En este capítulo se asume una consideración, de vocación fundamentalmente cronológica, de la política exterior que la Federación Rusa ha desplegado desde el momento de su independencia en 1991. Conviene que subraye que en ese año pesaban sobre Rusia dos circunstancias diferentes. Si la primera, la saludable, refería unas relaciones internacionales mucho más plácidas que las que había heredado en 1985, en la URSS, Mijaíl Gorbachov, la segunda recordaba que el estado naciente había experimentado un doble retroceso estratégico.
En relación con la primera de esas circunstancias, lo suyo es ratificar que el panorama internacional que tuvo que afrontar Gorbachov en el momento de su acceso a la secretaría general del Partido Comunista de la Unión Soviética era singularmente complejo. En él se daban cita una relación tensa con las potencias occidentales —plasmada, por ejemplo, en la llamada “crisis de los euromisiles”—, el entrampamiento del ejército soviético en Afganistán y desacuerdos severos, en la parte más oriental de la URSS, con China. Seis años después, y con Rusia convertida en un estado independiente, la mayoría de esos problemas habían quedado desactivados o, al menos, habían perdido buena parte de su entidad.
Por lo que respecta a la segunda de las circunstancias invocadas, hay que recordar que a finales de 1989 la URSS perdió el grueso de sus capacidades de control en los países de la Europa central y balcánica que desde 1945 habían configurado una suerte de “parachoques de seguridad”. Primigeniamente ese parachoques se había propuesto evitar la repetición de una agresión como la alemana de cuatro años antes. De resultas, y en paralelo, pronto se disolvieron el Pacto de Varsovia —la alianza militar liderada por la Unión Soviética— y el Consejo de Ayuda Económica Mutua (CAEM) —el bloque económico articulado por la URSS—. Al retroceso estratégico de 1989 siguió un segundo, esta vez en 1991: por efecto de la desintegración de la propia URSS, Rusia vio cómo se independizaban las restantes repúblicas soviéticas y, en particular, perdió activos importantes en el Báltico, en el Cáucaso y en el Asia central, al tiempo que su ascendiente se reducía, también, en países como Ucrania y Bielorrusia. Salta a la vista que este doble retroceso estratégico al que me refiero operaba como una dura contrapartida de la mejora general de las relaciones externas que benefició a la Rusia de Yeltsin.
Una Rusia sumisa y aquiescente (1991-1995)
Ha seguido coleando una discusión sobre si Rusia, a partir de 1991, fue o no objeto de humillación o, lo que es lo mismo, sobre si, pese a que no hubo una batalla militar de por medio, Moscú recibió un trato mal que bien similar, guardadas las distancias, al de Alemania al final de la primera guerra mundial. La cuestión ha suscitado, como cabe esperar, opiniones contrapuestas. La impresión de quien escribe estas líneas es que lo que se abrió camino fue un intento fallido, e interesado, de reeducación para la configuración de una potencia menor y sumisa. Quienes hablaban de una integración de Rusia en el mundo occidental estaban hablando, en realidad, y las más de las veces, de una absorción de la primera por el segundo que no podía sino alentar la imagen de una humillación que estimulaba un ya de por sí acendrado sentimiento de inseguridad. Aun así, bueno es recordar que quienes afirman que no hubo un trato humillante gustan de subrayar que Rusia mantuvo el puesto de la URSS como miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU, heredó el grueso del arsenal nuclear soviético, acabó sumándose al llamado “grupo de los siete” (G-7), al Consejo de Europa y, mucho después, a la Organización Mundial del Comercio, y adquirió el status de socio privilegiado de la OTAN y de la UE15. Hay quien, como el ajedrecista Garry Kaspárov, ha llegado a encomiar, en fin, la generosidad que el Fondo Monetario Internacional mostró a través de los créditos librados a Moscú…
