En el presente

53

Tomás sube las persianas del salón para dejar que la luz deshaga la penumbra que ha invadido la casa. Carmen permanece de pie sin saber muy bien dónde colocarse mientras él trata de poner un poco de orden en la sala, en la que hay ropa, restos de comida en una bandeja y alguna revista tirada. Hace un hueco en el sofá para que la chica se siente. Él permanece de pie, después coge una silla y se sienta frente a ella. Los ojos de Carmen se dirigen a la cicatriz de su cabeza, de la que es imposible apartar la vista.

—¿Estás mejor? —pregunta con timidez.

—Sí, ha sido un buen susto, pero estoy recuperándome.

Carmen pasea la mirada por el salón. Repara en una foto de Samuel sobre la mesa.

—¿Es tu hijo?

—Sí, ahora no están. Se han ido. En realidad mi mujer me ha dejado. No la culpo, si yo pudiera me dejaría también.

Tomás tiene en la mano las hojas del diario que ella le acaba de entregar, pero aún no las ha leído, prefiere hacerlo a solas.

—¿Te ha visto alguien subir?

—No, vamos, no lo sé, ¿quién podía verme?

—Hay un par de coches de la policía abajo. Están vigilando la casa.

—No creo que me hayan visto. Y si lo han hecho no le habrán dado importancia. No saben quién soy.

—Tienes razón. Cuéntame, ¿qué pasó aquella noche? ¿Por qué tienes estos papeles?

Carmen toma aire.

—No te hice caso. Nos dijiste que no volviéramos más por el cementerio, que podía ser peligroso. Yo no te hice caso.

—¿Y Antonio?

—No, él sí. Se asustó. Ni siquiera sabe que he seguido yendo por las noches.

—¿Por qué? —pregunta Tomás—. ¿Por qué lo has hecho?

—No estoy segura. Sé lo que se siente cuando todo el mundo te da la espalda. Cuando estás solo y nadie parece darse cuenta de que existes.

Tomás siente un ligero escalofrío recorriéndole el cuerpo, arrasando con sus pocas defensas, haciendo que los ojos se le humedezcan, y siente un temblor en la garganta que parece querer ahogarle. Carraspea un par de veces para tratar de deshacer el nudo, mira al suelo para no enfrentarse a Carmen, por miedo a que pueda leer en sus ojos quién es en realidad y decepcionarla como acaba haciendo con todos los que le rodean.

—Estabas allí esa noche. ¿Qué pasó, qué viste?

—Llevaba varios días sin ir. Las últimas noches ni siquiera salías de la garita. Estuve a punto de llamar a la puerta más de una vez. Cuando iba a marcharme vi un pequeño incendio, algo ardía junto a una de las tumbas. Quise acercarme, pero otro de los guardias llegó antes que yo. Permanecí oculta en la oscuridad. Al rato apareciste tú. Vi que hablabas con el otro guarda, pero desde donde estaba no podía oíros. Después el otro se fue y te quedaste tú solo apagando lo que quedaba del fuego.

Carmen interrumpe el relato como si necesitara esa pausa para contar un secreto inconfesable.

—Me viste abrir la tumba.

—Sí, vi cómo la abrías y bajabas.

—Era la tumba de mi padre —le explica Tomás—. Había un mensaje que aseguraba que encontraría algo.

—Eran esos papeles, ¿no?

—Sí.

—Te vi salir con ellos en la mano. Después entraste en el coche. Pensé que volverías a la garita. A los pocos metros te detuviste. Bajaste y saliste corriendo.

—Había alguien allí, le vi un instante iluminado por los faros del coche. ¿Le viste?

—No, no vi a nadie. Estaba muy oscuro, desapareciste en la oscuridad. Pero te creo, estoy segura de lo que dices. Fui detrás de ti. Me detuve. Intentaba escuchar algo, pasos, algún ruido, no sé. Por primera vez, allí entre las tumbas, tuve miedo. Te vi tirado en el suelo. Me acerqué. Estabas sin sentido. Al principio pensé que estabas muerto. Me di cuenta de que respirabas. Saqué el móvil para pedir ayuda cuando escuché el ruido de un motor. Era el otro guarda. Me fijé en los papeles, que estaban a tu lado, en el suelo. Los cogí y me alejé de allí antes de que me viera.

Carmen tiene la respiración un poco agitada al revivir lo sucedido esa noche.

—Te agradezco lo que has hecho por mí —dice Tomás—. Ha sido una locura. Cuando os dije que era peligroso era verdad, podría haberte pasado algo.

—Lo sé, me di cuenta esa noche. ¿Qué son esas hojas?, ¿por qué son tan importantes?

Él sostiene las hojas, un poco arrugadas, en la mano. Trata de alisarlas. Ve la reconocible letra de Valeria sin atreverse a leer lo que dejó escrito.

—No lo sé. Es decir, sí sé lo que son pero aún no sé la importancia que pueden tener.

—Yo sí las he leído, son las páginas de un diario, o por lo menos eso parecen.

—Sí, pertenecen al diario de una chica que murió hace un tiempo.

—¿La conocías?

—No, no llegué a conocerla. Pero siento que estoy en deuda con ella.

