ANGELITA

Majadahonda. Viernes, una y media de la madrugada.

El mejor plato de huevos fritos con patatas y whisky que se puede tomar a esta hora. Sí, no me he equivocado. Allí te hacían a la hora que tú quisieras una sartenada de patatas fritas como Dios manda. ¿Y cómo manda Dios? Pues en sartén honda llena de aceite con una costra al fondo en forma de forro de grasa quemada por cientos de usos. Esas patatas estaban a la altura de las que me hacía mi abuela. En esa misma sartén iban los dos huevos fritos, que no se pegaban ni de broma, vamos, es que ni se atrevían. Y el suculento plato que te servía Angelita, la dueña de la taberna, iba regado con whisky con Coca-Cola en vaso de sidra. Ese era un momento de placer total al que acompañaba el entorno que ahora paso a describir:

Taberna lúgubre con ventanas de cristal esmerilado amarillento y traslúcido por llevar allí años sin una limpieza digna. Barra, banquetas, celosías y escaleras de una madera oscurecida por la mugre. En las paredes, tres cabezas de jabalí colgadas, las que le debían de dar el nombre al bareto que tantas noches de gloria nos proporcionó. Esas taxidermias en la pared no pasaban desapercibidas, no solo por la fiereza del gesto o por las pelusas que les colgaban, sino por los claveles y peinetas de plástico que Angelita les había puesto como adornos. Eran ellos jabalíes con ornamentación sevillana plantificada en todo lo alto. Y de una de las paredes, donde estaba la celosía rancia, colgaba el único símbolo de modernidad: una televisión de cincuenta pulgadas extraplana en la que se emitía el canal seleccionado por quien hubiera tenido el grasiento mando por última vez. A partir de cierta hora se solía emitir lo mismo: la película porno de la noche. A la que he de decir que tampoco se le hacía mucho caso, lo que allí se movía era más suculento.

 

Patatas, huevos, whisky, Coca-Cola, amigos y porno. ¿Qué más se le puede pedir a un lugar custodiado por tres jabalíes flamencos y gobernado por una guerrera, Ángela, con mando y galones de general? Angelita la indestructible llevaba demasiadas noches sirviendo placer y mugre a partes iguales, las cucarachas correteaban por suelos, paredes y hasta por la barra mientras ella, a grito de «¡Chiqui!», nos llamaba para mandarnos callar. En otras ocasiones la llamada era para que atendiéramos alguna de sus teorías filosóficas que en tantos momentos abrieron profundos debates entre nosotros que nos hicieron pensar.

—¡Chiqui! Te voy a decir una cosa —me dijo una vez mientras me miraba seria, firme y directa a los ojos—: Esto es peor que la guerra. Sí, sí, no te rías, escúchame. Esto es peor que la guerra y ¿sabes por qué? Te lo voy a decir. Porque en la guerra había horarios, y se respetaban. No como ahora, que ya no hay respeto por nada.