6
LOS SALVADORES DEL TREN
El señor ruso se encontraba mejor al día siguiente, y al otro todavía mejor, y al tercer día ya estaba lo suficientemente bien como para salir al jardín. Se le puso una silla de mimbre y ahí se sentó, vestido con las ropas de Papá que le quedaban demasiado grandes. Pero una vez Mamá le hubo subido las mangas y doblado los pantalones, la ropa le estuvo bien. Ahora que no estaba cansado y asustado, tenía una cara amable, y sonreía a los chicos siempre que los veía. Ellos hubieran deseado que pudiera hablar inglés. Mamá escribió varias cartas a gente que pensaba que podría saber del paradero de la mujer del señor ruso y de su familia; no a la gente que conocía antes de venir a vivir a las Tres Chimeneas –nunca escribía a ninguno de ellos–, sino a gente desconocida: diputados y directores de periódico, así como a secretarios de sociedades.
Y apenas se dedicó a su trabajo de escritora de cuentos, aparte de corregir pruebas mientras estaba sentada al sol junto al ruso, con el que hablaba de vez en cuando.
Los chicos deseaban de todo corazón mostrar su amabilidad con este hombre que había sido enviado a la cárcel y a Siberia por escribir un libro maravilloso acerca de la gente pobre. Podían sonreírle, por supuesto; podían y lo hacían. Pero si sonríes constantemente, la sonrisa tiende a congelarse como la de una hiena. Y entonces deja de parecer amistosa y se convierte en estúpida. Así que lo intentaron de otra manera, y le trajeron flores, hasta que el lugar en donde se sentaba quedó rodeado de ramilletes marchitos de tréboles y rosas y de campañuelas.
Y entonces Phyllis tuvo una idea. Les hizo una seña misteriosa a los otros para que se acercaran y los condujo hasta el patio trasero. Ahí, en un lugar escondido, entre la bomba y la tina del agua, dijo:
–¿Os acordáis de cuando Perks me prometió las primeras fresas de su propio jardín? –Perks, si recordáis, era el maletero–. Bueno, pues supongo que ya están maduras. Bajemos y veamos.
Mamá también había bajado porque había prometido contarle al jefe de la estación la historia del prisionero ruso. Pero ni siquiera los atractivos del ferrocarril habían podido arrancar a los chicos de la proximidad del desconocido. Así que no habían ido por la estación durante tres días.
Y fueron ahora.
Pero para su sorpresa y disgusto, fueron muy fríamente recibidos por Perks.
–Muy honrado, sin duda –dijo cuando se asomaron a la puerta del cuarto del maletero. Y siguió leyendo el periódico.
Se hizo un silencio incómodo.
–Madre mía –suspiró Bobbie–, me parece que está usted enfadado.
–¿Quién, yo? ¡Yo no! –dijo Perks con altivez–, a mí ni me va ni me viene.
–¿Qué es lo que «ni le va ni le viene»? –preguntó Peter, demasiado ansioso y alarmado como para cambiar aquella manera de hablar.
–Ni me va ni me viene. Lo que ocurre aquí y en donde sea –respondió Perks–. Si les gusta tener secretos, ténganlos, muy bien. Digo yo.
La cámara secreta de cada uno de los corazones fue rápidamente analizada durante la pausa que siguió. Los tres dijeron que no con la cabeza.
–No tenemos ningún secreto con usted –dijo finalmente Bobbie.
–A lo mejor lo tienen y a lo mejor no –dijo Perks–, a mí ni me va ni me viene. Y les deseo a todos buenas tardes. –Subió el periódico situándolo entre él y ellos, y siguió leyendo.
–¡Oh, no haga eso! –dijo Phyllis, desesperada–. Es horrible de verdad. Sea lo que sea, cuéntenos.
–No teníamos intención de hacerlo, fuera lo que fuese.
No hubo respuesta. Perks volvió a doblar el periódico y empezó con otra columna.
–Escuche –dijo Peter de pronto–, no es justo. Ni a la gente que comete crímenes se les castiga sin que se les diga por qué, como ocurría antes en Rusia.
