XI. SITIO Y DESTRUCCIÓN DE MÉXICO-TENOCHTITLÁN

Producía esta severa disciplina su inhumana crueldad, la que, unida a su grandísimo valor, hacía que le mirasen los soldados con veneración y terror.

NICOLÁS MAQUIAVELO

Ahora todo está por el suelo, perdido, que no hay cosa.

BERNAL DÍAZ DEL CASTILLO

Sobre todo, absténgase de quedarse con sus bienes, porque los hombres olvidan antes la muerte del padre que la pérdida del patrimonio.

NICOLÁS MAQUIAVELO

LOS PREPARATIVOS FINALES

A fines de abril de 1521, cuando ha concluido el quebrantamiento de los aliados externos que podrían ayudar a los mexicas y tlatelolcas, cuando conoce con precisión las entradas y salidas de la gran ciudad, y cuando los 13 bergantines están enfilados en la zanja, listos para entrar en el lago, Cortés hace en Tezcoco el alarde del 28 de abril, por el que confirma que sus efectivos españoles, gracias a los refuerzos recibidos, casi han duplicado el menguado ejército que le quedó después de la Noche Triste [p. 149]; convoca a sus aliados indígenas de Tlaxcala, Huejotzingo, Cholula y Chalco, que llegados encuentra que sobrepasan a 50 000 hombres de guerra [p. 150], y que más tarde llegarán en total a 150 000 [p. 177],1 y toma las primeras medidas para la gran batalla.

El mayor contingente de los aliados indígenas era el de los tlaxcaltecas, cuyos capitanes eran Chichimecatecle y Xicoténcatl el Joven. Después del vistoso desfile que realizan y cuando ya debían tomar sus posiciones para el sitio de la ciudad, Xicoténcatl, que iría con Pedro de Alvarado, desapareció. Al parecer, en la prisa de los preparativos, “por cargar un indio, primo hermano de un señor llamado Piltéchetl, le descalabraron dos españoles”. El señor tlaxcalteca, ofendido, volviose a Tlaxcala y tras él partió Xicoténcatl, quien desde antes se había opuesto a la alianza con los españoles. Cuando lo supo, Cortés despachó a otros señores a tratar de persuadir al capitán tlaxcalteca para que regresase. No aceptó volver, y entonces envió a Alonso de Ojeda y a Juan Márquez a que lo prendiesen y trajeran a Tezcoco. Allí fue ahorcado el patriota capitán Axayacatzin Xicoténcatl, como lo muestra uno de los cuadros enconchados de la serie de la conquista de México. Su muerte fue muy sentida por los tlaxcaltecas, que riñeron por conservar como reliquias trozos de sus vestidos y del patíbulo.2

Todo el mes de mayo de 1521 se pasa en los últimos dispositivos y movimientos para el sitio de la ciudad que, según Cortés, da principio el 30 de dicho mes. Protege principalmente tres de las entradas de la ciudad designando guarniciones y capitanes para cada una: Pedro de Alvarado con real en Tacuba, Cristóbal de Olid en Coyoacán, y Gonzalo de Sandoval en Iztapalapa, a quien encarga primero abatir las últimas defensas de ese lugar y unirse luego a la guarnición de Coyoacán [p. 150].

Además de estos capitanes, “que fueron como generales de sus guarniciones”, dice Cervantes de Salazar, nombró también capitanes de infantería a Jorge de Alvarado, hermano de Pedro, Andrés de Tapia, Pedro de Ircio, Gutierre de Badajoz, Andrés de Monjaraz y Hernando de Lema (o Lerma).3

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Los bergantines. Códice Florentino, libro XII.

Cada uno de los 13 bergantines iba provisto de una pequeña pieza de artillería, y de dos piezas la capitana, así como de ballesteros, escopeteros y remeros. Sus capitanes iniciales fueron Juan Rodríguez de Villafuerte, Juan Jaramillo, Francisco Verdugo, Francisco Rodríguez Magariño, Cristóbal Flores, Juan García Holguín, Antonio de Carvajal, Pedro Barba, Gerónimo Ruiz de la Mota, Pedro Briones, Rodrigo Morejón de Lobera, Antonio de Sotelo y Juan de Portillo.4 Cortés tuvo problemas para que sus soldados españoles, muchos de los cuales se consideraban hidalgos, aceptaran ser remeros de los bergantines, tarea que se consideraba de esclavos. A los que eran marineros o pescadores de profesión los obligó a remar, y al fin, comenta Bernal Díaz, “ellos fueron los mejor librados que nosotros los que estábamos en las calzadas batallando, y quedaron ricos de despojos”.5 El constructor de los bergantines, Martín López, iba como maestre en la nave capitana, a cargo de Rodríguez de Villafuerte, y en un apuro ocurrido el primer día de la batalla, López la libró de los enemigos y la puso a salvo.6

Cortés no resguarda, por el momento, la salida de la calzada que iba por el norte hacia Tepeyácac, que aún no era un sitio de importancia militar. Y el mismo capitán general sale inicialmente de Tezcoco con los bergantines y toma Coyoacán como cuartel general.

RECURSOS Y PREPARATIVOS DE LOS MEXICAS Y TLATELOLCAS

Los tres señores de la Triple Alianza, Cuauhtémoc, Coanácoch y Tetlepanquétzal, lograron reunir en México alrededor de 300 000 hombres y miles de canoas para afrontar el sitio. Fortalecieron la ciudad cuanto era posible, aumentaron las cortaduras de las calzadas y las fortificaciones y acopiaron víveres, armas y proyectiles. Sin embargo, desde el principio del encuentro decisivo, sabían que su causa estaba perdida.

Los pueblos más importantes, Tlaxcala, Huejotzingo, Cholula y Chalco, se habían pasado al enemigo con gran número de soldados. En Tezcoco, dos hermanos disputaron el poder: Coanácoch tomó el partido de los indios y fue a pelear al lado de Cuauhtémoc, e Ixtlilxóchitl prefirió la causa de los españoles con excesivo entusiamo sólo comparable al de los señores tlaxcaltecas. Pero, al parecer, los mayores recursos quedaron a Ixtlilxóchitl, quien contribuyó al ejército de Cortés con miles de soldados, labradores para “aderezar puentes y otras cosas necesarias”, así como 16 000 canoas. Los señores que defendían la ciudad de México mandaron reprender al tezcocano “porque favorecía a los hijos del sol, y era contra su propia patria y deudos”. Y —según su descendiente Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, empeñado en realzar la ayuda que los tezcocanos dieron a los españoles— él les respondió “que más quería ser amigo de los cristianos que le traían la luz verdadera, y su pretensión era muy buena para la salud del alma, que no ser de la parte de su patria y deudos”.7

Los pueblos de las chinampas, los de Xochimilco, Churubusco, Mexicaltzingo, Míxquic, Cuitláhuac, Iztapalapa y Coyoacán, que al principio combatieron valerosamente a los españoles, y al comienzo del sitio continuaban ayudando secretamente a la ciudad, acabaron también por darle la espalda y ofrecerse como aliados de los invasores y luchar contra los sitiados.

Sólo quedaban, pues, en la ciudad-isla los mexicas y tlatelolcas, abandonados por sus antiguos aliados y súbditos, que uno a uno prefirieron seguir al más fuerte.

