Cómo no usar el teléfono móvil

 

 

 

 

Es fácil ironizar sobre los que poseen un teléfono móvil. Es necesario ver a cuál de los cinco grupos siguientes pertenecen. Primero vienen los que adolecen de minusvalías, incluso no visibles, obligados a estar constantemente en contacto con el médico o con urgencias. Bendita sea la tecnología que ha puesto a su disposición este benéfico instrumento. En segundo lugar, los que, por graves deberes profesionales, están obligados a acudir a cualquier emergencia (capitanes de bomberos, médicos titulares, trasplantadores de órganos a la espera de cadáveres frescos, o Bush, porque si él falta, el mundo cae en manos de Quayle). Para estos el teléfono es una dura necesidad, vivida con poquísima alegría.

Tercero, los adúlteros. Solo ahora tienen, por primera vez en la historia, la posibilidad de recibir mensajes de su pareja secreta sin que miembros de la familia, secretarias o colegas malignos puedan interceptar la llamada. Basta con que el número lo conozcan solo él y ella (o él y él, ella y ella: se me escapan otras combinaciones posibles). Los tres grupos enumerados merecen nuestro respeto: por los dos primeros estamos dispuestos a que se nos moleste en el restaurante o durante una ceremonia fúnebre, y los adúlteros suelen ser muy discretos.

Siguen otros dos grupos que, en cambio, tienen un alto índice de riesgo (suyo, además de nuestro). Los primeros son personas que no pueden ir a ninguna parte si no tienen la posibilidad de charlar de frivolidades con amigos y parientes que acaban de dejar. Es difícil decirles a estos por qué no deberían hacerlo: si no consiguen escapar de la compulsión de mantener interacciones y gozar de sus momentos de soledad, de interesarse por lo que están haciendo en ese momento, de saborear la lejanía después de haber saboreado la proximidad, si no son capaces de evitar hacer ostentación de su vacuidad sino que, más bien, hacen de ella su emblema y bandera entonces, el problema es competencia del psicólogo. Nos molestan, pero tenemos que comprender su terrible aridez interior, dar las gracias por no ser ellos, y perdonarlos (y no os dejéis cautivar por la alegría luciferina de no ser así, vosotros, porque eso sería orgullo y falta de caridad). Reconocedlos como vuestro prójimo que sufre y poned la otra oreja.

El último grupo (en el que entran también, en el nivel ínfimo de la escala social, los compradores de teléfonos falsos) está compuesto por personas que quieren demostrar en público que están muy solicitadas sobre todo para complejos asesoramientos de negocios: las conversaciones que estamos obligados a escuchar en aeropuertos, restaurantes o trenes, conciernen siempre a transacciones monetarias, a fallidas llegadas de perfiles metálicos, a peticiones de liquidación de una partida de corbatas y otras cosas que, según la intención del hablante, suenan muy Rockefeller.

Ahora bien, la división de las clases es un mecanismo atroz, por lo cual el nuevo rico, incluso cuando gana sumas enormes, por atávico estigma proletario, no sabe cómo usar los cubiertos de pescado, cuelga el monito de la luneta posterior del Ferrari, el san Cristóbal en el salpicadero del avión privado, o dice «bisnes clas»; y de esta forma no le invita la duquesa de Guermantes (y se reconcome preguntándose por qué, si tiene un barco tan largo que prácticamente es un puente de costa a costa).

Estos individuos no saben que Rockefeller no necesita el teléfono porque tiene una secretaría tan vasta y eficiente que, a lo sumo, si de verdad se le está muriendo el abuelo, llega el chófer y le susurra algo al oído. El hombre de poder es aquel que no está obligado a responder a todas las llamadas, o lo que es más, aquel que se hace negar. Incluso en un bajo nivel directivo, los dos símbolos de éxito son la llave del baño privado y una secretaria que diga «don Fulanito ha salido».

Por lo tanto, quien ostenta el teléfono móvil como símbolo de poder está declarándole, en cambio, a todo el mundo su desesperada condición de subalternidad, estando como está obligado a ponerse en firmes, incluso mientras está ocupado en tratos sexuales, cada vez que el administrador delegado llama; condenado a perseguir a los acreedores noche y día para poder sobrevivir; perseguido por el banco, incluso durante la primera comunión de su hija, por aquel talón sin fondos. Pero el hecho de que use con ostentación el teléfono móvil es la prueba de que no sabe estas cosas y es la ratificación de su inapelable marginación social.

 

(1991)