En el presente

7

No ha amanecido todavía cuando Tomás, una vez acabado su turno, se quita el uniforme en el vestuario y se prepara para regresar a casa. Los recuerdos no le han dejado dormir y el miedo a no poder hacerlo cuando llegue a casa comienza a angustiarle. Con el cuerpo destemplado aguarda en la garita a que llegue el relevo. Afuera el frío se intuye y el ruido del tráfico se va haciendo más intenso a medida que se acerca el amanecer. Al igual que por la noche, necesita dar un paseo a esa hora en la que el cielo no ha perdido del todo la oscuridad y una primera claridad comienza a dibujarse y la calle se llena de repartidores y trabajadores que acuden a sus lugares de trabajo con el sueño dibujado en los rostros. Se cruza con ellos igual que un autómata, con el peso del cansancio por no haber dormido tirando de él, como si quisiera tragárselo la tierra. Se cambiaría por cualquiera de los que se cruza. Los que creen tener sueño, los que aseguran cada mañana no haber dormido casi nada, los que maldicen madrugar no tienen ni puta idea de lo que supone no dormir. Él lo sabe, lo teme y lo sufre. Esa leve luz del amanecer es suficiente para herirle los ojos, por eso se coloca las gafas de sol y camina con la vista puesta en el suelo. Por eso y por el miedo a que le reconozcan por la calle y le increpen, como le ha pasado varias veces en los últimos meses. Ha habido gente que se paraba a echarle en cara su actitud, que le insultaba y que en ocasiones amenazaba con agredirle. Siempre ha conservado la sangre fría y ha sabido ignorar las amenazas, pero desconoce dónde está su límite o si lo ha sobrepasado, por eso prefiere evitar el enfrentamiento, porque no está seguro de poder reprimirse.

Al pasar frente a una cafetería algo llama su atención. Vuelve sobre sus pasos para comprobar que sentada frente a un café y un cruasán está su sobrina Julia, que, pensativa, da vueltas a la cucharilla. No se percata de su presencia hasta que se sienta frente a ella. Ya no es una niña, acaba de cumplir los dieciocho, y en los últimos meses la vida le ha hecho madurar demasiado deprisa. Aún la recuerda hace dos años, celebrando su cumpleaños con una comida familiar en el chalet que sus padres se estaban construyendo en la sierra y cuyas obras, en ese momento, estaban paradas por la denuncia de un grupo de ecologistas. Julia era todavía una niña, llena de vitalidad e inocencia. En la comida contó que quería estudiar periodismo ante la mirada inquisitiva de su padre, que no estaba muy de acuerdo con la idea.

—¿Qué tiene de malo? —preguntó Tomás.

—Nada —dijo Joaquín—. ¿Cuántos periodistas hay en este país? ¿Diez millones? Además, ahora para trabajar no hace falta ni siquiera estudiar periodismo, ¿o es que no ves la tele?

—Hay muchos tipos de periodista, a mí me gustaría ser reportera. Viajar por todo el mundo.

—Puedes viajar por todo el mundo sin necesidad de ser periodista.

—Tú crees que viajar es meterse en un hotel de cinco estrellas.

—No, claro, viajar es meterse en una pensión llena de pulgas.

—Lo que pasa es que tu padre se ha convertido en un nuevo rico —dijo Tomás—, de los que reniegan de su pasado. Si yo te contara dónde hemos dormido cuando íbamos de vacaciones sin un duro.

—Cuenta, cuenta.

—¿Lo ves? Una periodista en mi casa. Para que luego vaya contando mi vida en cualquier parte.

—Lo siento, Julia, prometí guardar silencio, ya sabes que, como buen político, a tu padre no se le puede tocar su imagen.

—Gracias a mi imagen has estudiado en buenos colegios y te pagaré una buena carrera; periodismo, no.

—Vale, no hago periodismo, quizá estudie para policía. Eso no te puede parecer malo, tu hermano es policía.

Tomás y Julia le miraron con una sonrisa divertida esperando su respuesta.

—Iros a la mierda —dijo Joaquín.

Los tres rompieron a reír y esa risa es la que recuerda ahora cuando la observa pellizcando el cruasán, seguro de que esa fue la última vez que sonrió. Está pálida, marcadas ojeras subrayan sus ojos y un aire de cansancio acompaña sus gestos.

