En el suplemento Il Venerdì del diario La Repubblica de la semana pasada, Michele Serra se veía en la difícil situación de contestar a un lector, al que le decía (resumo y adapto de memoria y con mis palabras) lo siguiente: las televisiones y los periódicos nos dicen que todos estamos atenazados por el odio, pero luego, cuando hablo con mis vecinos de escalera o con los compañeros de trabajo, encuentro a gente tranquila y pacífica que no odia a nadie; veo los programas de debate y da la impresión de que todos quieran atropellarse, pero luego, en la vida cotidiana, salvo algunos pequeños actos de mala educación, encuentro a gente respetuosa con su interlocutor, que se disculpa si tropieza contigo; leo acerca de un racismo difuso, y en cambio me encuentro con personas que le dan un euro a un negro que quiere venderles una rosa en lugar de dispararle, etcétera. ¿No será que los medios nos pintan la vida peor de lo que es, y además (añado, siempre con mis palabras) nos incitan a comportarnos peor de como lo haríamos si actuáramos tal como somos? Serra contestó obedeciendo al sentido común y suscribo plenamente su respuesta: en efecto, es así, pero imaginémonos un mundo donde no hubiera televisiones ni periódicos y careciéramos de cualquier noticia: ¿sería mejor? Así que intentemos ser más críticos y selectivos con los medios de comunicación de masas, y procuremos sobrevivir a este caos.
Ahora bien, ¿por qué los periódicos y las televisiones se han vuelto perversos, hasta el punto de pintarnos peores de lo que somos? La verdad es que el mundo va así desde la invención de los periódicos: si quieren un acta de acusación contra la prensa, leed Bel Ami de Maupassant, y veréis que nuestros vicios actuales tienen raíces antiguas. La prensa de mis abuelos y de mis padres se regodeaba con los sucesos criminales y arrastraba durante meses, mejor dicho, durante años, la diatriba sobre el caso del amnésico de Cologno, ante el cual los delitos de Garlasco o de Cogne no son sino estrellas fugaces. El salto se ha dado en términos de cantidad, no de calidad; ahora bien, ya sabemos que las mutaciones cuantitativas, superado cierto límite, se convierten en mutaciones cualitativas.
Es absolutamente cierto que las tribunas políticas de los años cincuenta y sesenta era modelos de educación y civismo, pero eso sucedía porque había un solo debate a la semana y en un solo canal. Pasad a siete debates diarios en siete canales y veréis que, o uno se desgañita, o nadie le escucha. Recuerdo que una vez, a un amigo que iba a estrenar un programa en la tele, le aconsejé que pusiera en práctica una idea revolucionaria: ponte un mando a distancia en el bolsillo, y entonces, si un tipo interrumpe a otro mientras habla, le quitas el audio, y el que ha interrumpido seguirá en pantalla, hablando sin que se le oiga, como un cretino. Ya verás como dejan de hablar tapándose unos a otros. Mi amigo me dio las gracias entusiasmado, pero siguió haciendo como todos los demás: debieron de decirle que si en los debates la gente no habla escuchándose solo a sí misma, los espectadores se aburren y cambian de canal.
Los peligros de la cantidad son múltiples: mientras que antaño el diario tenía cuatro páginas (hablo de los felices tiempos de la guerra), hoy en día tiene una media de sesenta, y no es que en el mundo sucedan más acontecimientos; es más, si hemos de ser objetivos, sucedían más entre 1943 y 1945, desde el Holocausto hasta la bomba atómica. Para llenar esas sesenta páginas, y mantener la publicidad que te permite vivir, debes magnificar la noticia, poner al monstruo no solo en la primera página sino también en la segunda y en la tercera, con el resultado de que hablas diez veces del mismo suceso el mismo día, desde el punto de vista de diez invitados, y así das la impresión de que los acontecimientos son diez. Pero ¿por qué necesitas publicidad para llenar sesenta páginas? Pues para poder publicar sesenta páginas. ¿Y por qué sesenta páginas? Para tener la cantidad de publicidad necesaria que te permita publicarlas.
Como podéis ver, no hay quien se escape del chantaje de la cantidad, aunque, eso sí, en detrimento de la calidad. Michele Serra decía: aprendamos a ser selectivos, y eso es lo que habría dicho yo; eduquemos a los jóvenes para que lean los periódicos con espíritu crítico, para que aprendan a separar el trigo de la paja, como suele decirse. Se necesita más educación escolar para la lectura.
Ahora bien, está saliendo a la luz (probablemente a causa del mencionado atracón cuantitativo) que los jóvenes ya no leen periódicos, y que estos van camino de convertirse, hegelianamente, en la oración matinal del jubilado. Por un lado, la victoria de los diarios sobre los semanarios, su denominada «semanalización» (fenómeno cuantitativo, por el hecho de que la televisión de la noche sustrae al periódico el privilegio de la noticia inédita), ha puesto en crisis a los semanarios, mientras que por el otro, está volviendo ilegibles los diarios, motivo por el cual los jóvenes se arrojan en brazos de internet. No es que internet esté menos minado por el problema de la cantidad (puesto que hace imposible distinguir lo fiable de lo no fiable), pero al menos sí da la (falsa) impresión de que uno puede elegir aquello que quiere saber.
Todo ello hace que sea grande la confusión bajo el cielo, y si alguien me pidiera un consejo de sabio, la sabiduría me impondría decir que no lo tengo.
(2010)