En el pasado

13

Tomás bajó la ventanilla del coche para que entrara un poco de aire fresco. Ya llevaban casi tres horas vigilando la casa de Félix Morán, a escasos metros de su portal, esperando que en cualquier momento apareciera. Habían subido a su casa. Nadie les había abierto. No tenían orden de registro, ni siquiera la habían pedido, no tenían nada que le incriminara excepto los recibos de su tarjeta. Necesitaban interrogarle porque, en el fondo, era el único hilo del que tirar para tratar de saber quién iba llenando la ciudad de mujeres decapitadas. Al no obtener respuesta habían llamado a la puerta contigua. Una mujer mayor, en bata, había abierto y los miraba extrañada.

—Buenos días —dijo Tomás mostrándole la placa—. Estamos buscando a Félix, su vecino. No está en casa.

—Habrá salido, esta mañana he oído la puerta temprano. ¿Por qué?

—¿Sabe a dónde ha podido ir?

—No, no sé en qué ocupa el tiempo, es un chico un poco raro. Amable, no sé, siempre he pensado que no está muy bien de la cabeza.

—¿Duerme siempre en casa? —preguntó María.

—Que yo sepa, sí.

—¿Y su madre? ¿No vive con él?

—No, hace cosa de un año se fue a vivir al pueblo. Tiene las piernas mal y ya no podía ni salir a la calle. Queríamos poner un ascensor, pero cuesta un dineral.

—Ya —dijo Tomás—. Escuche, si vuelve Félix, no le diga que hemos preguntado por él.

—Pero ¿qué ha hecho?

—Nada —dijo María—. No se preocupe, solo queremos hablar con él.

Al salir a la calle Tomás observó el bloque de viviendas en el que vivía Félix. Un edificio de cuatro plantas de más de sesenta años, con la antigua placa del yugo y las flechas pegada a la fachada, con la colada de cada vecino colgando de las cuerdas de tender. Vecinos más viejos que el edificio acostumbrados al barrio, del que no salían desde hacía años porque para ellos más allá de las cuatro calles que rodeaban su casa no había nada.

—Esperaremos —dijo Tomás.

—Puede tardar horas.

—No tenemos nada mejor que hacer. No quiero que se me escape, quiero hablar con él cuanto antes.

Tomás se dirigió al coche y entró. María aún miró a ambos extremos de la calle, estrecha, con vehículos aparcados en ambos lados de la calzada y un pequeño callejón unos veinte metros a la derecha del portal del que acababan de salir. Luego se sentó a esperar.

En tres horas les había dado tiempo a pedir refuerzos —dos parejas de agentes apostados en los extremos de la calle—, a comentar el caso, a hablar de sus vidas familiares —la de Tomás; la de María, más caótica por sus relaciones esporádicas—, a permanecer callados, a comer un par de bocadillos que ella había comprado en una cafetería cercana, a volver a hablar.

—Si llega hasta aquí no tiene escapatoria, el callejón ese está cortado —les dijo Pilar, una de las agentes, que se había acercado a su puesto cuando ya comenzaba a anochecer.

—Si queréis, en un par de horas pueden venir a relevaros —dijo Tomás.

—No te preocupes, vivo al lado, prefiero quedarme que volver hasta la comisaría. Luego me pilla un atasco que me tiro casi dos horas para llegar a casa.

—Como queráis. De todas formas, si en dos horas no ha aparecido nos largamos y ya volveremos mañana.

Pilar se alejó del vehículo. María tenía abierta sobre las rodillas una carpeta con el dosier de Félix, en el que se podía ver su foto y comprobar sus antecedentes. Lo habían leído más de diez veces, como si entre tanta jerga policial y burocrática pudiera encontrarse la prueba irrefutable de su culpabilidad.

—No parece el perfil —dijo María—. No creo que sea a quien buscamos.

—Condenado por violación. Estuvo en el club. ¿Qué más quieres?

—No sé. El decapitador es un tipo muy organizado, limpio, brillante. Corre riesgos, pero muy medidos. A este le han detenido seis veces por agresión y le han condenado una por violación. Se mueve por impulsos superiores a él, por eso le pillan, porque no mide los riesgos.

—Quizá ha aprendido. Esta gente lo pasa mal en la cárcel, no creo que quiera volver.

—¿Piensas que pueda ser él?

Tomás iba a contestar cuando el chisporroteo de la radio le hizo guardar silencio. «Se acerca por vuestra espalda. Lleva una cazadora marrón y pantalones vaqueros.» Tomás movió el retrovisor para abarcar más espacio visual y por fin le divisó, caminando con la cabeza agachada y las manos en los bolsillos. Cuando estaba a pocos metros abrieron las puertas y aguardaron a que el tipo los superara y se dirigiera al portal. Estaba metiendo la llave en la cerradura cuando llamaron su atención.

—¿Félix Morán? —preguntó Tomás.

Félix se volvió y con extrañeza trató de identificarlos. Ellos le enseñaron las placas y observaron su reacción, que no reveló preocupación o nerviosismo.

—Sí, soy yo, ¿en qué puedo ayudarlos, agentes? —contestó con un tono calmado y educado.

—Nos gustaría hacerle unas preguntas.

—Sí, claro, ¿quieren pasar?

Félix abrió la puerta y la sujetó mientras pasaban. Antes de que pudieran decir nada empujó a María, que cayó sobre Tomás, y salió a la calle cerrando la puerta tras él. Los policías se incorporaron y salieron mirando en ambas direcciones.

—Allí está —dijo María señalando a su derecha.

Tomás salió corriendo tras él. Ella cruzó la calle, entró en el coche y cogió la radio.

—Pilar, Ramiro, el sospechoso va hacia vosotros, no le dejéis escapar.

Cuando María llegó a la esquina Félix estaba tumbado sobre el capó del vehículo con las manos esposadas a la espalda, tenía una pequeña brecha en la ceja de la que le salía un hilo de sangre y junto a él estaban sus llaves, su cartera, un paquete de tabaco y un mechero que los agentes le habían sacado de los bolsillos al registrarle. A escasos metros Tomás trataba de recuperar el aliento. Pilar y Ramiro sujetaron a Félix de ambos brazos y le incorporaron.

