En el presente

12

La entrada al cementerio de la Almudena, con su imponente arcada de piedra y ladrillo, deja claro a todo aquel que quiera acceder a él que a partir de ese lugar el tiempo tal y como se conoce deja de existir. Entre las tumbas, lápidas y nichos que abarrotan los muros flota un ambiente que lo paraliza todo: el ruido deja de escucharse, el viento parece no atreverse a soplar, las voces enmudecen y siempre se tiene la sensación de estar siendo observado. Decenas de rostros de mármol siguen al que avanza con pasos silenciosos, mostrando un afectado respeto a los que allí reposan, con la certidumbre de que cualquier día ocupará uno de esos nichos o una de esas sepulturas. Al poco de traspasar la entrada principal, siguiendo en línea recta, se encuentra la basílica, un edificio compuesto por una nave y una torre. La primera con una cúpula de teja gris sobre la que descansa la estatua de un ángel sentado que sostiene una trompeta en las piernas. La torre, a la espalda de la nave principal, tiene un reloj en la parte alta y una cruz coronando la pequeña cúpula que la remata. A la derecha de la iglesia, a unos metros, hay una pequeña caseta construida en ladrillo, con techo recto de cemento y una ventana situada en una de las paredes.

Hacia allí se dirige Tomás. Sus pasos resuenan en el silencio que le rodea, y trata de acallarlos amortiguando sus pisadas. Aunque a su alrededor no hay nadie y la puerta de la iglesia está cerrada, tiene la sensación de estar irrumpiendo en un lugar sagrado que le está prohibido y su andar se vuelve más furtivo y apresurado. Llega a la puerta de la caseta, que está medio abierta. En el interior no hay nadie. Observa el mobiliario. Una mesa de oficina con un ordenador, una radio, un par de sillas, una estufa de butano, un aparato de aire acondicionado clavado a la pared, un jergón, una papelera, una nevera pequeña y, encima de esta, una cafetera.

—Tú debes de ser el nuevo, ¿no? —escucha a su espalda.

Tomás se vuelve y se encuentra con un hombre vestido con el uniforme de la empresa, alto, delgado, con el pelo negro rizado y unas patillas y una perilla que le dan un aire antiguo, de bandolero.

—Sí, soy Tomás, me dijeron que viniera a esta hora.

—Sebas —dice estrechándole la mano—. Sí, es para que te enseñe un poco en qué consiste el trabajo. Bueno, esta es la garita. No es gran cosa. La calefacción funciona, tienes internet y una cafetera, lo justo para pasar la noche. Sígueme.

Tomás le sigue hasta la carretera que queda frente a la capilla. Allí está aparcado uno de los coches de la empresa.

—Esto es enorme. Como comprenderás, lo tenemos dividido por zonas. Tú te encargas de la puerta principal y de lo que va pegado a la avenida de Daroca —le explica mientras conduce a través de una carretera rodeada por cientos de lápidas.

Tomás las observa sorprendido, allí hay casi más gente que en el resto de la ciudad. Algunas de las lápidas son muy antiguas, casi están en ruinas. Otras son más nuevas, tienen flores de alguien que todavía recuerda al que está enterrado allí. Hay panteones, tumbas modestas, otras más suntuosas, cada una corresponde al arquetipo que el cadáver representó cuando estaba vivo.

—Cada tres horas debes hacer una ronda. Si empiezas a las once, haces una cuando llegues, otra a las dos y una más a las cinco. A las ocho vienen a darte el relevo. En la ronda tienes que pasar por las puertas que están en tu zona. Algunas llevan años cerradas. Es algo rutinario, compruebas que no se haya colado nadie y cuando acabes vuelves a la garita.

—¿Se suele colar gente?

