Antes de hacer mi Primera Comunión a los siete años, yo practicaba el tomar la hostia sagrada usando un rollo de dulces de oblea llamados Neccos. El rollo estaba envuelto en papel claro arrugado y las obleas, tan grandes y delgadas como pesetas, colocadas una tras otra, como un rollo de monedas, morado y rosa, anaranjado, amarillo, verde, y blanco.
Cuando jugábamos a “tomar la hostia sagrada,” yo era el sacerdote. Mi hermanita Lucy, y el hermanito de Berta, Noé, los dos de tres años de edad, eran los penitentes. Nunca le pedía a Berta que jugara porque siempre se comía la mayoría de las obleas, aunque era mi rollo de Neccos.
“Esto es algo serio,” les decía a Lucy y Noé, “porque están practicando el tomar el cuerpo y la sangre de Jesús. ¡Así que pongan atención!”
Los brillantes ojos café claros de Lucy y los oscuros de Noé se entornaban.
Pero yo siempre supe que ellos me seguían el juego nada más para comerse las obleas. Cuando ellos eructaban o se reían, les decía, “¡Dejen de bromear! ¡Compórtense con pureza y santidad, o harán que todo el mundo llegue a un gran final estruendoso!
“En el catecismo te enseñan,” continué, “que el mundo se acabará cuando una monja—y digo cualquier monja—se muera. Y las monjas que vienen a recogerte a la escuela para encaminarte al catecismo cada martes, tiemblan de tan viejas que son. Así que no hará falta mucho para que azoten. Y si haces enojar a una monja vieja y traqueteada, puede dar el cuartazo allí mismo.”
Lucy y Noé inmediatamente dejaban de reír o de empujarse uno al otro. Siempre aprovechaba esta oportunidad para recordarles, “Dejen de pensar que las monjas son dulces y amables como María en La Novicia Rebelde. Eso es sólo en las películas. Piensen en la vieja bruja mala de ‘Hansel y Gretel.’
“Para tomar la hostia sagrada, primero tienen que hacer su Primera Comunión,” les decía. “También tienen que ir a confesar sus pecados—y digo todos sus pecados—al sacerdote, que se esconde detrás de una mampara secreta, dentro de un armario muy parecido a un ataúd grande. Uno se coloca del otro lado de la mampara. Entonces tienes que hacer tu penitencia, que es un castigo que el sacerdote te da por todos tus pecados. Y si son muy, muy malos, quizá tengan que decir cientos, hasta miles de Padre Nuestros y Ave Marías.”
Sus ojos se abrieron.
“Luego el domingo,” continué, “no puedes comer nada—ni siquiera una pequeña migaja—por una hora entera antes de tomar la comunión. Cuando la misa por fin llega a la parte de la comunión, que es poco después de que el sacerdote eleva a los cielos una hostia blanca del tamaño de una tortilla grande, te pones en fila, banco por banco, y entonces comienzas a recorrer el camino hacia el pasillo, en la fila de la Comunión, mientras juntas las manos en oración, inclinas la cabeza, y tratas de verte algo así como santa.
“Y cuando por fin llegas hasta el frente del altar y te encuentras justo enfrente del sacerdote, quien sostiene una copa de oro grande llena de hostias sagradas, cierras los ojos y sacas la lengua. El sacerdote dice algo, tú dices algo, y luego el sacerdote te pone la hostia en la punta de la lengua. Entonces rápidamente metes la lengua a la boca y regresas a tu banco, donde te arrodillas y juntas las manos para rezar y parecer santa.
“Ahora escuchen, es muy, muy importante que dejen que la hostia se disuelva lentamente en la boca. No la pueden empezar a masticar como si fuera un pedazo de puerco o algo así. Recuerden, es el cuerpo y la sangre de Jesús. Y nunca, nunca pueden sacar la lengua para enseñar la hostia a nadie, mucho menos tocarla.”
“¿Pero por qué no?” Lucy preguntó, su carita redonda seria.
“Porque es sagrada,” dije.
“¿Pero qué sucede si la muerdes accidentalmente o si te tropiezas y simplemente salta fuera de la boca?” preguntó Noé, rascándose la cabeza.
“Te mueres y te vas al infierno.”
“¿Allí mismo, o cuando te hagas viejo?”
“Allí mismo. Se abre la tierra y te traga entero.”
“¿Pero por qué?” Lucy preguntó.
“Porque es sagrada. Y eso es lo que he aprendido en el catecismo,” dije, más y más fastidiada.
Tomé todas las obleas blancas del rollo de Neccos, las puse dentro de una taza grande amarilla, y practiqué dándoles a Lucy y Noé la hostia hasta que todas las obleas blancas se acabaron. Luego me comí todas las demás.
