Epílogo

Cuando recibí la noticia del fusilamiento de Felipe, en el hotel Fairmont de San Francisco en el momento en que me probaba, ¡ay, paradojas de la vida!, el vestido de novia que luciría en nuestra boda, sentí cómo me desvanecía hasta caer de rodillas en el piso. “Lo sabía, lo sabía, lo sabía”, me dije en mi desesperación y tristeza, que muy pronto se convertiría en rabia furiosa:

—¡Cabrones, cabrones, los mexicanos son unos cabrones! —grité desconsolada—, ese hombre bien podría haber cambiado el destino negro de México —me lamenté extraviada en un ataque de llanto—. Con hombres como Felipe es como se puede construir un país respetable y no de asesinos y rateros —maldecía haciendo jirones mi vestido blanco que jamás estrenaría.

¿Qué sería de Yucatán y de sus indios, de la gente, de ese país desdichado en donde se mataba a quienes podían ayudar a rescatarlo de todos sus males…? ¿Qué hubiera sido de mi querido México, el México de mi Felipe, si no hubieran asesinado a Melchor Ocampo, Santos Degollado, Francisco I. Madero, Pino Suárez, Belisario Domínguez, Serapio Rendón, Emiliano Zapata, Venustiano Carranza, Pancho Villa, Francisco Field Jurado, Salvador Alvarado, Arnulfo Gómez, Fortunato Maycotte, entre otros tantos hombres ilustres más? ¿Por qué tenían que decapitar a los forjadores del México del futuro? ¿A dónde va un país que asesina a sus mejores hombres?

Debo decir que, a partir de entonces, lloré externa e internamente a Felipe todos los días de mi vida. Sobra decir que jamás me volví a casar porque no me pude recuperar de la pérdida de mi Abraham Lincoln del Mayab, ni abandoné jamás este país que aprendí a amar entrañablemente a pesar de todos sus defectos. ¿Cuál no los tiene? Luché con toda mi energía por repatriar el patrimonio arqueológico maya saqueado por los norteamericanos y que se exhibe, hasta hoy día, en el museo Peabody de Harvard. Mi Dragón Rojo me lo exigía desde el más allá…

Antes de que se aplacara la furia por el asesinato del gobernador Carrillo Puerto, el gordo Morones, Luis Napoleón Morones, mejor conocido como el Marrano de la Revolución, el millonario líder obrero, el gatillero de Calles y posteriormente su ilustre secretario de Industria y Comercio, amenazó de muerte desde la tribuna del Congreso a los asesinos del gobernador yucateco. Cumplió su amenaza en la persona de don Francisco Field Jurado, el legislador campechano de excepción, quien dirigía una exitosa oposición desde el senado para negarse a ratificar los antipatrióticos Tratados de Bucareli… Nada tenía que ver Field Jurado con el asesinato de Felipe, por supuesto que nada, sin embargo, también fue asesinado como un perro en las calles de la colonia Roma en la capital del país el 23 de enero de 1924, tan solo 20 días después del fusilamiento de mi amado Felipe. Se le asesinó por patriota, he ahí el destino de los patriotas mexicanos. Solo así, a balazos, como siempre a balazos, fueron ratificados los vergonzosos Tratados de Bucareli.

Durante la efímera e ignominiosa gestión de Ricárdez Broca, apoyado siempre por De la Huerta y por el cónsul estadounidense en Progreso, el gobernador usurpador persiguió —sin suerte— a los hermanos de Felipe, abolió las leyes confiscatorias del gobierno socialista, decretó el mercado libre del henequén, es decir, que la Harvester decidiera el precio de la fibra, sin la intervención del gobierno de Yucatán, y acordara también cuándo comprarlo, en qué cantidades y por qué puertos debía embarcarse, a cambio de un nuevo empréstito, mejor conocido como “mordida”, a cargo de los plantadores; volvió a poner la Exportadora en manos de los hacendados, y en Mérida y otras poblaciones colgó de los árboles a los indios como medida ejemplar para garantizar la tranquilidad pública… Todo esto al tiempo que preparaba su salida, no sin antes exigir nuevos préstamos con qué solventar sus futuras aventuras… Con el nombre de Rodrigo García radicó en Honduras, fingiendo su suicidio el 2 de agosto de 1925 y trasladándose, hasta donde se le pudo seguir la pista, a Belice, donde vivía con su peruana millonaria. Naturalmente, no se le abrió jamás proceso militar por su infidencia ni por el brutal asesinato de Felipe y de 13 civiles.

