En el capítulo segundo he intentado explicar la deriva cronológica, desde 1991, de la política exterior rusa. En el siguiente, el tercero, mi esfuerzo se ha orientado a identificar los perfiles precisos que esa política exterior ha asumido en varias áreas geográficas importantes. El examen de las relaciones externas de Rusia termina ahora con un intento de aislar varios elementos que, de corte distinto, contribuyen a explicar la condición de esas relaciones. Me refiero, por un lado, a algunas percepciones geopolíticas que, relativas a Rusia, todavía colean, a la naturaleza de las varias organizaciones internacionales que Rusia promueve —o de las que participa—, al peso de la propuesta euroasianista, que parece disfrutar de apoyos firmes en el Kremlin, a la textura singularísima del imperio ruso —y a las eventuales huellas contemporáneas de éste—, a la posibilidad, a decir verdad no muy hacedera, de que estemos inmersos en una nueva guerra fría y, en fin, a los principales rasgos caracterizadores de la política exterior que Moscú abraza en estas horas.
La geopolítica rusa
Merece la pena dedicar algunas líneas a las discusiones geopolíticas que han afectado, y afectan, a Rusia. Empezaré por anotar que un autor clásico, Halford John Mackinder, distinguió en el planeta una “isla mundial”, el heartland, que equivale a dos doceavos de la Tierra y que incorpora los continentes euroasiático y africano, las “islas periféricas”, o outlyings islands, que aportan un doceavo constituido por América y Australia, y el “océano mundial”, configurado por los nueve doceavos restantes. Con un argumento de aliento similar, Leclercq ha recordado que frente al bloque euroasiático están, en su periferia, un “anillo interior”, configurado por la Europa occidental, los orientes próximo y medio y las asias del sudeste y del este, y un sistema insular del que forman parte las islas Británicas y Japón33.
Para dirigir el mundo —según una visión muy extendida— es preciso controlar el heartland, que se extiende desde la Europa central hasta la Siberia oriental. Rusia se percibe entonces como el elemento constitutivo principal de ese heartland, el núcleo continental de la masa terrestre euroasiática y, como tal, el pivote geográfico de la historia. El país desempeñaría en el globo una posición estratégica similar a la que en Europa correspondería a Alemania. Su profundidad estratégica, confirmada en 1812 y 1941, garantizaría su conversión en la primera potencia, y en la mayor fortaleza natural, del planeta. Según Mackinder, “quien reina sobre la Europa oriental reina sobre la tierra central. Quien reina sobre la tierra central reina sobre la isla mundial. Quien reina sobre la isla mundial reina sobre el mundo”34.
En la trastienda se barruntaría una colisión entre una potencia marítima, que hoy sería EEUU, y una potencia terrestre euroasiática, naturalmente Rusia, que desde hace tiempo buscaría, eso sí, un incremento sustancial de su capacidad naval: se trataría de una potencia terrestre obsesionada con el mar, que habría procurado con ahínco en el Báltico, en el Negro y en el Ártico (y ello aunque sólo un 10 por ciento de los rusos viva cerca de la costa, un porcentaje muy inferior al medio en el conjunto del planeta). Desde la percepción que ahora me ocupa, en virtud de su condición geopolítica Rusia sería la única potencia en condiciones de hacer frente a la hegemonía norteamericana, algo que invitaría a EEUU a desplegar en relación con Moscú una política de visible marginación y, en su caso, de manifiesta agresividad. De ahí se derivarían, ante todo, dos grandes designios del lado norteamericano: si el primero apuntaría a reducir las capacidades de control de Rusia sobre su “extranjero cercano” —léase Ucrania, el Cáucaso y, en menor medida, el Asia central—, el segundo se encaminaría a dinamitar cualquier intento de acercamiento serio entre Moscú y la UE.
Al amparo de un argumento mal que bien similar, Zbigniew Brzezinski contempla un tablero mundial en el que, de nuevo, la lucha principal se hace valer en Eurasia. En la visión que defendió durante mucho tiempo este autor, Rusia debe romper con su pasado imperial y dejar de inmiscuirse en las relaciones entre Europa y EEUU. Esto al margen, y siempre en la visión de Brzezinski, es menester que Rusia se mantenga como una potencia débil, incapaz de reconstruir su poderío de antaño. Estados Unidos debe repeler todos los intentos orientados a construir una potencia euroasiática, y en ese esfuerzo es vital la vasta área que separa Turquía de Afganistán. Para ello Brzezinski postula, en lugar central, la gestación en Rusia de una laxa confederación articulada en torno a tres partes —la Rusia europea, Siberia y el Lejano Oriente—, cada una satelizada desde el exterior, respectivamente, por la UE, por una China sometida a la férula del mercado y por Japón. Aunque la perspectiva de una confederalización de Rusia es defendible desde otros horizontes mentales e ideológicos, salta a la vista que la postulada por Brzezinski responde al propósito de satisfacer, y obscenamente, los intereses norteamericanos. Mettan se pregunta al respecto, con tino, qué ocurriría si alguien reivindicase la partición de EEUU en tres entidades: una atlántica, otra pacífica y una tercera hispánica…35.
Cierto es que las ideas de Mackinder que aquí me han interesado han sido contestadas. Nicholas John Spykman ha subrayado, por ejemplo, el peso de las alianzas entre potencias supuestamente continentales y marítimas, como lo ilustrarían los casos de Rusia e Inglaterra en 1914, o de la URSS y Estados Unidos en 1941-1945. Para Spykman, y por otra parte, el heartland no es en modo alguno invulnerable, tanto más habida cuenta del desarrollo de la aviación —y de los misiles balísticos intercontinentales—, mientras el rimland, el “anillo de tierras” configurado por la Europa occidental, Grecia, Turquía, Irán, Corea, Vietnam y Japón, desempeñaría un papel central: “Quien controla el rimland domina Eurasia, y quien domina Eurasia tiene en sus manos el destino del mundo”, asevera Spykman36. Sobre la base de esta percepción se levanta, en buena medida, la idea —que encuentra también inspiración, bien es cierto, en la obra de Mackinder— del containment, de la contención, otrora propuesta por George Kennan para hacer frente a la URSS.
Las organizaciones internacionales que Rusia promueve
Varias son las instancias internacionales que Rusia ha promovido en las tres últimas décadas. En este epígrafe prestaré atención, de forma muy somera, a cinco de ellas: la Comunidad de Estados Independientes (CEI), la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC), la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS), la Unión Económica Euroasiática (UEE) y el grupo de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica).