–No sé nada de Rusia.
–Oh, sí que sabe, Mamá bajó a propósito a contarle a usted y al señor Gills todo acerca de nuestro ruso.
–¿Acaso no se dan cuenta? –dijo Perks indignado–. ¿No ven que nadie me pidió que entrara en el cuarto y que tomara asiento para escuchar lo que la señora tenía que contar?
–¿Quiere decir que no ha oído nada?
–Ni un suspiro. Sí que fui a hacer una pregunta. Y va y me cierra como si fuera una trampa de ratón. «Asuntos de Estado, Perks», va y dice. Pero creí que uno de ustedes se presentaría para contármelo, porque vaya si están aquí como clavos cuando necesitan algo del viejo Perks. –Phyllis se puso roja como la grana al pensar en las fresas–. Información sobre locomotoras, o señales o cosas por el estilo –dijo Perks.
–No sabíamos que no lo sabía.
–Pensábamos que Mamá se lo había contado.
–Se lo queríamos contar, lo que pasa es que pensábamos que se trataría de noticias ya viejas.
Los tres hablaban a la vez.
Perks dijo que muy bien, y siguió sosteniendo el periódico en alto. Entonces, de pronto, Phyllis se lo arrebató y le lanzó los brazos al cuello.
–Oh, vamos a darnos un beso y seamos amigos –dijo–. Si quiere diremos antes que lo sentimos, pero realmente no sabíamos que no lo sabía.
–Lo sentimos tanto... –dijeron los otros.
Hasta que por fin Perks consintió en aceptar las disculpas.
Entonces lo llevaron a sentarse al sol en el banco verde de los ferrocarriles, en donde la hierba se percibía bastante caliente al tacto, y ahí, a veces hablando por turnos y otras todos a un tiempo, le contaron al maletero la historia del prisionero ruso.
–Bueno..., he de decir... –dijo Perks, pero no lo dijo, sea lo que fuera.
–Sí, es terrible, ¿verdad? –dijo Peter–. Y no me extraña que tuviera usted curiosidad por saber quién era el ruso.
–No tenía curiosidad sino más bien interés –dijo el maletero.
–Bueno, creo que el señor Gills se lo tenía que haber contado. Estuvo muy mal por su parte.
–No le guardo rencor por eso, señorita –dijo el maletero–. ¿Y sabe por qué? Tiene sus razones. No le gustaría traicionar a los suyos por una historia como esa. Es la naturaleza humana. Un hombre tiene que defender lo suyo por mucho que pase. Eso es a lo que se refiere con «políticas de partido». Yo habría hecho lo mismo si ese tipo del pelo largo hubiera sido un japonés.
–Pero los japoneses no hacían cosas crueles y malévolas como esa –dijo Bobbie.
–A lo mejor no –dijo Perks cautelosamente–, aunque no puede estar segura con los extranjeros. Personalmente creo que están todos cortados por el mismo patrón.
–Entonces ¿por qué estaba del lado de los japoneses? –preguntó Peter.
–Bueno, verá, hay que tomar un partido u otro. Lo mismo que con los liberales y los conservadores. Lo más importante es tomar partido por alguno y permanecer fiel, pase lo que pase.
Sonó una señal.
–Aquí está el de las tres catorce –dijo Perks–. Permanezcan quietecitos hasta que pase y entonces nos iremos a mi casa para ver si ya está madura alguna de esas fresas de las que os hablé.
–Si hay alguna madura y me la regala –dijo Phyllis–, ¿no le importará si se las doy al pobre ruso, verdad?
Perks entornó los ojos y luego alzó las cejas.
–¿Así que era por las fresas por lo que bajaron esta tarde? –dijo.
Este fue un momento incómodo para Phyllis. Decir «sí» hubiera resultado de mala educación, egoísta y desatento con Perks. Pero sabía que si decía «no», no estaría satisfecha consigo misma después. Así que...
–Sí –dijo–, así es.
–¡Muy bien dicho! –dijo el maletero–. Decir la verdad y despreciar la...
–Pero hubiéramos bajado al día siguiente de haber sabido que no conocía la historia –añadió Phyllis rápidamente.
