Me decido a conducir hacia el mismo punto en el que se perdieron la patrulla y el tráiler, fuera de la autopista. Me siento animoso puesto que no hace falta ningún gran poder de deducción para comprender que todo este asunto está por terminarse. La última persecución que presencié a la distancia no puede significar otra cosa que la insufrible escena de autos a toda velocidad que aparece siempre antes del final de ciertos policiales baratos.
Así pues, no me amilano. Atravieso con cuidado la llanura, siguiendo las huellas de los otros autos y procurando que una ponchadura no le dé al traste a la inminente conclusión. Paso por en medio de un par de cerros y estaciono el auto. Me quito la chamarra, me seco el sudor, me quito el diez galones, extraigo la chequera y me apeo. Camino bajo un sol de treinta y tantos grados en dirección al único sonido que viene del norte, algo parecido al llanto de un niño.
Y ahí están, como el golpe de orquesta que antecede al gran finale. El tráiler volcado, siete hombres tirados boca arriba y con las tripas al sol. A pocos metros de mí, otros dos cadáveres, derribados con la mandíbula en el polvo. Pero no es eso lo que me impresiona, sino la luz que, a través de la Lágrima del Buda, viaja hasta mis ojos y me deslumbra. Es la primera vez que la contemplo fuera de la fotografía. Y por un minuto comprendo al señor Kosta, su obsesiva persecución, los siglos de historia detrás de la gema, la legítima adjudicación a través de un jaque mate.
El Refrigerador, mal vestido como patrullero gringo, levanta la piedra, que ha sido desprendida de la argolla, y la contempla a trasluz. Supongo que debe ser como asomarse al paraíso por una rendija. Doy un largo suspiro y abro la chequera. Sobre la arena, de hinojos, plasmo la cantidad autorizada por el húngaro. Sólo falta asentar el beneficiario; supongo que será un buen momento para saber el nombre del Refrigerador y dejar de llamarlo así.
Comprendo que, si no acepta la suma, no tendré otra opción que perderme en este laberinto sin muros, sin escaleras, sin puertas, como aquel arrogante rey de Babilonia que fue trasladado al desierto atado a un camello.
Por el contrario, si acepta, puede significar otro principio, el primer teclazo sobre la primera página del primer libro. Capítulo uno, me digo a mí mismo, para conjurar la suerte.
Me levanto con toda la intención de ser visto. Y me percato entonces de que el llanto del niño es en realidad el del gordo que, al igual que el otro individuo, el bajito, se encuentra tirado sobre la arena, ambos como lagartijas al sol, en una posición muy similar a la de los muertos que tengo a mis pies, seguro abatidos mientras huían.
El Refrigerador apunta con su arma a la espalda del obeso.
—No chingues, Nana… —dice el gordo con una voz tan aguda que en verdad parece la de un niño—. Me cae que te pagamos. Aunque sea a plazos pero te pagamos.
—Ya cállate, gordo. Muérete como un hombre, carajo.
—Mi primo te puede regalar toda su colección de pornografía. Tiene como cien mil películas.
—¡Que te calles, gordo!
Capítulo uno.