Con evidente insidia, cuenta el historiador tezcocano antes citado que, visto el gran poder de los españoles y sus aliados, Cuauhtémoc y los otros dos señores de la Alianza “tornaron a requerir a los mexicanos que se diesen de paz, porque estaba muy conocido que serían vencidos”, y que a ello les respondían “que más querían morir y defender su patria que ser esclavos de los hijos del sol, gente cruel y codiciosa”.8

Como también en la historia hay bandos y parcialidades, merece notarse que, de los cronistas indígenas o mestizos que se ocuparon de la conquista, sólo dos de ellos, el indígena anónimo que escribió la Relación de Tlatelolco, de 1528, y los informantes indígenas de Sahagún, en sus tres versiones de la conquista, también de origen tlatelolca, escribieron en favor de la causa india. Con excepción de algunos poetas que tocaron el tema, no hay historiadores mexicas que hayan narrado el sitio de México. Dos historiadores mestizos que escribieron años más tarde, Diego Muñoz Camargo y Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, narran los acontecimientos desde el punto de vista de sus pueblos, Tlaxcala y Tezcoco, respectivamente, y con el propósito de exaltar la importancia de la ayuda que dieron a los conquistadores. Cristóbal del Castillo, historiador indio de origen tezcocano, sin referirse al sitio de México, sino a acontecimientos anteriores, resume las relaciones de los mexicas con sus súbditos y aliados en esta frase: “Ningunos ciudadanos los ayudaron a los mexicanos por causa del odio que les tenían”.9

EL SITIO

En los últimos días de mayo los sitiadores cortan el acueducto que traía de Chapultepec el agua dulce a la ciudad, y el día último del mes se inicia la lucha con el asalto a Iztapalapa, donde combaten por tierra la guarnición de Sandoval y por agua Cortés con los bergantines. Comprueban la eficacia de la nueva arma, pues logran desbaratar una flota que pasaba de 500 canoas [pp. 153-154]. Las naves españolas se alinean junto a las dos torres del fuerte de Xólotl que, situado cerca de la confluencia de los ramales de las calzadas que iban a Coyoacán y a Iztapalapa, protegía la entrada a la ciudad. Apoyados por los soldados de tierra, luchan reciamente con los mexicas hasta ganar aquel fuerte, que por un tiempo será el real del ejército y la armada de Cortés. Posesionándose de este punto estratégico, los españoles impedían la comunicación de Tenochtitlán, por tierra, con los pueblos del sur de los lagos.

El combate se generaliza con los indígenas de Coyoacán:

y era tanta la multitud, que por el agua y por la tierra no veíamos sino gente, y daban tantos gritos y alaridos que parecía que se hundía el mundo [p. 155].

Cortés comprende luego que necesita los bergantines a ambos lados de las calzadas del sur. Ampliando una cortadura hace pasar cuatro de ellos al lado poniente; posteriormente, asignará tres a cada uno de los reales capitaneados por Pedro de Alvarado y Gonzalo de Sandoval. Alvarado informa a Cortés que por las calzadas del norte, aún no resguardadas, “los de Temixtitan entraban y salían cuando querían” [p. 156], y aunque Sandoval estaba herido (“los contrarios le atravesaron un pie con una vara”), lo envía para que proteja las salidas por la calzada de Tepeyácac. Con ello, Tenochtitlán estaba completamente aislada y rodeada, y se iniciaron entonces las penetraciones por cada una de las calzadas, con acciones combinadas por tierra y agua.

A pesar de su aislamiento, la reacción de los mexicas y tlatelolcas sitiados es enérgica y astuta, y procuran principalmente dañar los bergantines, atrayéndolos a puntos estacados del lago, y aislar grupos de enemigos en los cortes de las calzadas. En un encuentro importante, ocurrido a principios de junio, los soldados de la guarnición de Cortés logran vencer a los indios que defendían un corte hecho en la calzada de Iztapalapa, reparan la continuidad del paso y, a pesar de la decisión con que pelean los defensores, los españoles logran entrar a la plaza mayor de la ciudad. Sin embargo, al caer la tarde no permanecen allí, y peleando a cada paso, retroceden por la calzada hasta su real en el fuerte de Xólotl. Alvarado y Sandoval, desde sus puestos, hacen incursiones semejantes, pero aún no pueden ofrecer un frente común [pp. 159-160].

Día tras día se suceden las entradas a la ciudad, cada vez más profundas, y los cortes y reparaciones de las calzadas, en las que se combate ferozmente. En una de estas entradas, Cortés hace derrocar los ídolos del Templo Mayor y poner fuego a los palacios, donde se había aposentado en su primera llegada a Tenochtitlán, así como a la casa que albergaba el jardín zoológico:

Y aunque a mí me pesó mucho de ello —comenta— , porque a ellos les pesaba mucho más, determiné de las quemar, de que los enemigos mostraron harto pesar [pp. 161-162].

Pedro de Alvarado, por el lado de Tacuba, logra ganar algunos puentes, pero en una ocasión los indígenas consiguen cortar la calzada y aislar a un grupo del que toman varios prisioneros que luego son sacrificados [p. 166].

La ciudad de México-Tenochtitlán era asaltada cada día por sus calzadas de acceso, y los bergantines, además de apoyar las acciones de los sitiadores, iban asolando y quemando las construcciones de la ciudad.

Sin embargo, los sitiados conservaban un punto fuerte e intacto, en el que tenían provisiones: el mercado de Tlatelolco, al noroeste de la ciudad. Era, pues, preciso tomarlo. Cortés da instrucciones a Alvarado y a Sandoval para que concierten sus acciones en este objetivo, y los previene expresamente de que “en ninguna manera se alejasen ni ganasen un paso sin lo dejar primero ciego y aderezado” [p. 168]. La fecha convenida para la acción resulta fatídica, es el 30 de junio de 1521, aniversario de la Noche Triste. En los alrededores de Tlatelolco había calles estrechas, cruzadas por muchos canales y puentes. Cortés, que ya oye cerca el estruendo de los soldados de Alvarado, se adentra en una calle en la que había un extenso corte mal cegado. No bien lo había cruzado cuando una estampida de españoles en huida se le echa encima, trata de detenerla y auxiliar a los que caían en el agua, pero todo es confusión. Ya tenían asido a Cortés varios guerreros indios cuando logra rescatarlo Cristóbal de Olea, quien salva a Cortés por segunda vez después de la escaramuza de Xochimilco, pero que en esta ocasión perecerá. Luego aparece Antonio de Quiñones, jefe de su guardia personal, quien consigue sacar al conquistador, contra su voluntad, de la refriega y salir con él a la calzada de Tacuba. Presume Cortés que:

en este desbarato mataron los contrarios treinta y cinco o cuarenta españoles, y más de mil indios nuestros amigos, e hirieron más de veinte cristianos, y yo salí herido de una pierna; perdióse el tiro pequeño de campo que habíamos llevado y muchas ballestas y escopetas y armas [p. 171].