La CEI, en la que inicialmente se dieron cita todas las repúblicas federadas integrantes de la URSS excepto las tres del Báltico, vio la luz en diciembre de 1991 con el propósito principal de posibilitar la desaparición pacífica, y ajustada a normas, de la vieja Unión Soviética. En palabras de un analista de Izvéstiya, la CEI nació antes “por la imposibilidad de separarse que por el deseo de proseguir con una vida en común”37. No parece, con todo, que el objetivo mayor que acabo de atribuir a la Comunidad encontrase cumplida satisfacción, como lo vinieron a demostrar los numerosos conflictos que han jalonado la periferia de la URSS de antaño. Baste con rescatar al respecto los nombres de Transnistria, Osetia del Sur, Abjasia, Nagorni-Karabaj, Chechenia o Tayikistán, república esta que, como es sabido, acogió una guerra civil entre 1992 y 1997. Más allá de lo anterior, y hablando en propiedad, las señas de identidad de la CEI han sido siempre difusas: nunca se dotó de estructuras políticas comunes —aunque, ciertamente, nunca fue ése, tampoco, su propósito—, no permitió la aparición de proyectos económicos conjuntos y sólo durante un periodo de tiempo muy breve —sus dos primeros años de existencia— dispuso de un mando militar unificado encargado, en exclusiva, de facilitar la desnuclearización militar de Bielorrusia, Kazajstán y Ucrania.
La Comunidad de Estados Independientes ha sido, por lo demás, un ejemplo de libro de uno de los problemas que suelen acosar a los estados federales y a las confederaciones: el riesgo de que en su interior emerja un poder claramente emplazado por encima de los demás. En el caso preciso de la CEI ese riesgo se ha concretado, con toda evidencia, en Rusia, un país más grande, más poblado, más rico y militarmente más poderoso que todos los restantes miembros de la Comunidad en conjunto. No se olvide al efecto que Rusia heredó el 50 por ciento de la población, un 60 por ciento de la capacidad industrial y un 70 por ciento del territorio de la antigua URSS. No parece que la circunstancia que ahora me ocupa sea, sin embargo, la explicación mayor de la crisis que acabó por atenazar a la CEI. Esa crisis se explica mejor en virtud de una razón prosaica: Rusia ha encontrado instrumentos aparentemente más ágiles para hacer valer sus intereses. Las cosas como fueren, lo suyo es concluir que la CEI es, hoy por hoy, un proyecto fracasado, circunstancia constatada por el propio Putin en 2005 y ratificada por defecciones importantes como las protagonizadas por Georgia y Ucrania. No está de más recordar que, en esta estela, y en determinados momentos, han cobrado cuerpo también alianzas hostiles a Rusia, como la conocida con las siglas GUAM, que desde 1996 recogía los nombres de Georgia, Ucrania, Azerbaiyán y Moldavia, a los que poco después se agregó el de Uzbekistán (GUUAM).
Por lo que se refiere a la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, fue creada en 2003, integrada por varias repúblicas exsoviéticas que, a su amparo, sobre el papel se proponían luchar contra el terrorismo y el crimen organizado. En algún momento se manejó la idea de que la OTSC debía convertirse en una especie de OTAN del espacio postsoviético. Parece innegable, en cualquier caso, que Rusia ha procurado generar instancias que sirvan de contrapunto a la hegemonía occidental. Puede discutirse, sin embargo, si los resultados de esa política son los esperados en un escenario en el que acaso el mayor problema es la debilidad de muchos de los estados que se han sumado a las organizaciones promovidas por Moscú. Las cosas como fueren, la condición de miembro de la OTSC acarrea que los estados afectados no podrán unirse a alianzas militares y supone que una agresión contra uno de ellos se entenderá como una agresión contra todos los demás. Aunque la OTSC ha perfilado una fuerza colectiva de acción rápida para hacer frente al terrorismo, al crimen organizado, al narcotráfico y a las catástrofes naturales, también ha declarado su intención, de la mano de un proyecto de naturaleza delicada, de hacer frente al “extremismo”. Forman parte hoy de la organización Armenia, Bielorrusia, Kazajstán, Kirguizistán y Tayikistán, junto con Rusia, que ejerce una clara posición prominente. En todos los casos se trata, como puede apreciarse, de repúblicas exsoviéticas, lo que no ha impedido que en algún momento se barajase la posibilidad, bien es cierto que nebulosa, de incorporar a países como Afganistán, Cuba, Irán o Serbia. Azerbaiyán, Georgia y Uzbekistán se integraron en algún momento en la OTSC para después abandonarla.
Creada en 2001, la Organización de Cooperación de Shanghái agrupa a Rusia, a China y a todas las repúblicas del Asia central con la excepción de Turkmenistán, en tanto la India, Irán, Mongolia y Pakistán disfrutan de la condición de observadores, mientras Bielorrusia y Sri Lanka son “socios de diálogo”. Dos son los grandes cometidos asignados a la OCS. El primero se vincula con la seguridad. Hay quien habla al respecto, también aquí, de una OTAN del este, una de cuyas tareas principales sería la estabilización de Afganistán, con ganancias sobrevenidas para China en el Xinjiang. En la trastienda se barrunta el deseo de generar en el norte del continente asiático una suerte de arco de estabilidad que contraste con las turbulencias propias del área del Oriente Próximo y el Mediterráneo. Entre los objetivos primeros de la OCS se cuenta, de cualquier modo, la lucha contra “el terrorismo, el separatismo, el extremismo y el narcotráfico”38. El segundo gran cometido de la organización no es otro que la cooperación económica, una dimensión en la que los progresos parecen haber sido, con todo, escasos. Lo que a su amparo, y en este ámbito, se ha gestado remite ante todo a esfuerzos chinos encaminados a acrecentar la influencia económica en el Asia central, amparados a menudo en proyectos de mayor alcance, como el relativo a propiciar un rechazo del dólar como divisa internacional. Pareciera como si a Rusia le interesase más la dimensión de seguridad, en tanto China volcase mayores energías, en cambio, en la relativa a la economía.
A menudo se ha señalado que en el caso de la OCS se han revelado dificultades graves para sacar adelante los acuerdos, circunstancia que remitiría a un exceso de retórica que en algo recordaría a la empleada en su momento por la CEI. Son frecuentes al respecto, y en particular, las quejas de los dirigentes chinos ante la ineficiencia y la falta de compromiso de Moscú; en algún momento se ha hablado de la “paciencia estratégica” de Pekín ante la conducta rusa. Por lo demás, aunque la OCS tiene una ventaja innegable para Rusia, toda vez que en su seno no hay miembros disidentes —como los que supusieron Georgia, Ucrania, Azerbaiyán o Moldavia en el caso de la CEI—, a lo que se agregaría cierta posibilidad de control de Moscú sobre los movimientos de Pekín, en el Kremlin parece haberse asentado la percepción de que la organización es fundamentalmente un instrumento al servicio de la política china, hasta el punto de que, según alguna versión de los hechos, sería inevitable una colisión de los dos países dentro de la propia OCS.
