—Qué pinche monserga andar cargando con ustedes, cabrones.
Apenas, al dar la vuelta en donde se encontraron el letrero, RANCHO ALEGRE, 2 KILÓMETROS, atravesando la terracería, es que a la Niñera se le ocurrió que tenía que ser por contagio que las cosas estuvieran saliendo tan mal. Andar con un par de idiotas no puede sino llevar los acontecimientos a extremos idiotas, se sorprendió diciendo. Pensó en ese momento que para lo único que le servían sus acompañantes a esa altura era para entregar la osamenta de alguien al Barrabás si las cosas no resultaban bien, porque bien podría trasladarse mejor sin ellos, bien podría llegar a un feliz y más rápido término sin ellos.
—Pues nos hubieras dejado en la terminal, Gorilón. Y tan de pelos. O a mí, cuando menos, que ni tengo nada que ver en este negocio.
—Yo no estoy tan seguro, espina —agregó Bronski, echado sobre el asiento trasero—. A mí se me hace que alguna pendejada hiciste.
—La pendejada de ser tu primo y vivir en el mismo edificio que tú, gordo.
—Ya cállense, cabrones. Que si me decido puedo dejarlos aquí con una bala en cada pata, a merced de los pinches coyotes.
Era hablar por hablar, porque a ratos sentía unas ganas estúpidas de curtírselos a puñetazos. Y no lo hacía. Probablemente porque sabía que, más que ojetes, eran sólo un par de idiotas.
Apretó la vista. A lo lejos pudo divisar un par de faros encendidos que, como ojos, los miraban a la distancia.
—Por a’i viene un coche. Pónganse hachas.
Bronski se imaginó a sí mismo poniéndose hacha y dejó escapar una pequeña risita. Se vio a sí mismo frente al espejo de cuerpo entero de su casa en el que ensayaba las escenas de sus películas. Poniéndose hacha, pues.
—Qué es tan chistoso, gordo.
—Nada. Creo que Patrocinio se tiró un pedo.
—Tu cola, pinche gordo mamón.
Pero igual veía Bronski a la Niñera pilotando una velocísima nave de alas abiertas en pos de un anillo que salvaría del mal a toda la galaxia. Patrocinio podía ser uno de los androides patiños. Él, el jedi, el aprendiz. Volvió a reír.
Los ojos se acercaban a través de las aplastadas dunas de tierra y abrojos. No tardarían en encontrarse.
—Ya cállate, gordo. Y ponte hacha.
Bronski pensó que esa nave era un fraude, había que disparar a la nave enemiga antes que dialogar con ella. Podrían ser absorbidos por el campo de fuerza de alguna base enemiga. Ahora fue una verdadera carcajada.
—Creo que ya te volviste loco, pinche gordo —sentenció Patrocinio.
Las luces de uno y otro automóvil se enfrentaron. La Niñera no permitió que el otro avanzara por un costado. Le tocó el claxon, le aventó las altas y se le cerró sin violencia. El otro, comprendiendo, frenó. La Niñera detuvo el auto pero no apagó el motor.
—Use the force, Nana.
Se apeó la Niñera y caminó hacia el carro, un sedán compacto. El conductor viajaba solo.
—Buenas.
—Buenas.
—¿P’allá está Rancho Alegre?
—De allá mero vengo.
No se le veía el rostro al amigo debajo de su sombrero de diez galones, pero el cantado acento del norte le hacía sentir a la Niñera cierta confianza. Por un breve instante creyó que estarían cerca de la conclusión de tan molesto relajo. Probablemente para el amanecer ya estaría poniendo la cabeza en su almohada, permitiéndose el sueño de unos ojos violetas prohibidos, imposibles.
—¿No sabe si por allá anda un tal Jorge Armenta?
—Recién acaba de llegar. Es mi primo. Allá anda, echándose una siesta. ¿Para qué se le busca?
—Para nada. Pa’ saludarlo nomás. Somos amigos suyos de la capital.
—Tanto gusto. Si quieren pueden pedirle a la abuela que les convide de cenar un taco mientras platican con Jorge. Es una chulada de viejita, mi abue.
