostro.

—Creo, en primer lugar, que no tenían opción, porque en Yucatán las clases desamparadas, la inmensa mayoría, votarían por mí y, en segundo lugar, porque estaban convencidos de que podrían controlarme políticamente, tarea de la que se ocupó amañadamente Salvador Alvarado, entonces aliado mío, cuando el presidente Adolfo de la Huerta lo nombró secretario de Hacienda en 1920. Además no era fácil deshacerse de mí, porque me había hecho de una gran base social en mis años de líder agrario y más tarde como caudillo regional. Nadie mejor que yo para intimidar a quienes se resistían a abrir el puño…

—Pero, explícame, ¿por qué Obregón no se opuso a que fueras gobernador si conocía tus convicciones socialistas, si estabas a favor del derecho de huelga y se rumoreaba que deseabas escindir Yucatán de México y crear una nueva república con cuatro estados sureños y varios países centroamericanos? —pregunté, a sabiendas de la intolerancia política del Manco.

—Después de haber padecido una sangrienta revolución cabía el discurso socialista, el de la gente necesitada que exigía reivindicaciones —me explicó con gran sobriedad. En ese momento solemne hablaba el gobernador y líder político—. Les convenía como bandera del gobierno triunfante que hablara de restaurar el orden social a favor de los desposeídos, siempre y cuando no se me pasara la mano; lo de la nueva república se debió a la imaginación perversa y calenturienta de la Iglesia, que ya no sabe ni cómo deshacerse de mí. ¿Crees que la Casa Blanca o el presidente Obregón lo iban a permitir?

Felipe volteó a verme. Era necesario un paréntesis… Me besó, me dijo que jamás dejaría yo de ser periodista, y mientras alegaba que lo cuestionaba más que un aduanero, mirándome a la cara y halagando mi perfil, me volvió a besar y acariciar mis senos, al tiempo en que me juraba amor eterno. A escasos días de conocerme ya deseaba casarse conmigo. ¿Para qué esperar? Tocarme empezaba a constituir para él un vicio, me decía al oído. Era cierto, hacía contacto conmigo al poner furtivamente su mano encima de la mía cuando me contaba alguna anécdota, de la misma manera en que colocaba las yemas de los dedos sobre mi rodilla, bajo la mesa, durante un banquete, como si no se diera cuenta y sin pedir permiso. Gozaba su audaz acercamiento a la hora de bailar y me dejaba anhelante cuando, en las noches, se despedía con un simple good night kiss en la mejilla, como si los dos no hubiéramos deseado perdernos en un beso eterno. Me encantaba, me encantaba que me rozara con la mirada cuando comía un panucho para medir mi placer al probar algo de lo suyo, de su tierra. Me fascinaba que devorara con la vista a toda la mujer que habita en mí, que pudiera despertar en él tantas emociones e ilusiones que lo animaban a vivir y a disfrutar mundos inexplorados que ya daba por perdidos.

—Eres la mujer con la que siempre soñé, sabía que llegarías a mi vida y llegaste, amor de mis amores.

Apreté su mano sobre mi pecho para hacerle sentir al tacto que yo sería igualmente suya para siempre, que nunca había pensado conocer ni comprometerme con un Dragón Rojo con ojos verdes de fuego pero que, por supuesto, me casaría con él a la brevedad posible para ayudarlo también en su obra titánica.

Después de los arrumacos, un auténtico alimento de alma —cuánta satisfacción puede vivir una mujer al saberse deseada por un hombre y descubrir que con sus prendas femeninas puede hechizarlo y atraerlo para siempre—, recordó su discurso en Palacio Nacional el 1 de mayo de 1920, una oportunidad única en su vida que jamás olvidaría. Hasta la fecha continuaba sin entender cómo se había atrevido a convocar a los obreros para que abrieran y saquearan los almacenes, en lugar de organizar marchas callejeras para pedir control de precios. ¿De dónde había sacado arrestos para proponer dinamitar el recinto del Senado, porque los trabajos del congreso, ayer y hoy, eran tan inútiles como el arzobispado, que tenía que ser demolido al igual que el propio Palacio Nacional y la sede de la Suprema Corte, para que ya no hubiera más holgazanes ni corruptos ni palabrería, porque era la hora de que el pueblo se impusiera harto de tanta estafa, puesto que la Revolución no había servido para nada? Ahí estaban las evidencias con tan solo salir a la calle…

“¿Ven las campanas de la catedral? —había gritado desaforado—, pues bajémoslas para fundirlas y hacer con ellas centavos de cobre.”

Si los comerciantes acaparaban los víveres y a los trabajadores les faltaba pan, me contó como si se hubiera tratado de una travesura política, pues entonces tenían el derecho de derribar las puertas de las tiendas para saquear todas las existencias. Había que poner en práctica los principios bolcheviques haciendo ondear la bandera roja de las reivindicaciones…

“Incendiemos, exterminemos”, demandó furioso, según me hizo saber, para alcanzar los altos ideales del comunismo y ejecutar la repartición de tierras; el aumento de los jornales únicamente se obtendría por medio de la fuerza, sin absurdas marchas callejeras de protesta por más pacíficas que fueran…

¿Se daría cuenta Felipe del alcance de sus palabras? ¿Sería medianamente consciente de que provocaba a los grandes poderes mexicanos que tenían las manos llenas de sangre y que no les importaba manchárselas una vez más? ¡Claro que el Congreso y el clero habían traicionado hasta el cansancio a la nación, bien, pero de ahí a proclamarlo nada menos que en el balcón de Palacio Nacional, era demasiado, sobre todo que era un secreto a voces que quien alebrestara a la gente o atentara en contra del poder del grupo sonorense o le hiciera sombra, estaría firmando su sentencia de muerte! ¿Desearía convertirse en mártir para que su ejemplo fuera imitado por generaciones y más generaciones por venir? ¿Sería mi amor un suicida iluso?

Pero, como él bien me explicaba, ¿qué otro recurso podía utilizar, si muchos poderosos comerciantes de Yucatán solo aceptaban dólares para vender sus mercancías, las que, como en el caso del azúcar de primera necesidad, se enajenaba a 90 centavos la libra, cuando su precio en Estados Unidos era apenas de seis? ¿Por qué tolerar el rechazo del peso, nuestra moneda, por unos barbajanes? ¿Cómo ignorar que a los chicleros, convertidos en miserables parias, les pagaban si acaso 10 dólares el quintal cuando en Estados Unidos se cotizaba a cientos de dólares? ¿El gobierno no sabía que los empresarios yanquis alquilaban locales a un lado de sus haciendas para instalar prostíbulos y abrían cantinas para que los peones se gastaran su dinero y sus ahorros en alcohol y putas, de modo que al próximo corte tuvieran que emplearse con el sueldo y las condiciones que fueran para no morir de hambre junto con sus familias? ¿Tenía que resignarse a contemplar la tala irracional de las selvas ricas en maderas preciosas yucatecas y sobre todo ignorar cómo eran asesinados los campesinos que se resistían a abandonar sus tierras? ¿Dónde quedaba la justicia? ¡Claro que Felipe estaba de acuerdo con la violencia controlada ante la falta de autoridad o el contubernio de esta con los potentados! En honor a la verdad, Roberto Haberman, paisano mío, periodista radical y hombre aparentemente perseguido en mí país, en realidad un agitador y falso comunista, un personaje siniestro, fue, desafortunadamente, uno de los hombres más cercanos a mi Felipe desde 1918 y pieza central en el afianzamiento del socialismo en el sureste mexicano. Era el vínculo, además, entre Felipe, Luis N. Morones, el líder obrero corrupto de México, y la American Federation of Labor, de Samuel Gompers, nada menos que la instancia desde la cual mi gobierno pretendía “organizar” y “coordinar” el movimiento obrero en todo el continente americano… Felipe pagaría caro este error, pues, como pude saber de boca del dueño del propio New York Times, Haberman fungía como espía del FBI, filtrando información sobre sus planes y sus acciones, ni más ni menos que a Edgar Hoover, el jefe del Buró de Investigación. La nobleza de Felipe no le dejó ver detrás de la máscara de este miserable, a quien incluso, contra toda razón, designó agente de la Comisión Exportadora del Henequén en Estados Unidos…

Por ello, a partir de su llegada al gobierno en febrero de 1922 junto con el Partido Socialista que ganó las posiciones en el estado, todo cambiaría radicalmente y nada mejor que haber comenzado por meter en cintura a los henequeneros y sus relaciones de trabajo con los indios… La guerra mundial había producido enormes ganancias a los productores de la fibra, sin embargo, el bienestar jamás había llegado a los miserables jacales yucatecos y escasamente a las arcas del gobierno local.

Ambos guardamos silencio sin dejar de tomarnos de la mano. Contemplábamos el horizonte en busca de la luz del amanecer y escuchábamos los estertores de la noche. La selva respiraba pesadamente. Yo no dejaba de pensar en el futuro de ese hombre, todo él humanidad y auténtico amor al prójimo, ni me permitía dejar de imaginar mi vida a su lado. ¿Tendríamos hijos? ¿Cómo serían? ¿Podrían vivir en un estado tan violento? ¿Y su educación? ¿Era mejor prescindir de la ilusión de tener una familia en semejantes circunstancias? Sí, sí, lo que fuera, pero no podía sustraerme al magnetismo que me inspiraba ese hombre lleno de vigor, entereza y convicciones sociales admirables y ejemplares. ¿Por qué torturarme con planes en lugar de vivir intensamente el día a día? Ya vería qué me deparaba el destino…

Como un volcán en permanente erupción, me contó cómo había sacudido a los indios zarandeándolos de sus trajes de manta cuando, ungido ya gobernador, pronunció su discurso de toma de posesión en maya, toda una arenga incendiaria en la que les recordó que la tierra era de ellos, que habían nacido ahí, crecido ahí, gastado su vida encorvados en el campo, cortando pencas para el amo que se había apoderado del producto de su trabajo y de sus familias… “Pero ustedes han de recuperarla de acuerdo con las nuevas leyes que reconocen ese derecho legítimo a emanciparse económicamente, a instruirse, a capacitarse y a alejarse de los templos, de las cantinas y de los garitos.” ¡Claro que pidió un “viva” para el presidente Obregón!

