CITA LISÉRGICA
María estaba ilusionada y también nerviosa, tenía su primera cita a ciegas. Con cuarenta y cuatro años y sin pareja, se sentía sola. «Que tú vales mucho. ¡Anda que no hay hombres que desearían estar con una mujer como tú! Quiérete más, María», le decían sus amigas. Era ella quien le cerraba las puertas al amor, no se sentía preparada, se paralizaba con solo pensar en ello. Laura, su mejor amiga, le daba consejos: «Tía, que ahora es muy sencillo: tira de aplicaciones, que hay un montón. Te pones a hablar con quien te apetezca, de cosas serias o marranadas, según tengas el día. Si no te gusta, lo bloqueas y no vuelve a molestarte. Que te gusta…, quedas con él y, si fluye, terminas la noche despatarrada y con un subidón que no te lo crees, chica».
Jesús apenas albergaba esperanzas, había tenido muchas citas de este tipo y ya no confiaba en encontrar el amor por medio de una aplicación. Con cincuenta y seis años era pesimista y, en sus desvelos sobre una muerte cada vez más cercana, lo que más lo atormentaba era no haber formado una familia. Por eso seguía usando Tinder. Y porque la esperanza es, tal como se dice, lo último que se pierde. Además, si ella le parecía atractiva, el contacto carnal de una noche le sentaría bien. Sobre todo con semejante situación de pandemia, en la que un mes se podía salir a la calle y al otro no. Aquel era un mal momento para las personas solitarias. Se enfundó su abrigo azul oscuro y, asegurándose de cerrar con llave, se dirigió a intentar disfrutar de su plan de aquella noche.
Habían quedado en un bar cercano a su casa, lo prefería así pues en pocos minutos sabría si el encuentro sería un nuevo fracaso. En un restaurante la velada se alargaría esperando los entrantes, el plato principal, el postre y hasta un posible café. Jesús, además de pesimista, era práctico. Ambos caminaban iluminados por las farolas en dirección al punto de encuentro. De primeras a María le gustó que fuese alto y de espaldas anchas. Ella, en cambio, era bastante pequeña y de pechos generosos, cualidades ambas que agradaban a Jesús. Cuando se quitaron las mascarillas reconocieron por completo sus rostros. Entonces lo tuvieron claro, se atraían y al tercer vino, tras una larga y agradable conversación, se dieron cuenta de que también se gustaban por dentro. Así que Jesús le propuso cenar algo a María. Conocía un restaurante agradable y bueno en esa misma calle.
La conversación fluía y el vino también. Estuvieron muy a gusto, el tiempo volaba para ellos. Hasta que les indicaron que, debido a la restricción de horarios, debían cerrar.
Se vieron de nuevo en la calle, pero para entonces ninguno quería volver a casa. «Me apetece mucho bailar», le dijo ella. A Jesús le pareció una buena idea, pero estaba todo cerrado. Entonces, temeroso de que aquello fuera el final de la noche y empujado por un ímpetu que hacía tiempo que no sentía, se lanzó a besarla. María experimentó un ardiente deseo de continuar juntos sin saber ni cómo ni dónde. De súbito, tuvo la intuición de hacer la llamada que le salvó la noche.
—Laura, ¡quiero ir a bailar!
—¿Qué coño dices, María? ¿En pandemia? ¿Y a estas horas?
—Venga, Laura. Dime un sitio para ir, que dicen que Madrid nunca duerme.
—María, tú estás borracha… Oye, ¡que tenías la cita! ¿Qué tal?
—Sí, Laura. Muy bien. Queremos bailar. ¿Me vas a ayudar?
—Yo qué sé… Espera, deja que pregunte al pieza de mi hermano, seguro que sabe algo. ¡Tía…, estás fatal!
El hermano de Laura les recomendó un lugar lejano a las afueras de la ciudad y, por suerte, María había ido en coche a la cita. Llegaron, gracias al móvil, a un descampado de tierra húmeda donde había otros coches aparcados. La música provenía del interior de una nave industrial destartalada. Volvieron a besarse en el improvisado aparcamiento, bajo una luna llena que iluminaba aquella fría noche. «Desde luego, esto no era lo que buscaba», pensó María tras abrir la puerta metálica que daba acceso a una fiesta clandestina de música trance. Aquello tenía muy poco que ver con la salsa que le pedían sus caderas. Tampoco convencía a Jesús, que miraba buscando dónde se vendía el alcohol que les haría falta para integrarse en ese ambiente. Dos haces de luz verde y roja rompían la oscuridad que reinaba en el interior. Provenían del mismo lugar que la música penetrante, del fondo de la nave.