No es infrecuente que se apunte que la Organización de Cooperación de Shanghái arrastra posibilidades de colaboración con la Unión Económica Euroasiática. Ésta, que cuenta con un antecedente en la Unión Aduanera que configuraron en 2010 Armenia, Bielorrusia, Kazajstán y Rusia, fue creada en mayo de 2014. En la UEE se dieron cita inicialmente Rusia, Bielorrusia y Kazajstán, a las que al poco se unieron Armenia y Kirguizistán. Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán son improbables candidatos a sumarse a la organización. Aunque en el trasfondo de la Unión Económica Euroasiática hay un designio obvio de contestación de la hegemonía norteamericana, la UEE, que es una instancia de carácter económico, como reza su nombre, no constituye en modo alguno una organización homologable a la OTAN. Si, por un lado, y por ejemplo, no existe una cláusula de defensa mutua, por el otro es obligado subrayar que son numerosos los contenciosos que separan a los estados miembros.
Al amparo de la UEE, Rusia defiende la configuración de una zona de librecambio que debería alcanzar al área de Asia-Pacífico y respalda, mal que bien, el proyecto chino de una “nueva ruta de la seda”, en el buen entendido de que en la agenda de la Unión no parece contemplarse una incorporación de Pekín. Más allá de lo anterior, la organización que me ocupa es una garantía de que los integrantes, caso de necesitarlo, podrán beneficiarse de precios más bajos en la adquisición de las materias primas energéticas rusas. Pese a las apariencias, y aun con todo, el PIB conjunto de la UEE es inferior al de Francia. Al igual que la CEI, o más aún, la Unión es, por lo demás, una instancia muy desequilibrada, en la que Rusia acarrea el 80 por ciento del PIB global y un 85 por ciento de la población.
Junto con Brasil, China, la India y Sudáfrica, Rusia es, en fin, uno de los países integrantes del grupo de los BRICS. Hay que admitir, sí, que la inserción de Moscú en ese grupo es problemática, toda vez que, hablando en propiedad, Rusia no es en modo alguno una economía emergente sino, antes bien, una economía tradicional que arrastra un sinfín de problemas. El hecho de que, pese a ello, Moscú sea un socio de pleno derecho de este grupo se explica tanto en virtud del designio, que afecta a todos sus miembros, bien que con intensidades diferentes, de plantar cara a la hegemonía comercial occidental como por el peso geoestratégico y geoeconómico de Rusia. Hablo —no se olvide— de cinco países de notables dimensiones, con peso en el conjunto de la población mundial, que disponen de importantes recursos en materias primas, que exhiben un crecimiento económico significativo y que desempeñan papeles centrales en los mercados de exportación. Se trata, por añadidura, de economías en expansión, cuyo tamaño podría dejar atrás pronto al de las economías capitalistas desarrolladas. En su diseño más hondo, en suma, los BRICS estarían acometiendo un intento de actualizar la realidad organizativa planetaria, sobre la base del designio de otorgar una influencia creciente a los países emergentes. Si bien es verdad que para Rusia el grupo que ahora me interesa exhibe una innegable ventaja, como es el hecho de que en él no hay ninguna representación de los países occidentales, lo suyo es reconocer que, pese a la retórica al uso, los resultados derivados de la configuración de una instancia común son más bien livianos y despunta el riesgo de que algunas de las rencillas que mantienen entre sí los estados miembros —China y la India, Rusia y China— le otorguen a esta alianza un carácter más pasajero de lo que una primera ojeada invitaría a concluir.
El euroasianismo
Aunque su ascendiente en términos de formulación de las políticas oficiales se halla sujeto a discusión, bien puede afirmarse que el euroasianismo es una de las formulaciones que mayor peso han alcanzado en los últimos años en los estamentos de poder en Rusia. Si bien es verdad que la disputa en lo que respecta a los perfiles del concepto en cuestión se desarrolló inicialmente en círculos intelectuales, con el paso del tiempo acabó por asumir una influencia decisiva en términos del diseño de la política exterior rusa, en particular cuando, a mediados de la década de 1990, Yevgueni Primakov asumió en Moscú la cartera de Asuntos Exteriores. Lo normal es que se entienda, en este mismo orden de cosas, que una parte significativa de los criterios avalados por el propio presidente Putin hunde sus raíces en una propuesta en un grado u otro euroasianista, en el buen entendido de que, en paralelo, el euroasianismo no es la única fórmula con la que puede vincularse el designio de reconstruir una gran potencia en Rusia. Agregaré, en fin, antes de examinar el perfil preciso de la propuesta que me ocupa, que el hecho de que Rusia haya perdido en 2014 buena parte de sus capacidades de control sobre Ucrania configura un problema grave en lo que atañe al despliegue del proyecto correspondiente.
Desde la perspectiva euroasianista, a Rusia debe asignársele una posición intermedia entre Europa y Asia, de la mano de un horizonte en el que se darían cita elementos eslavos y turcomusulmanes. Como tal, Rusia no sería en modo alguno una mera periferia europea, sino un recinto central al que se vincularía una “tercera vía” mesiánica que obligaría a esforzarse para “dejar de aprender de Occidente” y para rechazar el imperialismo derivado de la “identidad europea”39. El país sería entonces una instancia distinta tanto de “Occidente” como de Asia, una instancia que, a diferencia del paneslavismo, no prefiguraría ninguna comunidad de sangre y de religión. En este terreno, la propuesta euroasianista alguna relación guarda con la tesis huntingtoniana del “choque de civilizaciones”, en inicio bien percibida en Rusia por cuanto, al menos, permitía medio contestar otra tesis, la del “fin de la historia” de Francis Fukuyama, y preservaba para el país un papel importante en el mundo posterior a la guerra fría. Claro que, en una lectura diferente, el euroasianismo acarrea un proceso de fusión de identidades —ya lo he mencionado— que rompe con las fracturas de Huntington.