A partir de ese momento viajó por pueblos, rancherías, centros ejidales, casi no despachaba en el gobierno. Parecía tener las horas contadas. Despreciaba las reuniones de gabinete, de escritorio, los trámites burocráticos, las antesalas, las corbatas, los zapatos boleados, la brillantina, los perfumes, las telas de seda, trataba a los campesinos como amigos, compañeros, hermanos o padres. Mientras recorría el estado incansablemente de arriba a abajo, tejió una red de familiares y amigos íntimos en Motul, el corazón de la organización de su partido y de la administración… Veintisiete de sus parientes directos tomaron posiciones en el gobierno estatal para garantizarse lealtad y confianza y purgar su entorno de traidores. No se movería una hoja sin su conocimiento y aprobación. Tres de sus hermanos lo acompañaron en su apresurada gestión: Wilfrido, el jefe de la policía secreta; Benjamín, el secretario de la Liga de Resistencia Central, y Edesio, presidente municipal y de la Liga de Resistencia en Motul, además de Elvia, de sobresaliente inteligencia, responsable de las ligas feministas, directora de los ferrocarriles y tesorera del estado. Felipe era informado regularmente de los cientos de asesinatos entre socialistas y liberales; sí, la sangre corría, pero resultaba imposible detener la marcha socialista de Carrillo Puerto, que yo aprobaba parcialmente.

Mi formación humanística y mi concepción de la ley me impedían pensar siquiera en el uso de la fuerza para imponer mis ideas, solo que, ¿cómo extinguir o extirpar la barbarie medieval en que estaban instalados los latifundistas henequeneros y chicleros? Nunca se someterían a la Constitución ni mucho menos a los decretos de Felipe en términos civilizados. ¿Hablar? Resultaba inútil. ¿Negociar el quebranto de su patrimonio? No pasaría de ser una pérdida de tiempo. ¿Convencerlos de la necesidad de ayudar a la gente que les proporcionaba tanta riqueza y bienestar? Mejor ni intentarlo, dado que partían del supuesto que se trataba de animalitos incapaces de saber lo que más les convenía.

Por todo ello, para cambiar actitudes, alterar valores, mover principios y sacudir conciencias publicó y divulgó masivamente sus textos impresos en Tinta Roja, en donde dejaba bien asentadas algunas de sus convicciones y escandalizaba a los hombres de negocios y a los políticos convencionales: “La clase obrera sin un partido político organizado no es sino un cuerpo sin cabeza”, “El partido debe crear en el interior de sus filas un orden militar férreo”, “Cuando el proletariado se organiza en partido político, la conquista del poder público no será episodio accidental, sino punto de partida para la continuación comunista”, “Huye de la religión, especialmente de la católica, como de la peor plaga”, “Trabaja para ti, no dejes que otro explote tu trabajo”, “Haz lo posible por emanciparte de los amos”, “Toda lucha de clases es una lucha política, el fin de esa lucha que se transforma inevitablemente en guerra civil, es la conquista del poder político”.

Claro que en Wall Street pensaron de inmediato en llamar otra vez a la Casa Blanca para echar mano de los good old marines; en la capital de la República muchos políticos empezaron a acariciar las cachas de sus pistolas; en Yucatán los henequeneros, los chicleros y el clero se reunieron en sus pretenciosos salones, en donde sostenían sus consejos de administración, y pensaron en poner dinero sobre las mesas de caoba perfectamente barnizadas; los potentados de la International Harvester, los comercializadores internacionales de la fibra, después de levantar la ceja y fruncir el ceño, urdieron las primeras estrategias para desestabilizar su gobierno y acabar con él, en tanto los muertos de hambre, los que llegaban a saber de sus textos en Tinta Roja, aplaudían a rabiar con sus manos encallecidas, calientes, que ya habían adquirido el color de la tierra.

Al pisar de nueva cuenta las calles de Manhattan y entrar a las oficinas del New York Times, toda la urbe de acero parecía caérseme encima. La ciudad me aplastaba. ¿Y la selva, la música, la trova, los panuchos, el calor del trópico, las pirámides, la calidez yucateca, el paisaje agreste, la lucha por ser, la batalla por la conquista de la dignidad? ¿Qué hacía extraviada en esa marea humana carente de sentimientos, ávida de más dinero todos los días, quién sabe para qué…? En una carta de abril de 1923 Felipe dio en la diana:

Si no aceptas pasar el resto de tu vida a mi lado, por lo menos, te lo ruego, vuelve unos cuantos días a Yucatán y si sientes que no puedes permanecer más tiempo, regresa a tu Manhattan enfebrecida, donde nadie conoce a su vecino, donde uno pasa inadvertido, donde la humanidad no existe y sin embargo la gente vive y trabaja y prospera y muere…

No tardé en darme cuenta de que ya estaba inoculada de carrillismo, contagiada de su lucha, aun cuando no de los métodos, sin que yo pudiera aportar unos mejores. Quería regresar a los escenarios yucatecos aunque tuviera que renunciar a mi trabajo o acaso pedir licencia por tiempo indeterminado. El vacío me mataba. Extrañaba los besos de Felipe, su olor salvaje, su mirada que me incineraba, su voz, sus manos, su aliento, su garra, el poder de sus convicciones, la fuerza de su tierra, inimaginable para un neoyorkino. Me escribió reclamándome por qué había tenido que regresar a Estados Unidos, a periódicos capitalistas, si no tenía hijos que cuidar ni marido que acompañar. “¿Por qué no consideras una nueva vida, una que siento te traerá una satisfacción más profunda e incluso un éxito literario más rápido que el que prometen tus ocupaciones presentes?” Nos expresamos por carta nuestras emociones íntimas por la separación, nuestra mutua adoración, nuestros deseos insatisfechos, nuestra fe en una necesidad predestinada del uno por el otro y una relación dispuesta. Las hojas con mi letra escrita con tinta aparecían manchadas con mis lágrimas. Un día me llegó un sobre con un mensaje amoroso:

Alma inolvidable: estoy pensando con gran intensidad en la simpatía que ya existe entre los dos. Pero tomando en consideración tu vida pública y el trabajo que estás haciendo para la prensa neoyorquina, a veces pienso que no puedo importarte ni creer en el amor que nosotros, como latinos, sentimos apasionadamente por la mujer que adoramos. Desde el día que te conocí hasta este momento en que te escribo esta carta, vives perpetuamente en mi mente. Estoy tremendamente desesperado por verte y las únicas cosas que me dan un poco de consuelo son tus fotografías y el mechón de cabello que me dejaste. No sé cuándo te vuelva a ver, pero me conformo con amarte hasta quién sabe cuándo […] Recibe mi cariño y mi deseo de que no te demores en responderme, en tu español delicioso […] No firmo esta carta a mano ya que tiene tres días que me he roto el brazo.

La mañana siguiente, recibí un telegrama:

Almita, espero ansiosamente la noticia de tu seguridad. Me has dejado el corazón sobrecogido… Te amo profundamente. Todos mis pensamientos están contigo… Felipe.

Le correspondía en los mismos términos, dándome cuenta de que mis días en Nueva York estaban contados. Acababa de llegar y ya pensaba en el regreso. Felipe, Felipe, mi dragón del alma, de mi Alma…

Mientras Felipe hacía aprobar una nueva ley para regular el divorcio en el estado, en la que bastaba la petición de una de las partes para disolver el vínculo matrimonial sin que fuera necesaria la presencia, ni siquiera el conocimiento del otro cónyuge, así de urgencia tenía para casarse conmigo, yo publicaba artículos en el New York Times mediante los cuales manifestaba a la Casa Blanca la necesidad inaplazable de reconocer diplomáticamente al gobierno de Obregón.

Cuando navegaba de regreso a México en julio de 1923, supe que Mérida, la Ciudad Blanca, no era conocida como “blanca” precisamente por la limpieza de sus calles o por el color de la indumentaria propia de los yucatecos, sino por el racismo existente impuesto por la maldita y despreciable Casta Divina, como la bautizó Alvarado con profundo desdén, integrada por los henequeneros, quienes, como secuela de la guerra de castas y de la “pacificación” porfirista, restringían la entrada de mayas o indígenas de piel oscura a la capital del estado. Imposible ignorar que llegaba en un año crítico en la historia de México: Obregón ya había designado a Plutarco Elías Calles, otro sonorense, su querido secretario de Gobernación, como sucesor en la presidencia de la República. Sí, sus intenciones eran obvias, según las interpretaban a la perfección la mayoría de los integrantes del ejército, decidido a impedir la imposición del candidato, cuya identidad se haría pública una vez suscritos o acordados formalmente los Tratados de Bucareli, es decir, garantizado el apoyo militar y financiero de la Casa Blanca. Las fuerzas armadas preferían una nueva revolución antes que aceptar la imposición de Calles, el odioso Turco de todos los demonios. Obregón percibió con meridiana claridad el estallido de la violencia. Que el electorado nacional votara por el mejor candidato, que se aceptara el arribo de la democracia, que se respetara la Constitución y las leyes que de ella emanan, que se hicieran valer las garantías individuales y el postulado del “Sufragio Efectivo”, eran principios liberales y republicanos absolutamente reñidos con la intolerancia del Manco. La Revolución había servido para centralizar otra vez el poder y no para que el grueso de los mexicanos participara en la construcción del México del futuro. Obregón deseaba eternizarse en el cargo, de la misma manera en que lo había hecho Porfirio Díaz y lo había intentado Carranza. ¿Obstáculos?

