Mientras escribo, el carnaval está llegando a su fin. Aunque intento no salir de casa, no puedo evitar ver imágenes carnavalescas en la televisión, desde Viareggio hasta Venecia. Cuando veo por las calles a esas niñas disfrazadas de damiselas del siglo XVIII con el lunar en la mejilla, o a esos niños entorpecidos por un uniforme del Zorro con los bigotitos pintados con carboncillo, me entran verdaderos ataques de pedofobia y me invade el complejo de Herodes. Y no es que sea mucho más tierno con sus hermanos mayores, que deambulan tristes, vestidos de búhos o de casanovas, por no hablar de los más depauperados, harapientos con sus chisteras de cartón y sus levitas de tela de saco.
Odio el carnaval por razones que con toda probabilidad podrían interesar a un psiquiatra: me aburre toda forma de enmascaramiento del cuerpo humano, y no me refiero a las drag queens, sino simplemente a los profesionales del traje cruzado que se tiñen el pelo y a las señoras que se maquillan llamativamente; por no hablar de los cuerpos perforados por anillitos y perlitas, o humillados por tatuajes papúas, que me inducen a una cauta revalorización de Lombroso. Y no me vengáis con la necia objeción de que llevo barba, porque la barba forma parte del cuerpo, como el cabello y los senos; es más, si precisamente hay alguien disfrazado, son los desbarbados, y el hecho de que sean mayoría no prueba que tengan razón.
Pero hay otras y más profundas motivaciones que inducen a ver, al menos hoy en día, algo sospechoso en el carnaval. Sabemos qué función tenían los carnavales en los siglos pasados. La literatura sobre el tema es muy amplia y ya se ha dicho cuanto había que decir al respecto. Baste con pensar, dejando a un lado otras manifestaciones análogas propias de la antigüedad, en el carnaval tal como nace en el mundo cristiano medieval. Para entenderlo, no debemos adoptar el punto de vista de los nobles y de los poderosos, sino el de los pobres. Comían poco, se levantaban cuando salía el sol y se acostaban cuando se ponía, trabajaban todo el día, vestían mal y no tenían tiempo para divertirse. Su única diversión era el sexo, pero solo les estaba permitido (si querían ser buenos cristianos) la mitad de los días del año (durante la Cuaresma y en muchísimos otros períodos festivos se desaconsejaba practicarlo). La única distracción a su alcance consistía en oír una bonita misa cantada los domingos, pero eso solo era posible cuando uno vivía cerca de una catedral o de una iglesia adscrita a una abadía, porque las iglesias de las aldeas no podían permitírsela.
La gente hacía lo que podía a escondidas, como es natural —aunque oficialmente hubiera que ocuparse lo menos posible del cuerpo—, y eso era algo que muchos místicos y teólogos no veían con buenos ojos.
Pues bien, hacia mediados del período que empezaba con los primeros frescos otoñales y acababa con las canículas de agosto, todos podían disfrutar del carnaval, isla de libertad y licencia, durante el cual uno podía permitírselo todo y, sobre todo, uno podía y debía divertirse, divertirse sin trabajar, divertirse por el puro placer de la diversión, sin pensar en los contratiempos de una vida de desventuras. Era una válvula de escape indispensable, bendecida y bienvenida. Hasta que se acababa: al día siguiente había que ayunar de nuevo, y durante todo un año. El carnaval era una institución social indispensable.
Pero ¿y hoy en día? ¿Hoy, que en todas partes se habla de una carnavalización de la vida? ¿Hoy, que incluso el ciudadano más pobre (con la única excepción de los mendigos que duermen en los bancos de la calle) puede tener a su alcance casi veinticuatro horas de carnaval diario en la televisión y que, en cualquier caso, puede disfrutar de juegos, bailes, mascaradas todas las noches desde que se pone el sol hasta el amanecer; cuando desde las paredes de los edificios, o al pasar por delante de un quiosco, se exhiben imágenes de mujeres y de hombres guapísimos que invitan a la diversión, al lujo y, cómo no, a una más que sofisticada alteración del cuerpo? En el antiguo carnaval, como en los triunfos o en las saturnales romanas, uno se podía permitir tomarle el pelo a los poderosos una vez al año, mientras que hoy en día son ellos mismos quienes se carnavalizan solitos en programas circenses donde se dan bofetones en la cara como si fueran augustos y payasos blancos.
¿Qué sentido tiene celebrar el carnaval en un mundo que nos lo propone trescientos sesenta y cinco días al año? Y no solo eso: si en el carnaval nos rebelásemos de verdad contra el poder, si se subvirtieran las relaciones de dominio, si cada uno se tomara sus propias revanchas… Pero no, todos deambulan tristemente por calles resbaladizas de confetis pegajosos y compran en los puestos callejeros unas chucherías que podrían encontrar el resto del año en el supermercado, y con mayores garantías higiénicas. No nos queda más remedio que confiar en la Cuaresma. No temáis, nos espera a la vuelta de la esquina.
(2005)