Bien es verdad que el euroasianismo plantea discusiones arduas en lo que respecta a cuáles son las entidades políticas llamadas a participar en el proyecto correspondiente. Quien pasa por ser el principal ideólogo del euroasianismo, Aleksandr Duguin, en modo alguno rechaza la independencia de los países bálticos o de Polonia, que entiende no forman parte del mundo euroasiático. Como mucho, y siempre en la percepción de Duguin, habría que discutir las fronteras de los estados afectados. A los ojos de este pensador, en Bulgaria, en Macedonia, en Montenegro, en Rumanía y en Serbia se reúnen a la vez elementos occidentales y euroasiáticos, circunstancia que, en buena ley, convierte sus territorios en escenario de disputa. Duguin no duda del carácter euroasiático de las repúblicas del Asia central, y atribuye la misma condición a Armenia y Azerbaiyán, aun cuando recela de la de Georgia. Ucrania, en suma, sería un país dividido entre una parte occidentalizada y otra euroasiática. Cierto es que, para hacer las cosas más complejas, Duguin no parece sentir ninguna simpatía por China y coquetea con la perspectiva de que Rusia busque apoyos en Alemania, al amparo de una tradición que, en un salto delicado, tendría uno de sus ecos en el pacto germano-soviético de 1939.
Daré, con todo, un paso más, en este caso para subrayar que, conforme a las percepciones al uso, existiría una suerte de “sistema de valores” euroasiático, que no estaría marcado por el espíritu capitalista, por el materialismo, por el racionalismo y por el individualismo característicos de la “civilización marítima anglosajona”. Frente a la modernización, la globalización, la ideología del progreso, el mercado y la letanía de los derechos humanos, el oriente euroasiático defendería la tradición y el conservadurismo, al amparo de una propuesta llamada a trascender posiciones ideológicas de izquierda o de derecha, o, en su defecto, capaz de exhibir manifestaciones tanto en la izquierda como en la derecha. Baste con recordar, en este orden de cosas, las adhesiones —una extrañísima amalgama— del propio Duguin, quien, en la izquierda en economía, partidario de la intervención del estado, en su caso socialista, consciente de la oposición entre capital y trabajo, rechaza de forma expresa, sin embargo, el “marxismo-leninismo”, el “comunismo” y la herencia de la etapa soviética, mientras defiende, por el contrario, un nacionalbochevismo en el que se revela una combinación de elementos fascistas, nazis y bolcheviques, merced a una lectura positiva de lo que fue el fascismo italiano y de lo que se antoja un designio de no denunciar en plenitud lo que significó el nazismo (del que Duguin condena, ciertamente, el racismo)... Para que nada falte, Duguin aprecia en Israel el peso de una saludable revolución conservadora, aun cuando rechace palmariamente a los judíos europeooccidentales, carcomidos, a su entender, por la miseria del capitalismo y del comunismo. Conservador en materia de valores, Duguin reivindica una combinación entre apertura y dinamismo, por un lado, y tradición y conservadurismo, por el otro; cree, por añadidura, en la superioridad del hombre sobre la mujer, identifica mercancías lamentablemente occidentales en el sexo, en la pornografía, en el feminismo y en la homosexualidad, y postula al cabo una sociedad falocéntrica y patriarcal. En modo alguno sorprenderá que el discurso de Duguin, extremadamente complejo, sincrético y controvertido, a menudo difícil de entender, haya hecho de su autor una figura que a duras penas puede servir de teórico fundamentador de posiciones precisas en el terreno político.
Sería un error, con todo, concluir que el euroasianismo acarrea una disolución de la identidad nacional rusa. La lectura más común estima, muy al contrario, que en la esencia de la propuesta está el designio de colocar a Rusia en un papel claramente prominente en un espacio geográfico muy atractivo e interesante. En esta dimensión, en muchos casos se percibe en el euroasianismo un proyecto neoimperial oculto tras una retórica aparentemente concesiva y tolerante. Lo que a la postre se defendería no sería sino un imperio euroasiático que, liderado por Rusia, discurriría desde el Adriático y el Báltico hasta el Pacífico. Un imperio, por añadidura, en el que Rusia debería recuperar su misión de faro, de “Tercera Roma”, una misión que, salvadas las distancias, asumió la propia URSS en relación con el “comunismo planetario”.
Es verdad que en la mayoría de sus manifestaciones, y al menos en el terreno formal, el euroasianismo abrazaría una versión, aparentemente civilizada, del imperio, de la mano de lo que a menudo se presenta como un federalismo descentralizador que, en el caso preciso de Rusia, aspiraría a afianzar una comunidad cultural entre los rusos y los no rusos que habitan en el país. El federalismo en cuestión sería respetuoso, por lo demás, de la autonomía de las diferentes culturas y del derecho de los pueblos a autoafirmarse como sujetos de su historia y a forjar de manera independiente su futuro, frente al universalismo occidental, que no acertaría a ocultar el designio de imponer la civilización subyacente. En paralelo, y de resultas, el euroasianismo sería portador de un enaltecimiento del principio de pluralidad de las civilizaciones.
Aunque la apuesta recién descrita supondría un rechazo del nacionalismo ruso y de la centralización aberrante registrada en la etapa soviética, no parece que falten las contradicciones en su aplicación. Hay que tener presente que Duguin —vuelvo sobre sus percepciones— considera que Putin es “un político respetuoso de las identidades, de las etnias y de las tradiciones”40, al tiempo que no duda en afirmar que el ejército ruso debería haber llegado hasta Tbilissi, la capital georgiana, en el verano de 2008. El propio Duguin no esconde su admiración por el presidente kazajo, Nursultán Nazarbáyev, y su proximidad a dirigentes autoritarios como los que encabezan las repúblicas centroasiáticas o Bielorrusia. La propuesta euroasianista mantiene, por otra parte, una relación ambigua con el islam. Si, por un lado, muestra cierta sintonía con el antimaterialismo comúnmente atribuido a éste, con su rechazo de la usura y del enriquecimiento privado, y con su contestación del modo de vida y de los valores occidentales, por el otro arrastra cierta conciencia de lo que supone determinado islamismo agresivo que pondría en jaque algunos de los cimientos del estado ruso y que, no sin paradoja, obligaría a éste a convertirse en una suerte de avanzadilla de Occidente. Oleg Serebrian ha sostenido, en un terreno próximo, que el apoyo de Turquía a un proyecto euroasianista le viene bien a Rusia, que podría beneficiarse de la imagen de una iniciativa plasmada en un vehículo con dos motores, en el buen entendido, claro, de que el ruso sería sensiblemente más potente41. Que China no se sienta atraída por la propuesta puede ser, también, una buena noticia para Moscú, que tendría así el camino expedito para sacar adelante sus percepciones e intereses.
