—¡Ay, ay, ay! ¡Quítamelo!
Bronski se felicitó por su rapidez. En cuanto a la vieja se le metió el diablo, supo anticipar la huida. Y en un santiamén ya se encontraba encerrado en la cocina. Los gritos de Patrocinio, con el perro prensado de su pierna, eran lo único que lo sacaba de concentración. Sobre el brasero se encontraban cinco tacos de carne bien enrolladitos.
—De poca madre.
—¡Ayúdame, Gorilón!
A Bronski no le sorprendía que la Niñera no fuera a auxiliar a su primo. Bastante trabajo estaría pasando al intentar quitarse de encima a la abuela. Tomó un plato de uno de los estantes y echó encima los tacos.
—De poca madre.
Sobre la mesa estaban una jarra de agua de jamaica y una cocacola grande. Se sirvió coca en una taza y, de una mordida, terminó con el primer taco.
—¡Pinche vieja! ¡Estese!
Se escuchó un gran estrépito, luego, un disparo, los chillidos del mastín apagándose. Los gritos espantosos de la vieja.
—¡Hijo de tu puta madre!
Pudo imaginarla, ahora, sobre el cuello de Patrocinio. Más rompedero de cosas. Ni pedo, se dijo. Y siguió comiendo. Entonces, con el segundo taco ya metido en la boca, se dio cuenta de que no estaba solo.
—Chin. Usted disculpe. No la vi, señora.
Sentada en una silla en la penumbra, cubierta con un chal enorme, lo miraba una vieja mucho más vieja que la otra vieja, menuda y de ojos enormes y redondos, una quijada tan prominente que Bronski se imaginó poniéndole un vaso de agua encima sin derramar una gota, una vieja completamente calva y chimuela. Parecía una mezcla de feto y extraterrestre y bruja de cuento.
—A ver, güerco fregado. ¿De quién crees que son esos tacos que te estás chingando?
Bronski se apresuró a terminar con el tercero. No fuera a ser.
—Perdón, señora. Es que no he comido en cinco días o algo así.
—Seguro, cabrón.
—¡Mátala, pendejo! —se oyó del otro lado de la puerta.
—¿Y luego quién nos dice pa’ dónde jaló el sobrino? —contestó la Niñera a Patrocinio, armonizando sus gritos con algo que sonó a vajilla haciéndose pedazos.
La anciana extraterrestre se puso de pie. Tenía la estatura y la complexión de una niña. Bronski la medía con la mirada mientras daba un largo trago a la coca.
—No pasa nada mientras quieras pagarlos —dijo la vieja.
Bronski sabía que no llevaba nada en las bolsas del disfraz. Pero para cinco tacos sí podría prestarle Patrocinio. O la Niñera. Apresuró el cuarto.
—Sí, señora. Yo me mocho.
La anciana caminó entonces de la silla a la puerta. Echó el cerrojo a las espaldas de Bronski. Jadeaba como si tuviera algo atorado en el gañote.
—Buena idea, señora. No vaya a ser —convino él.
Luego, sobrevino un silencio. Al parecer la batalla se había trasladado a otra parte de la casa. O todos habían caído muertos. Y gracias a ese silencio es que Bronski pudo escuchar un sutil sonido, uno casi imperceptible, el delicado caer de un chal de lana al suelo. Cuando volteó, casi escupe el taco, pero el hambre pudo más y prefirió atragantarse.
—¡Ay, señora! ¡Qué onda!
La vieja no llevaba absolutamente nada debajo del chal. Tenía la piel pegada a los huesos, comida por innumerables ronchas.
—¡Qué onda, señora! ¡Tápese!
—Paga, gordo.
A Bronski le dieron ganas de sacar su espada láser y atravesar a la anciana, al engendro, por la mitad. Incluso hasta le acometió un acto reflejo y se llevó la mano a la funda vacía en el cinturón.
—¿Cómo que pague?
La vieja tomó sus dos escurridas glándulas con ambas manos y las apuntó hacia Bronski, quien sintió que devolvía el último taco. Se recargó en la tarja llena de platos sucios. Tomó uno a manera de escudo.
—¡Señora! ¡Por amor de Dios!
—¿A poco no te excitas, gordo?
—¡No chingue, señora! ¡Patrocinio! ¡Nana!
La vieja siguió avanzando. Soltó las lamentables tiras de carne y se llevó las manos al enmarañado coño. Lo que vio Bronski no lo iba a olvidar después ni aunque pagara, por años, los más costosos siquiatras.
—¡Aaaaaahhh!
