HELICÓPTEROS DE PAPEL

¿Te acuerdas? Era una noche en la que bajamos a Madrid con las chicas. Primero fuimos a beber a la plaza del Rey, en Chueca, y después entraríamos en el Long Play, un garito en Vázquez de Mella al que llamábamos LP. Era la rutina que solíamos seguir por aquel entonces. Como además no teníamos un pavo y salíamos con lo justo, antes de comenzar el botellón debíamos encontrar flyers de los que iban repartiendo los relaciones públicas para poder entrar gratis antes de la una.

Sí, tienes razón, fuimos varias veces a esa plaza. Tenía unos soportales que resultaban socorridos los días de lluvia y frío. Sin embargo, esa noche, aunque ya era primavera, hacía un bochorno tremendo y del asfalto emanaba el calor que se había ido acumulando durante todo el día. Estuvimos sentados en corro en mitad de la plaza, con la bolsa de hielo y las bebidas en el centro. Una vagabunda de pelo cano, largo y oleoso nos miraba desde su banco. Tú no te fijaste en ella, normal, andábamos a lo nuestro: fiestas, beber, intentar follar y poco más… Aquella noche, entre el ruido de los coches y el bullicio de los que se disponían a salir como nosotros, llamaron mi atención unos golpes metálicos que sonaban como martillazos ahogados. Provenían de unas rejillas que había en el suelo de la plaza, de su interior brotaba un aullido continuo y opaco. Ahora te acuerdas, ¿verdad? Claro, eran bocas de ventilación del metro. Desprendían un hedor resultante de la mezcla de óxido, grasa y humanidad. ¡Qué aire tan asfixiante! Entonces se me ocurrió la gran idea: comencé a hacer pliegues y cortes en los flyers de los garitos en los que no nos interesaba entrar. Había aprendido papiroflexia en un libro de aviones de papel que me regaló mi padre. Me gustaba hacerlos con él y observar qué modelo duraba más tiempo volando. Me preguntaste qué hacía, pero no te contesté, continuaba concentrado en mi proyecto, absorto, pero con una sonrisa infantil dibujada en la cara. ¿Funcionaría? La primera prueba fue bien: me puse en pie, lancé hacia arriba uno de los helicópteros de papel y descendió girando con suavidad, tal como esperaba. Una de las chicas me dijo que nunca había visto una cosa así. La vagabunda también presenció ese primer vuelo y lo hizo con interés. Como había salido bien, cogí el helicóptero junto con otro que ya tenía hecho y me encaminé al punto de lanzamiento. Viniste detrás porque adivinaste mi plan, ¿verdad? Cuando estábamos al borde de las grandes rejas de hierro, nos miramos y asentimos, estaba todo preparado. Extendí los brazos y solté ambos helicópteros sobre el torrente de aire caliente, que los puso en revolución y generó un plano con sus hélices que los elevó alto, tan alto que parecía que se iban a perder en el cielo de Madrid. Terminaron cayendo justo al lado del banco de la mujer sin techo. Comenzamos a saltar y a gritar: «¡Funciona!».

Fuimos a recogerlos bajo la atenta mirada de la vagabunda y, antes de volver a la reja, perfeccionamos un poco más ambos modelos. Era la prueba definitiva. Cada uno cogimos un helicóptero de papel, nos situamos en el centro del torrente de aire y contamos hasta tres. El mío se elevó hasta un punto donde se quedó rotando, suspendido, infinito. El otro ascendió aún más alto, hasta que abandonó el flujo de aire, pero en su caída fue absorbido por la corriente y se elevó de nuevo, y así una y otra vez. Permanecieron un rato sobrevolando el cielo de Madrid mientras tú y yo bailábamos abrazados bajo los helicópteros, riendo, observando su vuelo infinito. «No tenéis remedio», nos dijeron las chicas, que nos miraban incrédulas. La mendiga abandonó con dificultad el banco en el que vivía y vino cojeando hacia nosotros. Tenía el rostro iluminado, la boca abierta. ¿Recuerdas aquella sonrisa sin dientes? Cuando pisó la reja, el viento levantó los jirones de trapos que la arropaban, quedaron estos flotando, suspendidos como nuestros aparatos voladores, ingrávidos. Ella también comenzó a bailar y lo hizo a su manera, errante, pero sin perder de vista los helicópteros, alzando los brazos, moviéndolos como una directora de orquesta. Al final, nosotros no necesitamos flyers pues allí permanecimos toda la noche, jugando en la calle.