—Siempre hay gilipollas —dice Sebas—. No sé qué gusto le encuentran a meterse aquí. Yo he tenido de todo. Los borrachos entran porque les parece divertido. A la mayoría se les quita el pedo en diez minutos, en cuanto miran un poco alrededor se acojonan. Después no saben salir y tengo que ir a buscarlos. Me he encontrado a alguno que se ha cagado en los pantalones. Pero bueno, tampoco te preocupes, lo de los borrachos es sobre todo los fines de semana. Los demás días, si se cuela alguien, ni te vas a dar cuenta.

Tomás observa el paisaje de mármol que se extiende ante sus ojos.

—No te preocupes, es un sitio como otro cualquiera, o mejor. No entra nadie a robar, es menos peligroso.

—No me asusta. Impresiona, eso sí, pero no me asusta, ya hay pocas cosas que lo hagan. Dan más miedo los vivos.

Sebas le mira durante unos segundos.

—Yo habría hecho lo mismo que tú. Si hubiera sido mi hermano, también le habría ayudado a escapar. Un hermano es un hermano. ¿Cuántos policías hay en Madrid? ¿Cuarenta mil? ¿Por qué tiene que ser su hermano quien le detenga, es que no había otro?

Tomás se fija en una estatua que representa a una niña pequeña arrodillada colocando una rosa en el suelo.

—No, no había otro —dice al final sin ganas de dar más explicaciones.

Sebas detiene el coche frente a la puerta de la capilla donde estaba antes aparcado. Una vez en la garita se cambia el uniforme y se viste con unos vaqueros, una camisa de cuadros azules y una cazadora de cuero. Le entrega un walkie-talkie.

—Esto es para estar conectado con los otros guardas.

—¿Cuántos hay?

—Cuatro contigo. Vamos, que no los vas a ver en toda la noche. Cada uno se queda en su zona. Si te digo la verdad, quitando a David, que está en la garita más cercana, el resto no sé ni quiénes son.

Tomás y Sebas se miran asumiendo que poco más tienen que decirse.

—Bueno, que pases buena noche —le desea este tras estrecharle la mano.

—Gracias por enseñarme todo esto.

Sebas hace un último saludo con la mano y se marcha. Tomás cierra la puerta de la garita. Afuera la noche y el frío se han apoderado de todo. Enciende la estufa de butano y en poco tiempo la habitación comienza a caldearse. Saca de la mochila la cena que le ha preparado Sara y la mete en la nevera. Después se hace un café que se toma sentado, mirando por la ventana el camino que lleva hasta la puerta de entrada iluminado por farolas. Entre las sombras se adivinan las formas regulares de las tumbas, las cruces, las lápidas. Inmóviles, acechantes, eternas. Piensa que si el mundo se acabara en ese mismo instante, si todo desapareciera en un soplo, esas piedras seguirían allí, testigos de la nada que alguna vez fuimos. El chisporroteo del walkie-talkie le saca de su ensimismamiento.

—Puerta dos a puerta principal, ¿me recibes? Cambio.

Tomás coge el walkie y aprieta el botón para hablar.

—Aquí puerta principal, te recibo. Cambio.

—Hola, ¿qué tal? Me ha dicho Sebas que eres nuevo. Cambio.

—Sí, empiezo hoy, ya me ha enseñado cómo funciona esto. Cambio.

—Yo soy David, estoy en la puerta oeste. Si necesitas cualquier cosa me llamas. Cambio.

—De acuerdo, creo que me apañaré. Soy Tomás. Cambio.

—De todas formas, luego me paso a verte y nos conocemos. Cambio y corto.

—Cuando quieras.

 

 

A las dos se dispone a realizar la primera ronda. Se pertrecha con el anorak, sube la cremallera hasta arriba y coge una linterna y las llaves del coche. Mira por la ventana antes de salir. Una ligera niebla le da a todo un aire más tétrico si cabe. Sonríe para tratar de destensar los nervios, de relajar la situación que sin saber por qué le inquieta. Sale y se dirige al coche dando una pequeña carrera. No quiere estar en el exterior más tiempo del necesario. Entra, deja la linterna en el asiento del copiloto, gira la llave y enciende las luces, que iluminan un grupo de sepulturas situadas en un lateral de la capilla. Se frota las manos, agarrotadas por el frío, mete primera y arranca.