—¿De dónde vienes? —le pregunta Julia.

—Acabo de salir de trabajar, estoy en un parking aquí al lado.

Julia sonríe con tristeza, asumiendo que la vida de su tío es muy parecida a la suya.

—¿Cómo está tu madre? —le pregunta Tomás para romper la coraza con la que ella trata de protegerse del mundo exterior, del mundo en general.

—Como siempre. Vive pegada al teléfono. La muy imbécil sigue esperando que llame algún día.

En la calle, la acera es ya un continuo sube y baja de gente que camina acelerada hacia un trabajo al que no pueden llegar tarde y al que desearían no llegar nunca.

—Deberías apoyarla, lo está pasando mal.

—Todos lo estamos pasando mal, no solo ella —dice dejando el cruasán—. Yo también, y tú, solo hay que verte, estás hecho una mierda.

Tomás respira hondo, no sabe cómo enfrentarse a su sobrina, no es la chica que conocía. Ahora es dura, moldeada a base de golpes, que le han dibujado un rictus de desprecio en la cara. Está a la defensiva ante cualquiera que se le acerque. No importa lo que él diga para recuperarla, para intentar ayudarla, el daño está hecho: la Julia de hace un año ya no existe. Ahora es ella quien debe aprender a vivir con su nuevo yo, un yo hecho pedazos imposibles de unir. Solo el tiempo, quizá, pueda sellar algunas de las grietas.

—Vamos fuera, me apetece un cigarro.

Julia se levanta y sale de la cafetería. Tomás deja un billete sobre la mesa y sale detrás. En la calle ella enciende un cigarro, da una profunda calada dejando que la nicotina haga efecto en sus nervios alterados y expulsa el humo.

—¿Desde cuándo fumas?

—No sé. Qué más da. ¿Se lo vas a decir a mi padre?

A Tomás le duelen su presencia y los recuerdos. A pesar del tiempo trascurrido, todo sigue sucediendo un día tras otro y se repite en cada uno de los que, de alguna manera, formaron parte de lo ocurrido.

—¿Dónde crees que estará? —pregunta Julia sin mirarle.

—No lo sé.

—Yo sé que tú le ayudaste a escapar, por mucho que lo niegues. Tú debes de saber a dónde iba, algo te diría.

El frío ha dibujado dos círculos rosáceos en sus mejillas. Nota lo machacado que está, no es ni la sombra del que era hace apenas dos años. Nunca ha sabido si se debía a que era policía, el caso es que Julia siempre se sentía segura en su presencia. Después de lo ocurrido, se da cuenta de que no podría protegerse ni de sí mismo y alcanza a ver los límites de la catástrofe. Demasiados damnificados, demasiados heridos, demasiados despojos en la cuneta.

—Ese hijo de puta nos jodió bien la vida, ¿eh? —dice sin poder evitar que se le quiebre la voz.

—No deberías hablar así de tu padre.

—Joder, eres masoca. Te engaña, te la juegas por él, pierdes tu trabajo y todavía le defiendes.

—Tu padre ha sido un buen padre.

—Sí, cojonudo. Solo que tenía un ligero problema: le gustaba ir cortándole la cabeza a las putas a las que se follaba. Salvo eso, sí, era un buen padre.

Un autobús acaba de detenerse en la parada y de él bajan unos viajeros y suben otros. A Tomás, todos le parecen el mismo.

—Vivimos rodeados de gente enferma —justifica hablando para sí mismo, repitiéndose lo que lleva meses reiterándose para buscar una razón que explique cómo su hermano pudo hacer lo que hizo.

Tras acabar la comida, Tomás y Joaquín se tomaron un gin-tonic observando la nueva piscina que este se estaba construyendo en el chalet y que entonces no era más que un hoyo excavado en el suelo.

—No es que no quiera que haga periodismo —dijo Joaquín—. Lo que ocurre es que Julia es demasiado buena persona.

—Sé lo que quieres decir —respondió su hermano—. Pero ella es la que debe decidir y asumir si acierta o se confunde. Ya no es una niña, acéptalo.

