Cómo hablar de los animales

 

 

 

 

Por si no sois unos apasionados de la actualidad, esta historia sucedió en Nueva York hace algún tiempo.

Central Park, Jardín Zoológico. Unos chiquillos juegan cerca del foso de los osos blancos. Uno desafía a los demás a que se bañen y naden alrededor de los osos; para obligar a los amigos a que se tiren, les esconde la ropa; los chicos entran en el agua, chapotean alrededor de un osazo plácido y soñoliento, le hacen carantoñas. Este se cansa, estira una pata y se come, o más bien, mordisquea a dos niños, dejando pedazos aquí y allá. Acude la policía, llega incluso el alcalde, se discute si matar al oso, se reconoce que no ha sido culpa suya, se escribe algún artículo de efecto. Qué casualidad, los niños tenían nombres españoles: chicanos, quizá de color, quizá recién llegados, en cualquier caso, acostumbrados a la bravuconada, como les sucede a todos los chicos que se juntan en bandas en los barrios pobres.

Interpretaciones diferentes, todas bastantes severas. Muy extendida la reacción cínica, al menos, de viva voz: selección natural, si fueron tan estúpidos para nadar junto a un oso, se lo merecían; yo ni siquiera a los cinco años me habría tirado al estanque. Interpretación social: bolsas de pobreza, educación escasa, por desgracia se es subproletario también en la imprudencia, en la desconsideración. Pero ¿qué escasa educación, me pregunto, si incluso el niño más pobre ve la televisión y lee los libros del colegio, donde los osos devoran a los hombres y los cazadores los matan?

Llegados a este punto, me pregunto si los niños no entraron en el estanque precisamente porque veían la televisión e iban al colegio. Esos niños han sido víctimas, probablemente, de nuestra mala conciencia, interpretada por la escuela y por los medios de comunicación de masas.

Los seres humanos han sido siempre despiadados con los animales, y cuando se han dado cuenta de la propia maldad, han empezado, si no a amarlos a todos (porque con mucha tranquilidad siguen comiéndoselos), por lo menos a hablar bien de ellos. Si además se piensa que los medios de comunicación, la escuela, los organismos públicos tienen que hacerse perdonar tantas acciones contra los hombres, bien mirado, resulta remunerativo, psicológica y éticamente, insistir en la bondad de los animales. Se deja morir a los niños del Tercer Mundo, pero se invita a los niños del Primero a respetar no solo a libélulas y conejitos, sino también a ballenas, cocodrilos, serpientes.

Nótese que, en sí misma, esta acción educativa es correcta. Lo que es excesivo es la técnica persuasiva que se elige: para convertir a los animales en seres dignos de supervivencia se los humaniza y transforma en muñecos. No se dice que tienen derecho a la supervivencia aunque, según sus costumbres, sean salvajes y carnívoros, sino que se los hace respetables volviéndolos amables, graciosos, bonachones, benévolos, sabios y prudentes.

Nadie es más desconsiderado que un lemming, más pasota que un gato, más baboso que un perro en agosto, más maloliente que un cerdo, más histérico que un caballo, más memo que una mariposa nocturna, más viscoso que un caracol, más venenoso que una víbora, menos fantasioso que una hormiga y menos creativo musicalmente que un ruiseñor. Simplemente hay que amar —y si de verdad no podemos, por lo menos, respetar— a estos y otros animales por lo que son. Las leyendas de antaño exageraban con el lobo malo, las leyendas de hoy exageran con los lobos buenos. No hay que salvar a las ballenas porque son buenas, hay que salvarlas porque forman parte de la decoración natural y contribuyen al equilibrio ecológico. En cambio, nuestros niños están educados con ballenas que hablan, lobos que se inscriben en la tercera orden franciscana y sobre todo, ositos de peluche hasta la saciedad.

La publicidad, los dibujos animados, los libros ilustrados están llenos de osos buenos como el pan, respetuosos para con las leyes, mimosos y protectores. Es insultante para un oso oír decir que tiene derecho a vivir porque —como se dice por mi tierra— es grande y grueso, mucho volumen, poco seso... Por lo tanto, sospecho que los pobres niños de Central Park murieron no por defecto sino por exceso de educación. Son víctimas de nuestra conciencia infeliz.

Para hacerles olvidar hasta qué punto son malos, los hombres les han explicado demasiado que los osos son buenos. En vez de decirles sinceramente cómo son los hombres y cómo son los osos.

 

(1987)