Bernal Díaz del Castillo, que estaba entre los soldados de Pedro de Alvarado, cree que fueron 78 los españoles muertos,10 y añade que los indios les mostraban las cabezas de españoles sacrificados, y a ellos les decían que eran las de “Malinche, y Sandoval”, y a los soldados de Cortés decían que eran las “del Tonatío, que es Pedro de Alvarado, y Sandoval y la de Bernal Díaz y de otros teules, y que ya nos habían muerto a todos los de Tacuba”.11

Cuando al fin de la refriega se reúnen los capitantes, vienen las recriminaciones. Sandoval reprocha a Cortés su imprevisión. Éste, “saltándosele lágrimas de los ojos”, dice a Sandoval, a quien llama hijo, que el culpable es el tesorero Julián de Alderete, al que encomendó que “cegase aquel paso donde nos desbarataron y no lo hizo”. Pero Alderete, que está presente, replica que “el mismo Cortés tenía la culpa y no él, y la causa que dio fue que como Cortés iba con victoria, por seguirla muy mejor, decía: ‘Adelante, caballeros’, y que no les mandó cegar puente ni paso malo”.12 Nada de esto consignará Cortés.

Aquella victoria dio a los mexicas nuevos ánimos. Noche y día “los de la ciudad hicieron muchos regocijos con bocinas y atabales” y volvieron a abrir sus “calles y puentes del agua como antes los tenían” [p. 172]; sin embargo, era sólo una breve tregua y el sitio y el acoso se mantenían.

Durante estos días de reposo, Cortés envía dos destacamentos, a cargo de Andrés de Tapia y de Gonzalo de Sandoval, para sujetar a los indios de Malinalco, que atacaban a los ya aliados de Cuernavaca, y contra los de Matlatzinco [pp. 172-175]. Ambos pueblos, en los que Cuauhtémoc tenía parientes, proyectaban venir en socorro de los sitiados y atacar por la retaguardia a los españoles.13

ÚLTIMAS DEFENSAS, PRISIÓN DE CUAUHTÉMOC Y FIN DE LA GUERRA

Estos días, además, permitieron a Cortés adoptar una nueva táctica que apresurara la toma de la ciudad sitiada. Para “más estrechar a los enemigos”, decidió ir destruyendo y asolando todas las casas de los terrenos conquistados, “y lo que era de agua hacerlo tierra firme, aunque hubiese toda la dilación que se pudiese seguir” [pp. 176-177].

Las refriegas continuaban día tras día y el hambre iba debilitanto a la indómita población india. De noche salían a buscar raíces y hierbas, y en una ocasión, al alba, los soldados españoles atacaron a las mujeres y a los muchachos inermes. Cortés lo refiere insensible ante la miseria y la crueldad inútil, y cínico ante la antropofagia de sus aliados:

como eran de aquellos más miserables y que salían a buscar de comer, los más venían desarmados y eran mujeres y muchachos: e hicimos tanto daño en ellos por todo lo que se podía andar de la ciudad, que presos y muertos pasaron de ochocientas personas, y los bergantines tomaron también mucha gente y canoas que andaban pescando, e hicieron en ellas mucho estrago. Y como los capitanes y principales de la ciudad nos vieron andar por ella a hora no acostumbrada, quedaron tan espantados como de la celada pasada, y ninguno osó salir a pelear con nosotros; y así nos volvimos a nuestro real con harta presa y manjar para nuestros amigos [p. 180].

La penetración de la ciudad sigue avanzando. El día siguiente al de la hazaña contra las mujeres y los muchachos, los españoles logran tomar toda la calzada de Tacuba, y la gente de Cortés puede ya comunicarse con la de Alvarado, y ese mismo día queman el palacio de Cuauhtémoc. Para entonces, 24 de julio, los sitiadores son ya dueños de las tres cuartas partes de la ciudad.

Cada día hay una nueva matanza y algún progreso. A fines de julio, la gente de Cortés vio humo que salía de las pirámides de Tlatelolco: eran los soldados de Alvarado que incendiaban los remates de aquellos templos, aunque no lograron tomar el inexpugnable mercado de Tlatelolco [pp. 181-182]. Cortés se encuentra con Alvarado y suben a lo alto del templo recién ganado. Calcula entonces que tienen ganadas las siete octavas partes de la ciudad, y le parece inconcebible que tanto número de los defensores subsista en tan breve espacio, en casas pequeñas sobre el agua:

y sobre todo —se conmueve por un momento— la grandísima hambre que entre ellos había, y que por las calles hallábamos roídas las raíces y cortezas de los árboles, acordé de los dejar de combatir por algún tiempo y moverles algún partido por donde no pereciese tanta multitud de gente; que cierto me ponían en mucha lástima y dolor el daño que en ellos se hacía, y continuamente les hacía acometer con la paz; y ellos decían que en ninguna manera se habían de dar, y que uno solo que quedase había de morir peleando [pp. 182-183].

Son las mismas trágicas y heroicas imágenes del hambre y de la matanza de los defensores de su ciudad en este último reducto de Tlatelolco, que conservó el anónimo relator indio del manuscrito de 1528, y se divulgaron en la Visión de los vencidos, de Miguel León-Portilla y Ángel María Garibay. Cortés volverá a ellas líneas más adelante: “hallamos las calles por donde íbamos llenas de mujeres y niños y otra gente miserable, que se morían de hambre, y salían traspasados y flacos, que era la mayor lástima del mundo de los ver”. Pero el conquistador andaba ocupado en la fabricación de un “trabuco” o torre de asalto para abatir los reductos aún existentes [p. 183], que al fin no funciona, y sigue adelante el avance y la matanza de prisioneros.

Inconforme con la diaria carnicería que parecía no tener fin, Cortés dice que intenta una y otra vez persuadir a los indígenas de rendición, y la respuesta que obtiene son burlas y repetirle que “no querían sino morir” [p. 185]. Trata también de hablar con Cuauhtémoc, quien no lo acepta y engaña y burla a Cortés, acaso porque el señor de México temía quebrantar su decisión de defender su ciudad hasta la muerte [pp. 185-186]. Los indios que aún peleaban tenían que andar sobre cadáveres y carecían de armas; los niños y las mujeres eran apresados y matados por millares; la crueldad y ferocidad de los aliados tlaxcaltecas contra los mexicas, para robar sus bienes y comer sus despojos, se había vuelto incontrolable; el hedor de los muertos no se podía sufrir; no había ya casas habitables y se decía “que el señor de la ciudad andaba metido en una canoa con ciertos principales” [p. 187].

Cuando ya no quedaba en tierra reducto para los indios, los bergantines persiguen por el lago las canoas. García Holguín, capitán de un bergantín, logra apresar la piragua en que iban Cuauhtemotzin, Coanacochtzin, Tetlepanquetzaltzin, señores de México, Tezcoco y Tlacopan, y otros señores. Los tres señores vestían mantas de maguey, muy sucias, sin ninguna otra insignia. Junto con su jefe Sandoval, García Holguín los llevó ante Cortés, que se encontraba en una azotea en el barrio de Amaxac. El breve diálogo que consigna el conquistador es como un medallón de noble patetismo:

el cual [Cuauhtémoc], como le hice sentar, no mostrándole riguridad ninguna, llegóse a mí y díjome en su lengua que ya él había hecho todo lo que de su parte era obligado para defenderse a sí y a los suyos hasta venir en aquel estado, que ahora hiciese de él lo que yo quisiese; y puso la mano en un puñal que yo tenía, diciéndome que le diese de puñaladas y le matase [p. 189].

