CAPÍTULO 6

Un balance general recordatorio




1

Cuando se habla de Rusia es importante, siempre, referirse a la dureza de un escenario histórico y geográfico que ha marcado poderosamente la condición del país. Lo primero que conviene subrayar al respecto es que la cordillera de los Urales, que es el imaginario límite que separa Europa y Asia, nunca ha servido para impedir la llegada a Rusia de un sinfín de pueblos que, comúnmente con intenciones poco amistosas, procedían ante todo de las llanuras del Asia central. En paralelo, las propias llanuras centroeuropeas no fueron impedimento para la arribada de los ejércitos de Napoleón, en 1812, y de Hitler, en 1941. De resultas, no queda más remedio que dar la razón a George Kennan cuando en su momento afirmó que Rusia es un país inmerso en un “sentimiento congénito de inseguridad”, que, claro, mucho le debía a la geografía.

Esa inseguridad se vio fortalecida por un fenómeno importante: el hecho de que Rusia, a diferencia de Estados Unidos —separado por dos gigantescos océanos de las zonas de conflicto más calientes del planeta—, ha acogido en su territorio, en el último siglo y medio, un sinfín de conflictos bélicos extremadamente onerosos en términos de pérdidas humanas y de destrucción. Para ilustrarlo bastará con recordar lo ocurrido a lo largo de las dos guerras mundiales libradas en el siglo XX. Durante la segunda de ellas fallecieron 64 ciudadanos soviéticos por cada norteamericano, un dato, como tantos otros, visiblemente ninguneado en el mundo occidental. Según Matthieu Buge, si en 1945 un 57 por ciento de los franceses pensaba que el mayor mérito de la derrota de la Alemania hitleriana correspondía a la URSS, en 2015 un 52 por ciento atribuía esa condición a EEUU, luego —cabe suponer— de un formidable ejercicio de propaganda muy vinculado con el contenido de un sinfín de películas norteamericanas72. El propio Buge recuerda que la segunda guerra mundial se ha convertido en el mito fundador de la imagen de Estados Unidos como garante de la paz planetaria, en franco olvido de los negocios de empresarios norteamericanos con la Alemania nazi, de las razones que guiaron a Washington a entrar en el conflicto o del olvido de lo que se sabía que ocurría en Auschwitz73.

Un relieve no menor corresponde al clima. Volveré al efecto a una comparación entre Rusia y EEUU, y lo haré para recordar que la mayor parte del territorio norteamericano ocupa latitudes más meridionales que el grueso del territorio ruso. En Estados Unidos se registra una diversificación climática que permite albergar desde los rigores glaciales de Alaska hasta las cálidas temperaturas del Caribe, con consecuencias interesantes en términos de otra diversificación, ahora económica y comercial. Por el contrario, el hecho de que la mayor parte del territorio ruso se halle emplazada más al norte ha dificultado sensiblemente una diversificación como la descrita. El propio régimen de los ríos ha ayudado poco a Rusia. Mientras los ríos norteamericanos más importantes discurren de norte a sur, o de oeste a este, desembocan en mares cálidos y han podido ser empleados provechosamente en el terreno comercial, la mayoría de los ríos rusos relevantes —y en singular los siberianos— discurren, en cambio, de sur a norte, de tal forma que mueren en el océano Glacial Ártico y tienen una utilidad comercial muy limitada. Los problemas que la climatología y los ríos han supuesto para Rusia se han agudizado en el último cuarto de siglo, toda vez que, en sustancia, la desaparición de la Unión Soviética hizo que Moscú perdiese manifiestamente capacidades de control en países situados fundamentalmente al sur del suyo propio.

Pero Rusia tiene que enfrentar, también, un llamativo problema de ausencia de salida permanente a mares cálidos. Si el Ártico —con excepción del puerto de Murmansk— y el grueso de la costa del Pacífico —al respecto lo que ocurra con las islas Kuriles es vital— exhiben ese rasgo, el Báltico y el Negro son mares semicerrados en los cuales las potencias occidentales disfrutan, por añadidura, de una manifiesta hegemonía; para abandonarlos, en cualquier caso, es preciso cruzar estrechos hoy por hoy en manos de países más bien hostiles. Ello es así, significativamente, pese a que Rusia cuenta con 47.000 kilómetros de costa y 20.000 kilómetros de fronteras terrestres. El problema que ahora me atrae justifica en alguna medida que en Rusia se otorgue un singular relieve geoestratégico y geopolítico a lugares que conforme a una lectura más convencional no parecen tenerlo.