Más allá de todo lo anterior, lo suyo es recordar que en Rusia no faltan críticos del euroasianismo que sostienen que la propuesta parece llamada a acabar con la identidad nacional rusa, en la medida en que hará que ésta se vuelque en provecho de un proyecto vaporoso que diluirá a los rusos en un espacio en el que la mayoría de la población será turcomusulmana. Hay quien enuncia la intuición, por otra parte, de que el relativo renacimiento de Rusia como potencia se traducirá en un progresivo abandono del proyecto euroasianista, convertido entonces en una especie de opción provisional y pasajera, sólo interesante en momentos de crisis y postración.
A estas alturas no es preciso subrayar, en fin, el carácter antioccidental de la propuesta euroasianista. Duguin considera que Putin es un euroasianista por fervor nacional, en virtud de la necesidad de dar réplica a la amenaza que supone el mundo occidental. Al cabo, y en este terreno, la propuesta euroasianista defendería una entidad geopolítica enfrentada a la potencia oceánica representada por EEUU. Sería la “potencia de la tierra” frente a la “potencia del mar”. Desde esta atalaya se sobreentiende que EEUU sigue considerando a Moscú como el mayor enemigo, no de resultas de una prolongación, o de una nostalgia, de la guerra fría, sino por efecto del singularísimo papel geopolítico, la potencia continental, que correspondería a Rusia.
Un imperio singular
Se ha señalado a menudo que el imperialismo ruso ha sido de siempre un imperialismo de continuidad, empeñado en la conquista de espacios colindantes, comúnmente poco poblados, frente a la lógica abrazada, en tierras de ultramar, por los imperios español, francés, holandés, inglés o portugués. Como es sabido, el imperio ruso acabó por exhibir, por añadidura, dimensiones gigantescas. Recuérdese al respecto, en singular, que la conquista de Siberia se verificó entre 1581 y 1639, y confirió a Rusia un territorio que a principios del siglo XVII equivalía al del conjunto de la Europa occidental. Un territorio, ciertamente, mal comunicado, en el que las dificultades en materia de transporte eran evidentes, a lo que se agregó el hecho, bien conocido, de que durante mucho tiempo el transporte terrestre resultó ser mucho más complejo y lento que el marítimo. La irrupción de los ferrocarriles, en el XIX, no vino a resolver, por lo demás, el problema. Para que nada faltase, la lógica imperial rusa se saldó en la metrópoli europea con un enriquecimiento débil, en cualquier caso mucho menor que el registrado en las potencias coloniales occidentales. Conforme a una visión común, los rusos de a pie a duras penas se vieron beneficiados por el despliegue de la lógica imperial que me ocupa.
Lastrado por muchas invasiones —polaca (1605-1618), sueca (1709), francesa (1812), alemana (1915), alemana de nuevo (1941)—, según una visión muy extendida el imperio ruso, y más adelante la propia Unión Soviética, tuvo un carácter fundamentalmente defensivo, de tal suerte que las posiciones de dominio de las que el país se benefició fueron el producto, las más de las veces, de respuestas a agresiones externas, como lo testimonia en singular lo ocurrido al finalizar la segunda guerra mundial. También es verdad, en paralelo, que al amparo de este escenario se hizo valer una estructura de poder hipercentralizada, que en buena medida bebió de la idea de que cualquier señal de debilidad provocaría un inmediato estallido. Merced a un proyecto de esa naturaleza se asentaron fórmulas políticas que bebieron de un mismo impulso. Baste con mencionar al respecto lo que significaron, según los momentos, el despotismo, la ortodoxia, la autocracia, el socialismo hipercentralizado u, hoy, la “vertical del poder”42. Lo anterior no impidió, con todo, que muchos de los instrumentos que guiaron la construcción imperial rusa fuesen similares a los que movieron las construcciones homólogas de los países de la Europa occidental: en una como en otras se dieron cita a menudo un espasmo religioso, la presunta superioridad del colonizador y, en último término, lo que quería ser una mission civilisatrice.
Pese a que la existencia de repúblicas presuntamente integradas de manera libre en la URSS hizo que ésta escapase al proceso de descolonización posterior a la segunda guerra mundial, es difícil ocultar el progresivo debilitamiento del imperio ruso y de su heredero soviético. Si el primero acogía en 1913 un 17 por ciento de las tierras existentes en el planeta, el guarismo correspondiente a la Federación Rusa era de un 13 por ciento a finales del siglo XX. Si el primero suponía en 1913 un 9,8 por ciento de la población mundial, en 1999 la cifra atribuible a Rusia se situaba en un 2,5 por ciento. Al retroceso en cuestión se sumaba la presencia, cada vez más notable, de rusos fuera de Rusia —en Ucrania, en las repúblicas bálticas, en Kazajstán— y de no rusos dentro de la propia Rusia, y en particular en el Cáucaso septentrional, en el Volga, en los Urales y en Siberia.
Salta a la vista que una de las disputas mayores del momento presente es la relativa a si la Rusia de estas horas es un imperio o, al menos, si en ella puede apreciarse una pulsión imperial. Admitiré que esa disputa se mueve en un terreno cenagoso. Una cosa es recordar, por ejemplo, que Rusia sostiene que determinadas áreas geográficas —el grueso de las que aportan las repúblicas exsoviéticas— configuran una zona de interés especial para Moscú, y otra cosa es aseverar que de lo anterior se deriva una apuesta imperial. Parece como si, de existir, el modelo que los gobernantes rusos desean aplicar se hallase a mitad de camino entre un horizonte y otro, de tal suerte que, al tiempo que Rusia no desearía reconstruir algo asimilable al imperio zarista o a la Unión Soviética, no por ello desdeñaría ejercer un control cierto sobre las repúblicas mencionadas, un control que en algo recordaría a la doctrina de la “soberanía limitada” que aplicó, varios decenios atrás, Leonid Brézhnev. A efectos de perfilar un escenario aún más complejo, es legítimo sostener que las acciones de las fuerzas armadas rusas en Georgia, en 2008, y en Ucrania, en 2014, obedecieron en buena medida al designio de hacer frente a lo que se entendía que eran amenazas externas urdidas por las potencias occidentales, y no a un impulso neoimperial propio.
Bobo Lo concluye que una de las maneras de resolver tantas dudas consiste en sugerir que Rusia es una especie de imperio posmoderno en el que los elementos materiales del imperio de antaño habrían desaparecido, en el buen entendido de que el “espíritu imperial” permanecería vivo o, más aún, habría experimentado un franco renacimiento43. Hay quien, como Celeste Wallander, ha hablado, en un terreno próximo, de la existencia en Rusia de un estado transimperial, un estado autoritario hipercentralizado y controlado por una elite que ejercería un “autoritarismo patrimonial”: el transimperialismo sería entonces un traslado, en el ámbito planetario, de ese autoritarismo patrimonial, materializado en una relación patrón-cliente44.