Las cosas como fueren, lo cierto es que en fecha muy temprana los presidentes de EEUU y de Rusia alcanzaron un acuerdo que pretendía cancelar las dinámicas de confrontación del pasado, sobre la base de la idea de que ambos países mostraban un común compromiso con las causas de la “democracia” y de la “libertad económica”. En este orden de hechos, los años que separaron 1991 y 1995 fueron de franca aquiescencia rusa en lo que se refiere a las demandas, también a los caprichos, que llegaban del mundo occidental. Baste con recordar que el ministro de Asuntos Exteriores de esa etapa, Andréi Kóziriev, era comúnmente descrito como “míster Da” (míster Sí), por oposición al sempiterno ministro de Asuntos Exteriores de la URSS, Andréi Gromiko, tantas veces tildado como “míster Net” (míster No). Y eso que las políticas que abrazó, en particular, Estados Unidos, no eran, por fuerza, atractivas para Moscú. Piénsese al respecto, por ejemplo, que pronto quedaron atrás, pese a lo dicho, algunos proyectos norteamericanos encaminados a colocar a Rusia en plenitud, y en aparente pie de igualdad, en las instituciones internacionales —la UE, la OTAN— perfiladas por los países occidentales. En paralelo, al poco cayeron en el olvido la retórica de la “casa común europea” gorbachoviana o el proyecto, tan caro, unos años antes, a Andréi Sájarov, de propiciar una convergencia entre los dos sistemas otrora enfrentados. Los hechos posteriores vinieron a confirmar, por otra parte, que se había desvanecido, también, el compromiso verbal que, adquirido por los gobernantes estadounidenses, aceptaba que la OTAN no experimentaría ampliaciones en la Europa central y oriental, asentado en una aceptación de que a Rusia le correspondía una difusa zona de influencia. Stephen F. Cohen ha interpretado, con buen criterio, que la trama de estos años quedaba delimitada, por parte de EEUU, por una retórica de colaboración y de respeto que se veía contrarrestada por una práctica marcada por el incumplimiento de promesas, la exigencia de gestos unilaterales del lado de Rusia, la voluntad de acometer un cerco creciente sobre ésta, el desdén por los motivos de preocupación que pudiese esgrimir el Kremlin y, en suma, el despliegue de fórmulas de obscena doble moral16.
Varias fueron las señales de la aquiescencia rusa que he mencionado unas líneas más arriba. Así, y a guisa de ejemplo, recordaré que en 1992 Moscú respaldó las sanciones internacionales sobre Serbia y Montenegro, al tiempo que Rusia se adhería al Fondo Monetario Internacional y al Banco Mundial. En el año siguiente Yeltsin suscribió con EEUU un nuevo tratado START, el segundo, de reducción de armas estratégicas, cuya ratificación se topó más adelante con problemas, bien es cierto, en la cámara baja del parlamento ruso. En 1995, y por otra parte, Moscú inició un diálogo con la OTAN y se sumó a la llamada Asociación para la Paz. En este escenario no está de más rescatar lo que invocaba una frase que, formulada en 1989 por Gueorgui Arbátov, retrataba uno de los cimientos de la zozobra, bien que relativa, de las potencias occidentales: “Vamos a haceros el peor de los servicios: os vamos a privar de un enemigo”17.
Sube la tensión (1996-1999)
A finales de 1995, el recién mentado ministro de Asuntos Exteriores, Andréi Kóziriev, fue sustituido por Yevgueni Primakov. Unos meses después se iniciaba el segundo mandato presidencial de Yeltsin. Cabe entender que estas dos circunstancias, y en particular la primera, abrieron el camino a una política exterior más independiente, más inclinada a atar lazos —o a imponerlos— en el “extranjero cercano” configurado por las repúblicas exsoviéticas y más volcada hacia Asia. Parecía que se iniciaba un proceso en virtud del cual Moscú dejaba de demandar aceptación en el exterior —en el mundo occidental— y buscaba una política propia. Si así se quiere, las razones de ese giro eran dos. Mientras la primera recordaba que la condición, singularísima, de Rusia dificultaba sensiblemente que sus intereses coincidiesen de manera mimética con los de las potencias occidentales, la segunda subrayaba que determinadas decisiones asumidas por estas últimas habían sido percibidas en Moscú, con rara unanimidad, como gestos poco amistosos e incipientemente agresivos.
