En España nadie conserva rencor hacia Pompeyo o hacia Abderramán. Estoy seguro de que el español de hoy siente como que se engulló para siempre a todos los caudillos que lo conquistaron en diversas épocas. En cambio, delante de este rollo [la torre de Tepeaca] y de estos aldeanos, pienso que Cortés no fue digerido todavía, que mucha población mexicana no lo puede tragar aún.
Culpemos al tiempo. Es posible que estén de masiado verdes todavía los huesos del conquita dor. Quizá dentro de ocho siglos afecte Cortés a los mexicanos lo que a nosotros el Gran Califa.
JOSÉ MORENO VILLA
Existen dos espléndidas semblanzas de Cortés escritas por hombres que lo conocieron bien. La primera es una página magistral que puso Francisco López de Gómara en el capítulo final de su Conquista de México e intituló “Condición de Cortés”:
Era Fernando Cortés de buena estatura, rehecho y de gran pecho; el color ceniciento, la barba clara, el cabello largo. Tenía gran fuerza, mucho ánimo, destreza en las armas. Fue travieso cuando muchacho, y cuando hombre fue asentado; y así, tuvo en la guerra buen lugar, y en la paz también. Fue alcalde de Santiago de Barucoa, que era y es la mayor honra de la ciudad entre vecinos. Allí cobró reputación para lo que después fue. Fue muy dado a mujeres y diose siempre. Lo mesmo hizo al juego, y jugaba a los dados a maravilla bien y alegremente. Fue muy gran comedor, y templado en el beber, teniendo abundancia. Sufría mucho la hambre con necesidad, según lo mostró en el camino de las Higueras, y en la mar que llamó de su nombre. Era recio porfiando, y así tuvo más pleitos que convenía a su estado. Gastaba liberalísimamente en la guerra, en mujeres, por amigos y en antojos, mostrando escasez en algunas cosas; por donde le llamaban rico de avenida. Vestía más polido que rico, y así era hombre limpísimo. Deleitábase de tener mucha casa y familia, mucha plata de servicio y de respeto. Tratábase muy de señor, y con tanta gravedad y cordura que no daba pesadumbre ni parecía nuevo. Cuentan que le dijeron, siendo muchacho, cómo había de ganar muchas tierras y ser grandísimo señor. Era celoso en su casa, siendo atrevido en las ajenas; condición de putañeros. Era devoto, rezador, y sabía muchas oraciones y salmos de coro; grandísimo limosnero, y así encargó mucho a su hijo, cuando se moría, la limosna. Daba cada año mil ducados por Dios de ordinario; y algunas veces tomó a cambio dineros para limosna, diciendo que con aquel interés rescataba sus pecados. Puso en sus reposteros y armas: Judicium Domini aprehendit eos, et fortitudo ejus corroboravit brachium meum [La voluntad del Señor los conquistó y su fortaleza robusteció mi brazo], letra muy a propósito de la conquista. Tal fue, como habéis oído, Cortés, conquistador de la Nueva España.
La otra imagen es de Bernal Díaz del Castillo, y parece ir llenando con rasgos, anécdotas y observaciones menudas las líneas escuetas de la primera. He aquí algunos pasajes que completan la figura y el carácter del conquistador de México:
Oí decir que cuando mancebo en la isla Española fue algo travieso sobre mujeres, y que se acuchilló algunas veces con hombres esforzados y diestros, y siempre salió con victoria; y tenía una señal de cuchillada cerca de un bezo de abajo que si miraban bien en ello se le parecía, más cubríaselo con las barbas, la cual señal le dieron cuando andaba en aquellas cuestiones.
En todo lo que mostraba, así en su presencia como en pláticas y conversación, y en comer y en el vestir, en todo daba señales de gran señor. Los vestidos que se ponía eran según el tiempo y usanza, y no se le daba nada de traer muchas sedas y damascos, ni rasos, sino llanamente y muy pulido […]
Servíase ricamente como gran señor, con dos maestresalas y mayordomos y muchos pajes, y todo el servicio de su casa muy cumplido, y grandes vajillas de plata y de oro; comía bien y bebía una buena taza de vino aguado que cabría un cuartillo, y también cenaba, y no era nada regalado, ni se le daba nada por comer manjares delicados ni costosos, salvo cuando veía que había necesidad que se gastase y los hubiese menester dar.
Era de muy afable condición con todos sus capitanes y compañeros, especial con los que pasamos con él de la isla de Cuba la primera vez; y era latino, y oí decir que era bachiller en leyes, y cuando hablaba con letrados u hombres latinos, respondía a lo que le decían en latín. Era algo poeta, hacía coplas en metros y en glosas, y en lo que platicaba lo decía muy apacible y con mucha retórica, y rezaba por las mañanas en unas Horas y oía misa con devoción […]
Cuando juraba decía: “En mi conciencia”; y cuando se enojaba con algún soldado de los nuestros sus amigos, le decía: “¡Oh, mal pese a vos!” y cuando estaba muy enojado se le hichaba una vena de la garganta y otra de la frente; y algunas veces, de muy enojado, arrojaba un lamento al cielo, y no decía palabra fea ni injuriosa a ningún capitán ni soldado, y era muy sufrido, porque soldados hubo muy desconsiderados que le decían palabras descomedidas, y no les respondía cosa soberbia ni mala, y aunque había materia para ello, lo más que les decía: “Callad y oíd”, o “id con Dios, y de aquí adelante tened más miramientos en lo que dijereis, porque os costará caro por ello”.
Y era muy porfiado, en especial en las cosas de la guerra, que por más consejos y palabras que le decíamos en cosas desconsideradas de combates y entradas, que nos mandaba dar cuando rodeamos en los pueblos grandes de la laguna […]
Dejemos esta plática, y diré que cuando luego venimos con nuestra armada a la Villa Rica, y comenzamos a hacer la fortaleza, el primero que cavó y sacó tierra de los cimientos fue Cortés, y siempre en las batallas le vi que entraba en ellas juntamente con nosotros […]
[E]n las guerras de Tlaxcala, en tres batallas se mostró muy esforzado, y en la entrada de México con cuatrocientos soldados, cosa es de pensar en ello, y más tener atrevimiento de prender al gran Montezuma dentro de sus palacios, teniendo tan grandes números de guerreros; y también digo que lo prendimos por consejo de nuestros capitanes y de todos los más soldados […] Y también, ¡qué atrevimiento y osadía fue que con dádivas de oro y ardides de guerra ir contra Pánfilo de Narváez, capitán de Diego Velázquez, que traía sobre mil trescientos soldados, y traía noventa de a caballo, y otros tantos ballesteros y ochenta espingarderos, que así se llamaban; y nosotros con doscientos sesenta y seis compañeros, sin caballos ni escopetas ni ballestas, sino solamente con picas, y espadas y puñales y rodelas, los desbaratamos y se prendió [a] Narváez y [a] otros capitanes!
Pasemos adelante y quiero decir que cuando entramos otra vez en México al socorro de Pedro de Alvarado, y antes que saliésemos huyendo, cuando subimos en el alto cu de Huichilobos vi que se mostró muy varón; puesto que no nos aprovecharon nada sus valentías, ni las nuestras. Pues en la derrota y muy nombrada guerra de Otumba, cuando nos estaban esperando toda la flor y valientes guerreros mexicanos, y todos sus sujetos para matarnos, allí también se mostró muy esforzado cuando dio un encuentro al capitán y alférez de Guatemuz, que le hizo abatir sus banderas y perder el gran brío de su valeroso pelear de todos sus escuadrones que con tanto esfuerzo contra nosotros peleaban […]
También se mostró nuestro Cortés muy como esforzado cuando estábamos sobre México y en una calzadilla le desbarataron los mexicanos y le llevaron a sacrificar sesenta y dos soldados, y al mismo Cortés le tenían asido y engarrafado para llevarle a sacrificar, y le habían herido en una pierna, y quiso Dios que por su buen esfuerzo y porque le socorrió el mismo valentísimo soldado Cristóbal de Olea, que fue el que la otra vez en Xochimilco le libró de los mexicanos, y le ayudó a cabalgar y salvó a Cortés la vida, y el esforzado Olea quedó allí muerto con los demás que dicho tengo. Y ahora que lo estoy escribiendo se me representa la manera y proposición de la persona de Cristóbal de Olea y de su muy gran esfuerzo, y aún se me pone tristeza por ser de mi tierra y deudo de mis deudos.