—¿Te acuerdas de cuando Laura se quedó embarazada? Yo no había ni terminado la carrera. Pensamos en abortar. Yo quería tenerla, sabía que si ella nacía las cosas irían bien, me obligaría a esforzarme más, a tratar de conseguir lo máximo. A Julia le he dado todo, hasta esta piscina a la que traerá a cualquier capullo que le guste si es que esos hijos de puta me dejan terminarla alguna vez. El otro día entraron a robar, es lo que me faltaba ya.

Joaquín miraba el agujero en la tierra tratando de encontrar en ese hoyo la respuesta a lo que no lograba entender.

—Es extraño, ¿no?, que con veinte años no me diera miedo ser padre —dijo con una triste sonrisa.

Tomás no se dio cuenta en ese momento del caos en el que se había convertido la vida de su hermano. Después fue encajando las piezas, dando significado a sus palabras y sus miradas. Pero ya era tarde.

Julia ha sacado otro cigarro y va a encenderlo. Tomás tiene el reflejo de pedirle que no fume más, pero el tabaco es quizá el menor de sus problemas.

—Me la suda si vuelve o no. Por mí puede hacer lo que le salga de los cojones.

Cuanto más contundentes son sus frases y sus gestos más cuenta se da Tomás de que en el fondo está expresando lo contrario. No puede llegar a imaginar cómo lo ha soportado. En esa edad en la que la vida te ofrece todas las opciones, una cortina oscura lo tapó todo sumiendo su mundo en una tiniebla continua e infinita en la que se olvida si alguna vez la vida fue diferente.

—¿Vas a clase? —le pregunta para cambiar de tema, intentando que Julia tenga una dosis de normalidad en esa fría mañana.

—No sé. Estoy repitiendo curso, ¿lo sabías?

—Me lo dijo tu madre. Es normal, con todo lo que ha pasado. No te preocupes.

—No lo hago. Repetir no está mal. Hay clases a las que solo voy de oyente. Si no voy no pasa nada.

—¿Y a dónde vas a ir con el frío que hace?

—Por ahí, a ninguna parte, en realidad. El otro día me pasé la mañana en el Prado.

Julia se queda pensativa, da una calada a su cigarro.

—Hay un cuadro. No sé cómo se llama, creo que es de Botticelli. En el centro hay una chica desnuda que está siendo atacada por unos perros, y tras ellos viene un hombre a caballo con una espada en la mano. El rostro del hombre está lleno de ira, de odio. No viene a salvar a la chica, él es quien ordena a los perros, el cazador. De pie, alrededor de una mesa, hay varias personas que presencian la escena escandalizadas por lo que está ocurriendo. Se echan las manos a la cara, vuelven sus rostros..., ninguno mira a la chica. Solo una mujer es capaz de mirar, lo hace sin expresión, no entiende lo que está ocurriendo, no puede creérselo.

Julia repara de pronto en que él sigue allí.

—Me tengo que ir —dice apresurada tras consultar el reloj.

Le gustaría darle un abrazo a su tío, uno que pare el tiempo, o que lo vuelva hacia atrás. Ella lo necesita, aunque ya no los pide; se protege de cualquier gesto que la gente pueda interpretar como debilidad. No quiere dar lástima, se ha cansado de las miradas esquivas, de los cuchicheos, de la misericordia mal entendida. Sabe que detrás de todo eso hay un reproche, una condescendencia que no está dispuesta a admitir. Termina dándole un beso rápido en la mejilla y a él no le da tiempo a reaccionar.

—Dales un beso a Samuel y a la tía de mi parte, a ver si me paso a verlos un día.

—Cuando quieras.

Tras despedirse con la mano se va Gran Vía abajo en dirección a plaza España, quién sabe hacia dónde. Tomás la ve alejarse y las ganas de llorar son tan fuertes que un dolor le atenaza la garganta, extendiéndosele hasta el cuello como un calambre; los ojos se le nublan y tiene ganas de gritar, de perder el control de una vez por todas, de soltar la desesperación que lleva reprimiendo tantos meses. El timbre del móvil le devuelve a la realidad. Es su jefe quien le llama y le pide que pase por la oficina antes de volver a casa. No le importa, tampoco va a dormir, y prefiere hacer cualquier cosa que le mantenga distraído a meterse en la cama a ver pasar las horas envuelto en recuerdos y obsesiones que no consigue que desaparezcan.