La principal de esas decisiones fue, naturalmente, la que se tradujo en una ampliación de la OTAN: anunciada en el verano de 1997, dos años después se sumaron a la Alianza Atlántica tres estados que unos pocos años antes formaban parte del bloque soviético. Hablo de Polonia, de la República Checa y de Hungría. Conviene recordar que, de manera simultánea, en el verano de 1998 se hizo valer en Rusia una crisis económica muy honda. No está de más que subraye que a principios de la década de 1990 el ya citado Kóziriev había afirmado que para que la “democracia” naufragase en su país tendrían que abrirse camino los dos factores18 que acabo de mencionar, con un correlato —agrego yo— importante: la percepción, muy extendida en la opinión pública en Rusia, y no exenta de fundamento, aunque simplificadora, de que tras la ampliación de la Alianza Atlántica y tras la crisis económica estaban los intereses de las potencias occidentales. George Kennan había avisado en 1997 de las consecuencias dramáticas que se derivarían de una ampliación de la OTAN que daría alas a tendencias nacionalistas, antioccidentales y militaristas en Rusia, con efectos muy delicados, de nuevo, sobre la frágil democracia del país19. Pese a ello, en el mundo occidental apenas interesaba lo que en Moscú pudiese pensarse de una decisión como la relativa a la ampliación en cuestión.
Son muchos los analistas que concluyen que el momento de mayor tensión, en estos años, entre Rusia y el mundo occidental se produjo con ocasión de los bombardeos de la OTAN sobre Serbia y Montenegro, en la primavera de 1999. Hubo quien llegó a augurar un conflicto bélico abierto entre Rusia y alguna de esas potencias. El argumento en cuestión olvidaba la dependencia extrema que el Kremlin arrastraba en lo que hace a la ayuda financiera que dispensaban instancias como el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial. Las muchas discrepancias que Rusia había planteado ante los mentados bombardeos de la OTAN se desvanecieron rápidamente cuando, en mayo de 1999, el máximo responsable del Fondo Monetario se personó en Moscú y anunció la concesión de una nueva línea de crédito... Era inevitable que, dadas semejantes condiciones, la credibilidad y la independencia de la política exterior rusa se resintiesen sensiblemente: para las potencias occidentales comprar el silencio de Moscú era una mera cuestión presupuestaria.
Los años de la cordialidad putiniana (2000-2006)
La tornas cambiaron abruptamente en 2000, y lo hicieron no tanto de resultas de la entronización de un nuevo presidente en Rusia como por efecto de una coyuntura internacional caracterizada, ante todo, por subidas muy notables en los precios del petróleo y del gas natural. Siendo Rusia, como sabemos, un exportador neto de estas dos materias primas energéticas, el alud de divisas fuertes que llegó a la economía permitió que esta última saldase de manera muy rápida la deuda, razonablemente onerosa, contraída en la década anterior y procediese a constituir reservas importantes para afrontar un eventual descenso en los precios internacionales de las materias primas mencionadas. Como quiera que Rusia ya no dependía, en el terreno financiero, de instituciones creadas y controladas por las potencias occidentales, se abría camino una pregunta importante: en caso de que estallase una crisis internacional en la que Moscú y esas potencias blandiesen posiciones diferentes, ¿qué estaba llamado a ocurrir ahora que Rusia había dejado atrás su dependencia con respecto a los créditos foráneos?
Sabido es que desde el año 2000 hasta hoy no han faltado precisamente las crisis internacionales de relieve. Parece, sin embargo, que no han permitido responder de manera clara y convincente a la pregunta recién formulada. En su defecto, y como se verá inmediatamente, las respuestas suscitadas han variado según los momentos y los lugares. Una primera aproximación a la cuestión sugiere que en el otoño de 2001, y en la estela de los atentados de septiembre de ese año en Nueva York y Washington, el nuevo presidente ruso, Putin, realizó un análisis severo de las capacidades objetivas de su país y llegó a la conclusión de que este último no estaba en condiciones de plantar cara a la hegemonía norteamericana, de tal suerte que era preferible sumarse al carro del vencedor en la confianza, claro, de que el ganador fuese razonablemente generoso y ofreciese algo a cambio. Si semejante descripción de los hechos parece ajustarse, mal que bien, a la realidad, conviene que la complete con tres precisiones que asumen, todas ellas, la forma de preguntas.
La primera de esas preguntas plantea una discusión relativa a cuál fue la instancia a la que Rusia procuró acercarse: ¿Estados Unidos, la Unión Europea o, en general, el mundo occidental? En la dimensión fundamental del proceso parece que Moscú buscó ante todo una aproximación a EEUU o, si quiero decirlo de manera más precisa, Estados Unidos procuró atraer hacia sí a Rusia, no tanto porque esta última interesase sobremanera a Washington como de resultas del intento de satisfacer un objetivo moderadamente oculto: evitar un imaginable acercamiento entre Moscú y la UE que permitiese gestar una macropotencia en la que se diesen cita la riqueza de la Unión Europea, por un lado, y la profundidad estratégica y las materias primas energéticas de Rusia, por el otro. Hay que reconocer que en este terreno la política de EEUU dio sus frutos, en buena medida beneficiada, eso sí, por las sucesivas ampliaciones de la UE, que en 2004 y 2007 colocaron dentro de ésta a un puñado de estados que desde tiempo atrás mantenían una relación tensa con Rusia. Era difícil que la incorporación a la Unión Europea de países como Polonia o la República Checa —más atlantistas que europeístas— no se tradujese, en un grado u otro, en un deterioro de la relación entre Bruselas y Moscú.
