SPREAD YOUR WINGS

—¿Qué estás haciendo aquí, espina? Vete. No seas metiche. Es una llamada privada.

Todavía estaba Bronski pensando qué decirle a la máquina contestadora de Patricia cuando apareció a su lado Patrocinio.

—Se te acabó el tiempo, gordo. Súbete al carro y actúa con naturalidad.

Tuvo que desistir por cuarta ocasión. Cuatro veces se había quedado mudo ante el saludo, Hola, estás hablando a la casa de Patricia Casares, deja tu mensaje, bye, sin saber qué decir que no sonara a pretexto. No me lo vas a creer te estoy hablando de Nuevo Laredo, no me lo vas a creer es que me confundieron con un rata, no me lo vas a creer es que me secuestraron los extraterrestres, no me lo…

Ni la privacidad de la cabina asignada le había servido de nada. Colgó el auricular y se dirigió a la puerta.

—Oye, Skywalker. Son ochenta pesos nuevos —lo detuvo la dependienta del local, Llamadas de larga distancia, Long distance calls, English spoken.

Revisó inútilmente Bronski sus bolsillos. No cargaba ni un clavo.

—Oye, primo. ¡Préstame cien pesos nuevos! —le gritó desde la puerta.

Patrocinio, desde la calle, subido en el auto, con el motor andando, mirando nerviosamente por todos los espejos, seguía sin poder creerlo.

—¿En qué carajos estás pensando, gordo? ¿Qué no ves que me le escapé al Gorila? ¡Súbete al pinche carro ya!

A Bronski no se le ocurrió otra cosa. Nunca tenía buenas ocurrencias para mentir, eso hay que decirlo.

—¡Se está desbordando la taza del baño! —gritó mientras señalaba el cuarto del fondo del local.

Por un segundo consiguió que la dependienta mirara en esa dirección, un segundo que aprovechó para correr a la calle y treparse al auto, ahora piloteado por Patrocinio. Pero no se consigue la misma velocidad trasladando ciento veinte kilos que cincuenta y cinco, ésa es la verdad.

La dependienta, que una semana antes había estado en un concierto de Selena, ferviente devota del apio y la sandía para mantener a raya la aguja de la báscula, novio texano y boda en puerta, pudo pepenar a Bronski de las greñas a través de la ventana. Ni para qué hablar que éste tuvo que entrar al auto chueco, dado que el asiento seguía echado para adelante.

—¡Aaaaay, suéltame, bruja!

—¡Paga, pinche gordo!

Patrocinio arrancó. Y arrastró por unos quince metros a la raquítica muchacha. A los dieciséis metros consiguió dejarla atrás, aunque con un pedazo de cabello de Bronski entre las manos.

—¡Ay, ay, ay! ¡Me dejó calvo esa pendeja!

—No seas llorón, gordo. Tú tienes la culpa.

Bronski se le encimó a Patrocinio para mirarse en el espejo retrovisor.

—¡No mames! ¡Perra desgraciada! ¡Regrésate! ¡La voy a demandar!

—Ya cállate, gordo. ¿Qué no te das cuenta de que le robé el auto al gorila?

Bronski no dejaba de mirarse y palparse la minúscula área desnuda de su cráneo.

—Vieja estúpida. Al fin que sí me acuerdo del nombre del local. Cuando pueda vuelvo y la demando. Pendeja y más que pendeja.

Patrocinio, en cambio, no dejaba de mirar en todas direcciones mientras avanzaba a toda velocidad por la avenida. No faltaban los que se tenían que amarrar para no estamparse con ellos.

—¿Por qué te tardaste tanto, gordo?

—Qué te importa.

—A que ni le dijiste nada. A que te quedaste callado. Te contestaba, ¿bueno?, ¿bueno?, y te quedabas callado. Como que te estoy viendo.

Peor que eso, se dijo Bronski, pero prefirió no admitirlo.

—Tanto estar jodiendo con tu pinche llamada y al final sales con tu babosada.

—¿Cómo qué horas son en México ahorita?