Si con la luz del día, mientras ha hecho la ronda con Sebas, la visión de todas esas tumbas le ha impresionado, ahora, por la noche, iluminadas a ráfagas por los faros y con la ligera bruma que flota a media altura, no puede evitar sentir un escalofrío recorriéndole todo el cuerpo. Pone la calefacción tratando de entrar en calor. El frío corre por su sangre. Sigue la carretera, que va pegada al muro, lleno de nichos antiguos, la mayoría en ruinas, con la lápida rota, vacíos y abandonados. Gira a la derecha y avanza hacia la zona interior, pasando junto a varios panteones de mármol blanco, limpios y cuidados. Al pasar cerca de uno de esos panteones una sombra se mueve en la oscuridad. Tomás frena en seco. El corazón se le acelera. Gira la cabeza hacia el panteón en el que le ha parecido ver algo, aún no sabe muy bien qué, ni siquiera está seguro de haberlo visto. Da marcha atrás. Se detiene, baja la ventanilla, empañada por la condensación, coge la linterna y alumbra en dirección a un mausoleo. Todo parece tranquilo. Duda si seguir adelante con la ronda. Si esa mañana no hubiera dormido lo habría hecho, convencido de que la mente le está jugando una mala pasada. Pero esa mañana ha dormido gracias al somnífero, ha descansado siete horas y su cerebro está en plenas facultades. Si le ha parecido ver que algo se movía tiene que comprobar qué ha sido. Baja del coche. Avanza hacia el panteón. La linterna alumbra la puerta de mármol blanca, con dos columnas de estilo dórico a ambos lados y un frontón en lo alto donde se puede leer FAMILIA RAMÍREZ. Respira hondo y sigue avanzando. Atraviesa un pasillo formado por el panteón y otra sepultura. La hierba llena de escarcha cruje con sus pisadas, la linterna ilumina las lápidas llenas de nombres, de fechas, de fórmulas mil veces talladas de despedida, de cariño. Escucha un ruido a su espalda, se vuelve y esta vez sí puede ver a alguien escabulléndose por detrás.

—¡Quieto! ¡No te muevas! —grita mientras corre detrás.

La sombra se detiene.

—Date la vuelta. Despacio —le ordena.

La sombra se vuelve. Se trata de un chico de unos dieciocho años, no más, vestido con un abrigo negro, camiseta y pantalón del mismo color, pálido y ojeroso. El chico levanta las manos protegiéndose de la luz de la linterna.

—No hacía nada malo.

—¿Se puede saber qué cojones haces aquí?

—Nada, pasar el rato.

—¿Pasar el rato? ¿Y no tienes un sitio mejor para pasar el rato?

—Me gusta este sitio.

Tomás, más calmado, baja la linterna. El chico hace lo mismo con las manos y los dos se quedan en silencio.

—¿Por dónde has entrado?

—Saltando la valla.

—¿Estás solo?

—Sí —dice el chico, que no puede evitar mirar a la espalda de Tomás.

—¿Seguro?

—Sí, seguro.

Tomás se gira y alumbra con la linterna.

—¡Si hay alguien más —dice subiendo la voz—, será mejor que salga, no voy a haceros nada!

Una sombra se mueve a su derecha. Cuando dirige la linterna hacia ella comprueba que se trata de una chica, también vestida de negro, pálida, con los labios rojos y los ojos maquillados en negro. Se coloca al lado del chico sin decir nada, sin mirar a Tomás, que no puede creerse lo que ve.

—¿Por qué has salido? —le reprocha el chico.

—Porque no puedo saltar el muro yo sola.

—Lo siento, no os entiendo.