Sería un error concluir, sin embargo, que Rusia tiene hoy un plan bien perfilado en lo que respecta a lo que debe hacer en relación con los países de su entorno: son muchos los datos que obligan a certificar, antes bien, que los dirigentes en Moscú se han limitado a responder a unos u otros retos, según éstos se presentaban, al margen de cualquier proyecto maestro meticulosamente predeterminado. Pese a lo que sugieren muchos análisis, no parece, por ejemplo, que Rusia haya alimentado nunca plan alguno encaminado a proceder a una absorción de Ucrania. La propia anexión de Crimea se antoja, por lo demás, una decisión tomada sobre la marcha como respuesta —acabo de anotarlo— a determinados acontecimientos entre los cuales se contó la defenestración del presidente ucraniano Yanukóvich. Esto al margen, el propio Bobo Lo ha señalado que hay tres escenarios diferentes para la política rusa. El primero lo configuran Ucrania, Bielorrusia y Kazajstán, en donde se aplican con intensidad políticas más o menos tramadas y en donde se han hecho valer apuestas económicas importantes. Menor relieve corresponde al segundo escenario, articulado en torno a Azerbaiyán, Georgia, Turkmenistán y Uzbekistán. La política rusa, en cambio, sería poco activa en un tercer círculo del que formarían parte Armenia, Kirguizistán, Moldavia y Tayikistán.
El panorama presente queda bien retratado, de cualquier modo, de la mano del hecho de que la disputa sobre “zonas de influencia” a la que hoy asistimos afecta a las áreas colindantes con el territorio ruso, y no a las colindantes con el territorio norteamericano… Las cosas como fueren, es verdad que en Rusia se aprecia cierta tensión encaminada a preservar, siempre, una lógica imperial, al calor de una suerte de imperium perennum45. O, lo que es casi lo mismo, se revela el peso de una tradición muy fuerte que explica por qué ha resultado tan difícil la construcción de un estado no marcado, en un grado u otro, por la lógica del imperio.
¿Una nueva guerra fría?
Una de las discusiones principales, acaso la mayor, que suscitan las relaciones contemporáneas entre Rusia y las potencias occidentales asume la forma de una pregunta: ¿nos encontramos hoy ante una realidad comparable a la característica de la guerra fría librada entre, pongamos por caso, 1948 y 1991?
El pronto inicial de quien escribe estas líneas invita a responder, y con cierta rotundidad, que no, y ello al menos por tres razones. La primera subraya que los dos bloques teóricamente enfrentados comparten en sustancia el mismo sistema económico, bien que expresado a través de modulaciones eventualmente distintas. No parecen contender en el momento presente, en otras palabras, dos ideologías contrapuestas, y ello por mucho que se pueda jugar con descripciones varias que apuntarían lo contrario. Hay quien, así, quiere separar el orden liberal occidental de modelos “autoritarios” como el que, conforme a esta visión de los hechos, imperaría en Rusia, como hay quien sigue pensando que Putin es un “comunista” que encabeza un proyecto que ilustra que la URSS en realidad no ha desaparecido. En un sentido diferente, no falta quien asevera que el presidente ruso representa el vigor creciente de una suerte de nuevo conservadurismo. En algunos análisis es fácil apreciar, por lo demás, el designio de propiciar, forzando visiblemente la realidad, una colisión ideológica que oculta una y otra vez realidades que discurren por un camino distinto y que a menudo beben del pragmatismo, frecuentemente olvidado, de los gobernantes rusos del momento.
Un segundo hecho que invita a recelar de la metáfora de la guerra fría es el que da cuenta de la visible disparidad de capacidades que muestran los bloques sobre el papel enfrentados. Baste con recordar al respecto que el gasto militar de la Federación Rusa se halla muy alejado del estadounidense, al tiempo que hay varios miembros de la OTAN —así, Francia, el Reino Unido o Alemania— con gastos en defensa genéricamente asimilables al ruso. Con la misma vocación de comparación, no parece de más que agregue que varias docenas de estados han reconocido al Kosova independiente —al amparo de un proceso alentado fundamentalmente por las potencias occidentales—, en tanto los dedos de una mano sobran para identificar el número de países que han dado su visto bueno a las independencias de Osetia del Sur y de Abjasia, estimuladas por Rusia. Mientras el mundo occidental, en paralelo, ha preservado, y aun ampliado, su bloque militar, con la OTAN como buque insignia, nada homologable puede identificarse del lado de Rusia, cuya política exterior sigue teniendo un carácter fundamentalmente defensivo.
Agrego una tercera circunstancia importante: las señales de lo que hoy cabría entender que es una nueva guerra fría son, en términos de las relaciones externas de Estados Unidos y de Rusia, mucho más débiles que las que acompañaron a la guerra fría de otrora. La confrontación bilateral no es vital en la política exterior norteamericana del momento, y cabe discutir que lo sea —aunque aquí hay que admitir que las circunstancias son algo más complejas— en lo que atañe a la diplomacia rusa. No se trata, en cualquier caso, de una confrontación decisiva en lo que hace al escenario mundial considerado como un todo, a diferencia de lo que ocurrió con la guerra fría de antaño. Si esta última, por otra parte, se libró fundamentalmente en el sur del planeta, hoy no hay nada que recuerde a esa colisión. Fenómenos como los que ahora me ocupan hunden sus raíces en un hecho preciso: el panorama contemporáneo se ve indeleblemente constreñido por una dependencia mutua mucho mayor que la que se hizo valer en el pasado, en el marco de una economía planetaria más o menos globalizada y en el escenario que definen problemas que exhiben cierta dimensión común, como es el caso, por citar un ejemplo, de la amenaza que acarrearía el islamismo radical. Tampoco parece, en fin, que lo que se revela en estas horas se ajuste a lo que ocurrió antes de 1991, cuando la culpa de todo lo que sucedía la tenía en exclusiva la gran potencia rival, de la mano de dos proyectos que se antojaban manifiestamente irreconciliables. Las ganancias de una de las partes eran inevitablemente, por añadidura, pérdidas del lado de la otra, de tal forma que sólo tenía sentido esperar una completa derrota del rival.