Añadiré, en fin, que aunque es lícito concluir que Rusia acoge en su territorio las mayores reservas planetarias de las materias primas más dispares, incluidas las energéticas, arrastra al tiempo el problema de la inaccesibilidad de muchos de los yacimientos, de su lejanía y de un entorno natural difícil, circunstancias que acaso explican por qué en el pasado la institución estado adquirió un relieve tan inusitado: la explotación de esos yacimientos a duras penas podía ser acometida por la iniciativa privada.

Sobre la base de datos como los recién manejados, parece servida una conclusión: a la hora de juzgar los diferentes sistemas políticos que se han sucedido en Rusia en los últimos siglos —el zarismo, la Unión Soviética, la realidad propia de la Rusia de estas horas— es importante tomar en consideración factores como los mencionados. Y es tanto más relevante hacerlo si lo que se desea es asumir una comparación con la naturaleza de Estados Unidos, un país visiblemente beneficiado por condicionamientos históricos y geográficos mucho más benignos.

2

Una de las tesis principales que he defendido en este libro es la que afirma que en Rusia despunta un poder mucho más débil de lo que las apariencias externas sugieren. Los medios de comunicación occidentales son comúnmente críticos con las políticas que abraza el actual presidente, Putin. No diré que las críticas en cuestión carecen de fundamento. Para justificar este reconocimiento basta con echar una ojeada al registro de Putin en lo que se refiere a derechos humanos, a lo sucedido en Chechenia o a un panorama social lastrado por desigualdades muy notables. Pero esos mismos medios dan por descontado, sin mayor discusión, que Putin es un dirigente fuerte que ha demostrado su capacidad a la hora de llevar a la práctica los proyectos que acaricia. Sobran los motivos, sin embargo, para recelar de esa conclusión. Putin no ha conseguido reenderezar convincentemente un maltrecho estado federal, no ha puesto firmes, pese a lo que reza la leyenda, a los inmorales oligarcas que en los hechos lo siguen dirigiendo casi todo, ha mantenido un panorama social —acabo de mencionarlo— caracterizado por desigualdades inquietantes, no ha cerrado convincentemente un conflicto ya atávico como es el de Chechenia y, de nuevo pese a las apariencias, no parece haber recuperado para su país un peso notorio en el concierto internacional. En este orden de cosas no está de más recordar que no faltan en Rusia quienes estiman que los problemas sólo empezarán a resolverse cuando desaparezca Putin del escenario, una idea muy similar a la que se hizo valer, por cierto, en los últimos años de presidencia de Yeltsin. Sería un error, por lo demás, concluir que el presidente ruso tiene un proyecto claro y cerrado, cuando todas las evidencias sugieren que improvisa con frecuencia, algo que contribuye a difuminar el rigor de cualquier pronóstico sobre el futuro.

En un terreno próximo, y para retomar una idea que ya he manejado, sobran las razones para dar por bueno que Putin no es en modo alguno un dirigente político que disfrute de plena autonomía a la hora de adoptar decisiones. Es evidente que está obligado a aceptar presiones tan dispares como las que llegan de oligarcas viejos y nuevos, responsables de repúblicas y regiones, militares, formaciones nacionalistas de uno u otro cuño, la Iglesia ortodoxa y, también, las empresas occidentales radicadas en Rusia. Encabeza, por otra parte, un sistema en el que los apoyos políticos están muy marcados por intereses económicos nada presentables y muy lastrados por los estragos provocados por la corrupción.

