20.

 

Mírame. Mírame, le pedía siempre Hortensia después del amor, cuando él abandonaba su cuerpo y ella buscaba su hombro desnudo para apoyar la cabeza. Mírame, le rogaba buscando sus ojos, aunque yo no te mire, y ella cerraba los suyos. Tensi. Él abría los brazos, agotado, cansado hasta para mirarla. Tendido boca arriba saboreaba su cansancio y le mentía:

—Te estoy mirando.

Ahora Felipe lamenta no poder mentir a Hortensia. Lamenta no poder abrazarla y se pregunta si la abrazará una vez más, una sola vez, antes de morir. Y lamenta haberse enojado con Tensi cuando fue a reunirse con él.

—¿Tú te has vuelto loca? Pueden haberte seguido. Además, éste no es sitio para una mujer, y menos para una preñada.

Ella le devolvió el grito al contestar que un somatén de Barcelona le había pegado una patada en el vientre. Y ahora Felipe lamenta haberle gritado, y recuerda el último beso que le dio, cuando ella se despidió de él antes de bajar a El Llano para comprar una gallina. Él retiró la boca, y le dijo que el monte no es lugar para besos. Y ahora lo lamenta. Y lamenta no haberse abandonado en ella ni una sola vez desde que llegó al cerro, ni una sola vez. Mírame, le habría rogado Tensi. Lo lamenta. Porque Felipe teme que va a morir y, aunque no teme a la muerte, teme morir sin mirarla otra vez. Tensi. Y se lleva la mano al costado y presiona la herida para sujetar el dolor. Ha dejado de sangrar. El emplaste de resina fresca que le colocó Paulino después del tiroteo ha cortado la hemorragia pero el dolor muerde como una alimaña e impone su tiranía. Felipe intenta dominarlo pensando en Hortensia. Tensi. Saca de su bolsillo la fotografía que le regaló en Don Benito, cuando ella aprendió a escribir. En prueba de mi cariño, te dedico este recuerdo. Tuya para siempre: tu Hortensia. Tuya para siempre. Y recorre la piel de su retrato. Le acaricia la mejilla. Saborea su ternura con las yemas de los dedos. Le acaricia el brazo. Sonríe al verla sonreír. La besa en los ojos, en los labios abiertos y en los dientes separados. Tensi, con su uniforme de miliciana, con su fusil en bandolera y la estrella roja de cinco puntas cosida en el costado, sonríe para él, con un niño que no es suyo en los brazos. Era un día caluroso de julio, ella se había puesto los pendientes que él le había comprado en Azuaga y se había recogido el pelo ocultando sus trenzas.

—Cuando termine la guerra, tendremos un niño como éste, mira qué guapo es.

Alzó al niño y se echó a reír.

—Ay madre, ay madre mía.

Agitó sus pendientes y la borla de su sombrero. Hacía calor. Y Tensi se bajó la cremallera del mono azul dejando al descubierto su cuello.

—¿Te gustaría, Felipe? Uno como éste, mira, ¿te gustaría?

—Y con el puño cerrado.

—Pero con sus cinco deditos.

—Con deditos o sin deditos, pero el puño cerrado.

—No seas bruto, Felipe.

La besará en el cuello. Le quitará el gorro y acariciará sus dos trenzas. Tensi. Le bajará la cremallera hasta más allá de la cintura. Y gozará de la dulzura de su cuerpo. Acompasará la respiración a la suya, y se deslizará entre sus muslos cobrizos. Sin prisa. Y después, ella le pedirá que la mire. Felipe aprieta los labios y sofoca un suspiro. Porque Tensi espera un hijo, y él no podrá verla con su hijo en los brazos.

Regresa el dolor. Felipe intenta incorporarse para atisbar el sendero por donde ha de regresar Paulino.

Todos los demás están muertos.

Y ahora él va a morirse solo, tirado en el monte, besando el retrato de Tensi. Tensi. Tensi.

Debería pegarse un tiro ahora mismo.

Un tiro. Ahora mismo. Paulino debió matarle cuando él se lo pidió. Pero no le mató.

—No quiero que me cojan vivo.

Su compañero no atendió a su ruego.

—No te cogerán.

Le rodeó la cintura, lo sujetó sobre su hombro y cargó con su peso para ayudarle a caminar hacia un lugar seguro antes de ir a buscar ayuda. Se escondió con él durante horas, debajo del puente que los guardias civiles habían atravesado para marcharse triunfantes, con los cadáveres de sus compañeros colgados en mulas. Y allí, en su escondite, le curó la herida con un apósito de resina de pino fresca y le escuchó hablar de su mujer, de lo mucho que la había querido, y de lo mucho que la quería.

—Llévame a verla.

Le rogó que lo llevara a verla. Se lo rogó repetidamente, sin quejarse de la bala alojada en su costado, doliéndose únicamente de la ausencia de Tensi.

—Llévame a verla.

—Antes hay que sacar esa bala.

