LA OTRA MUERTE

Uno no cree que este tipo de argucias puedan funcionar por simplistas. A saber: que el ponerle seguro a la puerta del cubículo y subir los pies a la taza del escusado permitan oír una conversación con todos sus folclores. Pero funcionan. En ocasiones, funcionan. Aunque claro que, en ocasiones, no. Al final todo es cuestión de suerte.

Recién llegué a la estación, considerando que le llevaba cierta ventaja al Refrigerador, pedí que vocearan en el sonido local al señor Melquiades Armenta, dueño de la joyería Diamantes de México, que aquí se encuentra con nosotros su amigo Juan Pérez para informarle un asunto que es de vital importancia que pasó en su joyería y que dice que se pueden ver en el área de la comida que está mero enfrente de las tortas “Ignacio”. El problema fue que el Refrigerador y uno de sus acompañantes llegaron justo a tiempo para escuchar el anuncio, apenas los pude divisar a la distancia. Naturalmente, tuve que evitar llegar a la mesa designada y observarlo todo a una distancia prudente, el momento en que el joyero se apersonaba preocupado, con ese algo en los ojos de quien sabe que está a punto de ser informado de alguna horrible monserga, ya nos robaron, ya nos cayó Hacienda, ya secuestraron a alguien y quieren rescate y otras similares, el momento en que el Refrigerador lo abordaba.

—¿Usted es el señor Melquiades?

—Sí. ¿Qué pasa? ¿Quién es usted?

—Necesitamos hablar en privado.

Lo supuse antes de que ocurriera. Por eso corrí al baño. Y por eso me encerré en este cubículo aun antes de que entraran al sanitario pegando de gritos.

—¡Órale! ¡A la chingada todos! ¡Este baño se cierra hasta nuevo aviso porque lo vamos a limpiar de porquería!

Cuando entré había sólo dos monos orinando. Nadie en las tazas. Y esos dos seguro que tuvieron la claridad mental como para no discutir con un negro enorme y enojado que, además, arrastra a un hombre mayor contra su voluntad al espacio íntimo, perfumado y luminoso de un baño de estación.

Varias patadas a las puertas de los baños y yo, empericado sobre la taza. Pienso entonces que podría funcionar. Pero también que puede ser que no. Prefiero bajar los pies y, de paso, los pantalones. Cubrirme el rostro, hacer como que leo, como que me empeño. Y esperar a lo que sea. Pura suerte, pues.

—Ora, dije que este baño se clausura. ¿No oyó, cabrón? —me grita el Refri.

—Dos minutitos, jefe. No sea gacho. Ando malo de la panza.

Hay pocos lugares en el universo, o acaso ninguno, que huelan peor que un baño de hombres de una estación de autobuses. Y es cierto que, debajo de mi arriesgada posición, flota un líquido espeso infame y multicolor adornado por zumbones enjambres de moscas. Tal vez por eso es que el Refrigerador se apiada, llevándose la mano al morro a manera de tapaboca.

—Puta madre —dice—. A’i quédese.

Y azota la puerta para seguir con su operación.

—A ver, don Melquiades. No se trata de joderlo, cabrón, ni nada. Se trata de un anillito que le llevaron en la mañana y que es de mi patrón, don Barrabás. Seguro que ha oído de él, el mero dueño de todo Tepo. Me da el anillito y no pasa nada.

—No sé de qué me habla.

Tengo que imaginar el gesto impávido del Refrigerador. Algo muy importante tendría que hacer con su mañana para estar tan molesto con toda esta operación de recobrar el diamante que lo ha sacado de sus cosas, de su vida, a lo mejor alguna cita o de plano que a estas horas todavía estaría en el quinto sueño. Pienso en el inicio de la novela, mi novela, Suplantación, la supuesta hoja en blanco que, se supone, me tendría que esperar a mí. Cada quien sus cosas. Van a ser las once. Ya ni modo.

—Parece que no me escuchó, viejo cabrón.

—Sí lo escuché, pero le digo que ay ay ay ay. Qué le pasa, no chingue, oiga.

Imagino ahora un dedo doblado hacia el dorso de la mano. El índice, quizás.

—¿Alguien le llevó un anillo hoy en la mañana, sí o no?

Pienso que igual y ni es cierto. Que toda la teoría del Refrigerador está apoyada en que el mentado joyero es el que más compra y vende diamantes canarios en la zona del centro. Pero igual y no es así. Y todos estamos igual de perdidos.

—Le digo que ¡ay ay ay ay…!

—¿Sí o no?

Otro dedo. O el mismo, porque ahora sí se escucha un ligero tronar de huesos.

—Hijo de su puta madre.

—¿Sí o no?

—Sí.

Un verdadero sabueso el Refrigerador, pienso. En menos de dos horas ya está a punto de recobrar el diamante.

—Ya estamos progresando. Démelo y todos en paz.

—No puedo dárselo.

Dejo escapar un bufido, una manera de hacerles ver que sigo ahí dentro, que las cosas no pueden llegar a extremos muy violentos, dado que…

—¡Ay, ay, ay, ay! ¡No sea hijo de puta!

Eso prefiero no imaginarlo porque ha sonado a puente de la nariz o varios dientes o el coxis de plano, testículos de por medio.

—Se lo juro —insiste don Melquiades—. Va camino a Monterrey el anillo.

—¿Qué pendejada dice, pinche ruco?

—Lo que oyó.

Sigue un monólogo de golpes. Y la información, como una lluvia. El viejo quedó de verse con su sobrino en la estación para entregarle el diamante; su sobrino, Jorge Armenta; Coque, pa’ la familia; sombrero con las orillas de piel de víbora para más señas; posible cliente allende las fronteras. Luego, las ropas de don Melquiades, todas desparramadas por el baño, cosa que no me tengo que imaginar porque uno de sus zapatos llega de una patada a mi propio cubículo. Después, el silencio, enorme como el de una tumba, mis pantalones arriba, el ruido sordo de la palanca que no acciona ninguna caída de agua ni nada. Salgo del cubículo para encontrar un anciano desnudo y enconchado sobre el mosaico. Algo de sangre, pero nada grave.

—Si no es indiscreción, ¿cuánto pagó por el diamante? —pregunto.

Me mira con un algo en los ojos que significa, seguro, ya ni la chinga la gente en esta ciudad, uno aquí tirado en los cueros todo madreado y este hijo de puta en vez de ayudar pregunta pendejadas. O acaso no, porque un diamante que vale doscientos cincuenta mil dólares —sin hablar de lo que están dispuestos a pagar ciertos húngaros moribundos— no es ninguna nimiedad y un viejo agiotista como éste seguro que lo sabe. Y por eso se tomó el día. Y por eso se encargó de mandarlo a Estados Unidos para venderlo correctamente. Como sea, aprovecho su mirada para confirmar:

—Jorge dijo, ¿verdad?

Salgo del sanitario. El letrero amarillo que indica que lo están limpiando sigue estorbando el paso. Voy al teléfono público más cercano.

—¿Ya vienes, Ricardo? La Beba tiene prueba de su vestido a la una y quiero que la lleves.

—Vieja, no te esponjes. Necesito que me hagas un par de favores.