–Lo sé, señorita –dijo Perks, y cruzó la línea seis metros por delante del tren que se aproximaba.
Las niñas odiaban verle hacer esto, pero a Peter le gustaba. Era tan emocionante.
El señor ruso quedó tan encantado con las fresas que los tres se devanaron el cerebro buscando otra sorpresa para él. Pero tanta elucubración no trajo otra idea novedosa que la de las cerezas silvestres. Y esta idea se les ocurrió a la mañana siguiente. Habían visto la flor en los árboles durante la primavera y sabían dónde buscar las cerezas silvestres ahora que había llegado la época de las cerezas. Los árboles crecían arriba y a lo largo de la cara rocosa del acantilado en el que se abría la boca del túnel. Había todo tipo de árboles, abedules y hayas y robles diminutos y avellanos, y entre ellos, la flor del cerezo refulgía como nieve y plata.
La boca del túnel se hallaba bastante alejada de las Tres Chimeneas, así que Mamá los dejó llevarse la comida consigo en una cesta. La cesta serviría para traer las cerezas si es que encontraban alguna. También les prestó su reloj de plata para que no llegaran tarde a merendar. Al reloj Waterbury de Peter se le había metido en la cabeza no funcionar desde que a Peter se le cayó en la tina del agua. Así que se pusieron en marcha. Cuando llegaron a la cima del desfiladero, se apoyaron contra la valla y miraron hacia donde se extendían las vías del ferrocarril, al final de lo que, como Phyllis decía, era exactamente como la garganta de una montaña.
–Si no fuera por las vías del fondo, sería como si nadie hubiera estado ahí, ¿verdad?
Los lados del desfiladero eran de piedra gris, muy toscamente cortada. De hecho, la parte superior del desfiladero había sido una cañada natural horadada más profundamente hasta igualar el nivel de la boca del túnel. La hierba y las flores crecían entre las rocas, y las semillas que los pájaros habían arrojado en las ranuras de la piedra habían germinado y crecido convirtiéndose en arbustos y árboles que sobresalían por encima del desfiladero. Cerca del túnel había un tramo de escaleras que llevaba hasta la vía –tan solo tarimas de madera rudamente fijadas a la tierra–, un lugar muy empinado y estrecho, más una escalera de mano que de peldaños.
–Es mejor que bajemos –dijo Peter–. Estoy seguro de que las cerezas serán bastante fáciles de coger por la parte delantera de los escalones. Acordaos de que ahí cogimos las flores del cerezo que pusimos en la tumba del conejo.
Así que caminaron a lo largo de la valla hasta la verja batiente que se encuentra en la parte superior de estas escaleras. Estaban casi en la verja cuando Bobbie dijo:
–¡Callad! ¡Quietos! ¿Qué es eso?
Se trataba de un ruido muy, pero que muy extraño, un ruido tenue pero lo bastante nítido como para que se oyera a través del sonido del viento entre las ramas, del zumbido y el runruneo de los cables del telégrafo. Era una especie de sonido crujiente y susurrante. Según escuchaban se detuvo y enseguida comenzó de nuevo.
Y esta vez no se paró, sino que se oyó más y más alto, y más crujiente y sordo.
–¡Mirad! –exclamó Peter de pronto–, ¡el árbol de ahí!
El árbol que señaló era uno de esos que tienen hojas grises ásperas y blancas. Los frutos, cuando llegan, son de color escarlata brillante, pero si los coges te decepcionan, pues se vuelven negros antes de llegar a casa. Y, según señalaba Peter, el árbol se estaba moviendo, pero no como se tienen que mover los árboles cuando el viento se desliza entre ellos sino en bloque, como si fuera una criatura viviente que se estuviera deslizando por el borde del desfiladero.
–¡Se mueve! –chilló Bobbie–. ¡Oh, mira!, y también los otros. Es como el bosque de Macbeth.
–Es magia –dijo Phyllis sin aliento–. Siempre supe que el ferrocarril estaba encantado.