—¿Ibas a algún lado? —le preguntó María obligándole a que le mirara a la cara.

—No, me asusté, eso es todo —dijo Félix acobardado—. Lo siento, de verdad.

—¿Lo sientes? Ya te digo yo si lo vas a sentir.

Tomás, más calmado, se acercó a él.

—Cuando uno huye de la policía es porque teme algo. ¿Qué pasa, Félix? ¿Qué nos estás ocultando?

—Les juro que no he hecho nada, no sé por qué he salido corriendo.

—Bueno, pues por no haber hecho nada te vas a pasar una noche en el calabozo para empezar. Vamos, lleváoslo.

Los agentes metieron a Félix en la parte trasera del coche.

—No quiero que nadie hable con él —dijo Tomás.

Cuantas más horas de aislamiento pasara más conseguirían minar su firmeza y su voluntad. Y, sobre todo, más le harían pensar. Y pensar es bueno, pensar demasiado termina volviéndose en contra.

Tomás cogió las llaves del capó y entregó la documentación y el tabaco a sus compañeros.

—Vamos a ver qué tiene este tío en casa.

—No tenemos una orden —advirtió María.

—Nos invitó a pasar. Tenemos la llave, si encontramos algo pedimos la orden.

María iba a protestar, pero él ya había comenzado a caminar en dirección al portal.

 

 

La casa de Félix apestaba. Un conjunto de olores —a cerrado, a humedad, a verdura hervida y a sudor— combinado con el aroma a rosas de un ambientador terminaba por hacer explosiva la mezcla. Hicieron un gesto de repulsión nada más abrir la puerta. Dieron la luz. Se encontraban en un pequeño recibidor. A la izquierda, un aparador de madera oscura sobre el que había un cenicero de cristal, una pequeña lámpara y varios sobres de correspondencia. María cogió los sobres y los examinó. Todos eran facturas y recibos del banco. A la derecha, colgado en la pared, un perchero con tres ganchos, en uno de los cuales había un abrigo negro de mujer. Una puerta a la derecha conducía al salón. Entraron. Allí el olor a comida rancia se hacía más intenso. Era una pequeña estancia cuadrada con un sofá de tres plazas verde, frente a él había una mesa camilla con platos con restos de comida y un mueble de madera oscura, destartalado y desconchado, donde destacaba, por estar fuera de lugar, una televisión plana último modelo, grande, excesiva para el mueble y para el salón. En los estantes del mueble había una foto del propio Félix y otra de los que debían de ser sus padres. Tras las puertas de un armario, varias cajas de medicamentos.

—Medicación para la tensión, para el corazón.

—Insulina —señaló María—. ¿Es diabético?

—No tengo ni idea.

—Deben de ser de la madre.

—¿Y qué hacen aquí si la mujer vive en el pueblo?

María se encogió de hombros.

—Si no fuera por la suciedad te diría que estoy en el salón de mi abuela —dijo Tomás.

—Es la casa de su madre, no habrá querido tocar mucho.

Salieron del salón y llegaron a la cocina. En la pila, una montaña de platos, vasos y cubiertos sucios por los que uno podía saber qué había comido Félix las últimas semanas. María abrió la nevera, que apestaba tanto o más que la casa. Fruta podrida, yogures, leche y poco más ocupaban los estantes del frigorífico.

—No tiene casi comida.

—De eso se alimenta —dijo Tomás señalando un rincón donde había apiladas varias cajas de pizza.

En uno de los armarios encontraron media docena de paquetes de dónuts, tabletas de chocolate y un pan de molde más verde que blanco.

—No es diabético. Eso o pretende reventar —dijo María.

Salieron de la cocina y llegaron a una puerta cerrada. Era el dormitorio de los padres de Félix, lo único que parecía limpio y ordenado dentro de la casa. En él había una cama con una colcha de lana gris, dos mesillas de madera, un armario frente a la cama con las puertas abombadas y un frío intenso que contrastaba con el del resto de la casa. María se acercó a la ventana y comprobó que estaba abierta.

—No creo que duerma en esta habitación, está bajo cero.

Tomás revisó los cajones de las mesillas. Uno de ellos estaba vacío, en el otro encontró una agenda antigua, unas gafas y un rosario.

—Vamos, sigamos —dijo saliendo de la habitación.

Enfrente estaba el cuarto de baño. Era pequeño, con el suelo de sintasol, sucio y desgastado. La bañera tenía una mancha de óxido alrededor del sumidero y una cortina descolorida. El lavabo, que algún día debió de ser blanco, estaba lleno de manchas, chorretones y cal incrustada. Sobre él había un armario con espejo. Tomás lo abrió. Vio un vaso con dos cepillos de dientes, una cuchilla y espuma de afeitar, una colonia barata y un producto para sujetar dentaduras postizas. El váter acumulaba la misma suciedad y mugre que el resto del cuarto de baño, salpicaduras amarillas por toda la taza y el agua remanente de un color grisáceo sobre la que flotaba una ligera espuma blanca.

—Este tío no es un obseso de la limpieza —comentó María—. No es ordenado, no es metódico, no puede ser el tipo que buscamos.

Tenía razón, aunque algo raro debía haber en esa casa, en la vida de Félix, para que hubiera salido corriendo cuando quisieron hablar con él.

—Vamos a su dormitorio —dijo.

La habitación de Félix estaba situada al final del pasillo y era la última de la casa. Al entrar lo primero que llamó su atención fue una estantería que ocupaba toda la pared izquierda, en cuyos estantes había cientos de cintas de VHS, de DVD y CD. María cogió varias de las cintas y observó las carátulas, en las que aparecían todo tipo de mujeres en las más diversas posturas. Tomás hizo lo mismo con los DVD, que contenían el mismo tipo de producto.

