Puede ser, queridos escritores o escritoras, que a vosotros no os importe nada la posteridad, pero no lo creo. Quienquiera que, incluso adolescente, escriba versos sobre el bosque que susurra, o que hasta la muerte mantenga un diario, aunque anote «ido dentista», espera que la posteridad le haga honor. Y si llegara a desear el olvido, hoy las editoriales descuellan en el redescubrimiento de figuras menores olvidadas, incluso cuando no han escrito ni siquiera una línea.
Los postremos, ya se sabe, son voraces y amantes del buen comer. Con tal de poder escribir, cualquier escritura ajena es de provecho. Y por lo tanto, oh, escritores, tenéis que cuidaros del uso que de vuestras escrituras haga el postremo. Naturalmente, lo ideal sería dejar a mano solo las cosas que, en vida, habíais decidido publicar, devorando día a día cualquier otro testimonio, incluidas las terceras galeradas. Pero ya se sabe, los apuntes sirven para trabajar, y la muerte puede llegar de forma repentina.
En ese caso, el primer riesgo es que se publiquen manuscritos inéditos de cuya lectura emerja que erais unos perfectos idiotas, y si cada uno relee los apuntes que tomó en el cuaderno el día antes, el riesgo es altísimo (también porque es típico del apunte estar fuera de contexto).
A falta de apuntes, el segundo riesgo es que, inmediatamente post mortem, se multipliquen los congresos sobre vuestra obra. Cada escritor tiene la ambición de ser recordado por ensayos, tesis de doctorado, reediciones con notas críticas, pero son trabajos que requieren tiempo y calma. El congreso inmediato obtiene dos resultados: empuja a un tropel de amigos, estimadores, jóvenes en busca de fama, a redactar cuatro relecturas rudimentarias y, ya se sabe, en casos similares se refríe lo ya dicho, confirmando un cliché. De esta forma, al cabo de poco tiempo, los lectores pierden interés por unos escritores tan insistentes en su previsibilidad.
El tercer riesgo es que se publiquen las cartas privadas. Raramente escriben los escritores cartas privadas diferentes de las de los comunes mortales, a menos que lo hagan de mentira como Ugo Foscolo. Pueden escribir «mándame el laxante» o «te amo con locura y te doy las gracias por existir», lo que es justo y normal, y es patético que el postremo vaya en busca de estos testimonios para concluir que el escritor era, también él o también ella, un ser humano. ¿Por qué? ¿Se creía acaso que era un ave zancuda?
¿Cómo evitar estas vicisitudes? Para los apuntes manuscritos, aconsejaría dejarlos en un lugar imprevisible, abandonando en cambio, en los cajones, una especie de mapas del tesoro que confirmen la existencia de este fondo pero den indicaciones indescifrables. Se obtendría el doble resultado de ocultar los manuscritos y obtener muchas tesis de doctorado que discutieran la impenetrabilidad de esfinge de esos mapas.
Para los congresos, puede ser útil dejar precisas disposiciones testamentarias pidiendo, en nombre de la Humanidad, que por cada congreso organizado en los diez años sucesivos a la muerte, los promotores tengan que dar veinte billones a Unicef. Difícil encontrar los fondos, y para incumplir el mandato es necesaria mucha cara dura.
Más complejo es el problema de las cartas de amor. Para aquellas todavía por escribir, se aconseja usar el ordenador, que engaña a los grafólogos, así como afectuosos seudónimos («tu gatito, Biribís, Furita») y cambiarlos con cada pareja, de manera que la atribución resulte dudosa. Es aconsejable también introducir alusiones que, aunque apasionadas, resulten embarazosas para los destinatarios (como «amo incluso tus frecuentes flatulencias»), y los disuadan de la publicación.
Las cartas ya escritas, en especial durante la adolescencia, son, en cambio, incorregibles. En estos casos, convendría localizar a los destinatarios, escribir una misiva que evoque con apacible serenidad días por lo demás inolvidables, y prometer que el recuerdo de esos días será tan imperecedero que, incluso después de la muerte del que escribe, los destinatarios serán revisitados para no dejar extinguir tanta memoria. No siempre funciona, pero un fantasma es siempre un fantasma, y los destinatarios no dormirán tranquilos.
Se podría llevar, también, un diario ficticio en el que, de vez en cuando, se insinúe la idea de que amigos y amigas tienen inclinación por la mendacidad y la falsificación: «Qué adorable mentirosa, esta Adelaida» o también «Gualtier me ha enseñado hoy una carta falsa de Pessoa realmente admirable».
(1990)