Preguntaron a varias personas por la barra del bar, solo les respondió un chico, el resto bailaba sin hacer caso. Les dijo que no había barra, que era una fiesta donde cada uno debía llevar su propia bebida. «Joder, pues ya nos lo podía haber dicho el hermano de Laura. Bueno, y todo lo demás…, porque menudo antro», pensó María.
—¡Pero, si queréis, tengo M! —dijo el joven.
—¡¿Qué!? —vociferó Jesús.
—¡Que tengo un M to bueno! —le gritó al oído, lo que le ocasionó un dolor agudo—. Ha salido con un rollo mu tripi. Os lo dejo a buen precio.
—¡No sé qué es M!
—¡MDMA! ¡Éxtasis! Amor puro.
Justo de eso iba la noche.
Decidieron comprar aquella diminuta bolsa de polvo. El chico les enseñó cómo debían tomarlo: lamiendo la yema de sus índices para que aquel cristal quedase pegado y posteriormente pudieran chuparlo. Les pareció tan sencillo que se lo terminaron. Después intentaron imitar la forma de moverse del resto de personas que abarrotaban la nave; quizá, de esa forma, encontrarían el punto de una fiesta con una música que no encajaba para nada con sus gustos.
Las luces se movían vibrantes por aquel escenario tan siniestro dejando una estela que María deseaba tocar. Porque sabía que podía mover el tono verdoso, como si fuesen algas a orillas de una charca. Los sonidos agudos tenían a Jesús sorprendido, saltaban traviesos apoyándose sobre los graves, parecían chispas de un equipo de soldadura. En el techo dos pájaros hablaban: el gorrión quedaba con el cuervo para ver un atardecer. El suelo ya no era pegajoso, así que pudieron comenzar a moverse, «menos mal, porque tenía muchísimas ganas de bailar. ¿Por qué no lo había hecho antes? Ah, era porque el suelo me estaba agarrando». María estaba eufórica, también Jesús. «Gracias, suelo, ahora que me has soltado pienso volar con los pájaros». Entonces las manos de ambos, tras un leve roce, se entrelazaron fundiéndose en una. Ascendieron atravesando el techo de la cueva. «Ahora yo soy tú bajo la luz de la luna». Todo estaba conectado: la pena del gorrión saludaba a la felicidad del cuervo. La armonía inundó sus corazones. María decidió separarse, lo hizo con gran fuerza de voluntad y pudo reconocer su bloqueo. Se sintió morir y entendió que no pasaba nada por ello. Jesús observaba la vida, con la seguridad de que ya nunca moriría, se sentía eterno porque permanecería en todo lo que tocase. Salieron a la calle transportados por una corriente eléctrica que los llevaba a entrar en el coche y, aparcados en la oscuridad, se besaron con ansia. Envueltos por unas ventanas empañadas, hicieron el amor. Finas gotas condensadas se deslizaban por los cristales. Todo era perfecto, nada molestaba.
Al día siguiente, María se despertó tarde, había llegado a su casa cuando el cielo ya clareaba. Quería tomarse su tiempo para procesar lo ocurrido y decidió no contactar con Jesús, aunque estaba desando hacerlo. Llamó a su amiga y le dio las gracias a su hermano. «Ojalá yo hubiera salido como él cuando me tocaba, Laura. Pero ¿sabes qué? Nunca es tarde». Jesús, aunque hubiera querido, no hubiera podido contactar con ella. Pasaron unos días hasta que María se sintió preparada. Lo tenía claro, no le importaba que Jesús no hubiese respondido a sus mensajes. Sabía dónde vivía e iba directa a por él. Un poco después de llegar a su casa, un vecino le dijo que no insistiera llamando. Jesús había sufrido un infarto, justo al día siguiente de conocerse.
La tristeza no encontró hueco para instalarse en el corazón de María pues entendió el motivo de aquel fugaz encuentro con Jesús. Fue con él con quien había descubierto los secretos de la existencia. Ahora, aunque evidentemente distantes, ella intuía que permanecerían unidos para siempre. Días después, María obtuvo un resultado positivo en la prueba de embarazo.