Una abuelita se para en la puerta. A su lado se encuentra un mastín napolitano imponente que escurre babas hacia sus pantuflas.
—¿Qué se le ofrece?
—Estoy buscando a Jorge Armenta, señora.
—¿A Coque? Pásele, señor.
Me cede el paso y me permite entrar a la cabaña. Un olor a tortillas calientes, a pan recién horneado, me despierta el apetito. El sombrero del sobrino me llama la atención sobre uno de los sillones. Siento por un momento que podré teclear, en menos de doce horas, las palabras “Capítulo” y “Uno”. Me congratulo de traer mis libros conmigo. En el regreso volveré a mis digresiones sobre los textos que más admiro y que, en cierta forma, deberán ser la semilla de lo que quiero escribir.
—Siéntese, señor. ¿Le regalo tantita agua de jamaica? ¿O prefiere coca?
—Agua, si no es mucha molestia, señora.
—Ahorita vengo.
Se pierde tras la puerta de la cocina y escucho que habla con alguien, aunque no puede ser el sobrino, porque es una voz gastada y jadeante. El mastín se queda conmigo, gruñendo por lo bajito. Se ve que es un arma asesina a la que sólo la abuelita puede quitarle el seguro.
—Bonito… bonito… —digo para tranquilizarme, para tranquilizarlo. Imagino que Jorge Armenta estará en alguna habitación durmiendo. Miro mi reloj. Tres matones furiosos están en camino. Espero no tardar mucho.
La abuela regresa con un vaso grande de agua de jamaica y una servilleta.
—¿Para qué quiere a Coque?
Extraigo mi cartera. Mi identificación de profesor de bachillerato. La fecha de caducidad es lo de menos en ciertas circunstancias.
—Señora. Yo fui profesor de Coque hace un par de años —la familiaridad también es algo que funciona en ciertas labores detectivescas.
—Ah. Mucho gusto, profesor Madden —contesta la abuelita acomodándose los anteojos.
El perro se echa a los pies de la señora sin quitarme la vista de encima. Es como si le estuvieran apuntando a uno con un arma de grueso calibre.
—El señor Melquiades, que también es amigo mío allá en México, me dijo que Coque iba a andar por aquí.
La señora me devuelve mi credencial y da un trago a un pocillo de café que ya se encontraba sobre la mesa de centro de la pequeña sala.
—Me da mucha pena, profesor. Pero Coque se acaba de ir hace ratito. Si hasta se llevó la troca, afigúrese.
—¡Cómo, señora! —respondo, desilusionado.
—Es que se va para los Estados Unidos. Hoy mismo salía para Chicago. ¡Diantre de muchacho!
—¡No me diga!
—Aquí nomás pasó por unos centavos que le presté pa’ que lo cruzaran. Si le dije que se quedara hasta mañana, pero me dijo que traía harta prisa. Estos muchachos, corriendo pa’ todos lados, ¿no, profesor? Pero qué le voy a decir yo a usted, si ha de batallar con eso todos los días, ¿verdad?
—Pues algo.
Mi consternación es genuina. Presiento que, a fin de cuentas, todos nos vamos a quedar sin diamante ni nada.
—¿Por qué tanta apuración para dar con él, profesor?
La mentira, otra buena arma en labores de investigación.
—Señora, me da mucha pena decirle esto… pero… Coque está en problemas.
—¡Jesús, María y José!
—¿Cómo que en problemas? ¿Qué hizo el pendejo? —dice una voz rasposa como la muerte desde la cocina.
—No haga caso. Es mi mamá, que está un poco… —asegura la abuelita, llevándose un dedo a la sien y girándolo.
—¡Esa puta me quiere enterrar viva! —se queja la voz.
—Cuénteme, profesor —me urge la señora.
La actuación, otra muy buena arma. Saco de la chamarra mi pañuelo y me lo llevo a la frente. Luego, asevero, realmente preocupado, conmovedor hasta las lágrimas.
—Verá, señora… a Coque lo quisieron usar unos narcos para llevar droga a Estados Unidos, pero como él se negó, lo están buscando para matarlo.
—¡Jesús, María y José!
—Por eso tenía tanta prisa por irse. Porque sabe que andan tras de él.
—Pobrecito de mi nietecito. Con razón estaba tan raro. ¿Y usted cómo sabe todo esto?
—Los narcos también fueron alumnos míos en su momento, señora —me lamento.
La abuelita acaricia insistentemente el arma asesina. Da un sorbo a su café. Suspira. Saca sus piececitos menuditos de las pantuflas y se inclina para aliviar con sus uñas la artritis. O quizá, la comezón y la resequedad que aparecen a ciertas edades.
—¿Hay modo de saber cómo va a cruzar Coque el río? Es urgente que lo alcance antes que los narcos para prevenirlo.
La señora me mide. Vuelve a suspirar.
—Sí, profesor. Le voy poner en un papelito las razones que me dio. Pierda cuidado —devuelve los pies a las pantuflas, camina hacia un mueble, se enjuga una lágrima—. ¿Quiere que le ponga tantito panqué para el camino?
—No se moleste, señora.
—No es molestia, profesor. Ahorita le pongo en una servilleta. Y lechita bronca para que le asiente el estómago.
El perro deja de gruñir. Se recarga en mi rodilla dibujando una línea brillante de saliva en mi pantalón.