—Les dije, pendejos, que nos venían siguiendo. Que hay otro cabrón detrás del anillo.
Antes de subir al auto Bronski no pudo evitar mirar hacia la cocina. Estaba seguro de que iba a tener pesadillas por toda su vida. Y que nada de lo que les hubiera pasado a Patrocinio y a la Niñera podría ser comparado jamás con su espeluznante experiencia. Patrocinio seguía doliéndose del tobillo. A la Niñera le brillaba el rostro sanguinolento con la parca luz de la luna. Y aun así Bronski sentía que eso era bastante más llevadero que las imágenes que se llevaba puestas en la cabeza.
Abrió la Niñera la cajuela y sacó una botella de bourbon de 56 grados. Luego, se metió al auto, al lado de Patrocinio. Bronski temía que se escapara la momia de la casa y se les metiera en el auto.
—Ya vámonos, Nana.
—Ahorita, cabrón. A ver, cara de chivo, saca un trapo que tengo en la guantera, ándale.
Patrocinio obedeció. La Niñera se echó todo el bourbon en la cara y, después de orearse un rato, se limpió con fuerza. Las heridas eran pequeñas bocas aquí y allá, pero ya se podía distinguir de nuevo el rostro, el alcohol le había despojado de la horrible máscara pastosa que le dejara la abuela y que era más apariencia que realidad.
—¿Quieres echarte en la pata, cabrón? —le preguntó a Patrocinio.
—Bueno.
La Niñera le vació una buena parte de la botella, sin avisar siquiera, sobre el pantalón apenas arremangado. El grito de Patrocinio hizo que las ventanas de la casucha se estremecieran, que los tecolotes huyeran en parvada, que algunos coyotes aullaran lastimeros. Bronski creyó que se salían los espectros de la casa.
—Vámonos, Nanita, por favor.
Encendió la Niñera por fin el auto y las luces. Frente a los faros se dibujó el desolado paisaje, la llanura interminable, los nopales, las yucas, las piedras calizas, los dibujos de las llantas del otro auto, el que les llevaba varias horas de ventaja y que acaso fuera también en pos del anillo.
—Vámonos, pues.
Bronski miró por la ventanilla hacia la cabaña, el techo de dos aguas, el raquítico ganado echado, la jaula de las gallinas, que poco a poco se perdían en la penumbra.
—¿Qué marca era el coche del otro cabrón, eh?
—Yo no sé de marcas de coche —respondió Bronski, aún mirando hacia atrás. Se imaginó a la mamá de la vieja de pie en el camino, echándose el chal sobre los hombros como las alas de una gárgola, las piernas huesudas prestas a pegar la carrera.
—Pero qué tal sabes de naves espaciales, ¿no, gordo? Creo que era una Caribe o un Golf. ¿Tú qué dices, cara de chivo?
—Yo digo que me vale madres lo que haya sido —se dolió de la pierna, las marcas de los colmillos hundidos en la piel aún soltaban hilitos de sangre.
Avanzaron a través de la terracería con las altas alumbrando un espacio que le parecía a Bronski demasiado reducido. Creyó que le harían daño los cinco tacos que llevaba en el estómago. Se imaginó echándolos sobre la nuca de la Niñera.
—¿Y sí vas bien, Nana? ¿No estás yendo en dirección contraria a la carretera?
—A lo mejor quieres manejar tú, gordo.
Llegaron al punto en el que se toparon de frente con el otro auto minutos antes, el Golf o la Caribe. La Niñera pudo distinguir el sitio exacto porque había un cascarón de algo que parecía haber sido en otro tiempo una carreta. Pensó que no conocía el rostro del individuo, pero su voz le resultaba familiar de algún otro lado. Y los unía el anillo.
A los pocos minutos llegaron a la carretera, a la desviación del letrero RANCHO ALEGRE, la cifra de los dos kilómetros. La Niñera estaba interesada en saber la marca del automóvil por una sola razón: tenía la intención de alcanzarlo y meterle una bala por donde se pudiera al desgraciado que les había hecho el favor de echarles a andar a la vieja. Aceleró. Insertó el casete e inició “Play the Game”.
—Ya chole con tu pinche musiquita, Gorilón.
—Chole ni madres. Edúquense, cabrones.
Fue hasta “Need Your Loving Tonight” que a la Niñera le asaltó ese sentimiento de impotencia y melancolía que lo arrasara en el momento en que el Barrabás le ordenó: El anillo o tus gónadas de moño en la cabeza cercenada del ratero, cabrón, no vuelvas si no es con alguna de esas dos cosas, ya te dije. Sentimientos encontrados. En algún lado había leído la frase, y era justo lo que sentía en ese momento, la contradicción interna de querer hacer otra cosa a la que su lealtad le ordenaba. Porque el Barrabás lo había sacado de la cárcel dos años antes con un nuevo nombre, ahorrándole los trescientos setenta que le habían echado por homicidio múltiple y eso se paga con la vida, una vida que de todos modos ya la tenía podrida y apalabrada en el tambo. Y ser el perro del capo fayuquero era una forma de prisión también, pero una un tanto menos aburrida y un tanto más productiva que la de la sombra, por eso ni se quejaba. Need your loving tonight, se dijo, porque en gran medida era cierto, hubiera acabado con un país entero con sus propias manos si hubiera tenido el amor, por esa noche, de los ojos violeta que más le dolían en el mundo.