 

 

La empresa de seguridad para la que trabaja se encuentra en Ventas. Aparca el coche y camina rodeando la plaza de toros. La última vez que estuvo allí fue con Joaquín. Recuerda aquella tarde. Su hermano pegado a un enorme puro, con su elegante traje gris, el tendido lleno de gente, el rumor de admiración al ver salir por la puerta de chiqueros un toro negro, altivo, de cornamenta exagerada, enhiesta, que observaba todo con la superioridad que da llevar cinco años viviendo en el campo a cuerpo de rey, sintiéndose el líder de una manada en la que nadie se ha atrevido a poner en duda su posición. Por eso el toro debe demostrar si de verdad es bravo al primer puyazo, al sentir por primera vez en su vida el dolor. Su supremacía está en peligro. Si se defiende, si lucha por demostrar que él es el rey, el toro hará frente al torero y matará o morirá sin perder su dignidad. Si se acobarda, si no lucha, todos se darán cuenta de que no ha sido más que un farsante, pura apariencia sin fondo, un fantoche al que todos habrán olvidado antes incluso de que las mulillas se lleven su cuerpo a rastras.

—¿Qué pensará? —dijo Joaquín señalando al toro—. No sabe ni qué hace aquí.

—Lo descubrirá enseguida —dijo Tomás en el momento en que los picadores salían por la puerta.

—Ayer tuve una reunión en el partido con el sumo pontífice. Me ha tanteado para un ministerio.

—No jodas. ¿Y eso?

—¿Cómo que «y eso», pedazo de cabrón? Porque me lo he ganado.

—Ya, joder, no digo que no, pero no pensé que estuvieras tan bien colocado.

Tomás recordaba un par de artículos que habían salido unos meses atrás en los que Joaquín no salía muy bien parado. Además, un grupo de ecologistas le había denunciado por irregularidades en la construcción de su chalet, lo que había paralizado las obras.

—Las cosas en política pueden cambiar de un día para otro. El jefe me dijo que quería caras nuevas, para que la gente no tuviera la sensación de ver a los mismos cabrones de siempre.

El toro entró por primera vez al caballo y al sentir la puya del picador hundirse en su lomo se quedó quieto un instante, para después clavar la cornamenta en la protección del caballo y apretar los riñones, empujando con los cuartos traseros y haciendo tambalearse al caballo, que, apoyado en las tablas, luchaba por mantenerse en pie. La gente aplaudió el envite del toro, que se despegó del caballo siguiendo el capote de uno de los subalternos.

—Por lo menos no se ha caído, porque llevamos una feria... —dijo Joaquín.

Tomás le observaba. Su pelo canoso y su seriedad le hacían parecer mayor que él. No podía creérselo. Le había visto lloriquear en el barrio cada vez que alguien se metía con él, le había defendido y había tratado de que aprendiera a defenderse sin mucho éxito; no podía entender que ese chico apocado fuera a llegar tan alto. Quizá en ese afrontar los desafíos sin beligerancia ya se estaba formando el político que ahora era.

—Bueno, di, ¿qué te parece?

—Bien, me alegro por ti. Pero no te dejes cegar por el cargo.

—¿Qué quieres decir?

—Que analices si te compensa o no. Ser ministro de la noche a la mañana te puede quemar, y aún eres joven.

—Lo sé, lo he pensado. De todas formas, no le doy muchas vueltas, todavía no es seguro.

—No es seguro ni que el tonto de los cojones de tu jefe gane.

En el segundo puyazo el toro decidió que no tenía mucho sentido lo que estaba haciendo y, tras embestir al caballo y sentir de nuevo la punta de la lanza en su espalda, reculó sin presentar lucha y salió trastabillado, doblando las manos. Al levantarse miró al tendido y su presencia había perdido ya esa altivez y esa bravura con la que había salido de chiqueros.

—Ya empezamos —dijo Joaquín con fastidio—. ¿Y tú qué, alguna novedad?

—Como siempre. Vivimos en una ciudad de locos, por si no te has dado cuenta.