La segunda de las preguntas invocadas se refiere al grado de conciencia que los gobernantes rusos mostraron en lo que hace al sentido de fondo de la política desplegada por EEUU en el Oriente Próximo, de la mano ante todo de las intervenciones militares en Afganistán, en 2001, y en Iraq, en 2003. En este caso no queda otro remedio que repetir la tesis general que ya he manejado: aunque a Rusia le agradaban poco los términos de la política norteamericana, consciente de su debilidad Moscú se vio obligado a acatar esa política, en la confianza, de nuevo, de que Washington sería generoso y aportaría algo a cambio de lo que en un escenario, Afganistán, fue una franca colaboración con EEUU, y en otro, Iraq, asumió la forma de un silencio connivente. No está de más, al respecto, examinar la condición de la política que Rusia blandió en relación con Iraq. Señalaré primero que el protagonismo simbólico de la oposición, en el Consejo de Seguridad de la ONU, a la intervención militar norteamericana recayó sobre Francia, de tal forma que las relaciones entre Moscú y Washington no quedaron dañadas. Esto aparte, Rusia pidió con claridad que se respetasen los derechos adquiridos en Iraq, y al efecto solicitó que las nuevas autoridades locales pagasen la deuda externa contraída por el Iraq de Saddam Hussein y mantuviesen en vigor los contratos firmados en su momento con empresas rusas del petróleo. Como puede apreciarse, a Moscú le preocupaba sobremanera el respeto de los principios insertos en la Carta de Naciones Unidas… No está de más que, en este orden de cosas, recuerde que, en la percepción rusa, la estrategia norteamericana encaminada a derrocar regímenes que EEUU entendía que eran enemigos resultaba al cabo, y paradójicamente, un estímulo vital para el asentamiento de amenazas terroristas. Bastaría con invocar al efecto los ejemplos de los citados Afganistán e Iraq20.
La pregunta más relevante es, con todo, la tercera: ¿qué obtuvo Rusia a cambio de lo que unas veces fue una colaboración manifiesta y otras un silencio connivente ante políticas norteamericanas cada vez más agresivas? Nada más sencillo que responder a esta pregunta: absolutamente nada. La prepotencia de los gobernantes norteamericanos del momento impidió que éstos se percatasen de que la colaboración de Rusia tenía que ser recompensada en un grado u otro, toda vez que, de lo contrario, se abriría el riesgo de que Moscú procurase, como al final sucedió, una política exterior más independiente y, por fuerza, de mayor confrontación con Estados Unidos. A efectos de justificar la conclusión de que Washington nada hizo, a la postre, para mantener a Rusia de su lado, bastará con que mencione cinco elementos importantes. El primero no fue otro que el designio norteamericano de mantener en pie los proyectos orientados a perfilar un sistema de defensa estratégica en EEUU. Aunque la justificación formal de esos proyectos era la amenaza que suponían los llamados “estados gamberros”, en la trastienda era fácil intuir que pretendían, en lugar central, erosionar la capacidad disuasoria de los arsenales nucleares ruso y chino. Recordaré al respecto, y en singular, que en 2002 el presidente Bush decidió retirar unilateralmente a EEUU del tratado ABM —sobre defensas frente a misiles balísticos— y que Washington contempló el despliegue de dispositivos en Polonia y en la República Checa, no sin rechazar una contraoferta rusa de ubicación de esos dispositivos en Azerbaiyán. Un segundo elemento de relieve lo aportó una nueva ampliación de la OTAN, que en este caso benefició, en 2004, a tres repúblicas otrora soviéticas —Estonia, Letonia y Lituania—, y también a Bulgaria, Rumanía, Eslovenia y Eslovaquia. Albania y Croacia se incorporaron a la Alianza Atlántica en 2009. De resultas, la OTAN pasó a controlar —no se olvide— buena parte de las orillas de los mares Báltico y Negro. En un tercer estadio, Estados Unidos se negó a desmantelar las bases, teóricamente provisionales, que había perfilado, ante todo en el Asia central exsoviética, y con