Para que Obregón pudiera imponer a Calles en el Palacio Nacional tendría que someter a la inmensa mayoría del ejército, que se levantaría en armas con toda seguridad, por lo que requeriría del apoyo financiero y militar que solo la Casa Blanca podía proporcionarle, y esta no se lo otorgaría a menos que pasara por alto el artículo 27 constitucional. ¿Cómo que el suelo y el subsuelo eran propiedad de la nación? En dicho caso, ¿en qué calidad quedaba el patrimonio de los inversionistas norteamericanos, el de los petroleros, el de los mineros, el de los ferrocarrileros y el de los hacendados? ¿De qué eran finalmente dueños? Si Obregón requería dinero y armas en términos perentorios y para disponer de ello era menester ser reconocido diplomáticamente por el Departamento de Estado, entonces tendría que aceptar, a través de los Tratados de Bucareli, que la Carta Magna no sería aplicable en lo relativo a los intereses del Tío Sam, es decir, el presidente de la República, el gran líder revolucionario, tendría que traicionar los máximos postulados del sangriento movimiento armado mexicano para contar con pertrechos de guerra y dólares para fusilar a los militares inconformes con sus deseos e intenciones. La gran purga militar comenzaría muy pronto.

Albert Fall, el influyente senador estadounidense que acabaría en la cárcel por corrupto, no se cansó de repetir la posición política de nuestro gobierno:

Para que los Estados Unidos reconozcan al gobierno actual de México debe firmarse un tratado en que su país se comprometa a no dar nunca una ley, menos de carácter constitucional, que moleste a los ciudadanos norteamericanos o a sus intereses en México.

Los delegados mexicanos replicaron declarando que nunca aceptarían “una condición tan humillante, pues México no permitiría jamás que se discutiera su derecho a dictar sus propias leyes y a administrar su destino soberano”. Fall repuso en aquella ocasión:

Entonces, jamás se recibirá a un embajador mexicano en la Casa Blanca y tampoco Estados Unidos mandará a México un embajador suyo. Y no solamente las relaciones diplomáticas, también las comerciales quedarán interrumpidas.

La respuesta de este lado del Río Bravo no se hizo esperar: si se llegara a ese extremo no solo México, sino también Estados Unidos, resultaría perjudicado en sus intereses. La conclusión de Fall, nuestro legislador, pasó a la historia en estos términos:

No, Estados Unidos no se perjudicará. Somos los amos del mundo. Todas las naciones son nuestras deudoras…

Cuando Adolfo de la Huerta, expresidente y secretario de Hacienda del propio Obregón, supo que el Manco ya había autorizado la suscripción de los Tratados de Bucareli y decidido en la intimidad, presionado por colaboradores, consejeros, colegas y amigos la candidatura de Calles, Fito, el hombre conciliador, bien intencionado, un respetado político, el gran pacificador, amante de la legalidad constitucional, decidió, por lo pronto, marcar una distancia con el Manco y renunció a su gabinete el 26 de septiembre de 1923. No tardaría en producirse el movimiento armado. Imposible aceptar en los hechos, y por intereses políticos de Obregón y de Calles, la derogación de la Constitución que tanta sangre, destrucción, mutilación, luto, incendio y atraso había costado. ¿Cómo tolerar semejante felonía cometida en contra de la patria? ¡A las armas para enfrentar al nuevo Porfirio Díaz que intentaba poner a Calles en el poder para volver al Castillo de Chapultepec en 1928! Otro palero como Manuel González o Ignacio Bonillas, impuestos ambos por don Porfirio y Carranza respectivamente. Él, Adolfo de la Huerta, no lo consentiría. ¡Fuera Obregón y fuera Calles! El tiempo tendría la última palabra…

Para mi gran desilusión, cuando regresé a Yucatán no encontré a Felipe en el puerto de Progreso, a 30 kilómetros de Mérida. Me negué a desembarcar y a cruzar por un enorme arco de bugambilias y tulipanes que habían colocado para darme la bienvenida. El sol abrasaba en el verano yucateco. El piso quemaba, el viento erosionaba y mordía. Me obsequiaron de su parte un bouquet enorme de rosas rojas, además de una carta de mi adorado dragón, en donde expresaba su “remordimiento” por no darme la bienvenida, a causa de sus “obligaciones morales con los inditos, quienes llegaban a cada hora por cientos de todo Yucatán”. Tuve que continuar mi viaje a la ciudad de México por razones profesionales, por lo que le pedí a Felipe que me alcanzara, en lugar de hacer el viaje hacia Mérida. Llegó el 31 de julio, en la mañana, según lo acordado. Cuando nos volvimos a ver, en esta ocasión en la Casa de Yucatán en el Distrito Federal, al tiempo que me daba la mano, ordenaba a sus ayudantes que nos dejaran solos, que nadie entrara ni tocara, que cerraran las puertas con llave y no le pasaran llamadas. Requeríamos, al menos, unos minutos de soledad para que nuestros cuerpos hablaran, nuestros labios se juntaran, nuestras manos nos reconocieran, nuestras salivas se identificaran, nuestros alientos se cruzaran, nuestras voces se escucharan, nuestros ojos se llenaran, nuestras ansias se saciaran, nuestras palabras se silenciaran y nuestros sudores se comunicaran. Estábamos juntos de nueva cuenta. ¡Dios de los mortales: no permitas que nos volvamos a separar por nada de este mundo…!

Su antesala estaba rebosante de paisanos deseosos de verlo. No contábamos con mayor tiempo para un arrebato carnal como el de Chichén Itzá: mi feliz reencuentro con Kukulcán tendría que esperar. Ya habría una nueva oportunidad esa misma noche, a la hora que fuera. Por lo pronto me hizo saber que Obregón y Calles habían mandado asesinar la semana pasada a Pancho Villa, porque tiempo atrás había declarado a la prensa que apoyaría con 50 mil de sus dorados a Fito de la Huerta para la presidencia. Sus palabras le costaron la vida. Estaban persiguiendo y matando a los opositores sin consideración alguna a la voz obregonista de “Gobierna más quien mata más…”. Ahí estaba el caso de Lucio Blanco, Hermilo Herrero, Francisco Murguía y Juan Carrasco, todos enemigos de Obregón, razón por la que perdieron la vida. Lo mismo podía acontecer con Adalberto Tejeda en Veracruz, con Primo Tapia en Michoacán y con él mismo, con mi Dragón Rojo, en Yucatán, si seguían aproximándose en un grado u otro al populismo radical, según entendían esos bandidos el rescate de los jodidos. Tenía que prepararme porque Obregón nos había invitado a cenar ese mismo día en el restaurante Chapultepec a las ocho de la noche. ¡Claro que el presidente sabía de mis publicaciones en el New York Times y quería agradecérmelo con mil zalamerías! Ningún político mexicano, tal vez ninguno en el mundo entero, da un solo paso sin huarache, pensé ocultando una sonrisa sardónica y disfrutando, una vez más, la sabiduría popular.

Obregón me trató en la cena con gran familiaridad. No dejó de llamarme como siempre la atención, el hecho de ver un vacío en la manga derecha de su saco. En ningún momento se abstuvo de bromear ni de repetir su conocida anécdota relativa a la pérdida de su brazo en la batalla de Celaya contra Pancho Villa. Nos volvió a contar la historia con su conocido sentido del humor:

—Estoy en desventaja con mis colegas del gobierno porque ellos pueden robar con las dos manos y yo solo con una…

Obregón parecía radiante, como si hubiera salido de la ducha. No se sorprendió de vernos juntos a Felipe y a mí, porque su servicio de inteligencia ya le habría informado de nuestra relación amorosa. Su bigote al estilo de los káiseres alemanes lucía espléndidamente bien. Deseaba dejar en claro que no temía a nada ni a nadie, y no solo eso, sino que deseaba evidenciar que se comportaba como un ciudadano más que salía a cenar con unos amigos. Puse particular atención en escrutar su rostro cuando Felipe inquirió por el asesinato de Villa y cuando solicitó el retiro de las tropas federales estacionadas en Yucatán, porque era bien sabido que no serían leales en el caso de un levantamiento armado, del que se hablaba en voz alta de cara a la sucesión presidencial. Jamás se le movió un músculo de la cara ni expresó emoción alguna en su mirada.

—No queremos soldados, queremos armas para mi Liga de Resistencia, Álvaro —adujo el gobernador, expresándose abiertamente—, de los hombres me encargo yo. El propio Diego Rivera me ha dicho que no regrese sin ellas o pereceré crucificado, lo cual me importa solo por la tragedia que representaría para mis indios. Acuérdate —concluyó—, que hace tres años Plutarco me dio cuando menos 2 mil escopetas para que nos pudiéramos defender de nuestros enemigos durante el levantamiento de Agua Prieta.

—No hagas caso de los artistas, viven en otro mundo, Felipe, su imaginación calenturienta los obliga a perder todo contacto con la realidad —repuso sonriente Obregón, mientras jugaba con una pelotita de migajón y evitaba hacer referencia alguna a las armas enviadas por Calles—, además, las tropas federales estacionadas en Yucatán no son lo suficientemente numerosas como para lanzarse en contra de tus ligas —agregó, para que no hubiera duda de la información que tenía en las yemas de los dedos respecto al desequilibrio de fuerzas en el estado.