—La evolución tecnológica, del VHS al DVD —dijo María.

—Sí, y la tecnología ha seguido evolucionando —dijo Tomás acercándose a un ordenador que había sobre una mesa de estudio.

Encendió la pantalla y comprobó que estaba en marcha un programa de bajada de archivos.

—Enfermo de mierda.

—Mira las sábanas —advirtió María.

En la cama, a su derecha, las sábanas tenían manchas de todo tipo, desde restos de comida a otras de carácter indefinido, todas igual de repulsivas. En el ordenador Tomás abrió varias carpetas donde Félix guardaba los archivos pornográficos. Una base de datos en la que había un listado de más de dos mil películas ordenadas por distintos campos: el tipo de película, el soporte, el tipo de práctica, el año, las actrices, los actores, la nacionalidad, la duración. Todo detallado, todo analizado, todo organizado como en una gran biblioteca.

—Esto sí está ordenado —dijo Tomás—. Para lo que quiere y para lo que le importa sí es meticuloso. Esto le ha debido de llevar toda una vida.

—Es su hobby, la gente se obsesiona con los hobbies, llegan a tomárselos casi como un trabajo.

—Pediremos la orden al juez, que vengan varios agentes a llevarse el ordenador y las películas.

—¿Crees que habrá material pedófilo?

Tomás miró la inmensa estantería donde se acumulaban horas y horas de pornografía.

—Creo que puede haber de todo. Llevará días revisarlo.

María abrió uno de los cajones de la mesa, donde encontró un taco de tarjetas de locales de alterne. Entre ellas encontró una del Castillo del Placer, el club al que pertenecía el sello que encontraron en la mano de la segunda chica asesinada.

—Parece que, además del porno, es cliente de todos los clubs de la ciudad.

—De uno ya sabíamos que lo era, y parece que es socio de honor de todos.

María se quedó pensativa un instante.

—Distorsiona la realidad. Para él las mujeres no son más que objetos y el sexo es como lo ve en las películas. El adicto al porno no se conforma con ver a dos follando, eso ya no le excita, necesita experiencias cada vez más fuertes.

—Como cortarles la cabeza.

—No he dicho eso, sigo pensando que no es él. El asesino necesita un lugar donde matarlas. Aquí no puede hacerlo, tiene que ser en un lugar apartado, donde nadie le pueda ver.

—No sabemos si tiene ese sitio. Quizá la casa en el pueblo.

—Allí está su madre —recordó María.

—No estoy tan seguro. Se ha ido al pueblo sin el abrigo, ni las medicinas, ni el resto de la ropa ni las gafas.

—Y si no está en el pueblo, ¿dónde está?

—Eso es otra cosa que tendrá que contarnos. Venga, vamos, no podemos hacer nada más sin la orden.

María volvió a dejar las tarjetas de los clubs en el cajón. Salieron de la habitación. Al pasar de nuevo por la de los padres, Tomás se detuvo.

—¿Por qué está esta habitación tan limpia? ¿Por qué se preocupa tanto de que esté tan ordenada cuando el resto de la casa está hecho un desastre?

—No lo sé —dijo María—. Pero esta habitación, que es la más normal de todas, es la que me produce más escalofríos.

 

 

De camino a la comisaría, María iba repasando la correspondencia de Félix. Recibos de luz, gas, agua y el extracto del banco, al que prestó especial atención.

—La madre cobra una pensión, luego hay retiradas de dinero en ventanilla. Si la madre está en el pueblo es Félix quien saca ese dinero. Tiene firma autorizada.

—Y si Félix saca el dinero de la pensión de la madre, ¿de qué vive ella? —se preguntó Tomás.

—No lo sé. Quizá se lo lleva él, esos son los únicos ingresos que tienen. Hay varios pagos con tarjeta en locales de alterne, uno a la semana, los viernes.

—Como la misa de los domingos. Puntual a su cita.

Llegaron a la comisaría casi a medianoche. El agente que estaba de guardia en la puerta les comunicó que el detenido estaba en el calabozo. Nadie había hablado con él, ni siquiera le habían llevado la cena.

—No se va a morir de hambre —dijo Tomás—. Hablaremos con él a primera hora.

—Que le vigilen, de todas formas —dijo María—. No quiero que haga una tontería.

—Hay un compañero abajo, le diré que esté pendiente —dijo el agente.

Subieron al primer piso y entraron en un despacho que habían habilitado para el caso, en el que había un panel de corcho colgado en la pared. Clavadas con chinchetas, estaban las fotos de las chicas asesinadas colocadas por orden, el cuerpo de la primera sin rostro, el rostro de la tercera sin cuerpo. También había fotos más duras, las de la decapitación, el detalle del corte seco y recto que había separado sus cabezas del cuello. Otras mostraban el maletero del coche y la calle en la que estaba aparcado y las cocheras con detalles del interior del autobús. Tomás se quedó mirando las fotos, los datos, como si fueran un jeroglífico que solucionar o como si la solución, en realidad, estuviera allí escrita y él no fuera capaz de verla.

—Tiene que haber algo que las una —dijo Tomás.

—Eran prostitutas. Una, casi seguro.

—Ya. Tiene que haber más. ¿Por qué ellas? No las elige al azar, hay alguna razón.

—Yo también creo que las conoce —dijo María—. O por lo menos algo le une a ellas.

—Lo peor es que seguimos sin saber quiénes son o de dónde vienen.

—Lo peor no es eso, lo peor es que en alguna parte hay como mínimo otra chica muerta, y si el pirado que está en el calabozo no es el que ha hecho esto, cualquier día nos encontraremos otro cuerpo y otra cabeza, y no sabremos si serán los últimos; eso es lo peor.

Tomás asintió. Comprobó la hora. Samuel debía de llevar horas dormido, y Sara estaría a punto de hacerlo. Se lamentó de ver a su hijo solo el rato desde que este se levantaba hasta que se marchaba al colegio. Se sentía culpable de perderse sus días, de no saber qué hacía, qué le pasaba. Por otro lado, no podía apartar de su cabeza, ni siquiera un segundo, el hecho de que tres chicas habían sido asesinadas, quizá alguna más, y de que dependía de él que el culpable, estuviera donde estuviese, lo pagara.

