Uno quisiera creer que es fácil distinguir a un detective, uno real, por el aura romántica que lo envuelve.
Qué va. Ni sombrero Fedora calado hasta las orejas, ni gabardina, ni un mísero cigarrillo colgando de la punta de los labios. Y cuando, además, cae una ligera lluvia como la de este momento y uno se encuentra enfundado en la misma ropa del día anterior —pantalones de pana desgastados, zapatos de gamuza, playera sin planchar y chamarra de la Universidad Nacional—, pareciera que el meterse a esto de detective es opción sólo cuando las chambas de taxista o de taquero no dieron resultado. Ni whisky en la bolsa de la chamarra. Ni una rubia misteriosa detrás de tu único caso.
Hacer la guardia frente a una vecindad tepiteña. El vocho a la vista. Esperar la señal de que el caso está cerrado, lluvia y todo. Eso te define. Un miserable día de trabajo. Como para que pasara un encuestador de ésos de la tele y preguntara: ¿Y usted, es población económicamente activa? Claro. ¿Y a qué se dedica? Yo, a detective, ¿qué no ve? Ah sí, claro, usted disculpe, se me peló su aura romántica.
Saco de la bolsa trasera de mi pantalón la foto de la Lágrima del Buda. Y suspiro. Si todo sale bien, en dos horas estoy con el patrón, en tres con mi vieja, a’istá lo de la méndiga fiesta de quince años de la Beba, pa’ que dejen de estar fregando, en cuatro sentándome a la computadora, la página en blanco —la pantalla en blanco— y en cinco, dándome vuelo en la tecleada.
Suena el celular, mi celular que ni mío es sino del señor Kosta. “Para que estemos en constante comunicación, profesor.” Y no, tampoco hay pistola en la sobaquera ni nada. Con lo caras que están las balas.
—Señor Kosta.
—Profesor. ¿Tiene noticias?
—No. Pero estamos a punto. Si todo sale bien… si todo sale bien…
No me lo esperaba, la verdad. Antes de las ocho de la mañana no hay venta. O casi nunca. Y el individuo que acaba de entrar a la vecindad…
—¿Pasa algo, profesor?
—Yo le llamo en un ratito, señor Kosta.
A tan temprana hora es imposible, pienso, que alguien entre a comprar droga, fayuca, yombina, pornografía. Pero no puede ser más que un cliente, a pesar del gran abrigo negro. O quién sabe. A ver si no resulta que habemos varios tras la misma cosa.
Sigo con la mirada puesta en las puertas y ventanas de la vecindad, en el piso superior, donde se supone que está la Lágrima del Buda. Tengo un mal presentimiento. Mis judas tendrían que dar la cara para hacerme ver que hay problema. Si hay problema, claro. Pero, a estas alturas, ya tendría que oírse el alboroto.
Abro la puerta del vocho y saco uno de mis libros. Me pongo a leer, como si con eso pudiera ahuyentar el mal presagio. Algún detective en alguna novela hará lo mismo, pienso para consolarme, aunque se le pringuen las hojas de minúsculas gotitas de lluvia y se le apague el cigarrillo que (se supone) le cuelga de la orilla de los labios. Algún detective. Richard Madden, por ejemplo.
Cierro el libro. Miro mi reloj. Ya se retrasaron. A esta hora ya debería haber empezado el escandalazo. Saco el estado de cuenta de la tarjeta de crédito para seguirlo estudiando. ¿Doscientos cuarenta y ocho nuevos pesos de un desayuno en el Vips? Saco la pluma y lo subrayo, igual que hice con los ciento treinta del Suburbia, yo sobándome el lomo en el trabajo y ustedes dándose vida de reinas, Olivia, no hay que ser.
Entonces, inicia el argüende. Se alcanza a escuchar el relajo hasta mi esquina. Pienso en mis judas haciendo su chamba para crear la confusión. Aviento el libro al interior del vocho. Espero su señal.
Y espero.
Y espero.
En vez de aparecer cualquiera de los tres que tengo pagados para decirme que puedo entrar, subir las escaleras, abrir la puerta, señorita, usted tiene algo que le pertenece a mi patrón, démelo y nadie saldrá lastimado, tonterías de script pues, que ni a pistola llego, surge por la ventana el cliente, el de la facha de cliente, su gran abrigo negro. Que se asoma. Que mide la altura. Que se descuelga hasta la calle. Que se echa a correr por todo el eje. Y yo, como un imbécil, con un estado de cuenta lleno de anotaciones entre las manos, sin haberle podido ver la cara, siquiera. La verdad, no me imagino ni a Hammer ni a Spade ni a Marlowe subiéndose a un vocho a la carrera y mentando madres porque la porquería de carcacha no arranca.