Hermenegildo Rodríguez, a quien tampoco se le abrió proceso militar, murió en Estados Unidos sin que se sepa más… Salvo el hecho de que los únicos sujetos a proceso fueron, como siempre, los soldados de más bajo rango, algunos de los cuales permanecían en prisión en el año de 1947, con excepción del mayor Bielmas, quien fue muerto a palos en la misma penitenciaría en que pasó sus últimas horas trágicas mi Felipe, mi inolvidable Felipe.

Llegado el momento de la sucesión de 1928, Serrano reclamó su cuota de poder, incapaz de ver que seguiría los pasos de Felipe cuando, en 1927, Obregón le recetara la misma dosis de plomo al orillarlo a sublevarse para ejecutarlo en Huitzilac, junto con… lo que son las cosas: ¡13 acompañantes más!

Tras finalizar la misa en la catedral de Mérida el domingo posterior al asesinato de Felipe, los hacendados, conmovidos por las palabras del divino arzobispo, coincidieron en que Felipe había sido un muchacho bueno, un poco agitado, que lamentablemente no había entendido la realidad de su tiempo, despreciando en su confusión los parabienes con que el Señor insistentemente favorecía a la blanca Mérida y a sus consentidos hijos de Yucatán. Ellos sabrían cómo darles su merecido a los indios tan amados por Carrillo Puerto. ¡Hijos de la gran puta: han de pasar la eternidad en la galera más recalcitrante del infierno…!

El general Salvador Alvarado, fundador del Partido Socialista Obrero en Yucatán, igualmente defensor de los indios, un liberal de grandes vuelos, también cayó asesinado por las balas de Álvaro Obregón seis meses después del fusilamiento de Carrillo Puerto y sus hermanos, a quienes tanto quise.

La rebelión delahuertista cobró 7 mil vidas, entre las que se encontraban muchos valientes compañeros de armas de Álvaro Obregón, auténticos constructores del futuro de México que se jugaron con él la vida en el campo del honor durante los años aciagos de la Revolución, tales como Manuel Diéguez y Fortunato Maycotte, a quienes persiguió y ejecutó a balazos con una saña que jamás empleó para rastrear a Ricárdez Broca y a Hermenegildo Rodríguez.

El archivo de la gestión de Felipe como gobernador constitucional de Yucatán fue entregado, por órdenes de Adolfo de la Huerta, al Departamento de Estado del vecino país, donde puede ser consultado en sus National Archives. ¿Quién fue finalmente Adolfo de la Huerta…? Sweet Lord!

¿Por qué el obispo Pascual Díaz de Tabasco salvó la vida de Garrido Canabal, gobernador tabasqueño, también detenido por los delahuertistas, y Martín Tritschler, el príncipe de una Iglesia tan enriquecida como envilecida, no solo no hizo nada para salvar a Carrillo Puerto, sino que participó activamente con dinero para que lo mataran?

El que a hierro mata, a hierro muere. Debo confesar que me invadió una profunda alegría cuando leí la noticia de que Álvaro Obregón no había de escapar a esta sentencia fatal. El miserable asesino afortunadamente fue acribillado a balazos en el restaurante La Bombilla el 17 de julio de 1928. ¡Qué malsano placer experimenté cuando supe a detalle que el primer disparo que recibió entró a la altura de la nuca y salió por la base de la lengua, al fin ya no podría volver a matar a nadie! Entre los conspiradores debe destacarse la presencia de Plutarco Elías Calles, ciudadano presidente de la República, su querido paisano, Luis N. Morones, su pistolero, sin olvidar a la madre Conchita ni al arzobispo de Jalisco, Francisco Orozco y Jiménez, ni al ilustre prelado de Morelia, el también arzobispo Leopoldo Ruiz y Flores, es decir, la alta jerarquía católica, todos nuevamente implicados en los hechos de sangre con los que se escribe la historia de México.