—Vámonos a casa, anda, mañana a las siete quiero interrogarle.

—Me quedo un rato, quiero estudiar bien su perfil para preparar el interrogatorio.

—¿No dices que no es él el asesino?

—Sí, pero desde que he visto su casa...

—Ojalá sea él —dijo Tomás—. En fin, mañana nos vemos.

—Hasta mañana —dijo María mientras se sentaba frente al teclado.

14

Al salir a la calle Tomás tuvo esa extraña sensación de no saber ni la hora, ni el día ni el lugar en el que se hallaba. Una voz llamó su atención. Al volverse vio a Fidel, su antiguo compañero y chófer de su hermano.

—Fidel, ¿qué haces aquí a estas horas? ¿Está mi hermano contigo?

—No, le he dejado en casa hace un rato, venía a hablar contigo —dijo, dando a entender que se trataba de un asunto importante.

—¿Quieres que entremos? —preguntó Tomás señalando la comisaría.

—Preferiría ir a otro lado, es un asunto privado.

—De acuerdo, el bar de Luis está aún abierto.

—¿Ha cerrado alguna vez? —preguntó Fidel con una sonrisa.

Entraron y se sentaron a una mesa. Con dos cervezas frente a ellos, Fidel paseaba su vista por todo el local.

—Llevaba años sin entrar, está todo igual.

—Sí, no ha cambiado mucho.

—Es más, creo que la tortilla que tiene ahí es la misma de siempre.

El bar de Luis era frecuentado por los policías que trabajaban en la comisaría no porque se comiera bien o estuviera limpio y fuera agradable, de eso no podía presumir, sino por ser el más cercano. Si un agente o un inspector decidían ir a tomar un café o un bocadillo y surgía una emergencia podían estar en la comisaría en menos de un minuto.

Fidel estaba casado y tenía un hijo casi adolescente, que acababa de formar un grupo de música e iba detrás de su padre para que le comprara una batería.

—Me tengo que ir de casa si meto una batería. Ya podría cantar, que no cuesta nada. Además, follaría más. ¿Quién se va con el batería?

Tomás sonrió. Lo que le contaba no era más que una especie de preámbulo. Cuanto más se alargara más gravedad le daría a lo que le dijera.

—Vas a pensar que soy un gilipollas.

—¿Por qué? ¿Qué pasa? —preguntó Tomás.

—Hace unos meses conocí a una chica.

—Eres un gilipollas. Venga, sigue.

—Al principio no era nada serio, quedamos un par de veces, como amigos, a tomar un café. Pero surgió algo. Me llegué a plantear separarme. Era serio, de verdad.

—¿Y qué ha pasado?

—Eso es lo que no sé. Se ha marchado sin decir nada, sin avisarme, sin una llamada.

—Se habrá cansado de ser la otra.

—No, nunca me pidió nada. Lo de separarme era cosa mía, ni siquiera se lo comenté.

—¿Habíais discutido?

—No, estábamos bien y de repente se ha ido. Ha dejado el trabajo también sin avisar. Hablé con su casero y no sabe nada, no ha dejado el piso.

—¿Y su familia?

—Nunca me habló de nadie. No sé si tiene o no. En ese aspecto era muy reservada.

—Quizá sea lo mejor, ¿no? Has tenido una aventura, eso pasa, pero tienes una familia, no sé, quizá deberías dejarlo correr.

—Si no es que quiera seguir con ella, solo me gustaría saber si está bien, que no le ha pasado nada. Es muy raro que se haya marchado de esa forma.

—Bueno, dame sus datos, veré qué puedo averiguar.

—Cuando puedas, de verdad —dijo Fidel sacando del bolsillo interior de su chaqueta un sobre—. Esta es una foto suya, y detrás tienes apuntada su dirección y la tienda donde trabajaba. Era dependienta.

Se trataba de una chica morena, de ojos verdes, guapa y joven, tanto como para envidiar y entender por un instante a Fidel.

—No me has dicho cómo se llama.

—Valeria, Valeria Real.

Se despidió de Fidel con un abrazo y prometiéndole que le avisaría en cuanto supiera algo. Eran casi las dos de la mañana y pensó que volver a casa y tratar de dormir un par de horas no tenía mucho sentido. Llamó al despacho con la esperanza, y casi la seguridad, de que María estaría allí, no en vano era tan obsesiva y meticulosa con el trabajo como él.

—¿Sí?

—¿No te has ido a casa aún?

—¿Y tú qué haces despierto?

—Ni siquiera me he ido. Estaba pensando que no vamos a dejar para mañana lo que podemos hacer hoy.

María procesó con lentitud el mensaje críptico de su compañero.

—Te espero en la puerta de los calabozos —dijo por fin.

 

 

Cuando llegaron a la celda de Félix le hallaron tumbado en el jergón, hecho un cuatro, agarrándose las rodillas con ambas manos a causa del frío. Tomás golpeó los barrotes con la llave. Félix se removió en la cama y miró en dirección a la reja.

—Hora de levantarse, Félix, ya ha cantado el gallo —dijo mientras abría el cerrojo de la celda—. Ahora te toca cantar a ti.

Félix se levantó entumecido y se desplazó hasta la puerta.

—No sé por qué estoy detenido —dijo con voz sombría.

—Fuimos a hablar contigo y saliste corriendo, ¿recuerdas? —le dijo María.

—Ni siquiera he cenado.

—Luego te daremos un café, no te preocupes.

—No tomo café —dijo—. Prefiero un Cola Cao.

—¿Con galletas? —preguntó María.

Félix notó el tono irónico de la inspectora y no dijo nada.