En aquel momento cesó por agotamiento la terrible guerra. El prendimiento de Cuauhtémoc, último señor de México-Tenochtitlán, y el fin del imperio de los culúas o tenochcas o mexicas o aztecas ocurrió la tarde del martes 13 de agosto de 1521, día de San Hipólito; para los mexicas era el día ce cóatl, segundo de la veintena xocolhuetzi, del año yei calli. El sitio de la ciudad había durado 75 días, según Cortés, pues para él se había iniciado el 30 de mayo. Para Bernal Díaz el sitio duró 93 días.14

Cortés no muestra en su tercera carta ninguna emoción especial por aquel dramático acontecimiento, ya que se limita a anotar, como si fuera un incidente más:

Aquel día de la prisión de Guatimucín y toma de la ciudad, después de haber recogido el despojo que se pudo haber, nos fuimos al real dando gracias a Nuestro Señor por tan señalada merced y tan deseada victoria como nos había dado [p. 189].

Bernal Díaz, en cambio, parece intuir que algo doloroso y terrible había ocurrido, el aniquilamiento de un mundo y el nacimiento de otro, algo que hacía conmover a los cielos:

Llovió y relampagueó y tronó aquella tarde y hasta medianoche mucho más agua que otras veces. Y después de que se hubo preso Guatémuz, quedamos tan sordos todos los soldados como si de antes estuviera un hombre encima de un campanario y tañesen muchas campanas, y en aquel instante que las tañían, cesasen de tañerlas…15

De pronto, la continua gritería de los mexicanos que defendían su ciudad había cesado, y “los malditos atambores y cornetas y atabales dolorosos” dejaron de sonar. Y sólo llovía y relampagueaba y tronaba el cielo.

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Dibujo de Miguel Covarrubias.

EL COSTO HUMANO DE LA TOMA DE MÉXICO

Cortés no hizo ningún balance de la magnitud de la matanza que implicó la toma de la ciudad. Francisco López de Gómara intentó el primer resumen, de sobrio dramatismo, salvo una afirmación que no parece verosímil:

Duró el cerco tres meses. Tuvo en él doscientos mil hombres, novecientos españoles, ochenta caballos, diez y siete tiros de artillería, y trece bergantines y seis mil barcas. Murieron de su parte hasta cincuenta españoles y seis caballos y no muchos indios. Murieron de los enemigos cien mil, y a lo que otros dicen, muy muchos más; pero yo no cuento los que mató el hambre y pestilencia. Estaban a la defensa todos los señores, caballeros y hombres principales; y así murieron muchos nobles. Eran muchos, comían poco, bebían agua salada, dormían entre los muertos y estaban en perpetua hedentina; por estas cosas enfermaron y les vino pestilencia, en que murieron infinitos; de las cuales también se colige la firmeza y esfuerzo que tuvieron en su propósito, porque llegando a extremo de comer ramas y cortezas, y a beber agua salobre, jamás quisieron paz.16

En este homenaje al heroísmo del pueblo vencido, la afirmación que no parece verosímil es la de que sólo perecieron “hasta cincuenta españoles” en el sitio de México, cifra que repiten Cervantes de Salazar y Herrera.17 Torquemada duplica la pérdida española al decir “menos de cien castellanos”.18 Bernal Díaz no hace una estimación de conjunto de las pérdidas en el sitio de México. Sin embargo, en su humanísima rememoración del terror que sentía ante el peligro, en que tantas veces se encontró, de ser cogido y llevado a sacrificar por los indígenas (“antes de entrar en las batallas se me ponía una como grima y tristeza en el corazón, y orinaba una vez o dos, y encomendándome a Dios y a su bendita madre y entrar en las batallas todo era uno, y luego se me quitaba aquel pavor”, escribe), recuerda a sus compañeros que vio sacrificar durante el sitio, que cuenta entre 62 y 78.19

De todas maneras, las pérdidas españolas en el sitio de México fueron limitadas, y apenas alcanzarían el diez por ciento de sus efectivos. En cambio, la matanza de indios fue enorme, al menos mil veces mayor que la de los conquistadores. López de Gómara estimó las muertes de enemigos en 100 000 y “no muchos aliados”, aparte de los que murieron de hambre y pestilencia, cifra que repitieron Herrera y Torquemada.20 Fernández de Oviedo fue el primero en comparar la mortandad indígena en el sitio de México con la de la destrucción de Jerusalén, en la que según Flavio Josefo, perecieron 115 080 judíos, como lo testificó Annio, hijo de Eleazar; y consideró que la de Temistitan fue incontable y excedió a la de la ciudad santa.21

Alva Ixtlilxóchitl exageró sin duda la matanza indígena, tanto de los aliados de los españoles como de los defensores de su nación:

Murieron de la parte de Ixtlilxúchitl y reino de Tezcuco más de treinta mil hombres, además de doscientos mil que fueron de la parte de los españoles, como se ha visto; de los mexicanos murieron más de doscientos cuarenta mil hombres y entre ellos casi toda la nobleza mexicana, que apenas quedaron algunos señores y caballeros, y los más, niños de poca edad.22

¿Qué muestran estas cifras de pérdidas humanas en el sitio de México: entre 50 y 100 españoles frente a un mínimo de 100 000 indígenas? Si a estos factores se agregan las muertes de aliados de Cortés, supóngase la mitad o un tercio de los 230 000 que dice Alva Ixtlilxóchitl; y si además se tiene en cuenta que el ejército de Cortés lo formaban alrededor de 900 hombres y no menos de 150 000 aliados indígenas, la evidencia es de que esta guerra la hicieron principalmente tlaxcaltecas y tezcocanos, y los otros aliados menores, contra mexicas y tlatelolcas, indios contra indios; y que Cortés y sus soldados, marinos, carpinteros y herreros, se limitaron a planear la estrategia, a contribuir con su técnica y la superioridad de sus armas y, sobre todo, a dirigir y organizar las acciones militares. Las fuerzas de choque, las que asaltaban y robaban, reparaban puentes y cegaban cortaduras, arrasaban y quemaban construcciones, cortaban y aserraban madera, transportaban bergantines a través de los montes, armaban trabucos, arrastraban cañones, alimentaban a los españoles y morían en primer lugar, fueron los indígenas. La conquista de México hubiera sido imposible sin el apoyo indígena, y por supuesto sin la conducción de Cortés y el arrojo decidido de sus capitanes y soldados. Cortés tuvo el acierto de obtener y organizar la colaboración indígena. Logró que lucharan los indios entre sí, conducidos por los españoles, para sojuzgar al México antiguo. Arturo Arnaiz y Freg solía decir: “La conquista de México la hicieron los indios y la independencia los españoles”.