Le gustaría poder explicarse mejor, poder contarle todo lo que pasa y ha pasado. Sobre todo porque necesita confesarse con alguien, escuchar en voz alta lo que lleva guardando tanto tiempo.

—No sé qué esperas encontrar en esas páginas —dice Carmen—. A mí no me ha parecido que haya nada de interés. Creo que es una chica enamorada de alguien que no lo está tanto, o por lo menos es lo que he deducido.

Tomás comparte la perfecta definición que Carmen acaba de hacer de la relación de Valeria con Joaquín. De todas maneras espera que en esas hojas haya más que eso, y que sean un giro más de esa historia que ha atrapado a demasiada gente.

—¿Has desayunado?

—No, no te preocupes, me voy a marchar, tengo clase.

—Como quieras —dice Tomás.

En el fondo agradece que aquello no se alargue más. Necesita quedarse a solas con las páginas del diario. Le agradece a Carmen su ayuda. Ella le abraza antes de salir por la puerta. Se mantiene apretada a él durante varios segundos, como si la chica supiera que no hay una forma de que aquello acabe sin que él salga perdiendo.

Una vez a solas, demora unos minutos más la lectura del diario, lo que tarda en tomarse un café. Tumbado en la cama comienza a leer con el pulso acelerado esa parte de vida que ella decidió dejar escrita. Son solo seis páginas, y cuando termina de leerlas recuerda lo dicho por Carmen: son las palabras de una chica enamorada, nada más. Vuelve a leerlas despacio, deteniéndose en cada párrafo esperando encontrar una clave oculta que en la primera lectura no ha sido capaz de captar. Al igual que en las otras páginas, Valeria hace reflexiones imprecisas sobre sus sentimientos, su vida. Tomás no tiene muy claro en qué lugar del diario encajan, pues todas vienen a decir lo mismo.

Quiero una vida normal como todo el mundo. Sé que debo esperar, que para él tampoco es fácil, que debe romper con muchas cosas y también necesita tiempo.

Valeria seguía teniendo fe en las falsas promesas de Joaquín. La ilusión de que él diera el paso de romper con su vida alimentaba su esperanza.

Ojalá todos los días fueran como el de hoy. Llevaba tanto tiempo pidiendo lo que tiene toda la gente. Salir al cine, pasear por la calle, ir a cenar a un restaurante. Quizá debería ser sincera con él, contarle la verdad y tratar de empezar de nuevo.

Es muy difícil romper una relación como la que Valeria tenía con Joaquín, plagada de dudas y a la vez de instantes ilusionantes que le hacían pensar que en cualquier momento todo podía cambiar.

... pensar que algo crece en mí, que es la primera vez que tengo la sensación de que algo en mi vida merece la pena. Tengo miedo de lo que pueda pasar.

Pero Joaquín la obligó a renunciar a ese niño, a esa vida, y Tomás no quiere ni imaginarse las dudas que tendría ella antes de tomar esa decisión. Toda la ilusión que tenía depositada en ese niño era directamente proporcional al problema que suponía para Joaquín, y este acabó imponiéndose.

Le he pedido que me acompañe. No quiero estar sola en un momento así. Sé que después tendré que hablar con él, tengo que ser capaz de sincerarme como no lo he hecho nunca.

Esa es la última anotación, y en esta segunda lectura Tomás sigue sin encontrar la razón por la que esas páginas habían sido arrancadas. Trata de analizar todo lo leído. Se siente decepcionado, no porque no haya en el diario ese dato relevante que él esperaba, sino porque no es capaz de encontrarlo. Está seguro de que esconden una clave que no consigue descifrar. Está en un callejón sin salida y tiene la necesidad de volver hacia atrás y tomar otra dirección sin saber muy bien cuál. Cierra los ojos intentando conciliar el sueño, esperando que con el cerebro más descansado una luz se abra entre tanta oscuridad. Pero al poco una vieja sensación, no por extraña menos conocida, le asalta: no va a ser capaz de dormir ni un solo minuto, el insomnio que creía haber dejado en la habitación del hospital ha encontrado el camino de vuelta a casa.

Se levanta. La experiencia le dice que lo peor que puede hacer es tratar de pelear. Decide aprovechar el tiempo. Se da una ducha, se viste y llama a María para avisarla de que va a pasarse por la comisaría.

—¿Estás seguro? —pregunta ella—. Pensé que ibas a tomarte unos días de descanso.

—Acabemos con esto cuanto antes, ya tendré tiempo para descansar —dice acuciado por la necesidad de dar un paso, de vencer la frustración que las páginas del diario de Valeria le han ocasionado.

Desde la conversación que mantuvo con María en la habitación del hospital sabe que el tiempo se le acaba, que cada minuto cuenta y no puede dejar que nadie le tome la delantera. Tomás cuelga y se queda sentado en el sofá. La casa vacía, el silencio al que está empezando a acostumbrarse, como si las voces de Sara y Samuel no fueran más que un recuerdo ancestral, imaginado, que se va diluyendo en la nada.

