—Recen por que no haya llegado, cabrones. Porque si ya llegó y se largó a otro lado los voy a poner a vocearlo por todo Monterrey hasta que den con él.
La Niñera aventó la puerta del Grand Marquis con toda la molestia de quien tiene que conducir por más de once horas sin detenerse más que veinte minutos a comer y media hora a escarmentar un prófugo en los cueros. Patrocinio se bajó todavía alelado; Bronski, con una nueva queja.
—Si no me dejas ir al baño me hago en los pantalones, ¿eh, Nana? —dijo.
Entraron a la terminal y la Niñera le puso las manos encima a Patrocinio.
—Ya viste cómo me pongo cuando me buscan, así que te me vas a los andenes y empiezas a buscar a aquel cabrón ahorita mismo. Órale.
Bronski y la Niñera entraron al baño. Ni en la gasolinera les había permitido bajarse a desaguar, así que a la vejiga de cada uno le llevó dos minutos terminar de vaciarse. Bronski no dejaba de decir puta madre cada cierto intervalo mientras se aliviaba. De inmediato alcanzaron a Patrocinio en la última fila de la sala de espera, confrontando la llegada de los autobuses.
—Ve a mear, cara de chivo. Órale.
Patrocinio se desapareció en seguida. La Niñera fue entonces a la primera fila y convenció a tres campesinos de que les dejaran sus asientos. Una rápida ojeada a una calibre 22 puede conseguir ese tipo de disuasiones extrarrápidas.
—Ponte buzo, gordo. Cualquier camión de Autobuses del Norte que llegue lo apañamos.
—Si, Nana.
A Bronski, después de orinar, se le reanimaron el sueño y hambre, pero prefirió no quejarse. El ver a su primo correr bajo el rayo del sol en carne viva todavía lo tenía impresionado.
—Ya dime la verdad, gordo. ¿Cómo le quitaste el anillo a la Chabelita?
—Yo no fui, Nana. Te lo juro.
—¿Y qué hacía tu tarjeta en sus manos? Si ella misma me la dio, panzón. Ella misma me dijo que habías sido tú. Búscate un mejor pretexto.
Bronski no le quitaba la vista al andén. A veces le daba el horrible sentimiento de que toda su vida era un total desperdicio, como decían sus padres antes de que entrara a estudiar a la Unitec y lo aceptaran como ejecutivo de cuenta de Banca Unión. Llevaba seis meses de dejar de oír que era un gordo inútil y ya se estaba acostumbrando a creerlo. Pero había veces, como ese preciso momento, en que el horrible sentimiento lo acometía y se posaba sobre sus hombros como una gárgola. Aunque, dicho sea de paso, tampoco le era tan difícil espantarlo, bastaba imaginarse héroe de una galaxia muy, muy lejana para que las angustias se le resbalaran. Con todo, se empezó a acariciar los bigotes y a morder las uñas.
—Hace un par de meses me llamó un cabrón a mi celular —dijo la Niñera—. Me ofrecía quince mil dólares por entregar el anillo. No sé cómo consiguió mi teléfono ni por qué quiso comprarme. ¿Fuiste tú, gordo?
—Yo nunca he visto más de mil dólares juntos en mi vida, Nana —la gárgola acechaba.
La Niñera lo midió. No podía imaginarse a Bronski haciendo lo que tuviera que hacer para conseguir el teléfono del matón más leal del Barrabás y hablarle para sobornarlo. No, definitivamente no había sido el gordo.
—¿Y cómo explicas lo de tu tarjeta, gordo?
—La verdad es que sí doy a veces esa tarjeta para apantallar a las chavas.
—¿O sea que no trabajas en ese banco?
—Ni madre. Si apenas terminé la prepa de panzazo —respondió, cuidando a la gárgola.
En ese momento llegó Patrocinio. Parecía un auténtico apache del oeste americano, con el cabello largo, las barbas erizadas, la piel hecha una llaga. Se sentó al lado de su primo sin decir nada, el viaje y el escarmiento lo tenían como hipnotizado.
—¿Y según tú cómo llegó esa tarjeta a manos de la Chabelita?
—Ni idea —admitió Bronski—. Una de tantas que han de estar rolando por ahí. Ya me acabé dos cajas de cien tarjetas.
—¿Y te ha servido? ¿Sí se apantallan las chavas?
—Claro.
Eso despertó a Patrocinio.
—¡Qué le va a servir esa pendejada! ¡Se la pasa presentándose como pinche empleado bancario y nunca ha conseguido ni un pinche teléfono de una pinche vieja!
—Tú ni sabes, así que cállate, cabrón —reviró Bronski.
—Mejor cállense los dos. Está llegando un autobús.
Se pusieron de pie junto con otros a recibir a familiares y amigos. Pero fue la Niñera quien, por el derecho de ser el más alto, el más voluminoso y el que tenía más cara de no tolerar estupideces, pudo llegar primero a la puerta del transporte, aun antes de que empezaran a bajar los viajeros. El chofer ya abría la portezuela para la entrega de los equipajes cuando el negro inició la encuesta, uno por uno, para descubrir si Jorge Armenta había viajado en ese autobús, porque ninguno llevaba puesto sombrero.
Al final, nadie había respondido por ese nombre. Ni siquiera con la ayuda de la mentira de traer un recado del tío Melquiades, muy urgente, se está muriendo, quiere que nos acompañes a verlo, palabra de honor.
Estaban a punto de volver a la banca a esperar el siguiente autobús de esa línea cuando la Niñera tuvo una ocurrencia. Volvió al andén. Sólo se encontraban ahí un hombre que hablaba por celular de espaldas y el chofer, que bajaba de nuevo la puerta del equipaje.
—Oiga, no se bajó nadie antes, ¿verdad? —lo cuestionó la Niñera.
—¿Por? —contraatacó, suspicaz, el chofer.
—Oiga. Si se bajó alguien, díganos. Es de vida o muerte. El tío más querido de ese señor se está muriendo. Y su última voluntad es verlo.
—Ah, caray. Pos siendo así… —se rascó la cabeza y sopesó la circunstancia—. Sí se bajó uno en un sitio muy apartado que se llama Rancho Alegre. Hay un letrero. Está antes de llegar a Ojo Caliente, o bueno, de aquí para allá es despuesito, pero no tiene pierde.
—¿Llevaba sombrero?
—Sí. Uno muy bonito, con las orillas de piel de víbora.