En efecto, a Felipe se le dejó hacer, en tanto a las mismas tropas federales ahí asentadas se les dio orden expresa de limitarse a presenciar la limpieza que él, sus hermanos y sus seguidores realizaban a lo largo y ancho de la península. El apoyo federal, en aquel entonces, era evidente.

—De acuerdo —repuso Felipe en tanto yo tomaba un curso intensivo de alta política—, somos más los indios que los soldados federales, pero con dos inconvenientes: uno, que estamos armados con machetes y tal vez con alguna piedra y dos, que el coronel Ricárdez Broca, antes jefe militar de Victoriano Huerta en Yucatán, un soldado despreciable, excarrancista, curiosamente adscrito a Yucatán desde hace varios meses, se levantará en contra mía y, por lo tanto, en contra de tu gobierno, porque es bien sabida su influencia en toda la península… Sábetelo, Álvaro, no nos será leal jamás, créeme.

Se hablaba sin ambages. No había tiempo para más.

—Tienes en muy mal concepto a mi coronel Juan Ricárdez Broca, Felipe, él es de los nuestros…

—Estás en un error, Álvaro, créeme que estás equivocado, a mi escala también tengo que estar bien informado —repuso el gobernador, sin revelar que él mismo le daba fuertes cantidades de dinero a Ricárdez para comprar y asegurar su lealtad en lugar de destinarlas a la adquisición de armas.

—¿En qué te fundas para decir que estoy equivocado? Al jefe de la nación no se le anda con secretitos —tiró Obregón de la lengua al gobernador, buscando tener todos los hilos en la mano.

—Sé que los henequeneros, los grandes latifundistas, los chicleros, los plantadores titulares de la Casta Divina, la reacción misma, Álvaro, el clero incluido, capitaneado por el arzobispo Martín Tritschler, le dan generosas cantidades de dinero a Ricárdez, por favor créeme, lo sé porque lo sé. Ellos tienen el dinero para aplastarme, y si lo logran habrás perdido un fuerte aliado en todo el sureste del país —exclamó alarmado, por primera vez exhibiendo su desesperación—. Recuerda, Álvaro, que el Partido Socialista del Sureste te garantizó, como lo hace ahora con Plutarco, recursos económicos y votos seguros en Yucatán, Campeche y Tabasco…

—Chismes, chismes, Felipe, como los que circulan con relación a tu persona y que afirman tus deseos de llegar a ser el inquilino más importante del Castillo de Chapultepec en las elecciones de 1928, para competir con Plutarco.

—¿Pero quién dice esa infamia, Álvaro…? Fui el primero en apoyar la candidatura de Plutarco.

—Los mismos que alegan que nuestro Ricárdez es un traidor. ¿Lo ves…? ¿Qué tal que te doy gusto, saco a la tropa y armo a tus indígenas de la Liga para que después te levantes en contra de mi gobierno? ¿Y si lo de Ricárdez no es más que un pretexto tuyo para unir fuerzas en el sureste, que luego utilizarías para derrocarme?

—Tú me conoces, Álvaro, ¿cómo me supones capaz de esa canallada?

—Si quieres te cuento otra que dicen de ti…

—¿Otra…?

—¡Claro!, se dice que tu Partido Socialista ya se apoderó de Tabasco, Campeche, tiene ramificaciones en Chiapas, Quintana Roo y empiezas a tener miles de adeptos en Guatemala, El Salvador y Nicaragua, en Centroamérica, en general, que todos juntos quisieran crear una gran república centroamericana de la cual serías el presidente —disparó Obregón a quemarropa.

—¡Ay, Álvaro!, ni un lactante se creería esa barrabasada.

—Pues no te hagas chiquito, Felipe, tu fama ya rebasa las fronteras, basta con que leas los periódicos: te respetan y admiran en buena parte del mundo.

—¿Pero tú crees que yo, en el caso de ser cierta mi fuerza y mi popularidad, la usaría para hacerte daño? —cuestionó con astucia mi dragón.

—Claro que no lo creo, hermano, solo que tu propuesta de retirar la guarnición de Mérida a cambio de darte solo armas tiene varias lecturas dentro de mi círculo cerrado de colaboradores, entre otros agentes…

—¿Pero tú qué piensas? ¡Dímelo! —exigió Felipe.

—Creo que eres de los nuestros, mi querido gobernador, solo que en este medio de la política tiras una piedra y matas a un hijo de la chingada, con el perdón de la señorita —contestó con el lenguaje críptico de los políticos.

Después de exhibir muecas de insatisfacción, mi dragón volvió a la carga:

—¿Crees o no que habrá un movimiento armado porque el ejército no quiere a Calles en la presidencia? —preguntó Felipe ocultando, como podía, su malestar y su apoyo sin reservas a los sonorenses.

—¿Y si lo hubiera de qué lado estarías, Felipe?

—Del tuyo, claro, Álvaro, del lado de Plutarco, mi gran amigo, antes me muero que traicionar a los padres de la Revolución. Soy el menos favorecido con la inestabilidad nacional. Mi proyecto requiere de un Estado federal sólido, no podemos volver a los cuartelazos.

—Lo sabíamos, Felipe, lo sabíamos, por ello estoy sentado a la mesa contigo y con Alma, la gran admiradora de México —repuso Obregón aduciendo que, en efecto, ya no habría cuartelazos, de eso se ocuparía él…

—Pues sí, solo que para defender tu gobierno, el de Calles y el mío, necesito armas, de otra suerte, de llegarse a dar el levantamiento armado solo podremos defendernos a pedradas de los federales rebeldes.

—Hablas como si el levantamiento fuera un hecho.

—¿Y tú, presidente, no crees que es un hecho?

—Comparto tu punto, solo que entre todos los generales mexicanos no haces uno como yo, y eso que nunca estudié en una academia militar…

—No hay enemigo pequeño, Álvaro…

—No, claro, no hay enemigos pequeños, pero en tu tierra menos los encontrarás.

—¿Por qué? —cuestionó Felipe, confundido por el giro de la conversación.

—En Yucatán no puede haber revoluciones simplemente porque no hay cabecillas —adujo el presidente de la República, soltando a continuación una sonora carcajada que lo hizo llorar de la risa, obligándolo a secarse las lágrimas con la servilleta—. Tú mejor que nadie sabes que tus paisanos son cabezones… ¿no…?

Sobra decir que Felipe y yo apenas probamos la crema de elote y la carne asada a la tampiqueña que se veía suculenta con sus frijoles, su guacamole servido con totopos y su enchilada verde con queso espolvoreado. No compartimos el postre de chicozapote y, si acaso, dimos un par de tragos al café y al agua de jamaica. No podíamos ignorar la presencia del peligro ni de las intenciones ocultas de Obregón. Habíamos perdido el apetito. A nosotros nos correspondía leer e interpretar las entrelíneas de todo lo dicho. ¿Por qué no sacar la tropa federal de Yucatán? Pamplinas: más que temer un golpe de Estado de Felipe, la verdad consistía en dejarlo indefenso, como parte de una estrategia política, para acabar con él. A sabiendas de que Obregón ya contaría con armas y dólares de Estados Unidos y que con ellas, y solo con ellas, podría aplastar la asonada, entendí que dejar a Felipe no solo sin apoyo militar, sino con un militar como Ricárdez Broca, alevoso, venal y traidor, al frente de la zona militar yucateca, era parte de un plan para deshacerse del gobernador, que ya era una amenaza en la carrera de Obregón.

Momentos después, sin dejar de evaluar los riesgos, las trampas, las felonías, los ardides y la cara oculta de las conversaciones, llegamos al hotel Regis, a un lado de la Alameda, en donde pasaríamos la noche. ¡Pobre, realmente pobre de aquel que ya no tiene tiempo para el amor ni desea disfrutar el máximo placer de los placeres: un colosal arrebato carnal! Parecíamos un par de chiquillos revoltosos que había perdido toda la propiedad y la figura al cerrarse la puerta del elevador. Felipe se lanzó encima de mí como si el viaje en el ascensor fuera a durar lo mismo que llegar al último piso de un rascacielos neoyorquino y durante el trayecto tuviéramos tiempo de desahogar nuestras fiebres amorosas. Cuando llegamos al quinto nivel estábamos tirados sobre el piso sin poder controlar nuestras carcajadas, haciéndonos cosquillas por todos lados, como si fuera la gran travesura de la existencia. Le habíamos perdido el respeto a las formas. Si me hubiera encontrado Adolph Ochs Sulzberger, el dueño del New York Times, en semejante circunstancia, o el presidente Obregón hubiera estado en el pasillo esperándonos ceremoniosamente, cómo hubiera cambiado su imagen de nosotros.

Arrastrándonos entre risotadas, jugando a una carrera de lagartijas, llegamos a mi habitación desfallecientes y eufóricos y todavía echamos un volado, muy a la mexicana, para ver quién abría la puerta, como si ese hecho fuera algo importante. Una vez adentro nos cubrimos de besos, nos estrechamos, suspiramos, nos abrazamos como nunca, nos arrebatamos la ropa, nos contemplamos y volvimos a caer al piso; Felipe no pudo zafarse los pantalones a tiempo y rodó a un lado del escritorio del cuarto. Lo alcancé sin aguantar la risa e hicimos el amor sobre el tapete, con la falda levantada yo y él con sus calzones en los tobillos. No alcanzamos ni a llegar a la cama. Fue un delirio. La experiencia más hermosa de nuestras vidas. Ya teníamos derecho a morir, sobre todo después de habernos obsequiado ese paréntesis en un momento tan complejo de nuestras vidas. Felipe me pidió matrimonio, a lo cual accedí besándole los párpados, las manos, las mejillas y la boca como una colegiala católica que decide acabar con las mojigaterías.