Paulino pensó en don Fernando. Porque don Fernando era médico, y aún les debía un favor. Por lo de Paracuellos. Sí, se acordó de don Fernando, el doctor Ortega, y de Paracuellos del Jarama. Felipe y Paulino le conocieron en la primera reunión de la Junta de Defensa de Madrid, en el Ministerio de la Guerra, y pocos días después lo vieron cerca del aeropuerto de Barajas, junto a Kolstov, cuando trasladaban a más de mil prisioneros políticos desde la cárcel Modelo. A otra cárcel dijeron que los llevaban. Aún les debe un favor, conseguir que la hermana de Hortensia sirviera en su casa es echar una mano, pero no es un favor.

Sin escuchar a Felipe, que seguía hablando en voz baja de Tensi, Paulino decidió que recurriría a don Fernando. Lo decidió mientras esperaba el momento adecuado para ir en busca de su enlace a la huerta de El Altollano. No dejaría morir a su compañero. No lo permitiría. Había sido incapaz de evitar las muertes de los demás. Había sido incapaz de convencerles de que debían cambiar de campamento esa misma mañana, cuando se acercó a ellos un hombre que iba recogiendo leña en un carro de bueyes. El perro que iba con él comenzó a ladrar, y el gañán bajó del carro para ver por qué ladraba. Perro y dueño se pararon a cien metros del grupo, que ya había encarado las armas al oír los ladridos. El hombre hizo ademán de huir.

—No se mueva.

No se movió. No podía moverse.

—Ya se supondrá quiénes somos. Somos guerrilleros defensores de la República.

—Ya he oído hablar.

—¿Qué piensa usted hacer?

—No sé lo que tengo que hacer.

—Lo que tiene que hacer es callarse la boca, no decirle a nadie que nos ha visto.

—Yo no se lo digo a nadie.

—Si da cuenta de que nos ha visto, se pone usted mismo en peligro, a lo mejor no es hoy, ni mañana, pero usted peligra un día a la muerte.

—No, no, tranquilos.

Ese hombre llevaba el miedo en las manos. Les dio un Viva la República y sonrió. Pero el miedo se veía en la piel de gallina de sus manos, en su vello erizado, en su temblor y en las veces que volvió la cara mientras se marchaba.

—Ése no se ha alegrado de vernos, puedes estar seguro. ¿Le has visto las manos?

—Ya estás con lo mismo.

—Ese tío nos denuncia.

—Quiá.

—Si nos aplastamos aquí, aquí mismo nos limpian. Hoy tenemos la de San Quintín aquí mismo.

—Almorzamos y nos vamos.

Todos acusaban la fatiga de la caminata de la noche anterior. Había llovido y estaban mojados. Paulino no insistió. Encendieron un fuego para secarse y se dispusieron a descansar. La Guardia Civil no tardó en rodearlos. Eran las tres de la tarde y estaban comiendo. Los guardias civiles llegaron abiertos, bien separados, con fuego cruzado. Algunos camaradas murieron con un trozo de queso en la boca. No resistieron ni un solo asalto. Ni un asalto. Felipe y Paulino encontraron un hueco en el flanco enemigo rompiendo el cerco con una bomba de piña; pero hirieron a Felipe, y no pudieron huir más allá de unos metros. Se camuflaron en un sembrado. Una hilera de pequeño matorral separaba el sembrado del baldío. Fue entonces cuando su compañero le pidió que le matara.

—Disfrutarán con nuestras muertes, con nuestras vidas no. Y yo no tengo valor.

Él tampoco tuvo valor. Le ayudó a arrastrarse hasta los matorrales y allí, agazapados con el arma en la cara, matar o morir, escucharon voces que se acercaban.

Doce miembros de la partida estaban muertos. Y al menos cinco guardias civiles cayeron con la explosión de la bomba. Felipe quiso lanzar otra, pero Paulino le detuvo:

—Espera, yo creo que no nos han visto.

—Pues al primero que nos vea, me lo vendimio.

El primero que llegó hasta ellos era un número de la Guardia Civil, al que seguía un sargento.

—Mi sargento, aquí hay sangre, uno va herido.

Y Felipe y Paulino se vieron perdidos.

—Me he puesto el traje nuevo esta mañana y ahí en el monte me lo voy a estropear.

—Ya le darán otro.

Quizá el sargento sabía que detrás de los matorrales se agazapaba la muerte. Quizá por eso no se dejó convencer por el número que insistía. Y se marcharon. Quizá huyeron de Felipe y Paulino. O quizá al traje nuevo del sargento le debían la vida los dos. Y los dos esperaron a verlos marchar, hacia el puente, con el resto del tercio.

Paulino intuyó que el mejor lugar para esconder a Felipe mientras él iba a pedir ayuda era precisamente el camino que los guardias civiles tomaron para regresar. El puente.

Y desde su escondite, vieron cómo se alejaban los cadáveres de sus camaradas ensangrentados sobre las mulas, el balanceo de sus cabezas y sus brazos. Doce. Ernesto. El Porra. El Gallego. Los vieron, sin poder diferenciar a unos de otros. Sebas. Carlos. Sus rostros desfigurados. Victoriano. El Torero. El Chiqui. Tomás. Paco. Cien palos. Murillo. Pero él no consentiría que El Cordobés muriera. Él iría en busca de Carmina para que Pepita viniera, y Pepita le traería al médico que le extirparía la bala. Y después, Paulino cumpliría su juramento. Porque Felipe quería ver a Hortensia.

—Júrame que me llevarás a verla, júramelo.

—Te lo juro.