En realidad sí que parecía un poco mágico. Todos los árboles a una distancia de veinte metros en la ladera opuesta parecían descender lentamente en dirección a la vía del tren: el árbol con las hojas grises conducía a los más alejados como un viejo pastor a un rebaño de ovejas verdes.
–¿Qué es esto? Oh, ¿qué es esto? –dijo Phyllis–. Es ya demasiada magia. No me gusta. Vámonos a casa.
Pero Bobbie y Peter se habían aferrado a la valla y observaban sin aliento. Y Phyllis no hizo ademán de volver a casa por sí sola.
Los árboles avanzaban y avanzaban. Cayeron algunas piedras y tierra suelta, repiqueteando sobre las vías del ferrocarril más abajo.
–Se viene todo abajo –intentó decir Peter, pero se encontró con que casi no tenía voz para decirlo. Y de hecho, justo cuando habló, la gran roca sobre la que se asentaban los tres árboles que avanzaban, se desplazó suavemente hacia delante. Los árboles, deteniendo la marcha, se quedaron quietos y se agitaron. Apoyados contra la roca, parecieron dudar un momento y entonces, con un sonido ensordecedor, la roca, los árboles, la hierba y los arbustos se descolgaron bruscamente de la cara del desfiladero cayendo sobre las vías con un golpe seco que se oyó a media milla a la redonda. Una nube de polvo se elevó.
–Oh –dijo Peter con tono atemorizado–, ¿no es exactamente como cuando se mete el carbón? Si no hubiera un techo, en el sótano podrías mirar hacia el fondo.
–Mirad qué montículo más grande se ha formado –dijo Bobbie.
–Sí, está justo encima de la vía descendente –dijo Phyllis.
–Supondrá una buena barrida –dijo Bobbie.
–Sí –dijo Peter lentamente. Todavía estaba apoyado en la valla. –Entonces se irguió–. El tren de las once y veintinueve todavía no ha pasado. Tenemos que comunicarlo en la estación o habrá un accidente terrible.
–Corramos –dijo Bobbie y comenzó a hacerlo.
Pero Peter chilló «¡Volved!», y miró al reloj de Mamá. Estaba muy serio y formal, con la cara más pálida que nunca.
–No hay tiempo –dijo–. Está a dos millas y son las once y pico.
–¿No podríamos nosotros –sugirió Phyllis sin aliento–... no podríamos nosotros subir al poste de telégrafos y hacer algo con los cables?
–No sabemos cómo hacerlo –dijo Peter.
–Lo hacen en las guerras –dijo Phyllis–. Sé que lo he oído.
–Solo los cortan, tonta –dijo Peter–, y eso no ayuda. Y no podríamos cortarlos aunque subiéramos, y no podemos subir. Si tuviéramos algo rojo podríamos bajar a las vías y agitarlo.
–Pero el tren no nos vería hasta llegar a la esquina, y entonces vería el montículo tan bien como a nosotros –dijo Phyllis–, o mejor, porque es mucho más grande.
–Si tuviéramos algo rojo –repitió Peter–, podríamos ir hasta la esquina y agitarlo ante el tren.
–Podemos agitar los brazos de todos modos.
–Pensarán que solo se trata de nosotros, como siempre. Saludamos al tren tan a menudo. De todas formas, bajemos.
Bajaron las escaleras empinadas. Bobbie estaba pálida y temblaba. El rostro de Peter parecía más delgado que de costumbre. Phyllis tenía la cara colorada y sudada por la ansiedad.
–¡Oh, qué calor tengo! –dijo–. Y eso que pensé que iba a tener frío; ojalá no nos hubiéramos puesto nuestras... –se detuvo por unos momentos y entonces terminó en un tono bastante distinto– nuestras enaguas de franela.
Bobbie se giró al final de las escaleras.
–¡Oh, sí! –exclamó–, ¡son rojas! Vamos a quitárnoslas.
Eso hicieron, y con las enaguas enrolladas bajo los brazos, corrieron a lo largo de la vía, esquivando los montículos de piedra, roca y tierra recién caídos, así como los árboles quebrados, aplastados y retorcidos. Corrieron tan rápido como pudieron. Peter iba en cabeza pero las chicas no iban muy por detrás. Alcanzaron la esquina que escondía el montículo de la vía recta del ferrocarril que avanzaba media milla sin curvas ni esquinas.