la anuencia de Rusia, para sacar adelante la intervención militar en Afganistán en 2001. Cierto es, con todo, que algunas de esas bases fueron desmanteladas por efecto de la presión de las autoridades locales. Un cuarto elemento importante se perfiló en torno al apoyo occidental a las llamadas “revoluciones de colores” que, en Georgia en 2003, en Ucrania en 2004 y en Kirguizistán en 2005, colocaron en los gobiernos respectivos a opciones políticas más bien hostiles a las percepciones e intereses blandidos por Moscú. En este mismo terreno, los países occidentales no dudaron en respaldar alianzas internacionales que, como la llamada GUAM, respondían a la misma lógica. Agregaré que en estos años Moscú no se vio premiado por ningún trato comercial y financiero de privilegio. Antes bien, se registró el mantenimiento, por EEUU, de la llamada enmienda Jackson-Vanik, que hundía sus raíces en la guerra fría y establecía trabas sensibles para el comercio entre Rusia y EEUU. Hubo que aguardar a 2012 para que la enmienda fuese derogada.
A efectos de completar el análisis precedente, conviene que señale que en los seis primeros años de su presidencia el proyecto de Putin fue muy moderado, y no precisamente agresivo en lo que respecta a las potencias occidentales. El objetivo fundamental del presidente ruso estribó en asentar y, en su caso, modernizar la economía del país, y no en contestar hegemonías foráneas, y en singular la norteamericana. En este orden de cosas, y en la opinión de Tsygankov, el impulso inicial de Putin colocó en primer plano la geoeconomía en detrimento de la geopolítica21. El presidente ruso había afirmado en 2000 que a sus ojos era difícil “ver a la OTAN como un enemigo”22, y había apostado por una restauración paulatina de las relaciones con la Alianza Atlántica que cerrase la herida de Kosova, sin rechazar, por añadidura, la perspectiva de una integración de Rusia en la propia OTAN. Con la misma vocación, en 2001 Putin había anunciado su firme propósito de dejar atrás los restos de la guerra fría de antaño y de abrir una larga etapa de colaboración con Estados Unidos. Las políticas de Putin se antojaron mucho más moderadas que las que había desplegado con anterioridad Primakov, más propensas estas últimas a contestar muchos de los términos de la conducta de las potencias occidentales. Una de las circunstancias que justificaban semejante percepción la aportó el hecho de que Rusia pareciese olvidar la afrenta que habían supuesto en 1999 —acabo de recordarlo— los bombardeos de la OTAN en Serbia y en Montenegro. En términos generales, la contestación rusa de lo que suponían la OTAN o los movimientos norteamericanos en relación con el tratado ABM bajó muchos enteros, y eso que la última materia empezaba a ser, con lógica, sensible. En el mismo terreno cabe anotar que en 2000 Rusia tomó la decisión de cerrar sus bases militares, heredadas de la época soviética, en Vietnam y Cuba, y que en 2002 firmó con EEUU un nuevo tratado de reducción de armas estratégicas ofensivas. Putin poco o nada hizo, en suma, para defender la causa, al final perdida, de quien pasaba por ser su aliado local en las elecciones presidenciales ucranianas de 2004, Víktor Yanukóvich. No sólo eso: se abstuvo de asumir medidas hostiles contra el nuevo presidente ucraniano, Víktor Yúshenko, mal que bien inclinado a colaborar con las potencias occidentales.
La tensión reaparece (2007-…)
A duras penas sorprenderá que, con un panorama como el recién descrito, marcado por la prepotencia y la agresividad de los gobernantes estadounidenses, los estímulos para que Moscú mantuviese su respaldo a un sinfín de políticas norteamericanas fuesen nulos, al tiempo que menudeaban los acicates para que Rusia buscase una diplomacia más independiente. Algunas de las primeras señales de un nuevo panorama se revelaron cuando, en 2007, Moscú tomó la decisión de retirarse del acuerdo de fuerzas convencionales en Europa y rechazó de manera expresa, a principios de 2008, la declaración unilateral de independencia de Kosova.
