Se puede viajar en avión con úlcera, sarna, rodilla de lavandera, codo de tenista, fuego de san Antonio, sida, tisis galopante y lepra. Pero no con un resfriado. Quien lo ha experimentado sabe que, mientras el avión desciende de golpe de los diez mil metros, se advierten dolores en el oído, la cabeza parece explotar, y se golpean los puños contra la ventanilla pidiendo salir, incluso sin paracaídas. Aun sabiéndolo, pertrechado con un spray nasal de efecto devastador, quise viajar a Nueva York con mi resfriado a cuestas. Salió mal. Una vez en tierra, me parecía que yacía en la fosa de Filipinas, veía a la gente que abría la boca, pero no oía sonido alguno. El médico me explicó, luego, por señas, que tenía los tímpanos inflamados, me recetó un montón de antibióticos y me prohibió estrictamente volar durante veinte días. Como tenía que ir a tres ciudades diferentes de la Costa Este, me desplacé en tren.
Los ferrocarriles americanos son la imagen de cómo podría ser el mundo después de una guerra atómica. No es que los trenes no salgan, pero a menudo no llegan, se averían por el camino, se retrasan seis horas y te toca esperar en estaciones enormes, gélidas y vacías, sin bar y habitadas por tipos poco recomendables, con unos túneles subterráneos que recuerdan el metro neoyorquino de Regreso al planeta de los simios. La línea entre Nueva York y Washington, donde viajan periodistas y senadores, al menos en primera, ofrece el confort de una business class con una bandeja de comida caliente a la altura de los comedores universitarios. Pero otras líneas tienen vagones sucios, con los asientos de falso cuero destripados, y el bar ofrece comidas que hacen añorar (y me diréis que exagero) el serrín reciclado que se nos impone en nuestros trenes de alta velocidad.
Vemos películas en color en las que se llevan a cabo depravados delitos en lujosos coches cama, con mujeres blancas y bellísimas avitualladas de champán por camareros negros recién salidos de Lo que el viento se llevó. Falso. En realidad, en los trenes americanos hay pasajeros negros recién salidos de La noche de los muertos vivientes y los revisores blancos pasan asqueados por los pasillos, tropezando con latas de Coca-Cola, equipajes abandonados, páginas de periódico embadurnadas de pasta de atún salpicada de los bocadillos cuando se abren sus envoltorios de plástico hirviente irradiados por microondas tremendamente perjudiciales para el patrimonio genético.
El tren, en América, no es una elección. Es un castigo por haber desatendido la lectura de Weber sobre la ética protestante y el espíritu del capitalismo, cometiendo la incorrección de seguir siendo pobres. Pero la última palabra de orden de los liberals es politically correct (PC: el lenguaje no debe hacer advertir las diferencias). Y los revisores son sumamente amables incluso con el último vagabundo (naturalmente, debería decir «sin domicilio fijo»). En la Pennsylvania Station pendonean también los «sin destino», que echan ojeadas distraídas a los equipajes de los demás. Pero son muy recientes las polémicas sobre la brutalidad de la policía de Los Ángeles, y Nueva York es una ciudad PC. El policía, de tipo irlandés, se acerca al presunto vagabundo, sonríe y le pregunta cómo es que anda por allí. El otro apela a los derechos humanos, el policía observa con tono angelical que fuera hace una magnífica jornada, luego se va, haciendo oscilar (no voltear) su larga porra.
Pero muchos de los pobres, encima, no consiguiendo ni siquiera abandonar el símbolo máximo de la marginación, fuman. Si probáis a subiros en el único vagón de fumadores, os encontraréis de golpe en la Ópera de tres peniques. Yo era el único con corbata. Por lo demás, freaks catatónicos, tramps que dormían emitiendo estertores con la boca abierta de par en par, zombies comatosos. El vagón de fumadores era el último del convoy, de manera que, a la llegada, este hatajo de desechos humanos tuviera que caminar un centenar de metros con los andares de Jerry Lewis.
Escapado al infierno ferroviario, vestido con ropa no contaminada, me encontré cenando en la salita reservada de un Faculty Club, entre profesores bien vestidos y con acento educado. Al final, pregunté si podía ir a fumar a alguna parte. Un momento de silencio y de sonrisas apuradas, luego alguien cerró las puertas, una señora sacó del bolso un paquete de cigarrillos, otros saquearon el mío. Miradas cómplices, risitas sofocadas como en la oscuridad de un teatro de striptease. Fueron diez minutos de deliciosa, vibrante transgresión. Yo era Lucifer, venía del mundo de las tinieblas y los iluminaba con la antorcha del pecado.
(1991)