—Cálmate, ni que estuvieras en el Lejano Oriente. Son las mismas aquí que en el Distrito Federal.

—Es raro que no estuviera en su casa. ¿No? Si ya es bien tarde.

—A lo mejor no te quiso contestar. ¿No se te ocurrió? Son las cuatro y cacho de la mañana. Qué pinche loco habla a estas horas.

Sí, pero yo llamé cuatro veces. Cuatro veces me contestó la máquina, se dijo. ¿Qué tal que era una emergencia?, pensó. Qué desconsiderada, Patricia, reflexionó. Qué tal que me estoy muriendo. Qué tal que me resbalé con algo en la cocina y me pegué en la cabeza y me quedé paralítico y necesito hablar contigo por última vez. Qué poca madre tienes, Patricia. A que ni te has enterado que no estoy en mi casa desde ayer. A que no. Todo eso pensaba Bronski mientras se alisaba los bigotes.

—¿Por qué la insistencia? ¿En qué quedaste con ella?

—En nada. Pero ya ves cómo son las mujeres de exageradas…

Llegaron a un cruce en el que una enorme pipa de Pemex intentaba dar la vuelta sin éxito. Ya se echaba para adelante. Ya se echaba para atrás. El del auto que estaba inmediatamente detrás ya le echaba la bronca sin conseguir nada.

—¿Y yo qué culpa tengo? ¡Pa’ qué se estacionan en las esquinas! —se disculpaba el chofer de la pipa. Toda la maniobra era nada más para no rayarle las puertas a un Shadow blanco que estorbaba en la esquina.

Bronski aprovechó para meterle la mano al asiento y echarlo casi todo para atrás. Por fin pudo cerrar un poco las piernas, ya no digamos estirarlas.

—¿Cómo te robaste el carro, espina?

—El muy güey se bajó a comprar unas tortas y cerveza.

No se daban cuenta de que todavía sonaba en el estéreo todo el casete de The Game. Por un brevísimo momento se permitieron la licencia de observar al de la pipa sufrir su propio calvario cubierto de mentadas de madre de todo el mundo. Por un brevísimo momento en el que Bronski se imaginó a Patricia teniendo sexo con un ejecutivo de cuenta de Banca Unión, uno real, de las maneras más inimaginables posibles y Patrocinio se imaginaba la misma escena pero con distintos actores. Qué poca madre en serio, Patricia. Un momento tan breve como debe ser el instante en que, en dirección contraria, pasa de largo una motocicleta de pizzas con un gorila en vez de escuincle desgarbado al volante.

—En la madre.

—En la madre qué —cuestionó Bronski, clavado en la imagen de una pipa sacándole un crujido a las hasta entonces intactas puertas de un Shadow, un chillido muy parecido al rasgar de uñas de una maestra enfurecida sobre el pizarrón.

La imagen de la Niñera, ya de regreso, chocando su motocicleta de pizzas contra la puerta del Grand Marquis fue tan contundente como el momento en que se despejó la calle y todos hubieran podido avanzar. Hubieran. Pero un negro con pistola apuntándole a la cara al conductor del que está tapando el tráfico consigue un silencio y una resignación milagrosos en los conductores afectados. Ni un solo claxon se dejó oír.

—Pásate para atrás, gordo. Y tú hazte para allá, cara de chivo.

—Sí, pero no te encabrones, güey. No sé qué me pasó. No era yo.

Bronski salió del auto y volvió a entrar por la puerta trasera. Patrocinio, coreográficamente, se movió al asiento del copiloto al mismo tiempo, echándolo casi todo para adelante, tratando de idear algo creíble, algo que le permitiera conservar todos sus dientes íntegros, pero también era muy malo para inventar mentiras, hay que decirlo. La Niñera entró al auto y condujo por cinco minutos hacia Remolinos con una mano en los güevos de su copiloto y otra sobre el volante. Eso también puede conseguir silencios y resignaciones admirables.

—¿Y las tortas, Nana? —preguntó Bronski, pero no obtuvo ninguna respuesta.