LOS BANCOS DEL PARQUE

Es de noche, alrededor de las once y media. Frente a la estación de Cercanías, Beltrán llora sin parar en uno de los bancos del parque. Se tapa la cara con las manos, mira hacia el suelo y después levanta la vista al cielo implorando perdón. Busca allí el alivio, pero no lo encuentra.

A esas horas el parque suele estar vacío, pero esta noche, además de Beltrán, hay un hombre paseando a su perro y otras dos personas sentadas en otro banco situado al fondo del parque, en una zona lúgubre y desangelada. Ellos son Juan y Jesús, pero los llaman el Chino y el Chapas.

—¿Me hago otro? —pregunta el Chino.

—¡Buah! Sabes que no te voy a decir que no, pero hoy me voy a ir bien tostao.

—Sí que es potente, sí. Este es del bueno —dice el Chino.

—¿Es del Jasan? —pregunta el Chapas.

—Qué va, se lo he pillado al Mustafá. Ya paso de bajar al poblado. Es más barato, pero está a tomar por culo y es mierda comparado con esta delicia.

—La verdad que no tié color —sentencia Chapas.

El banco donde Juan y Jesús suelen quedar para fumarse unos porros y beberse alguna que otra cerveza está en penumbra y tatuado de mensajes hechos con Tipp-Ex, Edding y espray. También hay textos grabados con navaja, pero la mayoría están hechos con bolígrafo o rotulador. Todo lo contrario que el banco donde llora Beltrán, que está impoluto e iluminado por una de las cinco farolas que hay en el parque, frente al único columpio.

—¿Y ese? —pregunta el Chino haciendo un gesto hacia quien solloza en un banco segundos antes de pasar la lengua por la zona de la pegatina del papel de liar.

—Yo qué sé, tío. No lo conozco.

—Ya imagino que no lo conoces, joder. Con esas pintas de pijo, colega tuyo no iba a ser… Digo que qué le pasa.

—Y yo qué sé, Chino, tío. Pues que le habrá dejado la novia. O que ya no le da la paga su papá —sonríe Chapas.

Beltrán, en cambio, no repara en la presencia de los ocupantes del banco, que lo observan con atención. Para él solo existe su profundo pesar.

—Va, venga, ¿tú qué dices que le pasa? —pregunta el Chino.

—Yo qué sé —responde el Chapas quitándole el porro de la boca a su amigo—. ¿Me vas a dejar que me goce este veneno tranquilo o qué?

El Chino mete las manos en los bolsillos del abrigo y se estremece por el frío de la noche. Mantiene la vista fija en Beltrán, afina la mirada, observa los movimientos del extraño visitante nocturno, la ropa que viste, sus gestos, y concluye:

—Yo creo que es gay.

—Mira que eres pesadito. ¿Y por qué coño crees eso?

—Por las pintas que lleva.

El Chapas le da otra larga calada al porro que coge haciendo pinza con la yema de sus dedos pulgar e índice. Sus ojos se concentran en Beltrán mientras retiene el humo en los pulmones con gesto de esfuerzo. Termina por exhalar con placer una gran humareda blanca que el Chino aparta con la mano.

—Tío, pero mira cómo se mueve, cómo llora. Está claro…

—¿Si lloras eres gay? —pregunta el Chapas, que comienza a tener los ojos enrojecidos y algo decaídos.

—No, pero si lo haces así, sí.

Entonces el Chapas comienza a imaginar un grupo de gais en el que todos lloran igual y se mueven de la misma manera, como si fuera una coreografía de esas de película india interminable repetida una y otra vez: los actores gais alzan la vista hacia el cielo, tal como hace Beltrán, y luego la bajan al igual que él; con las manos se tapan la cara y después dan una vuelta sobre sí mismos.

—Este ha tenido un lío con la familia —dice el Chino.

—Pues le habrán pillado que es maricón —añade el Chapas.

—O se le habrá muerto alguien…

—O yo qué sé, tío. ¿Qué coño hacemos hablando de ese pobre?

—Ni idea, pero me lo estoy gozando.

—Ya, ya te veo. Yo sí que me estoy gozando este porro.

Se quedan observando mientras fuman lo poco que queda del porro. A su alrededor, una humareda de perfume sativo, un olor a verde, a arizónicas bajo el rocío de la noche los rodea.

—Ese es gay —repite el Chino.

—Pffff, mira que eres…

Mientras el Chino y el Chapas continúan divagando, Beltrán no deja de pensar en su abuela, que fue la matriarca de una familia en cuyo seno se reverenciaban todas las decisiones tomadas por ella. La líder del clan nunca era discutida. Chapada a la antigua y educada bajo el paraguas de una Iglesia católica, apostólica y romana, fue un puño firme de hierro que supo cómo repartir orden, cariño y mando a partes iguales. La abuela había pasado a mejor vida esa misma tarde. A sus noventa y dos años, la familia estaba preparada para despedirla, todos menos Beltrán, que ahora lleva una pesada losa, un secreto que no se atrevió a confesar en vida y que ahora trata de hacerle llegar entre lágrimas.