LA SUERTE DE LOS VENCIDOS

Cuauhtémoc obtuvo autorización de Cortés para que saliesen los supervivientes de aquel hacinamiento de ruinas y cadáveres que hasta poco antes había sido la temida y esplendorosa ciudad de México-Tenochtitlán. Aquella miserable procesión de los vencidos, que iban a buscar algún auxilio en los pueblos cercanos, la describió Bernal Díaz con palabras llenas de compasión:

Digo que en tres días con sus noches en todas tres calzadas, llenas de hombres y mujeres y criaturas, no dejaron de salir, y tan flacos y amarillos y sucios y hediondos, que era lástima de verlos; y como la hubieron desembarazado, envió Cortés a ver la ciudad, y veíamos las casas llenas de muertos, y aun algunos pobres mexicanos entre ellos que no podían salir, y lo que purgaban de sus cuerpos era una suciedad como echan los puercos muy flacos que no comen sino hierba; y hallóse toda la ciudad como arada y sacadas las raíces de las hierbas buenas, que habían comido cocidas, hasta las cortezas de algunos árboles; de manera que agua dulce no les hallamos ninguna, sino salada. También quiero decir que no comían las carnes de sus mexicanos, si no eran de las nuestras y tlaxcaltecas que apañaban, y no se ha hallado generación en muchos tiempos que tanto sufriese la hambre y sed y continuas guerras como éstas.23

Pero aun ellos seguían siendo objeto de codicia, como lo denunciará Sahagún:

como salieron a tierra, algunos soldados comenzaron a robarlos y a captivarlos; solamente buscaban el oro que llevaban, y para esto les buscaban las vestiduras a los hombres y a las mujeres, y aun hasta hacerles abrir la boca para ver si llevaban oro en ellas, y escogían mozos y mozas, los que mejor les parecían, y los tomaban por esclavos.24

Añade Sahagún que llegaron a herrar “en la cara a algunos mancebos y mujeres de buena disposición”, pero que en cuanto lo supo Cortés, “luego proveyó para que aquellos malhechores fuesen impedidos y presos”.

LOS DÍAS SIGUIENTES A LA TOMA DE LA CIUDAD

Cortés es muy parco en informaciones acerca de lo que ocurrió e hizo inmediatamente después de consumada la conquista y destrucción de la ciudad de México. Se limita a decir que estuvo tres o cuatro días en el real antes de establecerse en Coyoacán, y que se hizo el reparto del botín de oro, joyas y esclavos, asignando al quinto real las mejores piezas, y en seguida pasa a relatar las nuevas conquistas [pp. 189-190]. Bernal Díaz, en cambio, llena estos días con muchos incidentes y murmuraciones curiosos, desvergonzados o atroces, que muestran el ambiente y las pasiones desatadas: el desordenado convite, con mujeres, vino y puercos, con que se celebró en Coyoacán el triunfo; el hedor espantoso de los cuerpos insepultos que llenaba las calles y canales de la ciudad; el encargo que dio Cortés a Cuauhtémoc para que se enterrase a los muertos, se limpiase la ciudad, se restableciese el acueducto de Chapultepec y se iniciase la reconstrucción de la ciudad; y la demanda que hicieron los indios principales para que les devolviesen sus mujeres.25

Con la intención de conservarlos y volver a usarlos para la navegación en los lagos, Cortés determinó guardar los bergantines en las Atarazanas, arsenal que se instaló al oriente de la ciudad, en el lugar que luego se llamó San Lázaro. López de Gómara dice que “dejó en guarda de ellos a Villafuerte con ochenta españoles, porque no los quemasen los indios”. A Bernal Díaz le parece que el encargo se dio a Pedro de Alvarado —lo que es improbable, ya que en seguida le encargó Cortés tareas en el sureste—, “hasta que vino de Castilla un Salazar de Pedrada, nombrado por Su Majestad”.26 Por este tiempo, debe haberse hecho un arreglo provisional, pues el edificio de tres naves, con compuertas para salir al lago, no se concluyó sino hasta fines de 1524. Esta construcción de las Atarazanas se usó además como fortaleza y prisión. La prolongación de la calle de Tacuba se llamó por ello de las Atarazanas. Con el tiempo, los bergantines, abandonados, acabaron por desintegrarse.27

LA DISPUTA POR EL BOTÍN Y EL TORMENTO A CUAUHTÉMOC

Tomada la ciudad y puesta a saco; vueltos a sus tierras los aliados indígenas, cargados de despojos y con agradecimientos y buenas promesas de honras, llegó el momento del reparto del botín. Cortés refiere al emperador que una vez fundido el oro montó a más de 130 000 castellanos, del cual se entregó al tesorero el quinto real [p. 190],28 que el resto se repartió como correspondía, y que, además, enviará al monarca otros objetos maravillosos que no se debían dividir. Sin embargo, esta apariencia de actos normales y de un gesto generoso de Cortés oculta hechos escandalosos y brutales, que se conocen gracias sobre todo a Bernal Díaz.

Recogido el oro, plata y joyas acumulado, y quitado el quinto real y el de Cortés, los cuales montaban 46 800 castellanos, los 83 200 castellanos que quedaban para repartir eran muy poco. Si a los 904 hombres que se contaron en el alarde de abril pasado se deducen sólo los 50 muertos que dijo Cortés, habría 854 soldados a los que corresponderían menos de 100 castellanos a cada uno. Pero los capitanes debieron recibir una cuota más alta, luego los de a caballo, después los ballesteros y escopeteros y por último los simples peones o rodeleros. Hechas las cuentas, según los recuerdos de Bernal Díaz, dice que “cabían a los de a caballo a ochenta pesos, y a los ballesteros, escopeteros y rodeleros a sesenta o cincuenta pesos, que no se me acuerda bien”.

Por otra parte, los soldados tenían muchas deudas, giradas contra lo que esperaban recibir del reparto del botín. Las armas eran caras: las ballestas costaban 50 o 60 pesos, las escopetas, 100, las espadas, 50. Y los caballos valían de 800 a 900 pesos. Debían también a los curanderos y a los boticarios, de manera tan sin proporción que Cortés debió disponer que un Santa Clara y un Llerena, “personas de buena conciencia”, fijaran los precios y señalaran plazos para los pagos.29

Como el oro disponible era tan poco que no bastaba para cubrir sus necesidades inmediatas y menos los volvía ricos como esperaban, los soldados comenzaron a hacer suposiciones. Unos decían que el botín perdido en la Noche Triste, recuperado por los indios, lo había echado Cuauhtémoc a la laguna; otros, que lo habían robado los tlaxcaltecas y los demás aliados, y otros, que los soldados que andaban en los bergantines habían robado su parte. Acusar a Cuauhtémoc era lo más expedito. Según López de Gómara y Bernal Díaz, fueron los oficiales de la Real Hacienda, es decir el tesorero Julián de Alderete y sus auxiliares, quienes decidieron dar tormento a Cuauhtémoc y al señor de Tacuba, quemándoles los pies con aceite, para que revelaran dónde habían escondido o tirado el tesoro. La frase atribuida a Cuauhtémoc durante el tormento, como dirigida al señor de Tacuba, cuando éste parecía pedirle licencia para hablar y que cesara el tormento, sólo la consigna López de Gómara y es: “¿Estoy yo en algún deleite o baño?”. Bernal Díaz comenta que esta acción, movida “por codicia del oro”, “mucho le pesó a Cortés y aun a alguno de nosotros”. El hecho es que Cortés consintió en el suplicio cuando tenía autoridad suficiente para impedirlo, si lo hubiera querido. Según López de Gómara, Tetlepanquétzal murió en el tormento y “Cortés quitó del tormento a Cuauhtémoc, pareciéndole afrenta o crueldad, o porque dijo cómo echara en la laguna, diez días antes de su prisión, las piezas de artillería, el oro y la plata, las piedras, perlas y ricas joyas que tenía”. La versión de Bernal Díaz confirma esta confesión con variantes menores: Cuauhtémoc señaló un lugar donde había echado los bienes, y de aquella alberca, cercana a las casas de Tlatelolco, “sacamos un sol de oro como el que nos dio Montezuma, y muchas joyas y piezas de poco valor que eran del mismo Guatímuz”; y el señor de Tacuba pidió que lo llevasen a sus casas en este pueblo cercano, y en llegando, dijo “que por morirse en el camino había dicho aquello y que le matasen, que no tenía oro ni joyas ningunas”.30