—Soy subsecretario de Interior, no me permiten que me dé cuenta. ¿Por qué, qué ha pasado?

—¿Te acuerdas de la chica que encontramos hace dos días en un maletero? Le habían cortado la cabeza.

—Lo sé, el comisario me lo contó.

—Pero eso no es lo peor.

—¿Qué es lo peor?

—Cuando el forense le ha hecho la autopsia ha descubierto que la cabeza no pertenecía al cuerpo.

Uno de los banderilleros iniciaba la danza para llamar la atención del toro, que, al reparar en él, trataba de adivinar qué era eso que se movía de un lado a otro e iniciaba una ligera carrera hacia donde se encontraba. El toro decidió salirle a su encuentro y el banderillero fue recortando las distancias. El toro estaba seguro de poder alcanzarle, pero en el último momento soltó una cornada al aire justo en el instante en el que el par de banderillas se clavaban en su lomo.

—Para que luego digan que esto es una salvajada —dijo Joaquín.

Tomás había repasado muchas veces esa conversación, los gestos, las palabras, algún detalle que pudiera hacerle intuir lo que su hermano escondía, cualquier cosa que se le hubiera podido pasar por alto. Llegaba a convencerse, a veces, de que sí había mostrado cierto nerviosismo, cierta frialdad, y otras, las más, de que no había mostrado ningún temor ni había dejado traslucir lo que ocultaba. O, al ser su hermano pequeño, él no supo verlo.

Fuera de la plaza el coche oficial de Joaquín estaba estacionado en una zona vallada y custodiada por la policía. Junto a él, leyendo el periódico, estaba Fidel, su chófer y guardaespaldas. Tomás y él se conocían desde hacía años. Habían estudiado juntos en la academia de policía y los habían enviado a la misma comisaría en su primer destino. Años después Fidel dejó el cuerpo para montar un negocio de alquiler de automóviles de lujo. Las cosas no le fueron nada bien y tuvo que venderlo casi todo antes de que el banco terminara por quitarle lo poco que le quedaba. Cuando Joaquín necesitó alguien de confianza para que se ocupara de su seguridad, Tomás no lo dudó y pensó en él, que aceptó sin dudar el trabajo. De eso hacía ya seis años, un tiempo en el que Fidel se había convertido en una especie de confesor o psicólogo, al estilo barman. Fidel escuchaba, nunca opinaba. Era la manera que Joaquín había encontrado de pensar en voz alta para encontrar la mejor solución a cualquier asunto.

—Inspector Abad —le dijo con una sonrisa a la vez que le ofrecía la mano.

—Fidel, ¿cómo estás? Veo que dejan pasar a cualquiera a la zona reservada.

—Ya sabes cómo es esto. Te pones un traje, conduces un buen coche y das el pego en cualquier lado.

—¿Te llevamos a casa? —preguntó Joaquín.

—No, hace buena noche, prefiero ir andando.

—¿Seguro?

—Sí, y tú deberías hacer lo mismo. Convéncele tú, Fidel, de que haga ejercicio, mira la tripa que nos está echando el subsecretario.

—Mejor no, a ver si le va a dar por andar y entonces no sé para qué coño va a necesitar un chófer.

—¿Lo ves? Yo no echo tripa, yo creo empleo.

Los tres se rieron. Tomás dio un abrazo a su hermano, que entró en el coche. Se quedó viendo cómo arrancaban y, tras esperar a que un municipal apartara unas vallas, los vio alejarse de la plaza, alrededor de la cual decenas de personas —curiosos, reventas, carteristas— deambulaban de un lado para otro.

En ese mismo lugar está detenido ahora con la sensación de que han pasado siglos y de que él no es más que un fantasma condenado a recorrer los lugares en los que vivió.

Entra en la oficina y saluda a Toñi, la recepcionista.

—¿Está el jefe? Me ha dicho que me pase —le dice.

—Sí, te está esperando —contesta Toñi sin prestarle mucha atención.

El despacho es un cubículo pequeño, con una mesa atestada de papeles, una ventana de cristales opacos por la suciedad, una persiana laminada y un par de pósteres de la empresa colgados en las paredes. Detrás de la mesa está Germán, el jefe, un tipo bajito y ancho, de complexión fuerte. Tiene un bigote negro que le da un aire serio, lo que, unido a una voz cascada, le hace parecer siempre enfadado.