Conviene, sin embargo, que explique por qué la respuesta que he hilvanado en los párrafos anteriores responde a lo que he descrito como un pronto inicial. Y es que hay un hecho que se manifestaba con fuerza, pese a las apariencias, en la guerra fría librada décadas atrás y que se revela con singular vigor en la confrontación que se abre camino en estas horas. Me refiero a la pervivencia, y en su caso al renacimiento, de viejas lógicas imperiales que pueden asumir, eso sí, perfiles más o menos nuevos. Cuando se piensa en la guerra fría de antaño, la primera imagen que se impone es la de una colisión entre ideologías y sistemas económicos. Esa colisión sirvió para ocultar que por detrás de los dos bloques enfrentados era sencillo identificar el aliento de lógicas imperiales que a menudo, y con demasiada prisa, se dieron por muertas. En el caso preciso de la URSS, esta última heredó buena parte de los espasmos dominadores del imperio zarista de antaño, de la mano de un fenómeno que encontró también, claro, su refrendo entre las potencias occidentales. Si se trata de rescatar un ejemplo tan cercano como contundente, no parece de más que subraye que en la crisis ucraniana de 2014, antes que identificar una genuina y dominante colisión ideológica, es fácil adivinar una confrontación entre dos impulsos que huelen a los espasmos imperiales de ayer. De lo contrario sería tarea ardua explicar por qué la Constitución de la república de Donetsk, lejos de asumir códigos que recuerden al “antifascismo” que algunos creen identificar, remite sin más al nacionalismo ruso, a los valores tradicionales, a la Iglesia ortodoxa y a la economía de mercado, esto es, a la misma síntesis que defiende Putin en Moscú. Y es que aún queda mucho trabajo que realizar para bucear en materia tan sugerente como es la que apunta el designio, visible en muchos lugares, de preservar una inercia orientada a mantener en pie muchos elementos del pasado. De ella bien sabe, por cierto, el complejo militar-industrial norteamericano.
El diseño general de la política exterior
Intento proponer en este epígrafe una consideración general de los rasgos de la política exterior de la Rusia contemporánea. El primero de esos rasgos asume la forma de un rechazo del unilateralismo occidental, acompañado de una defensa paralela de un mundo multipolar. Como puede colegirse, el propósito fundamental de esa defensa no es otro, al menos a título provisional, que dar réplica a la hegemonía norteamericana. En este sentido parece lícito adelantar que la posición rusa no se halla muy lejos, una vez más, del marco conceptual perfilado por Samuel Huntington de la mano de su tesis del “choque de las civilizaciones”, que habría dibujado varios “polos civilizatorios” contrapuestos. Pero esa posición reflejaría también el designio de hacer frente a la autoproclamada superioridad de los valores morales occidentales.
Bobo Lo ha remarcado, con todo, que la posición rusa lo es, en cualquier caso, en provecho de la multipolaridad, y no del multilateralismo: “Mientras el multilateralismo es inclusivo, la multipolaridad se define sobre la base de la exclusividad” y remite a una especie de “oligarquía global” —son palabras de Trenin— en virtud de la cual son las grandes potencias las que, de manera colectiva, dirigen los asuntos planetarios, con papeles menores asignados a los restantes países46. En este mismo orden de cosas, aunque Rusia defiende el principio de no injerencia, hace abstracción de éste cuando el gobierno de un país reclama una intervención foránea y cuando, en un ámbito más próximo, se hallan en peligro los intereses de la propia Rusia en los estados colindantes. En relación con esta última circunstancia —recuérdese lo ocurrido en Ucrania— se esgrimen al respecto explicaciones varias, entre las que se cuentan la que sugiere que en la Ucrania oriental hay una “guerra civil”, y no una intervención de Moscú, la que llama la atención sobre el hecho de que Ucrania no es sino una ficción estatal o la que invoca intereses vitales rusos vinculados con la seguridad propia. Aparte lo anterior, no está de más subrayar que hasta 2014 Rusia rechazó virulentamente el principio de libre determinación para pasar a defenderlo, repentinamente, en el caso de Crimea, sobre la base, bien es cierto, de la invocación del precedente generado en Kosova por las potencias occidentales.
La política exterior rusa otorga un importante papel, por otro lado, y bien que no sin contradicciones, al sistema de Naciones Unidas. Téngase presente que, mientras Rusia pretende enaltecer la condición de la máxima organización internacional, rechaza de plano considerar proyectos de reforma de aquélla que supongan un cuestionamiento de las prerrogativas al alcance de las cinco potencias que tienen puestos permanentes en el Consejo de Seguridad. Como mucho, pero con escaso entusiasmo, Moscú podría contemplar la incorporación de alguno de los BRICS —así, la India o Brasil— al Consejo en cuestión.
Abordaré una segunda dimensión importante de la política exterior rusa: el firme designio de controlar países cercanos que otrora formaron parte de la URSS, a menudo ejercido de la mano del enunciado propósito de defender los derechos de los rusos que viven fuera de Rusia. Estonia, Letonia, Ucrania y Kazajstán son escenarios principales de esa política. Aunque en términos estrictos el designio controlador que me ocupa no conduce al despliegue de una genuina lógica imperial, salta a la vista que Rusia reclama para sí un derecho de supervisión y de autorización cuando se abren camino cambios importantes. Es inevitable recordar, en este terreno, que George Kennan afirmó que “Rusia no tiene en sus fronteras sino vasallos o enemigos”47. Acaso cabe dibujar tres círculos —seguiré la consideración de Stent— en el abanico de preocupaciones de Moscú. El primero es el del antiguo espacio soviético, en el que Rusia —lo reiteraré— pretende seguir haciendo valer una esfera de influencia, de tal suerte que las instancias propias del mundo occidental, y en singular la OTAN, no puedan hacerse presentes en este ámbito. El segundo lo aportan China y, de manera más general, el mundo de los BRICS, con la voluntad, en la trastienda, de cuestionar la hegemonía norteamericana en el terreno comercial y en el político. El tercero, más vaporoso, lo configurarían espacios que antes de 1991 registraban cierta presencia de la URSS, en el Oriente Próximo, en África, en América Latina y en el sudeste de Asia. Esos espacios permitirían fortalecer la presencia planetaria de Rusia48.