—Nanita, ¿nos podemos parar a que haga mi llamada aquí en Monterrey?
—Ni madres, gordo.
Pensaba Bronski en una de tantas tarjetas ficticias de presentación con las que se daba sus aires, con las que compraba el respeto de sus padres y cierta admiración de algunos ingenuos, la posibilidad de llegar a algo más con anónimas chavas. Lic. Edilberto Bronski R., Ejecutivo de Cuenta, Banco Unión, Paseo de la Reforma trescientos ochenta y algo, Teléfono tal, una de tantas tarjetas que acaso lo había metido en tan horrible circunstancia. Y no podía, en cambio, ligar sus pensamientos con la más probable causa, los quince o veinte minutos de retraso para llegar a su nueva chamba, la real, por haberse quedado solo frente al espejo a decir los parlamentos exactos de un héroe que está a punto de enfrentarse a su verdadero padre y perder la mano, capítulo dos, el imperio contraataca.
Patrocinio solamente pensaba que los conejos llevaban ya un día entero de no tragarse su alfalfa y sólo Dios sabe qué puede ocurrir entre ciento cincuenta roedores hambrientos encerrados en una habitación. Hubiera comprado las jaulas este mes, se dijo, pero prefirió no desgastarse y ocupar su mente en otras cosas. Su colección de booty party, veintiocho capítulos, por ejemplo. El episodio de los glúteos con el mapamundi dibujado, el falo caracterizando un transbordador espacial entrando a la atmósfera terrestre.
—¿Qué onda con ese anillo, eh, Nana? ¿Por qué tanto desmadre? —se atrevió a preguntar Bronski—. ¿De veras vale tanto?
Una vida, pensó la Niñera. Miró a Bronski por el retrovisor y su rostro lleno de rasguños se suavizó. Porque todo el mundo tiene sus razones para empeñar su vida en lo que se le antoje, ya sea purgando condenas virtuales y sufriendo amores imposibles o vistiéndose como un idiota y presentándose al mundo como empleado de banco. Miró sin interés, al pasar, a uno que atropelló un burro y que ahora trataba de entenderse con el dueño, un campesino intransigente. Todo el mundo tiene sus estúpidas razones para ser quien es y buscar algo que se parezca a la felicidad, aunque sea de lejos.
—El jefe se lo dio de anillo de compromiso a su vieja. Por eso vale tanto.
—Pero sí es una joya de poca madre, ¿no? —indagó Bronski.
—Según sé, vale más de doscientos mil dólares.
—¿QUÉ? No mames. No puede ser —dijo Patrocinio.
—¿Por qué te sorprende tanto, cara de chivo?
—Por nada.
Bronski procuraba dimensionarlo. Doscientos mil dólares son casi setecientos mil pesos nuevos, y eso equivale a vivir echando la güeva como veinte años o más, le compraba su cafetería a Patricia y la sacaba de trabajar y le decía: que nos fuéramos de viaje por un ratotote sin hacer otra cosa que ver películas en teles caras de hoteles caros.
Patrocinio revisaba su cartera que ni era su cartera. Cinco mil pesos nuevos apenas. Se sorprendió pensando, pinche granja de conejos pendeja, pinche anuncio semanal inútil en el Aviso Oportuno, pinche vida miserable.
—Pero en realidad no es eso lo que importa —añadió la Niñera—. Lo que importa es lo que simboliza, no lo que cuesta. El Barrabás se lo dio a su novia y un hijo de puta se lo robó. Punto. Por eso tanto desmadre.
—Ya te dije que yo no fui, Nana —insistió Bronski.
—Vale madres, gordo. De todos modos, si no vuelvo con el pinche anillo, voy a tener que llevarle al jefe tu gorda cabeza envuelta para regalo. Y de pilón la de este otro pendejo.
Si no vuelvo con el pinche anillo, se dijo la Niñera. Prefirió no mencionar nada respecto a la alusión a sus gónadas. Imaginó a la novia del Barrabás, encerrada en la parte superior de una bodega, secuestrada a sus diecisiete años, princesa a la fuerza. Puta vida, se dijo. Ya ni siquiera se estaba fijando si veía un Golf o una Caribe.
Al entrar a Nuevo Laredo la Niñera sintió por un momento que probablemente en el Reclusorio Oriente habría podido ser más libre. O más feliz, acaso. O algo que se le pareciera a la felicidad. Fueran unos años o toda una vida. De todos modos, en el tambo no había reo que no lo respetara.
—Nana, déjame hacer una llamada. Te lo juro que no me tardo. Por lo que más quieras, Nanita.
Los detenía un semáforo. Del lado izquierdo, un Oxxo; del lado derecho, la disposición ordenada de varios cubículos, un teléfono por cada uno, la promesa de que se hablaba inglés y el baratísimo costo por minuto y recibimos dólares. En la siguiente esquina, un puesto de tortas gigantes.
Por lo que más quiera, se dijo a sí mismo la Niñera. Y luego, puta vida.