—¿Nunca te dijeron en la escuela de monjas en la que estudiaste en Estados Unidos que a un hombre nunca se le toca ahí…? —me dijo al oído, con toda picardía, tratando de recuperar la respiración.

—Ya hubieran querido las monjas hipócritas tener este señalado privilegio al atrapar a un dragón —repuse apretándolo mucho más, hasta que me pidiera piedad entre más carcajadas.

Pasamos un breve tiempo en la ciudad de México, la que Felipe no había disfrutado desde sus años de diputado federal en 1920 y 1921, entre visitas idílicas a Xochimilco y a las pirámides de Teotihuacan, cenas elegantes dispuestas en su honor por parte de sus admiradores, el presidente y la señora de Obregón y su gabinete. En todas partes Felipe era encomiado como servidor público consagrado y como amigo de los indios, era una figura pública muy respetada y reconocida. Debo recordar aquí la advertencia que le hizo una magnífica vidente, doña Juana, quien había profetizado las muertes de Madero, Pino Suárez, Carranza y demás funcionarios, y ante cuya casa sobre la calle de Donato Guerra había siempre una larga fila de carruajes de lujo. Ella me había hablado de acontecimientos pasados y presentes de mi propia vida, así que le insistí a Felipe que fuera a verla y fue, a pesar de su visión racionalista, para darme gusto. Salió pálido. Doña Juana le había hablado con todo detalle de situaciones que solo él conocía, de peligros presentes, de maquinaciones de sus enemigos políticos y le advirtió que su vida corría grave peligro. La expresión de su rostro me congeló el ánimo. ¿Era más conveniente no haberlo hecho? ¿Por qué ignorar las señales? No creía en la brujería, la desechaba por irracional, pero algo me atraía de los videntes. Por otro lado, Felipe estaba seguro de que no moriría en la cama, según me lo había hecho saber muchas veces.

El viaje de Veracruz a Progreso se llevó a cabo en medio de un norte terrible. La prensa de la capital nos había reportado perdidos, pero el Jalisco logró vencer la tormenta esa noche y, al volver la calma chicha, escuché por primera vez la hermosa melodía de mi canción “Peregrina”. La interpretó un cuarteto que Felipe había enviado para darme una serenata sorpresa afuera de mi camarote. Ya conocía la letra, pero no el arreglo. Pocas veces en mi vida lloré de emoción como en ese momento. Sobra decir que nuestra alegría hubiera sido mucho mayor de no haber estado Felipe tan alarmado por las noticias provenientes de la capital. Adolfo de la Huerta, un paisano incondicional de Obregón, había renunciado, por lo pronto, a su cartera. Él no pasaría a la historia como un traidor a la patria.

¿Cómo era posible que junto a tanta violencia se diera simultáneamente tanta ternura? En aquel entonces ya me sentía afortunadamente yucateca y cantaba, cantaba y cantaba, cantaba hasta en sueños:

Peregrina, de ojos claros y divinos

y mejillas encendidas de arrebol,

mujercita de los labios purpurinos

y radiante cabellera como el sol.

Cuando dejes mis palmares y mi sierra,

peregrina del semblante encantador,

no te olvides, no te olvides de mi tierra…

no te olvides, no te olvides de mi amor.

Las últimas líneas parecían un ruego reiterado de Felipe para cuando volviera a Estados Unidos…

De regreso en Mérida, en los primeros días de septiembre, después de los inolvidables días que pasamos en la capital de la República y de haber escuchado el informe presidencial de Obregón, Felipe organizó una espléndida recepción de cientos de delegados a la primera conferencia de prensa del continente americano. Sin embargo, a pesar del éxito, vivía con una obsesión: “Armas, armas, Almita, necesito armas o destruirán mi obra junto con mi vida. No le creo nada a Obregón, tan no le creo que ni siquiera ha sancionado las expropiaciones de tierras ociosas que he hecho en el estado. De la misma manera en que Carranza frenó la reforma agraria de Salvador Alvarado, el Manco frena la mía… No me apoya en mis políticas ni con el retiro de la tropa ni con rifles modernos ni con dinero, muy a pesar de los inmensos recursos que le enviamos de la Comisión Exportadora del Henequén. ¿Te das cuenta cómo me deja solo y a mi suerte entre bromas, burlas y risas?”.

Mis colegas estadounidenses de otras revistas y medios escritos que habían asistido a la conferencia me confirmaron muchos de los temores abrigados por Felipe. Habían leído la carta abierta publicada por Felipe dirigida al arzobispo Tritschler de Yucatán y a toda la curia, alegando que ninguno de ellos había estado “a la altura de su gran misión, de imitar a nuestro Amado Maestro y Señor Jesucristo, uno de los primeros socialistas del mundo, que imbuía en los trabajadores el amor y el deber”. Sabían también que Felipe afirmaba que su Liga de Resistencia era más espiritual que la Iglesia. Me confirmaron que las políticas de Felipe afectaban severamente los intereses clericales, porque Su Señoría era inversionista en múltiples negocios administrados por hombres de paja del arzobispado. Si la cervecería yucateca ya era propiedad de Su Ilustrísima y se promulgaba la ley seca, se veían lastimados los ingresos del clero; si divulgaba secretos que revelaban la participación de Tritschler, el santo no beatificado, en el Banco Yucateco, el escándalo llegaría a ser mayúsculo; si se expropiaban tierras e inmuebles propiedad de la Iglesia o del propio Tritschler o de las siervas de María, o de las josefinas, las vicentinas, las teresianas o de las órdenes de los maristas o de los jesuitas, siempre camuflados para beneficiar en apariencia a los desposeídos, aunque juraban adhesión, el daño económico era evidente para los ensotanados. Jamás permitiría Felipe gravámenes como el que el clero impuso al henequén y que debía ser pagado de acuerdo a la “conciencia del causante…”. ¿Cómo ignorar la furia de los purpurados cuando Felipe instauró la educación racionalista laica en todos los niveles, incluida la universidad de Yucatán que él mismo fundó? Las pérdidas económicas fueron cuantiosas porque desde la primaria empezaba el ciclo económico lucrativo de la Iglesia, ciclo perverso que él había cancelado. ¿Qué iban a hacer si se acababan los bautismos, las primeras comuniones, las confirmaciones, los matrimonios religiosos y la extremaunción, entre otras tantísimas obvenciones más?

¡Claro que se enfurecieron con Felipe cuando prohibió el pago obligatorio de las limosnas a cargo de los indígenas; claro que perdieron toda la compostura cuando Felipe limitó a seis el número de sacerdotes que podían oficiar en el estado; claro que protestaron cuando Felipe promulgó la Ley del Trabajo para impedir la explotación inhumana de los indígenas, la Ley de Moratoria, la Ley del Inquilinato, la Ley del Catastro, la Ley de Expropiación, la Ley de Protección a la Mujer, la ley que establece las penas para el que trabaje, proporcione, comercie, aplique y use sustancias intoxicantes, la Ley de Divorcio que les quitó otro próspero negocio, la ley que limita el comercio de alcoholes y bebidas embriagantes y la Ley de Revocación del Mandato Público que establecía el retiro obligatorio de todo gobernador, senador, diputado o presidente municipal que no cumpliera con sus obligaciones y que hubiera enajenado sus facultades para proteger al clero y otros grupos privilegiados! ¿Cómo no lo iban a odiar si la jerarquía católica sostenía un contubernio financiero con los piadosos esclavizadores del indio maya, eso sí, muy creyentes en su Dios, que quién sabe cuál sería? ¿Tal vez Satanás?

¿Cómo no lo iban a querer asesinar los latifundistas de la Casta Divina si durante los “jueves agrarios” estaba expropiando medio millón de hectáreas, por lo pronto las ociosas, que el presidente Obregón se negó a ratificar, en la inteligencia de que iba por todas…? Si los presidentes municipales, los jefes políticos, algunos miembros destacados del ejército, caciques, los jueces y la prensa, todos ellos vinculados económicamente al poder de los latifundistas y de la alta jerarquía católica y el propio Vaticano, que recibía a través de Tritschler grandes cantidades de dinero de Yucatán, todos estaban en contra de los indígenas, ¿cómo no iban a ser de inmediato los enemigos naturales y mortales de Felipe? ¿Cómo no lo iban a querer desaparecer de este mundo los accionistas transnacionales de la International Harvester o de la Plymouth Company, que monopolizaban en todo el planeta el comercio del henequén, o de la Ward Line, la fletera, además de los hombres de negocios de Wall Street, los mismos criminales que acabaron con la vida de Madero y derrocaron a Díaz, sin olvidar a la Casa Blanca, todos afectados en sus intereses multimillonarios por este indio maya extraído del infinito? ¿Cómo el clero yucateco no iba a estar dispuesto a pagar cantidades enormes de dinero a cambio de deshacerse a balazos de un enemigo que cada día le cortaba las uñas, le extraía los dientes y los colmillos y le impedía hacerse de cuantiosas limosnas y donativos, parapetado en sentimientos de caridad y de amor al prójimo?