En la sala de interrogatorios, mientras aguardaba a que llegaran los inspectores, permaneció con la mirada fija en la mesa, como si quisiera atravesarla. Estuvo unos minutos sin mover un solo músculo. Desde la sala contigua le observaban mientras recopilaban toda la información del caso en una carpeta.

—Oculta algo —dijo María—. No sé qué. Su lenguaje corporal, su hermetismo.

—Le han detenido más veces. Se ha enfrentado a esto antes, sabe lo que decir y lo que no.

—Lleva horas dándole vueltas a la cabeza, habrá inventado mil historias para protegerse. Eso nos beneficia, le hará dudar. Y si duda se pondrá nervioso.

—Vamos, dejemos la teoría y pasemos a la práctica. Para mentirnos tiene que mirarnos a la cara.

Cuando María y Tomás entraron, Félix levantó la vista. Los dos policías se sentaron frente a él dejando la carpeta sobre la mesa.

—Bueno, Félix, como te dijimos ayer antes de que salieras corriendo, queríamos hablar contigo —dijo Tomás—. Tenemos unas cuantas preguntas que hacerte.

Félix permaneció callado, inmóvil.

—Quizá lo primero que tendrías que decirnos es por qué saliste corriendo —dijo María.

Félix se rascó la cabeza. Después hizo lo mismo con la nariz. Parpadeó un par de veces seguidas.

—Me... me puse nervioso —dijo en un susurro.

—¿Y qué razón tenías para ponerte nervioso?

—Ninguna, me asusté, eso es todo. Lo siento.

Tomás abrió la carpeta y sacó una hoja. Félix levantó la vista para ver de qué se trataba. Tomás volvió a guardarla.

—¿Te gusta el cine, Félix?

La pregunta hizo que el tipo se revolviera en la silla.

—Tienes una buena colección de películas —dijo María.

—Eso no es un delito.

—No, no lo es. Violar sí es un delito.

—Ya pagué por eso —dijo—. ¿No necesitaría un abogado?

—Dímelo tú, ¿lo necesitas? —le preguntó Tomás.

—¿Vais a acusarme?

—Tú no haces las preguntas —dijo María perdiendo la paciencia—. Además de películas tienes tarjetas de todos los clubs de la ciudad. ¿Te gusta ir de putas?

—Eso tampoco es un delito —dijo Félix sin poder evitar el pudor en su tono.

Tomás sacó una fotografía de la fachada del Castillo del Placer y se la puso delante.

—¿Has estado alguna vez?

—Sí, alguna vez. No demasiado, está muy lejos.

—En los últimos dos meses has ido cuatro veces, tenemos los recibos de tu tarjeta.

—¿Y qué quiere decir eso?

—Nada, no quiere decir nada —dijo Tomás.

Sacó las fotografías de las dos mujeres asesinadas y se las mostró.

—Míralas con atención. ¿Las conoces?

Su rostro palideció mientras observaba las fotos y después negó con la cabeza. María se levantó y se colocó a la derecha de Félix.

—¿Has tenido novia alguna vez? —le preguntó.

—No —dijo con una sonrisa avergonzada—. Ni siquiera me miran.

—Eres un violador, Félix, ¿qué cojones esperas, que vayan contigo a tomar café? —le inquirió María despectiva.

—Ya te he dicho que no me gusta el café —dijo Félix retador, cansado quizá de que le recordaran su pecado.

—Pero si les pagas —dijo Tomás—, entonces te hacen caso, ¿verdad? Son amables contigo.

—Yo también soy amable con ellas, las trato bien.

—Claro que las tratas bien, Félix, pero te cuesta excitarte, ¿no? —dijo María—. Tanto porno tiene que acabar volviéndote loco. Ya no te basta con follártelas, quieres hacer con ellas lo que ves en las películas, hacerles todo tipo de barbaridades.

—Pero ellas no se dejan —dijo Tomás—. Son putas, pero tienen un límite.

—Nunca les hago daño.

—¿Seguro? Míralas otra vez —le dijo Tomás—. Dime que nunca les haces daño, dime que no las conoces.

—No las conozco, no las he visto en mi vida. No sé de qué va esto, no voy a confesar algo que no he hecho.

—No eres tú quien lo hace, Félix, yo sé que no te puedes controlar, el impulso te domina, no lo puedes frenar, por eso violaste a aquella chica. ¡Reconócelo de una puta vez!

María alzó la voz intentando intimidarle. Lo único que hizo Félix fue bajar de nuevo la cabeza y fijar la vista en la mesa.

—Sí, lo reconozco, la violé, y me comí doce años en la cárcel. Y sí, hay veces que saldría a la calle y lo volvería a hacer, pero me controlo, por eso voy a los clubs, para no hacer daño a nadie —dijo Félix en un tono de voz monótono, como en una letanía.

Sin decirse nada, ambos tuvieron la intuición de que era una bomba que podía estallar a poco que le provocaran. Y lo peor era que quizá ya había estallado, quizá su delirio ya había comenzado a dejar su rastro oscuro y tétrico por las calles de la ciudad. Félix había salido corriendo al verlos. Estaba claro que ocultaba algo: su casa, ese almacén de porquería, mierda y pornografía dentro del hogar de una anciana viuda.

—Te las llevas a casa, ¿verdad? A las chicas —dijo Tomás—. No siempre vas a los clubs, también suben a tu casa.

—Las metes en el cuarto de tu madre —continuó María, que había entendido el razonamiento—. Por eso está tan limpio, no quieres que vean el resto de la casa.

El rostro de Félix se tornó triste y resignado.

—Me gusta que se queden a dormir, imaginar que... —dijo sin atreverse a acabar la frase.

—Que son tus novias —completó Tomás—. Por eso hace tanto frío en la habitación, para que quieran que las abraces, para dormir bien juntos.

Félix asintió asumiendo entristecido que ese era el peor de sus pecados.

—¿Tu madre lo sabe? ¿Sabe que metes putas en su habitación? —preguntó Tomás.

El tipo se tensó al escuchar la mención a su madre.

—Ella está en el pueblo, no viene nunca.