Tampoco hay muchos motivos para concluir que la diplomacia desplegada por Rusia se caracteriza por su habilidad y eficacia. Bobo Lo ha señalado que hay que alimentar muchas dudas en lo que hace a la inteligencia, en el medio y en el largo plazo, de políticas que a primera vista se antojan sagaces y productivas: el grueso del territorio ucraniano parece perdido para la causa, Bielorrusia y Kazajstán muestran un celo cada vez mayor en lo que atañe a su soberanía, la OTAN ha descubierto, bien que interesada y retorcidamente, un sentido para su pervivencia que antes visiblemente le faltaba o, en fin, la dependencia de Moscú con respecto a China anuncia tensiones en el futuro. Rusia es, además, un país rodeado de estados conflictivos, más bien recelosos y, en muchos casos, enemigos, por mucho que Moscú, en un grado u otro, los controle, bien que no precisamente a través de un “poder blando”. Por añadidura, Rusia disfruta de pocos aliados evidentes. La nómina correspondiente, que incluye los nombres de Bielorrusia, Nicaragua, Siria, Sudán, Venezuela y Zimba­­bue, no permite augurar un horizonte halagüeño para la diplomacia del Kremlin, que bien puede estar ganando algunas batallas a costa de perder, acaso, la guerra. El designio de recuperar un papel internacional de primer orden para el país reclama recursos que pueden empeorar, por otra parte, la situación interna y debilitar, paradójicamente, a Rusia. En singular, el creciente poderío militar anuncia una situación económica y social muy delicada que hace difícil imaginar que se asiente un proyecto genuinamente autónomo y de larga duración: la inserción en todos los ámbitos de la vida planetaria aconseja concluir que las posibilidades de ese proyecto son muy reducidas y que no resulta sencillo que, dadas estas condiciones, Rusia pase a encabezar un bloque ideológico vinculado con lo que a los ojos de Angela Stent sería una nueva “internacional conservadora”74.

Nada de lo anterior significa, con todo, que Rusia carezca de activos relevantes. El país dispone, así, de importantísimas reservas de oro y divisas, disfruta de un amplio excedente en la balanza de pagos y debe hacer frente a una deuda externa en modo alguno onerosa. Atesora al tiempo, según una estimación polémica, un 45 por ciento de las reservas internacionales de gas, un 25 por ciento de las de carbón y un 13 por ciento de las de petróleo. Pese a lo anotado unas líneas más arriba, tanto Rusia como China son estados que mantienen cierta independencia en el escenario internacional. En el caso de Rusia, en singular, se hace valer un general rechazo de la perspectiva de que una única potencia dirija omnímodamente el mundo. El sentimiento correspondiente conduce al desarrollo de políticas antihegemónicas que, al menos en términos retóricos, son más recias que las chinas. Conviene repetir, aun así, que la independencia de Rusia se ve sensiblemente mermada por la significativa inserción del país en la economía global.

3

De resultas de lo anterior, parece servida la conclusión de que no hay motivos para identificar en Rusia un patrón de moralidad y eficiencia en política, en economía y en lo que atañe a la organización social. La impresión general, antes bien, obliga a apreciar un modelo autoritario, poco atractivo, que arrastra alarmantes injusticias, escasamente eficiente y con una deriva hacia posiciones manifiestamente conservadoras.

Me limitaré en este caso a glosar una dimensión principal de la discusión correspondiente y recordaré que sorprende que un analista respetado como Chiesa vea en Rusia el fermento de un nuevo modelo económico y social, lúcidamente consciente de los límites del planeta y alejado de la lógica especulativa característica del capitalismo occidental75. Ningún indicador permite apuntalar semejante conclusión en un lugar en el que se barrunta con facilidad una nada estimulante combinación de oligarcas, agresiones medioambientales, extractivismo y militarismo. El propio Chiesa atribuye a Rusia la condición de país llamado a evitar que la locura de los otros conduzca a una tercera guerra mundial76 —de nuevo hay que aseverar que no hay ninguna señal sólida al respecto— y convierte a Moscú en adalid de la lucha internacional contra el terrorismo77, sin hacerse preguntas, como por lo demás ocurre con los neoconservadores norteamericanos, en lo que hace a las causas de éste y a la idoneidad del término que lo describe. Algunas de las opiniones que gloso olvidan palmariamente, en paralelo, que entre los gobernantes rusos se hacen valer reticencias visibles en lo que se refiere a la realidad del cambio climático, mal que bien identificado, a menudo, como una exageración occidental y, desde otra perspectiva, ya señalada, presunta fuente de bienestar a través de un incremento de la superficie agrícola o de la manifestación de oportunidades en lo que respecta a la ex­­plotación de recursos y al transporte en el Ártico.