La responsabilidad de estas crueldades acabaría por caer sólo sobre Cortés. Así, en el juicio de residencia que se inició contra él en 1529, el doctor Cristóbal de Ojeda reveló que Cortés hizo que quemaran a Cuauhtémoc también las manos y que él lo curó de sus llagas:

quel dicho don Fernando Cortés dio tormentos y quemaba los pies e las manos del dicho Guatimuza porque le dijese de los tesoros y riquezas de la cibdad, e que lo sabe porqueste testigo, como doctor e médico ques, curó muchas veces al dicho Guatimuza por mandado del dicho don Fernando e sabe este testigo quel dicho don Fernando traía mucha diligencia por saber del dicho tesoro.31

Cuando Cuauhtémoc aún convalecía y era retenido en las casas de Coyoacán, volvió Cristóbal de Olid de Michoacán, trayendo al señor de aquella provincia, el cazonci, quien fue llevado a saludar a Cortés. Refiere la Relación de Michoacán que el conquistador le dijo:

—Seas bienvenido, no recibas pena. Anda a ver lo que hizo un hijo de Montezuma; allí lo tenemos preso porque sacrificó muchos de nosotros…

Y fue a ver el hijo de Montezuma y tenía quemados los pies y dijéronle:

—¿Ya le has visto cómo está por lo que hizo? No seas tú malo como él.32

Al infortunado Zinchicha Tangaxoan, señor de Michoacán, andando el tiempo, le iría aún peor por ser malo con los españoles.

Cuando los desilusionados conquistadores tuvieron que aceptar que no podían sacar más oro, cuenta Bernal Díaz que el padre Olmedo, Alvarado, Olid y otros capitanes propusieron a Cortés que el poco oro disponible se repartiese:

a los que quedaron mancos y cojos y ciegos y tuertos y sordos, y otros que se habían tullido y estaban con dolor de estómago, y otros que se habían quemado con la pólvora, y a todos los que estaban dolientes de dolor de costado, que aquellos les diesen todo el oro; y que para estos tales sería bien dárselo, y que todos los demás que estábamos algo sanos lo habríamos por bien.

Cortés se limitó a decirles que “en todo pondría remedio”, y cuando por fin les señalaron aquellas cuotas de 80 a 50 pesos, “ningún soldado las quiso tomar”.33

“Entonces murmuramos de Cortés”, reconoce Bernal Díaz. Cuando los soldados reclamaban al tesorero Alderete, éste culpaba al capitán general, diciendo que, además de su quinto, se cobraba los caballos muertos y apartaba para sí piezas de oro. Quienes habían venido con Narváez y tenían mala voluntad a Cortés “se desvergonzaban mucho en decir que Cortés se alzaba con el oro”. Y en los encalados muros de la casa del conquistador en Coyoacán comenzaron a aparecer cada mañana, escritos con carbones o tintas:

muchos motes, algunos en prosa y otros en versos, algo maliciosos, a manera como mase-pasquines e libelos; y unos decían que el sol y la luna y el cielo y las estrellas y la mar y la tierra tienen sus cursos, e que si algunas veces salen más de la inclinación para que fueron criados más de sus medidas, que vuelven a su ser, y que así había de ser la ambición de Cortés en el mandar, e que había de suceder de volver a su principio; y otros decían que más conquistados nos traía que la misma conquista que dimos a México, y que no nos nombrásemos conquistadores de Nueva España, sino conquistados de Hernando Cortés; y otros decían que no bastaba tomar buena parte del oro como general, sino tomar parte de quinto como rey, sin otros aprovechamientos que tenía; y otros decían:

¡Oh, qué triste está la ánima mea

hasta que todo el oro que tiene

tomado Cortés y escondido, lo vea!34

Otros decían que Diego Velázquez gastó su hacienda e descubrió toda la costa del norte hasta Pánuco, y la vino Cortés a gozar y se alzó con la tierra y el oro; y decían otras cosas como éstas, y aun decían palabras que no son para decir en esta relación.35

Además de que denunciaran hechos con su buena parte de verdad y agravios que dolían a los conquistadores, la primera de las inscripciones, la del curso de los fenómenos celestes y terrestres que mantienen su trayectoria y su ser, y que de la misma manera la ambición de Cortés también volverá a su principio, esto es a la nada, muestra algo más que agudezas rencorosas. El viejo tema del eterno retorno vuelve aquí con espíritu levantado y punzante, que acaso perturbara por un momento a su destinatario.

Cortés tomó al principio aquello como un torneo de ingenio y, como “era algo poeta… respondía también por buenas consonantes y muy a propósito”. Es lástima que Bernal no haya recordado estas respuestas, pues las únicas que consigna, cuando los motes comenzaron a desvergonzarse, son las del intercambio final: “Pared blanca, papel de necios”, escribió sentencioso Cortés; a lo que le contestaron: “Aun de sabios y verdades, y Su Majestad lo sabrá muy presto”. Y añade el cronista que se averiguó quiénes los escribían y que Cortés amenazó con castigo a los que pusieran más malicias.36

DESCUBRIMIENTO DE LA MAR DEL SUR Y NUEVAS CONQUISTAS

Cortés vuelve a la acción pocos días después. Sabe que se ha apoderado de la cabeza y de una parte del territorio que dominaban los aztecas, pero recuerda que quedaban aún libres muchas otras provincias del imperio y otros territorios. Muestra especial interés por las “partes de la Mar del Sur”, hoy llamado océano Pacífico, que aunque ya se conocía en otras latitudes desde 1513, gracias a Vasco Núñez de Balboa, su descubrimiento en tierras de México lo realizan cuatro soldados enviados por el conquistador [p. 191].

Habiéndose propagado la noticia del aniquilamiento de la poderosa México-Tenochtitlán, algunos señoríos indígenas se apresuraron a someterse voluntariamente. Así ocurrió con el señorío de Michoacán y con el de Tehuantepec [pp. 190 y 193].

