En el presente

61

Tomás, sentado y esposado en la parte trasera del coche patrulla, observa a través de la reja metálica que los separa a María, que, en el asiento del copiloto, permanece concentrada en la carretera. Desde que han arrancado nadie ha pronunciado una sola palabra. Ni siquiera se han mirado.

—María —dice el expolicía echándose hacia adelante—, tienes que escucharme. Nos hemos equivocado, mi hermano no mató a esas chicas, el asesino sigue suelto.

—No quiero escucharte decir ni una puta palabra hasta que lleguemos, ¿entendido? —dice girándose—. Estoy cansada de escucharte, de confiar en ti. Se acabó, Tomás, se acabó.

Él se apoya en el respaldo sin perder la paciencia. Sabe que, aunque ella no quiera, tendrán que hablar y tendrá que escucharle. Llegará ese momento y él podrá contarle la verdad.

Cuando llegan a comisaría un par de agentes le toman los datos y le fichan como a un delincuente más, aunque tratan de mostrar alguna deferencia con él. Nota las miradas de todos los que pasan por su lado, algunas fijas, otras oblicuas. Siente una presencia a unos metros de él. Se gira y ve a Pilar, que le mira con una sonrisa sarcástica. Tomás no puede evitar también reírse, algo que desarma a la agente, que decide marcharse sin decir nada. Una vez que le han fichado le conducen a los calabozos y le encierran.

—Necesito hablar con la inspectora, es importante —le dice al agente que le ha conducido hasta allí.

—Hablará contigo cuando ella lo estime oportuno.

El agente se marcha sin darle tiempo a replicar. Deambula por el reducido espacio del calabozo y termina sentándose en el catre con la cabeza apoyada en las manos. Entiende la actitud de María, está esperando a que se le pase el cabreo para hablar. Cualquier cosa que pudiera decir estaría demasiado contaminada por lo ocurrido. Saca del bolsillo la tarjeta con el nombre de Jerónimo Mejías y la observa intentando adivinar qué le llevaría a asesinar a cuatro mujeres de la forma en que lo hizo. Se tumba en el catre. Una sensación parecida a la que tenía en la garita del cementerio y que, con sorpresa, se da cuenta de que añora. Cierra los ojos y se ve caminando entre las tumbas, en la oscuridad de la noche, el frío pegado a los huesos, el miedo. Ahora sabe que estaba siendo observado. Por fin le ha puesto cara y nombre a esos ojos, ya sabe que no eran imaginaciones suyas, que no está más loco que cualquier otra persona. Es capaz de ver las tumbas abiertas en mitad de la noche, el nicho en el que encontró los huesos de Claudia, los restos de su padre, al que ya no podrá ponerle más rostro que el de su calavera. Entre la niebla puede ver la figura imponente de la iglesia recortada contra el cielo oscuro, con el arcángel sentado en la cúpula aguardando el día del Juicio Final para hacer sonar su trompeta, un día cada vez más cercano para Tomás. Y recuerda frases de conversaciones anteriores que ahora cobran un nuevo sentido: «¿Era su hermano creyente? ¿Ha oído hablar de la gran tribulación? Para que el pecador pueda salvarse su cabeza debe ser arrancada del cuerpo». «Con su madre siempre se ha llevado mejor. Congeniaban más. Ella siempre ha estado metida en asuntos de la parroquia y a mi hijo le gustaba ir con ella.» «Decía que ustedes se estaban equivocando, que el chico ese, el militar, no era el asesino. No sé por qué lo pensaba, pero parecía estar muy seguro. Y al final tuvo razón, ¿no? Ustedes se equivocaron.» «Mi hermano es un hombre normal. Un poco chapado a la antigua, nada más.»

Unos golpes metálicos le despiertan sobresaltándole. Por un momento cree encontrarse en la garita. Un agente vuelve a golpear con las llaves en los barrotes.

—Quieren hablar contigo. Tengo que esposarte, son las normas.

No va a protestar, está deseando hablar con María y unas esposas no se lo van a impedir. Se levanta y se coloca de espaldas a los barrotes para que el agente pueda colocárselas. Después le abre la puerta y sale del calabozo. Suben las escaleras y a través de un pasillo es conducido a una de las salas de interrogatorio. El agente le indica que se siente en una silla frente a una mesa. Después sale. Tomás tiene enfrente un espejo detrás del cual sabe que le están observando. Se están haciendo mil preguntas y solo él tiene las respuestas. Diez minutos después la puerta se abre y entra María, que lo primero que hace es quitarle las esposas.