—Se ha dejado todas sus cosas en casa. Las gafas, el abrigo, la ropa. ¿Estás seguro de que tu madre está en el pueblo?

—Seguro —dijo con voz temblorosa.

María notó que las defensas que había creado para afrontar el interrogatorio acababan de desaparecer. Cogió la fotografía de la chica del autobús y revisó su informe.

—¿Dónde estabas la noche del 11 de enero? —preguntó.

Félix se quedó pensativo. Después levantó el rostro y miró a los policías con una sonrisa parecida a la que le gustaría poner a un jugador de póquer cuando alguien acaba de tragarse un farol suyo.

—Estaba ingresado —dijo con tono triunfante—. Pueden comprobarlo.

—¿Ingresado dónde? —preguntó Tomás intuyendo que su único sospechoso estaba a punto de dejar de serlo.

—En la López Ibor.

—Eso es una clínica psiquiátrica. ¿Qué hacías allí?

—Cuando... Hay veces que siento que no me puedo controlar. Yo no quiero hacer daño a nadie, pero a veces es superior a mí. Hablo con mi psiquiatra y me ingresa unos días, allí me tienen controlado.

Tomás se echó hacia atrás en la silla. El interrogatorio acababa de terminar. Si por él fuera le hubiera devuelto al calabozo y habría tirado la llave a una alcantarilla, pero la ley era la que era y él había jurado cumplirla.

—Comprobaremos tu coartada —le dijo María—. Espero que nos estés diciendo la verdad.

—Sí, claro, mi psiquiatra es la doctora Contreras, tengo su número en mi móvil.

—No te preocupes, la localizaremos.

Se levantaron. Félix permaneció sentado, más tranquilo y relajado.

—Vendrá un agente y te llevará al calabozo, si lo que nos has dicho es verdad podrás irte a casa —dijo Tomás.

—Haré que te bajen un Cola Cao y algo para comer —dijo María, esta vez sin ironía. Félix le inspiraba lástima y repulsión al mismo tiempo.

Regresaron al despacho en silencio. Tomás arrancó su fotografía del corcho.

—Volvemos al principio.

—Espera a que hablemos con la psiquiatra, ha podido mentirnos —dijo ella sin ningún convencimiento en su voz.

—Son las cinco de la mañana, no creo que la doctora esté despierta. Lo mejor es que nos vayamos a casa y tratemos de dormir.

—Solo nos queda esperar a que aparezca el tercer cadáver y que cometa algún error.

—No los ha cometido hasta ahora —dijo Tomás—. Los errores los estamos cometiendo nosotros. Hay tres chicas muertas y no hemos sido capaces de averiguar nada.

15

Tomás entró en casa sin hacer ruido, se quitó los zapatos en la entrada y se dirigió a la cocina, donde por fin dio la luz. Sobre la mesa había un plato con pisto y unas chuletas. Aunque no había cenado, tenía el estómago cerrado. Cogió una manzana del frutero, se sentó y comenzó a pelarla pensativo. A su espalda un ruido le sacó de sus cavilaciones. Era Sara, que con cara de dormida y con los ojos molestos por la luz le miraba con extrañeza.

—He oído un ruido y he visto la luz.

—Perdona, no quería despertarte.

—No te preocupes. Estaba desvelada. Te he dejado eso por si querías cenar.

—No, no me apetece. Vuelve a la cama, anda, ahora voy yo.

—Da igual —dijo Sara sentándose en una silla junto a él—. Por lo menos hablamos un rato.

—Lo siento, de verdad, estamos hasta arriba —dijo dándole un beso—. ¿Qué tal Samuel? ¿Se acuerda de mí?

—Claro que se acuerda de ti —dijo Sara con una sonrisa—. Tú no sabes lo que presume con sus amigos de tener un padre policía.

—Espero tener algo de lo que pueda presumir pronto, me parece que no hay mucho de lo que sentirse orgulloso.

—Siempre dices lo mismo, y al final siempre dais con el malo —dijo Sara acariciándole la mano.

—Esta vez es distinto. Ese tipo da miedo, ese miedo que sabes que te supera, que es más fuerte que tú.

Sara sintió un escalofrío recorriéndole el cuerpo. Tomás no le había contado mucho del caso, pero sí lo suficiente como para saber que su marido se enfrentaba a cosas tan terribles que a cualquier persona le producirían un desequilibrio mental difícil de soportar.

—¿Y tú? —preguntó Tomás para aliviar un poco el ambiente—. ¿Te acuerdas de mí?

Sara sonrió, le miró a los ojos y le acarició la cara.

—No —dijo, para después estallar en una carcajada.

Tomás rio también mientras negaba con la cabeza.

—Vamos a la cama —dijo tirando de él para que se levantara. Si no lo hacía era capaz de quedarse sentado en la cocina dándole vueltas a las cosas hasta que se hiciera de día.

Una vez en la cama Sara se quedó dormida abrazada a él, que tampoco tardó mucho en hacerlo.

Por la mañana, Tomás comprobó que esas pocas horas de sueño habían sido suficientes para recobrar las fuerzas y el ánimo y enfrentarse a un nuevo día. Nada más abrir los ojos una duda le asaltó. Cogió el teléfono móvil de la mesilla y llamó a la comisaría.

—Soy el inspector Abad, necesito que compruebes una cosa —le dijo al agente que contestó la llamada—. Llegaré en una hora, a ver si lo puedes tener para entonces.

Después se levantó, se duchó y desayunó junto a Samuel, que estaba embobado con los dibujos de la televisión.

—Samuel, hijo, ¿quieres darte prisa? Que vamos a llegar tarde al cole.

—¿Me vas a llevar tú?

—Sí, hoy te llevo yo.

Samuel torció el gesto.

—¿Qué pasa?

—Nada.

—¿Cómo que nada? Venga, cuéntamelo.

—Un amigo no se cree que seas policía.

—¿Por qué?

—Porque dice que tu coche no es de policía.

—No todos los policías van en coche patrulla, ya te lo he dicho más veces.