—¿Qué tal el servicio? —le pregunta tras darle la mano y ofrecerle una silla.

—Bien, sin novedad —contesta dejándose caer en la silla.

Es en esos momentos, al sentarse o tumbarse, cuando se da cuenta de lo agotado que está su cuerpo.

—No te entretendré mucho. Mira, voy a cambiarte de destino.

—¿Y eso?

—Nunca se tiene un servicio fijo, ya te lo dije cuando entraste.

—Lo sé, pero allí estoy bien.

—Ya, verás, hay un par de tipos que se jubilan y tengo que rehacer los cuadrantes.

—¿Y a dónde me mandas?

—Sigue siendo por la noche, eso no cambia —explica Germán buscando entre los papeles que tiene en la mesa—. Es un buen puesto, casi no hay trabajo.

—¿Dónde? —pregunta con suspicacia.

—En la Almudena —dice mirándole por fin a los ojos.

—¿La catedral?

—No, la catedral, no.

—¿El cementerio?

—Sí, claro, la Almudena, el cementerio.

—No, si tranquilo sí que es.

—Sé que suena mal, pasar la noche allí y todo eso. Ya te digo que no hay casi trabajo: un par de rondas con coche, una caseta para ti..., además allí no hay gente que dé el coñazo.

Tomás observa pensativo uno de los carteles de la pared.

—Es eso, ¿no? La gente.

—Ya sabes que para mí tú eres uno más, me suda la polla lo que pasó. Hay gente que te ha reconocido en el parking y se ha quejado, unos hijos de puta.

Tomás piensa en protestar, pero está tan cansado que prefiere ponérselo fácil.

—No te preocupes, estoy acostumbrado. Me da igual un sitio que otro.

Germán respira aliviado, sabe que no está bien y que es una putada, aunque no le queda más remedio. Tomás le da la mano para dejarle claro que no le culpa de nada y sale del despacho.

8

Al entrar en casa Sara le recibe preocupada.

—¿Qué ha pasado? Llegas tarde —dice cuando entra por la puerta.

—He tenido que pasar por la oficina, me han cambiado de destino.

—¿Y dónde te mandan?

—A un centro comercial, aquí al lado —miente él, no sabe por qué, el cementerio tiene demasiadas connotaciones negativas y no quiere añadir una preocupación más a las muchas que ya acumula Sara. Cuando Tomás era policía, tampoco le contaba demasiado sobre su trabajo. Y no lo hacía por ella, o no solo por ella. Era una manera de protegerse también él, de no arrastrar a casa el horror diario con el que convivía.

Entran en la cocina. En la pila, los restos del desayuno: la taza del café de ella, el vaso del Cola Cao del niño.

—¿Qué tal la noche? —pregunta Sara mientras pone a calentar agua en una pequeña tetera.

—Bien, tranquila. He podido dormir un rato, había poca gente —dice Tomás pensando que ya ha olvidado la última vez que contestó a su mujer con una verdad—. He visto a Julia.

—¿Dónde?

—En una cafetería, desayunando. Iba al instituto.

—¿Cómo está?

—Es... es otra, ¿sabes? Es como si fuera otra chica.

—Llamé a su madre ayer, no pude hablar con ella. La asistenta me dijo que estaba en la cama. Eran las dos de la tarde.

Tomás se frota la cara sintiendo en sus manos la aspereza de la barba que comienza a crecer.

—¿Quieres que te prepare el desayuno? —le ofrece Sara mientras le acaricia la mano con ternura.

—No, déjalo, mejor me acuesto, ya se me ha hecho tarde. Hoy saldré antes, quiero llegar con tiempo.

Sara fuerza una amarga sonrisa que él advierte.

—¿Qué? —le pregunta él mirándola con ternura a los ojos.

—Nada —dice ella.

Se levanta y comienza a fregar los pocos cacharros que hay en el fregadero.