Cuando a principios del maldito diciembre de 1923 me tuve que despedir de Felipe para regresar a Estados Unidos, zarpé hundida en un mar de confusiones. ¿Lo volvería a ver? Como hombre de valor que era hizo todo lo posible por esconder sus sentimientos, de modo que no me preocupara y viajara con las menores angustias posibles. No dejamos de tomarnos de la mano ni de cruzar miradas desde que salimos de Mérida. Nos juramos amor eterno, nos intercambiamos seguridades en torno a nuestro feliz reencuentro para casarnos el mes entrante, en enero de 1924. Nos besamos apasionadamente en público, ¿qué más daba? Me despidió en Progreso con la trova, me cantaron la “Peregrina” una y otra vez, me arrojaron rosas y claveles, pasé por arcos hechos con todas las flores imaginables de ese hermoso jardín yucateco, hasta que un grupo de mariachis interpretó “Las golondrinas”, melodía que me derrumbó al escucharla porque mis piernas se negaron a sostenerme y me traicionaron. ¡Qué pueblo tan maravilloso el mexicano! ¡Cuánto vigor, cuánto sentimentalismo, cuánta amistad, cuánta solidaridad, cuánto amor, generosidad y cariño pueden comunicar en su música y en su vida diaria! Cuando el barco se apartaba del muelle y vi a Felipe de pie, agitando su sombrero con una mano mientras que con la otra mantenía el puño cerrado para transmitirme entereza, se me borró la visión por completo. Lloré y lloré mi suerte, la de él, la nuestra, la de los indios, la de esta tierra mágica de gigantes desperdiciados, mi futuro, mi esperanza, mi pérdida, mi compañero, de esos que nacen cada mil años, o lloraba, tal vez, la incertidumbre, la desazón o mi desasosiego. Al igual que la “Peregrina”, esta letra no la olvidaré jamás:

A donde irá veloz y fatigada

la golondrina que de aquí se va

¡oh, si en el viento, se hallara extraviada!

buscando abrigo y no lo encontrará.

Junto a mi pecho hallará su nido

en donde pueda la estación pasar

también yo estoy en la región perdida

¡oh, cielo santo! y sin poder volar.

¿Felipe, mi dragón, mi Halach Uinic, el hombre verdadero, mi Kukulcán, podría volar…?

Lo que no sabía en ese momento, ni podía saberlo Carrillo Puerto, era que para imponer por la fuerza de las armas la candidatura de Plutarco Elías Calles y poder aplastar la voluntad política de la alta jerarquía militar, Obregón requería contar con un hombre leal, un incondicional mucho más que probado, en la Secretaría de Guerra. La designación había recaído, desde 1922, en un pariente muy cercano, Francisco Serrano, otro sonorense, querido paisano, cuyo hermano estaba casado con una hermana de Álvaro Obregón. Un vicioso, mujeriego, jugador, golpeador, sí, pero alguien que había seguido a Obregón en todas sus andanzas revolucionarias como parte de su Estado Mayor. La confianza, la indeclinable lealtad, estaban garantizadas.

Un año después de que el general Francisco Serrano ocupara la cartera de guerra, fue invitado por Obregón a un almuerzo en el Castillo de Chapultepec. Se venían encima las elecciones presidenciales de 1924. Al concluir el suculento desayuno confeccionado a base de machaca norteña con huevo y salsa molcajeteada, frijoles de la olla y tortillas de harina, un recuerdo gastronómico de su infancia, una vez limpia la mesa de platos y vasos, cuando habían desparecido los meseros, el presidente dejó muy en claro la justificación de la reunión clavando una mirada helada y enigmática en los ojos de su subordinado:

—Panchito, tú estás llamado a ocupar algún día mi lugar en el castillo y, como tal, debes conocer todas las claves y secretos de mis estrategias políticas…

—Sí… —repuso cuidadoso Serrano, sin agradecer la mención relativa a su promisorio futuro. De sobra conocía los extremos en que se movía el jefe de la nación, por lo que no podía perder atención ni dejar de interpretar los dobles o triples sentidos de sus palabras.

—Quiero que te encargues de tranquilizar a Felipe Carrillo Puerto. Me entiendes, ¿no…? A ese hombre debemos controlarle la lengua y los movimientos antes de que se nos venga encima una gigantesca marea que nos arrollará y sepultará si no sabemos detener oportunamente el alud socialista que se está precipitando en el sureste por su culpa. Si se entromete en mis planes y me los obstaculiza al provocar y despertar a tanto pinche indio yucateco, pronto no quedará nada de mí ni de Plutarco y, por ende, nada de ti… No puedo permitir, ni tú tampoco, que se convierta en un poderoso adversario en las elecciones presidenciales de 1928, como tampoco puedo tolerar que con sus estúpidas políticas confiscatorias me meta ruido con los gringos en un momento completamente inoportuno, ni puedo privar a la hacienda nacional de los recursos que los henequeneros aportan al fisco ni menos dejar que la contaminación socialista se extienda por todo el sureste y el resto del país: ¡se acabó! No quiero oír más rumores de una secesión yucateca de México, como se solicitó reiteradamente el siglo pasado. Al carajo con esas tentaciones independentistas… Hay un momento en el que acaba la culpa de Carrillo y comienza la mía, y sé asumir la que me corresponde.

—A tus órdenes, Álvaro. ¿Qué sugieres? —contestó Serrano, sorprendido por la falta de claridad. “¿Tranquilizarlo…?”, pensó el militar recién ascendido.

—¿Cómo que a mis órdenes…? Adió…, si lo que quiero saber es lo chingón que eres en el cargo, ya no te tengo que enseñar el ABC, ¿o sí, Panchito…?

—Solo quería saber si me dabas alguna directriz, algún dato más, tal vez un plazo o algo por el estilo.

—La única directriz que te puedo dar es que no falles, hermanito… A estas alturas no se valen las pendejadas, Panchito, porque no solo las pagarías tú con tu carrera y hasta con tu vida, las pagaría el país en su conjunto y yo por delante, cabrón. No te equivoques porque nos llevas a todos entre las patas del caballo.

Serrano guardaba un escrupuloso silencio. Aprendía del maestro las artes del asesinato, es decir, la habilidad de aventar la piedra y esconder la mano.

—Mira, Panchito querido, Calles es el bueno, no te confundas, luego lo más probable es que sigas tú, pero tendremos que tener mano dura para que los pendejos que se levanten en contra de Plutarco, los podamos someter con la zurda, y digo con la zurda porque no sé si ya te diste cuenta de que no tengo derecha…

—Estoy listo, Álvaro, para dispararle al del penacho blanco y para espantar al resto de los indios —repuso sin hacer la menor alusión al sentido del humor del presidente. No era momento para festejar broma alguna.

—Pues en este caso el del penacho se llama Felipe Carrillo Puerto. Cuando acabemos con él provocaremos una estampida de quesque socialistas que se esconderán como ratones cuando les eches encima al pinche gato. Lo que tenemos que hacer es crear el conflicto y adelantarnos a quienes suponemos se rebelarán en contra de la candidatura de Plutarco. Escúchame bien —agregó con la debida precisión para no dejar malentendido alguno—, tenemos que aplastarlos en el piso, como las cucarachas, antes de que se empiecen a trepar por las paredes.

—¿Pero tú crees, Álvaro, que Carrillo Puerto será uno de esos pendejos que se atreverán a rebelarse contra Plutarco?

—¡Claro que no!, tienes razón, él siempre estará de nuestro lado, pero lo que tenemos que hacer es aprovechar el levantamiento armado que se producirá cuando se conozca mi decisión de entregar el poder a Calles —se detuvo entonces Obregón para escrutar el rostro de Serrano y detectar algún rechazo o incomodidad. Al no percibir ninguna consternación, continuó—: Ahí se presentará la coyuntura ideal para deshacernos de él, procediendo de tal manera que aparezcan los militares rebeldes como los asesinos de Felipe. Ninguno de nosotros puede cargar con esa culpa porque nos llenaríamos de mierda. ¿Clarines… ? A nosotros que nos esculquen, tenemos que saber sacar las castañas con las manos del gato… ¿Verdad que no puedo aparecer en la historia? Te lo chingas sobre la base de que la culpa es de los rebeldes… ¿Eh…?

Serrano no dejaba de sorprenderse ante la audacia, determinación política y la sabiduría de Obregón. No cabía duda: ningún pendejo llegaba a la presidencia de la República, solo que él se sabía seguro y protegido por Obregón, de quien solo podía esperar buenas intenciones, respeto y proyección meteórica en su carrera.

—Nos vamos a cubrir de gloria, Álvaro, cuando maten a Felipe Carrillo Puerto y nos erijamos como jueces para condenar ante la sociedad ese despreciable asesinato… Hay muchos hijos de la chingada sueltos, ¿no, jefe…?

—Ya nos vamos entendiendo, paisanito querido…

Dicho lo anterior, Obregón acompañó del brazo a su flamante secretario de Guerra por la explanada del Castillo de Chapultepec hasta donde se encontraba el Cadillac negro propiedad del ejército. Cuando el uniformado, chofer de Serrano, cerró la puerta del vehículo, se abrió una nueva página de la historia de México.

