Un introito íntimo, audaz y genuino

¿Cómo comenzar un buen prólogo, cuyo contenido me salga del alma? La mejor fórmula, sin duda alguna, consiste en dejar fluir la pluma y expresarme con la obligada autenticidad que merece el lector. En concreto: ¡pobre de aquella persona que en su vida jamás tuvo ni ha tenido un auténtico arrebato carnal, así, un arrebato como su nombre lo implica, ardiente, apasionado, vehemente, irracional, irresponsable e impetuoso que alcance niveles de éxtasis jamás imaginados y que perdure en nuestra memoria, traducido en sonrisas traviesas, hasta el momento preciso en que la Pálida Blanca, sorda e implacable, venga por nosotros blandiendo su guadaña para segar nuestra existencia! ¿Cuántos pueden decir, parafraseando al poeta: vida, nada te debo, nada me debes, estamos en paz…? Y nada mejor para conquistar la paz de los sepulcros que el recuerdo vivido de un explosivo arrebato carnal…

Con la entrega de los Arrebatos carnales III, doy por concluida la Trilogía Erótica de México que me permitió ver a algunos de mis semejantes a contraluz. Unos me llamaron hereje, blasfemo, descarado, deslenguado, desvergonzado y atrevido, entre otros calificativos no menos severos, en tanto que otros lectores, sobre todo lectoras, me pidieron no arredrarme y seguir adelante contando mucho más de las pasiones que consumieron a los protagonistas de la historia de México. En mi experiencia fueron más las personas que me felicitaron por haber convertido en mujeres u hombres de carne y hueso a las figuras de bronce o mármol hasta ahora sacralizadas y santificadas, ídolos intocables carentes de pasiones y emociones, seres perfectos e inaccesibles, según nos cuenta la Historia oficial, cuyos narradores los subieron a enormes columnas o los encerraron en altares o en vitrinas inalcanzables para hacer de nuestro pasado un conjunto de relatos destinados a los especialistas, o bien, una suma de textos aburridos y mendaces que encierran verdades ocultas, ciertamente relevantes para conocer y entender el México de nuestros días.

Hasta la fecha sigo sin entender por qué razón muchos lectores nunca me creyeron cuando describí lo acontecido en la habitación nupcial la noche de la boda de Porfirio Díaz y Carmelita Romero Rubio, en 1881. ¿Por qué no me dieron crédito cuando describí, encerrada en un armario, a principios de 1680, a Sor Juana Inés de la Cruz, la mejor escritora mexicana de todos los tiempos, extraviada en un formidable arrebato con la esposa del virrey de la Nueva España? ¿Y los que tuvo Tecuichpo, la hija del tlahtoani Moctezuma Xocoyotzin, Flor de Algodón, con Cuauhtémoc en un temazcalli para festejar su enlace real, para ya ni hablar, entre otros, de los episodios amorosos vividos en secreto por Lázaro Cárdenas, Morelos, Pancho Villa, Iturbide y Diego Rivera? ¿Por qué no me creyeron, si el novelista puede cruzar paredes como un fantasma, volar en el tiempo, vivir más de 150 vidas…? La literatura me ha permitido disfrutar, adquirir la personalidad de Napoleón I, l’Empereur, la de un pontífice máximo, la de un petrolero, un campesino o una simple piruja de Coatzacoalcos. Al novelista se le debe creer todo porque para ello ejerce, como nadie, el gran poder de la ficción…

Como todavía me encontraba con mucha tinta en el tintero, misma que no me acabé, aquí, en este último tomo, presento las vivencias íntimas de Díaz Ordaz y la Tigresa doña Irma Serrano a la luz de los acontecimientos de 1968, ahora sorprendentemente iluminados por la desclasificación de documentos muy comprometedores publicados por la CIA a más de 40 años de los hechos. La realidad, en este sentido, fue muy distinta de la que nos presentaron. Retrato en este tomo, con lujo de detalle, los pasajes eróticos protagonizados por Melchor Ocampo y la mujer de su vida, con la que procreó cuatro hijas y cuya identidad se ha perdido en el anonimato, sin olvidar su gesta heroica durante los años de la guerra de Reforma que lo encumbraron como uno de los Padres de la Patria. ¿Y Venustiano Carranza, un hombre poco atractivo para las damas, según pude comprobar a través de encuestas en el mágico universo femenino, quien engendró cuatro hijos fuera de matrimonio con Ernestina de la Garza Hernández y, en otro orden de ideas, se erigió como el verdadero promotor de la Constitución de 1917, cuando en realidad fue uno de sus más feroces enemigos?

¿Cómo evitar narrar uno de los episodios más oscuros de nuestra historia?, los arrebatos a cargo de uno de los más influyentes arzobispos de la colonia, un inquisidor feroz y sanguinario, además de depravado siervo de un supuesto Señor, en cuyo nombre cometió todo género de atropellos, canalladas y villanías, imposibles de ocultar al escrutinio público y por las que, según él, nunca sería castigado, en la inteligencia de que había recibido la indulgencia plenaria aquí en la tierra, misma que le sería válida en la eternidad… ¿Por qué los pastores de la Iglesia católica no temen la ira de Dios y desprecian el veredicto del Juicio Final…?

Concluyo la presente narración con los arrebatos de Felipe Carrillo Puerto, uno de los más grandes mexicanos de todos los tiempos, virtuoso y malogrado político que entregó su vida a cambio de acabar con la esclavitud que se daba en los campos henequeneros de Yucatán y que tuvo la inmensa fortuna de conocer a Alma Reed, el amor de sus últimos días que inspirara “Peregrina”, la famosa canción yucateca que inmortalizó su envidiado romance, de esos por los que vale la pena vivir…

FMM

Valle de Bravo, septiembre de 2011