No parece fuera de lugar, por otra parte, que llame la atención sobre el hechizo innegable que el “modelo chino” provoca en los gobernantes rusos. Se trataría, entonces, de restringir las libertades para afianzar el crecimiento económico, sin concesiones mayores a intereses foráneos. La apuesta por una modernización económica autoritaria se ve frenada, bien es cierto, por una clara conciencia de las dificultades de su aplicación en Rusia. Y por una no menos clara certeza de que hay graves problemas para determinar cuál habría de ser el arsenal ideológico —el euroasianismo no es una ideología— que Rusia se dispondría a defender. En el buen entendido, ciertamente, de que tampoco resulta evidente cuál es, pese a la retórica oficial, el que blande China.

Admitiré, aun así, que muchas de las carencias que acabo de identificar se ven mal que bien limitadas en sus efectos por el papel creciente que desempeñan los medios de comunicación rusos en el exterior. Algunos de esos medios colman, en un grado u otro, las demandas de muchos habitantes de los países occidentales que se sienten defraudados ante la miseria de sus sistemas políticos y ante las manipulaciones de los medios acompañantes. Es frecuente que los medios rusos, que acogen una mezcla de información seria y crítica, por un lado, y de noticias sensacionalistas, argumentos conspiratorios y, en dosis convenientes, propaganda putiniana, por el otro, ofrezcan algunas de las pocas posibilidades de información contestataria de las políticas de las potencias occidentales. Más allá de lo anterior, el aparato de comunicación ruso puede presumir de estar desarrollando de manera inteligente, y avanzada por cuanto prefigura tendencias del futuro, las posibilidades que ofrecen las redes sociales. En los últimos años se ha registrado una activa presencia rusa en el ciberespacio. Si en 2000 sólo un 2 por ciento de los rusos tenía acceso a Internet, en 2016 el porcentaje se elevaba a un 71 por ciento. El modelo correspondiente escapa, por lo demás, al control de empresas como Amazon, Apple, Facebook y Google, al amparo de emporios como los que han configurado Ozon, Vkontakte o Yandeks, muy presentes, por añadidura, en varias de las repúblicas exsoviéticas. El país parece haberse pertrechado, por otra parte, con herramientas significativas en materia de “guerrilla cibernética”, aun cuando la autoría de los ataques en cuestión esté sometida a controversias. Las crisis de Georgia en 2008 y de Ucrania en 2014 habrían sido, aun así, momentos relevantes en lo que respecta al despliegue de la “guerrilla” que me ocupa, que habría tenido acaso otra de sus manifestaciones en eventuales injerencias en la campaña presidencial norteamericana de 2016. Si hay, en suma, muchas razones para denunciar las manipulaciones a las que se entregan los medios rusos, sorprende que quienes han asumido con carácter monotemático semejante tarea no aprecien ningún problema en lo que hacen, con instrumentos de eficacia demostrada, el grueso de los medios occidentales.

4

Aunque nada está más lejos de la intención del autor que dar consejos a las potencias occidentales, y aunque personalmente las dos opciones que ahora formula le parezcan poco afortunadas, bien que por motivos distintos, parece obligado perfilar una pregunta principal: ¿qué interesa más a Occidente: una Rusia débil, sumisa, aislada y desmembrada o una Rusia razonablemente fuerte con la que se pueda negociar y que acarree menos problemas, amparada por una progresiva integración en procesos comunes? Creo que sobran los motivos para afirmar que el hostigamiento que Rusia padece en muchos ámbitos tiene consecuencias delicadas: propicia un enquistamiento de las posiciones en Moscú, siega la hierba por debajo de quienes en Rusia rechazan la confrontación, facilita un mayor acercamiento del Kremlin a China, genera un escenario cada vez menos predictible y, en términos generales, anuncia una etapa prolongada de tensiones que bien podrían ir a más. Si, por otra parte, ese hostigamiento produce los resultados apetecidos, es muy improbable que un progresivo hundimiento de Rusia mejore sus relaciones con el mundo occidental; más razonable se antoja afirmar lo contrario. Cierto es, en paralelo, que la propia expresión “mundo occidental” arrastra más de un equívoco. Baste con recordar al respecto que Rusia es para la Unión Europea una materia mucho más sensible e importante que lo que lo es para EEUU. Esto al margen, hay que reconocer, también, que determinado tipo de aproximación entre las partes —Occidente y Rusia— puede tener dimensiones muy delicadas, como las vinculadas, sin más, con un acercamiento verificado sobre la base de la lucha contra el terrorismo o sobre la de una prosaica defensa, frente a terceras partes, de intereses comunes.