—Gracias.

Se sienta frente a él. Se miran intentando adivinar en qué momento se equivocaron para haber acabado allí, frente a frente.

—Puedo explicártelo todo —dice, pero no puede continuar porque ella le interrumpe.

—No, yo hago las preguntas. Sabes cómo funciona esto. Ahora estás en el otro lado.

Tomás entiende que quiera ser ella la que lleve el interrogatorio y no la que va siempre un paso por detrás.

—Entraste en la tienda en la que hace un par de años trabajaba Valeria y apuntaste a dos mujeres con una pistola. Según ellas querías ver la documentación de una póliza de seguros.

—Sí, en esa tienda trabajaba Valeria y el tipo que les hizo el seguro es Jerónimo Mejías —dice sacando la tarjeta del bolsillo—, el hijo del dueño del coche donde encontramos el primer cuerpo. ¿Te acuerdas de él?

Tomás mira a su alrededor, reconoce la sala y asiente con la cabeza un par de veces.

—Estuvo aquí mismo sentado, en esta sala, junto a su padre. Yo le interrogué.

—Me acuerdo de él, lo que no sé es qué quieres demostrar con eso.

—Él es también quien hizo la póliza del seguro del chalet de mi hermano. El chalet estaba en obras pero habían entrado a robar, por eso hizo la póliza.

María sacude la cabeza y le mira calibrando su equilibrio mental.

—¿No lo entiendes? —dice Tomás tratando de no desesperarse—. Él sabía que el chalet estaba vacío, que allí no vivía nadie.

—No sé de qué me estás hablando. Llevo queriéndote ayudar mucho tiempo y no me lo estás poniendo fácil. Dijiste que ibas a colaborar y otra vez me has vuelto a engañar —dice mirándole a la cara—. Lo has perdido todo. Sara te ha dejado, te has quedado solo y sigues empeñado en demostrar... ¿qué?

Las palabras de María debilitan la moral de Tomás. El recuerdo de Sara y Samuel se hace presente para confirmar que lleva horas sin pensar en ellos. También él duda de su empeño. Cualquier persona razonable gastaría hasta sus últimas fuerzas para intentar que su familia regresara.

—Sí, mi vida es una mierda: mi mujer me ha dejado y se ha llevado a mi hijo. Pero si lo he perdido todo ha sido por culpa de este hijo de puta —dice señalando la tarjeta—. Él es quien me ha destrozado la vida.

María coge la tarjeta y la observa.

—¿Por qué este tipo iba a matar a esas mujeres? ¿Qué relación tenía con ellas?

—Conocía a Valeria —dice Tomás entendiendo que ella empieza a sopesar la posibilidad de escucharle—, habla de él en su diario. Yo pensé siempre que se refería a mi hermano...

—Espera, espera —le interrumpe—. ¿De qué diario estás hablando?

La hora de las confesiones acaba de comenzar, algo que siempre ha temido y que ahora sabe que es inevitable.

—Valeria tenía un diario. Lo encontré la primera vez que fui a su casa. Lo leí y no encontré nada relevante. Hablaba de un hombre, de un monstruo. No sabía a quién se refería. Después, cuando supe que ella era una de las chicas que acudían al chalet y deduje que el hombre del diario era Joaquín, lo oculté.

—¿En algún momento has dicho la verdad? Porque me da la sensación de que todo es una gran mentira. Te sientas, me miras a la cara y sueltas una historia que lo único que pretende es desviar la atención de lo que es realmente importante: que tu hermano está ahí fuera, que no sé qué cojones tiene en la cabeza y que tú le estás protegiendo de nuevo. ¿Qué pretendes? ¿Que escape otra vez?

—No, María, no lo entiendes. Esto no tiene nada que ver con Joaquín, nunca ha tenido que ver con él, nos equivocamos. Escucha, al diario le faltaban páginas. Ese tipo se las había arrancado y me las dejó dentro de la tumba de mi padre. Por eso tuve que abrirla. Por eso sé que Valeria se veía con alguien más. Este hijo de puta ha dejado su trabajo. Ni su padre ni su hermana saben dónde está. Es a él al que tienes que buscar. Para mí ya es tarde, pero tú todavía puedes arreglar todo esto.