54

Tomás aguarda dentro del coche antes de entrar. Desde aquella madrugada en la que acudió a recoger sus cosas no ha vuelto por la comisaría, y no lo ha hecho desde hace mucho más tiempo a la luz del día, cuando la actividad es mayor y más miradas pueden clavarse en él. Ha imaginado muchas veces que si él estuviera en el lugar de sus antiguos compañeros también se repudiaría de la misma manera. Ahora se prepara para representar un papel del que no puede ni debe salirse. Junto al mostrador de la entrada, María aguarda para recibirle y hacerle más fácil el trago. Atraviesan una sala en la que varios agentes disimulan ante su presencia, sin mirarle ni comentar nada a su paso. Van al que fue su antiguo despacho. Allí él comprueba que en su mesa se acumulan expedientes amontonados esperando a ser archivados. María descuelga el teléfono y avisa al comisario de que ya ha llegado.

—Viene ahora.

—¿Va armado? —bromea tratando de aliviar un poco la tensión.

—Lleva dos años muy jodidos. El caso le arruinó un ascenso y es difícil que lo consiga ya. Le queda poco para jubilarse. Si conseguimos detener a Joaquín puede que consiga lavar su imagen. No hace falta que te diga lo que nos jugamos.

La puerta se abre y el comisario Bolaños entra en el despacho. Por su asombro, Tomás entiende a quién le ha ocasionado más estragos el tiempo que llevan sin verse.

—¿Cómo estás? —pregunta el comisario.

—Mejor, un poco mejor.

Un incómodo silencio se instala en el despacho.

—Me ha dicho María que estás dispuesto a colaborar —dice al fin el comisario.

—Sí. Trataré de ayudar en todo lo que pueda.

—Deberías empezar por contarnos la verdad.

Tomás se acerca a una silla y se deja caer en ella. Durante la siguiente media hora cuenta con detalle cómo encontró a Joaquín en su chalet con la maleta hecha, preparado para escapar, y cómo trató de convencerle para que no lo hiciera.

—No sabía que él estaba detrás de la muerte de las cuatro chicas. Pensé que se marchaba por miedo a la opinión pública. Llevaba un pasaporte falso y un maletín con dinero. Lo tenía todo preparado y yo no supe darme cuenta de lo que estaba ocultando.

Mientras confiesa lo que hasta ese momento no ha sido más que una hipótesis policial, siente cómo el cuerpo se libera de un peso arrastrado durante demasiado tiempo. A la vez que habla escucha sus propias palabras como si fuera el muñeco de un ventrílocuo al que él mismo maneja. Se levanta y se acerca a un mapa que hay en la pared y señala el lugar donde se encuentra el camino en el que dejó a su hermano.

—A un par de kilómetros del aeropuerto, para evitar las cámaras. Me prometió que no volvería y se fue. Eso es todo.

El comisario y María han escuchado el relato con la tristeza de la sospecha confirmada.

—Hubiera ayudado que contaras todo esto desde el principio —dice el comisario—. Hemos dado demasiados palos de ciego.

—Lo siento. Para mí tampoco ha sido fácil, solo tenéis que echarme un vistazo.

—Bueno, cada uno tiene lo que se gana —responde el comisario sin mostrar ningún tipo de conmiseración con él.

—Siempre he asumido las consecuencias de lo que hago —le dice Tomás tratando de mantener su dignidad—. Me imagino que tendréis un dispositivo para localizarle.

—Sí, tenemos un operativo montado en toda la ciudad —responde María.

—Es contigo con quien se ha puesto en contacto —dice el comisario— y estamos seguros de que volverá a hacerlo.

—Os avisaré si lo hace.

—No hará falta, si lo hace lo sabremos —dice el comisario dejándole claro que él no forma parte del equipo.

Después sale del despacho. Ese despacho donde habían pasado tantas horas juntos María y él le resulta ahora un espacio asfixiante al representar, en esos pocos metros cuadrados, lo ocurrido, sobre todo la decepción y la confianza traicionada. Si algo le duele a Tomás es saber que está volviendo a traicionar esa confianza acudiendo a la comisaría con la apariencia de quien quiere colaborar, pero sin mostrar la verdadera razón por la que está allí. María le conduce a una pequeña sala junto al laboratorio, donde un dibujante aguarda para realizar un retrato robot de Joaquín el día que escapó.

—Te dejo tranquilo, tómate tu tiempo.

—No te preocupes. Luego te busco.

María se marcha y Tomás se queda con el dibujante, que sostiene en las rodillas un bloc grande de dibujo.

—Bueno, empecemos. Es fácil. El retrato de tu hermano lo tenemos, lo único que necesito es que me digas cómo llevaba el pelo, creo que se lo había cortado y teñido.

El dibujante gira el bloc. A ese rostro que parece flotar en el aire le falta el pelo, como si la cara estuviera tratando de atravesar el papel. Tomás no puede evitar recordar su cara de asombro cuando le sorprendió en el chalet metiendo ropa de forma apresurada en la maleta.

—Tenía el pelo oscuro, no negro del todo —apunta—. Y se lo había cortado, sobre todo por los lados y por atrás. Parecía más joven.

El dibujante comienza a dibujar con gestos rápidos y seguros. Al poco le enseña el resultado.

—Sí, el pelo un poco más corto arriba.

