Cómo usar la red intentando acordarse de algo

 

 

 

 

En mi columna de hace unas semanas en L’Espresso escribía una carta a un nietecito ideal, alentándolo a hacer uso de su memoria sin limitarse a extraer informaciones de ese repertorio, por otro lado indispensable, que es internet. Inmediatamente, un talibán de lo digital, no recuerdo en qué blog, me acusaba de ser (como de costumbre, decía) enemigo de internet. Como si quienes critican a los que van a ciento ochenta por la autopista o conducen borrachos fueran contrarios a los coches y no los usaran nunca. Por otro lado, en el último número de L’Espresso, Eugenio Scalfari (recordando mi última Bustina, en la que hablaba de los pobrecillos condenados a un eterno presente que en un concurso televisivo demostraron estar convencidos de que Hitler y Mussolini habían vivido en los años sesenta, setenta u ochenta) me reprochaba (afectuosamente) el exceso contrario, es decir, depositar demasiada confianza en internet como posibilidad de encontrar información.

Scalfari observaba que precisamente el aplanamiento creado por la memoria artificial online había hecho que toda una generación enfermara de olvido. Y observaba también que el uso de la red, al darle a uno la impresión de estar en contacto con todo y con todos, en realidad lo condena a la soledad. Se trata de dos enfermedades de nuestro tiempo sobre las que estoy de acuerdo y he escrito mucho al respecto. Scalfari, con todo, no cita ese pasaje del Fedro platónico en el que el faraón reprocha al dios Teuth, inventor de la escritura, haber ideado una tecnología por culpa de la cual los hombres perderán la buena costumbre de hacer uso de su memoria. En cambio, lo que sucedió fue que la escritura incitó a la gente a recordar lo que había leído, y solo gracias a la escritura pudo escribirse ese elogio de la memoria que es la Recherche proustiana. Es como si dijéramos que puede usarse perfectamente internet y cultivar al mismo tiempo la memoria, intentando incluso recordar lo que se ha aprendido de la red.

La cuestión es que internet no es algo que podamos decidir rechazar, y lo mismo sucedió con los telares mecánicos, con la motorización, con la televisión; ahí está la red, ni siquiera las dictaduras podrán eliminarla jamás, y por consiguiente el problema no reside en reconocer solo sus riesgos (evidentes), sino también en decidir cómo podemos acostumbrarnos (y educar a los jóvenes) a usarlo con espíritu crítico.

Pensemos en un buen profesor que propone una búsqueda sobre el argumento X y sabe que no puede evitar que sus alumnos vayan a buscar soluciones ya dadas en internet sin hacer el menor esfuerzo. Ese profesor puede proponer buscar noticias sobre ese tema en al menos diez webs, comparar las respuestas, observar las eventuales diferencias o contradicciones entre un sitio y otro, e intentar establecer cuál de todos ellos es más fidedigno, incluso verificando el resultado en soportes de papel (una simple enciclopedia es suficiente). A esas alturas, los chicos habrán obtenido la información que internet puede dar —y de la que sería estúpido prescindir— y al mismo tiempo habrán razonado con su cabeza y habrán construido una memoria personal sobre lo que hayan descubierto acerca de X. Nótese además que, al instarles a comparar sus respectivas reconstrucciones, los chicos también habrán escapado de la condena a la soledad, y le habrán encontrado el gusto al debate cara a cara.

Por desgracia, no podrá evitarse que existan los condenados de la red, incapaces ya de sustraerse a la relación solitaria y de fascinación con la pantalla. Y puesto que ni los padres ni el colegio serán capaces de hacerles salir de ese círculo infernal, habrá que incluir el fenómeno en la misma cuenta en la que situamos a los drogadictos, a los onanistas compulsivos, a los racistas, a los visionarios místicos, a los visitadores de cartománticos, es decir, a todas esas formas degenerativas que cada sociedad debe encarar con responsabilidad. Y eso es algo que ha tenido que hacerse en todas las épocas.

Si todos estos «enfermos» parecen demasiados, es porque, en el intervalo de cincuenta años, hemos pasado de dos a siete mil millones de habitantes en el planeta. Y esto no es culpa de la soledad impuesta por la red, sino, posiblemente, de un exceso de contacto humano.

 

(2014)