¡Qué útil resultaría para Serrano una de las primeras decisiones que tomó en abril de 1922, cuando nombró al coronel Hermenegildo Rodríguez, muy a pesar de sus pésimos antecedentes consignados en su cartilla de servicios, como militar adscrito al Consejo de Guerra de Yucatán! Gracias a él contaba con escuchas y orejas que seguirían con lupa todos los pasos de Carrillo Puerto. Obregón no podía estar más satisfecho, tenían al hombre indicado. Empezaba el ajedrez político y militar…

A principios de diciembre de 1923 era un sonoro secreto a voces el levantamiento armado para impedir el arribo del Turco al máximo poder de la República. Don Adolfo de la Huerta, quien había renunciado tres meses antes a la secretaría de Hacienda y fuera luego postulado por el Partido Cooperatista como candidato opositor de Calles a la presidencia de la República, y después de rechazar una y otra vez diversas invitaciones para encabezar un golpe de Estado en contra de su ya odiado paisano Álvaro Obregón, todavía vacilaba respecto a las consecuencias de dar el paso funesto de ensangrentar al país. El 5 de diciembre de ese mismo año, mientras yo zarpaba de regreso a Estados Unidos, De la Huerta se trasladaba a Veracruz intimado por el jefe de las operaciones militares del puerto, el general Guadalupe Sánchez, quien lo convenció, a través de un enviado, de la necesidad inaplazable de abandonar la ciudad México en los siguientes términos:

—Hoy van a matarlo a usted, don Fito, se lo digo de una fuente inmejorable —dijo el militar uniformado—: me manda mi general Sánchez que lo lleve a Veracruz antes de que sea demasiado tarde. Los asesinos bien pueden ya estar en las puertas de su casa. No me diga que no conoce cómo se las gasta Obregón… ¿A poco ignora el atentado sufrido por Prieto Laurens en el centro de la ciudad de México?

De la Huerta se aterrorizó. Por su mente pasaron las fotos de los cadáveres de Carranza y de Villa, entre muchos otros más. ¡Claro que sabía cómo se las gastaba el Manco endiablado…! ¡Con él no se jugaba! De inmediato atendió la súplica y se trasladó al puerto so pretexto de asistir a un mitin, pero a la mañana siguiente de su llegada, cuando le trajeron los diarios del día, a la hora del desayuno, para su inaudita sorpresa, al leer la cabeza de El Dictamen, decano de la prensa nacional, se enteró nada menos de que él, Adolfo de la Huerta, el expresidente de la República, se hallaba al frente de la revolución que ese mismo día hacía estallar Guadalupe Sánchez desconociendo al gobierno del general Obregón. Era el 6 de diciembre de 1923, es decir, mientras yo navegaba rumbo a mi querida y pacífica patria, jamás asolada por estas funestas costumbres golpistas, en lo doméstico, claro está, porque para desestabilizar a otros países ahí estaban los marines, tan odiados en América Latina. Pobre de don Fito: ni idea tenía de que iban a utilizar su nombre y su buena fe para ponerlo al frente de un movimiento armado que, a su gusto, no estaba debidamente cocinado, se requería tiempo y organización, solo que “alguien” ya lo había aventado a la arena y sin capote…

El 11 de diciembre, en su desesperación, Felipe tomó finalmente la decisión de extender la política expropiatoria a las haciendas henequeneras, un golpe inaceptable para los latifundistas de la Casta Divina, incluido el propio arzobispo Tritschler. La bomba estalló en el altar de la catedral yucateca y en las salas de consejo de los productores de fibra, tanto en Estados Unidos como en México. Baste imaginar el escándalo que se dio en el seno de la International Harvester, acreedora de inmensas cantidades de hectáreas de henequén, de espolones, de furgones y locomotoras de ferrocarril, así como maquinaria y equipo, al saberse la decisión de Felipe. ¿Lo darían todo por perdido? Antes muertos, o muerto Felipe: la alternativa no era difícil de entender…

Juan Ricárdez Broca, el coronel sanguinario, corrupto y traidor, acomplejado como todos los cojos, el mismo hombre que Felipe siempre sobornó para tratar de comprar su lealtad, de la que invariablemente desconfió, fue designado por Adolfo de la Huerta para encabezar la rebelión en la península, por lo cual días después fue elevado al rango de gobernador militar del estado de Yucatán; bien abastecido de dólares y pesos pagados por los esclavistas, latifundistas y por supuesto el clero, una semana después del levantamiento de Sánchez en Veracruz se fue encima de un Carrillo Puerto desarmado e indefenso que lo vio venir con horror justificado. Las fuerzas militares estacionadas en Yucatán, tal y como lo había previsto Felipe y se lo había manifestado a Obregón durante nuestra cena en Chapultepec, se unieron a Ricárdez, tras desconocer y asesinar al único jefe militar leal a Carrillo, el coronel Carlos Robinson, quien había sido enviado por Felipe a Campeche, acatando órdenes expresas de Obregón, para sofocar la insurrección en ese estado. ¿Cuál fue la jugada del presidente de la República? Muy sencillo: distraer las escasas tropas con las que contaba Felipe y privarlo del único hombre leal dispuesto a defenderlo a toda costa. La toma de Mérida era inminente. ¿Resultado? Su propio batallón, después de asesinar a Robinson en Chocholá de los Venados, a tan solo tres kilómetros de Mérida, notificó falsamente a Carrillo Puerto que los rebeldes se habían dispersado y que todo se encontraba bajo su control. Felipe intuyó la maniobra, supo que se trataba de una patraña y se supo en manos de los chacales. No tenía duda de que ahora venían por él. Era la hora de huir a como diera lugar.

En ese momento, el todavía gobernador yucateco, Felipe, mi Felipe, obregonista a ultranza y por conveniencia, que ingenuamente había mandado días antes a su querido amigo y secretario particular, Manuel Cicerol, a comprar armas a Estados Unidos, sabía que tenía los días contados ya no solo como gobernante, sino que su vida misma estaba abiertamente amenazada. De llegar a dar con él, bien lo sabía Felipe, lo matarían donde se encontrara como un perro callejero infestado de rabia, salvo que Tomás Castellanos, gerente de la Comisión Exportadora del Henequén en Nueva York, empresa pública creada por Felipe en sustitución de la empresa reguladora de Salvador Alvarado, le proporcionara a Manuel Cicerol, su agente, los recursos indispensables provenientes de la venta de henequén para la compra del armamento que Obregón le había negado. El tal Castellanos, hombre de confianza de Carrillo a pesar de tratarse de un connotado hacendado, se hizo perdedizo para no aportar el dinero solicitado, el que sí le entregó en cantidad de 300 mil pesos a Ricárdez Broca para matar a quien le había depositado toda su confianza y la riqueza del estado.

¿Qué hacer? Naturalmente acudir a los 80 mil miembros de las ligas de resistencia, pero ¿con qué elementos de guerra? ¿Con piedras? ¿Con cocos y bambúes? Llamar al pueblo indio a la defensa del gobierno era arrojarlo a una muerte segura. No, esto no podía ser de ningún modo. No quedaba más que escapar y evitar otro baño de sangre a costa de los indígenas.

—Los que estén armados, síganme —dijo mi dragón, al tiempo que llamó a no oponer resistencia a la cobarde traición militar. En ese caso todos serían masacrados.

¡Y pensar que unas horas antes había amenazado al arzobispo Tritschler y a los latifundistas concediéndoles ocho horas para abandonar Yucatán o de otra forma él no respondería por sus vidas! Estaba harto de la presencia indeseable de los traidores en su propio estado. O se largaban los explotadores o los mataba… ¡Lástima que ya era demasiado tarde!

Al saber que las tropas de Ricárdez Broca avanzaban apresuradamente sobre Mérida, comprendió que a él sus históricos enemigos no le concederían ni un minuto de gracia, por lo que de inmediato tomó el camino de Oriente acompañado de tres de sus hermanos y de su gente más leal y cercana, incluido su antecesor en el puesto, su querido amigo Manuel Berzunza, entonces presidente municipal de Mérida. Era el 12 de diciembre de 1923. En Motul, su querida Motul de tantas aventuras y recuerdos, rechazó el ofrecimiento de su gente a resistir “como fuera”, manifestando que no quería que en Yucatán se derramase sangre inútilmente, y prefirió continuar para alcanzar la costa oriental con el fin de ver si lograba embarcarse, cruzar el canal de Yucatán y llegar a Cuba.

Los fugitivos siguieron hacia El Cuyo, donde desesperados trataron de embarcarse en una lancha, la Manuelita, que lamentablemente se encontraba con el motor descompuesto. Acto seguido abordaron un bote, esta vez El Salvamento, ¡ay, ironías de la vida!, ¿cómo El Salvamento…?, con el que trataron de hacerse a la mar mientras contemplaban risueños cómo las tropas de Ricárdez Broca disparaban inútilmente desde la costa sin que pudieran alcanzarlos las balas. Sin embargo, el rostro se les empezó a congelar a todos los carrillistas al percatarse de que la barcaza hacía aguas a babor y estribor. Entre gritos, reclamaciones y lamentos, no tuvieron más remedio que entregarse, llegando a nado hasta la playa, para descubrir que habían sido localizados gracias a una delación de otro traidor, José Eligio Rosado. Mi dragón y los suyos, según lo supe después, fueron detenidos el 21 de diciembre de 1923 en las inmediaciones del ingenio de San Eusebio, muy cercano a Holbox, casi en la frontera de Quintana Roo. Curiosamente, todo esto había acontecido el día de la entrada en vigor del férreo embargo de armas decretado por el gobierno de Estados Unidos, para impedir que los rebeldes delahuertistas pudieran defenderse… Obregón ganaría de todas todas gracias al apoyo incondicional de la Casa Blanca y gracias también a que había entregado el petróleo mexicano a los yanquis, olvidándose de la Constitución por la que tanto había luchado…

Más paradójico aún fue el hecho de que en plena persecución ordenada por el presidente Obregón en contra de Felipe, aquel se hubiera atrevido a mandar un telegrama, recibido por Ricárdez Broca en su carácter de gobernador golpista, concebido en los siguientes términos que demuestran el temperamento sarcástico de este malnacido:

Palacio Nacional

Diciembre 20 de 1923

Señor Felipe Carrillo Puerto

Gobernador del estado. Mérida, Yuc.