Tomás ha contado algo que pensaba que se llevaría a la tumba y siente que ha traicionado un juramento que no había hecho.

—También tenía barba, una postiza.

—¿Qué tipo de barba?

—Barba completa, le cubría toda la cara.

El dibujante sigue con el carboncillo sus indicaciones y después gira el papel. Tomás siente un escalofrío al ver el rostro de Joaquín. Cierra los ojos y lo ve de nuevo alejándose por la carretera, iluminado por los faros del coche, girándose una última vez a modo de despedida, dejándole solo en la noche convencido de que a partir de ese momento la oscuridad lo engulliría todo.

—Es él. Ese era su aspecto la última vez que le vi.

—Gracias. Completaré el retrato y se lo daré a los inspectores.

Regresa al despacho, donde María está hablando por teléfono. Le hace una seña para que pase y aguarde. Entra y se acerca a la que fue su mesa. Se sienta. Es muy difícil no sentirse un usurpador, un estafador que ocupa el puesto que no le corresponde. María cuelga el teléfono sintiendo también lo artificial de la situación.

—¿Qué tal te ha ido?

—Bien, ya tenéis el retrato robot. Pero tú sabes que no os servirá de mucho.

—Lo que has contado hoy era algo que yo ya sabía. A mí nunca me engañaste.

Tomás deja escapar el aire en un largo suspiro.

—Me gustaría poder ayudar más. Creo que podría echaros una mano. No quiero quedarme, sé que no puedo, pero me gustaría que me informaras un poco de cómo están las cosas. Quizá yo pueda ver algo que se os escapa.

María duda. Ella también echa de menos su presencia a su lado.

—¿Sabes algún sitio en el que pueda estar escondiéndose?

—No, me imagino que su casa y el chalet los tendréis vigilados.

—Sí.

—Entonces no se me ocurre nada.

Tomás nota en María ese nervio, esa tensión de estar metido de lleno en un caso, ese ocupar los días con una sola obsesión a la que no se le da un segundo de descanso. Siente envidia, añoranza y rabia por no poder estar en el mismo lugar en el que ella se encuentra. Su tensión, sus pensamientos y obsesiones, que tampoco puede acallar, son distintos porque él está en el lado clandestino de quien se mueve en la mentira y el engaño y no puede salir de él. Eso supondría una rendición a la que no está dispuesto. Tampoco espera ganar, sabe desde hace tiempo que ha perdido, que al final de todo le espera la más absoluta de las derrotas, y aun así quiere seguir dando batalla hasta el último minuto.

—Hay algo que nunca he sabido —dice Tomás—. Es sobre Valeria. ¿Qué llegasteis a saber de ella? ¿Nadie denunció su desaparición, ni siquiera aquel padre cabrón que tenía?

María trata de buscar algo oculto en su pregunta.

—No, estaba sola, no le importaba a nadie. Lo poco que hubiéramos podido saber de ella nos lo tendría que haber contado tu hermano.

Tomás recuerda las palabras decepcionadas de Valeria en su diario, su desesperanzada esperanza de que algún día la cosas pudieran ser como Joaquín le prometía. Hasta que todo se rompió y ella vio al «monstruo que llevaba escondido».

—¿Puedo echarle un ojo al dosier? —dice Tomás sabiendo que se aventura más de la cuenta.

María duda un instante, después se dirige a uno de los archivadores, saca una carpeta y se la entrega.

—La mayor parte ya la conoces, lo supiste mucho antes que nosotros.

Tomás nota ese nosotros, con el que se refiere a ellos, a la policía, excluyéndole a él.

—La identidad de las otras dos chicas —continúa— nunca la supimos. Acabaron en una fosa común. Lo que no hay en esos papeles es una explicación a lo que hiciste.

Un agente entra en el despacho y guarda silencio tras observar a Tomás.

—¿Qué ocurre? —pregunta María dándole permiso para hablar y, a su vez, a Tomás para escuchar.

—Tenemos una llamada, parece fiable —informa el agente—. La descripción concuerda.

—Vamos —dice María—, que se preparen tres patrullas. Escucha: todos con chaleco, ¿entendido?

—Sí —dice el agente, y sale del despacho.

—Lo siento, voy a tener que dejarte —dice mientras revisa su pistola, la guarda y se pone la cazadora—. Si hay cualquier novedad serás el primero en enterarte.

María sale del despacho. Él se queda frente a la carpeta con el dosier, que ha dejado sobre la mesa. Siente una punzada de culpabilidad al escuchar los pasos acelerados de los policías en el pasillo. Trata de concentrarse en las páginas y las fotografías que tiene delante. Respecto a Valeria no encuentra nada que dé sentido a las páginas sueltas del diario. De entre todas las fotos que observa con menor o mayor detenimiento surge la de Fidel, el chófer de Joaquín. Como buen hombre de confianza era más valioso por lo que callaba que por lo que contaba. Marca su número esperando que siga teniendo el mismo.

—¿Sí? —responde una voz, que reconoce al instante.

—Fidel, soy Tomás Abad.

—¿Qué tal?, ¿cómo estás? —pregunta Fidel tras un instante de incertidumbre.