El escenario mayor en el que se hizo valer el incremento de la tensión lo aportó, con todo, en el verano del mismo año 2008, lo ocurrido en la Georgia que encabezaba el presidente Míjeil Saakashvili. Aunque algo más diré al respecto en un capítulo posterior, lo que interesa subrayar ahora es que el ataque de las fuerzas armadas georgianas en Osetia del Sur, en agosto de ese año, realizado con toda evidencia con anuencia norteamericana, provocó una inmediata respuesta militar rusa que muchos analistas interpretaron que era desproporcionada. La catástrofe militar georgiana, y las declaraciones unilaterales de independencia, alentadas por Moscú, de la citada Osetia del Sur y de Abjasia se vieron acompañadas de un visible apoyo de EEUU a Saakashvili y de reticencias al respecto del lado de potencias europeas como Alemania y Francia. La subsiguiente degradación de la relación ruso-norteamericana era bien recibida en determinados círculos en EEUU en vísperas de unas elecciones presidenciales que se anunciaban reñidas.
Cierto es que, desde principios de 2009, y tras la crisis georgiana, se registraron intentos de resetear —éste fue el término que se impuso— la relación entre Rusia y Estados Unidos en un marco de creciente pragmatismo, aparentemente propiciado por el acceso de Medvédev a la presidencia de Rusia y por el de Obama a la de EEUU. Parece fuera de discusión que en el momento inicial de su primer mandato presidencial Obama se fijó como uno de los objetivos principales restaurar una relación cordial con Moscú, y eso que, con ocasión de la campaña presidencial previa, había criticado agriamente lo que entendía que era el carácter blando de las respuestas de su antecesor, Bush hijo, en relación con Rusia. Entre las señales del nuevo tono en la relación bilateral cabe contar un acuerdo, suscrito en febrero de 2009, para utilizar el territorio ruso a efectos de trasladar material militar norteamericano con destino a Afganistán, la firma del tratado START III en abril de 2010, una progresiva reanudación de las relaciones entre Moscú y la OTAN, el apoyo estadounidense a la incorporación de Rusia a la Organización Mundial del Comercio, una realidad en agosto de 2012, y la decisión de Obama de abandonar buena parte de los proyectos de defensa estratégica. Al tiempo, en dos escenarios importantes —Afganistán e Irán— pareció mantenerse la colaboración entre Moscú y Washington. En relación con Irán, Rusia asumió un papel relevante en las negociaciones relativas al programa nuclear del país, y al respecto administró una política de palo y zanahoria, amenazando en alguna ocasión a Teherán con sanciones —o frenando contratos golosos de venta de armas— y procurando moderar en otras las exigencias norteamericanas. Conviene subrayar, de cualquier modo, que las relaciones comerciales entre Rusia y EEUU no experimentaron mayores contratiempos ni en los años finales de la presidencia de Bush hijo ni en el primer mandato de Obama, y ello pese a divergencias agudas como las suscitadas, entre las dos potencias, por la crisis georgiana.
Como contrapunto de alguno de los datos manejados, cobraron cuerpo entre EEUU y Rusia profundas desavenencias en lo que respecta a la identificación de espías de unos y otros, al tiempo que el “caso Snowden” —Rusia acabó por acoger a este antiguo agente de la CIA que reveló documentos clasificados en EEUU— se cruzaba de por medio. Entre tanto, en Moscú se aprobaban normas legales muy restrictivas del trabajo de las organizaciones no gubernamentales foráneas. Tampoco está de más que recuerde que la doctrina militar aprobada en Rusia en 2010 hablaba de la OTAN como una amenaza a la seguridad nacional, mientras, llamativamente, y en comparación con la Alianza Atlántica, el yihadismo se antojaba, pese a lo que pudiera parecer, un peligro menor a los ojos de los dirigentes rusos. Pronto se abrieron paso también diferencias con respecto a Libia y Siria. En relación con este último país, lo suyo es subrayar que la política norteamericana registró significativos altibajos. Baste con anotar el acuerdo, instigado por Rusia, en lo que se refiere al desmantelamiento del arsenal de armas químicas a disposición del gobierno sirio y, después, una pasajera colaboración con Moscú para hacer frente al Estado Islámico.