No quiero decir de otras muchas proezas y valentías que vi que hizo nuestro marqués don Hernando Cortés, porque son tantas y de tal manera, que no acabaría tan presto de relatarlas, y volveré a decir de su condición, que era muy aficionado a juegos de naipes y dados, y cuando jugaba era muy afable en el juego, y decía ciertos remoquetes que suelen decir los que juegan a los dados; era con demasía dado a mujeres, y celoso en guardar las suyas; era muy cuidadoso en todas las conquistas que hacíamos, y una noche y muchas noches rondaba y andaba requiriendo las velas y entraba en los ranchos y aposentos de nuestros soldados, y al que hallaba sin armas o estaba descalzo los alpargates le reprendía, y le decía que a la oveja ruin le pesa la lana, y le reprendía con palabras agrias. Cuando fuimos a las Hibueras, vi que había tomado una maña o condición que no solía tener en las guerras pasadas; que cuando había comido, si no dormía un sueño se le revolvía el estómago y revesaba, y estaba malo, y por excusar este mal, cuando íbamos de camino le ponían debajo de un árbol o de otra sombra una alfombra que llevaban a mano para aquel efecto, o una capa, y aunque más sol hiciese o lloviese, no dejaba de dormir un poco y luego caminar. Y también vi que cuando estábamos en las guerras de la Nueva España era cenceño y de poca barriga, y después que volvimos de las Hibueras engordó mucho y de gran barriga, y también vi que se paraba [pintaba] la barba prieta, siendo de antes que blanqueaba. También quiero decir que solía ser muy franco cuando estaba en la Nueva España y la primera vez que fue a Castilla, y cuando volvió la segunda vez en el año de 1540 le tenían por escaso y le pusieron pleitos un criado suyo que se decía Ulloa, hermano de otro que mataron, que no le pagaba su servicio.
Y también, si bien se quiere considerar y miramos en ello, después que ganamos la Nueva España siempre tuvo trabajos y gastó muchos pesos de oro en las armadas que hizo en la California; ni en la ida a las Hibueras tuvo ventura […] Bien creo que se me habrán olvidado otras cosas que escribir sobre las condiciones de su valerosa persona; lo que se me acuerda y vi, eso escribo.1
Las imágenes pintadas, grabadas y esculpidas de Cortés son numerosas, la identificación de algunas de ellas es incierta y la figura convencional más aceptada difiere de otras más antiguas.2
Cortés y doña Marina, según el Lienzo de Tlaxcala.
En primer lugar, hay muchas imágenes de Cortés pintadas en códices indígenas. En el Lienzo de Tlaxcala, Manuel Romero de Terreros ha contado “no menos de 23 retratos de Cortés, de pie, a caballo, sentado; con sombrero y sin él; armado de punta en blanco; dormido; en un bergantín, y casi siempre con doña Marina al lado”. De todas ellas, don Manuel prefiere la lámina 7, que lo representa sentado en una silla europea, como la más parecida a don Hernando. Su elección es acertada, pero ahora que se conoce la serie de 156 láminas —en lugar de las 87 del Lienzo de Tlaxcala, que como se sabe es copia de un original desconocido— que acompañan el manuscrito de Glasgow de la Descripción de la ciudad y provincia de Tlaxcala (1581-1584/5), de Diego Muñoz Camargo, se dispone de más imágenes de Cortés (cuento 25). Algunas de ellas son nuevas, como la alegoría de su triunfo sobre Motecuhzoma (lámina 20), Pizarro y Cortés ofreciendo el Perú y la Nueva España (21), y Cortés dictando a un escribano un mensaje a los tlaxcaltecas (27); y el conjunto presenta múltiples variantes de composición y estilo respecto a las imágenes del lienzo. El o los tlacuilos de la serie de Glasgow son más minuciosos y realistas que el copista del Lienzo, de tan segura simplificación, como puede advertirse si se compara la lámina 32 del manuscrito de Glasgow con la 5 del Lienzo, que pintan ambas la entrada de Cortés en Tlaxcala cuando se puso la primera cruz.3
En el códice que acompaña la Historia de las Indias (ca. 1560-1580) de fray Diego Durán, en la lámina 24 que pinta el recibimiento de los tlaxcaltecas hay una buena imagen del conquistador a caballo, seguido del criado negro Estebanillo; y en la siguiente, que ilustra el encuentro de Cortés y Motecuhzoma, Cortés aparece sonriente y recibiendo el collar que le ofrece el señor de México. En las ilustraciones del Códice florentino (ca. 1578-1579) para el libro XII de la conquista, de la Historia general de fray Bernardino de Sahagún, hay varias imágenes de Cortés. Las más realistas son dos que ilustran el capítulo 26, bienvenida del pueblo de Teocalhueyacan a los españoles, en que aparece el conquistador sentado, con doña Marina al lado, recibiendo regalos. Pero los tlacuilos indígenas no se proponían hacer retratos a la manera europea, sino, como dice Romero de Terreros, representar “signos para expresar una idea”.4
Medalla de Hernán Cortés, por Christoph Weiditz.
Medalla de Hernán Cortés (reverso). Gabinete de medallas, París.
Hernán Cortés. Dibujo de Christoph Weiditz, 1529.
Los primeros verdaderos retratos de Cortés son de 1529, cuando se encontraba de viaje en España. El escultor y dibujante alemán Christoph Weiditz, atraído por las hazañas del conquistador de México, hizo una medalla con el busto de Cortés en la que aparece ligeramente vuelto a la derecha y tocado con una gorra alemana.
El rostro es duro, algo cuadrado y germanizado. En torno hay una leyenda que dice:
DON FERDINANDO CORTES - M.D.XXIX. ANNO. AETATIS XXXXIIII. Al reverso, bajo un brazo que aparta nubes para dar paso a la luz, está el lema de Cortés: JVIDICIVM. DOMINI APREHENDIT EOS,- ET FORTITVDO EIVS CORROBORAVIT BRACHIVM MEVM.
El mismo Weiditz hizo unos curiosos dibujos de los indios cirqueros que llevaba Cortés y en esa serie volvió a representar a don Hernando, de cuerpo entero, más bien robusto, vestido con ropas cortesanas, con pelo largo y bigotes y barbas cortos, de nuevo tocado con gorra, y con un aire de dulzura juvenil que no volverá a aparecer en los demás retratos. La medalla y el dibujo de Weiditz, tan poco afines a la imagen luego convencional, son los retratos más tempranos y los únicos cabalmente documentados como directos del original.
A mediados del siglo XVI, el obispo de Nocera, Paulo Giovio, hizo construir en las riberas del lago de Como una casa de estudio y placer, y para adornarla fue formando una colección de retratos de celebridades antiguas y de su época. Giovio solicitaba a los personajes de su tiempo los cuadros, y en retribución escribía sobre ellos elogios que recogió en un libro. Cortés envió el suyo, que pintó probablemente en Sevilla Peter de Kempeneer, o Pedro de Campaña, como supone George Kubler.5 Giovio —el Pablo Jovio que irritaría a Bernal Díaz por haber seguido a López de Gómara en su versión de la conquista— escribió su elogio, al fin del cual dice: “Murió [Cortés] no muy viejo, poco después de haberme enviado su retrato para que lo colocáramos entre las preclaras imágenes de nuestro museo”.6 Así pues, si son ciertas las afirmaciones del obispo, el retrato de Cortés debió pintarse hacia 1547, poco antes de su muerte. No se ha hallado dicho retrato original, aunque sí algunas de las copias que de él se hicieron, una de las cuales guarda ahora la Universidad de Yale y ha sido descrita por Kubler, y otras que se encuentran en museos de Florencia, Viena y Madrid. Además, para ilustrar los Elogios de Giovio en la edición de 1575, se encargaron grabados en madera a Tobías Stimmer. En el correspondiente a Cortés puede apreciarse, con mayor claridad que en las copias al óleo, esta supuesta imagen de Cortés. Giovio mismo describe el retrato: “Este Hernán Cortés, a quien veis con esta espada dorada, collar de oro, cubierto de ricas pieles…” El collar mencionado aparece en las copias de Florencia y de Yale, pero no en el grabado de Stimmer, que añade un rosario en manos de Cortés y junto al pomo de la espada. Por otra parte, este Cortés de poderosa cabeza implantada directamente sobre el torso, sin cuello, de cara cuadrada, gran nariz aguileña, ojos entrecerrados con mirada ladeada y desencantada bajo cejas arqueadas, largos bigotes que se confunden con la barba ensortijada, y gorra alemana, tiene alguna semejanza con el duro rostro de la medalla de Weiditz de 1529. Ambos son severos y poderosos, pero éste de la vejez añade una altiva amargura.
Se acerca más a la imagen convencional de Cortés el grabado en madera que va al frente del Cortés valeroso o la Mexicana, que publicó en Madrid, en 1588, Gabriel Lobo Lasso de la Vega. Se ignora su autor, pero Lasso de la Vega dice que es copia de un cuadro “que fue pedido para enviar a Alemania a la majestad del emperador”. En el marco ovalado se dice que Cortés tenía 63 años de edad, esto es, que como la pintura y el grabado de la colección de Giovio, el conquistador vivía sus últimos días. Lo representa con armadura, la cabeza alargada y descubierta en la que avanza la calvicie, la barba blanca cortada en línea horizontal, la nariz aguileña, el rostro surcado de arrugas, y bajo arqueadas cejas, la mirada viva y hacia lo alto.
Hernán Cortés. Grabado por Tobías Stimmer, del retrato al óleo en la colección de Paulo Giovio. Apareció en los Elogios, de 1575.
Además de estos retratos europeos del siglo XVI, que se consideran auténticos o más probables, hay muchos otros de atribución imaginaria: un supuesto Ticiano, dos atribuidos a Sánchez Coello, varios grabados y una medalla, todos ellos descritos en la monografía de Romero de Terreros.