—Bien, tirando. Oye, me gustaría hablar contigo. ¿Cuándo podríamos vernos?

—¿Hablar de qué?

—Es... es sobre mi hermano —dice prefiriendo ser sincero—. Es importante.

Fidel deja escapar un largo suspiro que viene a expresar algo que ha intuido nada más escuchar su voz.

—En media hora en Sanchís, si me vas a tocar los cojones que sea con un buen vermut —dice.

—De acuerdo —contesta Tomás sin poder evitar una sonrisa.

Sale de la comisaría con la cabeza fija en el suelo, evitando las miradas de todos con los que se cruza. Una vez en el coche, no tarda ni cinco minutos en comprobar el nivel de confianza de María. A unos metros prudenciales un vehículo le sigue. Gira un par de veces para confirmarlo. El coche hace lo mismo procurando no acercarse demasiado, incluso deja interponerse a un par de vehículos. Tomás sabe que tiene que desembarazarse de él sin que parezca que se da a la fuga. No quiere levantar más suspicacias en María, necesita cierta libertad de movimientos que sabe que no tendrá si queda claro que está ocultando algo. Gira a la derecha por una bocacalle, sigue avanzando, vuelve a girar, esta vez hacia la izquierda, mientras piensa cómo dejarlo atrás. Al volver a girar a la izquierda se encuentra con la entrada de un parking público. No lo duda. Baja la pronunciada rampa, espera a que la barrera se levante y aparca en la primera plaza que ve vacía. Baja del coche mientras escucha a lo lejos el ruido del motor de su perseguidor deteniéndose frente a la barrera. Tiene poco tiempo para alcanzar una de las puertas de salida a la calle antes de ser visto. Hay una frente a él, a poco más de diez metros, y otra a su espalda, más alejada. Se dirige a esta agachado, caminando entre los otros vehículos aparcados mientras se aproxima el ruido del motor del otro coche. Lo divisa y por primera vez puede fijarse en el conductor, un agente más o menos de su edad a quien no identifica. Es más lógico que le siga alguien a quien no pueda reconocer. Oculto entre dos coches ve cómo el policía baja del suyo y pasea su vista por el parking tratando de localizarle. Ve el coche de Tomás aparcado y se acerca. Junta las dos manos sobre el cristal a modo de visera y mira en su interior. Vuelve a girarse. Tomás, agachado, comienza a sentir las piernas acalambradas. Tras unos segundos el policía se encamina a la puerta más cercana y desaparece. Tomás se dirige a la que está en el lado opuesto. Sube las escaleras. Antes de salir del todo echa un vistazo a la acera en ambas direcciones. No hay rastro del agente. Se sube el cuello de la cazadora y se encamina al lugar donde ha quedado con Fidel mirando de vez en cuando con discreción a su espalda.

Cuando llega, Fidel ya está acodado en la barra dando buena cuenta de un vermut.

—¡Joder! —dice sin poder evitar su tono de sorpresa—. ¿Qué coño te ha pasado?

—Nada —contesta pasando su mano sobre su cabeza rapada—. Tuve un percance.

—¿Un percance? ¿Qué clase de percance?

—Un tipo me golpeó.

—¿Dónde?

—En la cabeza.

—No, coño, en la cabeza ya lo veo, digo que dónde estabas cuando te pasó.

—En el cementerio. Trabajo allí de guarda de seguridad.

—¿Y qué pasó con el parking de Gran Vía? La última vez que te vi currabas allí.

—Había gente a la que no le gustaba ver mi cara. En el cementerio los clientes no se quejaban —dice sin poder evitar el sarcasmo.

—Ya —contesta Fidel—. No sé cómo tienes ganas de bromear todavía.

—Te aseguro que no las tengo, pero es lo único que me queda. Sara me ha dejado, se ha llevado a Samuel. Ahora estoy solo.

Fidel deja el vaso sobre la barra con la frustración de quien sabe que ya no se lo va a beber.

—¿Para qué me has llamado?

—Es largo de contar, ¿podemos ir a otra parte?

Tomás paga la consumición y salen del bar. Cruzan en dirección al Retiro y entran. Tomás le relata sus últimos meses: el acoso, los vídeos, los mensajes, las tumbas abiertas, las fotografías de las chicas asesinadas.

—Un momento —le interrumpe Fidel—. Esas fotos solo las pudo hacer Joaquín.

—Lo sé, vengo de la comisaría. Hay un dispositivo para tratar de detenerle.

—¿Me estás diciendo que tu hermano ha vuelto?

—Tú lo acabas de decir. Esas fotos solo las pudo hacer él. Y no estaban en su ordenador, no estaban en ninguna otra parte.

Fidel se pasa la mano por los ojos sin poder llegar a creérselo.

—¿Y a qué ha vuelto, joder? ¿Ha venido a por ti?

—Mi hermano nunca me haría daño.

—¿No? ¿Y cómo llamas a eso? —pregunta Fidel señalando la cicatriz en la cabeza—. ¿Qué me dices de la mierda de vida que tienes por su culpa? ¿En serio piensas que tu hermano se pararía a pensar un solo segundo en ti?