Rescataré, con todo, tres dimensiones relevantes presentes en estas disputas. La primera remite al estímulo que las políticas occidentales encaminadas a debilitar a Rusia pueden tener, con efectos paradójicos, sobre los flujos autoritarios en esta última. Esas políticas han generado un escenario inabordable para quienes, en Rusia, simpatizan con el mundo occidental, colocados ante actitudes y medidas a duras penas defendibles delante de la opinión pública local. Y eso que, como bien lo recuerda Edward Lucas, “el antinorteamericanismo ruso es suave comparado con la profundidad de ese sentimiento en supuestos aliados de Estados Unidos como Turquía, Pakistán, Francia, Alemania o el Reino Unido”78. No sólo se trata, claro, de lo mencionado: las políticas que me ocupan han propiciado que segmentos importantes de la sociedad rusa cierren filas en torno a Putin y su aparato de poder.

Conviene llamar la atención, en un segundo estadio, sobre la manifiesta inviabilidad del proyecto de aislamiento: “En este mundo globalizado es imposible aislar a Rusia. Rusia es demasiado grande, es demasiado rica y está demasiado interconectada”, ha recordado Stephen F. Cohen79. Y es que hablamos de un país que, tal y como lo sugiere Lo80, a duras penas puede vivir aislado, habida cuenta de su ubicación geográfica, de la asunción por sus elites dirigentes de que se trata de una gran potencia y de su dependencia con respecto a las exportaciones de materias primas energéticas. Todo lo anterior coexiste, bien es cierto, de manera conflictiva con una tradición de sospecha hacia lo que llega del exterior. Ya he tenido la oportunidad de subrayar que, aunque hay una parte de verdad en la afirmación de que Rusia y China son los dos únicos países capaces de mantener cierto grado de independencia con respecto al mundo occidental, esa independencia tiene, pese a todo, y a tono con el argumento que ahora empleo, un carácter limitado.

En un tercer escalón parece obligado mencionar que el riesgo de una confrontación franca y abierta entre Rusia y el mundo occidental se antoja reducido. Ello es así por mucho que menudeen las paradojas. Hay quien sostiene, por ejemplo, que la debilidad general de Rusia invita a despreciar un tanto su capacidad de provocar problemas para el mundo occidental, que quedaría entonces inmerso en una contradictoria combinación de desprecio ante el rival y de liviandad de respuesta ante sus acciones, como lo habrían ilustrado las graves dificultades para hacer frente a pasos como los dados por el Kremlin en Abjasia, Osetia del Sur, Crimea, Lugansk y Donetsk. La propia política norteamericana es cualquier cosa menos clara: si parece cierto que, por un lado, Rusia es percibida como un competidor menor, por el otro Moscú se pre­­senta a menudo como una amenaza que reedita mu­­chos de los códigos de la guerra fría. En este orden de hechos, hay quien ha señalado que aunque Rusia no está en condiciones de liderar una coalición antinorteamericana, no por ello le faltan oportunidades de colocar en situaciones delicadas a Estados Unidos.

Pero, y vuelvo al argumento principal, en el mundo occidental son pocos, en realidad, los que piensan que hay una genuina “amenaza rusa”. En el peor de los casos, lo que se adivina es un esfuerzo de Moscú encaminado a controlar territorios limítrofes con el propio, un esfuerzo que a duras penas puede entenderse como una amenaza global que ponga en peligro la seguridad de la UE o de EEUU. Esto al margen, no hay ningún dato sólido que invite a concluir que el Kremlin se apresta a repetir una operación como la de Crimea en 2014. Llamativo es, en este mismo terreno, que el impresionante arsenal nuclear ruso no resulte una fuente mayor de preocupación para Occidente —se sobreentiende que Moscú es, al menos en ese ámbito, un agente de conducta racional—, en tanto sí lo son, en cambio, los arsenales, reales o potenciales, de países menores como Irán o Corea del Norte.