María le conoce bien. Han sido demasiados años juntos trabajando codo con codo como para no dedicar aunque sea un par de horas a comprobar su teoría por muy loca que suene. Se levanta y se dirige a la puerta. Se detiene un instante antes de salir.

—Si tu hermano no mató a esas mujeres, ¿por qué se fue?

—Porque estaba avergonzado de todo lo que iba a salir a la luz. No quería hacer frente a su mujer, a su hija, a todo lo que iban a decir de él. Era el eslabón más débil.

—¿Y por qué no ha vuelto?

—¿Hubieras vuelto tú? Si todo el mundo te acusa de ser un asesino, hasta tu propio hermano, y tu cara está en todos los periódicos, ¿volverías? —pregunta Tomás—. Además, le dije que si le ayudaba a escapar no podría volver nunca.

María sale de la sala de interrogatorios. Tomás no puede evitar mirar al espejo, sabiendo que alguien más le ha escuchado y se estará cuestionando si puede llegar a tener algo de razón. Diez minutos después el mismo agente le esposa y le lleva de vuelta al calabozo. Un poco más tarde le bajan una bandeja con algo de comida. A través de un ventanuco que hay en el pasillo Tomás ve cómo el cielo comienza a oscurecerse hasta que se torna negro dando paso a la noche.

Está seguro de que María está comprobando cada dato que le ha dado y está dudando entre creerle o mandarle ante un juez. Espera haber sembrado la duda que le haga repasar el caso desde el principio. El sonido de unos pasos acercándose hace que se le agudicen los sentidos. Un agente, otro distinto, se detiene frente a su celda.

—La inspectora quiere verte.

Tomás se levanta y se vuelve a colocar de espaldas para que le pongan las esposas.

—No es necesario —dice el agente mientras abre la puerta—. Sal, por favor.

Ambos recorren el mismo camino que unas horas antes. Esta vez le conducen a un despacho donde le aguardan María y el comisario Bolaños.

—Siéntate, por favor.

Tomás se sienta frente a ella. El comisario permanece de pie apoyado en el borde de otra mesa.

—Hemos hablado con la hermana y el padre de Jerónimo Mejías. Los dos aseguran que vive fuera de España. No han sabido precisar dónde.

—Porque no saben dónde está.

—Que alguien se marche y pierda el contacto con su familia no es un delito ni le hace culpable de nada.

—Lo sé, pero estoy seguro de que no me equivoco.

María saca un expediente que deja sobre la mesa.

—Este es el informe del laboratorio de lo que encontramos en el chalet de tu hermano. Solo había restos de ADN y huellas de los obreros, de Joaquín y de las cuatro chicas asesinadas. De nadie más.

—Es una trampa, lo preparó para que le culpáramos. Él era su objetivo. Después, cuando mi hermano se marchó, su objetivo pasé a ser yo, él es quien me ha estado acosando en el cementerio, el que me golpeó y puso las fotografías en las paredes de la garita. Acordaos, limpiaba los cadáveres, no dejaba huellas.

El comisario se incorpora y se sienta en una silla frente a él.

—Tu hermano mató a esas mujeres, tú le descubriste y tuvo que escapar, algo a lo que tú le ayudaste. Te culpa de todo y decide volver para vengarse. Te acosa, te golpea y te deja las fotografías de las chicas asesinadas. Esta teoría es mucho más lógica que la tuya, ¿no crees?

Tomás no contesta. No opone ningún argumento a lo expuesto por el comisario. Necesita que le crean sin reservas. Tiene la intuición de que le van a necesitar, de que la partida no acabará hasta que el asesino y él estén frente a frente.

—¿Tú qué opinas? —le pregunta a María.

—Yo no descarto nada —contesta después de dirigir una mirada al comisario—. Ojalá tengas razón, pero tu hermano sigue siendo nuestro principal objetivo. Mañana vamos a informar a la prensa de su posible regreso. En algún lado se tiene que esconder, alguien le tiene que ver. No vamos a dejar que escape esta vez.

