Probablemente sea como en “El muerto”. En realidad es el destino el que realiza la última burla, haciendo las veces de Azevedo Bandeira. Se le permite a uno crecerse en su papel hasta que el destino, la fortuna, la fatalidad, se harta del jueguito y reclama, no con un tiro en el corazón pero sí con una picadura de viuda negra, un tropezón a las vías del metro, una pulmonía cuata, el pago de la deuda. No hay quien, instalado en el mejor momento de su vida, en la cúspide de su éxito, no pueda ser arrebatado a los abismos y ser sorprendido por el infortunio o por la muerte.
O acaso, un engaño empeñosamente trabajado. Como el de Pedro Damián, que imaginó una muerte distinta a la que le tocaba y consiguió reformar su destino sin haberlo realmente vivido. Y es, en su muerte, el héroe que siempre deseó, en suplantación del cobarde que, en realidad, siempre fue.
Todo esto, naturalmente, porque presiento que la viejita habrá podido sacarme de encima a los molestos sabuesos que me vienen pisando los talones. Y justo cuando creo que puedo conseguir una buena ventaja, cuando supongo que estoy a una nada de llegar a Nuevo Laredo, recuperar la piedra, volver a mi casa en el primer vuelo de la madrugada, justo cuando me estoy imaginando borracho de whisky en la fiesta de la Beba, justo cuando estoy en el sueño “que hable el papá, que hable el papá” y tomo el micrófono para mentarle la madre a todos los pinches gorrones de la fiesta, a la mitad de un cabezazo al volante por falta de sueño, un burro. Un jodido e inoportuno burro.
No puedo virar y el trancazo es inevitable. Ya ni hablar de las decenas de jarros que llevaba en el lomo y que se hacen pedazos. Si tuviera un arma le haría un favor a la bestia mandándola al cielo de las bestias, pero es un romanticismo que no me está permitido. Y ni modo de hacerle el favor a taconazos. O pasándole el auto por encima del cráneo.
Mientras discuto con el hombre (sombrero, cayado, ropa de manta, la estampa completa) al que involuntariamente he despojado de transporte y mercancía en una mezcla de náhuatl y español, tratando de llegar a un precio justo sin ocupar demasiado tiempo, no puedo evitar pensar en las dos horas que me costaron el haber podido entregar mi primer trabajo con niveles de cien por ciento de eficiencia y que me tienen metido, ahora, en el brete de valorar la vida de un animal que responde —sí, todavía respira— al nombre de Bonito.
El señor Kosta me dio el nombre y la dirección de la dama argentina. Y la advertencia de que la señora no soltaría por ninguna cantidad la joya, así que cualquier tipo de negociación sería inútil. Apalabré, pues, a los rateros que habían de forzar las cerraduras necesarias para recuperar la piedra. No sienta usted remordimiento de hacer lo que tenga que hacer, profesor, fueron las palabras del húngaro, recuerde cómo llegó esa joya a manos de la señora. Por eso decidí, de entrada, ir por la piedra utilizando esos otros medios, echando mano de la cifra permitida como instrumento de persuasión, porque cualquier tipo de negociación con la dama me habría marcado como principal sospechoso a la hora de pasar al plan B.
Los conocí a través del conocido de un conocido de un conocido. Y, como ha sido con todas estas negociaciones, nadie me ha visto a la cara (con excepción de uno de los tres cargadores que al final fallaron y que debían permitirme entrar a la vecindad). Llamé por teléfono a un número e hice un depósito a una cuenta de banco. Pedí que entraran a la casa de la señora en cierta fecha, que extrajeran dos cuadros, tres esculturas y una caja de música (el impecable trabajo del húngaro lo había llevado hasta esa minucia: conocer el escondite exacto de la joya en el interior de la maquinaria de una cajita con una bailarina y un espejo). Naturalmente, los cuadros y las esculturas eran distracciones que se me ocurrieron. No quería que los rateros repararan en la caja de música.
Debía llamarles para cancelar la operación. Pero se le acabó la pila al teléfono celular y Olivia me tuvo secuestrado en una junta con el director de la escuela de los gemelos por dos horas: les habían encontrado un dibujo de la maestra desnuda. Y ya daban las diez. Ya daban las diez y cuarto. Las diez y media. El director quería saber cómo es que dos niños de doce años conocen con tanto detalle el cuerpo femenino (el dibujo no tenía desperdicio, yo mismo fantaseé con la maestra de mis hijos gracias a su talentosa mano artística). Pero tenía que parar la operación del atraco porque aún no estaba seguro de querer participar en un delito de esa magnitud. De pronto se me había ocurrido que el tal Kosta era un farsante y que quería despojar a la legítima dueña de la joya. Mírate, Madden, a lo que has llegado. Qué clase de investigador llega a tal bajeza sólo porque tiene que pagar el mínimo de la tarjeta de crédito y dos retrasos en la renta. Once en punto. O mínimo ten los cojones para llevar a cabo tú mismo el asalto. Once y diez. Y comprendí que los rateros estarían aprovechando la ausencia de la señora, que estarían encerrando a las dos mucamas en un clóset, que estarían sacando los objetos. A los gemelos, de todos modos, los suspendieron cinco días.
Luego, a lo hecho pecho. Y en el momento de la entrega —los objetos del robo por el resto del dinero prometido— ocurrió lo que se debe temer cualquiera que no sabe en lo que se está metiendo: en la maquinaria de la caja no había nada. Tuve que rastrear al dueño de la cuenta bancaria para dar con el Barrabás y la historia detrás del anillo, siempre contada por terceros a los que tenía que comprar con lana del señor Kosta: el capo fayuquero no había decidido quedárselo por lo que valía sino para entregárselo a una escuincla preciosa que se había robado de un certamen de belleza en Aguascalientes y a la que quería por tercera esposa. Lo que siguió a todo eso ha sido un ir y venir interminable entre el húngaro moribundo y los poseedores de la joya, ofertas negadas una y otra vez, intentos fallidos una y otra vez. Y la firme, absoluta, insobornable convicción de que como investigador privado soy muy buen mesero.
Pienso en Pedro Damián, su muerte como un héroe. Pienso que no hay forma de reescribir el destino, ni siquiera si se esmera uno mucho, ni siquiera si dedica uno toda la vida a borrar cada “bochornosa flaqueza”. El tiempo corre en una sola dirección, inapelable.
—Tres mil pesos nuevos y me llevo los jarritos que quedaron vivos.
—Hecho.
El golpe de cayado en el cráneo de Bonito es determinante.