En el interior del Grand Marquis se escuchaba a Freddie Mercury diciendo ser un pobre chico de una pobre familia. Del interior del sedán, un Golf posiblemente, no se escapaba un solo ruido. Los motores de ambos autos se ronroneaban con mutuo fastidio ante la súbita escasez de palabras.
—Gracias por su ayuda —dijo la Niñera después de un largo silencio.
—Para servirle.
La Niñera volvió al auto pensando que la gente de rancho puede ser todo lo hosca y reticente que quiera si se la pasa viviendo entre bueyes y maizales, lluvias y canículas atoradas.
—Dices una payasada y te depilo las narices a tiros, gordo —exclamó al ponerse de nuevo frente al volante y mover la palanca de N a D.
—Es la verdad. Patrocinio se tiró un pedo.
—¡Ya, pinche gordo! —gritó el primo—. Siempre que se te pasa la hora de dormir te pones de un imbécil soberbio. Pareces niño chiquito, carajo.
Por el espejo retrovisor, mientras avanzaba, la Niñera quiso distinguir algún detalle en los focos rojos del auto que se perdían en la negrura y que le permitiera afirmar que el ranchero no había tenido nada que ver con la operación “Cambio de llanta” replicada cuatro veces en la última hora, pero prefirió no sucumbir a sospechas infundadas y siguió avanzando, que la gente de campo no suele ser así.
Por fin, a escasos veinte metros, surgió detrás de una reja alambrada y abierta de par en par una apacible cabañita con luz en todas las ventanas. Un perro ladró desde el interior, reconociendo la llegada de los extraños. A la Niñera le pareció que eso tenía tintes de vuelta a casa, como cuando se sentaba con toda su familia en Milpa Alta a cenar tamales con atole y todo olía a rústico. Cuando todavía era llamado por el nombre que tuvo que desechar al salir del tambo y convertirse en perro de caza de una mafia de tercera. Estacionó el auto y apagó el motor.
—Ora, cabrones. Vamos a terminar con esto. Que el pinche sobrino nos dé el anillo. Cenamos con la abuelita y nos vamos a la chingada.
—Buen plan, Gorilón.
Caminaron a través de la tiniebla en dirección a la cabaña de madera. Ni siquiera tuvieron que llamar a la puerta. Como presintiéndolos se asomó una abuelita de delantal, pantuflas, anteojos de aro y cabello completamente blanco, recortando con su figura el marco iluminado de la puerta.
—¿Qué se les ofrece?
—Estamos buscando a Jorge Armenta.
—Pasen, muchachos.
La Niñera se dijo que era una suerte que la gente del campo no fuera parecida ni en lo más mínimo a la gente de la ciudad. Extrañó a su propia abuelita, que es cierto que le pegaba en el dorso de la mano cuando se portaba mal y a veces lo asustaba con cuentos de nahuales, pero era una buena persona de lengua indígena y casita de adobe a las orillas de un cerro. Y vivía de la venta de nopales, no de fayuca ni pornografía ni de madrear gente o chingaderas de similar índole. Mi cabecita blanca, se dijo la Niñera, no sin cierta melancolía, porque desde que había perdido su identidad, había perdido para siempre también todo eso.
La señora ya estaba dentro cuando los recién llegados traspasaron la puerta. Era menudita y simpática, toda una abuelita del cine nacional. Cerró la puerta tras de sí. Los tres visitantes se encontraron de pronto a media estancia, sobre un tapete grueso, entre una salita chiquita, llena de figuritas y recuerditos de fiestas y un comedor chiquito de cuatro asientos lleno de fotos antiguas. Todo se parece a su dueño. Patrocinio ya pensaba en la posibilidad de hasta pedir hospedaje por una noche.
Sobre uno de los sillones, como aventado al acaso, un sombrero con los filos de piel de víbora.
—Así que vienen a buscar a Coque.
—Si es tan amable de llamarlo, señora.
Bronski fue guiado por su olfato y se aproximó a la puerta de la cocina. Los otros dos se quedaron de pie en la invisible división entre la sala y el comedor.
—Claro que sí. Yo lo llamo.
La abuela abrió una puerta de algo que parecía un clóset de escobas. Patrocinio apenas pudo, sin éxito, intentar darle la espalda al enorme mastín negro que surgió tan rápidamente como si toda su vida lo hubieran entrenado sólo para ese momento.
—¡Primero muerta, hijos de su puta madre!