Estimado y fino amigo: De manos del señor diputado Iturralde tuve el gusto de recibir los aderezos que con toda fineza se sirvió usted mandar obsequiar a mi esposa y a mi hija Cuquita y los cuales son muy bonitos y de muy buen gusto. Sírvase aceptar, en nombre de ellas y en mío propio, las gracias más cumplidas. Lo saludo con afecto y me repito su atento amigo y seguro servidor.34

Los ahora prisioneros fueron trasladados en un convoy fuertemente custodiado a Mérida dos días más tarde, y una vez ahí, Ricárdez Broca ordenó que fueran encerrados en la penitenciaría Juárez; Felipe ocupó la celda 43 de la galera 2, donde pasaría la Navidad y el Año Nuevo entre la tortura, la impotencia y la rabia, en tanto los hacendados y el clero descorchaban sus reservas de Dom Perignon para brindar por la captura de una fiera dotada de poderes que amenazaban su estado de bienestar. La infamia estaba a punto de consumarse. Faltaba solo, para complacer a la asquerosa reacción yucateca, la peor en la historia moderna de México, la simulación de un Consejo de Guerra contra el legítimo gobernador, es decir, la apariencia aleccionadora de que se obraba con arreglo a la ley… una verdadera burla que Felipe soportó estoicamente como el auténtico guerrero que era. Sus partidarios ofrecieron 100 mil pesos por la liberación de su caudillo, pero la Unión de Productores de Henequén, el organismo representante de los grandes plantadores, había reunido un millón de pesos destinado explícitamente a “apoyar la rebelión de De la Huerta”. Ricárdez ya no tenía espacio para guardarse el dinero en los bolsillos.

Era hora de que entraran en acción los hombres de Serrano, en especial el recién, abrupta y sorpresivamente ascendido a general Hermenegildo Rodríguez, quien repentinamente demostró mucho más interés en acabar con los días del gobernador socialista que Ricárdez Broca, convertido en un simple empleado de la Casta Divina, con el aval de los diplomáticos yanquis, contratado para segar la vida de Felipe y de hacer regresar al estado de Yucatán a la idílica condición de tierra de esclavos indefensos. Hermenegildo Rodríguez se había encargado de exhibir sus credenciales políticas ante Ricárdez, quien al distinguir la representación que exhibía de parte de Obregón y de Serrano, intimidado y acobardado, una vez convencido de que los delahuertistas perderían el movimiento armado, cedió sus poderes ante el hombre que podía garantizarle la fuga una vez fusilado Carrillo Puerto.

—Hermanito de mi vida —precisó Hermenegildo con una sonrisa chimuela y sarcástica en la que se distinguían dos dientes de oro—, te recomendaría, en el entendido de que tú y yo sabemos que estás forrado de dinero por los henequeneros y el clero, que me ayudes pacíficamente a coordinar el fusilamiento de estos perros, en especial de Carrillo Puerco, y luego te largas del país con esa hermosa mujer peruana que todos me dicen que es una aparición. En resumen: o te largas y vas con el hocico bien cerrado, porque si hablas te mueres, o me quedo con la lana y con la nalga. De modo que escoge sobre la base de que no debes olvidar que el pinche Manco tiene la única mano que le queda muy pesada y muy, muy larga.

Ricárdez Broca había declinado, en privado y en secreto, todos los mandos otorgados por De la Huerta a favor de Hermenegildo. Cumpliendo las órdenes de Serrano, a su vez vertidas por Obregón desde Chapultepec, Rodríguez ordenó el 2 de enero se procediera al Consejo de Guerra contra mi Felipe. Naturalmente hubo oficiales que se negaron a seguir semejante procedimiento contra civiles, como lo eran Felipe y sus acompañantes, pero Rodríguez amenazó con que correrían “la misma suerte de los que van a ser juzgados” quienes se negaran a proceder como él lo disponía. O sea que, o lo juzgaban sobre las bases que él ordenaba, o los fusilaba a todos. La alternativa estaba muy clara. Ricárdez ya solo pensaba en la fuga con una maleta llena de dólares y su hermosa mujer al lado. ¿Para qué jugarse el pellejo si lo tenía todo…?

El primero en ser presentado ante ese tribunal espurio e improvisado fue Felipe, quien apareció en el miserable cuartucho esposado de pies y manos y con su guayabera antes blanca impoluta, ahora llena de sangre, saliva y mocos, con lo que se había manchado después de las palizas nocturnas.

—¿Qué funciones desempeñabas en el estado? —le preguntó el coronel Israel Aguirre, presidente del supuesto consejo, dirigiéndose a él irreverentemente en la segunda persona del singular.

—No desempeñaba, desempeño el cargo de gobernador constitucional del estado de Yucatán —repuso Felipe con el rostro desfigurado y un ojo amoratado por la golpiza recibida la noche anterior—. Además, este tribunal es incompetente para juzgar a un civil, como es mi caso. Todos los militares están violando la ley y deberían ser sometidos, ustedes sí, a un Consejo de Guerra —los desafió sin dejarse intimidar ni doblegar.

—Cállate, pendejete —ordenó impaciente Hermenegildo Rodríguez, urgido de jalar todos los gatillos posibles y de presentarse como el gran héroe ante Serrano.

Cuando exhortaron a Felipe para que denunciara a sus cómplices, contestó que no tenía ninguno, que él era el único responsable de lo que había ocurrido en Yucatán; cuando le preguntaron si no deseaba un confesor, dijo que no tenía ninguna religión, y cuando le ofrecieron un notario para que hiciera su testamento, contestó que no necesitaba notario, puesto que no poseía bienes. Así desafió a la muerte el gran apóstol del socialismo mexicano en Yucatán, el Lincoln del Mayab.

La condena, que no le fue leída, era previsible: debía morir fusilado junto con sus acompañantes.

Supe que Felipe pensaba más en mí que en sus hijos. Soñaba verme vestida de novia y llevarme del brazo ante el altar frente a un Dios en el que él sí creía, no así en sus supuestos representantes aquí en la tierra. Felipe sabía que ya nunca me vería embarazada ni disfrutaría mi maternidad ni me vería llorar otra vez cuando me cantaran la “Peregrina”. Al conocer que sería condenado a muerte, me dijeron que se besaba las yemas de los dedos índice y anular aventando esos besos al aire para mandarme cariños a donde quiera que yo me encontrara. ¡Cuánta impotencia había sentido mi adorado dragón al saberse rodeado de perros mastines que lo iban a devorar a mordidas sin que pudiera defenderse!

¡Qué daño resentiría México en su futuro al verse privado de hombres de la talla de un Felipe Carrillo Puerto, de la misma manera que el país había visto torcido su destino con el asesinato de Pancho Madero! ¿Por qué los mexicanos tenían que resolver sus diferencias a balazos y asesinando precisamente a quienes podían rescatarlos? ¿Por qué decir que “pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”, cuando tenían que decir “pobres de los mexicanos, tan lejos de Dios y tan cerca de los mexicanos”? Pobres de los mexicanos, un país tan rico con gente pobre y con políticos venales, corruptos y traidores que solo ven por su propio beneficio, sin pensar jamás en el bien de la nación.

Cuando iba a ser fusilado Felipe junto con tres de sus hermanos, además de sus leales colaboradores, el 3 de enero de 1924 a las cinco de la mañana, se presentó ante el paredón en el cementerio general de Mérida sin hacer el menor aspaviento ni comentario alguno, muy a pesar de que antes de recibir la descarga su hermano Wilfrido le preguntó:

—¿Cómo le vamos a decir esto a mamá?

Otro de sus hermanos, Edesio, dijo a un conocido que fungió como testigo de los fusilamientos que por favor se despidiera, en su nombre, de su madre y hermanas, pero Felipe se abstuvo de contestar ninguna pregunta y de formular ninguna observación. Por él podían dispararle a la cara, a diferencia de los demás, al pecho, a las piernas o a los testículos. Todo le era igual en ese su máximo momento de gloria. En su silencio podía haberse escuchado que con la vida de un millón de Ricárdez Broca o con la de millones de Hermenegildos Rodríguez no se pagaba la vida de un solo indio maya.

Cuando el miserable mayor Bielmas ordenó aquello de “preparen, apunten…”, se escuchó la voz de Felipe que gritaba desaforadamente:

—¡Cuiden a mis indios!

—¡Fuego…!

El general Álvaro Obregón, presidente de la República, en un telegrama, lamentó los sucesos:

El asesino de Felipe Carrillo Puerto lleva el dolor a los hogares del proletariado y muchos millones de seres humanos, al recoger la noticia, sentirán rodar por sus mejillas lágrimas sinceras de dolor. Don Adolfo de la Huerta se dará cuenta de la magnitud de su crimen cuando recoja las protestas viriles del proletariado universal. La sangre generosa de Felipe Carrillo Puerto y compañeros, es el testimonio de la apostasía de don Adolfo de la Huerta.35

“Bienaventurados aquellos —prorrumpió el arzobispo Tritschler en su homilía dominical— que arrepentidos de sus ofensas al Señor todopoderoso, gozan ya de Su gracia infinita en el más allá… Una sola cosa pido a los ricos, amor, y a los pobres, resignación. Descanse en paz nuestro amado hijo Felipe Carrillo Puerto, que Dios, nuestro Señor, lo acoja en Su santa gracia y vea por él en toda la eternidad…”

32 Chaning, 2002.

33 Chaning, 2002.

34 Archivo General de la Nación, Fondo Obregón/Calles, 103-C-24.

35 Castro, 1998: 236.