Mucho tendrían que cambiar las cosas para que se registre un conflicto bélico abierto entre Rusia y las potencias occidentales. El fortalecimiento militar de la primera tiene poco que ver con la perspectiva de un conflicto de esa naturaleza, y mucho con el designio de controlar el “extranjero próximo” y, al tiempo, alejar la frontera con eventuales rivales. No se olvide al respecto que las fuerzas armadas rusas desplegadas en el exterior se en­­cuentran en territorios limítrofes, o paralimítrofes, con el de la propia Rusia, como lo atestiguan los casos de Trans­­nistria, en Moldavia, Bielorrusia, el Cáucaso —Ab­­jasia y Osetia del Sur, Armenia— y el Asia central —Kazajstán, Kir­­guizistán y Tayikistán—. Ello no es óbice para que Moscú haya ampliado un tanto, merced a despliegues navales y aéreos, su presencia en espacios algo más alejados, como lo ilustraría el ejemplo de Siria. No parece, aun así, que sean suficientes elementos para despertar una inquietud merecedora de tal nombre, tanto más cuanto que las dos partes implicadas conocen los riesgos que correrían y, con las armas nucleares de por medio, saben cuáles son las líneas rojas que no es razonable sobrepasar.

5

Abriré un breve espacio para glosar, con todas las cautelas imaginables, lo que puede significar, en lo que a la inserción de Rusia en el planeta se refiere, el acceso de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos. Una primera apreciación invita a certificar que, pese a lo que han señalado tantos analistas, las trayectorias vitales de Trump y de Putin son extremadamente diferentes: ¿qué similitud podrían mantener un empresario de éxito y un oscuro funcionario del KGB, el estilo chabacano que caracteriza tantas veces a Trump y la aparente sobriedad de Putin? Si conviene recelar, también, de la aseveración, relativamente común, que sugiere que los dos presidentes se han enfrentado con rotundidad al sistema que heredaron, salta a la vista, por otro lado, que uno y otro estiman que su contraparte es un verdadero líder, decidido y consecuente, que dice lo que piensa y no se arredra. La relación aparentemente cordial que han desplegado las dos figuras tampoco es, en fin, singularmente sorprendente. No está de más subrayar que el presidente ruso ha mantenido vínculos sólidos con responsables políticos como Merkel, Sarkozy y… Berlusconi. Para que nada falte, en suma, parece obligado recordar que Trump y Putin —francamente testosterónicos ambos y jacobinos a carta cabal— comparten muchas ideas sobre la familia y la religión, sobre la amenaza terrorista y, aunque esto no sea tan evidente, también sobre la inmigración y sus efectos.

Varios son los factores, todos razonablemente importantes, que vendrían a explicar por qué, y al menos hasta el momento presente, hay cierta sintonía entre Trump y Putin. Uno de ellos es, a buen seguro, la identificación de un enemigo común en la forma del islamismo violento o, si se trata de concretar más el objetivo, del Estado Islámico. Otro lo aporta el hecho de que a Trump le preocupa mucho más China que Rusia, lo que coloca a ésta en un papel discreto, de beneficioso segundo plano, en lo que se refiere a las dimensiones más agresivas de la política norteamericana. No se olvide al respecto que Rusia protagoniza sólo un 1 por ciento del comercio exterior estadounidense, frente al 13,5 por ciento que corresponde a China. Agregaré que, en un terreno próximo, la trayectoria personal de Trump es la de un empresario pragmático, circunstancia ventajosa para Rusia, tanto más si partimos de la certificación de cuál es la condición de una relación bilateral marcada, en los últimos años, por sanciones y desencuentros. Concluiré con el recordatorio de que, al menos sobre el papel, el nuevo presidente norteamericano sólo está dispuesto a intervenir en aquellos lugares en los que los intereses estadounidenses están en juego, apuesta que, según una interpretación de los hechos que hay que admitir que es controvertida, y desde determinada perspectiva, podría dejar desguarnecidas a Ucrania y a las repúblicas bálticas.

Es verdad, con todo, que la aparente sintonía de Trump y Putin en lo que hace a la defensa de una soberanía sin injerencias, y a la postulación paralela de los intereses nacionales respectivos, incorpora con certeza dosis ingentes de retórica que ocultan que, por ambas partes, pero singularmente del lado de EEUU, bien puede haber una lectura nada restrictiva de lo que son esos intereses nacionales recién mencionados. Si este diagnóstico es certero, y a su sentido de fondo se suman los efectos de la presión que el establishment político y económico estadounidense desarrolla sobre Trump, parece servida la conclusión de que es fácil que la aparente luna de miel que EEUU y Rusia mantienen en estas horas se diluya en provecho de mecanismos de relación más conocidos y menos amistosos. Así lo invitan a augurar, por cierto, la apuesta del presidente norteamericano por un sustancial incremento del gasto militar en el mundo occidental y el designio de reflotar, en paralelo, la Organización del Tratado del Atlántico Norte.