La “familia mexicana” de retratos de Hernán Cortés, que para Romero de Terreros son los que “tienen mayores posibilidades de autenticidad”, está formada por los que se conservan en el Hospital de Jesús, en el Salón de Cabildos del antiguo Palacio Municipal de la ciudad de México y en el Museo Nacional de Historia del Castillo de Chapultepec.7 El primero es un óleo que representa a Cortés de cuerpo entero y tamaño natural. Tiene los cabellos y la barba canos, y ésta con el corte recto que será característico. Está armado con coraza y brazaletes, y el morrión con un penacho de plumas está sobre una mesa. En la mano derecha lleva una vara de mando y la siniestra se apoya sobre la espada. Arriba y a la izquierda del cuadro están las armas de Cortés, acuarteladas con las de los Monroy. Nicolás León opina que el cuadro fue “originalmente un busto que después se completó”, y se pregunta: “¿Por qué no porta el resto de la armadura si se tomó del personaje mismo”?8 Lucas Alamán afirma que “El cuadro no es original y se copió más de cien años después de la muerte de Cortés”.9 Y Sáenz de Santa María encuentra que “el diseño de las piernas, que ni son estevadas, ni fuertes ni robustas, rebaja la altura de Cortés, que resulta pequeño en relación con la cabeza”10 El rostro y la mirada tienen esa expresión iluminada frecuente en los retratos más conocidos.
El óleo del Salón de Cabildos es un busto muy parecido al anterior. Cortés viste armadura, en la mano derecha empuña la vara de mando y apoya la izquierda en el morrión, que se halla sobre una mesa. El rostro tiene el mismo aire grave e iluminado y la barba y el bigote canos, pero el cabello semeja un casquete negro, con flequillo, como si hubiera sido teñido. En la parte superior derecha del cuadro está el escudo de armas de Cortés y en la parte baja la inscripción: Excmo. S. D. Fernando Cortés, Conquistador de México, Gobernador y Capitán. Romero de Terreros dice que el pintor José Salomé Pina opinaba “que la manufactura y el estilo del retrato revelaban haber sido hecho delante del original”.
Hernán Cortés. Óleo en el Hospital de Jesús.
Hernán Cortés. Óleo del Ayuntamiento de México, ahora en el Museo Nacional de Historia.
En fin, el retrato que conserva el Museo Nacional de Historia es, para Romero de Terreros, el “de mayor aliento artístico”.11 La figura de Cortés, de medio cuerpo, parece haber sido recortada de una pintura de tema religioso en la que el conquistador apareciera como donante. La armadura, la posición de las manos y el escudo son semejantes a los de los retratos anteriores. La cabeza está mejor tratada en éste: cabello, barbas y bigote ensortijados y canos, gran nariz levemente aguileña, cejas arqueadas y ojos con cierta dulzura y vueltos hacia lo alto. En la parte superior se lee, con escritura moderna: El Excmo. Señor D. Fernando Cortés de Monroy, Marqués del Valle de Oaxaca, Conquistador desta N. E. y su primer Gobernador y Capitán General, año de 1525. Los tres principales retratos mexicanos no tienen fecha conocida de elaboración ni indicios acerca de sus posibles autores.
Hernán Cortés. Óleo en el Museo Nacional de Historia. La imagen aparece recortada.
En la vida y en la personalidad de Cortés se distinguen tres etapas: la primera y más extensa es de formación y preparación y va desde su nacimiento en 1485 hasta 1519, en que llega a tierras mexicanas, a los 34 años; la segunda, intensa como un relámpago, va de 1519 a 1524, de sus 34 a sus 39 años, cinco años en que realiza la conquista de México, inicia la organización del nuevo país y tiene todo el poder; y la última se alarga de 1524 hasta su muerte en 1547, veintitrés años en los que, comenzando con la expedición a las Hibueras, sólo tendrá fracasos, salvo breves e ilusorios triunfos, y es un hombre acosado y progresivamente relegado.
Poco sabemos del mozo Cortés. Hijo único de una familia de extremeños pobres, sus padres se empeñaron en que se hiciese letrado en Salamanca, y en el poco tiempo que pasó allí aprendió algún latín. Luego adquirió práctica en escribanías curialescas. Su adolescencia coincidió con los grandes hechos de los Reyes Católicos: la toma de Granada, el descubrimiento del Nuevo Mundo y la reconquista de Nápoles. Como prefería la aventura de las armas al rigor del estudio, entre las perspectivas de guerrear con el Gran Capitán o buscar fortuna en las Indias, prefirió éstas con su promesa de oro, y a los 19 años, alocado, decidor y ambicioso, llegó a Santo Domingo.
En los largos quince años que pasó en las islas Española y de Cuba aprendió algo de administración agrícola y ganadera, rudimentos mineros, práctica jurídica municipal, se casó forzado, tuvo probablemente su primera hija y se hizo de cierta fortuna. Además, tuvo sus primeras acciones de armas, que lo mostraron valiente y decidido, aprendió también a entenderse con los indios y descubrió su propia capacidad de mando y conocimiento de los hombres.
Con todo esto, pudo haber sido un capitán más. Pero desde que recibe de Diego Velázquez el nombramiento de capitán general y hace los preparativos de su armada, y sobre todo desde que pisa costas mexicanas, inicia la conquista de esta tierra, rompe su compromiso con Velázquez, trata de que su traición y rebelión se le perdonen y se conviertan en virtud. Al fundar el primer ayuntamiento de Veracruz y decidir internarse en territorio desconocido en busca del gran imperio, cancelando toda posibilidad de retorno, Cortés parece transformarse en un guerrero y estadista excepcional. Dijérase que se le despertaran dones que nada hacía prever en su personalidad y que su formación no condicionaba tampoco; como si surgiera de él mismo otro hombre o como si se iniciara el ascenso en aquella rueda de la fortuna que había soñado en la isla Española.
Este hombre ya maduro, que a los treinta y cuatro años se transformaba y emprendía la hazaña de conquistar un imperio desconocido y poderoso, y de organizar luego sus instituciones y su economía básicas, estaba formado por un conjunto de cualidades, aptitudes y monstruosidades: calculada audacia y valentía; resistencia física y adaptación a los climas y posibilidades alimenticias del nuevo país; necesidad compulsiva de acción; comprensión y utilización de los resortes psicológicos y los móviles del enemigo y de sus enemistades internas; evaluación de las circunstancias y decisiones rápidas ante ellas, con recursos e invenciones inteligentes; con sólo un barniz de letras y humanismo, capacidad para armar una argumentación apoyada en la tradición jurídica de Las siete partidas que justifique su infidencia, y para convertirse luego en un cronista admirable de los hechos de su conquista; dominio de los hombres con una mezcla de severidad, tolerancia y objetividad; acertada elección de sus capitanes, que se distinguirán, con una sola excepción, por su eficacia y lealtad; don de mando y organización para convertir en ejército disciplinado a un grupo heterogéneo de soldados improvisados, aventureros que sólo tenían en común su procedencia y la ambición, y para hacer compatibles con ellos a los millares de indígenas aliados; aceptación impávida del crimen y la crueldad por razones políticas y tácticas; ausencia de escrúpulos morales y de propensiones sentimentales o pasionales; codicia por el oro y los bienes patrimoniales y mezquindad para dar su parte al rey y a sus soldados; avidez erótica puramente animal, sin pasión; gusto por la pulcritud personal y por el trato señorial; interés y amor por la tierra conquistada y su pueblo, con los que acaba por identificarse; intensa religiosidad y fidelidad a su rey, nunca ofuscadoras; capacidad de organización política, de legislación y de reglamentación, y ambición de poder y de fama más fuertes que el afán de riqueza.12
La conquista de México será el centro de la vida de Cortés. Lo que hace antes parece una preparación para realizarla, y cuanto le ocurre después estará relacionado con sus hechos famosos. Por ellos será enaltecido y recompensado, juzgado y acusado, y la memoria de estos hechos impulsará sus intentos por repetir hazañas y moverá las reclamaciones que ocuparán la última parte de su vida.
Después de su victoria sobre los defensores de la ciudad de México, consumada el 13 de agosto de 1521, viene el único periodo triunfal de Cortés, que culmina el 15 de octubre de 1522 con el primer reconocimiento de la significación de su conquista y la exaltación que de él hace Carlos V al designarlo gobernador, capitán general y justicia mayor, nombramientos que Cortés no recibe hasta mayo de 1523. Alcanza entonces la cumbre de su gloria y continúa teniendo, como durante la conquista, el poder absoluto en Nueva España. Y este poder no lo corrompe ni lo enloquece. Así haya cometido entonces crímenes, abusos y actos de soberbia, el empleo más notorio de su poder fue para fundar y organizar el nuevo país que estaba creando. No se convirtió en tirano, lo que estaba en sus manos.