Me interesaré más adelante por el perfil y las consecuencias de la segunda fuente de desavenencias agudas entre Rusia y las potencias occidentales: la crisis ucraniana de 2014. Me limitaré a señalar ahora que esa crisis se saldó con sanciones económicas sobre Rusia y que Moscú perdió su puesto en el G-8, un grupo en el que —dicho sea de paso— era el único socio no occidental; el grupo volvió a ser un cónclave de siete estados. También hay que mencionar la cancelación de las conversaciones encaminadas a que Rusia se incorporase a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo en Europa, la suspensión de las negociaciones relativas a comercio bilateral e inversiones o el freno impreso a las que se referían a diferentes ámbitos del control de armamentos. Acuerdos como los que afectaban a las fuerzas convencionales y a las fuerzas nucleares de alcance intermedio se hallaban, entre tanto, en entredicho, y no faltaban los recelos en lo que se refiere a las armas nucleares tácticas y a las estratégicas. En este escenario a duras penas sorprenderá que en 2014 un 74 por ciento de los rusos declarase tener una imagen negativa de EEUU, en tanto un 72 por ciento de los norteamericanos alimentaba una mala imagen de Rusia.
Los grandes debates de los últimos años
Permítaseme que cierre este capítulo con una breve consideración de algunos de los rasgos de la relación contemporánea entre Rusia y las potencias occidentales. El primero de ellos lo aporta un genuino juego de apariencias, bien ilustrado por el derrotero que han seguido los suministros de gas ruso a la UE. Conviene recordar al respecto que en 2006 y 2009 se registraron dos “crisis del gas” saldadas con interrupciones, bien es cierto que breves, de los suministros rusos a Ucrania y a la propia Unión Europea. Lo que estaba por detrás de esas crisis no eran sino desavenencias comerciales como las relativas al precio que Ucrania debía abonar por el gas natural ruso o a las fórmulas que habría de adoptar el pago de la onerosa deuda contraída por Kíev con Moscú. En 2014 se registró una guerra sangrienta en el este de Ucrania, traducida, según una estimación, en nueve mil muertos, al amparo de un conflicto que todavía hoy sigue abierto. Llamativamente, y pese al tono airado de las declaraciones de unos y otros, en momento alguno dejó de fluir el gas natural ruso camino de los estados miembros de la Unión Europea. Parecía servida la conclusión de que nadie creía en serio en una guerra abierta que se veía medio reemplazada por los juegos derivados de las acciones de los hackers de uno y otro lado, que generaban, sí, situaciones molestas, pero que estaban muy lejos, claro, del escenario propio de una confrontación militar franca. Y es que, y a la postre, poderoso caballero es don dinero. Ni la UE podía prescindir de los suministros rusos ni Moscú podía hacer otro tanto con las divisas fuertes que le deparaban sus ventas de gas a la Unión Europea.
La dependencia mutua explica al cabo muchas de las posiciones, en su caso las contradicciones, de las partes enfrentadas. Recuérdese que casi la mitad de los intercambios exteriores de Rusia lo es con la UE, aun cuando Rusia represente sólo un 6 por ciento de las exportaciones de la Unión y un 10 por ciento de sus importaciones. A la UE le interesa, por añadidura, un mercado ruso razonablemente prometedor. Para que nada falte, dentro de la propia Unión se han perfilado dos bloques de países. Si uno de ellos, configurado en esencia por el Reino Unido, Suecia y varios de los socios centroeuropeos de reciente incorporación, es hostil a Rusia, el otro, articulado en torno a Alemania y Francia, se muestra menos crítico con Moscú. El enfoque defendido por estados como Austria, Bélgica, España, Holanda e Italia se sitúa a mitad de camino de esas dos posiciones, en tanto países como Bulgaria, Grecia y Chipre mantienen una relación cordial con Moscú en virtud de lo que cabe entender que es una proximidad vinculada, en un grado u otro, con la ortodoxia religiosa. Esto al margen, hay regiones claramente privilegiadas por la política rusa, como es el caso de los Balcanes, vitales a efectos de sacar adelante los nuevos conductos de transporte de materias primas energéticas. En la trastienda son fáciles de apreciar los efectos del claro apoyo dispensado por EEUU a las ampliaciones que la UE experimentó en 2004 y 2007, unas ampliaciones que se entendía debilitaban a la UE y colocaban dentro de ésta a un puñado de países que mantenían una mala relación con Rusia.