6

Buena parte de la argumentación incluida en esta obra se asienta en una lectura de los hechos que es diferente de la que comúnmente se hace valer entre nosotros. Si esta última bebe de la idea de que sean cuales sean los defectos de los sistemas occidentales éstos son claramente preferibles al imperante en Rusia, la que aquí se defiende sugiere que la comparación anterior obedece casi siempre, e infelizmente, al designio de lavar la cara a esos sistemas, que muestran con claridad cada vez mayor sus dobleces, revelan el ascendiente notabilísimo de poderosas corporaciones económico-financieras y no dudan en hacer uso de la fuerza, una y otra vez, para imponer sus intereses en los cinco continentes.

Permítaseme que dedique unas líneas, pocas, a clarificar cuál es mi visión en lo que respecta a la condición de los sistemas occidentales. Diré, de manera somera, que éstos se asientan en una franca primacía de los intereses, y de la violencia, sobre los principios, al amparo de un poder político sometido a la férula de las grandes empresas, con el concurso anestesiante de la farsa de la democracia representativa y de la mano de una manipulación constante, y eficiente, de la “opinión pública”, rasgos todos ellos que obligan a preguntar en dónde habrán quedado la libertad y la justicia que se nos prometían.

Una de las tramas en las que encuentra reflejo fidedigno todo lo anterior es la vinculada con eso que ha dado en llamarse “globalización”. Al calor de la globalización capitalista han ganado terreno realidades inquietantes como las relativas a una primacía radical de la especulación, a la formidable aceleración experimentada por los procesos de fusión de capitales, a cotas inimaginables de explotación de los trabajadores, a la deslocalización de empresas enteras, a una general desregulación y, en suma, al crecimiento espectacular experimentado por las redes del crimen organizado. La globalización que se ha revelado a caballo entre los siglos XX y XXI no ha sido, por lo demás, un proceso uniforme e igualitario. Se ha manifestado, antes bien, con arreglo a normas e intensidades distintas en las diferentes regiones y —diga lo que diga la propaganda al uso— no ha mitigado en modo alguno el peso de lacerantes desigualdades que se manifiestan hoy en el hecho de que la mitad de la población planetaria se vea condenada a malvivir con menos de dos dólares cada día, mientras las grandes fortunas y las empresas acompañantes han me­­jorado sensiblemente su posición. No está de más agregar que de adquirir carta de naturaleza los proyectos de carácter proteccionista, y entre ellos el que se atribuye a Trump en Estados Unidos, no anuncian ninguna perspectiva creíble de encaramiento de los problemas vinculados con la desigualdad y la pobreza. Tras ellos no se aprecia otra cosa que la búsqueda de fórmulas nuevas de despliegue de los intereses de las empresas mencionadas.

La textura de fondo del capitalismo liberal, o neoliberal, reclama del a menudo paradójico concurso de poderosas estructuras militares de las que el mayor ejemplo es, sin duda, la Organización del Tratado del Atlántico Norte. En la etapa posterior a la quiebra de la confrontación en­­tre bloques, la OTAN se ha entregado a un intervencionismo desbocado que unas veces ha respondido al propósito de garantizar el control de materias primas muy golosas y otras ha obedecido al objetivo de castigar a quienes se atrevían a exhibir algún tipo de disidencia. Hace tiempo, por cierto, que la OTAN decidió prescindir por completo de la ya de por sí magra legalidad internacional, en el buen entendido de que es verdad que comúnmente las potencias occidentales no mueven fronteras ni anexionan países: se limitan a asolarlos. Parece, por lo demás, que la condición democrática de esas potencias exime de explicar sus atropellos, comúnmente bien ocultados por una formidable maquinaria de desinformación. No hay mejor ilustración, en fin, del poderío militar occidental que el que aporta un dato preciso: Estados Unidos cuenta hoy con casi 700 bases en el exterior, ubicadas en 130 países.