Daré un paso más, el tercero, que me invita a sugerir que Rusia ha ido abandonando aquellos proyectos que parecían apuntar al fortalecimiento de instancias en las cuales Moscú entendía que había cierto equilibrio entre su influencia y la de unas u otras potencias occidentales. Tal es el caso de la Organización de Seguridad y Cooperación en Europa, la OSCE, una entidad que Rusia entendió, en la década de 1990, que no marcaba líneas divisorias, que tenía un carácter inclusivo y que podía convertirse en una genuina alternativa frente a la OTAN. Cierto es que las circunstancias que rodean a la OSCE en estas horas se han traducido en un curioso papel asignado a la organización por Moscú: aunque Rusia sigue mostrándose muy recelosa de las tareas de supervisión que la OSCE despliega en el terreno electoral, reivindica para ésta un protagonismo fundamental en un proceso tan relevante como podría ser la federalización de Ucrania. Bobo Lo ha subrayado, de cualquier modo, la reticencia de Rusia a asumir estrategias de genuina integración —en las diversas instancias europeas, en la comunidad euroatlántica o en la propia región de Asia-Pacífico—, en provecho de fórmulas de mera cooperación o asociación. A los ojos de los gobernantes en Moscú se estima, al parecer, que la integración acarrea una indeseable pérdida de independencia y de soberanía, y que está llamada a cancelar el vigor de elementos importantes de la especificidad propia49.
En un cuarto escalón, resulta inevitable recordar que la política exterior rusa aparece lastrada por lo que se antoja cierta indefinición de proyectos. Entre los horizontes concurrentes se cuentan como poco tres: si el primero se vincula con la construcción de un estado de vocación monoétnica que acoja a todos los rusos —una respuesta directa, a los ojos de los responsables del Kremlin, a un problema central—, el segundo es el del paneslavismo —disfruta hoy de un impulso limitado, con una Bielorrusia débil, una Ucrania perdida y una Serbia en la órbita de la UE— y el tercero el del euroasianismo, que en parte nace de la certeza de que no pueden reconstruirse, al menos en los mismos términos, las lógicas imperiales del zarismo y de la etapa soviética. Si, en relación con esto último, Polonia y Finlandia están irremisiblemente perdidas, otro tanto cabría decir —aunque en este caso con algunas cautelas— de varias de las viejas repúblicas federadas integrantes de la URSS, por mucho que Rusia quiera reservarse al respecto capacidades de control e influencia, ahora lejos, bien es cierto, de cualquier atavismo ideológico. Ante opciones tan diferentes como las tres mencionadas, y acaso ante alguna más, a duras penas sorprenderá que, pese a las apariencias, en Moscú se hagan valer amplias dosis de improvisación y de pragmatismo.
Formularé una quinta idea para subrayar que en Rusia se ha asentado la percepción, quizás en exceso optimista, de que el país ha salido definitivamente de la crisis de finales del siglo XX, de tal manera que es hoy una potencia en ascenso, cada vez más musculosa. En paralelo se ha ido apuntalando la convicción, muy extendida, de que Rusia desarrolla una función saludable en el planeta. En este contexto se sobreentiende que Moscú no debe asumir el papel de socio menor de nadie. Si en el pasado ese papel fue rechazado en relación con el mundo occidental, el designio es que se verifique el mismo rechazo en lo que respecta al futuro que a menudo se atribuye a China. En cualquier caso, subrayaré una vez más que en Rusia no se contempla una integración en el mundo occidental, posición fortalecida por el hecho, innegable, de que EEUU y la UE, o bien no tomaron en serio en el pasado ese horizonte, o bien colocaron a Rusia en una posición siempre marginal y secundaria. Ya he anotado que las concesiones, visibles, que esas potencias recibieron de Moscú en los años de presidencia de Yeltsin y en los primeros de la de Putin no recibieron ninguna recompensa. Añadiré ahora que la posición que me ocupa engarza con percepciones populares muy asentadas en Rusia. Baste con recordar que en 2012 un 73 por ciento de los rusos declaraba pensar que su país merecía más respeto en el escenario internacional.
En un sexto estadio, Rusia no tiene dudas en lo que hace a la hondura de la crisis que afecta al mundo occidental, con pérdida de protagonismo económico de éste en provecho, ante todo, del oriente asiático, y con problemas visibles en el terreno militar, como los que se han aireado en Afganistán e Iraq. La propia democracia liberal arrastra, desde la perspectiva que abrazan los gobernantes rusos, problemas graves en los lugares en los que vio la luz, y su expansión planetaria se antoja hoy mucho más problemática que hace unas décadas. Como es fácil intuir, lo anterior se ve acompañado de una crítica frontal de lo que Occidente significa. Esa crítica tiene como blanco mayor la política norteamericana, que en la percepción del Kremlin responde al designio de un aberrante unilateralismo, prescinde, cuando conviene, del derecho internacional, despliega agresivas intervenciones de la mano de la OTAN y no duda en pujar por la desestabilización interna de Rusia. Con frecuencia se recuerda en Moscú que Estados Unidos ha violentado repetidas veces una regla básica, cual es la que señala que, si se desean unas relaciones fluidas y equilibradas, no pueden asumirse medidas que reducen la seguridad de la otra parte. Las sucesivas ampliaciones de la OTAN ilustrarían fehacientemente, sin embargo, el vigor y la actualidad de ese tipo de medidas. Y otro tanto cabría decir de los pasos dados por las potencias occidentales en Georgia y en Ucrania. ¿No habría sido más inteligente propiciar una “finlandización” de estos dos países, que garantizase, por un lado, un amplio respeto por la libre decisión de sus habitantes y, por el otro, el designio de mantener los estados correspondientes lejos de la OTAN y de sus bases militares? ¿Es razonable, por otra parte, que en Washington no se haya acometido ninguna reflexión autocrítica en lo que respecta a la política desplegada en relación con Rusia en las tres últimas décadas?
Desde la percepción dominante en Moscú, EEUU no se contentaría con cambiar en uno u otro aspecto la política rusa: lo que desearía es acabar con el sistema existente en el país. Sobre esta base es muy frecuente que, en sus declaraciones, los portavoces del Kremlin identifiquen en la OTAN una instancia agresiva que atiende al propósito fundamental de arrinconar a Rusia y recuerden que sería preferible que la Alianza Atlántica se disolviese. En tal sentido, la política de Moscú ha procurado estimular las disensiones internas entre los rivales —en el marco, por ejemplo, de la UE o en el de la propia OTAN— y ha recordado a menudo que son varios los países europeos —por no hablar de EEUU— que están inmersos en conflictos bélicos más numerosos, y de mayor entidad, que los que tiene que encarar Rusia. Dados estos antecedentes, lo común es que se deduzca, de la mano de un argumento respetable, que, pese a las apariencias, la política exterior rusa es, como lo era la de la URSS durante la guerra fría, fundamentalmente defensiva y responde al propósito mayor de romper un cerco externo urdido por el mundo occidental. Parece servida, en fin, otra conclusión: lo que se hace valer en Moscú responde a una idea clara de lo que Rusia no desea ser, y no, en cambio, a un proyecto cristalino de lo que el país debe hacer.