—Ya, si eso le he dicho yo, pero no se lo cree.

De camino al colegio Samuel iba recostado en su silla, adormilado por la calefacción y el madrugón. Solo se espabiló cuando se acercaron a la puerta del colegio.

—Ese es. Ese es el que dice que no eres policía —dijo Samuel con fastidio.

—No le hagas caso.

Samuel le dio un beso y bajó. Su amigo le esperaba con una sonrisa de superioridad. Se acercó a él con la cabeza baja. Tomás los observó. Abrió la guantera y sacó la sirena, colocándola sobre el salpicadero. La luz azul comenzó a girar en su interior. Luego la hizo sonar unos segundos, los justos para que los dos niños se giraran, Samuel con una sonrisa de oreja a oreja y el otro con la cara del que se siente atrapado en su propia ignorancia y se da cuenta de que todos lo saben. Tomás se despidió con la mano de su hijo y se alejó.

—Eso por gilipollas —murmuró para sí mismo con una sonrisa.

 

 

Al llegar a la comisaría un agente se acercó a él y le entregó una carpeta.

—Esto es lo que me ha pedido.

Tomás abrió la carpeta y echó un vistazo a un par de hojas que había en su interior.

—Gracias, justo lo que pensaba.

Entró en el despacho, donde María estaba hablando por teléfono. Le hizo una señal para que aguardara un instante.

—Habrá registro de ello, ¿no? —preguntó a su interlocutor—. Sí, claro, mándemelos cuanto antes. Gracias por todo, siento las molestias.

Colgó el teléfono.

—Era la doctora Contreras, la psiquiatra de Félix. Confirma la coartada. Estuvo ingresado cinco días.

—¿Y no pudo escaparse?

—No. Digamos que cuando Félix ingresa allí le tienen babeando en una cama a base de tranquilizantes.

—Ya, de todas formas, tenemos que hablar con él, échale un vistazo a esto —dijo mientras le entregaba la carpeta.

María le echó un vistazo y luego sonrió.

—Esto no sé cómo va a explicarlo.

—Vamos a averiguarlo.

Félix estaba despierto cuando llegaron a la celda.

—Lo primero, enhorabuena, Félix —le dijo María—. Tu psiquiatra ha confirmado tu coartada.

—Ya les dije que era verdad.

—Y lo segundo, lo sentimos mucho —dijo Tomás.

—Es vuestro trabajo.

—No. Digo que sentimos mucho la muerte de tu madre, porque lleva muerta un año, ¿no?

Félix se quedó paralizado, sin mover un solo músculo.

—Según el médico del pueblo tu madre sufrió un ataque al corazón hace trece meses.

—Sí —dijo María—. Nos dijiste que estaba en el pueblo, pero no que estaba enterrada.

Félix se retorció las manos y se rascó la cabeza. Los ojos se le humedecieron.

—La echo mucho de menos —dijo con un hilo de voz.

—Le dijiste al médico que sacarías el certificado de defunción en Madrid y no lo has hecho. Has seguido cobrando la pensión de tu madre —dijo Tomás—. Eso es un delito.

—¿Y de qué voy a vivir? ¿Quién me va a dar trabajo? —sollozó—. No tengo nada, solo la tenía a ella.

Se miraron compadeciéndose del pobre desgraciado, que lloraba sin ningún reparo.

—Tenemos que dar parte, Félix —dijo Tomás—. Tú lo has dicho, es nuestro trabajo.

—¿Y qué me va a pasar? ¿Me meterán en la cárcel? —preguntó asustado.

—No creo que vayas a la cárcel por eso, tendrás que pagar una multa.

Félix sonrió con ironía.

—¿Una multa? ¿Y de dónde voy a sacar el dinero?

—A lo mejor puedes pedir una ayuda, una pensión de invalidez.

—Me la han denegado seis veces. Soy un violador, no les importa si estoy enfermo, lo único que cuenta es que una vez violé a una chica. Le jodí la vida a ella y me la jodí a mí.

—Lo siento, Félix —dijo Tomás con tristeza—. No podemos hacer nada por ti. Luego vendrán dos agentes a tomarte declaración por esto.

Se alejaron por el pasillo. Pero cuando estaban saliendo de la zona de los calabozos la voz de Félix los detuvo.

—¡Puedo ayudaros! —gritó—. ¡Conozco a esas chicas!

Volvieron a la celda, donde el tipo los esperaba con impaciencia.

—¿Qué sabes? —le preguntó Tomás dejando claro en su tono que no estaba para perder el tiempo con estupideces.

—Si os doy información sobre ellas que os ayude, ¿os olvidáis de lo de mi madre?

—Tú dime lo que sabes si no quieres que te encierre por no colaborar en una investigación.

—Las vi varias veces, en el club, en el Castillo.

—¿Trabajaban allí? —preguntó Tomás.

—Bueno, estaban allí, pero no trabajaban.

—¿Qué quieres decir? —inquirió María.

—Intenté irme con alguna un par de veces, son... eran muy guapas, pero ninguna quiso.

—Eso no es raro, algunas eligen a sus clientes —dijo María—. Y no te lo tomes a mal, Félix, en una lista de clientes de mejor a peor, tú te has caído de ella.

—Ya —dijo Félix, que parecía tener muy asumido lo que ella le decía—, pero tampoco las vi irse nunca con nadie. Otra de las chicas, una con la que estuve, me contó que nunca se iban con clientes. Estaban allí para dar categoría al local. Eran mucho más guapas que las demás.

—¿Y? ¿Eso es todo? —dijo María—. Me estoy empezando a cansar de tu charla.

—No, no, no es todo. La chica con la que estuve me dijo que esas dos solo trabajaban en las fiestas.

—¿Qué fiestas? —preguntó Tomás.

—Por lo visto se organizaban fiestas para gente con dinero, hombres de negocios.

—¿Y la chica con la que estuviste, por qué lo sabía?

—No lo sé. Me imagino que son cosas que se cuentan entre ellas.