Semanas después de hacer mi Primera Comunión, estaba yo de pie en la fila para comulgar, la cabeza inclinada, las manos trenzadas en oración, cuando me entró el pánico. Recordé que había dado una mordida, una mordida grande, a la barra de chocolate de Berta poco antes de la misa. Sin sus dedos gordos esta vez. No pensé nada entonces, excepto la curiosa sonrisa burlona de Berta. A escondidas le eché una mirada a mi reloj Timex—un regalo de mis padres por hacer mi Primera Comunión. ¡Hacía menos de una hora que había dado la mordida!
¡Oh no! ¿Qué hago? No podría tomar la comunión ahora. Debo simplemente salir de la fila e ir a sentarme. ¿Pero qué pensará la gente? Sería una señal de que había hecho algo muy, muy malo.
Empecé a sudar. Las manos juntas me temblaban mientras avanzaba más y más en la fila de la comunión hacia el sacerdote que sostenía su copa grande de oro. Como era el representante de Dios, él simplemente sabría que no había pasado una hora entera cuando llegara mi turno.
Entonces caí en la cuenta: ¡esto bien podía significar mi muerte! Pudiera ser que se abriera la tierra justo en el mismo segundo que el sacerdote pusiera la hostia en mi lengua. Mi respiración se volvió más y más agitada.
Cuando miré hacia arriba, me encontré allí, enfrente del sacerdote. Me detuve congelada, mirando mi reflejo encorvado en la brillante copa de oro.
“El cuerpo de Cristo,” dijo el sacerdote.
Pero nada salió de mí. “El cuerpo de Cristo,” repitió, que era la señal para decir “Amén,” para abrir la boca, y para sacar la lengua.
Yo sólo me quedé parada, atónita. Quería desesperadamente abrir la boca, no para decir “Amén” sino para decirle al sacerdote, “¡No puedo decir ‘Amén’ porque no me quiero morir!”
Sentí la hostia puesta abruptamente en mi boca y sentí que me hacían a un lado. Con parte de la hostia todavía colgándome fuera de la boca, subí la mano rápidamente y en secreto puse la oblea en el bolsillo de mi blusa.
Volví rápidamente a mi banco, cumplí arrodillándome y rezando. Pero no había forma de fingir santidad. Mientras me arrodillaba, miré por el rabillo de los ojos para ver si alguien sabía que llevaba el cuerpo y la sangre de Jesús en mi bolsillo.
Cuando por fin llegué a casa, dije, “No me siento bien, me voy a acostar.” Me puse una camiseta y colgué con cuidado mi blusa, asegurándome de que la hostia sagrada todavía estuviera segura dentro del bolsillo pequeño.
Me negué a comer y después a cenar, aunque mamá se deshizo en atenciones y preparó mi platillo favorito—una buena tanda de enchiladas de queso. Vino y se sentó en mi cama. Su cabello castaño claro olía como una flor y llevaba un vestido amarillo brillante. Me miró con sus grandes ojos cafés, como los de Lucy. Me tocó la frente. “No tienes fiebre. Pero te ves gris. Y siempre te ves gris cuando estás escondiendo algo, Sofía.” Yo sacudí la cabeza hasta que ya no pude aguantar más. Me eché a llorar. “¡No me quiero morir! ¡No quiero que me trague la tierra!”
Por fin le dije—con ataques y sollozos e hipo—lo que había pasado. Mamá fue a mi ropero y sacó la blusa.
“¡Mamá, no mires en el bolsillo! ¡Te puedes morir, también!” Ella se llevó la blusa, todavía en el gancho, al cuarto siguiente.
Cuando regresó dijo, “Le llamé al sacerdote, y quiere que vayamos para allá inmediatamente.”
Me puse azul de susto, pero mamá dijo, “No te preocupes, Sofía, la tierra no te va tragar.”
En la rectoría, esperé en el vestíbulo mientras mamá iba a ver al sacerdote, llevando la blusa.
Nunca me había sentido tan asustada en mi vida.
Después de mucho, mucho tiempo, mamá apareció, sin mi blusa. “Tenemos que caminar a la iglesia para rezar.” Una vez allí, me dijo, “Tengo que rezar las catorce Estaciones de la Cruz.” Eso era lo que mamá tenía que hacer—su castigo—para que no me tragara la tierra. Y al seguir a mamá de estación a estación en la iglesia fría y llena de sombras, yo decía mis propios rezos secretos, porque sólo las personas grandes saben cómo rezar las Estaciones de la Cruz. También seguía agradeciéndole a Dios por darme una mamá así.
Más tarde esa noche, Berta vino por una taza de chocolate mexicano. Todavía sonriendo burlonamente. Pero entonces escuchó mi historia.
“Lo siento, Sofía,” dijo Berta, mostrando sus dientes grandes. “Yo nunca pensé que te podías morir cuando te ofrecí una mordida.”
La miré con furia. Mamá me echó una mirada, así que no pateé a Berta.
Tres meses después llegó una caja extraña en el correo, sin dirección del remitente. Mamá la abrió y sacó mi blusa. Y cuando miré en el bolsillo pequeño, vi que lo habían cosido hasta cerrarlo totalmente.