Salgo de la casa de Kosta, el que antaño fuera Kosta.
Calculo el tiempo que haré a mi casa, si valdrá la pena detenerme en alguna licorería, comprar una anforita de whisky que quepa en el interior de la chamarra.
Bronski entra a su casa.
Apenas ha tenido que empujar la puerta, recordando, como siempre que arriba, que tiene que arreglar la cerradura un día de éstos. Después de casi sesenta horas de ausencia, lo único que quiere es desplomarse sobre la cama. Su estampa es idéntica a la de un sobreviviente de un sismo. Pero los diecisiete recados en la contestadora lo retienen un momento más en la sala, presiona el botón y se sienta en la orilla del sofá, con los codos sobre las rodillas. Aprovecha para quitarse las botas, aplastarse los bigotes, mordisquearse las uñas.
Los primeros diez, de Patricia, todos de índole similar, más te vale que estés por llegar, gordo, en serio, dónde chingada madre te metiste, Edilberto, no seas miserable, por amor de Dios asoma la cara, no te importa nada en la vida, ya ni hagas nada, ya le hablé a un amigo para que me ayude. Los otros, en escrupuloso orden, separados por intervalos exactos de una hora, de sus padres. Su madre primero, su padre después. Edilberto, ¿por qué no contestas el teléfono de tu oficina? Estamos preocupados por lo que salió en las noticias, llámanos por favor. Edilbertito, llámanos. Mijo, no habrás tenido que huir tú también del país, ¿verdad? A ver, gordo inútil, ¿qué chingados tienes que ver con esto de que el gobierno intervino tu banco, eh? Llámanos. Seguro que algo tienes que ver con el mentado fraude, o si no, por qué no contestas. Llámale a tu madre, que no para de llorar, cabrón. Para eso me gustabas, para ratero.
Escucha todos los mensajes y después, arrastrando los pies, cae sobre su cama boca abajo. Comienza a soñar inmediatamente. Algo parecido a un duende de medio metro le enseña a levitar naves a pura fuerza de pujidos.
Patrocinio abre la puerta de su casa cojeando.
Los conejos no han muerto ni se han empezado a devorar unos a otros. Pero sí acometieron contra la casa, contra una colección inmensa de películas. Como si hubiera practicado la filosofía zen toda su vida, se sienta a contemplarlos en la misma silla de la que pende un abrigo medianamente roído, las nuevas crías que nacieron en su ausencia, los cientos de inquietos ojos rojos, los miles de bigotes yendo y viniendo. Extrae del abrigo el capítulo veintitrés de la serie Really Really Nasty. Está intacto. Lo arroja a los leones. Dos de las fieras se ceban en el plástico, la cinta, las imágenes capturadas.
Entonces, sufre una epifanía. Se pone de pie. Sale de su casa. Va al piso inferior. Se cerciora de que su primo tenga la puerta cerrada. También el señor Isidoro, el del departamento de la planta baja, el único que paga su renta a tiempo, el que todos los días escucha tangos y lee a William Wilkie Collins (como si estos endebles inventarios pudieran realmente decir qué hay detrás de cada nombre, quién es cada persona). Abre pues la puerta de la calle de par en par. Vuelve a su piso y hace lo mismo con su propia puerta. Luego, haciendo uso de una escoba, barre de conejos el lugar, desde el fondo de la estancia hasta la entrada.
Sobre una calle de la colonia Roma, una enorme alfombra de orejas alargadas busca acomodo, a pequeños saltos, en algún otro sitio, alguna otra realidad.
Un negro enorme, del que nunca sabremos el nombre, entra en una vecindad en Tepito arrancando la puerta con sus propias manos.
En menos de tres minutos incrementa su lista de muertos en cuatro. Recibe un tiro en un hombro, sí, pero eso no detiene su paso por la escalera metálica. La escena en el interior del cuarto no es menos asombrosa. Arranca a la Chabelita de los brazos del Barrabás, a quien tuerce el cuello sin hacer demasiado esfuerzo, dejando su cuerpo huir exánime hasta el suelo. La chica ultrajada, a la manera de Miss O’Shaughnessy, con unos ojos violetas de tan azules, con un cabello azul de tan negro, se arroja a los brazos de su salvador y será, de eso estamos seguros, su perdición.
La policía no tiene indicios de nada. La historia de la masacre es absorbida por el barrio en pocos días. A la semana, unos nuevos empresarios del crimen ya se han mudado, con todo y chivas, a la bodega.
Yo, por mi parte, espero la visita de la inspiración, ese volver al ser del que habla Octavio Paz. (¿Volver al ser? ¿Mi propio ser? ¿Otro?) Y espero. Y espero.
Y espero.
Hasta que me acomete el sábado en la tarde con un vaso de whisky en la mano, metido a la fuerza en el primer frac que he comprado en mi vida, contemplando la pantalla de la computadora. Sólo tres palabras son mi avance. La primera: Suplantación. La segunda: Capítulo. La tercera: Uno.
Entra Olivia a mi pequeño estudio. Me da un beso en la mejilla. Está sonriente. Parece increíble lo que puede hacer un vestido de diseñador de treinta mil pesos nuevos y unos zapatos de tacón de cinco mil.