Tomás acusa el ataque sin poder oponer ningún argumento. Ni siquiera lo intenta. De un bolsillo interior saca el diario de Valeria y se lo entrega.

—¿Qué es esto?

—Es el diario de Valeria. Ahí viene resumido su último año de vida. Quiero que le eches un vistazo.

Fidel coge el diario y se sienta en un banco cercano. Tomás permanece de pie mientras él lee con atención. A su alrededor la gente pasea entre los caminos flanqueados por árboles. No recuerda la última vez que él hizo algo parecido, la última vez que la cotidianeidad formó parte de su vida. Al cabo de un rato Fidel levanta la cabeza del diario.

—Está claro que habla de tu hermano. Yo fui testigo de su relación.

—¿Hablaste con ella alguna vez? Quiero decir, ¿te contó sus sentimientos, lo que pensaba?

—Poco. Estaba enamorada de tu hermano, eso seguro. Valeria era una chica herida, desconfiada. Le costaba abrirse a los demás. Con él era distinto.

—¿Sabías que se había quedado embarazada y que había abortado?

—Sí. Yo no era solo el guardaespaldas de tu hermano. Pasábamos muchas horas al día juntos. Por eso fui yo quien fue a hablar contigo cuando Valeria desapareció. Le hice un favor a tu hermano porque éramos amigos. O eso pensaba.

—El final del diario, cuando dice que ha visto el monstruo que lleva dentro. ¿A qué se refiere?

—No es difícil de adivinar. Acabó cortándole la cabeza, ¿no?

Extrae de un bolsillo las hojas que encontró en la tumba de su padre.

—Estas hojas también pertenecen al diario. Me las dejaron en el cementerio. Creo que hay algo importante en ellas, pero no consigo saber qué.

Fidel comienza a leerlas. Tras unos minutos se detiene y alza la cabeza.

—Es esto —le dice señalando un párrafo y leyendo en voz alta—: «Ojalá todos los días fueran como el de hoy. Llevaba tanto tiempo pidiendo lo que tiene toda la gente. Salir al cine, pasear por la calle, ir a cenar a un restaurante. Quizá debería ser sincera con él, contarle la verdad y tratar de empezar de nuevo».

—¿Qué ocurre con eso?

—Tu hermano nunca fue con ella al cine o a un restaurante. Nunca fueron a ningún lugar. Él tenía miedo de que cualquiera pudiera verlos, por eso le alquiló el piso, para tener un sitio donde estar juntos.

Tomás tarda unos segundos en dar forma a una pregunta que parece emerger del fondo de su cerebro.

—Entonces, ¿con quién fue Valeria a cenar, al cine?, ¿de quién está hablando?

—No lo sé, pero mira —dice Fidel buscando una de las páginas del diario—: «Lo único que me consuela es poder hablar de mis problemas con alguien que me escucha, que no me juzga. Tener una amistad como nunca había tenido. Me gustaría contarle todo lo que me ocurre, pero seguro que él también tiene sus problemas. No sería justo agobiarle con los míos».

—Valeria se veía con alguien más —dice Tomás.

Siente un temblor en las piernas igual que si la tierra hubiera comenzado a abrirse.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Quiere decir que ahora el diario tiene otro sentido, que no sé de quién habla cuando dice que ha visto al monstruo que lleva escondido.

—Tomás —dice Fidel poniéndose en pie—, tu hermano mató a esas chicas.

—¿Y si no lo hizo él? ¿Y si hemos estado equivocados todo este tiempo?

—No me jodas, Tomás, hay pruebas. Sé que la cagaste, que todo ha sido una mierda, pero tu hermano es quien es y si ha vuelto puede ser peligroso. Ya sabes de lo que es capaz. De eso no puedes tener dudas.

Un nudo en el estómago le impide hablar. Le gustaría no tener dudas, le gustaría recuperar la certeza que, igual que Fidel, tenía antes. Este le pregunta:

—¿Le has contado esto a María?

—No, y te pido que no le digas nada. Esto tengo que solucionarlo yo. Es mi hermano. La policía le está buscando ya. Solo quiero comprobar que no nos estamos equivocando. Este caso me ha costado la vida y tengo la oportunidad de intentar arreglar algo de lo que hice mal.

Fidel calibra en su rostro, en su cuerpo, el daño que ha sufrido todo este tiempo.

—No eres el único al que este caso le ha jodido la vida y nada me gustaría más que ver a tu hermano encerrado para siempre. Creo que también tienes derecho a levantar cabeza de una vez. No diré nada, pero no te la juegues. No merece la pena.

Fidel se despide. Él vuelve a mirar las hojas del diario que por fin ha podido descifrar. Se sienta en el banco. Al hacerlo el dolor le recorre todos los músculos desde el cuello hasta las piernas. Cierra los ojos para tratar de dominar el leve mareo que le mece igual que si estuviera a la deriva en medio del océano. Vuelve a abrirlos. Inspira hondo sintiendo cómo el aire hace renacer su cuerpo. Guarda las hojas del diario en el bolsillo y se levanta con el impulso que le da tener un objetivo claro: encontrar a la persona de la que Valeria hablaba en su diario.