Pero Cortés mismo puso fin a este periodo triunfal de apenas tres años con la insensatez de viajar, el 12 de octubre de 1524, a las Hibueras por el camino que todos le desaconsejaban. Y la expedición, que se inició como la de un gran príncipe por tierras placenteras, con vajillas de oro y plata, músicos y diversiones, fue desmoronándose y corrompiéndose hasta volverse una pesadilla que casi le costó la vida. El momento que señala en este viaje el principio del descenso acaso haya sido la muerte de Cuauhtémoc, la acción gratuita que no pudo ya perdonársele. A partir de la confusión y el desasosiego que experimenta después, comienza el despeñadero que es la última parte de la expedición, y simultáneamente el caos que sobreviene en la ciudad de México. Se ha dicho que el haberse apartado de la Malinche, quien tanto lo había ayudado y que ya le había dado un hijo, haciéndola casar con Juan Jaramillo en Orizaba, fue el principio de sus desgracias. Un poco antes o un poco después, el hecho es que en este viaje termina para él la buena fortuna que hasta entonces lo había acompañado. Pero él sigue buscándola incansable. Cuando casi perece en la expedición a California de 1535, así se lo dice su mujer doña Juan de Zúñiga, según Bernal Díaz, pidiéndole:
que luego se volviese a México, a su estado y marquesado, y que mirase los hijos e hijas que tenía, y dejase de porfiar más con la Fortuna y se contentase con los heroicos hechos y fama que en todas partes hay de su persona.13
Bernal Díaz, que tenía sensibilidad para apreciar el sentido de los hechos, después de considerar el fracaso sucesivo de las últimas empresas de Cortés, llegará a esta melancólica conclusión: “Y si miramos en ello, en cosa ninguna tuvo ventura después que ganamos la Nueva España, y dicen que son maldiciones que le echaron”.14
En las dos ocasiones en que volvió a la ciudad de México de sus viajes largos, el de las Hibueras y el de España, se encontró como un proscrito, desposeído de sus bienes, sus casas saqueadas y sus servidores y amigos perseguidos y aun muertos.
El viaje a España de 1528 fue sólo en apariencia un triunfo. De parte de Cortés fue una manera de huir de la presión excesiva que tenía en México, con el juicio de residencia pendiente sobre él y el hostigamiento del confuso gobierno de los oficiales reales, que incluso lo había desterrado de la ciudad de México. Cortés logró transformar aquella mala situación en que se encontraba en una vindicación, en la que recibió un título, mercedes y honores, pero no la gobernación de la tierra que había sojuzgado. De parte de la Corona, aquel viaje fue ocasión de honrar públicamente al conquistador, al mismo tiempo que con el juicio de residencia le cerraba el camino para la implantación del sobrepasado feudalismo que Cortés quería establecer en la Nueva España. Después de las dos audiencias, se crearía en el país un virreinato orgánicamente articulado al gobierno de la metrópoli, y no había ya lugar para caudillos. Cortés sería un noble rico, pero sin poder, y para que no lo olvidase, sobre él quedaron suspendidos hasta su muerte los procesos que se iniciaron con el juicio de residencia.
Cortés pareció no comprender o no aceptar esta situación que se le imponía. Él había sido el conquistador, pero no era ya el señor de Nueva España. Con todo, nunca perdió la cabeza para decidirse a saltar las trancas y “alzarse con la tierra” —como años más tarde lo intentaría su hijo y sucesor, con el desenlace conocido—, imbuido como estaba por la concepción medieval de fidelidad a todo trance al rey. Pero tampoco se resignó a ser sólo un marqués rico y patriarcal que administrara sus cultivos, sus ganados y sus empresas; que no intentara más descubrimientos y conquistas, que ahora tocaban a otros, y que aceptara que en la Nueva España el gobierno ya no era suyo y a él estaba sujeto.
La última década que pasa en México, de 1530 a 1540, es una sucesión de costosas exploraciones, obstaculizadas sistemáticamente, con las que se propone repetir sus hazañas del pasado, y que son otros tantos fracasos, aunque hayan significado el descubrimiento de nuevas tierras y el establecimiento de rutas oceánicas.
Y cuando, sintiéndose ofendido una vez más, ahora por el virrey, decide viajar a España en 1540, allá será un litigante fastidioso y mal recibido, ante jueces que tienen el encargo de soportarlo pero no de resolverle sus litigios, para que no pueda volver a la Nueva España; y ante el emperador, un antiguo conquistador que expone cada vez con más amargo resentimiento sus muchos agravios. Rodando de mesón en mesón, tras de la Corte itinerante, hostigando a sus procuradores para que apresuren sus negocios y dictando centenares de páginas para proseguir el laberinto de sus juicios, en los que, como acusador o acusado, se ha enredado, aquel señor pródigo, por el que tanto oro había pasado, comienza a sufrir estrecheces y humillaciones menudas. “No hay dolor mayor que recordarse del tiempo feliz en la miseria”,15 había escrito el poeta. Y aquel hombre que sólo entendía la vida como acción descubre el consuelo de las meditaciones espirituales. En sus últimos meses, agobiado de deudas, tiene que empeñar cuanto de valioso tiene en su casa de Sevilla. Pensando en volver a la que ya era su tierra, se refugia en un poblado donde lo ataja la muerte a los 62 años.
Las relaciones de Cortés con la Corona se iniciaron a mediados de 1519, antes de que aquél emprendiera la conquista del altiplano mexicano y cuando envió a Castilla procuradores con un “regio presente” y varios documentos, entre ellos la Carta del cabildo. Diego Velázquez lo acusaba de usurpador, rebelde y traidor, y Cortés se sirvió de esta carta para exponer una convincente argumentación jurídica en defensa de su actuación y para desatarse formalmente del compromiso que tenía con Velázquez. El fulgurante éxito que tuvo en la conquista de México, la magnitud de su hazaña, que narró a Carlos V en sus Cartas de relación, serán los argumentos más poderosos en su favor.
Hernán Cortés y su escudo de armas. Grabado en madera al frente del Cortés valeroso o la Mexicana, de Gabriel Lobo Lasso de la Vega, Madrid, 1588.
La contienda entre Velázquez, el amo burlado, y Cortés, el burlador afortunado, fue larga y con enconados ataques de ambos bandos. El desenlace ocurrió cuando Carlos V designó, para que le propusiera una solución, a una comisión especial de sus consejeros, presidida por el canciller Mercurino de Gattinara, la cual dio su sentencia favorable a Cortés y mandó poner silencio a Velázquez. Cortés, que había concluido la parte principal de la conquista de México, fue designado, en octubre de 1522, gobernador, capitán general y justicia mayor de la Nueva España, y la Corona reconoció ampliamente sus servicios a Dios y al rey. Éste fue el gran triunfo político de Cortés y acaso el único. Sin embargo, hubo una sombra, pues al mismo tiempo se dispuso que se le tomara residencia para que se ventilasen las acusaciones en su contra.
Mientras que Cortés se encontraba en la absurda expedición a las Hibueras, se le enviaron cédulas reales, de 7 de marzo de 1525, nombrándolo adelantado de la Nueva España, título que nunca empleó, y concediéndole escudo de armas, lo que implicaba el tratamiento de “don”. Pero cuando regresó a la ciudad de México, lo esperaba el juez Ponce de León, que había llegado para tomarle el juicio de residencia aplazado, y el 2 de julio de 1526 le quitó su vara de gobernador y luego le retiró los otros cargos que ostentaba.
Sin saber qué hacer con la Nueva España, la Corona la deja rodar, de 1526 a 1528, a merced de las ambiciones y rebatiña de los oficiales reales, que hostilizan sistemáticamente a Cortés hasta llegar a desterrarlo de la ciudad de México.
A mediados de 1528 Cortés recibe instrucciones para viajar a España y se le informa la designación de Nuño de Guzmán como presidente de la primera Audiencia. Al mismo tiempo, el rey ordena que se inicie el juicio de Cortés que seguía pendiente. Cuando se había tratado de hacer dicho juicio, en 1526, con Cortés presente, nadie se atrevió a acusarlo. Ahora se aleja al acusado y se designa como autoridad de Nueva España y juez a Nuño de Guzmán, y oidores a Matienzo y Delgadillo, los tres enemigos obstinados de Cortés.
En ausencia de éste, a principios de 1529 se realiza en la ciudad de México el juicio de residencia con 22 testigos de cargo que lo acusan de infidelidad, desobediencia, crímenes y crueldades, excesos sexuales, enriquecimiento personal y apropiación de tierras urbanas y rurales, responsabilidad en las muertes de Garay, Ponce de León y Aguilar, y del asesinato de Catalina Xuárez, su primera mujer. Y el presidente y los oidores imponen al ausente Cortés cuantiosas multas, le quitan cuanto tiene y persiguen a sus servidores y amigos.
Pero simultáneamente, con esas paradojas que suele tener el poder, al mismo Hernán Cortés a quien en la Nueva España se acusa criminalmente y se le despoja de sus bienes, en la vieja España el rey lo recibe y celebra, lo nombra marqués y le hace merced de pueblos y vasallos. Lo designa también capitán general de la Nueva España y del Mar del Sur, pero no accede a la insistencia del conquistador para que lo haga gobernador.