—Ricardo, ya llegó nuestra limusina. Y el carruaje de la Beba.
—Adelántense —le digo—. No me tardo.
Capítulo uno. Capítulo uno. Capítulo uno. No puedo dejar de pensar en Herbert Quain, la mofa que hace Borges de la literatura en su ilustre examen. O en Pierre Menard, para el caso. Los dos extremos posibles, el de la originalidad a ultranza, el de la imitación exacta. Porque, de tanto buscarle, me encuentro justo a la mitad, y no sé ni qué puedo plasmar en una hoja que no se haya dicho ya; ni tampoco si valga la pena tratar de escribir Le jardin du centaure de Madame Henri Bachelier como si fuera Madame Henri Bachelier. En la busca de Averroes, éste asevera que “un famoso poeta es menos inventor que descubridor”, y condena, por vana, “la ambición de innovar”. Así pues, ¿qué me corresponde? ¿Escribir un inicio con diversas vertientes? ¿Pretender una frase que modifique una solución, que haga ver al lector más perspicaz que el detective? ¿Ir de atrás para adelante, reconfigurar el universo de Bradley en el que la cicatriz precede a la herida, la herida al golpe?
Revuelvo los hielos de mi bebida en el momento en que entra la Beba.
—¿Nos vamos, papi?
—En un momento, hija.
También me da un beso. La contemplo. Es exactamente el tipo de niña del que me burlaba cuando era joven, cuando quería tocar la guitarra como Brian May, robusta y añoñada. Tiene una corona en la cabeza y algo que pretende ser una varita mágica en la mano izquierda. Pero la quiero, al igual que a los delincuentes de sus hermanos. Y a la neurótica de su madre, qué le vamos a hacer.
—Te quería dar las gracias por convencer a Memo.
—Ah, no fue nada, mi amor —respondo, aunque en realidad fueron cinco mil nuevos pesos y la promesa de otros cinco si se pasaba toda la fiesta en compañía de la festejada.
Capítulo uno. Capítulo uno. Capítulo uno.
—Oye, Cata… ¿te molestaría mucho que tu papá no fuera a la fiesta?
Me mira con simpatía. Está creciendo, qué le vamos a hacer. Significaría perderme el show de la última muñeca, la primera zapatilla, el Danubio azul con el hielo seco, el discurso del padrino pedo… toda una lástima.
—Por mí no hay problema —dice sonriendo—. Pero… ¿y mi mamá?
Bronski estaciona su auto último modelo frente a una minúscula cafetería. Lo ha pintado de poca madre, según su propia percepción, aunque pocos podrían decir de cuál de las tres películas sacó el modelo.
Patrocinio levanta la vista. Veintidós enanos, un tractor, tres rusas, dos enfermos de priapismo, cuatro focas y un burro conforman el impaciente grupo.
—Por tu mamá no te preocupes, Cata. Últimamente es incapaz de contradecirme en nada.
—Entonces… por mí no hay problema. ¿Piensas quedarte a escribir?
—Eh… Probablemente.
Me regala otro beso y sale de la habitación, del departamento, del edificio. Un méndigo cadete austriaco deberá estarle abriendo ya la puerta de la carroza.
Bronski entra con paso decidido. Los parroquianos voltean a verlo con interés, y eso que el atuendo de Han Solo no es tan llamativo como el otro que llevó por varios días puesto. Tolera un trapo que apesta a trapo en la cara, lanzado desde el otro lado de la barra. Se lo quita con lentitud, con movimientos estudiados.
Patrocinio construye la escena. Espera al dueño del burro, que le prometió ochenta y cinco centímetros o la devolución de su dinero.
Suena mi teléfono. El otro. El del anuncio que apenas contraté el jueves. El de las tarjetas de presentación que ya he empezado a repartir por todos lados, transportes públicos, el cine, la calle.
Bronski tolera leche también en la cara. Y luego, un jitomate partido a la mitad. Una lluvia de ajonjolí. Otra de chispas de chocolate. Parsimoniosamente, se limpia con el trapo que apesta a trapo.
Patrocinio está satisfecho. Noventa y dos centímetros. Los enanos terminan ya la pirámide. Las rusas se untan la miel. Los enfermos comentan el clima mientras comparten una manzana.
Acabo con mi whisky. Le doy una ojeada a mi reluciente pistola nueva en mi perfecta sobaquera nueva. Doy un golpecito a mi sombrero tipo Fedora nuevo, acomodado en la perchera nueva donde se encuentra, también, mi gabardina de cuello alto, nueva. Contesto. Ricardo Madden, Agencia de Investigación, ¿en qué puedo servirle?
Tal vez la identidad sí sea una de esas cosas que ocurren por accidente.
Bronski pone un par de boletos de avión sobre la barra.
Patrocinio da la orden. Luces, cámara, acción.
Capítulo uno. Capítulo uno. Capítulo u…
Apunto la dirección que me dictan. Me calo el sombrero, la gabardina. Enciendo un cigarrillo.
Apago la computadora.