PUT OUT THE FIRE

—La verdad ya estoy hasta la madre de ustedes —dijo la Niñera después de horas de no hablar para nada. Desde que pasaron Junction no había dicho nada nadie. Ni siquiera Bronski, que se la había pasado suplicando por agua y ranitidinas, se había animado a decirle nada a la Niñera cuando atravesaron Fort Stockton.

—Viceversa, cabrón —contestó Patrocinio, nomás por no dejar.

El paisaje llevaba mucho tiempo de ser tan idéntico que mareaba: pura aridez, puro amarillo y marrón recortado de azul.

—Cámbiale a la música, ¿no, Nana? —dijo por fin Bronski desde el asiento trasero—. De veras, ya estuvo bueno de lo mismo. De todos modos esto ya está a punto de acabarse.

—De valer madre —corrigió la Niñera.

—Pues eso.

Miró la aguja del velocímetro: 95 millas constantes. No podía pasar mucho tiempo para que encontraran el transporte de Healthy Meat. No podía pasar mucho para ya encontrarle fin al asunto. Tampoco podía pasar mucho para que otras patrullas se les pegaran como la cola de un cometa y el asunto se terminara —valiera madre— antes de lo previsto.

—Parece que no les queda claro que ustedes de todos modos están muertos, cabrones —dijo la Niñera—. Qué más les da lo que oigan. Es más, hasta les debería dar gusto oír todavía lo que sea. Al rato no van a oír ni a los gusanos que se les metan a las orejas para tragárselos por dentro.

Patrocinio acarició en su mente la idea de agarrar el volante y arrebatárselo. Pero ya había tentado demasiadas veces al demonio; ya había hecho demasiadas pendejadas. De hecho, escuchó en su cabeza: Ya has hecho demasiadas pendejadas, pinche Patrocinio. No le costó mucho trabajo imaginar el brazo del tatuaje con el hombre toro volverse un puño y hundirse en su pómulo izquierdo.

—Es ése. ¿O no? —preguntó la Niñera, señalando la parte posterior de un tráiler que adelantaba a la patrulla por unos cien metros.

—No sé, Gorilón. Desde dentro no se veían muy bien las placas.

—No te hagas el chistoso, cara de chivo.

La Niñera empujó el pie del acelerador hasta el fondo y consiguió ponerse a la par del tráiler. El güero color camarón, como era de esperarse, se asustó al reconocer a Patrocinio. Shit, dijo, pero nadie más que el pollero lo escuchó. El pollero, de hecho, dijo algo similar. Dijo: Chingada madre. Y luego: Tú síguete, pinche Bob, no hagas caso o nos carga.

—Diles que se detengan, cabrón —urgió la Niñera a Patrocinio.

No hubo modo. El güero también sabía meterle al fierro. En un ratito se despegó de la patrulla.

—Ese güey está loco —afirmó la Niñera mientras le inyectaba gasolina al carburador.

—Nana, Nanita… Necesito agua, por favor —volvió a su cantaleta Bronski. Llevaba un rato pensando que aquello del “golpe de calor” era un fraude. El malestar que lo acometía daba como para desvanecerse y despertar días después con los ojos azules de una enfermera muy cerca de su rostro, Are you alright, Mr. Bronski? Can I do something for you?, no lo que estaba viviendo.

El tráiler alcanzó a otro de igual número de ejes y lo rebasó por la izquierda a toda velocidad como si las carreras de tráileres fueran de lo más normal en la interestatal 10. Cinco veces sonó la bocina del tráiler que estaba siendo rebasado. A saber cuántos choferes hijos de inmigrantes andan conduciendo para empresas gringas en Texas.

—Pinche loco, en serio —insistió la Niñera, rebasando también al otro tráiler.

—Nana… necesito agua. Y una ranitidina de trescientos. En serio.

Siguieron a toda velocidad en pos del tráiler. El pollero le decía al güero color camarón: Te dije, pendejo, que ese vato era policía. Up yours, le contestaba el que iba tras el volante, lamentando ya el haber aceptado participar en tanto desmadre por una mísera tercera parte.

Siguieron a toda velocidad, pero la inercia de la caja del tráiler se estaba volviendo peligrosa. Cualquier revire o enfrenón los hubiera precipitado a un final un tanto diferente al que habían planeado en Nuevo Laredo. Más si llegaban a Van Horn, donde seguramente habría cientos de patrullas esperándolos.

—Frénate, cabrón. Y salte p’al desierto —dijo el pollero.

—¿Qué? —respondió el güero.

—Yo me arreglo con este cabrón. Con mil que le demos nos suelta.

El tráiler prendió las luces intermitentes, redujo la velocidad, se orilló y alcanzó el acotamiento. El pollero bufó, se limpió el sudor, todavía se encomendó a una estampita de la virgen de San Juan de los Lagos que llevaba en la cartera, todo eso en el tiempo exacto como para que una bala entrara a la cabina desde la parte trasera y saliera por el techo.