–Ahora –dijo Peter sujetando la enagua de franela más grande.
–¿No irás –titubeó Phyllis–, no irás a rasgarlas?
–¡Cállate! –le cortó Peter con severidad.
–Oh, sí –dijo Bobbie–, rásgalas en trocitos si quieres. ¿No ves, Phil, que si no podemos parar el tren habrá un accidente de verdad, con gente muerta? ¡Oh, qué horrible! Dame, Peter, por la goma jamás podrás rasgarlas.
Le cogió la enagua roja y la rasgó dos centímetros y medio desde la goma. A continuación rasgó la otra de igual modo.
–¡Ya está! –dijo Peter rompiéndolas también. Dividió cada enagua en tres trozos–. Ahora tenemos seis banderas. –Volvió a mirar al reloj–. Y tenemos siete minutos. Tenemos que hacernos con unas astas de bandera.
Las navajas que se les da a los niños son, por alguna razón, raramente del acero que se mantiene afilado. Tuvieron que tronchar los árboles jóvenes. Dos de ellos salieron con la raíz. Los despojaron de las hojas.
–Debemos hacer agujeros en las banderas y meter los palos a través de los agujeros –dijo Peter. Y cortaron los agujeros. La navaja estaba lo suficientemente afilada como para cortar franela. Dos de las banderas se colocaron en montículos de piedras sueltas entre las traviesas de la vía descendente. Entonces Phyllis y Roberta tomaron cada una una bandera y se prepararon para agitarlas tan pronto como el tren estuviera a la vista.
–Yo cogeré las otras dos –dijo Peter–, porque la idea de agitar algo rojo ha sido mía.
–Pero son nuestras enaguas –empezó a decir Phyllis, pero Bobbie la interrumpió.
–¡Oh, qué importa quién agita qué si podemos salvar el tren!
A lo mejor Peter no había calculado correctamente los minutos que le llevarían al tren de las 11:29 llegar de la estación al lugar en el que se encontraban, o a lo mejor el tren iba con retraso. En todo caso, les pareció que llevaban mucho tiempo esperando.
Phyllis empezó a impacientarse.
–Supongo que el reloj va mal y que el tren ha pasado –dijo.
Peter relajó la actitud heroica que había adoptado para mostrar las banderas. Y Bobbie comenzó a sentir náuseas de tanto suspense.
Le parecía que habían estado ahí horas y horas, sujetando esas estúpidas banderitas de franela roja que nadie vería nunca. Al tren le daría igual. Pasarían a toda velocidad junto a ellos, giraría por la curva e iría a chocarse contra ese horrible montículo. Y todos morirían. Se le pusieron las manos muy frías y temblorosas, así que casi no podía sujetar la bandera. Y entonces llegó el estruendo y el zumbido de los metales, y una ráfaga de vapor blanco apareció a lo lejos de un tramo de las vías.
–¡Poneos rectas –dijo Peter– y agitad como locas! Cuando llegue a ese gran arbusto de aulaga, echaos para atrás pero seguid agitando. ¡No pises las vías, Bobbie!
El tren se acercaba traqueteando muy, muy deprisa.
–¡No nos ven! ¡No nos verán! ¡No sirve de nada! –gritó Bobbie.
Las dos banderitas de la vía se balancearon cuando el tren que se acercaba se agitó e hizo que los montones de piedras sueltas que las sujetaban se aflojaran. Una de ellas se inclinó hacia delante cayéndose sobre las vías. Bobbie saltó hacia delante, la cogió y comenzó a agitarla; ahora no le temblaban las manos.
Parecía que el tren se aproximaba más rápido que nunca. Ahora estaba muy cerca.
–¡Fuera de las vías, cuclillo estúpido! –dijo Peter ferozmente.
–No sirve –dijo Bobbie de nuevo.
–¡Fuera! –gritó Peter de pronto, y tiró de Phyllis hacia atrás por el brazo.
