Cómo seguir las instrucciones

 

 

 

 

Todos habrán padecido, en un bar, esos azucareros cuya tapadera, en cuanto el cliente intenta extraer la cucharilla, cae como una guillotina, hace saltar por los aires la cucharilla y esparce el azúcar por la atmósfera circundante. Todos habrán pensado que el inventor de ese instrumento debería ser internado en un campo de concentración. En cambio, probablemente, ahora goza de los frutos de su delito en alguna playa muy exclusiva. Una vez, el humorista americano Shelley Berman sugirió que se trataba del mismo que dentro de poco inventará un coche seguro cuyas puertas se abran desde dentro.

He conducido, durante algunos años, un coche excelente en varios aspectos, salvo que tenía el cenicero del conductor en la portezuela izquierda. Cualquiera sabe que se conduce sujetando el volante con la izquierda, mientras la derecha permanece libre para cambiar de marcha y para los distintos mandos. Si, por lo tanto, se fuma conduciendo (y admito que está mal hacerlo), se sujeta el cigarrillo con la derecha, en cuyo caso, para echar la ceniza a la izquierda del propio hombro izquierdo, es necesario realizar una complicada operación, apartando los ojos de la carretera. Si el coche, tal como era el caso del que hablo, alcanza los ciento ochenta por hora, echar la ceniza en el cenicero, empleando algunos segundos de distracción, significa pecar de sodomía con un tráiler. El hombre que diseñó esa distribución era un profesional que ha procurado la muerte de muchas personas, no por el cáncer de los fumadores, sino por su impacto contra un cuerpo extraño.

Yo me entretengo con sistemas de escritura para ordenadores. Si compráis uno de estos programas, se os entrega un paquete con los disquetes, las instrucciones y la licencia, que cuesta entre ochocientas mil y millón y medio de liras, y para aprender podéis recurrir o al instructor de la empresa o al manual. El instructor de la empresa suele estar adiestrado por el que inventó el azucarero mencionado más arriba, y es oportuno dispararle con una Magnum apenas pisa la puerta de vuestra casa. Os caerán unos veinte años —menos, con un buen abogado—, pero habréis ganado tiempo.

El problema se plantea cuando consultáis el manual, y mis observaciones conciernen a cualquier manual para cualquier tipo de artilugio informático. Un manual para ordenadores se presenta como un clasificador de material plástico con los bordes cortantes, que no debéis dejar al alcance de los niños. Cuando sacáis los manuales del contenedor, se os muestran como una multiplicidad de objetos con muchas páginas, encuadernados en cemento armado y, por lo tanto, imposibles de transportar de la salita al estudio, con títulos tales que no os permiten saber cuál leer antes. Las empresas menos sádicas normalmente os entregan dos, las más perversas incluso cuatro.

La primera impresión es que el primero dice las cosas paso a paso, para los tontos, que el segundo instruye a los expertos, el tercero a los profesionales, y así sucesivamente. Craso error. Cada uno dice cosas que el otro no dice; las cosas que nos sirven enseguida están en el manual para ingenieros; las de ingenieros, en el manual de los tontos. Además, previendo que en los próximos diez años habrá que incrementar el manual, están hechos con cuadernos de anillas en los que caben unas trescientas hojas móviles.

Quienes hayan manipulado un cuaderno de este tipo saben que después de una o dos consultas, aparte de la dificultad de girar las páginas, las anillas se deforman, y al cabo de poco tiempo el cuaderno se desmonta y las hojas quedan esparcidas por toda la habitación. Los seres humanos que buscan información están acostumbrados a manipular cosas que se llaman libros, en el mejor de los casos, con las páginas coloreadas en el borde, o con muescas, como las agendas de teléfonos, de forma que se pueda encontrar enseguida lo que se necesita. Los autores de manuales para ordenadores ignoran esta costumbre tan humana y proporcionan objetos que duran unas ocho horas. La única solución razonable es desmembrar los manuales, estudiarlos seis meses con la ayuda de un etruscólogo, condensarlos en cuatro fichitas (que bastan y sobran) y tirarlos.

 

(1985)