A partir de esta negativa real —1° de abril de 1529 — la política de la Corona respecto a Cortés es clara: a hombre y capitán tan excepcional como peligroso —como ya se ha dicho— era preciso honrarlo, distraerlo y anularlo, para que la Nueva España siguiera su camino. Cuando Cortés vuelve en 1530 a la tierra que había conquistado, con una comitiva de 400 personas, entre ellas su segunda mujer, doña Juana de Zúñiga, y su madre, doña Catalina Pizarro, se le prohíbe entrar en la ciudad de México hasta que llegue la segunda Audiencia; se refugia entonces en Tezcoco y los oidores de la primera Audiencia impiden a los indios que lo provean de alimentos: la mitad de sus acompañantes muere de hambre, entre ellos su madre.
En la década siguiente, de 1530 a 1540, sus últimos años en Nueva España, Cortés se empeña en recuperar los bienes que le habían quitado; discute con la Audiencia por la cuenta de los 23 000 vasallos, que no llega a resolverse; logra que se reabra su juicio de residencia, ya sobreseído, para presentar su defensa; cuida sus empresas agrícolas, ganaderas, industriales y mineras, y gasta cuanto le producen en la organización de sus expediciones a la costa del Pacífico y a la Baja California, que aunque no le rinden ningún provecho material significarán descubrimientos geográficos importantes. Cuando el virrey Mendoza, que gobierna Nueva España desde 1535, decide tomar a su cargo las exploraciones de nuevas tierras, riñe con Cortés y le secuestra naves y astilleros. Sintiéndose ofendido, Cortés viaja a España en 1540 con la esperanza de impedir estas expediciones, que él considera atropellan sus derechos.
No lo consigue y en España el Consejo de Indias le deja entender que no podrá volver a Nueva España hasta que se resuelva su aún pendiente juicio de residencia. Él mismo había ayudado a forjar la trampa en que ahora ha caído. En el desastre de Argel es relegado y pierde sus joyas más valiosas, y en sus últimos años concentra su despecho en las tres grandes cartas de agravios que escribe al emperador, sin merecer respuesta. Se ha convertido en un litigante molesto. Como los envíos que recibe de Nueva España son insuficientes para quien quiere seguir viviendo con aparato señorial, se llena de deudas. “Véome viejo y pobre y empeñado en este reino en más de veinte mil ducados”, escribe a Carlos V en su última carta, de 1544. Su último gesto de gran señor fue su Testamento.
Las vidas de Cortés suelen presentar como ingratitud la actitud de la Corona para con él, quien había hecho “servicios tan notables que jamás los hizo vasallo a su rey”, según había escrito. Creo que, más que ingratitud, fue una acción necesaria hacia un personaje con la decisión y audacia que él había mostrado. Con o sin poder, era en la Nueva España un caudillo casi omnipotente, que solía modificar a su conveniencia las instrucciones que recibía. López de Gómara, que además de su panegirista entendía las cuestiones políticas, explicó como sigue los motivos reales para no darle el gobierno de Nueva España:
Pidió la gobernación de México y [el rey] no se la dio, porque no piense ningún conquistador que se le debe, que así lo hizo el rey don Fernando con Cristóbal Colón que descubrió las Indias, y con Gonzalo Hernández de Córdoba, Gran Capitán, que conquistó Nápoles.16
Después de su breve gubernatura, que Cortés malgastó abandonando la sede de su gobierno y yéndose a las Hibueras, la Corona alternó siempre con él el halago y el rigor, la concesión y la dilación, el honor y la reserva, como recursos necesarios para mantenerlo sujeto y evitar su desbordamiento. Las acusaciones presentadas repetidas veces contra él, además de las del juicio, eran graves, y muchas de ellas justas, y pesaron también para determinar el rigor con que se le mantuvo.
El periodo de los inciertos y malos gobiernos de los oficiales reales, de 1524 a 1528, y el haber entregado el gobierno durante la primera Audiencia a una tercia de malhechores, fueron sin duda graves e injustificables fallas del rey y de su Consejo de Indias. Pero a partir del nombramiento de la recta segunda Audiencia y del prudente primer virrey Mendoza, la política de la Corona hacia la Nueva España y hacia Cortés estuvo guiada por la razón, así fuera en ocasiones la razón de Estado, que incluye dobleces e ingratitudes.
La merced real de los 22 pueblos y 23 000 vasallos pudo ser apresurada, y Cortés deslizó su conocimiento de la tierra contra la ignorancia de los señores del Consejo de Indias.
De todas maneras, las largas discusiones en torno a la cuenta de los vasallos no sólo opusieron la dilación, de parte de Audiencia y virrey, y la malicia de Cortés, sino también una clara determinación de impedir la creación de un Estado señorial, peligroso en manos de Cortés, quien también quería tener su propio Patronato eclesiástico. Los oidores de la segunda Audiencia encontraron una buena solución intermedia dando a Cortés posesión provisional de algunas de las tierras que le habían sido concedidas, “para ver y experimentar cómo el dicho marqués se ensaya en ser señor”, decían en 1531. Que éste de pueblos y vasallos era un conflicto artificial lo mostrará el que sólo se haya resuelto, años después de muerto Cortés, cuando el segundo marqués del Valle recibió cédula de Felipe II, del 16 de diciembre de 1560, concediéndole el goce de los pueblos sin limitación de vasallos, a cambio de que cediera el puerto de Tehuantepec.
Los años finales de los grandes descubridores y conquistadores suelen tener desenlaces trágicos o a lo menos infelices. Entre ellos, pese a su resentimiento y sus miserias, Cortés fue de los más afortunados.
Durante los años de la conquista, los indios existieron para Cortés como guerreros valerosos a los que debía vencer o como aliados de cuyas enemistades internas supo aprovecharse. En los habitantes del México antiguo reconocía aptitudes superiores a las de los indios antillanos y una organización política y social avanzada que decidió mantener en muy buena parte. Pero al mismo tiempo, compartía la opinión general que los consideraba idólatras, sacrificadores de hombres, antropófagos, falsos y perezosos.
A Motecuhzoma, que le abrió las puertas de México y que tantas muestras de generosidad o de cobardía tuvo con él, lo trató con dureza y crueldad, aunque algo hizo para proteger a las dos hijas supervivientes del señor de México. A Cuauhtémoc, cuyo valor heroico reconoció, lo mantuvo cautivo, consintió en su tormento, utilizó su autoridad con los indios para que limpiaran y construyeran la nueva ciudad, lo llevó a la expedición de las Hibueras y lo hizo ahorcar por un supuesto intento de sublevación. Con los señores de Tlaxcala, sobre todo con el viejo y ciego Maxixcatzin, a quien tanto debía, fue agradecido, lo mismo que con el Cacique Gordo de Cempoala, pues a pesar de que se había aliado con Narváez, lo hizo curar y lo devolvió a su pueblo, en recuerdo de la ayuda que le había dado.
Después de la conquista, los nombres de los indios desaparecen de los escritos de Cortés, quien sólo menciona grupos y pueblos: indios para dar servicios, pagar tributos o ser esclavos. Durante la guerra, los señores y capitanes indios eran personas; ahora son sólo indios como género. Muchos indígenas servían a Cortés haciéndole joyas, plumajes, edificaciones o trabajando en faenas agrícolas, y otros hacían oficios nuevos para ellos, y probablemente los hacían bien. De ninguno retuvo el nombre. Ciertamente, se preocupó por la conservación de los naturales e insistió en que se les diera un trato suave y paternal, aunque no por humanitarismo ni por justicia, sino porque eran la fuerza de trabajo y de producción necesaria para que la tierra siguiera siendo próspera, para beneficio de los españoles. Las reclamaciones contra Cortés de los indios de Cuernavaca, en 1533, por el exceso de servicios y tributos que les imponía, quienes llegaron a decir “que no los trataba el dicho marqués como a vasallos, sino como a esclavos”, son un triste ejemplo de la contradicción que existía entre sus doctrinas y sus prácticas.
Motecuhzoma parece haber dado a Cortés dos consejos para su trato con los indios, que éste siguió puntualmente: conservar las estructuras y las divisiones territoriales para la recolección de tributos y la prestación de servicios, y tratarlos con severidad y justicia, apoyada siempre en la verdad. Sea por haber seguido esta conducta, que era la de los tlatoanis indios, o sea por su prestigio como vencedor o por otras causas que ignoramos, el hecho es que mantuvo siempre entre los indios un ascendiente y acatamiento que no recibió ninguna otra autoridad española. Era la arraigada costumbre de sujeción al señor, que él supo heredar.
En 1529, en el juicio de residencia, el doctor Cristóbal de Ojeda declaró, para inculparlo por ello:
que así mismo sabe e vido este testigo que dicho don Fernando Cortés confiaba mucho en los indios desta tierra porque veía que los dichos indios querían bien al dicho don Fernando Cortés e facían lo que él les mandaba de muy buena voluntad.17
Y ya tardíamente, en 1545, Gerónimo López, un escribano que solía contar al rey lo que ocurría en Nueva España, le describirá así esta singular actitud indígena: A Cortés —decía— no sólo obedecían en lo que mandaba, pero lo que pensaba, si lo alcanzaban a saber, con tanto calor, hervor, amor y diligencia que era cosa admirable de lo ver.18
Decidir hasta dónde es justa la acción de un capitán en la guerra es materia incierta. Pero si se acepta como límite el enfrentamiento de huestes armadas ambas, las matanzas de indígenas desarmados como lo fueron las de Cholula, el Templo Mayor —cuyo responsable fue Pedro de Alvarado— y Tepeaca, entre las mayores, fueron actos innobles y criminales. El hecho de que hayan sido hechas como recursos tácticos para atemorizar al enemigo no las redime de su perversidad.