Pero Bobbie gritaba «¡No, todavía no!», agitando sus dos banderas por encima de la vía. El frente de la locomotora parecía negro y enorme. Su voz era alta y áspera.
–¡Oh, para, para, para! –gritó Bobbie. Nadie la oyó. Por lo menos no lo hicieron Peter y Phyllis, porque el estruendo del tren que se aproximaba se superpuso al sonido de su voz con una montaña de ruido. Aunque después se preguntaría más de una vez si la propia locomotora no la habría oído. Parecía que sí porque aflojó rápidamente la marcha, aflojó y se detuvo apenas a veinte metros del lugar en donde las dos banderas de Bobbie se agitaban por encima de las vías. Bobbie vio cómo la gran locomotora negra se quedaba muerta, pero por alguna razón no podía parar de mover las banderas. Y cuando el maquinista y el fogonero se bajaron, y Peter y Phyllis fueron a su encuentro y vomitaron el excitado relato sobre el horrible montículo que había a la vuelta de la esquina, Bobbie seguía haciendo ondear las banderas, aunque cada vez más débil y nerviosamente.
Cuando los otros se giraron hacia ella, estaba tirada en las vías con las manos por delante, aferrada aún a los palos con las banderitas rojas de franela.
El maquinista la levantó, la trasladó al tren y la acostó sobre los cojines de un vagón de primera clase.
–Se ha desmayado –dijo–. Pobre mujercita. Y no me extraña. Voy a echar un vistazo a ese montículo y después os llevaremos a la estación para que la vea alguien.
Era horrible ver a Bobbie en el suelo, tan blanca y silenciosa con los labios azules y abiertos.
–Me imagino que este es el aspecto que tiene la gente cuando se muere –susurró Phyllis.
–No digas eso –le recriminó Peter.
Se sentaron al lado de Bobbie en los cojines azules y el tren dio marcha atrás. Antes de llegar a la estación, Bobbie suspiró y abrió los ojos, se dio la vuelta y empezó a llorar. Esto animó mucho a los otros. La habían visto llorar antes, pero nunca la habían visto desmayarse; ni a nadie más, en realidad. No habían sabido qué hacer al verla desmayarse, pero ahora que solo estaba llorando le podían dar golpecitos en la espalda y decirle que lo dejara, como hacían siempre. Y al rato, cuando paró de llorar, hasta pudieron reírse de ella por ser tan cobarde y desmayarse.
Cuando llegaron a la estación, los tres se convirtieron en los héroes de un agitado encuentro en el andén.
Las alabanzas que recibieron por su «rápida reacción», su «sentido común» y su «ingenio» fueron suficientes para volver loco a cualquiera. Phyllis se divirtió de lo lindo. Nunca antes había sido una heroína de verdad, y la sensación era deliciosa. A Peter se le pusieron las orejas muy rojas. Con todo, él también se divirtió. Solo Bobbie deseaba que nadie hubiera empezado. Quería irse de allí.
–Tendréis noticias de la compañía por esto, supongo –dijo el jefe de la estación.
Bobbie deseó que no volvieran a oír nada de todo aquello. Tiró de la chaqueta de Peter.
–¡Oh, sal de ahí, sal de ahí! Quiero volver a casa –dijo.
Así que salieron. Y al marcharse, el jefe de la estación, el maletero, los guardias, el maquinista, el fogonero y los pasajeros les dedicaron una ovación.
–¡Oh, escuchad! –exclamó Phyllis–, eso es por nosotros.
–Sí –dijo Peter–. Repito que estoy satisfecho de haber pensado en algo rojo y que lo agitáramos.
–¡Qué suerte la de tener puestas las enaguas rojas de franela! –dijo Phyllis.
Bobbie no dijo nada. Pensaba en el horrible montículo y en el confiado tren que avanzaba hacia él.
–Y fuimos nosotros los que lo salvamos –dijo Peter.
–¡Qué espanto si todos hubieran muerto! –dijo Phyllis–, ¿verdad, Bobbie?
–Al final no cogimos las cerezas –dijo Bobbie.
Los otros pensaron que no tenía corazón.