55

Tras una breve sacudida el ascensor comienza a subir despacio, como si no pudiera con el peso de Tomás. Se detiene por fin en el cuarto piso. Sale a un rellano con dos puertas. Junto a una de ellas, una placa en la que se puede leer: LUISA ESCOBEDO. ASISTENTE SOCIAL. Toma aire y llama al timbre. Escucha unos pasos. La puerta se abre. Frente a él está Luisa con gesto de preocupación y reserva.

—¿Qué quería?

—Buenas tardes, no sé si se acuerda de mí.

—Sí, claro que me acuerdo. ¿Qué es lo que quiere?

—Hablar con usted de Valeria. Por favor, tengo que hacerle unas preguntas.

—Pase, por favor —dice franqueándole la puerta.

Luisa le conduce hasta un despacho.

—Siéntese —le dice señalando una de las sillas mientras ella se sienta en una butaca detrás de la mesa.

—Gracias por recibirme y perdone que me haya presentado sin avisar.

Tomás observa el despacho mientras busca las palabras adecuadas con las que empezar.

—Usted era una de las personas que mejor conocían a Valeria, ¿verdad?

—Es posible. La conocí siendo una niña y estuve cerca de ella durante años hasta que cumplió la mayoría de edad.

—¿Se veían a menudo?

—Cuando tenía problemas, sobre todo. Acababa recurriendo a mí siempre que la vida se le torcía, y eso pasaba a menudo.

—¿Usted supo que Valeria se dedicaba a la prostitución?

—Nunca me lo dijo, pero lo intuía. Valeria solía tomar decisiones equivocadas muy a menudo, le costaba dejarse aconsejar. Escuche, ¿qué es lo que quiere saber? Usted ya no es policía, ¿por qué está interesado ahora en esto?

—Trato de cerrar huecos que llevan demasiado tiempo abiertos.

Luisa parece relajarse por primera vez. El aspecto derrotado de Tomás ha hecho que se apiade un poco de él.

—Valeria era carne de cañón desde que nació. Hay gente que lo lleva escrito en la frente. Por ninguna otra persona he luchado tanto como por ella. Fue mi primer caso, acababa de terminar la carrera. La primera vez que la vi tenía diez años y su padre le había dado una paliza. No la mató de milagro. Cuando me dijo que estaba trabajando en una tienda y que su vida empezaba a encauzarse pensé que iba a ser capaz de escapar de su destino.

—¿Qué más le contó? Ese último año, ¿de qué le habló?

—De poco más. Solo me dijo que era feliz. No me contó que estaba con su hermano si es a lo que se refiere. Me imagino que en eso tenía que ser muy discreta.

—¿Y le dijo si se veía con alguien más, si tenía algún amigo, alguien en quien confiar?

—No, no me contó nada. De todas formas, ya le he dicho que cuando las cosas le iban bien solía recurrir poco a mí. Que nos viéramos poco era una buena señal.

Tomás se siente defraudado, esperaba que Luisa pudiera darle algún dato que le ayudara.

—Siento lo que ocurrió —dice.

—Usted no la mató, actuó mal pero no la mató. A veces nos hacemos responsables de cosas de las que no lo somos. Al dejar escapar a su hermano usted decidió cargar con su culpa, y perdóneme pero, por su aspecto, me da la sensación de que esa culpa le ha aplastado.

 

 

Tomás entra en el coche y observa su rostro en el espejo retrovisor deteniéndose en sus arrugas, sus manchas, sus sombras, intentando reconocerse entre tanto quebranto y decadencia. No es que lo ocurrido le haya aplastado, sino que le ha hecho desaparecer, y en su lugar hay ahora una sombra oscura y deforme de quien fue. Arranca y acelera a fondo con la esperanza de dejar atrás a ese espectro que le persigue. Veinte minutos después aparca frente a la tienda en la que trabajaba Valeria. Ve el escaparate con la ropa de niño expuesta sobre pequeños maniquíes sin rostro definido, como fantasmas de niños que nunca llegaron a nacer. Entra en la tienda con la prudencia de quien sabe que puede no ser bien recibido. La joven dependienta, compañera de Valeria, lo reconoce. Gira la cabeza hacia la dueña de la tienda que, tras un mostrador, con la cabeza baja, lee una revista sin percatarse de su presencia. Debe de notar la mirada de su empleada clavada en ella o quizá el silencio extraño que llena el establecimiento, pues alza la cabeza y repara en él, a quien tarda en reconocer. Cuando lo hace no puede evitar que se le crispe el rostro y cerrar la revista de un golpe seco.

—¿Qué está haciendo aquí? —pregunta sin disimular el tono de desagrado.

—Necesito hacerles unas preguntas. Es sobre Valeria. Le aseguro que es importante.

—¿Importante para quién? —pregunta de nuevo—. Ya vino usted una vez haciendo preguntas sobre ella. Era usted policía, ya no lo es.

—Ustedes son dos de las personas que más cerca estuvieron de Valeria. Si a alguien le contó algo de su vida fue a ustedes, no tenía a nadie más.

—A excepción de su hermano, quiere decir —replica la mujer sin perder la oportunidad de herir un poco más con sus palabras—, el que acabó asesinándola.