Lo que sabemos de las relaciones de Cortés con las mujeres indígenas es más bien anecdótico y superficial. Como con algunas españolas, se sirvió de ellas sexualmente, a condición de que estuviesen bautizadas. Y aunque tuvo tres hijos conocidos con indias, ignoramos sus sentimientos. Cuando ocurrieron los primeros repartos hechos por caciques de muchachas indias, para que los españoles “tuvieran generación” con ellas y les cocinaran tortillas, Cortés se fingió desinteresado en Tabasco y entregó a la más desenvuelta, Malinali, luego doña Marina o la Malinche, a Hernández Portocarrero. Otro tanto hizo en Cempoala, donde a la “muy hermosa para ser india”, como dice Bernal Díaz, la dio Cortés al mismo capitán, y él se quedó con la sobrina del Cacique Gordo “que era muy fea” y que él “recibió con buen semblante”. Pero este desprendimiento era sólo astucia política ante sus soldados y ante los indígenas. Por López de Gómara sabemos que el conquistador “fue muy dado a mujeres y diose siempre”. Esta afición parece haberse convertido en furor en los años siguientes a la toma de la ciudad de México y después del regreso de las Hibueras. En su juicio de residencia, a principios de 1529, sus enemigos denunciaron el harén que don Hernando tenía en su casa, “de mujeres de la tierra e otras de Castilla”, como dijo Vázquez de Tapia. Y añadió el mismo acusador que, según contaban sus criados, con todas tenía acceso aunque fuesen parientes entre ellas. Refiere también las relaciones que tuvo Cortés con dos de las hijas de Motecuhzoma, doña Isabel y doña Ana, y con una prima de ellas, lo que escandalizaba en la época. Con doña Isabel, que como ya se ha narrado antes se llamaba Tecuichpo o Ichcaxóchitl, hija preferida del señor de México, Cortés tuvo una hija llamada Leonor Cortés y Moctezuma. Y con otra “princesa azteca” tuvo otra hija, María, que nació contrahecha. Cortés solía corresponder a los más señalados favores femeninos casando a sus elegidas con españoles y asignándoles encomiendas. A doña Isabel, que ya era viuda niña de Cuitláhuac y de Cuauhtémoc, cuando tenía apenas 18 años la casó con Alonso de Grado, que murió poco después. Llevó a su casa a la viuda para cuidarla y procrear a Leonor, y antes de que diera a luz la casó de nuevo con Pedro Gallego, con quien tuvo Isabel un hijo. Gallego murió también, y en 1531, acaso esta quinta vez por propia voluntad, doña Isabel casó con Juan Cano, con el que tuvo cinco hijos.
La india de la región de Tabasco, doña Marina o la Malinche, con su conocimiento del maya, del náhuatl y luego del español; con su amor y lealtad por Cortés, dando la espalda a su pueblo; con su inteligente perspicacia y su serena fortaleza, fue una de las claves que hicieron posible la conquista. A fines de 1522 dio a Cortés su primer hijo varón, Martín. Al principio de la expedición a las Hibueras, sin motivación conocida, Cortés la casó con Juan Jaramillo. Algunos censuraron a Cortés por este acto que parece abusivo, pero ella supo acomodarlo en su ánimo y dijo a sus parientes que encontró en Coatzacoalcos, que ahora tenía la suerte de “ser cristiana y tener un hijo de su amo y señor Cortés, y ser casada con un caballero como era su marido Juan Jaramillo.”19 Éste fue en verdad caballero. Ya muerta doña Marina —quien le dio una hija, María—, siendo regidor en 1530 del ayuntamiento de la ciudad de México, recibió el entonces alto honor de sacar el pendón en la fiesta de San Hipólito, que celebraba el triunfo español sobre Tenochtitlán. Por respeto a la raza de la que había sido su mujer, puede suponerse, Jaramillo se ausentó de la capital y no cumplió el encargo.
Aunque Cortés haya compensado a sus pasajeros y más hondos amores indígenas con maridos españoles y encomiendas, el conquistador fue mezquino sobre todo con doña Marina, a quien tanto debía. Pero él quería ser un gran señor, casado con una gran señora española, y sus sentimientos quedaban aparte.
En su segunda Carta de relación a Carlos V Cortés dejó constancia de la admiración que le causó la avanzada, compleja y refinada civilización que encontró en las ciudades indígenas del altiplano, y del orden y concierto con que se regían. La táctica de arrasamiento que impuso durante la conquista de México-Tenochtitlán lo llevó a destruir lo que tanto había admirado. Y en los años siguientes, el celo de los frailes siguió destruyendo las pirámides-templos que habían quedado.
Durante el juicio de residencia a Cortés, Rodrigo de Castañeda, uno de sus acusadores, con la intención de denunciar la tibieza de Cortés para destruir las idolatrías, señaló sin proponérselo la conciencia histórica del conquistador, pues al hablar de la destrucción de las “casas de ídolos” indígenas que hacían los franciscanos, contó que:
don Hernando Cortés decía que para qué las habían quemado, que mejor estuvieran por quemar y mostró tener gran enojo porque quería que estuviesen aquellas casas de ídolos por memoria.20
Otras muestras del aprecio de Cortés por las creaciones indígenas fueron los envíos que en 1522 hizo al rey y a iglesias, monasterios y dignatarios eclesiásticos y civiles españoles, de objetos de plumería, que debío encargar especialmente a artífices indígenas. Durante los primeros saqueos de tesoros mexicanos, los soldados arrancaban las incrustaciones de oro y pedrerías, y quemaban las labores de pluma, que los naturales apreciaban tanto. Apaciguada si no saciada la sed de oro de los conquistadores, Cortés tuvo sensibilidad para valorar estas obras indígenas.
Los conquistadores y las conquistas de México y del Perú tienen paralelismos y divergencias. La confrontación de algunos de sus rasgos pueden ayudarnos a comprenderlos mejor.
Extremeño como Hernán Cortés y quizá su pariente, Francisco Pizarro (ca. 1475/8-1541) era unos 10 años mayor que aquél, hijo natural e iletrado que sólo llegó a aprender rudimentos de escritura. Su padre, Gonzalo Pizarro, El Largo, que se había distinguido como soldado en las campañas de Italia del Gran Capitán, en un matrimonio y tres amasiatos tuvo nueve hijos, entre ellos tres varones más, Hernando —legítimo—, Juan y Gonzalo, que acompañaron a Francisco en su conquista. Cortés fue hijo único y legítimo, estuvo dos años en la Universidad de Salamanca, trabajó como escribano y llegó a aprender algo de latín.
Cortés casó dos veces y tuvo amoríos con españolas y con indígenas, una de éstas la famosa Malinche y otra hija de Motecuhzoma, con todas las cuales tuvo 11 hijos conocidos, seis legítimos y cinco naturales, tres de éstos con sus amores indios. Pizarro nunca se casó y sólo tuvo cuatro hijos con dos princesas indias: Inés Huayllas Yupanqui y Angelina Añas Yupanqui, hijas del inca Huayna Cápac.
Cortés inicia su conquista con una comisión militar que recibe del gobernador de Cuba, de la que se independiza con argucias legales. De todas maneras es un rebelde y un traidor. Cuando Pizarro confirma las noticias de la existencia del Perú, va a España y celebra una capitulación con la Corona. Obtiene para él la promesa de cargos de gobernador, capitán general y adelantado, y de cargos menores para sus socios, que se considerarán traicionados.
Desde el principio de su expedición, Cortés es el capitán general indiscutido, al que acompañan excelentes y leales capitanes, con la única excepción de Cristóbal de Olid. Pizarro sale de Panamá rumbo al Perú comprometido en una asociación militar-comercial con Diego de Almagro y Hernando de Luque, quienes se enemistan con él, sobre todo Almagro, por las ventajas que había obtenido en España. El apoyo mayor de Pizarro es su hermano Hernando, quien riñe con Almagro, lo que da origen a los asesinatos y a la guerra civil subsecuentes.
En 1519, cuando Cortés inicia la conquista de México, tenía 34 años. En 1531, cuando Pizarro emprende la conquista del Perú, tenía 54 o 56 años. Aquél fue en sus mocedades decidor de gracias, bullicioso, altivo, enamorado y muy aficionado a los juegos de azar; éste fue serio, tenaz, duro, austero, receloso, formalista y de pocos afectos. Ambos fueron sagaces, conocedores de hombres y despiadados; ambos recibieron título de marqués y grandes concesiones territoriales, mayores las de Pizarro; ambos preferían vestirse de negro y eran sobrios en el comer y el beber. Cortés era buen jinete; Pizarro, malo.