—Tampoco queremos que lo hagas —dice ella.

—¿No podéis ir a otro sitio, a donde van los demás chicos de vuestra edad?

—¿Sí? ¿Y a dónde van? ¿A emborracharse a un parque, a meterse de todo en una discoteca? —dice la chica—. Nosotros no bebemos, no nos drogamos. No hacemos daño a nadie.

Tomás no tiene ganas de debates, hace frío y quiere largarse de allí cuanto antes.

—Subid al coche —les ordena.

—¿A dónde nos llevas? —pregunta el chico temeroso.

—A la salida, ¿a dónde creéis que os voy a llevar?

Los chicos se sientan en la parte posterior. Tomás arranca y conduce hasta la puerta principal, donde los hace bajar. Busca entre el manojo de llaves que lleva colgado del cinturón. Entresaca una y abre una de las puertas de entrada. Los chicos salen con la cabeza agachada mientras él vuelve a cerrar la puerta y a echar la llave.

—Lo sentimos —dice la joven antes de marcharse.

—Iros a casa, anda.

Los chicos se alejan cogidos de la mano ante la mirada de Tomás, que cuando regresa a la garita comprueba que en la puerta hay un coche igual al suyo con las luces encendidas y el motor conectado. Al acercarse, la puerta se abre y sale del interior un chico de unos veintisiete años, vestido con el uniforme de la empresa de seguridad, alto, delgado, un poco desgarbado, que se acerca tendiéndole la mano.

—¿Qué tal? Soy David, hemos hablado antes —dice.

—Sí, claro, yo soy Tomás.

—¿Qué tal tu primera ronda? —le pregunta con una sonrisa.

—Un poco movida, la verdad, acabo de echar a un par de chicos que no sé muy bien qué hacían.

—Se cuelan a veces. A la mayoría ni los vemos. Como para encontrarlos, esto es inmenso.

—Pasa, anda —dice Tomás.

Se quita el anorak y lo cuelga de un gancho que hay en la pared.

—La primera noche es especial. Yo me la pasé escuchando ruidos extraños todo el rato.

—¿Cuánto tiempo llevas en este puesto?

—Casi dos años.

—Es raro, eres joven para estar trabajando de noche en un cementerio.

—Me viene bien. Estoy estudiando oposiciones y aquí tengo toda la noche para hacerlo. Ya te darás cuenta de que no hay mucho trabajo. Haces las rondas y nada más. Puedes echarte a dormir si quieres, nadie te va a molestar.

Tomás sonríe pensando que, aunque tuviera toda la noche, no lo conseguiría.

—¿Y qué oposiciones estás preparando?

—A juez. Llevo ya dos años. Es mucha tralla, son muchos los que se presentan y hay que sacar nota para tener una buena plaza.

—¿Quieres un café?

—No, deja, si ya me voy —dice a la vez que sale—. Tengo que terminar mi ronda y ponerme a estudiar. Venía solo para conocerte. Lo que necesites, ya sabes.

—Vale, gracias por todo —dice Tomás desde la puerta.

—De nada. Y no te preocupes, en una semana te habrás acostumbrado a todo esto. —David sonríe, abarcando con la mano la oscuridad que se extiende ante ellos.

