—¿Alguien de aquí se llama Coque? —se animó a preguntar Bronski.
Nadie respondió. A ratos, por la oscuridad y el silencio, le parecía a Bronski que viajaba solo.
—Primo. Primo… ¿estás ahí?
—Pues adónde quieres que me vaya, gordo. No mames.
—Es que como no dices nada.
—¿Y qué quieres que diga?
—No sé. Algo.
Se le ocurrió a Bronski en ese momento que, como último recurso, bien podría hincarle el diente a cualquiera de las reses que los acompañaban en el viaje, por eso se puso a palparlas. Patrocinio, por su parte, también las empezó a palpar, pero porque se le ocurrió otra aplicación personalmente más perversa y placentera.
—¿Por qué quieres saber si uno se llama Coque, eh? —se escuchó una voz.
—¿Traes algo de comer, amigo? —dijo Bronski, tratando de aproximarse un poco a él. Pero, en esa boca de lobo, era imposible.
—No —dijo la voz.
—¿Te podrás acercar? —insistió Bronski—. Es que te traigo un recado.
—¿Y qué tal que yo no soy el tal Coque?
—Pues yo no soy —dijo una voz.
—Ni yo —secundó otra.
Al final, todo el mundo en el camión se deslindó de la identidad, todos excepto el primero que habló. La oscuridad y el silencio reinaron por unos minutos más, hasta que el supuesto sobrino se volvió a animar.
—Bueno. ¿Qué recado traes pa’ mí?
—Acércate. Es privado.
—¿De quién es?
—De tu abuelita, la que vive pasando Ojo Caliente.
—¿Está bien?
—Sí. Está bien, pero acércate.
—Ya. Ni que fuéramos a oír su pinche secretote —se quejó una voz.
—Sí. No chinguen —se quejó otra—. Váyanse a platicar a un Sanborns si tanto les estorbamos.
Se escuchó cómo alguien trataba de caminar a través de la carga, pero no resultaba nada fácil. Por un momento sólo quejidos y empujones hicieron el ruido de fondo.
—Ya. Es lo más cerca que puedo llegar.
—Es sobre el anillo que traes —dijo Bronski en un susurro.
—¿Cuál anillo?
—No te hagas. El que te dio tu tío el joyero.
—Qué pasa con él.
—Tu abuelita está secuestrada por unos ojetes de miedo —a Bronski le gustó imaginarse a sí mismo como un verdadero ojete de miedo—. Y el rescate es de un anillo.
—No te creo. Mi abuelita se sabe cuidar sola.
En eso tiene razón, pensó Bronski. Pero también pensó que eso no obstaba para que la Niñera y su primo la hubieran podido someter después de una terrible lucha sin cuartel.
—¿Ves el negro que iba con nosotros? Pues él se le aventó encima a tu abue y no se le bajó hasta que se dejó amarrar a la cama.
Parte verdad, parte mentira.
—Pinches ojetes. Me cae que si le pasa algo…
—No le va a pasar nada. Si me das el anillo.
—Pues ahí sí que ya se amoló la cosa.
—¿Por qué?
—Porque me lo tragué, cabrón.
—¿Te lo tra… cómo que te lo tragaste?
—Me dijo mi tío que vale un chingo. Y si nos apaña la tira, no quiero que me lo encuentren.
—¿Te lo pasaste así nada más? ¿Sin agua ni nada?
—Bueno, la piedra desengarzada, pendejo. El anillo lo tiré.
—Ah.
Volvió a reinar el silencio. Bronski, por muy ojete de miedo que se sintiera, no sabía qué más proponer, cómo coaccionar a su víctima ahora que la situación escapaba de sus posibilidades de maniobra. Se empezó a apachurrar los bigotes. Incluso hasta tarareó “Another One Bites the Dust”, que había escuchado al menos unas veinte veces en las últimas horas.
—Como que huele a humo de escape, ¿no? —dijo, por hacer plática, pero nadie le respondió—. ¿Nadie trae siquiera unos cacahuatitos japoneses?
De nuevo se sobrepuso el silencio. Hasta que uno de los paisanos puso el grito en el cielo.
—¡Qué te pasa! ¡Qué haces! ¡Pinche degenerado cabrón!
—Pues hazte para allá, pendejo —le gritó Patrocinio al espantado.
Lo malo es que después ya nada fue igual. Ni siquiera volviendo a palpar la carne fría con la mano que tenía desocupada.
—Pinche baboso, me desconcentraste. ¿Ves? Ora a ver si me vuelve a agarrar la inspiración. Carajo.