Su silencio es peor que cualquier palabra. Siempre ha intuido que ella calla por no hacerle daño, por no ser una más colocada en el bando contrario o por un pacto de amor al que se ha comprometido y que Tomás no llega a entender porque le parece imposible que alguien, por amor, sea capaz de aguantar lo que ella ha aguantado.

—¿Estás bien?

Sara se vuelve para mirarle mientras frota una taza.

—¿Tú lo estás? —responde ella.

Tomás asiente a la vez que se encoge de hombros, o una cosa primero y la otra casi a continuación, mostrando la verdadera respuesta, la que se dibuja en su rostro a pesar de la sonrisa forzada, la que cualquiera vería si no se obligara a permanecer ciego ante lo obvio. Una vez más Sara decide cerrar los ojos ante la realidad y le devuelve a su marido la misma sonrisa triste.

—Si tú estás bien, yo también —contesta—. Anda, ve a acostarte.

Tomás se levanta, la abraza por la cintura, huele su pelo y el aroma a café y a tostada que le rodea.

—Deberías volver a trabajar.

—Quizá tengas razón. Me vendría bien retomar mis clases, las echo de menos.

Sara enseñaba francés en una academia y también tenía algún alumno que acudía a casa. De pequeña había vivido en Francia por el trabajo de sus padres y al regresar a España decidió aprovecharlo para dar clases, primero en un colegio y después en la academia. Cuando estalló el escándalo que acabó con Tomás expulsado del cuerpo, el director de la academia le pidió, de forma sutil, que se tomara una excedencia, hasta que pasara todo, le dijo: «Tu marido te necesitará a su lado». A pesar de todo, el tipo no fue todo lo hijo de puta que se podía pensar y hacía pocas semanas había llamado a Sara para, una vez que las cosas parecían haberse calmado, ofrecerle su antiguo puesto, que podía ocupar cuando ella quisiera. Lo comentaron y aunque ella en un principio no parecía muy entusiasmada con la idea, el peso de los días en casa, monótonos, sin alicientes, le había hecho planteárselo. Era una buena forma de recuperar ella también la normalidad. Sabe que las cosas nunca volverán a ser como antes. Ha estado más de una vez tentada de arrojar la toalla, y si no lo ha hecho ha sido porque ella y Samuel son lo único que mantienen a Tomás en pie. Aunque no está segura de si ella le ha sostenido o ha sido él quien ha acabado arrastrándola a ella.

Tomás se quita la ropa y abre la cama. El reloj de la mesilla señala las once de la mañana. Cierra los ojos y trata de relajarse. Las imágenes se suceden vertiginosas, breves, como flashes: una cara, otra, Joaquín mirándole sorprendido, el rostro de Nadia asustada pidiéndole ayuda, otra cabeza, un cuerpo que se mueve, el miedo, la angustia. Su respiración se agita, como si no le entrara el aire, pierde el control hasta que se incorpora en la cama y enciende la luz, comprueba que ninguna de esas imágenes es real, que desaparecen en cuanto abre los ojos. Quizá por eso no duerme, porque en sueños todo se repite, todo vuelve, y él no puede hacer nada para evitarlo salvo no dormir.

Aunque no le preocupa el cementerio, sabe que no será una noche normal. Es el lugar perfecto para que vuelvan los fantasmas que le acechan. Se levanta, abre el armario y, del fondo de un cajón saca una pequeña caja de somníferos. Hace unos meses el médico le advirtió del peligro de utilizar las pastillas. Fue después de que su corazón dijera basta. Recuerda el sudor frío, la angustia, la falta de aire y el dolor que le estrangulaba el pecho. Pero sobre todo recuerda la paz que le invadió al instante. Desaparecieron el miedo, las preocupaciones, el sufrimiento, todo cesó de repente, como si el mundo se hubiera detenido, y tendido en el suelo del cuarto de baño, notando el frío de las baldosas, se dejó llevar, tranquilo, sin nada que temer, en un sueño del que no quería despertar. Lo hizo en la cama de un hospital. El médico le explicó las reparaciones que habían tenido que hacer en sus arterias, le marcó un régimen y un listado de cosas que podía y no podía hacer. Tomás hizo caso al médico en casi todo. Con ayuda de Sara reguló sus comidas, hizo más ejercicio y guardó los somníferos en un rincón del armario, de donde los acaba de sacar. Cuando su cuerpo no soporta más las horas sin dormir toma una de esas pastillas blancas, que en un tiempo fueron la única manera de encontrar un espacio de paz y reposo. Lo bueno de las pastillas no era que le hicieran dormir, que ya de por sí era bueno, sino que con ellas no soñaba. La noche pasaba sin darse cuenta. Cerraba los ojos, los abría, y entre medias habían trascurrido ocho horas sin sobresaltos. La sensación reconfortante de haber desaparecido durante esas horas hizo que buscara más el efecto de los somníferos y aumentara la dosis con tal de descansar hasta que el corazón falló. Ahora, cuando recurre a ellos, en el fondo lo que hace es elegir cómo prefiere morir. Si el corazón le falla ya sabe lo que es. Tras tomarse la pastilla cierra los ojos con la seguridad de que el sueño le irá venciendo, y esa seguridad se trasforma en certeza al sentir la presencia de Samuel a su lado en la cama, acariciándole la cara para despertarle con ternura.