—Y tú no sabes dónde se celebran esas fiestas, ni quién va, ¿no?

—No, claro que no. Eso no lo sabe nadie que no haya ido. Es gente muy importante la que va allí. No quieren que se sepa.

—Vamos a hacer una cosa —dijo Tomás—. Te vas a marchar, y antes de pasar por casa te vas al registro y sellas el certificado de defunción de tu madre. Vamos a olvidarnos de que has cobrado su pensión estos meses.

—Gracias —dijo Félix respirando aliviado—. Lo haré enseguida.

—Prepararemos los papeles para que te vayas —dijo María—. Escucha, esta tarde van a ir dos agentes a tu casa y se van a llevar el ordenador. Lo van a revisar de arriba abajo. Como encuentren un solo archivo con material pedófilo te juro que hago que te metan en la cárcel y yo misma me encargo de que sepan por qué estás allí metido.

—Nunca le haría daño a un niño. No me gusta eso —dijo con seguridad.

Salieron de los calabozos con la euforia de tener por fin un dato al que agarrarse. El testimonio de Félix no valdría nada en un juicio, pero intuían que lo que les había contado era verdad. Sabían que las chicas trabajaban o, por lo menos, tenían relación con el Castillo del Placer e intuían que esas fiestas podían esconder la razón por la que habían sido asesinadas. Se dirigieron al despacho del comisario para exponerle sus avances.

—¿Y qué queréis hacer con eso? —preguntó.

—Queremos volver al club a interrogar al dueño y a alguna de las chicas —dijo María.

—No os van a contar nada —dijo el comisario—. Ya fuisteis una vez y no os dijeron nada, y no tenéis ninguna prueba de que esas fiestas existan.

—Tenemos un testigo —dijo Tomás.

—Lo que tenéis abajo y nada es lo mismo. Todavía no sé cómo os creéis lo que os ha contado.

—Dice la verdad —dijo María—. Que no sea suficiente su testimonio es otra cosa, pero dice la verdad.

El comisario se levantó de la silla y se dirigió a la ventana, donde se detuvo a contemplar la calle dándoles la espalda.

—Si vais al club y empezáis a hacer preguntas sobre las fiestas estaréis poniendo sobre aviso a quien pueda estar detrás de esto, y entonces ya no le vamos a coger nunca.

—Podemos pedir al juez una orden de registro —dijo Tomás.

—Con lo que tenemos no nos la da, y tampoco creo que encontremos nada.

—Entonces, ¿qué coño hacemos? —preguntó María.

—Esperar, no queda otra —dijo el comisario—. Esperar a que haga otro movimiento.

—Y a que aparezcan más cadáveres, ¿no? Eso es lo que nos queda. Y, mientras, nos cruzamos de brazos —dijo sin ocultar su indignación.

—Mientras, podéis intentar identificarlas. Alguien debe conocerlas, alguien debía vivir con ellas.

—Hay casi cinco millones de personas en esta ciudad. Será mejor que empecemos a preguntar, quizá nos lleve un poco de tiempo —dijo María con tono irónico.

Salió del despacho dejando a Tomás y al comisario con gesto de circunstancia.

—Sabes que no podemos hacer otra cosa —dijo el comisario.

—Lo sé, no tenemos todavía suficiente, pero me jode saber que dependemos de que ese tipo haga un movimiento. Es frustrante.

Tomás encontró a María en el despacho, frente al ordenador. En la pantalla tenía la ficha de Ricardo Otero, el dueño del club.

—¿Qué haces otra vez con eso? —le preguntó—. Ya lo hemos repasado muchas veces, ese tío no tiene ni multas de tráfico.

—Tiene locales por todo el país. Clubs, restaurantes, bares. Quiero saber quiénes son sus socios. Esta gente se relaciona con gente de todo tipo, puede que por ahí podamos encontrar algo.

Tomás se quedó observándola. Su gesto concentrado en la pantalla, su mueca tensa, la que le provocaba la urgencia inaplazable de encontrar al asesino. Si él era obsesivo cuando tenían un caso entre manos, ella no lo era menos, y no soportaba los tiempos muertos que se daban cuando habían agotado todos los caminos posibles y necesitaban que apareciera un nuevo dato que les permitiera avanzar. Prefirió dejarla trabajando y salió del despacho. En la planta baja, junto al mostrador de recepción, se encontró con Jerónimo Mejías, al que tardó unos segundos en reconocer.

—¿Cómo está? —le preguntó estrechándole la mano.

—Bien, he venido a retirar el coche de mi padre, han acabado ya con él.

—Siento que hayan tardado tanto, en el laboratorio son muy meticulosos.

—Lo entiendo, no se preocupe, espero que les haya servido de ayuda.

—¿Qué tal su padre? —se interesó sin darle opción a que preguntara por el caso.

—Bueno, ahí está el hombre —dijo negando con la cabeza, como si algo no terminara de ir bien.

—¿Qué sucede?

—Nada. Me parece que al final tendremos que vender el coche. No creo que tenga ganas de volver a cogerlo.

—Normal. Ha sido muy duro para él. Dele recuerdos de mi parte —dijo estrechándole la mano de nuevo.

Se alejó y entró en la sala en la que se tramitaban denuncias y se tomaban declaraciones. Buscó una mesa vacía, se sentó frente al ordenador y sacó de la chaqueta la fotografía que le había entregado Fidel con el nombre de la chica en el reverso, Valeria Real Peña, que Tomás tecleó. En la pantalla aparecieron tres personas cuyo nombre y apellidos coincidían. A dos las descartó por una cuestión de edad, demasiado mayores para ser la chica a la que Fidel quería localizar. Cuando entró en la ficha de la tercera apareció en la pantalla su fotografía, la de una mujer rubia, de rostro redondo y sonrosado, ojos marrones y nariz chata, nada que ver con la morena de ojos verdes que le miraba desde la fotografía que sostenía en la mano, una chica de la que no sabía nada, y lo poco que sabía, su nombre, acababa de desaparecer.