Parece obligado agregar que el concepto del que hemos echado mano varias veces —las “potencias occidentales”— tiene una vocación precisa: la de recordarnos que no hay motivos sólidos para distinguir, en esta trama, a Estados Unidos y a la Unión Europea. Si en el pasado ésta mostró un modelo económico y social en algún grado diferente del imperante en Estados Unidos, las señales de ese modelo independiente se han ido diluyendo, de tal suerte que hoy Bruselas y Washington muestran coincidencias abrumadoras en todos los terrenos importantes. A duras penas podía ser de otra manera cuando la UE sigue arrastrando, en materia de política exterior, una franca sumisión a los intereses de EEUU. En semejante escenario bueno será subrayar que Latsa recuerda, por una vez con buen criterio, que son muchos los rusos que se sienten europeos, pero que en modo alguno identifican “Europa” con “Occidente”81. Acaso habrá que apostillar que el servilismo de la UE para con EEUU bien puede provocar un alejamiento de la opinión pública rusa con respecto a la propia “Europa”, cada vez más subsumida en los códigos ideológicos, y en las presunciones, que rodean al concepto de “Occidente”. En este marco es obligado señalar, por añadidura, que cada vez son mayores las dificultades que se revelan a la hora de explicar el significado del concepto, muy difuso, de “Este”. Malashenko afirma que parece remitir, sin más, a “lo que no es Occidente”82.

Si el diagnóstico que desarrollo en los últimos párrafos se ajusta, siquiera moderadamente, a la realidad, no deja de sorprender el asentamiento, entre nosotros, de una actitud plasmada en la negación palmaria de que existan problemas, y no precisamente menores. Pareciera, sin embargo, como si a los ojos de la mayoría de los expertos al uso no hubiese ningún retroceso mayor en materia de derechos y libertades, no se manifestasen tesituras inquietantes de resultas del control de los medios de comunicación por los poderes tradicionales, no despuntase motivo alguno para preocuparse por la férula ejercida por las grandes empresas, no mereciese mayor atención la lacra, creciente, de la corrupción y no tuviesen ninguna importancia las guerras de rapiña ocultas bajo la trampa del intervencionismo humanitario. Pareciera como si el discurso liberal se encontrase, pues, en el mejor momento, de tal suerte que sólo hubiese de hacer frente, en el peor de los casos, a pecadillos menores.

Un sinfín de datos obliga a recelar, sin embargo, de semejante conclusión. En ausencia de un enemigo palpable al que pueda atribuirse la culpa, salta a la vista que la crisis del capitalismo contemporáneo es producto de sus propias disfunciones y miserias, muy a menudo vinculadas con la locura de un modelo especulativo y cortoplacista. De resultas, lo que se antojaba el fin de la historia ha acabado por asumir derroteros bien diferentes, como los que hablan de la desaparición de esa formidable ficción que han sido los estados del bienestar, del asentamiento de nuevos y activos competidores (China), de la aparente resurrección de viejas lógicas (Rusia) o, en un terreno más inquietante, de las secuelas de la crisis ecológica —en la que se dan cita las supersticiones que acompañan al crecimiento económico, los efectos del cambio climático y las secuelas esperables del agotamiento de todas las materias primas energéticas que hoy empleamos— y de un colapso general fácilmente imaginable. Este último, en particular, obliga a preguntarse por lo que está llamado a ocurrir con los integrantes de las generaciones venideras y con muchos de los habitantes de los países del Sur, por la perspectiva de un renacimiento de la sociedad patriarcal y por los derechos de las demás especies con las que, sobre el papel, compartimos el planeta. Más allá de lo anterior, la discusión sobre el colapso pende, como una ecuación sin resolver, sobre muchos de los pronósticos que se interesan por nuestro futuro. Si algunos de los estamentos más lúcidos y prospectivos del capitalismo realmente existente empiezan a coquetear con un horizonte de ecofascismo, no hay ningún motivo para concluir, infelizmente, que Rusia dispone de un proyecto alternativo. Parece que tenían toda la razón quienes, en los años iniciales de la vida de la Rusia independiente, a principios de la década de 1990, cayeron en la cuenta de que todo lo que la propaganda soviética afirmaba sobre la URSS era mentira, pero, desgraciadamente, todo lo que esa misma propaganda aducía sobre las miserias del capitalismo occidental era verdad.