Sube al coche, arranca, se despide con la mano y se aleja. Tomás le sigue hasta que le pierde de vista, vuelve a entrar en la caseta y cierra la puerta. Después se sienta frente al ordenador, consulta el correo y navega por internet consultando los periódicos del día. Desde hace meses le cuesta encontrarle un sentido a las noticias que desgranan los diarios, los informativos. Parecen formar parte de un todo en el que él no está incluido. Deja los periódicos y se fija en un icono que representa la capilla del cementerio en miniatura. Debajo, un escueto «Base de datos». Clica dos veces y se abre una tabla administrativa con un motor de búsqueda en la que puede localizarse la tumba, nicho, panteón o columbario de cualquier persona que esté enterrada allí. Teclea el nombre de su padre, Tomás Abad, igual que él, muerto diez años atrás. Se alegró de que estuviera muerto cuando acusaron a Joaquín del asesinato de las cuatro chicas. Su padre no lo habría soportado, ni aguantado que Tomás no hubiera cumplido con su obligación y le ayudara a escapar. En la pantalla aparecen varias tumbas con el mismo nombre. Busca por el segundo apellido y lo halla en una escueta línea en la que también vienen la fecha de enterramiento y el lugar donde se encuentra la sepultura. Esos datos no le dicen nada. Desde que le enterraron nunca ha ido a visitar la tumba. Si alguna vez se le ha pasado la idea por la cabeza se ha visto a sí mismo delante de un trozo de mármol sin saber muy bien qué hacer o qué decir.

Los recuerdos de su padre los guarda dentro y si alguna vez habla con él lo hace en la intimidad, en los momentos de soledad que utiliza cualquiera para hablar con uno mismo o con alguien a quien cada uno da un nombre diferente. En los últimos tiempos ha recordado muchas veces su infancia, el ambiente en su familia, en su casa, la manera de ser de Joaquín, tratando de averiguar si ya se intuía al monstruo que escondía y que tardó tanto en revelarse. Había sido un niño normal, un poco pusilánime y débil. Tenía que defenderlo siempre, aconsejarle que no se dejara avasallar por nadie y no rehuyera la pelea. No había encontrado nada, salvo un hecho que había olvidado por completo y al que ahora daba importancia. Una tarde encontró a Joaquín en un descampado cerca de casa, junto a un gato al que había atado las patas y al que parecía estar torturando. Tomás se quedó paralizado al ver su mirada fría. Cuando se percató de la presencia de su hermano, la mirada de Joaquín cambió, y trató de convencerle de que no estaba haciendo nada, incluso se echó a llorar hundido pidiendo que no se lo contara a nadie. Tomás le obligó a soltar al pobre animal y le pidió que no volviera a hacer algo así. Y es ahora también cuando le vienen a la mente las palabras de su padre cada vez que salían de casa: «Vigila a tu hermano». No le decía «cuida de tu hermano», utilizaba el verbo vigilar, que venía a significar lo mismo y que ahora se le revela trascendental. Esa petición de quien quizá sí notaba una sombra en su hijo, que debía ser vigilado de cerca. Tomás se sentía tres veces fracasado. Primero como policía, después como hermano y por último como hijo, al no haber podido cumplir lo que su padre le pidió.

Cierra la base de datos sin darle más vueltas y saca la cena de la nevera. A pesar de tener el estómago cerrado desde hace meses se ha acostumbrado a comer sin apetito, como una obligación o un castigo impuesto. El insomnio consume sus fuerzas y la enfermedad o la muerte acechan demasiado cerca como para darles una mínima ventaja. Las dos siguientes rondas pasan sin incidentes y a las siete de la mañana, cuando todavía no se adivina el amanecer, unos golpes en la puerta le sobresaltan. Inquieto, acude a abrir. Se encuentra con un hombre bajo, de pelo blanco, con abrigo y una bufanda tapándole la boca, que deja ver unos ojos pequeños, de mirada profunda y analizadora.

—¿Sí? ¿Puedo ayudarle?

—Vaya, eres nuevo, no me habían dicho nada —dice el hombre—. Soy el padre Manuel, el capellán de la iglesia, vengo siempre a esta hora a preparar la capilla.

—Pues no me han dicho nada. Soy Tomás, pase, hace un frío terrible.

—Gracias —agradece el sacerdote frotándose las manos para hacerlas entrar en calor—. Por lo menos se está calentito.

—Sí, tengo una buena calefacción, no me puedo quejar.

Tomás mira al sacerdote, que parece estar esperando algo.

—Guardan las llaves de la iglesia en un cajón de la mesa.