Cortés volvió dos veces a España, la segunda para morir allá. Pizarro nunca volvió a España. Ambos se sintieron amos absolutos de sus conquistas. Cuando el comisionado real Berlanga pidió a Pizarro cuentas de su administración, respondió que nadie se las pidió cuando iba con su mochila a cuestas para ganar el Perú, y que ahora que la tierra estaba ganada querían enviarle padrastro. Y a Juan de Guzmán dijo: “¿Qué es lo que pueden escribir sino decirle —al rey— que me quieren tomar y usurpar lo que con tanto trabajo gané?”21 Cortés decía lo mismo, con rodeos, porque desde el principio tuvo encima a sus jueces, que lo desposeyeron del poder. Recién designado gobernador, Cortés hizo el error de partir a las Hibueras abandonando la sede de su gobierno; Pizarro nunca dejó el Perú y conservó el mando nueve años, desde 1532 hasta su asesinato en 1541.
La conquista de México se realizó en una larga serie de etapas graduales, con duros choques guerreros y el auxilio de poderosos aliados indígenas, hasta llegar a la ocupación pacífica de la ciudad de México, el apresamiento de Motecuhzoma, la expulsión violenta de los españoles en la Noche Triste y la encarnizada recuperación y destrucción de la ciudad sede del señorío mexica. Cuando Cortés y Pizarro se encontraron por única vez en La Rábida, en la primavera de 1528, Cortés debió darle algunos avisos basados en su experiencia mexicana, que Pizarro quería emular. Sin embargo, en el mundo de los incas, los hechos ocurrieron al revés, como si comenzaran por el nudo de la historia. En la primera entrada de los españoles al reino que se llamaría el Perú, cuando se concertó un encuentro entre Francisco Pizarro y Atahualpa, en Cajamarca, el inca se presentó con todo su poder, acompañado por muchos miles de nobles y soldados. Los españoles, que no llegaban a doscientos, se apoderaron del señor del Tahuantinsuyo, el 16 de noviembre de 1532, e hicieron una gran matanza de indígenas que no opusieron resistencia. Con el inca preso, comenzó el gran saqueo del oro, con el rescate entregado por Atahualpa y las expediciones al Cuzco y a Pachacámac para obtener más oro. Poco después vinieron las rebeliones indias y la guerra civil entre los conquistadores, que culminaron con el degollamiento de Almagro por órdenes de Hernando Pizarro en 1538, y el asesinato de Francisco Pizarro por los almagristas en 1541. Fue muy difícil para la Corona restablecer el orden.22 Cristóbal Vaca de Castro, designado para suceder a Pizarro, tuvo que luchar contra los almagristas; y el primer virrey, Blasco Núñez Vela, llegado a Lima en 1544, fue expulsado de la ciudad y después de ser derrotado por Gonzalo Pizarro, dos años más tarde, pereció decapitado. El gobernador La Gasca logró la pacificación, y el periodo de paz y organización en México se inició con el segundo virrey don Antonio de Mendoza, en 1551. Los disturbios, abusos y crímenes ocurridos en la ciudad de México durante la ausencia de Cortés por el viaje a las Hibueras fueron poca cosa comparados con las violencias de las guerras civiles peruanas.
Los tres envíos de tesoros indígenas y del quinto real hechos por Cortés a la Corona en 1519, 1522 y 1524 fueron considerados muy ricos en su tiempo. En total ascendieron aproximadamente a 150 000 pesos de oro, de los cuales 50 000, de la segunda remisión, fueron robados por el pirata Juan Florín. Los tesoros peruanos excedieron con mucho a los mexicanos. En el primer envío, de bienes procedentes de Cajamarca, llevados en cuatro navíos al mando de Hernando Pizarro en enero de 1534, además del oro y plata ya fundidos, había piezas de gran refinamiento o volumen. Francisco de Jerez contará:
treinta y ocho vasijas de oro y cuarenta y ocho de plata, entre las cuales había una águila de plata que cabían en su cuerpo dos cántaros de agua, y dos ollas grandes, una de oro y otra de plata, que en cada una cabrá una vaca despedazada, y dos costales de oro, que cabrá en cada uno dos hanegas de trigo, y un ídolo de oro del tamaño de un niño de cuatro años, y dos atambores pequeños. Las otras vasijas eran cántaros de oro y plata, que en cada uno cabrán dos arrobas y más.23
Hernando Pizarro informará al rey que le trae “de sus quintos cien mil castellanos [de oro] e cinco mil marcos de plata”, cosa que no tendría ningún otro príncipe.24 Aunque, según Cristóbal de Mena, que venía en la misma flota, el quinto del rey ascendió a 263 000 castellanos.
El Consejo de Indias, entusiasmado, propuso al rey que viera aquel tesoro antes de que fuera fundido. Pero el monarca solo autorizó que se le llevaran algunos objetos, “de los más extraños y de poco peso”, por los que no mostró interés. Todo fue amonedado.
El saqueo del Cuzco —en febrero de 1534—, ciudad sagrada y capital del reino de los incas, a pesar de que parte de su oro ya se había llevado a Cajamarca para el rescate de Atahualpa, produjo otro tesoro aún más rico, sobre todo en plata. Y cuando se hizo el primer reparto a los conquistadores, cada soldado de a caballo recibió 8 880 pesos de oro y 362 marcos de plata, y los de infantería la mitad. (Después de la conquista de la ciudad de México, a los soldados de a caballo tocaron 80 pesos, según los recuerdos de Bernal Díaz.) Los capitanes recibieron sumas considerables y el gobernador Francisco Pizarro se asignó, “por su persona, lenguas y caballo”, 57 220 pesos de oro y 2 350 marcos de plata, aproximadamente la mitad del quinto real, el cual se envió con el valor antes mencionado.25 Hacia 1548, después del descubrimiento de las minas del Potosí, el gobernador La Gasca envió al rey un millón y medio de ducados.
Cortés escribió, de inmediato a los acontecimientos de la conquista de México, sus cinco Cartas de relación a Carlos V. Pizarro no escribió ninguna relación. Las primeras crónicas de la conquista del Perú se deben a sus capitanes y secretarios: Hernando Pizarro, Cristóbal de Mena, Francisco de Jerez y Pedro Sancho.
El amor de los indios por su cultura y la preocupación por la conservación de sus tradiciones aparecen en México desde los años inmediatos a la conquista. En el Perú, las crónicas y testimonios de estos temas no surgen hasta finales del siglo XVI y alcanzan su manifestación más alta en los Comentarios reales (1609 y 1617), del Inca Garcilaso de la Vega.
Las “tropas de choque” de la evangelización en México fueron los frailes de las órdenes mendicantes, en primer lugar los franciscanos. En el Perú dominaron los sacerdotes seculares, algunos de los cuales se volvieron empresarios.26
Existió una afinidad curiosa en los ocios de los dos monarcas indios prisioneros. Motecuhzoma jugaba con Cortés y sus capitanes al totolli, una especie de bolos, con apuestas; Atahualpa aprendió a jugar “harto bien” al ajedrez.27
Cortés no tiene ningún monumento público en México y sus restos se conservan discretamente en la iglesia de Jesús Nazareno; Pizarro tiene una imponente estatua ecuestre en la plaza mayor de Lima y sus restos se guardan en la catedral de esa capital.
A los extranjeros suele sorprender el que México no tenga para Hernán Cortés reconocimientos públicos y que exista una fuerte corriente de opinión adversa a su personalidad y que condena su conquista como un acto de bandidaje. Estos hechos tienen, entre otras, una explicación histórica. México posee una tradición indígena muy arraigada. Desde los años que siguieron a la conquista se inició el rescate y el estudio del pasado indígena como un acto de afirmación nacional, y esa corriente no se ha interrumpido nunca. Existen relaciones y poemas de la conquista desde la perspectiva de los vencidos —la “visión de los vencidos”—, no sólo de los pueblos del altiplano, sino también de los mayas, que presentan la conquista como una invasión, una destrucción de los antiguos modos de vida y un sojuzgamiento de la población indígena.
En los escritos de Carlos de Sigüenza y Góngora en el siglo XVII y en las obras de los humanistas dieciochescos, sobre todo en la de Francisco Javier Clavigero, surge la exaltación y el estudio sistemático de nuestras raíces indias. Y en los años siguientes a la guerra de independencia, a principios del siglo XIX, aparece otra corriente, ya no sólo indigenista, sino además antiespañola, que condena la conquista y la figura de Cortés. Al mismo tiempo, con Lucas Alamán, se inicia la contracorriente hispanista, de exaltación de la conquista española y de Hernán Cortés como héroe y cristianizador. En 1823, Alamán se siente obligado a ocultar los restos de Cortés para evitar una profanación que algunos exaltados anunciaban.
