El telefax es, realmente, una gran invención. Para quien no lo sepa todavía, metéis una carta, marcáis el número de vuestro corresponsal, y en pocos segundos este la recibe. Y no solo una carta, sino también dibujos, mapas, fotografías, páginas de cálculos complicados que no se pueden dictar por teléfono. Si la carta va a Australia, el precio de la transmisión se corresponde con el de una llamada intercontinental de igual duración. Si la carta va de Milán a Saronno, lo mismo, en términos de tarifa interurbana. Calculad que una llamada de Milán a París, en horas nocturnas, os sale más o menos por mil liras. En un país como el mío, donde correos, por definición, no funciona, el telefax resuelve todos los problemas. Otra cosa que la gente corriente no sabe es que, por una suma razonable, os podéis comprar un fax para tenerlo en vuestro cuarto o para llevároslo de viaje. Digamos de un millón y medio a dos millones de liras. Mucho para un capricho; poco si tenéis una actividad que os obliga a mantener correspondencia con muchas personas y en muchas ciudades.
Pero por desgracia existe una ley inexorable de la tecnología, y es que cuando las invenciones más revolucionarias se vuelven accesibles para todos, dejan de ser accesibles. La tecnología es, tendencialmente, democrática porque promete a todos las mismas prestaciones, pero funciona solo si la usan los ricos. Cuando la usan también los pobres, se desbarajusta. Cuando un tren tardaba dos horas para llegar de A a B, aparece por encanto el automóvil que llega en una hora. Por eso costaba muchísimo. Pero en cuanto se volvió accesible a las masas, las carreteras se embotellaron, y el tren volvió a ser otra vez más rápido. Pensad lo absurdo que es el llamamiento al uso del transporte público en la era del automóvil: pero con los medios públicos, aceptando no ser unos privilegiados, llegáis antes que los privilegiados.
Respecto del automóvil, para que se alcanzara el punto de colapso, fueron necesarias muchas décadas. El telefax, más democrático (la verdad es que cuesta menos que un automóvil), ha alcanzado el colapso en menos de un año. Hoy en día se tarda menos en mandar algo por correo. Y es que el telefax fomenta las comunicaciones. Si antes vivíais en alguna zona perdida del Sur y teníais un hijo en Sidney, le escribíais una vez al mes y le llamabais por teléfono una vez a la semana. Ahora, con el telefax, podéis mandarle instantáneamente la primera foto de la primita recién nacida. ¿Cómo resistir la tentación? Además, el mundo está habitado por personas, en número creciente, que quieren deciros algo que a vosotros no os interesa: cómo hacer una inversión mejor, cómo adquirir un objeto, cómo hacerles felices mandándoles un cheque, cómo realizaros completamente participando en un congreso que mejorará vuestra profesionalidad. Todos estos individuos, en cuanto saben que tenéis un fax, y desgraciadamente existen unos anuarios, se desviven por enviaros, con costes sostenibles, mensajes no requeridos.
Como resultado, os acercáis por la mañana a vuestro telefax y lo encontráis sepultado por mensajes que se han ido acumulando durante la noche. Naturalmente los tiráis sin leerlos, pero si, mientras tanto, un íntimo vuestro quería deciros que habíais heredado una fortuna del tío de América, y que tenéis que presentaros antes de las ocho ante un notario, habrá encontrado la línea ocupada y no habréis recibido el mensaje. Si esa persona debe llegar a vosotros, debe hacerlo por vía postal. El telefax se está convirtiendo en el canal de los mensajes insignificantes, así como el coche se está convirtiendo en el medio para los desplazamientos lentos, para quien tiene tiempo que perder y quiere detenerse un buen rato en largas colas escuchando a Mozart o a Sabrina Salerno.
Por fin, el fax introduce un elemento nuevo en la dinámica del latazo. Hasta hoy, el individuo molesto, si quería daros la lata, pagaba él (la llamada, el sello, el taxi para ir a llamar a vuestro timbre). Ahora, en cambio, también vosotros contribuís a los gastos, porque el papel del fax lo pagáis vosotros.
¿Cómo reaccionar? Ya he pensado en hacerme un papel en cabezado con el mensaje: «Los fax no solicitados se tirarán automáticamente a la papelera», pero no creo que baste. Si me permitís un consejo, mantened el telefax desconectado. Si alguien quiere mandaros algo debe llamaros y pediros que lo conectéis. Aunque esto podría sobrecargar las líneas telefónicas. Sería mejor que quien debe mandaros un fax os escribiera. Luego vosotros respondéis diciendo: «Envía tu mensaje por fax el lunes a las cinco, cinco minutos y veintisiete segundos, huso horario de Greenwich, cuando yo conecte el aparato solo cuatro minutos y treinta y seis segundos».
(1989)