La dimensión de farsa en la confrontación alcanzó a las sanciones impuestas a Rusia tras la crisis ucraniana de la primavera de 2014. Aparentemente duras, se hicieron valer muchos mecanismos para sortearlas, y ello por ambas partes. En 2015, y por ejemplo, la UE no dejó de acrecentar sus compras de gas a Gazprom, que en 2016 vio cómo se incrementaban las inversiones procedentes de Estados Unidos. Según una versión de los hechos, las sanciones han perjudicado gravemente, con todo, a la economía de la UE, que habría perdido el 20 por ciento de sus intercambios con Rusia, pero no habrían tenido ningún efecto mayor sobre las transacciones rusas con EEUU, que paradójicamente habrían crecido un 7 por ciento.
Lo suyo es agregar que las partes enfrentadas juegan sus cartas en un escenario de manifiesta doble moral. Recordaré, por ejemplo, que EEUU no dudó en respaldar la independencia de Kosova en 2008 mientras rechazaba, en ese mismo año, las de Osetia del Sur y Abjasia, alentadas por Rusia. Esta última, de siempre renuente a aceptar el derecho de autodeterminación, decidió esgrimirlo para justificar lo que al cabo fue la anexión de Crimea, aun cuando siga rechazando palmariamente la aplicación del derecho en cuestión en Chechenia. En otro terreno, Dominic Basulto ha tenido a bien subrayar que la política de Arabia Saudí en el Yemen, desplegada por completo al margen del sistema de Naciones Unidas, tiene muchas semejanzas con la aplicada por Rusia en Ucrania en 201423, de tal manera que no deja de sorprender que la primera pase inadvertida mientras la segunda es objeto, en cambio, de permanentes diatribas. Si a Rusia, en un ámbito próximo, no le preocupan las violaciones de los derechos humanos en el Asia central, no parece que la conducta de EEUU sea muy diferente cuando lo que se halla de por medio son esos mismos derechos en Arabia Saudí. Moscú, por otra parte, ha recibido amonestaciones severas por haber empleado en determinados momentos los precios del gas natural para castigar a países hostiles como Georgia y Ucrania (pero también a presuntos amigos como Bielorrusia). ¿Por qué Rusia habría de ser más generosa, sin embargo, que las potencias occidentales? ¿O es que éstas no se han servido del chantaje energético cuando les ha convenido?
Tanto las potencias occidentales como Rusia han procurado trazar, en suma, oleoductos y gasoductos ajustados a los intereses respectivos. Moscú, en particular, ha intentado sortear el territorio de países conflictivos —Ucrania, en su caso Bielorrusia— de la mano de la creación de nuevos gasoductos: el Nord Stream, que une Rusia y Alemania a través del Báltico y esquiva los territorios de Ucrania y de Polonia, y el South Stream, un proyecto paralizado que debía discurrir desde el mar Negro hasta alcanzar la Europa mediterránea, en competición con la iniciativa occidental llamada Nabucco. Al amparo del llamado Turkish Stream, Moscú ha buscado un sustituto para el South Stream. Téngase presente que antes de la construcción de los nuevos conductos el 85 por ciento del gas ruso que llegaba a la UE pasaba por Ucrania. Pero la política norteamericana no ha sido muy diferente, como lo testimonian las circunstancias que rodean al oleoducto Bakú-Tbilissi-Ceyhan, manifiestamente diseñado con el objetivo de privar a Rusia de buena parte del negocio vinculado con la distribución de la riqueza energética del Asia central. Washington ha intentado convencer, por otra parte, a los estados miembros de la UE de que adquiriesen petróleo y gas en EEUU, sin que esta política haya sido descrita, como ha ocurrido tantas veces con los movimientos de Rusia, como un condenable mecanismo de presión. A menudo se olvida, en fin, que el hecho de que Rusia invierta cantidades importantes de recursos en el aprestamiento de estos nuevos conductos significa que en modo alguno desea renunciar al mercado europeo, un mercado que precisa inexorablemente, por lo demás, para hacer rentables los conductos en cuestión. Lo anterior no obliga a colegir, bien es cierto, que Moscú haya renunciado a la explotación de los recursos situados en su territorio más oriental, destinados a colmar, siquiera parcialmente, la demanda que llega de países como China, Japón o Corea del Sur. Todos los datos que acabo de manejar invitan a concluir que los antecedentes y las conductas de los diferentes agentes implicados en crisis como la georgiana de 2008 o la ucraniana de 2014 son tan equívocos que las adhesiones plenas están por completo de más en un marco de conflictos que por muchos motivos cabe calificar de sucios.