—Claro —dice reaccionando.

Abre el cajón y saca un llavero en el que hay cuatro llaves enganchadas.

—¿Son estas?

—Sí, esas son. ¿Por qué no me acompaña y me echa una mano, por favor?

—Por supuesto, espere que me ponga el abrigo.

Salen de la garita y se encaminan hacia la capilla, que, iluminada por la débil luz de las farolas, tiene un aspecto espectral. El frío es intenso y Tomás siente que el aliento se le congela. Contempla la figura del ángel sentado sobre la cúpula con la mirada fija en el horizonte.

—Es Fausto —le explica el padre Manuel—. Dicen que si escuchas sonar su trompeta tu muerte está cerca, otros dicen que la hará sonar el día del Juicio Final. A la gente le gusta ese tipo de supersticiones.

—Bueno, yo no creo mucho en esas cosas —dice Tomás—. De todas formas estaré atento por si la escucho, no me pillará desprevenido.

El sacerdote rodea el edificio y llega a una puerta trasera, por la que se accede a un pequeño pasillo que da a la sacristía, una estancia amplia sin ventanas. El padre Manuel enciende la luz y Tomás la puede observar. Hay una mesa alta de madera en el centro encima de la cual se amontonan varios papeles, un perchero donde cuelgan varias sotanas y, arrimado a una de las paredes, un mueble antiguo de caoba con un sagrario dorado y sobrio. Cinco grandes archivadores metálicos cubren la pared de enfrente casi por completo.

—¿Y qué tal la primera noche?

—Extraña —contesta—. Si uno lo piensa este sitio es muy extraño.

—Lo que es extraña es la muerte. Los hombres no la entendemos, llevamos dándole vueltas desde que estamos en la tierra y seguimos sin saber qué sentido tiene. Vivimos como si no existiera. Este lugar le recuerda a uno que, tarde o temprano, tendrá que enfrentarse a ella.

—Para usted, que es sacerdote, sí debe de tener un sentido, ¿no?

—Para los creyentes es un consuelo saber que después de la muerte nos espera algo extraordinario, pero es solo eso, un consuelo. Cuando muere alguien querido, sobre todo si es de forma inesperada, no es la muerte la que no tiene sentido, es la vida la que deja de tenerlo.

El padre coge los papeles que hay sobre la mesa y los guarda en uno de los archivadores.

—Sígame, por favor —indica el cura saliendo de la rectoría.

Por una puerta lateral acceden a la basílica. El padre enciende las luces y Tomás ve, en lo alto, la cúpula circular, rodeada de pequeñas ventanas. Las vidrieras de los lados y el fondo parecen esperar la luz del día para hacer revivir los cristales policromados. El conjunto es frío, dejando claro que, para el muerto, esa parada es breve y la definitiva aguarda unos metros más allá.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí?

—Más de veinte años.

—¿Y no se le hace monótono, todos los días lo mismo?

—Puede parecerlo, sí. Sé que mi labor es importante, o por lo menos eso espero. Los familiares quieren escuchar frases de consuelo, saber que el fallecido ya está en un lugar mejor.

—¿Aunque no sea verdad?

—Bueno, en eso entra la fe, y esa es una discusión muy larga.

—No me refiero a eso —dice Tomás—. Para que el fallecido esté en un lugar mejor, para que su alma se haya salvado, debe habérselo ganado en vida, debe haber sido... bueno, o por lo menos, no demasiado malo. Y eso usted no lo sabe.

El padre sopesa unos segundos lo que el expolicía acaba de decir.

—Yo intercedo ante Dios para que eso pase, pido para que sus pecados sean perdonados. Aunque no depende de mí, claro, la salvación hay que ganársela antes.

—Hay gente que no se salva, ¿verdad?

—Dios es misericordioso, nadie sabe cuál es su límite.

Tomás se queda pensativo un instante.