Tomás asume que es difícil que puedan creer en él. Pero sabe que el tiempo está a su favor. Tarde o temprano, quien empezó todo esto dará la cara para acabarlo.

—Haced lo que queráis, pero os equivocáis. Otra vez —dice sin poder ocultar su tristeza—. ¿Qué va a pasar conmigo?

—La dueña de la tienda te ha puesto una denuncia. No puedo hacer nada, estás detenido hasta que el juez diga qué va a pasar.

El teléfono de María suena.

—Dime.

Su rostro, del que Tomás no pierde detalle, se va tensando a medida que escucha a su interlocutor. Cuelga el teléfono y le hace una seña al comisario para que la acompañe.

—Quédate aquí —le ordena.

Salen del despacho y le dejan sin saber qué está ocurriendo. Tomás trata de escuchar algo de lo que sucede al otro lado. Durante unos minutos no le llega nada más que un sonido sordo, un rumor del que no puede distinguir nada. A través del cristal traslúcido de la puerta ve las siluetas que pasan en una dirección y en otra, cada vez más rápido, con más urgencia. Escucha sus pasos acelerados, que retumban en el pasillo. Los reconoce. Él se ha pasado media vida en esa comisaría y sabe qué sonido es ese: el que indica que ocurre algo urgente para lo que todos se están preparando. Se levanta de la silla y va hacia la puerta. Se encuentra con un agente que está vigilando para que no salga.

—Vuelva dentro, por favor —le ordena.

—¿Qué ocurre?, ¿qué está pasando?

—Le he dicho que vuelva dentro si no quiere que le baje al calabozo.

Le da tiempo a ver pasar a varios agentes con los chalecos antibalas preparados y la tensión dibujada en sus rostros. Vuelve al interior del despacho, pero no puede evitar pensar que lo que está ocurriendo tiene que estar relacionado con el caso. Se hace un silencio en el pasillo, lo que acentúa más su soledad y su aislamiento. Se deja caer en una silla asumiendo que no puede hacer más de lo que ya ha hecho y que dejó de ser policía definitivamente hace ya dos años.

En ese mismo despacho le hicieron esperar cuando las evidencias contra él empezaban a ser firmes. Recuerda al comisario Bolaños caminando de un lado a otro como si buscara una salida que no fuera tan obvia como la puerta por la que acababa de entrar.

—Tu hermano ha huido. Su mujer nos ha dicho que se ha llevado mucho dinero. Eso tú ya lo sabes, ¿no? ¡Dime! —gritó dando un golpe en la mesa—. ¿Dónde está tu hermano?

—Ya le he dicho que no lo sé.

—¡Júramelo!

—¿Necesita que lo haga para creerme?

—¡Necesito que digas la verdad!

El grito del comisario retumbó en el despacho. María no decía nada, incapaz todavía de dar el paso que la colocara en el bando contrario. A ella fue a la que más le costó, y Tomás siempre ha intuido que nunca lo dio del todo, permaneció en tierra de nadie sin llegar a creerse ni su culpabilidad ni su inocencia.

La puerta se abre. Tomás levanta la cabeza y ve entrar a María, que le mira con una mezcla de tristeza y decepción.

—¿Qué ocurre?

—No lo sé, dímelo tú.

Tomás no sabe a qué se refiere. Cree que María ha tomado por fin partido y no a su favor.

—No puedo entender cómo después de todo lo que ha pasado le sigues protegiendo.

—Yo no estoy protegiendo a nadie. De verdad, ¿qué está ocurriendo?

—Ocurre que toda la historia que nos has contado es otra de tus mentiras.

—No, María, no te he mentido.

—Déjalo ya, Tomás. No tiene sentido que sigas insistiendo —dice molesta—. Hace una hora tu hermano se ha citado con tu sobrina. Le ha mandado un mensaje a un chat por el que habían contactado hace unas semanas a través de un servidor oculto. Llevan días hablando, les hemos estado vigilando.

—No, no puede ser —dice Tomás nervioso, levantándose de la silla—. ¿De qué coño estás hablando?

—Se acaba de citar con ella. No sabemos dónde, pero tú sí lo sabes y me lo vas a decir.

—¿Yo? No, yo no lo sé —dice sorprendido—. ¿Por qué iba a saberlo?