—Dormilón, dice mamá que te levantes ya.

Tomás abre los ojos y adivina en la penumbra la sonrisa de su hijo, el pelo revuelto, la boca manchada de chocolate. Le abraza mientras se despereza y por un momento todo le parece fácil, todo encaja como cuando era niño y era él quien volvía del colegio a la seguridad de su casa, de su habitación, a su merienda y sus deberes. Pero Tomás sabe que esa calma es momentánea. En cuanto se levante comenzará la rutina desazonadora a la que se ha visto abocado. Su vida se ha estabilizado y es justo esa calma, esa sensación de que no pasa ni nunca pasará ya nada, la que le desespera y le consume.

Al entrar en la cocina Sara está preparándole la comida. Tomás le da un beso y mira en la cazuela, donde un guiso se cuece a fuego lento.

—¿Has dormido bien?

—Sí, muy bien, se me ha pasado la mañana volando.

Tiene hambre por primera vez en semanas. El somnífero que le puede quitar la vida también se la devuelve. Después de comer se mete en el cuarto de baño y relaja los músculos bajo el agua caliente de la ducha. Al salir y borrar con la mano el vaho del espejo vuelve a ver su rostro demacrado, delgado. Acerca la cara y trata de encontrar en sus ojos un resto de lo que fue, un poso de quien era antes de que ese rostro desmejorado ocupara el lugar que ahora ocupa.

En su cuarto se viste con el uniforme que Sara le ha dejado recién planchado sobre la cama. Por mucho suavizante que le echa no puede evitar que la tela de la camisa parezca de cartón y Tomás la sienta sobre el cuerpo como una armadura. En el salón Samuel está viendo la televisión.

—¿Te vas ya? —le pregunta a su padre.

—Sí, hoy tengo que irme antes. Pórtate bien, haz caso a mamá. Cena y te vas pronto a la cama.

Samuel sigue con la mirada fija en la pantalla sin dejar muy claro si ha entendido el mensaje de su padre. En la cocina Sara termina de envolver el bocadillo y lo pone dentro de la mochila. Tomás sabe que está metido en un bucle sin sentido, no solo él, sino todos los que le rodean. Le gustaría encontrar la forma de pararlo y transformarlo en algo distinto. En el fondo, piensa, eso es lo que busca la mayoría de la gente.

No son ni las nueve y Tomás ya ha llegado a la zona del cementerio. Siguiendo la valla que va desde La Elipa a Moratalaz decide aparcar frente a un campo de fútbol en el que a esa hora unos chavales juegan un partido y al lado de las cocheras de la EMT. De reojo ve cómo uno de los autobuses que están aparcados acaba de iluminarse. El conductor se quita la chaqueta y la deja en el respaldo del asiento. Después sale y enciende un cigarro. El autobús, iluminado a esa primera hora de la noche, parece una nave espacial en medio de la nada o un enorme ataúd. Quizá sea por la presencia cercana e inmutable del cementerio o quizá porque hace tiempo un autobús igual a ese, iluminado en la oscuridad de la noche, sirvió de féretro a una chica de la que nunca supo su nombre, ni de dónde venía ni quién la echaría de menos.