Cortés combinó entonces muy hábilmente la conveniencia de extender sus conquistas y la necesidad de mantener ocupados y dispersos a sus capitanes y a sus soldados, inconformes con el reparto del botín que no les dio las riquezas que esperaban. Así lo da a entender Bernal Díaz, quien pide licencia para irse con su amigo Gonzalo de Sandoval, al que se ha confiado la pacificación de la región de Tuxtepec [p. 192]. Encargos semejantes reciben un Castañeda y Vicente López en la región del Pánuco; Rodrigo Rangel para que continúe cuidando Veracruz; Juan Álvarez Chico en la región de Colima; un Villafuerte en Zacatula; Cristóbal de Olid en Michoacán; y Francisco de Orozco en Oaxaca.37 Más tarde envía a Pedro de Alvarado a pacificar la que Cortés llama “provincia de Tatutepeque, que es cuarenta leguas delante de Guaxaca, junto al Mar del Sur” [p. 198].

El soldado cronista da una explicación interesante de por qué los conquistadores no se quedaban en la ciudad de México y salían a las provincias. En los alrededores de la ciudad, sólo había, escribe, “mucho maíz y magueyales, de donde sacaban el vino”. Y añade que habían visto “los libros de la renta de Montezuma”, nada menos que el códice llamado Matrícula de tributos, y en él “mirábamos de dónde le traían los tributos del oro y dónde había minas y cacao y ropa de mantas”, y a esos lugares querían ir, aunque acaba por reconocer que “todos fuimos muy engañados”.38

Es difícil creer que el valioso libro pintado, ejemplar único, anduviese en manos de los soldados, y que éstos, con el auxilio de un tlamatini, fueran interpretando los glifos toponímicos para buscar los señoríos y pueblos de donde venían sartales de piedras finas, polvo o barras de oro y cargas de cacao. Lo importante es que el soldado Bernal Díaz conociera la existencia y el objeto de la Matrícula de tributos de Motecuhzoma, y que lo contara en su Historia verdadera.

Las nuevas conquistas y pacificaciones tuvieron escasa resistencia, volvieron al sistema inicial, de sometimiento y vasallaje, y pusieron especial énfasis en el “poblamiento”, o sea la imposición de autoridades españolas, el asentamiento de éstas y la organización del trabajo para aumentar su rendimiento. Al fin de la tercera Carta de relación, Cortés declara a su monarca sin rodeos el régimen de servidumbre de los indios que ha establecido:

Y después acá, vistos los muchos y continuos gastos de Vuestra Majestad… y vistos también el mucho tiempo que habemos andado en las guerras… y sobre todo la mucha importunación de los oficiales de Vuestra Majestad y de todos los españoles y que de ninguna manera me podía excusar, fueme casi forzado depositar los señores y naturales de estas partes a los españoles, considerando en ello las personas y los servicios que en estas partes a Vuestra Majestad han hecho, para que en tanto que otra cosa mande proveer, o confirmar esto, los dichos señores y naturales sirvan y den a cada español a quien estuvieren depositados, lo que hubieren menester para su sustentación [p. 201].

Para las rentas del emperador se reservaban las “provincias y ciudades mejores y más convenientes”. Así se iniciaba la larga servidumbre de los indígenas, quienes por serlo y por haber sido descubiertos y conquistados, quedaban obligados a servir y sustentar a los conquistadores.

CRISTÓBAL DE TAPIA APARECE Y DESAPARECE. NOTICIAS VARIAS

Cuando Cortés se encontraba despachando al capitán que iba a pacificar al Pánuco, tuvo noticias de que había llegado a Cempoala, a fines de diciembre de 1521, un Cristóbal de Tapia, veedor de las fundiciones de la isla Española, hombre razonable y poco decidido, al que por extraña sinrazón la Corona había nombrado gobernador de la Nueva España, meses después de que Cortés consumara su conquista. Éste era uno más de los intentos promovidos por Diego Velázquez y movidos por Juan Rodríguez de Fonseca desde el Consejo de Indias, para quitar a Cortés el mando de la Nueva España y procesarlo.

Cortés no se perturba y hace renacer en él al leguleyo, maestro en ardides y dilaciones. Finge acatar el mandato y envía a hablar con Tapia a fray Pedro Melgarejo de Urrea, el franciscano que vino con el tesorero Alderete, hacía negocio con las bulas y “tenía buena expresiva” [pp. 195-197].39 El conquistador explica por qué no puede ir a recibir al gobernador y, tras el fraile, le envía nuevos representantes para que vean las provisiones reales que trae; ya se encontraba Tapia en camino y lo hacen volver a Cempoala para revisar de nuevo sus papeles. Las provisiones que trae le ordenan que haga un proceso para averiguar lo ocurrido entre Velázquez y Cortés, y entre Vázquez de Ayllón y Narváez, y que en tanto se resuelve el proceso, tome la gobernación de estas partes. Los oficiales que Cortés envía a negociar le objetan que la provisión que presenta no está suscrita ni refrendada por ningún secretario de los reyes, lo que resulta cierto; y además, le manifiestan que, en nombre de Cortés y sus soldados, “suplicaban” al emperador el no cumplimiento de dichas órdenes, para evitar escándalos e injusticias mayores.

Cortés y sus capitanes ponían en práctica el dicho español de “se acata pero no se cumple”, con alguna razón en este caso. En fin, Cristóbal de Tapia, después de otros “autos y requerimientos entre el dicho veedor y procuradores”, pierde la paciencia y se embarca de regreso.40

Antes de concluir la tercera Carta de relación Cortés da otras noticias. Cuatro o cinco meses después de emprendida la reconstrucción de la ciudad, “está muy hermosa” y pronto recuperará su antigua nobleza. Ya se han repartido solares y se han nombrado alcalde y regidores [p. 193].

El conquistador proyecta construir carabelas y bergantines en algún puerto de los Mares del Sur para explorar la costa [p. 199].

Murió don Fernando Pimentel Ixtlilxóchitl, señor de Tezcoco, y Cortés lo sustituyó por el hermano menor de aquél, al que se bautizó como don Carlos.

Por mandato suyo, varios españoles ascendieron dos veces al Popocatépetl y trajeron azufre, que faltaba para la pólvora. No menciona los nombres de quienes realizaron la hazaña, pero por Cervantes de Salazar sabemos que fueron Francisco Montaño, Francisco Mesa y tres soldados más, como ya se refirió.41

CRONOLOGÍA (TENTATIVA) DE ESTA ETAPA

1520

 

   

Octubre

Se inicia la construcción de los 13 bergantines en Tlaxcala.

   

25 de noviembre

Muere Cuitláhuac de viruelas. Cuauhtémoc es elegido undécimo y último señor de México-Tenochtitlán.

   

Diciembre

Preparación del asalto a Tenochtitlán. Machacamiento de los pueblos periféricos de los lagos.

   

22 de diciembre

Ordenanzas militares. Tlaxcala.

   

27 de diciembre

Recuento de los recursos militares de los españoles.

   

1521

 

   

Enero-abril

Llegan refuerzos que casi duplican el ejército de Cortés.

   

Febrero-marzo

Termina en Tlaxcala la construcción de los bergantines, que se transportan a Tezcoco.

   

24 de febrero

Llega a Veracruz el tesorero real Julián de Alderete.

   

Fines de abril

Probable entrevista de Cortés y Cuauhtémoc.

   

28 de abril

Alarde para conocer los efectivos del ejército español.

   

30 de mayo

Se inicia el sitio de la ciudad de México.