—Porque en el mensaje tu hermano le dice a su hija que no tenga miedo, que tú acudirás también a la cita, que ya conoces el sitio. Dime, ¿dónde se han citado?

Tomás niega con la cabeza varias veces.

—Es una trampa, es ese tipo. Está engañando a Julia para que crea que es su padre. Tenéis que protegerla.

—Y lo vamos a hacer, pero ella nos va a conducir hasta tu hermano. A no ser que nos digas dónde es la cita y nos ahorres el operativo.

—Créeme —le ruega—. No lo sé, no he hablado con mi hermano desde hace dos años. Julia está en peligro, no puedes dejarla sola. Dile al policía que la está custodiando que no la pierda de vista ni un minuto.

—No hay ningún policía custodiándola —dice extrañada—. Hay un par de coches a la puerta de su casa, nada más. No quise ponerle custodia. Si Joaquín decidía acercarse a ella no quería que nada pudiera echarle atrás.

—Julia me dijo hace unos días que un policía la estaba siguiendo.

—No sé quién la seguía, pero no era un policía.

—¡Era él! ¿Es que no te das cuenta? —grita queriendo sacarla de una vez de su error—. Era él, y como no hagáis algo ya, Julia estará en peligro.

A pesar de todo, el instinto de María de confiar en Tomás sigue casi intacto. Ella trata de mantener la cabeza fría, no puede dejarse llevar por los sentimientos ni las afinidades. Su móvil vuelve a sonar.

—Dime. De acuerdo, ahora mismo voy.

A María le gustaría que pudieran tomar esta decisión entre los dos, como cuando eran compañeros, pero sabe que le corresponde solo a ella optar por un camino u otro.

—Julia acaba de salir de casa. No te preocupes. Va a estar protegida —dice—. Detendremos a Joaquín y todo habrá acabado.

Se dirige hacia la puerta, pero antes de que pueda salir Tomás se abalanza sobre ella, la empuja y le coge la pistola que lleva a la cintura. María levanta las manos sin poder creerse lo que está pasando cuando él la apunta.

—No te muevas —le pide Tomás sin poder evitar un ligero temblor en su mano.

—Baja la pistola, hay un policía en la puerta —dice María más preocupada que asustada por su reacción—. ¿Qué coño pretendes? No cometas más errores, no te cabe uno más.

—Tienes razón. He intentado convencerte y ha sido otro error. De este asunto debería haberme encargado yo. No me estás dejando otra opción —dice señalando con la pistola hacia la puerta—. Sabes que no te voy a hacer nada. Le vas a decir a todo el mundo que se aparte y nos dejen el camino libre. Vamos a salir los dos y vamos a subir a un coche. No quiero que nadie nos siga.

—Como quieras —dice María rindiéndose—, yo ya no puedo hacer nada más por ti.

Agarra el picaporte despacio y abre la puerta. Sale al pasillo con Tomás apuntándola con la pistola. El policía que está en la puerta hace amago de sacar su arma, pero ella le detiene.

—¡No, quieto! —le ordena.

—¡Deja la pistola en el suelo! ¡Despacio! —dice Tomás, que trata de sacar el máximo de sus sentidos aletargados por el cansancio.

El policía obedece y deja el arma en el suelo.

—Vamos, métete en el despacho.

El policía entra. Tomás cierra la puerta, se agacha, coge la pistola del suelo y se la guarda en la cintura.

—¡Vamos, hacia la salida!

Cuando bajan las escaleras los policías que están en el vestíbulo tardan unos segundos en darse cuenta de la situación. Alguno saca la pistola y apunta a Tomás, que se cubre con el cuerpo de María.

—¡Guardad las armas! —grita disparando al aire.

Alarmados por el disparo, otros policías acuden al vestíbulo. Son detenidos de inmediato por los que ya están guardando las armas.

—¡Dejadnos salir! —les pide María—. ¡No va a pasar nada, estoy segura, pero tenemos que salir!

Tomás avanza obligándola a caminar. Sus ojos se mueven de un policía a otro, de un rostro a otro. La vista se le pierde por momentos. El vestíbulo parece girar alrededor suyo y la puerta se aleja. Cierra los ojos. Cuando vuelve a abrirlos todo parece haber vuelto a su sitio. Salen y se dirigen a uno de los coches del aparcamiento.