Aquella firme y constante tradición de apego y solidaridad con lo indígena, y esta polarización de posiciones, indigenismo-hispanismo, que aparece desde los primeros años del México independiente, son el origen de la conflictiva actitud de los mexicanos ante Cortés y su conquista. Además, estas posiciones entraron a formar parte de tendencias políticas. El indigenismo se incluyó en el ideario de los liberales y el hispanismo en el de los conservadores, tendencias que se opusieron, a lo largo del siglo XIX, con las armas y las plumas y que, matizadas, subsisten en nuestros días. Aun a hombre tan sabio acerca de nuestro pasado como Manuel Orozco y Berra lo conturba este conflicto, como lo muestra la sentencia acerca de Hernán Cortés que se le atribuye: “Nuestra admiración para el héroe; nunca nuestro cariño para el conquistador”.
Mas a pesar de las convicciones de los representantes de una u otra tendencia, y cualquiera que sea su composición racial, un mexicano siempre dice: “cuando nos conquistaron los españoles”, en tanto que algunos sudamericanos, aun muy morenos, suelen decir: “cuando conquistamos…” En México, pues, se da naturalmente esta adhesión a lo indígena, así se considere buena o mala la conquista.
Estas posiciones y tendencias han sido provechosas para lo que pudiera llamarse la integración de una conciencia nacional, pero nos han impedido una visión histórica y un estudio objetivo sobre todo de la figura de Cortés. Se escribe sobre él para exaltarlo o para deturparlo, para tironearlo hacia tendencias políticas, y muy raramente para conocerlo y explicarlo. Quienes lo describen como un aventurero, agresivo, mujeriego, sifilítico, asesino de su primera mujer, codicioso, rapaz, criminal y responsable de crueldades y matanzas pueden tener razón en parte. Y quienes lo pintan como un héroe que realizó la hazaña de la conquista con unos cientos de españoles, un cruzado que hizo posible la implantación del cristianismo, un civilizador que trajo a México la lengua y las instituciones españolas, propagó los cultivos, los ganados y las industrias, descubrió la Baja California, escribió un relato magistral de su conquista y sufrió envidias e ingratitudes también pueden tener razón en parte.
Pero el hecho es que, frente a las visiones parciales, la personalidad real de Cortés se forma precisamente con un tramado de las acciones positivas y las negativas; y que, cualesquiera que hayan sido los recursos que empleó, el resultado de la conquista que acaudilló y de las fundaciones que hizo fue la creación de una nueva nación de la que somos herederos y a la que pertenecemos los mexicanos. Y es un hecho también que en la conquista realizaron hechos heroicos, cobardías y traiciones ambos contendientes; que aprovechando las enemistades de numerosos pueblos indígenas contra la tiranía de los aztecas, Cortés maniobró para que la conquista la hicieran prácticamente los mismos indígenas, conducidos por los españoles; y que si hubo vencedores y vencidos, y aquéllos fueron, con pocas excepciones, violentos y rapaces, y éstos sojuzgados y explotados, para honor de los primeros existió una vigorosa corriente de protección al indígena, de denuncia airada de abusos y crímenes y un constante aunque insuficiente empeño por implantar instituciones y preceptos justicieros.
Mucho se ha avanzado en el conocimiento histórico de la conquista, del mundo indígena y en general del siglo XVI, mientras que la figura de Cortés, aun después de cinco siglos de su nacimiento, con señaladas salvedades, sigue en poder de las facciones. Puesto que los mexicanos somos herederos de las dos ramas de nuestros abuelos, es deseable hacer un esfuerzo por conocer completa la personalidad de quien nos dio esta doble ascendencia. Acaso alguna vez consigamos librarlo de las ideologías y estudiarlo con la cruel objetividad de la historia, para descubrir, con luces y sombras, una personalidad excepcional.
Ignorar o mutilar la historia no la cambia. Los tercos hechos siguen allí esperando ser conocidos y explicados.
1 Bernal Díaz, cap. CCIV.
2 El tema ha sido estudiado especialmente en dos monografías: Manuel Romero de Terreros, Los retratos de Hernán Cortés. Estudio iconográfico, Antigua Librería Robredo de José Porrúa e Hijos, México, 1944; y Carmelo Sáenz de Santa María, “Iconografía cortesiana (hacia la identificación de su verdadero retrato)”, Revista de Indias, Madrid, enero-marzo de 1958, año XVIII, núm. 71, pp. 541-560.
3 Romero de Terreros, op. cit., p. 9.— El Lienzo de Tlaxcala se reprodujo por primera vez en Antigüedades mexicanas, Junta Colombina de México, México, 1892.— Diego Muñoz Camargo, Descripción de la ciudad y provincia de Tlaxcala, Reproducción del Ms. H242 de la Colección Hunter, Glasgow, edición de René Acuña, UNAM, México, 1981.— Transcripción: Relaciones geográficas del siglo XVI: Tlaxcala, t. I, edición de René Acuña, UNAM, Instituto de Investigaciones Antropológicas, México, 1984.
4 Romero de Terreros, p. 10.
5 George Kubler, “The portrait of Hernando Cortés at Yale”, en The Collected Essays, New Haven y Londres, Yale University Press, 1985, p. 163.
6 Pauli Giovii Elogia virorum bellica virtute ilustrium (1551), Peter Perna, Basilea, 1575, p. 332.— Hay traducción española de estos Elogios, por Gaspar de Baeza, editada por Hugo de Mena, Granada, 1568.— José Toribio Medina, en su Biblioteca hispano-americana (Santiago de Chile, 1898, t. I, pp. 324-327), reprodujo los elogios de Giovio de Cristóbal Colón y de Hernán Cortés, los cuales aparecen también en el apéndice de la edición de Joaquín Ramírez Cabañas de la Historia de la conquista de México, de Francisco López de Gómara (Robredo, México, 1943, t. II, pp. 321-334).
7 Romero de Terreros, p. 13.
8 Nicolás León, “Los verdaderos retratos de Hernán Cortés”, El Universal, México, 16 de noviembre de 1919.
9 Lucas Alamán, Disertaciones, apéndice II, III, ed. Jus, t. I, p. 344.
10 Sáenz de Santa María, op. cit., p. 549.
11 Romero de Terreros, p. 17.
12 Se repiten aquí pasajes del inciso “Surge el conquistador” del capítulo V.
13 Bernal Díaz, cap. CC.
14 Ibid.
15 Dante, Infierno, V, 121-123.
16 López de Gómara, cap. CXCIII.
17 Sumario de la residencia, t. I, p. 123 y en Documentos, sección IV.
18 Carta de Gerónimo López al emperador sobre la visita de Tello de Sandoval, la situación de los indios en Nueva España y la influencia de Cortés, México, 25 de febrero de 1545, en Documentos, sección VII.
19 Bernal Díaz, cap. XXXVII.
20 Sumario de la residencia, t. I, p. 232.
21 Raúl Porras Barrenechea, “Los últimos días de Pizarro”, Pequeña antología de Lima (1535-1935), Madrid, 1935, pp. 90-91.
22 La mayor lejanía del Perú contribuyó también a este aislamiento. En tanto que el viaje de Sevilla a Veracruz podía hacerse en mes y medio, el viaje hasta el Callao, cruzando por el istmo de Panamá, requería al menos cuatro o cinco meses, y los regresos, a causa de las calmas del Pacífico, solían ser mucho más largos.
23 Francisco de Jerez, Verdadera relación de la conquista del Perú y provincia del Cuzco (1534), ed. BAE, t. XXVI, p. 345.
24 Libro primero de cabildos de Lima, descifrado y anotado por Enrique Torres Saldamando con la colaboración de Pablo Patrón y Nicanor Boloña, París-Lima, 1888, 3 partes, parte 3a, pp. 127-130.— CDIAO, t. XLII, pp. 96-98.— John Hemming, La conquista de los incas (1970), trad. de Stella Mastrángelo, Fondo de Cultura Económica, México, 1982, cap. IV, pp. 99-100 y n. 11.
25 Libro primero de cabildos, Parte 3a, pp. 122-126.— Hemming, op. cit., cap. VI, p. 151, cita un estudio de Rafael Loredo sobre “El reparto de los tesoros del Cuzco” (Revista del Archivo Histórico del Cuzco, 1950, pp. 247-268), en el que se dan las siguientes cifras de los saqueos de Cajamarca y del Cuzco:
Cajamarca |
|
Pesos de oro de 450 maravedís |
1 326 539 |
Marcos de plata de 1 958 maravedís |
51 610 |
Cuzco |
|
Pesos de oro de 450 maravedís |
588 260 |
Marcos de buena plata de 2 210 maravedís |
164 558 |
Marcos de plata de 1 125 maravedís |
71 721 |
26 La expresión “tropas de choque” es de Lesley Byrd Simpson, en Muchos Méxicos, cap. XV.— James Lockhart, El mundo hispanoperuano, 1532-1560 (1968); trad. de Mariana Mould de Pease, Fondo de Cultura Económica, México, 1982, cap. IV. pp. 68 y 73.— Del mismo Lockhart véase la biografía de Pizarro en The Men of Cajamarca. A Social and Biographical Study of the First Conquerors of Peru, Instituto de Estudios Latinoamericanos, The University of Texas Press, Austin y Londres, 1972, pp. 135-157.
27 “Carta del licenciado Gaspar de Espinosa al secretario del emperador”, Panamá, 1º de agosto de 1533, CDIAO, t. XLII, p. 70.— Hemming, cap. II, p. 46.