Corrió fuera de la cocina y aventó la puerta, recargándose en ella. Eso sirvió para que la abuela, la otra, se distrajera. Tenía en sus manos una escopeta y acechaba hacia fuera de la casa por una ventana.
—¡Gordo marica! —se escuchó el grito desde la cocina.
—¿Qué le hiciste a mi mamá, hijo de tu pin…
La abuela ya desviaba el rifle para apuntar a Bronski cuando le saltó encima un Patrocinio enfurecido desde atrás de una vitrina derribada, con las dos piernas por delante como si hubiera salido de una película de karatecas. La abuela cayó y el primo se sentó encima de ella, agarrándola del chongo y golpeándola una y otra vez contra el suelo hasta que ésta soltó el rifle. Al fin, entró la Niñera por la puerta de entrada con un mecate en las manos.
—¡Ya! ¡Me doy! ¡Me doy! —gritó la señora.
La escena, por muy dantesca, no le pareció tan horripilante a Bronski como la que acababa de dejar atrás. En la estancia no había un solo mueble en pie. Toda la porcelana estaba rota; los cuadros, caídos. Sólo una lámpara arrojaba su mortecina luz sobre la tiniebla. El perro yacía muerto sobre el tapete. La cara de la Niñera era una pulpa roja. Patrocinio no dejaba de golpear a la señora pese a que ésta ya se había rendido (probablemente porque no dejaba de tirar patadas).
—Ayúdame, gordo —dijo la Niñera—. Hay que atar a esta fiera para que suelte la sopa.
La abuela se quedó quieta por un momento y Patrocinio la dejó de golpear. No pasaron ni tres segundos para que de la boca de la señora saliera un gargajo viscoso que se fue a plantar en los ojos del barbón.
—Pinche abuela, hija de su pinche madre.
Cegado, se quitó de encima de la vieja pero la Niñera ya estaba lista. Con un rápido movimiento le arrojó la cuerda al cuello a la abuela mientras ésta se levantaba. La ahorcó por unos instantes, el tiempo suficiente para que los ojos se le blanquearan y la piel se le congestionara. Después de esta última lucha, la vieja acabó por desplomarse y la Niñera terminó la operación. La ató de pies y manos y la arrojó sobre el sofá.
—Qué tanto haces ahí parado, gordo —gruñó la Niñera—. Te dije que me ayudaras.
Bronski no abandonaba su puesto de centinela de la cocina. Hay de horrores a horrores.
Patrocinio, por su parte, se limpiaba la flema de los ojos frente a un espejo roto que yacía en el suelo.
—A ver, señora —se sentó la Niñera al lado de la vieja, ya sometida—. Para dónde se fue su nieto. Necesito un nombre y una dirección para soltarla.
—Cabrones, miren en lo que acabaron por no estudiar —dijo la vieja—. Primero muerta que entregar a mi Coque, pendejos.
Se empezó a sacudir la puerta de la cocina. Y Bronski fue presa de temblores, dejó escapar un chillido sordo.
—Quédate ahí, mamá —gritó la abuela.
—A lo mejor podemos prenderle fuego a la mamá —sugirió la Niñera—. Asarla a fuego lento, a ver si así hacemos cantar a esta cabrona.
—Es buena idea, Nana —exclamó Bronski.
La puerta seguía sacudiéndose y Bronski, horrorizado, la detenía.
—¡Que te quedes ahí, mamá, con un carajo!
Patrocinio no podía evitar imaginarse a la mamá. Si la abuela, la poseída por el diablo, aparentaba unos setenta u ochenta (aunque peleara como ninja adolescente), la mamá tendría que ser una verdadera momia horripilante. La cara del gordo lo decía todo.
—Atrás de la vulcanizadora de Remolinos. Allá en Nuevo Laredo. Quedó de verse con un tal Gelasio pa’ pasarse al otro lado. Tiene una cicatriz en el dorso de la mano. La pendeja esa le prestó lana para cruzarse. Mil quinientos dólares. Pendeja y más que pendeja.
—¡Pinche traidora! —rugió la hija, la de los setenta u ochenta, retorciéndose en sus amarras.
La Niñera sonrió. Por la reacción, no cabía duda de que el dato era exacto. Se levantó del sofá.
—Son ustedes unas finísimas personas.
Patrocinio le acercó una silla a Bronski para que atrancara la puerta de la cocina. Su cara, en verdad, lo decía todo.
—¡Suéltenme cabrones! —se quedó gritando una.
—¡¿Quién va a pagar por el dato, maricones?! —se quedó gritando la otra.