—¡Vamos, sube! —dice Tomás.

María se coloca al volante. Él lo hace a su lado y le ordena que arranque. Cuando los policías comienzan a salir ellos se alejan sin que puedan seguirlos. Tomás se cerciora de que nadie va tras ellos. Tiene la vista tan cansada que no llega a enfocar con claridad y todo lo que le rodea es una nebulosa en la que cada vez se encuentra más atrapado. Parece que el coche no avanza, que llevan detenidos una eternidad en el mismo sitio.

—Acelera, tenemos que encontrar a Julia antes de que lo haga el tipo ese.

—Julia está vigilada, no va a pasarle nada.

—No sabes de lo que hablas. Lo tiene todo planeado desde hace mucho tiempo. Si ha decido ir a por ella lo hará. ¿Qué decía en el mensaje que le ha mandado?

—Que acudiera a la cita, que tú también irías, que conocías el lugar y que no tuviera miedo.

Tomás trata de desentrañar el significado del mensaje. Sabe que se lo ha enviado también a él, es una cita a la que debe acudir.

—¿Cuándo se torció todo, Tomás? —pregunta María sin poder evitar la tristeza en su voz—. Éramos un equipo, confiábamos el uno en el otro. ¿Qué pasó, por qué decidiste arruinar tu vida?

—Es mi hermano pequeño. Tenía que vigilarle —contesta—. Mi padre siempre me lo pidió. No podía hacer otra cosa.

A ninguno de los dos le sirve la respuesta para explicar el hecho de que él esté apuntándola con una pistola. Por lo menos para Tomás, las respuestas dejaron de tener importancia hace mucho tiempo. La radio policial emite un áspero sonido.

—Aquí cuarenta y dos para central. Acabamos de perder a la chica —dice una voz con un tono metálico—. Repito, acabamos de perder a la chica. Ha entrado en la estación de metro, la hemos perdido.

Tomás siente un escalofrío recorriéndole todo el cuerpo.

—Déjame contestar —le ruega María.

—Hazlo.

—Aquí la inspectora Llanos para central. Acordonad toda la zona cercana a la estación, y que alguien contacte con seguridad del metro. Si está dentro alguna cámara tendrá que detectarla.

—Se la ha llevado —dice Tomás desesperado—. Te dije que lo tenía todo planeado. Si ha entrado en la estación habrá cogido el metro.

—Pero tú sí sabes dónde está. Tu hermano le ha dejado claro a su hija que tú estarías en el lugar de la cita, que sabías dónde era.

Tomás no entiende que todavía no le crea. En su incredulidad, además de la desconfianza, encuentra la confirmación de algo que siempre ha sabido: esta lucha la tiene que acabar él, es un juego que no admite más jugadores, y a cada movimiento del contrincante tiene que responder él con otro. Es su turno y ya sabe dónde le espera, ya sabe cuál es el tablero en el que se desarrollará la última jugada.

—Para ahí —ordena señalando con la pistola la acera.

María detiene el coche y mantiene las manos en el volante.

—Baja.

—Tomás, no tienes escapatoria. Tienes a toda la policía detrás. Esto todavía puede arreglarse. Quédate y ayúdame a encontrar a Julia.

—No —dice mirándola por primera vez a los ojos—. Esto no tiene arreglo desde hace mucho tiempo.

—No vas a poder ayudarle por mucho que quieras, ¿no te das cuenta? —le dice con la voz quebrada.

Tomás deja escapar el aire emocionado. Ha llegado el momento que siempre ha temido, para el que no está preparado a pesar de que sabe hace tiempo que llegaría, que no podría evitarlo.

—Tú eres la que no te das cuenta de nada, María, nunca lo has hecho. Sé que has intentado ayudarme, que has intentado entenderme, y eso es lo que ha hecho que no fueras capaz de verlo.

María tiene el presentimiento de que va a escuchar algo que puede destruirle.

—¿De ver qué? —pregunta con la incertidumbre en el rostro.

—Te he dicho que no ha sido Joaquín quien le ha mandado el mensaje a mi sobrina, ni ha sido él quien me ha acosado en el cementerio, ni el que dejó las fotos de las chicas asesinadas. Mi hermano no ha podido ser, María, porque mi hermano está muerto.