7.
La detención de Pepita resultará decisiva para don Fernando, que lleva una semana escogiendo las palabras que le dirá a su padre cuando le comunique que rechaza su oferta de trabajar como médico en la prisión de Ventas. Una semana le dio de plazo su padre para pensarlo.
—Mira, Fernando, tú eres médico, no un contable de tres al cuarto.
Una semana, que acaba de terminar. Pero después de la visita de doña Celia, ya no sirven las palabras que había elegido. Aceptará el cargo. Le dará a su padre esa satisfacción, pero exigirá a cambio que utilice su puesto de asesor médico en el Ministerio de Gobernación para liberar a Pepita.
Acudirá a ver a su padre sin perder un instante. Saldrá a la calle abrigado con su capa española, y su mujer, doña Amparo, lo verá cruzar desde la esquina de la calle Relatores con la de Magdalena, donde espera a que él salga de casa. Siempre acecha en la misma esquina cuando vuelve de la iglesia, sujetándose el velo de encaje con una mano y apretando el misal que lleva en la otra. Vigila, hasta que lo ve salir, y entonces abandona su escondite, sube la calle Relatores y entra en casa. Su marido lo sabe. Supo que se escondía de él una mañana que la vio agazaparse. El acto de ocultarse la delató. Aquella mañana don Fernando tenía una cita con su padre en su consulta privada, en la plaza de Tirso de Molina, de modo que dio una vuelta a la manzana para no descubrir a su esposa. Pero hoy tiene prisa. Hoy Pepita está en Gobernación y él tomará el camino más corto para ir a pedir ayuda a su padre. Caminará a paso ligero hacia la esquina donde espera doña Amparo. Pasará junto a ella sin detenerse. Un leve saludo. Una inclinación de cabeza, a la que doña Amparo responderá del mismo modo. Y seguirá su marcha hacia la plaza. Llegará a la consulta de su padre decidido a exigirle que intervenga para que Pepita salga de Gobernación; para que su padre saque de allí a la joven que estuvo al borde de un síncope cuando le llevó un mensaje de El Chaqueta Negra. Debe sacarla de allí, antes de que sea tarde para ella, y tarde para él. Pepita hablará, lo contará todo. Todo. Y él estará perdido. Ahora debe escoger con mayor razón las palabras que le dirá a su padre. Debe decidir, y apenas hay tiempo para hacerlo, Pepita estará ya en la sala de interrogatorios. Él ha de escoger las palabras que le dirá a su padre, para no delatarse a sí mismo. Hablará, don Fernando, midiendo lo que calla. Y dirá lo justo para que su argumento sea poderoso, para que su interés en liberar a su sirvienta no levante sospechas. Ha de correr el riesgo necesario, sólo y nada más que el necesario, y ha de ser rápido. Sin perder un segundo. En apenas un segundo se puede pronunciar un nombre. Ha de convencer a su padre esa misma mañana, en ese mismo instante, para que la fragilidad de Pepita no suponga su propia destrucción.
—¿Recuerdas a Pepita, la muchacha de casa?
—Claro, la que sirvió la mesa en Navidad. Muy guapa.
Don Fernando no tomó asiento. No se quitó la capa española. Tan sólo se descubrió la cabeza y dejó su sombrero sobre la mesa del despacho de su padre.
—Acaban de llevársela a Gobernación. Si la sacas de allí ahora mismo, acepto el puesto en la cárcel de Ventas.
—Es guapa, muy guapa, sí. ¿Qué ha hecho?
—Nada. Ha recibido una carta de Francia, y se la han llevado sólo por eso.
—Entonces, la soltarán, no te preocupes.
—Sácala de allí. Si la sacas ahora mismo, acepto el puesto.
—Me decepcionas, Fernando. Deberías aceptar ese puesto por ti mismo, o por Amparo.
Las manos de don Fernando se aferraron a la mesa de despacho. Su padre sintió su nerviosismo. La congestión de su rostro le alarmó.
—Siéntate, muchacho, y quítate la capa o te va a dar algo.
—Es urgente, papá.
—Siéntate, y charlemos con calma.
—No he venido a charlar. He venido a aceptar el puesto y a pedirte un favor.
—¿Lo sabe Amparo?
—Amparo no tiene nada que ver.
—Ya me lo figuro. Pero si yo saco a esa chica de Gobernación, la sacas tú de tu casa. Le debes un respeto a tu mujer.
—Pero...
—No hay peros, la sacas hoy mismo y mañana empiezas en Ventas.
Don Fernando cogió su sombrero de la mesa.
—De acuerdo, vámonos ya.
—No es necesario que tú vayas, yo me ocuparé de todo cuando acabe la consulta.
—Quiero sacarla yo mismo de allí.
—Entiendo.
—Estamos a un paso de la Puerta del Sol, si nos vamos ahora, es posible que lleguemos a tiempo.
—¿A tiempo de qué?
—Papá.
En el tono de su voz, don Fernando quiso expresar lo evidente. Dijo Papá, por no decir Lo sabes perfectamente. Y el padre lo entendió.
—Vamos.
Vamos, dijo el médico que conocía el tratamiento que recibían los detenidos, y el estado en el que salían de Gobernación.