—Qué pedo.

Otra bala, siguiendo prácticamente el mismo curso, puso las cosas en claro.

—¡Arráncate, cabrón!

El güero hizo todo lo posible por alcanzar la misma velocidad de bólido que llevaban antes, ahora por las piedras, los nopales, los cactos, pero cuarenta reses despellejadas, siete braceros, dos polleros arrepentidos y varias toneladas de fierro no son lo más idóneo para echar arrancones con una border patrol. Lo siguiente que vio el güero, por encima de su hombro, fue a Patrocinio con la cabeza aprisionada entre sus rodillas, la mano de la Niñera y el arma de la Niñera apoyándose en la espalda de éste. Un nuevo disparo, nuevas chispas sobre la carrocería del camión. Ahora fue él, nacido en Nebraska en los años setenta, metodista practicante, amante de Springsteen, el que dijo:

—Qué pedo.

De un volantazo le recargó la máquina a la patrulla y ésta tuvo que recular. Por unos instantes pudo ver con alivio en el retrovisor del lado izquierdo que el auto que los perseguía se quedaba atrás.

—Necesito ranitidina. Se me va a perforar la úlcera. Te lo juro, Nana.

—Deja de quejarte, carajo gordo. O te perforo la úlcera desde afuera.

Atravesaron por el medio un par de cerros. El tráiler traqueteaba como si se fuera a deshacer; y acaso lo haría, pensaba el pollero. Y también pensaba, ya aprovechando el viaje, que si hubieran agarrado para el sur en vez del norte, en una de ésas y alcanzaban la frontera, se bajaba en chinga, cruzaba el río y se olvidaba para siempre que alguna vez había intentado vivir pasando gente p’al otro lado. Al cabo de unos minutos la Niñera consiguió volver a ponerse en línea. El pollero aprovechó para aventar su estampita de la virgen por la ventana.

—Hazte para abajo, cabrón. Ésta no la fallo —dijo la Niñera.

Patrocinio volvió a hundir la cara entre sus muslos. Un nuevo disparo. Un nuevo volantazo del güero de Nebraska y el tráiler, ahora sí obedeciendo a todas las leyes de la mecánica clásica, dio un latigazo con la caja, un giro de noventa y tantos grados, un incontrolable arrastrar de ruedas y terminó por recostarse como un animal muerto, un dinosaurio abatido que levanta una enorme nube de polvo antes de dar el último aliento.

—Quítateme de encima, pendejo gringo.

—Shit.

Sin música, sin efectos especiales, con un siniestro silencio que contrastaba con el rugido de motores de la reciente persecución, escalaron hacia la ventana para intentar negociar algo. El gringo brincó a la arena. Luego el pollero. La Niñera ya se encontraba a un lado de la patrulla, pistola en mano.

—Hey, míster. No hay necesidad de ponerse tan violento. Si só…

Un nuevo balazo al parabrisas interrumpió los pobres intentos del pollero por conseguir rescatar algo.

—Abran la caja de esta madre. Uno de esos cabrones tiene algo que ya me cansé de perseguir por todos lados.

—Yes, sir —dijo el güero. De pronto estaba claro que no se trataba de ningún policía sino de un cabrón oportunista como millones hay en el mundo.

Se apresuró el güero a abrir la caja. Todas las reses se encontraban desparramadas en la pared que ahora servía de piso. Los mojados… los mojados…

—Hasta aquí llega el viaje, cabrones —dijo el pollero asomándose al interior—. ¡Hey! ¡Dije que hasta aquí llega el via…

Se miraron él y el güero como seguramente se miran los que saben que necesitan un milagro para salir vivos del atolladero. Una cabeza de ojos blanquecinos asomaba apenas por debajo de una de las reses. No hacía falta llamar a un médico para saber el diagnóstico de cada uno de los siete paisanos.

—¿Ves? Te dije, Patrocinio, que olía a humo en esa madre —afirmó Bronski, asomándose con temor a la oscuridad de la caja.

—Qué poca madre tienen ustedes —sentenció la Niñera.

—Yo… yo… —balbuceó el pollero.

—Corran, cabrones, antes de que me arrepienta de dejarlos ir —exclamó la Niñera.

Y sí, corrieron. Unos cuarenta metros en dirección a la carretera oculta por los cerros. Luego, dos balazos los obligaron a hincarse, a desguanzarse sobre la arena.

—Qué rápido te arrepentiste, Nana —afirmó Bronski, mordisqueándose las uñas de una mano.

—A trabajar, cabrones —apremió la Niñera—. Quiero el pinche diamante en mi mano antes de que esto se llene de pinches tiras. Ustedes sabrán cómo le hacen.