Es una apuesta. Porque, si pude medir correctamente el ánimo del Refrigerador, su intento será interceptar el autobús, no dejarlo llegar hasta Monterrey. Y el decidir que tengo que ganarle la carrera hasta allá, esperanzado a que el sobrino llegue de pie y en una pieza y yo pueda recibirlo en la terminal, es como apostar toda la quincena al número del caballo más flaco. Pero tampoco tengo muchas opciones. Jugar a los bólidos en un auto rentado a ver quién da alcance al autobús primero es tan arriesgado como lo que estoy haciendo. Así que, en realidad, es una moneda al aire.
Faltan aún tres horas para que salga mi avión, pero preferí entrar a la sala de abordaje con tanta anticipación porque mi vieja, del otro lado de la mesa del Wings, ya había mencionado la palabra divorcio más de tres veces. Y sé por experiencia que ese foco rojo hay que atenderlo; terminar la discusión con una sutil huida (salir hacia el trabajo, fingir que me he quedado dormido, apresurar mi ingreso a una sala de abordaje) suele ser bastante efectivo.
Además, Auguste Dupin, con todo y su decimonónica autoridad, se había ido a sentar con nosotros y no dejaba de asentir a todo lo que decía mi mujer ni de negar con vehemencia todo lo que decía yo. Ya hubiera querido verlo enfrentar delincuentes reales y no simios de Borneo.
El celular. Y me detengo ante los timbrazos, porque es posible que Olivia quiera mencionar la palabra divorcio por cuarta vez a control remoto. Aunque, finalmente, el celular ni siquiera es para asuntos personales sino de trabajo. Probablemente algún día se pueda ver el número del que llama antes de contestar. En unos años, chance.
—Profesor, ¿me tiene alguna noticia?
Respiro.
—Aún no, señor Kosta. Le informo, de cualquier modo, que estoy saliendo para Monterrey.
—¿Monterrey? ¿Por qué?
—Ni yo mismo sé explicarlo. La Lágrima del Buda fue llevada para allá.
Una tos seca delata su asombro. Me gustaría poder decirle algo que valiera la pena, pero estoy absolutamente desarmado. Le había prometido que le llevaría la piedra hoy mismo en la mañana. Ya pasan de la una de la tarde y yo estoy por salir a Monterrey. Al final, a ver si no resulta que sí soy un verdadero fracaso como investigador privado y tengo que hacerme de un cajón para bolear zapatos.
—Profesor, ¿aún tiene cheques míos firmados?
Miro dentro de mi chamarra, el reducido talonario del Citibank.
—Sí, señor Kosta. Tengo dos aún.
—Le voy a dictar una cifra. Quiero que la ofrezca a quienquiera que sea que tenga el diamante.
Dígito por dígito me hace apuntar la cantidad en la parte trasera del talonario.
—¿Está usted loco, señor Kosta? El diamante no vale ni la quinta parte de esto.
—Quiero ver esa joya en mi mano lo antes posible. No estoy seguro de poder llegar a dar el grito de independencia, si es que usted me entiende.
Vuelvo a mirar la cifra. Luego, la fecha en mi reloj. Cinco de septiembre. Lunes.
—Claro que lo comprendo, señor Kosta. Pierda cuidado. Como que me llamo Ricardo Madden que usted tendrá esa joya consigo antes de que llegue el jueves.
—Le agradezco mucho, profesor. En media hora hago la transferencia del dinero.
Cuelgo. Y vuelvo a mirar la cifra. No sé qué me impide simplemente cobrar el cheque y largarme a vivir a Nassau. En ocasiones admiro al húngaro, esa capacidad de ser tan confiado y, a la vez, tan entrañablemente difícil de estafar. Supongo que toda su vida se ha conducido así, midiendo a las personas y considerando si son capaces de cargar una American Express dorada para gastos y una chequera firmada en blanco para lo que se ofrezca. Recuerdo su enorme casona en Ciudad Satélite, los dos gran daneses negros que lo reciben a uno como estatuas, el piano de cola Steinway & Sons en la entrada, las escaleras en espiral, la fuente con un chorro de tres metros, el trato afable con que siempre me ha favorecido. Supongo que en eso reside su éxito, en la correcta medición de las lealtades, un poco al modo de un capo o un padrino.
Guardo el talonario y extraigo la fotografía de la Lágrima del Buda nuevamente. La historia la remonta, en sentido cronológico inverso, de la mano de la novia del Barrabás a la de la anciana argentina que la heredó de un Standartenführer de la SS, un amante que, para mayores referencias, fue apresado por el Mossad en Buenos Aires a principios de los años sesenta. El diamante había sido arrebatado a la familia Kosta por un soldado a la entrada de un campo de concentración quien, a su vez, lo obsequió a su teniente para que le permitiera abandonar la guerra antes de tiempo y poder casarse. Siguiendo la misma línea hacia atrás, antes de pasar de mano en mano por veintinueve generaciones de la familia Kosta, el diamante perteneció a un sha persa. El mencionado monarca perdió la joya en un juego de ajedrez con un cruzado, un osado joven llamado Ludovico Khosta que apostó su propia cabeza a cambio de la fascinante gema, sólo para no volver a casa con las manos vacías después de tanta vicisitud. Ir más atrás de tales acontecimientos es imposible; hasta ahí llegan los registros del último de los Kosta, el desahuciado empresario de Satélite.
Mis instrucciones, al contratarme, fueron muy claras: recuperar la joya a como diera lugar. Y eso que en realidad mis indagaciones fueron casi nulas porque fui bien dirigido desde un principio; el propio señor Kosta me dio el nombre de la dama argentina y su dirección. La única razón de su estadía en México, al final de sus días, tolerando el peso de una extendida e insobornable metástasis, es tal vez demasiado simple como para no adivinarla: que hasta aquí lo condujeron años de indagaciones en pos de la piedra que pertenece, por derecho de una antiquísima partida de ajedrez, a su familia.
Su falta de fuerzas lo llevó a abrir una tarde la sección amarilla y dar con mi anuncio, aquel que me costó varios pleitos con Olivia. ¿Y si nadie te habla te regresan tu dinero o qué? ¿Crees que estamos nadando en dinero o qué? Mi nombre fue mi única suerte. ¿Ricardo Madden?, dijo el húngaro, sí soy yo, respondí. ¿Sabía usted que tiene un homónimo en un cuento de Borges? Sí, lo sé, respondí. Tengo un trabajo para usted, señor Madden, concluyó. Y salí para su casa recientemente adquirida en Satélite.
Luego, vino nuestra primera entrevista y mi falta de capacidad para mentirle. Es mi primer trabajo, señor Kosta. Era profesor de literatura en la prepa ocho. Si vuelvo a mi casa sin el empleo mi vieja me va a obligar a meterme de taxista o de mesero. Su mirada impasible (aún el cáncer no se ensañaba tanto con él), su impecable español, su increíble gentileza. Pierda cuidado, profesor. Sé que hará un buen trabajo. Aquí está un primer anticipo.
Y tres meses y pico después, con un vuelo a Monterrey encima, con mi única pista pendiendo de un hilo, comprendo que ni Ellery Queen ni el comisario Maigret ni el padre Brown, que ni siquiera la dulce Jane Marple o el ácido Héctor Belascoarán, que absolutamente ningún colega sintió jamás esta tan aplastante certeza de estar en los zapatos equivocados, en la más absoluta oscuridad y con la única brújula a la mano apuntando en todas direcciones, menos la correcta. La certeza de ser un farsante o un impostor.
En la fila para abordar, Dupin me mete una zancadilla.