   

28 de junio-6 de julio

En Santiago de Cuba Diego Velázquez promueve una información con acusaciones contra Hernán Cortés.

   

13 de agosto

Captura de Cuauhtémoc y rendición de México-Tenochtitlán.

   

24-30 de diciembre

Cristóbal de Tapia llega a Cempoala para ser gobernador de Nueva España. No se aceptan sus provisiones.

1 López de Gómara calcula 60 000 (cap. CXXXI) y luego 200 000 (cap. CXXXVII) aliados indígenas, cuando suma la ayuda de los de Chalco.— Bernal Díaz dice que eran 20 000 de Tezcoco y Huejotzingo (cap. CXLIV), y que cuando llegaron a Tezcoco los aliados de Tlaxcala “tardaron en entrar… más de tres horas” (cap. CXLIX).— Jorge Gurría Lacroix (“La caída de Tenochtitlán”, Historia de México, Salvat Editores, México, 1974, t. 4, p. 59), sin precisar fuentes, estima que los aliados indígenas fueron los siguientes: “de Topoyanco, 12 000; de Cholula, Huejotzingo y Huaquechula, 12 000; de Tlaxcala, 150 000, mandados por Chichimecatecuhtli y Xicoténcatl el Mozo; de Tetzcoco, 200 000, aparte 50 000 para ocuparse del arreglo de puentes y caminos; de Itzocan, Tepeyácac, Cuauhnáhuac y demás poblaciones tlahuicas, 50 000, y de Otompan, Tullantzinco, Xilotepec y otras provincias, 50 000 más”. Estos contingentes suman 524 000 aliados, cantidad que parece inverosímil. La cifra final de Cortés, de 150 000, ya muy alta, parece la más probable.

2 Cervantes de Salazar, lib. V, cap. CXXI.— Bernal Díaz, cap. CL.— Muñoz Camargo, lib. II, cap. VII.

3 Cervantes de Salazar, lib. V, cap. CV.

4 Esta lista es la que da Cervantes de Salazar, ibid., quien dice que sigue la relación que le dio Ruiz de la Mota, uno de los capitanes. La repite, idéntica, Herrera, década IIIª, lib. I, cap. XII, quien sigue, al parecer, los Memoriales de Alonso de Ojeda, perdidos.— Bernal Díaz, cap. CXLIX, pone a Juan de Limpias Carvajal, a un Zamora, a un Colmero, a un Lema, a Ginés de Nortes y a Miguel Díaz de Ampiés, en lugar de Rodríguez de Villafuerte, Verdugo, Rodríguez Magariño, Flores, Morejón de Lobera y Sotelo.— Debe considerarse que en el curso de la batalla, Cortés dispuso cambios en las designaciones iniciales. Por ejemplo, según Cervantes de Salazar, lib. V, cap. CLXIII), Rodríguez de Villafuerte, capitán de la capitana, desamparó su bergantín en una acción reñida. El carpintero Martín López, “hombre de grandes fuerzas y mucho ánimo, y muy membrudo y de gran persona”, que iba en ella como piloto mayor o maestre, logró recuperarla con gran valentía, y Cortés lo nombró capitán de ese bergantín principal. El capitán Pedro Barba murió en combate (ibid.). Del intrépido Martín López, Cervantes de Salazar añade más adelante (cap. CLXX) que estando descalabrado y con “brava calentura”, Cortés le pidió que para que rigiese y gobernase la flota, volviese a la capitana, lo que hizo.

5 Bernal Díaz, ibid.

6 Martín López, Información de 1554, ff. 19 v-20.

7 Alva Ixtlilxóchill, “Decimatercia relación. De la venida de los españoles y principio de la ley evangélica”, Obras históricas, t. I, p. 462.

8 Ibid.

9 Cristóbal del Castillo, Fragmentos de la obra general sobre historia de los mexicanos, escrita en náhuatl por…, a fines del siglo XVI. Los tradujo al castellano Francisco del Paso y Troncoso, Florencia, Tipografia de Salvador Landi, 1908, cap. 39, 2ª parte, p. 104.

10 Bernal Díaz, caps. CLII y CLV. En el primero habla de 66 soldados muertos y en el segundo dice “bien puedo decir 78”.

11 Bernal Díaz, cap. CLII.

12 Ibid.

13 Bernal Díaz, caps. CLIV y CLV.

14 Bernal Díaz, cap. CLVI.

15 Ibid.

16 López de Gómara, cap. CXLIV.

17Cervantes de Salazar, Francisco, lib. V, cap. CXCVII.— Herrera, década IIIª, lib. II, cap. VIII dice “poco más de cincuenta castellanos”.

18 Torquemada, lib. IV, cap. CIII.

19 Bernal Díaz, en el cap. CLVI, dice que fueron 62 los españoles que vio sacrificar; antes, cap. CLII, habla de 66 y de 78 en el cap. CLV.

20 López de Gómara, cap. CXLIII.—Herrera, década IIIª, lib. II, cap. VII.— Torquemada, lib. IV, cap. CIII.

21 Fernández de Oviedo, lib. XXXIII, cap. XXX.— Clavigero, Historia antigua., lib. X, cap. XXXIII, repite esta comparación.

22 Alva Ixtlilxóchitl, “Decimatercia relación…”, Obras históricas, t. I, p. 479.

23 Bernal Díaz, cap. CLVI.

24 Sahagún (versión de 1585), lib. XII, cap. XLI.

25 Bernal Díaz, caps. CLVI y CLVII.

26 López de Gómara, cap. CXLIV.— Bernal Díaz, cap. CLVII.

27 C. Harvey Gardiner, Naval Power in the Conquest of Mexico, Austin, 1956, cap. VII.

28 En esta cantidad de 130 000 castellanos coinciden Cortés en su tercera Relación y López de Gómara, cap. CXLVII.— Bernal Díaz, cap. CLVII, dice que fueron 380 000 pesos de oro, error evidente, ya que deducidos los quintos, el resto a repartir no coincide con las cuotas que luego menciona.

29 Bernal Díaz, cap. CLVII.

30 López de Gómara, cap. CXLVI.— Bernal Díaz, cap. CLVII.

31 Algunas declaraciones de Cristóbal de Ojeda, en Documentos, sección IV, Residencia.

32 Fray Jerónimo de Alcalá (intérprete), La Relación de Michoacán, edición de Francisco Miranda, Fimnax Publicistas Editores, Morelia, Michoacán, 1980, Tercera parte, cap. XXVII, p. 330.

33 Bernal Díaz, cap. CLVII.

34 Así dice el borrador de Bernal Díaz. La versión corregida dice:

¡Oh, qué triste está la ánima mea

hasta que la parte vea!

35 En estos pasajes del cap. CLVII de Bernal Díaz se ha combinado el texto corregido con el del borrador de la Historia verdadera.

36 Bernal Díaz, ibid.

37 Ibid.

38 Ibid.

39 Bernal Díaz, cap. CLVIII.

40 Cristóbal de Tapia presenta sus provisiones reales para que Cortés le entregue la gobernación y sus procuradores rehúyen su cumplimiento, Cempoala, 24-30 de diciembre de 1521, en Documentos, sección I.

41 Cervantes de Salazar, lib. VI, caps. VII a IX.