Tomás sabe que tiene que controlarse si quiere sacar algo positivo de aquella visita. Es la última bala que le queda y no puede malgastarla disparando al aire.

—¿Alguna vez les habló Valeria de un amigo, de alguien con quien se viera, alguien en quien confiara?

La joven dependienta mira a la dueña de la tienda y después a Tomás.

—Valeria no hablaba mucho de su vida privada. Por lo que me contaba parecía estar sola.

—Sobre todo porque con quien estaba prefería que tuviera la boca cerrada.

—Lo sé. Por favor, hagan memoria, ¿alguna vez dijo algo sobre otra persona, alguna vez la vieron con alguien más? Piensen, por favor, aunque no les parezca importante. Traten de recordar.

—Yo hablaba poco con ella —dice la dueña— y nunca la vi con nadie.

—Lo siento —dice la chica—. Cuando cerrábamos la tienda se despedía en la puerta y se iba a casa.

Tomás siente cómo el peso de su cuerpo parece multiplicarse por diez, se ve incapaz de hacer un solo movimiento.

—Cuando uno hace lo mismo todos los días no repara en los pequeños cambios, no les da importancia. Cualquier persona, cualquier cosa que Valeria pudo decir, aunque piensen que no es relevante —les pide Tomás tratando de ser convincente.

Las dos mujeres niegan con la cabeza.

—Gracias de todas formas —dice.

Se gira hacia la puerta, tan despacio que le da tiempo a observar un gesto de incertidumbre en la dependienta, el gesto de quien duda si decir lo que en ese momento tiene en la mente.

—¿Qué ocurre? —le pregunta—. ¿Has recordado algo?

—No..., bueno, es una tontería.

—Seguro que no. De verdad, puede ser importante.

—Se nos rompió el cristal del escaparate y vino el hombre del seguro a dar parte. Vino a última hora y cuando cerramos nos invitó a Valeria y a mí a tomar algo. Fuimos a un bar aquí al lado. Yo me fui antes y ellos se quedaron un poco más. No volvió a pasar por la tienda. Unas semanas después le vi en un coche, aparcado, parecía esperar a alguien.

—¿Sabes su nombre?

—No. Me lo dijo, pero no me quedé con él. Estará en los papeles del seguro.

Tomás mira a la dueña apurando al máximo su capacidad de producir empatía.

—Por favor, ¿puedo ver esa póliza?

—Por supuesto que no —contesta retándole—. ¿Por qué iba a dejarle?

—Necesito comprobar ese dato, necesito saber el nombre de esa persona, por favor.

La mujer vacila un instante. Finalmente decide que es más satisfactoria la pequeña venganza que se está tomando con él.

—Ya le he dicho que no, no insista. Márchese, si no lo hace llamaré a la policía.

La dependienta le sonríe con tristeza, mostrándole su apoyo y su incapacidad para hacer algo más por él. Sale de la tienda y regresa al automóvil, donde permanece sentado, inmóvil. Es imposible luchar contra la tentación de dejarse ir, y solo el timbre del teléfono puede devolverle a la realidad. Es María. Tomás contesta para que no piense que está tratando de esquivarla.

—Cuéntame, ¿qué ha pasado?

—Falsa alarma. No era él. Ni siquiera se le parecía. ¿Dónde estás?

—He estado dando una vuelta, ya iba para casa, ¿por qué?

—Por nada, por saberlo... —dice María—. De todas formas, me gustaría que estuvieras localizable. Es por tu seguridad. Si no es necesario, es mejor que no salgas de casa.

—Claro, ya te digo que iba para allá. Me imagino que seguirán vigilándola, ¿no?

—Sí, no te preocupes, aunque no sé si servirá para algo. Me da la sensación de estar persiguiendo un fantasma.

Tomás nota en su tono de voz la frustración de quien siente que tiene que sortear demasiados obstáculos, de quien camina a oscuras procurando no caerse.

—Oye, María, nunca te lo he dicho, tú hiciste un gran trabajo. No podías saber nada de lo que estaba pasando.

—Lo tenía delante, Tomás. Algo debería haber visto.

—No. Yo me aproveché de tu confianza, eso es todo. No podías pensar que estaba traicionándote.

Tomás escucha la respiración de María. De fondo, le llega el ruido de la comisaría atenuado.

—No le des más vueltas —prosigue Tomás mirando hacia la tienda—, nada de lo que pasó ni de lo que pase es culpa tuya.

Un breve silencio se impone, el tiempo que tarda María en analizar sus palabras.

—¿Qué quieres decir con lo que pase?

—No quiero decir nada, ya te he dicho que voy para casa.

Tomás corta la llamada y a continuación apaga el teléfono. Abre la guantera y saca la pistola. Sale del coche, mete la pistola en la cintura del pantalón y se dirige de nuevo a la tienda.

—Voy a llamar a la policía —dice la dueña dirigiéndose al teléfono en cuanto le ve entrar por la puerta.

—No, no va a hacerlo —contesta Tomás mientras apunta a la mujer, que se detiene paralizada por el terror—. No se preocupe, no voy a hacerle nada, pero necesito que me dé esa póliza, por favor.