—Ayúdeme a colocar los bancos, por favor —le pide el sacerdote.

—Claro.

La nave de la iglesia no es muy larga y tiene siete filas de bancos separados por un pasillo central. Entre él y el sacerdote los alinean. Después el padre Manuel se dirige a la entrada principal, descorre un grueso cerrojo y, con la ayuda de Tomás, empuja una de las pesadas puertas. Salen al exterior, donde el cielo comienza a perder la oscuridad nocturna anunciando la llegada del amanecer.

—Bueno, padre, espero que no tenga mucho trabajo hoy —dice Tomás con una sonrisa.

—Por desgracia nunca falta. Me imagino que nos veremos mañana, ¿no?

—Sí, claro, mañana nos vemos.

Tomás se despide y vuelve a su garita. La luz lenta del amanecer da vida a las tumbas y las lápidas, que durante la noche no han sido más que formas oscuras, presentidas. Una hora después llega Sebas, que viene con el ánimo de quien ha descansado bien.

—Pensé que por la mañana vendría otro compañero.

—Hago turno doble. Necesito el dinero y este puesto es cómodo.

—¿No tienes familia?

—La tenía, por eso necesito el dinero, no sé si me entiendes.

—Sí, claro —dice Tomás mientras recoge sus cosas y las mete en la mochila.

—¿Qué tal la noche?

—Tuve que echar a unos chavales que se habían colado. Por lo demás, bien.

—Ya te dije que esto era muy tranquilo.

—He conocido al padre Manuel.

—¿A quién? —pregunta Sebas extrañado.

—Al cura, ha venido para que le diera las llaves.

—Pero no puede ser el padre Manuel.

—Eso ha dicho, Manuel, estoy casi seguro.

—¿Cómo era?

—No muy alto, mayor, de pelo blanco, con un abrigo negro.

—Sí, ese es el padre Manuel, pero no puede ser.

—¿Por qué?

—Porque el padre Manuel murió hace tres meses.

Tomás se le queda mirando. Quizá lo ocurrido esa noche no ha sido más que producto de su imaginación. Trata de recordar un detalle extraño o inusual que le permita averiguar que todo ha sido un sueño. Es la risa de Sebas —más bien la carcajada— la que detiene todas sus elucubraciones.

—Lo siento —dice riéndose aún—. Es la misma broma que me gastaron a mí cuando entré. Y todavía funciona.

Tomás, aún sin reaccionar, se debate entre el enfado y el alivio. Finalmente, sonríe quitándole importancia. En el fondo reconoce que la broma es buena y es también la mejor manera de terminar esa extraña primera noche. Se despide de Sebas. Llega hasta el coche cuando el nuevo día ya es una realidad. Pone la calefacción a tope tratando de hacer desaparecer el frío que lleva incrustado en los huesos y vuelve a casa a esa hora en que la mayoría de la gente sale de las suyas a iniciar un nuevo día. Al aparcar en el garaje ya ha entrado en calor. Con el motor aún en marcha siente la tentación de quedarse allí metido. Encuentra en ese habitáculo la tranquilidad y el aislamiento que no le da el mundo exterior. Por un instante se siente ajeno a la vida, su vida, de la que quiere huir, o por lo menos descansar. Desea no tener que encerrarse en su cuarto, tumbado en el colchón mirando el techo, la pared, cerrando los ojos, viendo pasar el tiempo igual que un condenado a muerte. Necesita sentirse como antes, con sus días mejores y peores, con sus problemas grandes y pequeños, con la sensación de que todo avanza y tiene un sentido. Su vida lleva detenida demasiado tiempo, vacía, plana, no monótona, como la de la mayoría de la gente, sino estática, como el coche en el que sigue metido, sin fuerzas para salir, subir a casa y enfrentarse a Sara, preparar nuevas mentiras que ya no entiende cómo ella puede creer. Quita el contacto y sigue con la mirada fija en un lugar indefinido del volante.